La Primera Junta de Gobierno de Chile (18 de

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La Primera Junta de Gobierno de Chile (18 de septiembre 1810)
autor Nelson Bustamante
sábado, 28 de agosto de 2010
Hace doscientos años Chile era una provincia lejana y bien incorporada al imperio español, mantenía relaciones
regulares y un comercio creciente con los virreinatos del Perú y del Río de la Plata; el comercio había sido abierto,
además, a varios puertos de España y América en 1778, por el decreto de Carlos III que extendió a Chile la concesión
del comercio libre.
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A fines del período colonial
Hace doscientos años Chile era una provincia lejana y bien incorporada al imperio español, mantenía relaciones
regulares y un comercio creciente con los virreinatos del Perú y del Río de la Plata; el comercio había sido abierto,
además, a varios puertos de España y América en 1778, por el decreto de Carlos III que extendió a Chile la concesión
del comercio libre. Su situación, si bien periférica, tenía cierta relevancia ante el peligro de ataques de otras potencias
interesadas en una zona relativamente poco poblada y de valor estratégico para la exploración del Pacífico y para el
comercio, en general contrabando, con puertos de la América española occidental. Durante el medio siglo que precedió
a la independencia, el comercio en Chile y en todo el continente había aumentado, como consecuencia de un
intercambio facilitado pero sujeto a un monopolio favorable a los intermediarios metropolitanos; contribuyó también a este
aumento la pujanza de los mercaderes británicos, franceses y norteamericanos (independizados de Gran Bretaña
desde 1776), que vendían la producción de manufacturas e incipientes industrias con las que España no podía competir.
La población de Chile hacia 1810 contaba alrededor de seiscientos sesenta mil habitantes (Gutiérrez, p. 8) que, en su
mayoría, vivían en el campo, en grandes haciendas que remontaban su origen a los repartos de tierras del período de la
conquista española del siglo XVI. Los grandes hacendados constituían la clase social que los historiadores suelen
llamar la aristocracia criolla (En este contexto histórico el término “criollo” se refiere a los descendientes de
españoles nacidos en las colonias americanas y que se diferencian de los indios, negros, mestizos y mulatos). Según
Arnold Bauer (citado por Collier y Sater, p. 11) habría entonces unas 500 haciendas de más de mil hectáreas entre
Santiago y Concepción. Si bien la hacienda era en gran medida autosuficiente, los grandes propietarios chilenos tenían
también intereses en el comercio y en la minería; poseían la riqueza del reino. En torno a la hacienda se había
desarrollado el inquilinaje y, en zonas cercanas a las ciudades, sectores de pequeños propietarios de chacras. Durante
el siglo XVIII había aumentado también una población rural flotante de peones y vagabundos: los “rotos”,
mano de obra barata que llegaba a las ciudades.
Las ciudades eran pocas y pequeñas: Santiago descollaba con unos treinta mil habitantes, en un segundo rango
estaban Concepción con cerca de seis mil, Valparaíso y La Serena con unos cuatro mil cada una y aún podríamos
nombrar Chillán y Talca. Había otros pueblos y aldeas próximos a fuertes de la frontera con la Araucanía o a minas en la
región comprendida entre los valles del Copiapó y del Aconcagua. Santiago en 1810, en una situación central, era cabecera
de un territorio que se extendía, aproximadamente, desde el valle del Elqui hasta el río Bío-bío; distantes de esos
términos, bajo la jurisdicción del gobierno estaban también, hacia el norte, los poblados de Vallenar y Copiapó y, hacia el
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sur, Valdivia (Chiloé dependía del virreinato del Perú desde 1768).
Las comunicaciones tomaban más tiempo que hoy: un viaje desde Santiago a Valparaíso duraba uno a tres días, a
Concepción quince días, a Buenos Aires más de un mes (el correo rápido despachado el 18 de septiembre de 1810,
anunciando el establecimiento de la junta de gobierno, llegó a Buenos Aires el 11 de octubre); la navegación de Valparaíso
a El Callao tres a cuatro semanas, de La Coruña a Buenos Aires unos dos meses y de Cádiz a Talcahuano unos tres.
Poder y clases dominantes
En general, la cohesión del imperio español en América dependía del equilibrio entre la administración, la iglesia y la elite
criolla; esta última tenía el poder económico e incluía españoles llegados después de la conquista e integrados a su alta
posición. Los criollos, ligados entre sí por intereses económicos y vastas y sólidas relaciones de parentesco, se aliaban con
la burocracia de origen predominantemente peninsular: virreyes, gobernadores (o presidentes), sus subordinados, y los
miembros de la real audiencia; así como con la jerarquía eclesiástica (Lynch, p. 9). Si bien no era frecuente, algunos
destacados criollos accedían a esas magistraturas; muchos jóvenes de la clase alta chilena se habían formado en las
universidades de San Marcos en Lima y, desde 1758, de San Felipe en Santiago pero, ordinariamente, los
nombramientos se efectuaban en la distante corte donde las solicitudes criollas eran descartadas por poderosas
influencias, por discriminación y, especialmente en el siglo XVIII, por un celo administrativo que quería evitar la colusión
entre las autoridades y los intereses locales; se acentuaba así la separación entre el gobierno y las clases altas
americanas. Esta exclusión explica la fuerza de las posiciones autonomistas e independentistas de importantes sectores
criollos y es considerada por los historiadores como una de las causas de la independencia.
El Gobernador o Presidente representaba al Rey en Chile, dirigía la administración, presidía la Real Audiencia y era la
máxima autoridad militar. La Real Audiencia era un cuerpo consultivo del gobernador, con poderes fiscalizadores y
ciertas atribuciones de gobierno, era el tribunal superior del reino y, como el gobernador, tenía competencia en las
relaciones con la Iglesia; sus miembros eran nombrados y pagados por el rey, salvo licencia, no podían tener negocios ni
relaciones en el territorio de su jurisdicción. En el período que nos ocupa, la audiencia estaba compuesta por un regente,
cuatro oidores y dos fiscales.
