PAGINA 72 | RESCAT E S / P AL ABR A DE A RT IST A La primer obra del arte argentino El "Jesús de la Humanidad y Paciencia" del indio José, el misionero Por Eduardo Schiaffino (1858-1935) El yermo n (…) los vestigios monumentales de aquellas antiguas civilizaciones que ilustraron el pasado de América, la región platense no ha tenido cabida. Demasiado alejada de los más próximos focos del Cuzco y de Tihuanacu, apenas llega muy atenuada a los valles Calchaquíes la onda de influencia de la cultura incásica. Anforas y urnas funerarias de barro cocido, de forma elegante, vistosamente policromadas; finos tejidos de apretada trama ingeniosamente combinados, con hondo sentido decorativo, ataviando las momias; dis cos de bronce ornamentados; pedruscos tos camente labrados; algunas urnas atropomorfas, que no alcanzan a la belleza escultórica de los vasos peruanos o mexicanos; pequeñas esculturas, tazas y escudillas de barro, análogas a las arcaicas de origen griego, es todo cuanto surge del antiguo suelo, donde vivieron libres nuestros antepasados hasta la llegada de los españoles. Lo que más abunda es la urna funeraria, tan semejante a las troyanas en el acentuado arco superciliar de buho, destinadas a encerrar los res tos de las criaturas sacrificadas para impetrar la lluvia. En el Museo del Trocadero, la única que representa la cultura Diaguita, agrega, a su rudimentaria faz de lechuza, dos manitos juntas a la altura del pecho, sosteniendo una minúscula tacita del tamaño de un dedal, apenas suficiente para contener una gota simbólica del agua de lluvia. La pieza capital, entre todas las exhumadas, es la "Urna antropomorfa", descubierta por Adán Quiroga (…) representando un tocador de antara (Syringa o flauta de pan). Según Ambrosetti, (en sus: Notas de arqueolo- E gía Calchaquí), "es el famoso ídolo-tinaja de Amaicha (valles Calchaquíes, provincia de Tu cumán), publicado por el Doctor Quiroga como representación ‘Qucllay’, el dios festivo de los Calchaquíes". Hoy se diría diaguitas. El explorador Ambrosetti la consideraba preciosa; y como factura, única en su género. Si los diaguitas no han dejado tras ellos monumentos imperecederos como testimonio de una cultura superior, han demostrado, en la infinita variedad de formas de sus cacharros y en las múltiples combinaciones y diseños de sus primorosos tejidos, que tuvieron sentido artístico, y que la decoración ornamental consolaba su espíritu en la angustiosa espera de la esquiva lluvia. Otras vastas regiones del inmenso territorio, pobladas de verdura, regadas de manantiales, atravesadas por caudalosos ríos, no han dejado más testimonio de la existencia humana que hachas de piedra, puntas de flecha, y bolas arrojadizas, mientras los Calchaquíes, cuya vida fue precaria e inclemente bajo el sol abrasador, entre áridas breñas y espinosos cactus, hicieron florecer en el yermo natal la nobleza del arte. La modesta Gobernación de Buenos Aires –dependiente del Virreinato del Perú-, que recién en 1776 llegó a ser capital del Virreinato del Río de la Plata (cuando comprendía, aparte de la actual Argentina, a lo que ahora son Bolivia, Paraguay y Uruguay), era en realidad, por un conjunto de circunstancias, la Cenicienta de las Colonias españolas. Un pueblo nuevo, pobre y subyugado como el que habitaba la ciudad de Buenos Aires en las postrimerías de la dominación española, infinitamente lejos del mundo civilizado, sin tradiciones ni ejemplos de cultura; del que solamente un grupo tenía contacto con las ideas a través de los libros extranjeros y las gacetas retarda- RESCAT E S / PAL AB R A DE A RT I ST A das, hubiera necesitado desde la infancia, más que otro alguno, quien se ocupará solícito de despertar su cerebro virgen y de abrir sus ojos soñolientos a la belleza del ambiente; pero el abandono de las autoridades era completo, y en la larga siesta de los funcionarios coloniales nadie velaba sino en la suspición. Como en la pampa no había minas de ninguna especie, ni bosques naturales; como lo que abarcaba la vista en su ámbito infinito, era soledad y pobreza; como su aparente desventura la relegara al extremo sud del Continente, la corona de España la consideró un estorbo. Sucede a menudo que las riquezas más ocultas son las que están a la vista. Las minas de la pampa yacían a flor del suelo, en el manto inmensurable de la tierra de aluvión, traídas en alas del viento desde la remota selva virgen (la del Chaco). La pampa carece de arboledas, pero las gramíneas que crecen apretadas en la superficie forman como un mar de verdura movido por el viento, por el suyo, porque al par del océano o de desierto, la llanura argentina tiene el Pampero, que no es soplo agostador y mortífero, sino ráfaga vigorizante que fecunda y purifica. Es el padre nutricio de los campos argentinos. 1780 - 1785 Quiere la tradición popular ("Páginas olvidadas – Artista indio"), referida por el historiador Don Vicente G. Quesada, que en tal día del año 1780 el indio José, escultor tallista, nacido y adiestrado en las Misiones Jesuíticas del Para ná, se dirigiera a las quintas por la antigua calle del Empedrado (hoy Florida), en compañía de un fraile mercedario, cuando se detuvo bruscamente frente a un añoso naranjo, de grueso tronco retorcido y se puso a examinarlo con marcada curiosidad. | PAGINA 73 -¿Qué miras?