Hora Santa de Jueves Santo…

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JUEVES SANTO (1967)
[Hora santa]
Hora Santa de Jueves Santo… La hora Santa del amor incomprendido. Estas dos
palabras el –"amor incomprendido"- nos lo dicen todo.
Él amor de Jesús hacia sus discípulos. Amor incomprensible, porque nos parece
imposible que Dios pudiera amar así. Porque nos dicen los filósofos que solo se
pueden amar los semejantes, y ¿qué semejanza podía haber entre Él y ellos? Y, sin
embargo, Él, el Verbo de Dios, la Sabiduría del Padre, Él, la suprema elegancia, la
infinita delicadeza; Él, la divina generosidad, amaba a aquellos doce hombres
incultos, groseros, toscos y mezquinos. Los amaba, y cómo los amaba…, tenía el
corazón pegado a ellos; su alma, como el alma de Jonatán al alma de David, estaba
englutinada, apegada, adherida al alma de ellos.
Y ahora era la hora de la despedida, y el corazón de Jesús experimentaba, como
nosotros, infinitamente más que nosotros, el dolor y la angustia del adiós supremo.
Tenía que irse y el corazón y el alma no querían; tenía que decirles adiós, y el corazón
y el alma se le resistían. Y como nosotros en la hora de las despedidas, habla y habla,
como si quisiera aprovechar los pocos instantes que le quedan de estar con ellos.
Palabras de Jesús como las nuestras: palabras atropelladas como si en ellas palpitase
el palpitar acelerado de su corazón; palabras repetidas y vueltas a repetir, como si Él
también sintiera la desesperante incapacidad del lenguaje humano, porque en esas
ocasiones no hay palabras que acierten a decir todo lo que quisiera decir el alma;
últimas palabras, pero que no quieren ser las últimas. Palabras rotas de ternura, de
emoción mal contenida; palabras que se le estrangulan en la garganta, que se le
rompen en los labios. Y la voz se le quiebra en sollozos, aquella voz serena que
dominaba las tempestades, que caía sobre los pecadores como una promesa de perdón,
sobre los enfermos como una promesa de salud, sobre los muertos como una promesa
de vida, sobre los niños como una caricia; sobre los campos, sobre las olas, sobre las
almas, como una bendición: "Hijos míos, hijitos míos, amigos míos amados míos;
tengo que irme, que marcharme. Ya sé que al deciros esto el corazón se os llena de
tristeza; pero no os entristezcáis, no os turbéis, no tengáis miedo. Me voy, pero vuelvo
enseguida; no os dejaré huérfanos; aunque no me veáis, estaré siempre con vosotros;
os enviaré al Espíritu Santo que os ayudará y os consolará. Os conviene que yo me
vaya, porque me voy a mi Padre a prepararos a vosotros la morada. Volveré enseguida
por vosotros y entonces sí que estaremos juntos y ya para siempre".
Teme que le olviden o dejen de amarle. Y dice lo mismo que hemos dicho quizás
nosotros muchas veces: "No me olvides, acuérdate de mí". Y para que no le olviden
hace extremos, excesos, disparates divinos de amor. Quería impresionarlos,
convencerlos de ese amor para que después, cuando se acordaran de Él, dijeran:
¡Cómo nos amaba! Y cómo recordaba san Juan lo que Jesús hizo aquella noche…
Cuando ya anciano escribía su evangelio, describe las palabras, los gestos, con tales
detalles que se diría recreados lenta, amorosamente, como para captar todos los
momentos…
Amor de Jesús, amor que no acierta a despedirse. Amor que se quiere marchar
porque es voluntad del Padre que se marche, amor que se quiere quedar, porque
amaba tanto a los hombres como solo Él podía amar. Y por eso y para eso, para irse y
para quedarse siempre con ellos, prepara el gran prodigio de amor, el milagro enorme
y dulce del amor, el más grande de los milagros: -miraculorum ab Ipso patratorum
maximum- Sobre la mesa un trozo de pan; en el fondo de una copa unas gotas de vino,
de vino rojo, que a la luz de las lámparas del cenáculo parecían unas gotas de sangre.