La influencia de los criollos era más importante en el Cabildo (municipalidad o ayuntamiento), la primera organización de
las ciudades en el momento mismo de su fundación en el período de la conquista y que representaba a los vecinos, es
decir los que recibían un terreno o solar y el derecho de habitar en la ciudad. Si bien sus atribuciones disminuyeron a
medida que se desarrollaba la administración colonial, en general, fue el portavoz de los intereses de los criollos y
recobraría un gran papel en la crisis que culminaría con la independencia de casi toda la América hispana. En 1810
formaban el Cabildo de Santiago doce regidores, dos alcaldes, un procurador y un secretario.
El Imperio español a fines del siglo XVIII
Durante el siglo XVIII, diversos factores comenzaron a alterar la estructura del extenso imperio. Uno de ellos fue el
gradual crecimiento de la producción y del comercio que incrementaron la riqueza de la clase alta criolla. Sin embargo,
este desarrollo estaba frenado por el monopolio comercial, barrera que impedía a los americanos el acceso directo a los
mercados para vender sus productos y para importar bienes manufacturados. Las compañías de comercio de la metrópoli
eran intermediarias que recogían elevadas ganancias. Esto explica el gran desarrollo del contrabando que realizaban en
las costas hispanoamericanas barcos británicos, franceses y norteamericanos. Según Sergio Villalobos, el
pensamiento económico de los criollos chilenos se orientaba al proteccionismo más que a las nuevas tendencias
liberales europeas, a un mercantilismo favorable a la regulación del comercio (Villalobos, p. 251). Habría que entender,
entonces, que la libertad de comercio reclamada por los criollos consistía fundamentalmente en la abolición del
monopolio; la economía local beneficiaría del aumento de la producción y las exportaciones y del freno a las
importaciones.
Los reyes Borbones, en particular Carlos III, influidos por las ideas racionalistas que inspiraron al despotismo ilustrado,
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iniciaron reformas para promover el desarrollo económico, fortalecer el poder de la monarquía, disminuir la influencia de la
iglesia, fomentar la educación técnica y establecer una administración imperial más eficaz. Sin embargo, la liberalización
parcial del comercio y su consecuente aumento ya mencionados, pese a sus ventajas generales, terminaban irritando
sobremanera a los americanos porque la mayor parte de los grandes beneficios generados partían a España y porque
el monopolio continuaba vedándoles posibilidades. El centralismo y eficacia de la administración borbónica eran vistos, a
su vez, como un obstáculo a las avenencias que podían requerir circunstancias locales y al mayor acceso de los criollos
a cargos para los que se sentían y sabían perfectamente preparados.
Con respecto a la difusión en América de las ideas que trastocarían las monarquías europeas absolutistas, leamos la clara
descripción de Jaime Eyzaguirre: “Conocida es la gran transformación que experimentó la cultura europea a lo largo
de esta centuria y el magisterio que en ella ejercieron el pensamiento y la lengua franceses. Este cambio ideológico
coincidió con el mayor contacto naviero entre España y las Indias, lo que facilitó los viajes de los criollos a la metrópoli y la
llegada desde ella a América de la literatura de la época. [...] Algunos de ellos recorrieron Francia e Inglaterra, donde,
junto a las ideas racionalistas en boga, captaron el juicio hostil a España de estas naciones rivales y comprobaron que
la metrópoli no ocupaba el puesto de primacía europea que ellos imaginaban desde América.” (Eyzaguirre, p. 66).
Además, las obras prohibidas, principalmente francesas, que atacaban la religión, el absolutismo político y el sistema
español de colonización, llegaban de manera subrepticia o con expreso permiso; el espíritu del siglo impregnaba también
los libros de los escritores ilustrados españoles que no estaban censurados. Animados por la idea de progreso,
pensadores y hombres de acción como Manuel de Salas en Chile y Manuel Belgrano en Río de la Plata lucharían
“para que se creen escuelas técnicas, se fomenten sociedades económicas, se levanten hospitales, teatros o
montepíos.” (Picón Salas, p. 177).
Pero además de los filósofos, los libros y las ideas, dos grandes revoluciones habían irrumpido en el mundo para la
contemplación de los americanos del último cuarto del siglo XVIII: la Independencia de los Estados Unidos en 1776 y la
Revolución Francesa en 1789, con textos fundadores que se erigirían en armas políticas: la Declaración de la
Independencia (1776), la Constitución de los Estados Unidos (1787), la Declaración de los Derechos del Hombre (1789) y
la Constitución de Francia de 1791; sus prohibidas traducciones castellanas no tardarían en llegar de contrabando y
circular por las colonias. “En estas condiciones aun los más fieles servidores de la corona no pueden dejar de
imaginar la posibilidad de que también esa corona, como otras, desaparezca. En América española en particular, la
crisis de independencia es el desenlace de una degradación del poder español que, comenzada hacia 1795, se hace
cada vez más rápida.” (Halperin, p. 79).
Las guerras y la invasión de España
En 1796, tras una guerra desafortunada iniciada tres años antes contra la Francia de la Convención, España estableció
una alianza con el nuevo gobierno del Directorio que tendría como consecuencia inmediata una larga guerra con Gran
Bretaña y, posteriormente, la invasión de la península por los ejércitos de Napoleón, Empereur des Français. Gran Bretaña
dominaba el Atlántico y dificultaba las comunicaciones y el comercio entre España y sus colonias. Aunque esta
situación perjudicaba a los productores que perdían sus mercados, por otra parte, obligaba a una mayor apertura
comercial y estimulaba en América el deseo de una política comercial independiente.
Las guerras entre las potencias europeas tuvieron repercusiones importantísimas en las colonias españolas de
América. En junio de 1806 los ingleses atacaron y tomaron Buenos Aires, sin embargo en pocas semanas, pese a la
fuga del virrey, los bonaerenses rehicieron sus fuerzas y expulsaron a los agresores; el conflicto se prolongó por más de
un año y se extendió a Montevideo y Maldonado, en la otra ribera del Río de la Plata. La metrópoli no podía enviar
refuerzos, la defensa de Buenos Aires y la derrota de dos expediciones británicas fueron obra de milicias locales
organizadas por los criollos quienes, además, ejercieron una fuerte presión sobre la Audiencia para que ésta
reconociera como nuevo Virrey a Santiago Liniers, el militar que había encabezado la defensa. Este hecho no podía sino
reforzar la toma de conciencia por los criollos de su propia importancia, con un sentimiento nuevo de poder, no sólo en el
virreinato de La Plata sino que en todo el continente, especialmente en el vecino Chile.
