Fuente: Clarín.com » Edición Domingo 12.12.1999 » Revista Ñ LOS ESCRITORES TRADUCEN A UN CLASICO Nuevas palabras para Shakespeare El escritor Marcelo Cohen, editor de la colección Shakespeare por escritores, publicada por Norma, habla de esta apuesta en una entrevista. Además, un fragmento del celebrado libro de Harold Bloom The Invention of the Human. HINDE POMERANIEC Traducir es un acto aplicado, amoroso y obsesivo. Es entregar en palabras conocidas una lengua ignorada, atravesando un robusto arco de equivalencias. Leer una traducción conlleva, para la mayoría de los lectores, un gesto de confianza, un dejarse llevar por la versión. ¿O acaso cuando una madre traduce al mundo el llanto de su bebé nos está permitido dudar de su saber? Como prolijo país de periferia, en la Argentina la traducción estuvo siempre en el centro de la escena cultural. Es por eso, también, que el país tiene una tradición de grandes traductores. Con nombrar a Enrique Pezzoni y a José Pepe Bianco se hace honor y justicia a tal linaje. De entre los protagonistas de la cultura argentina de este siglo, el elenco estable del grupo Sur, comandado por la bilingüe Victoria Ocampo, hizo de la traducción un principio constructivo en su estrategia literaria. En tanto, los defensores a ultranza de lo nacional y popular suscribieron más de una vez eso de que la nuestra es una cultura de importación, despiadada crítica hacia los intelectuales que, a lo largo de este siglo, orientaron sus ojos hacia Europa o los Estados Unidos para beber de sus fuentes.De todos modos, la traducción siempre fue el medio a través del cual se hacía posible aligerar la propia extranjería con respecto a las novedades del mundo del arte y de las ideas. De allí que una traducción realizada por un escritor entraña un plus de sensibilidad y simpatía por el objeto tratado, aunque también lleve latente el peligro de la apropiación total. A propósito de esto dice siempre Ricardo Piglia que, traducida por Borges, Las palmeras salvajes es una de las mejores novelas de Faulkner en castellano y, sin embargo, una de las más flojas en el idioma original. Curiosa mezcla de apuesta de riesgo y desafío mayor es la nueva colección de la obra de William Shakespeare en español íntegramente traducida por escritores que Norma ha comenzado a publicar. Los cinco primeros títulos: Romeo y Julieta, por el argentino Martín Caparrós y la colombiana Erna von der Walde; Julio César, por la chilena Alejandra Rojas; Como les guste, por el cubano Omar Pérez; Pericles, príncipe de Tiro, por el argentino Andrés Erenhaus y Medida por medida, por la uruguaya Circe Maia, son el principio de la edición de la obra total del autor inglés. La colección abarca las 39 obras de teatro, los sonetos, los dos poemas narrativos (Venus y Adonis y La violación de Lucrecia) y su poesía breve. Por ahora se trata de volúmenes económicos, sólo en español. Luego serán ediciones bilingües y en unos cuatro o cinco años imaginan un volumen único de obras completas. Detrás de (o sobrevolando) semejante proyecto, quién sino un escritor. En este caso, el argentino Marcelo Cohen, autor de novelas como El oído absoluto o Inolvidables veladas. Cohen, una voz singular de la narrativa argentina, vivió 20 años en Barcelona y traspuso los umbrales del inglés en más de una oportunidad en calidad de traductor. Allí Cohen debió abordar innumerables citas de Shakespeare, en ensayos y novelas. No hace falta recordar que Shakespeare está en el centro de la tradición literaria occidental -recuerda-. Es un foco de irradiación imaginativa y es el padre, y es un enigma. Le tocaba entonces acercarse a viejas traducciones como la de Astrana Marín, aunque terminaba haciendo una versión propia. De la insistente recurrencia a pensar en la necesidad -para el lector hispanohablante- de contar con una traducción de Shakespeare que incorporara los conocimientos actuales surgió el proyecto de Cohen, quien asegura: Cada generación debe leer a su manera a los clásicos. Lo ideal sería que cada 50 años se los tradujera de nuevo .Además de ocuparse del cuidado general de la colección, Cohen realizó, con Graciela Speranza, la traducción