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Y sobre aquel pan y sobre aquel vino las palabras prodigiosas e inauditas: "Esto es mi
cuerpo; esto es mi sangre". Su cuerpo, su sangre, su alma y divinidad, porque quiere
quedarse entre nosotros totalmente, sin que nada de Él se nos vaya definitivamente.
Ahí está Él completo; y si ahora no se deja ver porque es preciso este periodo de
oscura fe, la fe no vacila cuando los ojos del cuerpo no ven sino las apariencias de
pan… Los ojos del alma creyente lo ven ahí, como lo veía Teresa de Jesús cuando
moribunda en Alba de Tormes, al llegar el viático exclamaba: "Ya era hora, Señor, de
que nos viéramos así, tan cara a cara". Y si esas apariencias de pan cayeran de repente
como un velo, ahí lo verían los ojos corporales nuestros como lo veían los apóstoles,
como lo ven los ángeles en el cielo…
Amor sacramentado, amor que no quiere marcharse, que quiere quedarse siempre
con nosotros; amor mío, tantas veces olvidado por nosotros, ¡ten misericordia de
nosotros…!
- Pero no es la eucaristía solamente el amor que no quiere ser olvidado; es el amor
que quiere morir por el amigo. Lo dijo Él: "Solo muriendo se da la prueba suprema
del amor". Y Él iba a morir al día siguiente; iba a dejarse clavar en dos maderos
cruzados para que cuando lo viéramos así tuviéramos que decirnos: Ved cómo nos
amaba. Iba a dejarse abrir por una lanza una herida en el costado para que le viéramos
el corazón lacerado y tuviéramos que decirnos como dijo a santa Margarita: "Este es
el Corazón que tanto ha amado a los hombres". Y quienes fueran vencidos por la
incredulidad como santo Tomás, pudieran meter allí, ya que no los dedos o la mano
del cuerpo, sí los del alma y tuviesen que convencerse de cuánto amor, con cuán
terrible amor han sido amados.
Pero esto no es todavía todo. Morir por lo que se ama, morir por la patria, morir
por un ideal, morir por los amigos lo han hecho también algunos hombres. Y Cristo
quería hacer lo que nadie ha hecho ni puede hacer para que ningún amor pudiera
compararse con su amor, para que nada ni nadie tuviera derecho a disputarle nuestro
amor. Y para eso, a aquellos Doce hombres que se sentaban con Él a la mesa, les dijo
estas palabras: "Haced esto en memoria mía". Y desde aquella noche, aquellos Doce
hombres y nosotros los sacerdotes, los sucesores de aquellos Doce hombres,
repetimos el gesto y las palabras de Cristo; y cuando decimos sobre una forma frágil y
diminuta, tan frágil que cualquier golpe la puede quebrar, tan leve que cualquier soplo
se la puede llevar, "Esto es mi cuerpo"; esas palabras alcanzan al cuerpo de Cristo y
en el cielo y lo pone sobre los corporales inmaculados y cuando decimos: "Esto es mi
sangre", esas palabras alcanzan a la sangre de Cristo en el cielo y millares de cálices
se llenan de esa sangre, porque Cristo vuelve a morir incruentamente pero realmente
millares y millares de veces y esa sangre gotea y gotea sobre esos cálices, no ya en el
Calvario, sino en millares de calvarios, en todos los altares en que Cristo expira y
acaba desangrándose como aquella tarde.
Pero todavía no bastaba esto. El amor no solo quiere quedarse, el amor no solo
quiere morir. Él amor quiere darse, confundirse, hacerse una misma cosa con la
persona amada. Y eso hizo el amor de Cristo la noche de jueves santo. "Tomad y
comed", y "Tomad y bebed". Y cuantos comemos ese pan y bebernos ese vino,
quedamos confundidos con Él, transustanciados con Él, injertados en Él, como el
sarmiento en la vid chupando de su savia y viviendo de su vida. Por primera vez en
este mundo se consumaba la maravilla del amor, se hacían realidad las tendencias más
profundas del amor: poseer lo que se ama, confundirse con su propia sustancia y
sentirse trasformado en su vivo amor. Por primera vez podía decir un amor -sin
mentira y sin ficción-: Amor mío, vida mía.