- dijo el reverendo. -Ese árbol, Padre. -¡Y bien! ¿No has visto más hermosos en los magníficos bosques de tu país? -Sí, padre; los he visto más elevados y más frondosos, pero ese árbol es excelente para tallar una estatua. Qué hermosa efigie haría de su tronco. (…) -Podría tallar una estatua sentada… la naturaleza parece haber imitado en su forma a un hombre… -balbuceaba el indio preocupado-; y diri giéndose con resolución al Padre: -Haré la imagen del "Señor de la Humildad y Paciencia". La inspiración del genio había iluminado el alma del artista. El reverendo, impresionado por la actitud de José, se dirige a la modesta familia que descansaba en ese momento tomando mate a la sombra del árbol, gestiona y obtiene su adquisición para el Convento de la Merced. Tal parece haber sido, si la tradición no miente, el origen de la primera obra argentina con la que se inicia el arte nacional. Si esta obra hubiera nacido espontánea en la mente del indio misionero, sin notables ejemplos previos, seria un milagro de inspiración natural, que debemos descartar en nombre de la falta absoluta de precedentes históricos. La verdad es otra: en el vasto territorio, que aún no se denominaba argentino, pero cuya posesión y dominio poco tardaría en vacilar y romperse en las débiles manos de los sucesores inmediatos de Carlos III, había una región más prospera que la sede del nuevo Virreinato del Río de la Plata, las Misiones Jesuíticas del Paraná, cuyo imperio acababa de ser bruscamente interrumpido por aquel Monarca, con la ex- PAGINA 74 | RESCAT E S / P AL ABR A DE A RT IST A pulsión de los Jesuitas, pero cuya cultura subsistía en algunos de sus educandos. Ya hemos visto que, debiendo bastarse a si mismos en sus vastas posesiones del Tucumán y del Paraguay, importaban entre sus afiliados, hombres versados en todas las artes y oficios; la Compañía no les preguntaba de qué nación eran oriundos, sino si eran capaces de obrar y de enseñar. Ellos elegían el asiento de las Reducciones, embalsaban las aguas, construían acueductos, fabricaban iglesias de noble y elegante estilo, tallaban los altares, las imágenes sagradas, decoraban el interior de sus templos y capillas, y glorificaban en adecuados lienzos o tableros, los fastos de la religión católica. El misionero José, que no tenía apellido, como tampoco lo tuvieron los maestros atenienses, a quienes se distinguía sencillamente por Fulano, hijo de Mengano, ha vinculado su modesto nombre a esta doliente imagen, sin necesidad de firma. José debió asilarse en el Convento de la Merced, a raíz de la expulsión de sus protec tores y allí trabajaría en modestos menesteres de tallista, hasta que un acontecimiento inesperado le abrió nuevos horizontes y le mostró palpablemente las posibilidades de su arte. Por esos mismos años, en 1783, el Padre Altolaguirre, recoleto, al regresar de España a Buenos Aires al seno de su orden, recibió de Carlos III la imagen de "San Pedro de Alcántara", fundador de los reclusos (en 1554), para que fuera venerada en la iglesia del Pilar, que formaba parte de aquel Convento. Esta hermosa escultura en leño, atribuida a Alonso Cano, fue policromada en su tiempo, según usanza española; después el color ha ennegrecido y tomado un tinte uniforme, marcadamente oscuro pero armonioso, como si fuera de patinado bronce. El ascético monje, de pie, en actitud de predicar a sus oyentes, con místico arrobamiento les presenta la cruz, alzada en la mano izquierda. Aunque las fechas no tengan en las tradiciones populares un valor tan estricto, aquí coinciden perfectamente. José, el tallista misionero, que residía en Buenos Aires obtiene del padre mercedario en 1780, el tronco añoso pero verde, de aquel adecuado naranjo; lo asierra en sus dos extremos y lo deja secar por largo tiempo. En el ínterin, el Padre Altolaguirre vuelve de España con el "San Pedro de Alcántara". Su llegada es un acontecimiento en la aldea porteña. ¿Dejaría de ir a verlo el tallista José, mientras se evaporaba lentamente la sabia de "su" tronco? ¿Y en el mudo coloquio entre el genio de Alonso Cano, la prédica del santo, la admiración respetuosa y comprensiva del ignorado artífice, no sería éste el primer evangelizado y el primer convertido? ¿San Pedro de Alcántara no había fundado su orden precisamente para convertirlos a ellos? De aquella muda lección salió este "Jesús de la Humanidad y Paciencia". ¿Y quién podía ser más versado en aquellas oscuras virtudes que el ignorado indígena, cuya entera raza había pasado la insigne pasión de Cristo? Mal grado su deficiente policromía y la sustitución del clásico lienzo, por el más impropio delantal bordado y el singular aditamento, a guisa de cíngulo, de un cordón con borlas, que parece haber pertenecido a un estandarte, es una obra vivida, sentida y emocionada, de la que se exhala clamor de angustia. Es la primera obra argentina, en el tiempo y el espacio, y anuncia noblemente desde los albores de la nacionalidad, con cien años de anticipación y de esterilidad escultórica, la aparición de Rogelio Yrurtia, llegado en horas de mayor cultura y bienestar. (Texto extraído del libro de Schiaffino: "La pintura y la escultura en la Argentina (1783-1894)", Buenos Aires, 1933; edición del autor, págs. 53 y ss.)