En 1807, en el curso de una expedición militar contra Portugal, aliado de Gran Bretaña, los franceses comenzaron la
ocupación efectiva de España. En 1808 estallaron revueltas contra el gobierno y contra los ocupantes; al mismo tiempo,
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una conspiración de palacio dividía la familia real. En mayo de 1808 Napoleón convocó a Bayona al rey Carlos IV y al
heredero Fernando VII y, secuestrándolos, los obligó a abdicar en favor de su hermano José Bonaparte (el famoso y
probablemente mal apodado “Pepe Botella”). Esta usurpación conmocionó Hispanoamérica. En España,
acéfala, surgieron juntas locales y provinciales que organizaron la Junta Suprema Central, ésta lograría breves victorias
sobre los franceses pero no podría resistir a la invasión masiva que, entre 1809 y 1812, contó 250 mil soldados. La Junta
Central buscaría la alianza británica.
¿Qué hacer entonces en América? ¿Obedecer al nuevo rey José I?, los pocos propensos a esta política eran
considerados “afrancesados” y traidores. ¿Aceptar la oferta de protección monárquica de la infanta Carlota
Joaquina, hija de Carlos IV y esposa del regente de Portugal instalado en Brasil?, los “carlotinos” no eran
mejor vistos que los “afrancesados”, a tal punto que la primera junta de gobierno que se proclamó en
América, el 25 de mayo de 1809 en Chuquisaca (hoy Sucre), fue el resultado de una revuelta contra el gobernador
partidario de la regencia de la princesa Carlota. ¿Reconocer a la Junta Central que mandaba un territorio que se reducía
de día a día?, pero las posesiones americanas eran patrimonio del monarca y no de los habitantes de España ni de sus
representantes y, después de todo, los americanos también podían organizar juntas para defender sus provincias.
Crisis y juntas de gobierno en América española
Esta crisis extrema exacerbaba las tensiones entre las elites urbanas dominantes, criollas y peninsulares; las diferencias
regionales determinaron posiciones diversas. Ciertos países tenían poblaciones mayoritariamente indígenas, otros
disponían de una numerosa mano de obra esclava. Fue el caso de la colonia francesa de Saint Domingue; en 1791
surgieron allí conflictos que culminaron con la rebelión de los esclavos negros dirigidos por Toussaint Louverture y, en
1804, con la proclamación del segundo estado independiente de las Américas: Haití, una pesadilla para muchos. En esas
circunstancias, los conflictos entre las aristocracias criollas, los comerciantes peninsulares y las autoridades
metropolitanas debían zanjarse sin rupturas violentas; el temor a rebeliones de las clases subordinadas o a secesiones
obligaba a acuerdos en apariencia contradictorios. En el caso chileno una elite pequeña poseía casi todo y dominaba a
una población fundamentalmente mestiza y relativamente homogeneizada tras dos siglos y medio de servidumbre.
El historiador Tulio Halperin reseña algunas variantes políticas ocurridas. En septiembre de 1808, en México, los
peninsulares y la Real Audiencia capturaron y reemplazaron al virrey Iturrigaray, partidario de organizar una junta de
gobierno como en España, con el apoyo del cabildo; dos años más tarde, en cambio, peninsulares y criollos ricos se
unirían para aplastar la rebelión india y mestiza, dirigida por los curas Miguel Hidalgo y José María Morelos, que entre
1810 y 1815 amenazó el orden establecido. En Buenos Aires, el Cabildo entonces estaba dominado por los peninsulares
quienes, en 1808, intentaron derrocar al virrey Liniers, pero éste contaba con el respaldo de las milicias criollas, ya
fortalecidas por su victoria sobre la expedición británica. En Montevideo, dependencia del mismo virreinato, los oficiales
españoles de la guarnición establecieron una junta y desconocieron al virrey. En 1808 los criollos chilenos,
predominantes en el Cabildo de Santiago, se opusieron a la Real Audiencia para obtener el nombramiento de García
Carrasco como gobernador. El 25 de mayo de 1809, en Chuquisaca, la Audiencia, el Claustro universitario y sectores
criollos depusieron al gobernador y establecieron una Junta; el ejemplo es seguido el 16 de julio en la La Paz, donde se
formó la Junta Tuitiva; el 10 de agosto, en Quito, un grupo de aristócratas ilustrados criollos formaron una junta y
depusieron al presidente de la Audiencia. Estos tres primeros intentos autonomistas de 1809 fueron reprimidos
violentamente por tropas enviadas por los virreyes de Lima, Bogotá y Buenos Aires. Esos episodios preparaban la
revolución; mostraban el agotamiento de la organización colonial y de sus autoridades, en unos casos era la crisis abierta,
en otros el debilitamiento extremo de las autoridades (Halperin, p. 87).
A comienzos de 1810 los franceses invadieron Andalucía, completando la ocupación de toda España con la excepción de
Cádiz, último refugio de la Junta Central que se disolvió el 29 de enero entregando el poder al Consejo de Regencia.
Este, desde su reducido territorio, prosiguió la preparación de las Cortes a las que serían llamados a participar diputados
americanos. En tales condiciones, su legitimidad fue cuestionada en América del sur por las juntas que se constituyeron
ese año reivindicando la legalidad de los cabildos abiertos, asambleas de notables dominadas por las elites criollas
que, proclamando su fidelidad a Fernando VII, establecieron juntas gubernativas para reemplazar a las autoridades
designadas desde la metrópoli: el 19 de abril en Caracas, el 22 de mayo en Cartagena, el 25 de mayo en Buenos Aires,
el 20 de julio en Bogotá, el 18 de septiembre en Santiago de Chile (ídem, p. 91).