Ahora sí que no se puede decir más. Hermanos míos, aquí está el Amor. Cantemos
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al Amor de los amores, cantemos al Señor.
Pero esta noche no solo fue la noche de la consumación del amor. Fue la noche en
que ese amor consumado fue incomprendido y rechazado. Y por eso fue la noche de
la suprema angustia.
Ved al Señor camino de Getsemaní, acompañado de todos sus discípulos; mejor
dicho, de todos no. Ya falta uno, uno que se ha marchado a venderlo y después se
marchará a comprar una soga con que ahorcarse. Pero ¡cómo sigue apegado a aquellos
hombres el corazón de Cristo! A la llegada al huerto, el evangelista, para decirnos que
se separó de ellos para orar, emplea una palabra latina conmovedora: Avulsus est.
Avulsus est; no simplemente se apartó, se separó de ellos, sino se despegó, se arrancó;
así, arrancar: como la uña de la carne, como la planta arrancada con todas sus raíces
de la tierra que la sostiene y la sustenta, haciéndose violencia, con un enorme
esfuerzo. Así fue aquella separación: un desgarrón del corazón de Cristo, como si le
arrancaran las fibras más sensibles y las raíces más hondas. Es que ya no volvería a
verlos, no volvería a hablar con ellos hasta después de la Resurrección…
Tan triste está Jesús que Él, que nunca hacía frases, que nunca exageraba, que era
la Verdad, revela a los suyos el estado de su alma con unas palabras que parecen
increíbles en labios de Dios: "Mi alma está triste hasta la muerte", es decir, estoy tan
triste que me voy a morir de tristeza. Sí, porque aquella tristeza le hubiera matado si
un ángel no hubiera venido a sostenerlo. "Velad y orad conmigo". Era lo único que les
pedía. Pero ni aquella tristeza confesada ni aquella tristeza conmovedora fueron
bastantes para mantenerlos alerta y en pie. Cuando se fue, ellos se tendieron en sus
capas y se pusieron a dormir sin sospechar siquiera de cuánto alivio habrían podido
ser para el Maestro en aquella hora.
Jesús se adelanta solo, completamente solo hacia la noche y la agonía. Causa
espanto, en este momento, asomarse al alma atribulada de Cristo. Al evangelista le
debió temblar la mano al escribir los tres infinitivos terribles: ¡Coepit pavere, et
taedere, et maestus esse! Pavere: comenzó a tener miedo, pero miedo pánico como
nosotros, como una criatura desvalida, como un niño perdido en la noche. Taedere:
sintió tedio, angustia, nausea, asco, como nosotros cuando la amargura y la fatiga de
vivir nos aprieta la garganta con una bocanada de hiel. Et maestus esse. Dios se
entristece como nosotros; como nosotros no, infinitamente más que nosotros, porque
no ha habido ni habrá jamás un miedo, un tedio, una tristeza que sea comparable al
miedo, el tedio y la tristeza de Cristo en aquella noche. Y lo increíble: en esa
desolación total Dios parece necesitar de los hombres, y Cristo va buscando alivio y
consuelo en los suyos, en sus amigos.
Pero los suyos en aquella hora no pensaban más que en dormir. Y ya en sus
palabras una sorpresa dolorosa: "Pero Simón Pedro, ¿no has podido en esta hora
velar conmigo?". Los suyos, sus amigos se removieron un poco, lo entrevieron pálido
y entristecido a la luz de la luna llena y volvieron a su sueño.
-Jesús vuelve a orar. La agonía se hace intolerable. Ya no es solo la previsión de la
Pasión inminente. Es que ahora ha visto lo que podía esperar de los hombres. Los
hombres. Y comienza el desfile terrible de todos los pecados del mundo, desde el
pecado de Adán hasta los nuestros, los tuyos y los míos.