de La tempestad. En tantos años de oficio nunca le había tocado traducir directamente al gran poeta, aunque sí ejecutó traducciones de sus pares o vecinos, podríamos decir. En 1983 traduje el Fausto de Christopher Marlowe, que, como se sabe, nació el mismo año que Shakespeare, murió muy joven y dejó poca obra pero muy fuerte, y de un verso muy vigoroso. Ese trabajo me sirvió para estudiar la época isabelina y me quedó la afición estudiosa, típica de un autodidacta. Cohen se va acercando: También traduje El alquimista, de Ben Jonson, otro contemporáneo de Shakespeare, pero algo menor. Shakespeare siempre me había parecido más variado, más intrincado, más versátil y rico, más barroco también y más inaprensible. Llega Cohen: Ahora que acabamos de traducir La tempestad todo quedó corroborado. La sutileza del tratamiento dramático y la diversidad de la lengua, la prosodia y las formas poéticas son mucho mayores que en el resto de sus contemporáneos. Es demoledor, pero se puede. Traducir a Shakespeare es, entre otras cosas, trabajar con la lengua de quien impuso la norma en su propio idioma. Su lengua es un cosmos en eclosión permanente, grafica Cohen. La isabelina fue una época de gran creatividad verbal: no había gramática inglesa, no había diccionario, no se enseñaba inglés en las grammar schools, sólo latín; y el inglés era recreado por los hablantes comunes y los escritores. La apuesta por una traducción hecha por escritores se sustenta en el universo común entre ellos y Shakespeare: la creación y la recreación de la lengua. Los antecedentes de este tipo de abordaje en español no son muchos: un Romeo y Julieta traducido nerudiana y caprichosamente por Neruda y un Troilo y Cresida más cuidado y respetuoso, por el poeta español Luis Cernuda. Hay un Hamlet de Moratín y no mucho más. Se me ocurrió que los escritores debían ser los más interesados en encontrar una equivalencia entre los medios expresivos del español de nuestra época y ese universo verbal en expansión que era el inglés de Shakespeare. Una vez concretada la lista de colaboradores (latinoamericanos y españoles, con experiencia en traducción), las pautas. Nada de oscuridades, nada que rechace violentamente al lector de otro país hispanohablante. ¿El resultado? Dice Cohen: Un muy agradable compromiso entre español clásico y formas clásicas del respectivo idioma local (como si aquí pusiéramos La puta madre en lugar de Voto a bríos).El elenco de traductores acordó utilizar la edición inglesa Oxford Shakespeare, editada por Stanley Wells (acaso el mayor erudito viviente sobre Shakespeare) y Gary Taylor. Armaron así una suerte de biblioteca en la que se destacan diccionarios sobre el argot sexual en Shakespeare o sobre las palabras que él inventó: son más de mil. Se comprometieron a no hacer versiones libres, aunque hay, sí, alteraciones en el tipo de verso utilizado. La mayor parte de las obras de Shakespeare está escrita en pentámetro yámbico, un verso que llegó hasta la época isabelina desde Chaucer (Los cuentos de Canterbury) y que el poeta llevó a una gran plasticidad. Un tipo de verso que aún hoy logra adecuarse al idioma hablado. Algunos autores optaron por traducir el tipo de verso a otro; la mayoría se inventó un verso libre que se adapta al verso inglés, y otros eligieron la prosa. Cada obra lleva un prólogo donde el o los autores justifican sus elecciones técnicas y estéticas y se hace un recorrido de la obra elegida: elementos todos que pueden satisfacer la curiosidad de un buen lector. Y son éstas, las últimas de esta nota, las palabras que pueden terminar de dar cuenta de la finalidad de este proyecto tan desmesurado como alentador. Está claro que hacer esto es un poco irresponsable, un poco ambicioso, un poco temerario. Pero también está claro que había que hacerlo y en las condiciones reales de la cultura latinoamericana: reducción de la lectura, reducción de las ventas, reducción del precio del trabajo intelectual, reducción de la curiosidad... y al mismo tiempo la permanencia de esa noción testaruda de que este continente tiene futuro. O sea: que la gente pueda leer a Shakespeare, entenderlo y que les guste. Y punto.