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De las ideas de reforma a la acción política
Retornemos ahora a Santiago. Los historiadores nos explican que la inmensa mayoría de los chilenos, hasta poco antes
de 1810, no imaginaba un país separado de los dominios hispanoamericanos. Una minoría, sin embargo, influida por las
ideas racionalistas de la ilustración y preocupada por las limitaciones que el sistema colonial imponía, deseaba reformas
importantes desde hacía muchos años. José Antonio de Rojas, distinguido e influyente criollo, mirado con gran recelo
por la autoridad, era un gran lector de los pensadores franceses ya en los años 1770, su biblioteca incluía la
“Enciclopedia” de Diderot y D’Alembert, “ Antonio de Rojas y su cuñado Manuel de Salas,
cultivados partidarios de reformas, difusores de nuevas ideas e impulsores de la educación, serían decididos partidarios
de la junta de gobierno. En todo caso, los pocos que vislumbraban un gobierno independiente, concepto tan subversivo
como insólito, debían ser discretos y sutiles. No obstante, el encadenamiento de los sucesos europeos, americanos y
chilenos iba a conmover las opiniones.
Situémonos unos años antes de 1810 para seguir los acontecimientos que precedieron la formación de la junta de
gobierno y que he extractado en su mayor parte de la Historia General de Chile de Diego Barros Arana. “La
primera noticia de la ocupación de Buenos Aires por las tropas inglesas, llegó a Chile a principios de agosto de 1806 y
produjo una impresión terrible en todo el reino”; el Gobernador Luis Muñoz de Guzmán (1802-1808), el último
de un largo período relativamente estable y de progreso, inició una serie de preparativos militares para rechazar un
posible ataque británico. Chile contaba entonces con unos dos mil soldados regularmente armados, en su mayoría
acantonados en el sur; en Santiago se acuartelaban unos 300 hombres. Paralelamente, se disponía de las milicias, una
suerte de reserva que sumaba unos 16 mil hombres insuficientemente apertrechados y mal preparados; las milicias de
la ciudad de Santiago agrupaban más de dos mil. La medida más significativa fue sin duda la instrucción militar de unos
mil hombres de las milicias de Santiago en el campamento de Las Lomas, que despertó un gran entusiasmo entre
oficiales y milicianos. El general Francisco Antonio Pinto escribiría 45 años más tarde, comprimiendo quizás las
etapas: “Esta iniciación de nuestra juventud en el arte de la guerra exaltó su fantasía; y comenzaron a oírse
conversaciones más o menos atrevidas sobre independencia. La opinión comenzó a pedir enérgicamente lo que hoy
llamamos 18 de septiembre.” (DBA, T. VII, p. 223).
Tras la muerte del presidente Muñoz de Guzmán, en febrero de 1808, la Real Audiencia nombró como gobernador
interino a su propio regente, Juan Rodríguez Ballesteros, pero el cargo debía haber sido provisto por el militar de más
alta graduación en Chile: el brigadier Francisco Antonio García Carrasco quien, con la asistencia del abogado Juan
Martínez de Rozas, reclamó y obtuvo su nombramiento. Martínez de Rozas había nacido en Mendoza en 1759, hizo
brillantes estudios de derecho en Córdoba y en Santiago, fue asesor de Ambrosio O’Higgins en la intendencia de
Concepción y en el virreinato de Lima; en 1808 residía en Concepción, su esposa era Nieves Urrutia, hija del comerciante
más rico de esta ciudad; Martínez de Rozas era un miembro prominente de la alta aristocracia penquista. Partiría luego
a Santiago como secretario del nuevo gobernador y sería uno de los grandes promotores de la junta de gobierno; desde
su asesoría en el Gobierno contribuyó a sacar el Cabildo de un “completo abatimiento” y a transformarlo en
una “asamblea deliberante” (Amunátegui, T. I, p. 181). El nombramiento de García Carrasco, contra la
voluntad de la Real Audiencia, provocó entre las dos autoridades máximas de la colonia una tensión que facilitaría los
avances del partido patriota.
La inaudita noticia de la usurpación del trono español por los Bonaparte llegó a Santiago en septiembre de 1808. El
Cabildo de la ciudad debatió intensamente sobre los medios para socorrer a la metrópoli y para defender el reino: se
recargaron ciertos impuestos y se proyectó armar 10 mil milicianos en Santiago y 6 mil en Concepción (podemos imaginar
una excitación que recordaba los preparativos contra la posible invasión inglesa); la ocupación francesa fue denunciada
como ilegítima, pese a sus apariencias legales, y la autoridad de la Junta Central que hacía frente a los invasores fue
puesta en duda. Barros Arana sugiere que ya en agosto y septiembre de 1808 había en Chile personas que aspiraban a
la independencia (DBA, T. VIII, p. 39).
El gobernador García Carrasco, el Cabildo de Santiago y las autoridades de España
El rechazo del Cabildo a las autoridades impuestas por los franceses y su desconfianza de quienes se arrogaban la
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representación de la metrópoli, contrastaban con las vacilaciones del presidente, ya distanciado de la Real Audiencia. A su
aislamiento el gobernador añadiría el desprestigio en que lo envolvió su connivencia en el suceso de la fragata inglesa
Scorpion, en octubre de 1808, cuando individuos próximos a él, en una emboscada para apoderarse del cargamento de
contrabando, asesinaron al capitán y a ocho marineros. Martínez de Rozas, cuyos consejos ya no eran escuchados,
viendo que el gobernador se oponía a toda innovación, regresó a Concepción a fines de 1808; sin él, que había sido
designado miembro del Cabildo y que podría haber actuado como moderador, el desacuerdo entre esta institución y el
gobierno se agravaba.
Si bien el Cabildo había reconocido a la Junta Central de España el 27 de enero de 1809, su decreto estableciendo el
envío de representantes americanos a las cortes que se preparaban, lo que en sí era ya una revolución política, no despertó
gran entusiasmo entre los criollos reformistas, que consideraron la decisión unilateral porque no habían sido consultados e
injusta porque no representaba la población mayoritaria de las colonias: sólo permitía un representante por cada unidad
administrativa contra dos por cada provincia española. El Gobernador, por su parte, consideró la medida de la Junta
Central muy peligrosa, a tal punto que demoró meses en comunicarla e impidió así la elección de diputados. Esto contribuiría
a la ruptura entre el Gobernador y el Cabildo que en noviembre de 1809 despacharía un memorial de protesta a la Junta
Central.