-Y habla el orgullo: el huerto se puebla de fantasmas y demonios, porque era la
hora del poder de las tinieblas, porque no sé qué extraño poder se le dio entonces
sobre Él, y Cristo siente la presencia visible -otra vez-, la presencia real del que es
enemigo del género humano desde el principio, es el demonio del orgullo. Yo fui
quien lancé mi grito rebelde “non serviam”. Yo fui quien inspiré al primer hombre y
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a la primera mujer el pensamiento de hacerse semejantes al Altísimo. Yo quien sugerí
a los reyes del mundo el hacerse adorar como dioses… Yo soy quien digo a los
hombres de hoy que no crean en Dios, que crean en sí mismos, que crean en la
técnica, en la máquina, en la ciencia, en la razón.
-Y habló el demonio de la lujuria: Soy yo quien reiné en Sodoma y en Gomorra; y
soy yo quien sigue inspirando al mundo actual. Ves esos niños ya corrompidos, con
los ojos mustios, de mirada maliciosa en la misma familia o en la calle o en el cine.
Son míos. Ves esos jóvenes de alma ahíta, esclavos que cantan al son de una cadena
de ignominia y degradación. Son míos. Ves esos matrimonios donde se pisotean todas
las leyes naturales y la santidad del sacramento. Esos casados son míos. Míos hasta
los ancianos. Y si miras… ¡cuántos colaboradores tengo!… El cine, las
conversaciones, los bailes, las revistas ilustradas, las novelas…
-Y habló el demonio de la codicia: Si supieras cuántas conciencias están dispuestas
a venderte por codicia: por mil pesetas y hasta por menos… Judas sigue teniendo
muchos imitadores.
-Y habló el respeto humano: ¡Cuántos se avergonzarán de ti!
Y aquel diluvio de cieno, aquella cloaca de la historia fue lo que a Cristo le subía a
la garganta y sentía náusea, asco, tedio… No fue el cáliz de la pasión lo que pidió al
Padre que apartara de sus labios, fue esa otra copa de la mujer corrompida del
Apocalipsis lo que le hizo retroceder de espanto. Tuvo miedo. Y fue todo el peso de la
iniquidad del mundo lo que gravitó sobre Él, sobre su corazón, toda esa terrible
gravitación cósmica, como una losa, que lo aplastaba y lo estrujaba.
Sus ojos de Dios miraban el pasado, miraban el presente, miraban el futuro de la
humanidad; los pecados que se habían cometido, los que se estaban cometiendo, y los
que se iban a cometer; allí estuvo Adán presente, allí Caín teñido con la sangre de su
hermano, allí la humanidad de los días de Noé a los que Dios tuvo que castigar con un
diluvio de agua; allí los habitantes de Sodoma y Gomorra que tuvo que limpiar con un
diluvio de fuego; allí los hombres de tantas épocas, que ha tenido que purificar con
diluvios de sangre, de fuego y de metralla; allí la visión del planeta cubierto de
inmundicias, qué purificará a fuego al fin de los tiempos como se purifica la cama de
un contagioso.
-Y vio los pecados del futuro: los sacrilegios y las traiciones de los judas, los
errores y herejías que desgarrarán su cuerpo místico; le quemaron los ojos las miradas
impuras; sintió como un sabor de cieno en los labios y en la boca, el sabor de las
blasfemias y de las palabras inmundas; le turbaron el pensamiento todos los malos
pensamientos y le apretaron el corazón todos los malos deseos y sintió en sus manos
el contacto tibio y viscoso de la sangre derramada.
Nosotros no podemos comprender aquella angustia, porque no tenemos la
conciencia, la sensación de lo que es el pecado. Pero Cristo sí; tenía una conciencia
lúcida, tan lúcida que los pecados del mundo se hicieron en Él sensación orgánica,
corporal, como si paladease en su propia carne todo el horror de la culpa… Y,
hermanos míos, también nosotros estuvimos allí en su pensamiento bien claro y
distinto; en su pensamiento de Dios que abarca de una sola mirada el presente, el
pasado y el futuro; también a nosotros nos vio acercarnos a Él con la pesada losa de
nuestros crímenes descargándola sobre su alma. Y fue este peso espantoso de los
pecados que venían sobre Él como desde todos los tiempos y desde los cuatro puntos
cardinales lo que lo aplastó contra la tierra, lo que estrujó su corazón, lo que hizo que
su sangre le golpeara en los pulsos, le martilleara en las sienes, corriera acelerada por
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sus venas y arterias, rompiera los vasos capilares, le humedeciera la piel, le empapara
los vestidos, y corriera y cayera en grandes goterones, viscosos, densos, como la
resina del pino, pues tal significa la palabra que emplea San Lucas, el evangelista
médico, y empapara las raíces de los olivos de Getsemaní. Getsemaní, Getsemaní.
Qué nombre tan expresivo te pusieron: Getsemaní, molino de aceite. Pero nunca el
fruto del olivo fue estrujado, triturado, aplastado como fue aplastado, triturado,
estrujado y molido aquella noche el Corazón de Cristo.
Cuando al fin, tambaleándose, arrastrándose, vacilante, pudo ponerse en pie, hasta
Él llegaron los ronquidos de sus discípulos indiferentes y dormidos y el ruido de la
chusma que venía para prenderlo, guiada por uno de los suyos.
Y avanzó el amor y tendió sus brazos hacia los verdugos y las mejillas hacia Judas,
y las muñecas hacia las sogas y se dejó atar, y se dejó escupir, y se dejó abofetear, y
se dejó coronar de espinas…
No, a mí no; salvad primero a los pobres locos; loca esa pobre carmelita que
ofreció su vida por la salvación de los infieles y que, rota por la tuberculosis, expiraba
a los veinticuatro años de edad exclamando: "Yo creo en el amor". Sí, nosotros los
cristianos somos los que creemos en el amor. Et nos credidimus caritati.
Vosotros los pesimistas, los que preguntáis dónde está ese amor, no tenéis más que
abrir los ojos para verlo. Id a los hospitales, id a los orfanatrofios y lo encontraréis
vestido de hermana de la caridad; id a los manicomios y lo encontrareis vestido de
hermano de San Juan de Dios. Id por las leproserías, id por los hielos del polo y los
calores tórridos de los países tropicales y los veréis vestidos de mil hábitos, los
hábitos de los misioneros. Hace no mucho se propuso para el premio Nobel a un judío
que ha gastado su vida en el servicio gratuito a los enfermos. Y un gran rotativo de
Madrid comentaba: "Héroes como ése los tiene la Iglesia católica por centenares de
miles". Tan héroe como él y mucho más que él, es cualquier hermana de la Caridad.
Pero no se nos ocurre proponerla para el premio Nobel, porque ese heroísmo entre
nosotros es corriente y es vulgar. Por eso escandalizaos, si creéis, de que haya tantos
católicos que no aman con amor de caridad. Pero es injusto, no hay derecho a decir
que todos los católicos somos así. Somos muchos los que, si no amamos como Cristo
amó, al menos queremos amar así. Somos muchos los que sabemos con san Juan de la
Cruz que, al caer la tarde, al acabar nuestra historia, en el juicio particular y en el
juicio universal del cumplimiento de este mandamiento seremos examinados. Al caer
la tarde se nos examinará de amor. Y así será la sentencia: "Id, malditos al fuego
eterno, porque me visteis hambriento y no me disteis de comer; me visteis sediento y
no me disteis de beber, etc.-".
Y entonces se levantará el clamor de los que se sentirán defraudados, porque creían
haber observado todos los mandamientos, aunque no habían observado este. Pero,
Señor, si yo he sido siempre un buen católico; si yo he sido siempre de derechas; si yo
he hecho todo lo que enseña la Santa Madre Iglesia; si yo he cumplido todos los
mandamientos; si yo no he jurado tu santo nombre en vano; si yo no he blasfemado; si
yo he ido a misa y no he trabajado los días de fiesta; si he honrado a mi padre y a mi
madre; si yo no he matado, si no he fornicado, si no he faltado al santo matrimonio; si
yo no he mentido ni calumniado; si yo he confesado y comulgado por pascua florida;
si yo hacía los primeros viernes; si con las formas consagradas que yo he recibido se
podían llenar millares de copones; si pertenecía a todas las cofradías; si llevaba todos
los escapularios; si he ganado miles de indulgencias plenarias y millones de parciales;
si he asistido a las procesiones con cirios encendidos… Si yo era hija de María, si no
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fui a películas prohibidas ni escandalicé en los bailes ni llevé vestidos provocativos; si
yo pertenecí a la Acción Católica y hasta me llamaban "beata"; si yo...