Considerando las dificultades para el arribo de los diputados americanos, el Consejo de Regencia dispuso la elección de
americanos residentes en España; así, dos ilustres chilenos fueron diputados suplentes a ese primer parlamento
español: Joaquín Fernández de Leiva y Miguel Riesco y Puente; su participación en las cortes cumplía en parte con las
aspiraciones de los criollos chilenos pero éstos irían más allá a partir de septiembre de 1810. Justo es reconocer, de
todas maneras, la meritoria participación de esos diputados americanos en los trabajos de las cortes que en 1812
promulgaron la famosa constitución liberal de Cádiz que, si bien abolida por Fernando VII una vez repuesto en su trono,
fue el modelo del republicanismo español.
La desconfianza y la incertidumbre reinaban, las noticias de España y de otras regiones de América tardaban meses
en llegar; el Gobernador, inseguro y desprestigiado, se alejaba de la Real Audiencia y del Cabildo; el equilibrio entre las
instituciones políticas más importantes se rompía y éstas se polarizaban: La Audiencia, reacia a todo cambio, agrupaba
a las personalidades más conservadoras y a la mayoría de los peninsulares; el Cabildo, bastión criollo, a los partidarios
de reformas, incluyendo a los que más o menos discretamente deseaban la independencia. Algunos eran sospechosos
de ser “afrancesados” , otros de “carlotinos”. Las autoridades coloniales estaban alarmadas,
Joaquín de Molina, nombrado presidente de Quito por la Junta Central y de viaje por Chile para ir a ocupar su puesto,
escribía en 1809: “En varias partes de este continente se advierte una especie de combustión que pudiera hacer
temer un incendio universal, si vasallos menos leales poblasen los dominios australes americanos de Su Majestad
...” (ídem, p. 75); este gobernador, también, recomendaba vigilar estrechamente a Juan Martínez de Rozas.
En efecto, Martínez de Rozas era de los que pensaban que, cautivos los reyes legítimos y ocupada la metrópoli por los
franceses, los americanos debían darse un gobierno propio. Sus ideas iban probablemente más lejos, pero la
argumentación de los patriotas en esos momentos se detenía en esa proposición lógica que surgía al mismo tiempo en
distintos lugares del continente; los patriotas de Chile se comunicaban con los de Buenos Aires, pero en otros lugares
de América se llegaba a las mismas conclusiones y a acciones consecuentes sin que existiera un plan común. El
presidente García Carrasco comenzó a perseguir a quienes sostenían aquellas ideas y a los extranjeros sospechosos.
Estos últimos eran vistos como divulgadores de ideas perversas; ya en 1808 se había empadronado unos ochenta
extranjeros residentes en Chile y, hacia fines de 1809, se decretó la expulsión de algunos.
“El cabildo de Santiago había pasado a ser el cuerpo que representaba las aspiraciones de los patriotas en Chile
y el principio de oposición y resistencia al presidente Carrasco. El 1º de enero de 1810 se reunía aparatosamente para
hacer la elección de alcaldes y procurador de la ciudad, que se renovaban cada año.” (ídem, p. 82). En las
pasadas décadas, esas elecciones en el seno de la misma institución no habían tenido mayor relevancia, pero éstas
habían cobrado gran significación: fueron elegidos en esas circunstancias “tres individuos que tenían una alta
posición en la colonia y que por su nacimiento, por sus relaciones de familia y por sus ideas figuraban en las filas del
partido patriota.” Eran José Nicolás Cerda, rico mayorazgo; Agustín de Eyzaguirre, acaudalado comerciante de
Santiago y de numerosa parentela; Juan Antonio Ovalle, abogado que no ejercía por ser hombre de gran fortuna.
“La elección simultánea de esos tres individuos causó a Carrasco el más manifiesto desagrado.” (ídem).
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Desafortunado arresto de tres notables. Noticias acuciantes
El gobierno era presa de gran inquietud, las trágicas noticias de España llegaban con advertencias del virrey de
Buenos Aires sobre conspiraciones que germinaban en Chile. El 25 de mayo de 1810 el gobernador ordenó el arresto de
Juan Antonio Ovalle, miembro del Cabildo desde enero, del ilustrado e influyente José Antonio de Rojas y de Bernardo
Vera y Pintado, abogado y catedrático de la Universidad de San Felipe; esa misma noche fueron trasladados a
Valparaíso. Las acusaciones carecían de pruebas sólidas aunque se conocían las opiniones de los prisioneros, además,
un reciente bando prohibía “tratar de cosa que suene a independencia y libertad.” En pocas horas, todo
Santiago estaba enterado y la alta sociedad chilena profundamente perturbada por este golpe de la autoridad. El cabildo
pidió la liberación de los tres notables, la audiencia y la iglesia también intervinieron solicitando moderación. Tratando de
prevenir una conspiración, el gobernador perdía apoyos importantes.
El 24 de junio de 1810, el correo traía noticias extraordinarias: la ocupación casi total de España por los franceses en
enero de ese año y, en parte como consecuencia de ello, la deposición el 25 de mayo del virrey de Buenos Aires,
Hidalgo de Cisneros que había reemplazado a Liniers, y la creación de una junta gubernativa dominada por los criollos.
“La noticia de estos graves acontecimientos, que venía a alentar las esperanzas y la actividad de los patriotas,
produjo la consternación y el espanto entre los consejeros del gobernador.” (ídem, p. 103). La situación de España
y el ejemplo de Buenos Aires justificaban ya el establecimiento de una junta similar en Chile.