Pero el Señor le interrumpirá diciendo: Basta ya. No te conozco. Y tenía que
conocerte, porque he vivido junto a ti, en tu mismo pueblo. He sido convecino tuyo.
Era yo aquel pobre al que no socorriste; era yo aquel enfermo a quien no visitaste; era
yo aquel triste a quien no consolaste; era aquel vecino, aquel familiar a quien tú
odiaste. Claro que te he visto en la iglesia, en las procesiones, en las cofradías, pero
llevabas una máscara: La máscara de la piedad falsa, de la hipocresía con que
intentabas cubrir todo el vacío, toda la mezquindad de tu corazón. ¡Sepulcro
blanqueado! Si yo…, si yo…; siempre yo, siempre yo… ¿Y de los demás? ¿Qué has
hecho de los demás? Te tendré que preguntar como a Caín: "¿Qué has hecho de tu
hermano?".
-Si yo hubiera sabido, Señor, que mi prójimo eras Tú mismo…
-Ah, pero ¿no lo sabías? Pues yo bien claro te lo había dicho: "Lo que hiciereis a
uno de estos a Mí me los hacéis". Ya lo sabías, ¿no lo vas a saber, tú, el católico, el
devoto, el de los escapularios, el de las procesiones? ¡Qué comedia, qué mascarada,
qué farsa indigna ha sido toda tu vida!
Sí, hermanos míos. No sabe lo que significa ser cristiano el que no sabe que dar un
vaso de agua a un sediento es aplacar la sed del quien dijo un día a una mujer: "Dame
de beber", del que murió una tarde en la cruz diciendo: "Tengo sed"; del que sigue
teniendo la sed de todos los sedientos. No sabe lo que significa ser cristiano el que no
sabe que dar un mendrugo de pan a un hambriento es matar el hambre de Cristo, que
tiene el hambre de todos los hambrientos, que dar calor al cuerpo de un desnudo es
calentar la carne de Cristo que se asoma amoratada de frío por los agujeros de los
andrajos; que la mano sucia, temblorosa y arrugada de un mendigo es la mano
taladrada de Cristo; que los pies desnudos y helados de ese gitanillo que viste un día
de invierno en la chopera o bajo el arco del puente son los pies desnudos de Cristo;
que asistir a un enfermo es asistir a Cristo enfermo en todos los enfermos; que aliviar
la agonía es aliviar la agonía de Cristo que agoniza en todos los agonizantes. No, no
sabe lo que es ser cristiano el que mantiene el rencor, la ojeriza o el odio en su
corazón, sabiendo que odiar a un prójimo es lo más horroroso que se puede decir: es
odiar a Cristo.
Sí, junto a ti está Cristo desfigurado, horroroso si quieres, todo lo horroroso que
quieras, todo lo odioso que quieras, pero ése, sí, ése es Cristo. Y si amas a ese
prójimo, amas a Cristo; si lo odias, odias a Cristo. También parecía repugnante,
desfigurado, asqueroso de sudor, de polvo, de sangre y salivazos aquel rostro que
enjugó con su lienzo la mujer de la sexta estación; pero desfigurado y repugnante era
el rostro de Cristo, era la Santa Faz.
He terminado, hermanos míos. Hemos abierto el testamento de Cristo, y hemos
leído su última voluntad, su recomendación de moribundo. Es la hora del examen de
conciencia, la hora de tomarnos el pulso y la calentura de nuestro corazón.
Señor Sacramentado, Amor de los amores. Tú eres la hoguera y nos morimos de
frío… Caliéntanos; que aprendamos a amar como nos dijiste Tú, como amaste Tú,
para que, amándote en nuestros hermanos, por el camino del amor vayamos a la patria
del amor y de la felicidad eterna. Amén.
Serafín PRADO (1910-1987)
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agustino recoleto
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