Crisis en Santiago
El 10 de julio de 1810 dos de los notables detenidos, José Antonio de Rojas y Juan Antonio Ovalle, fueron embarcados
con destino a Lima. Sabido el día siguiente en Santiago, el hecho provocó gran indignación: dos miembros del
Ayuntamiento, el alcalde Agustín de Eyzaguirre y el procurador sustituto Gregorio de Argomedo, acompañados de la
muchedumbre que ya se había agolpado en el Cabildo (hoy la Municipalidad de Santiago), irrumpieron en el edificio
contiguo de la Real Audiencia (hoy Museo Histórico Nacional frente a la Plaza de Armas) cuyo regente se vio obligado a
convocar a García Carrasco. Este, en una situación sin precedente en el gobierno colonial, hubo de escuchar el discurso
de Gregorio de Argomedo criticando duramente sus medidas. Ante la presión creciente de la multitud y las instancias de
la misma Real Audiencia, el Gobernador accedió a la devolución de los prisioneros a Santiago y a la destitución de tres de
sus propios consejeros. Su autoridad había sido irreversiblemente disminuida. Esta ruptura entre el representante de la
monarquía y la elite santiaguina precipitaría los acontecimientos.
Siguieron días de gran tensión. El Gobernador visitaba sus tropas, unos trescientos soldados de línea. El Cabildo, a su
vez, preparaba partidas de milicianos para su propia protección, para bloquear los cuarteles y patrullar las calles. Diego
Barros Arana se refiere a unos ochocientos hombres armados y nos relata: “Los mismos alcaldes y algunos
vecinos de representación y de fortuna mandaban esos destacamentos; y entre los simples soldados que los componían,
figuraban casi todos los hijos de las familias más ilustres de la ciudad.” (ídem, p. 116). La aristocracia
santiaguina, en su mayoría, se aprestaba a tomar el mando, los hacendados patriotas armarían a sus campesinos para
asegurar la celebración de un gran cabildo y el cambio de gobierno.
En cuanto a lo que hoy llamaríamos movimiento popular o participación del pueblo, leamos a Luis Galdames cuyas
contundentes afirmaciones hieran quizás nuestra actual sensibilidad masificada: “El grupo patriota ... no disponía
de pueblo, tanto porque la gente pobre no era tomada en cuenta en esos casos, como porque habría sido imposible
interesarla en una aventura subversiva, desde que su baja cultura le impedía entender de que se trataba.
‘Pueblo’ se llamaba entonces sólo a la gente con casa propia y oficio o negocio conocido en cada ciudad.
No se hacía por eso propaganda pública; nada se imprimía, porque no había imprenta [la gran mayoría de los chilenos
era analfabeta], y las asambleas al aire libre eran desconocidas.” (Galdames, p. 186).
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La Real Audiencia, en parte para evitar efusión de sangre y en parte para prolongar cierta continuidad legal, en acuerdo
con el Cabildo, pidió la renuncia del Gobernador quien, ya sin ninguna capacidad de maniobra, accedió el 16 de julio ante
una reunión de altos oficiales militares y de los miembros principales del Cabildo. Fue designado como nuevo
Gobernador el militar de más antigüedad y grado en Chile: el brigadier general don Mateo de Toro Zambrano, conde de
la Conquista, nacido en Chile, a diferencia de la mayoría de los gobernadores coloniales, y riquísimo propietario (cuya
casa aún podemos visitar a pocos pasos de la Plaza de Armas: la “Casa Colorada”), bien relacionado en
la clase alta chilena y patriarca de una familia donde predominaban los partidarios de las reformas, Mateo de Toro
Zambrano se hizo asesorar por dos decididos patriotas: José Gregorio de Argomedo y Gaspar Marín. Este cambio de
gobierno satisfizo sólo parcialmente a los criollos autonomistas, que deberían esperar aún algunas semanas.
Propuestas tardías e insuficientes del Consejo de Regencia
A fines de julio de 1810 fue recibida en Chile la vibrante proclamación del Consejo de Regencia invitando a los
americanos a enviar diputados a las Cortes. Aunque me he referido a este hecho que implicaba una revolución política en
España, cabe explicar aquí que el rechazo de los criollos, ahora en vísperas de la toma del gobierno, se justificaba por la
unilateralidad de la decisión, por el mantenimiento de la legislación colonial, por la continuación del envío de gobernantes a
América como lo había hecho siempre el monarca (el Consejo ya había designado otro gobernador para Chile) y porque
el libre comercio, gran aspiración criolla, no había sido decretado. Los chilenos pronto seguirían el mismo curso de Buenos
Aires, ya no podían satisfacerse con una representación insuficiente en un parlamento lejano de un país ocupado.
El Cabildo no sólo había rechazado el llamado del Consejo de Regencia a participar en las Cortes, sino que tampoco
había querido prestarle juramento como la tradición colonial lo exigía pero, cediendo a la insistencia de la Real Audiencia y
a la presión de las autoridades eclesiásticas, debió reconocerlo como gobierno de facto. Era evidente que los jefes del
Cabildo buscaban el establecimiento de una junta de gobierno, contra la posición de la Real Audiencia que veía en el
reconocimiento del Consejo de Regencia un freno a la formación de un gobierno autónomo; la Audiencia no descansó hasta
obtener del Gobernador un acto público de proclamación y juramento el 18 de agosto. Pero las noticias que llegaban de
Buenos Aires a comienzos de septiembre eran desalentadoras para el partido español: confirmaban la dominación
francesa en Europa y el fortalecimiento de la junta de Buenos Aires, tras la ocupación de Córdoba cuyas autoridades
habían resistido al nuevo gobierno.
El Catecismo político cristiano
Por entonces circuló en Chile un polémico manuscrito:
“Catecismo político cristiano dispuesto para la instrucción de la Juventud de los Pueblos libres de la América
meridional: su Autor don José Amor de la Patria.”
¿Quién era don José Amor?, las opiniones disienten, los nombres de Juan Martínez de Rozas, Antonio José de Irisarri,
Jaime Zudáñez y Bernardo de Vera han sido propuestos por los historiadores. El manuscrito, inspirado por la filosofía
política del siglo XVIII, impugnaba el sistema monárquico de derecho divino y el despotismo, se pronunciaba por la
soberanía popular:
“El gobierno republicano, el Democrático en que manda el Pueblo por medio de sus representantes o Diputados
que elige, es el único que conserva la dignidad y majestad del Pueblo ...”.
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Explicaba que la monarquía había cesado en España y que ni la Junta Central ni el Consejo de Regencia tenían
autoridad sobre los pueblos de América que sólo habían jurado fidelidad a los Reyes de España. El régimen colonial era
denunciado; al comercio de monopolio oponía “el comercio libre con las naciones del orbe”. En lo
inmediato urgía seguir el ejemplo de Buenos Aires:
“Formad vuestro gobierno a nombre del Rey Fernando para cuando venga a Reinar entre nosotros ...” (no
pienso que don José Amor creyera en esta eventualidad) y si así ocurriera “le entregaréis estos preciosos restos
de sus dominios, ... mas ...formaréis una constitución impenetrable en el modo posible a los abusos del despotismo
...”.
El Catecismo político cristiano, en términos modernos, fue una declaración de principios y un programa de acción que
reflejaba el espíritu del sector más radical de los criollos en 1810.
El Cabildo Abierto
Continuando su empuje, el Cabildo pidió a Mateo de Toro Zambrano la convocación a una asamblea de notables; la Real
Audiencia y la jerarquía eclesiástica reaccionaron negativamente; se produjo un amago de hostilidades entre las tropas
de línea acuarteladas y las patrullas de los patriotas. Finalmente, las vacilaciones del Gobernador cesaron a favor del
Cabildo y el 13 de septiembre se redactó la invitación: “Para el día 18 del corriente a las 9 de la mañana espera a V.
el muy ilustre señor Presidente con el ilustre Ayuntamiento, en las Salas del Real Tribunal del Consulado, a consultar y
decidir los medios más oportunos para la defensa del reino y pública tranquilidad.” Era la invitación al Cabildo
Abierto.
En ese momento los patriotas ya habían logrado un triunfo, el sector conservador, que incluía no sólo españoles sino que
también muchos chilenos, no había podido impedir que el difuso descontento de los últimos años cristalizara,
consecuencia de factores regionales e internacionales, en un movimiento con objetivos políticos. Si bien era posible que
la mayoría de la clase alta chilena estuviera aún indecisa, durante años de sucesos perturbadores en Chile, en
América y en Europa, los reformistas habían desarrollado su pensamiento político y económico, precisado sus objetivos;
utilizado su posición, sus conexiones sociales y extensas parentelas para aislar al impolítico García Carrasco y a la Real
Audiencia y para ganar al vacilante Toro Zambrano. Además, habían obtenido el apoyo de cuatro de los cinco jefes
militares más importantes de Santiago, asegurándose así las tropas de línea que se agregaban a las milicias,
fortalecidas con la movilización de los huasos de sus haciendas.
“Desde la madrugada del martes 18 de septiembre de 1810, la ciudad de Santiago ofrecía el espectáculo de un
inusitado movimiento militar. Partidas de tropas de línea y milicianos recorrían las calles centrales o se estacionaban en
diversos puntos de los suburbios.” (DBA, T. VIII, p. 157). La ciudad estaba rodeada y bloqueadas las calles que
daban acceso al tribunal del consulado donde se celebraría la asamblea (hoy está allí el Palacio de los tribunales de
justicia); cortada “toda comunicación entre el centro de la ciudad y los barrios del sur, que habitaba una numerosa
y apretada población de gente pobre, más o menos turbulenta”; por otra parte, un regimiento había hecho
retirarse “al lado del cerro de Santa Lucía al populacho que se acercaba por el lado oriente de la ciudad.”
(ídem); no se había dejado pasar a nadie sin la invitación impresa y sellada.
¿Quiénes concurrieron aquel 18 de septiembre al Cabildo Abierto? “Se habían distribuido 437 invitaciones de las
cuales dos terceras partes habían sido dirigidas a personas que debían cooperar al establecimiento de un nuevo
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gobierno.” De unos mil novecientos españoles de nacimiento fueron invitados sólo catorce “que por su
fortuna o sus relaciones de familia tenían distinguida representación social.” Se reunieron cerca de trescientas
cincuenta personas: jefes de las diversas corporaciones, prelados de las órdenes religiosas y muchos de los vecinos
más considerados de Santiago. “En aquella asamblea, en que no se había dado entrada a ningún hombre
menor de 25 años, y en que por su número dominaban los ancianos, estaban representadas casi todas las familias de
la aristocracia colonial.” (ídem, pp. 155-158).
El primer acto de la asamblea fue la renuncia del Gobernador don Mateo de Toro Zambrano: “Aquí está el bastón;
disponed de él y del mando.” [y dirigiéndose a su secretario Argomedo] “Significad al pueblo lo que os
tengo prevenido.” José Miguel Infante, sobrino de José Antonio de Rojas y abogado de vastas relaciones de
familia en la sociedad colonial, pronunció en representación del Cabildo el discurso de fondo que explicaba y justificaba la
creación de una junta gubernativa. Siguió un debate en el que ninguno de los oponentes logró terminar su discurso. Luego,
con gran excitación y sonoros ¡Junta queremos! se constituyó la Junta de Gobierno, los más de sus miembros designados
por aclamación y unos pocos por votación. La asamblea se disolvió a las tres de la tarde en medio de efusiones de
contento, vítores, aplausos y repiques de campana.
La Junta de Gobierno
Y una vez más, paciente lector, transcribo esa lista famosa de los tiempos escolares, de la que siempre se fugan
algunos nombres de nuestra memoria; he añadido una mínima información sobre cada miembro:
Mateo de Toro Zambrano Ureta (1727-1811), Presidente; falleció en su cargo cinco meses más tarde.
José Antonio Martínez de Aldunate (1730-1811), Vicepresidente (nombrado en ausencia); jurista y teólogo, obispo de
Santiago, ex obispo de Guamanga en Perú, ex comisario del Santo Oficio, ex rector de la Universidad de San Felipe;
de regreso a Chile a fines de 1810, enfermo, no pudo ejercer su cargo.
Fernando Márquez de la Plata (1740-1817), Vocal; nació en Sevilla, ex regente de la Real Audiencia de Quito, cargos de
gobierno durante la Patria Vieja, exiliado en Mendoza.
Juan Martínez de Rozas Correa (1759-1813), Vocal; nació en Mendoza, agitador de las provincias del sur, gestor
importante de la junta, deportado por José Miguel Carrera a Mendoza donde falleció.
Ignacio de la Carrera Cuevas (1747-1819), Vocal; fortuna minera, coronel de milicias, padre de los desafortunados
hermanos Carrera, cargos de gobierno durante la Patria Vieja, prisionero de los españoles y deportado a Juan
Fernández en 1814.
Francisco Javier de la Reina (1762-1815?), Vocal; nacido en España, coronel del ejército de línea, hasta el cabildo
abierto se había opuesto a la formación de una junta; no tuvo mayor participación política.
Juan Enrique Rosales Fuentes ( -1825), Vocal; ex alcalde de Santiago, cargos de gobierno durante la Patria Vieja,
prisionero de los españoles y deportado a Juan Fernández en 1814.
José Gaspar Marín Esquivel (1772-1839), Secretario; jurista, cargos de gobierno y parlamentario durante la Patria Vieja,
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exiliado en Mendoza.
José Gregorio de Argomedo Montero (1767-1830), Secretario (el Presidente lo nombró Secretario de gobierno);
abogado, cargos de gobierno durante la Patria Vieja, exiliado en Mendoza.
Quizás la mayoría del cabildo abierto deseaba una forma de continuidad y reformas dentro del imperio
hispanoamericano. “La Junta de Gobierno se instalaba en nombre de Fernando VII y para defender sus derechos
hereditarios a estos dominios mientras durase su cautiverio.” (ídem, p. 162). Para otros criollos éste era un escalón
hacia la independencia. En cualquier caso, se trató de una revolución política cuyas consecuencias escapaban a la previsión
de sus actores y que terminaría separando Chile del imperio español. La Junta, constituida con carácter provisional,
debía convocar un congreso de diputados de las provincias; en lo inmediato, actuó con la misma firmeza de propósitos
manifestada por el Cabildo de Santiago: obligó a la Real Audiencia a reconocerla, comunicó su instalación a la Junta de
Buenos Aires, a otras provincias americanas, a la metrópoli, al embajador británico en Río de Janeiro y envió comisarios a
las provincias para asegurar su reconocimiento.
En Concepción, la segunda ciudad del país, se realizó el 12 de octubre un cabildo abierto de notables que reconoció al
nuevo gobierno. Y no lejos, nos relata Diego Barros Arana, en el acantonamiento militar de Los Ángeles, el subdelegado
Bernardo O´Higgins y Pedro José Benavente, teniente coronel de los Dragones de la Frontera, hicieron, también,
reconocer la Junta de Gobierno.
Epílogo
En julio de 1811 iniciaría sus actividades el primer Congreso Nacional, un paso hacia la independencia del país. Pero
esta tardaría ocho años en realizarse. En 1810 se iniciaba un proceso de decantación de posiciones políticas y ya no
habría ningún reencuentro posible en el seno del imperio cuya desintegración comenzaba. Hasta aquí, la revolución del
gobierno colonial en Chile había sido dirigida por un reducido grupo de criollos ilustrados que reclamaban reformas
políticas y económicas en un contexto más o menos legalista y pacífico. La senda tomada conduciría, no obstante, a la
guerra con el virreinato del Perú, que fue también una guerra civil, y todo Chile entraría en ella. Miguel Luis
Amunátegui escribía en 1882: “La revolución de Chile fue al principio la obra de unos pocos ciudadanos y tuvo en
su origen una tendencia puramente aristocrática. Sus promotores, sus caudillos fueron los cabezas de las grandes
familias del país: los Larraín, los Errázuriz, los Eyzaguirre. Por ellos comenzó la agitación y de ellos descendió a la mayoría
de la población que les estaba ligada por los vínculos de la sangre o del interés.” (citado por Eyzaguirre, p. 104).
Más adelante aparecerían profundas divisiones entre los patriotas y a las luchas políticas venideras se incorporarían
elementos no aristocráticos.
Después de la derrota de Rancagua en 1814, las autoridades españolas repuestas impusieron un régimen de
represión, los patriotas fueron perseguidos. Un importante grupo de exiliados fue acogido en Mendoza, bajo el gobierno
de las provincias unidas del Río de la Plata adonde el dominio colonial nunca pudo retornar. José de San Martín organizó
allí el ejército de los Andes, en el que participarían chilenos. En el extremo septentrional de América del sur, Simón Bolívar
rehacía sus fuerzas para contraatacar las armas de España que habían aplastado las juntas de 1810 en Nueva Granada
y Venezuela.
Conclusión
La clase alta chilena llevó el país a la independencia y, más tarde, impuso un pesado régimen oligárquico que perduró
hasta el primer cuarto del siglo XX. Pero esto en nada menoscaba el mérito de aquellos hombres consecuentes que,
convencidos de la justicia de su causa, arriesgaron seguridad, familias y fortunas. Es más, cuando personalidades
como Manuel de Salas proponían fomentar la educación y las oportunidades de trabajo para aumentar la riqueza del país
y aliviar la miseria física y moral de las clases pobres, o cuando el autor del Catecismo político cristiano promovía la
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república democrática, probablemente, no imaginaban que esas ideas aún tendrían eco dos siglos mas tarde. Los
patriotas de 1810 se dirigían, por cierto, a la elite de grandes propietarios, sus propósitos no eran por ello menos sinceros
ni menos revolucionarios:
“El gobierno despótico es mil veces peor que la peste misma, es la ignominia; es la afrenta de los hombres
esclavos y envilecidos que lo sufren y lo permiten. ... en las Repúblicas el Pueblo es el soberano ... sus Diputados le
responden de su conducta”.
Los principios de igualdad de los hombres, de soberanía popular, de elegibilidad y responsabilidad de los gobernantes,
bases de la democracia, son el legado político de los fundadores del Chile independiente, retomado por los demócratas y
los desposeídos e integrado a los movimientos sociales del país.
Bibliografía
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Ilustraciones: Sitios: Artistas Plásticos Chilenos, Memoria Chilena y Wikipedia.
Nelson Bustamante, Ex Profesor de Estado en Historia y Geogra-fía, titulado en la Facultad de Filosofía y Educación,
Universidad de Chile, Santiago. {jcomments on}
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