Karl Marx y Federico Engels Obras Escogidas Tomo II

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Karl Marx y Federico Engels
Obras Escogidas
Tomo II
Editorial Progreso
INDICE
Manifiesto inaugural de la Asociación Internacional de los
Trabajadores.
5
Estatutos generales de la Asociación Internacional de los
Trabajadores.
14
Marx, octubre de 1864.
Marx, octubre de 1871.
A Abraham Lincoln, presidente de los Estados Unidos de America. 18
Marx, noviembre de 1864.
Sobre Proudhon (carta a J. B. Schweitzer).
20
Salario, precio y ganancia.
28
Marx, enero de 1865.
Marx, junio de 1865.
Instrucción sobre diversos problemas a los delegados del Consejo
77
Central Provisional.
Marx, agosto de 1866.
Prólogo a la primera edición alemana de El Capital.
Marx, julio de 1867.
87
Palabras finales a la segunda edición alemana del primer tomo de
92
El Capital.
Marx, enero de 1873.
El Capital, capítulo XXIV. La llamada acumulación originaria.
101
Reseña del primer tomo de El Capital de Carlos Marx para el
Demokratisches Wochenblatt.
152
Del prólogo al segundo tomo de El Capital de Marx.
160
Mensaje a la Unión Obrera Nacional de los Estados Unidos.
164
Prefacio a La Guerra Campesina en Alemania.
167
El Consejo General de la Asociación Internacional de los
Trabajadores a los miembros del Comité de la sección rusa en
Ginebra.
182
Extracto de una comunicación confidencial.
184
La guerra civil en Francia.
188
Sobre la acción política de la clase obrera.
260
Las pretendidas escisiones de la Internacional.
262
Marx, 1867.
Engels, marzo de 1868.
Engels, mayo de 1885.
Marx, mayo de 1869.
Engels, julio de 1874.
Marx, marzo de 1870.
Marx, marzo de 1870.
Marx, entre abril y mayo de 1871.
Engels, septiembre de 1871.
Marx y Engels, marzo de 1872.
Resoluciones del mitin convocado para conmemorar el aniversario
303
de la Comuna de París.
Marx, marzo de 1872.
La nacionalización de la tierra.
305
De las resoluciones del Congreso General celebrado en La Haya.
309
El Congreso de La Haya.
311
Contribución al problema de la vivienda.
314
De la autoridad.
397
El programa de los emigrados blanquistas de la Comuna (artículo
II de la serie Literatura de los emigrados).
401
Acerca de la cuestión social en Rusia (artículo V de la serie
Literatura de los emigrados).
409
Marx, entre marzo y abril de 1872.
Marx y Engels, septiembre de 1872.
Marx, septiembre de 1872.
Engels, entre mayo de 1872 y enero de 1873.
Engels, entre octubre de 1872 y marzo de 1873.
Engels, junio de 1874.
Engels, enero de 1894.
Acotaciones al libro de Bakunin El Estado y la Anarquía.
434
Carta a Ludwig Kugelmann.
436
Carta a Ludwig Kugelmann.
440
Carta a Ludwig Kugelmann.
442
Carta a Ludwig Kugelmann.
444
Carta a Ludwig Kugelmann.
445
Carta a Friedrich Bolte.
446
Carta a Theodor Cuno.
449
Carta a Augusto Bebel.
455
Carta a Friedrich Adolph Sorge.
458
Marx, entre 1874 y 1875.
Marx, 23 de febrero de 1865.
Marx, 9 de octubre de 1866.
Marx, 11 de julio de 1868.
Marx, 12 de abril de 1871.
Marx, 17 de abril de 1871.
Marx, 23 de noviembre de 1871.
Engels, 24 de enero de 1872.
Engels, 20 de junio de 1873.
Engels, 12[-17] de septiembre de 1874.
[5]
C. M A R X
MANIFIESTO INAUGURAL DE LA ASOCIACION
INTERNACIONAL DE LOS TRABAJADORES
Fundada el 28 de septiembre de 1864,
en una Asamblea Pública
celebraba en Saint Martin's Hall de Long Acre,
Londres [1]
Trabajadores:
Es un hecho notabilísimo el que la miseria de las masas trabajadoras no haya
disminuido desde 1848 hasta 1864, y, sin embargo, este período ofrece un
desarrollo incomparable de la industria y el comercio. En 1850, un órgano
moderado de la burguesía británica, bastante bien informado, pronosticaba que
si la exportación y la importación de Inglaterra ascendían a un 50 por 100, el
pauperismo descendería a cero. Pero, ¡ay! el 7 de abril de 1864, el canciller del
Tesoro [*] cautivaba a su auditorio parlamentario, anunciándole que el comercio
de importación y exportación había ascendido en el año de 1863 «a 443.955.000
libras esterlinas, cantidad sorprendente, casi tres veces mayor que el comercio
de la época, relativamente reciente, de 1843». Al mismo tiempo, hablaba
elocuentemente de la «miseria». «Pensad —exclamaba— en los que viven al
borde de la miseria», en los «salarios... que no han aumentado», en la «vida
humana... que de diez casos, en nueve no es otra cosa que una lucha por la
existencia». No dijo nada del pueblo irlandés, qu en el Norte de su país es
remplazado gradualmente por las máquinas, y en el Sur, por los pastizales para
ovejas. Y aunque las mismas ovejas disminuyen en este desgraciado país, lo
hacen con menos rapidez [6] que los hombres. Tampoco repitió lo que acababan
de descubrir en un acceso súbito de terror los más altos representantes de los
«diez mil de arriba». Cuando el pánico producido por los «estranguladores» [2]
adquirió grandes proporciones, la Cámara de los Lores ordenó que se hiciera una
investigación y se publicara un informe sobre los penales y lugares de
deportación. La verdad salió a relucir en el voluminoso Libro Azul de 1863 [3],
demostrándose con hechos y guarismos oficiales que los peores criminales
condenados, los presidiarios de Inglaterra y Escocia, trabajaban muchos menos y
estaban mejor alimentados que los trabajadores agrícolas de esos mismos países.
Pero no es eso todo. Cuando a consecuencia de la guerra civil de Norteamérica
[4], quedaron en la calle los obreros de los condados de Lancaster y de Chester,
la misma Cámara de los Lores envió un médico a los distritos industriales,
encargándole que averiguase la cantidad mínima de carbono y de nitrógeno,
administrable bajo la forma más corriente y menos cara, que pudiese bastar por
término medio «para prevenir las enfermedades ocasionadas por el hambre». El
Dr. Smith, médico delegado, averiguó que 28.000 gramos de carbono y 1.330
gramos de nitrógeno semanales eran necesarios, por término medio, para
conservar la vida de una persona adulta... en el nivel mínimo, bajo el cual
comienzan las enfermedades provocadas por el hambre. Y descubrió también
que esta cantidad no distaba mucho del escaso alimento a que la extremada
miseria acababa de reducir a los trabajadores de las fábricas de tejidos de
algodón [*]. Pero escuchad aún: Algo después, el docto médico en cuestión fue
comisionado nuevamente por el Consejero Médico del Consejo Privado, para
hacer un informe sobre la alimentación de las clases trabajadoras más pobres. El
"Sexto Informe sobre la Sanidad Pública", dado a la luz en este mismo año por
orden del parlamento, contiene el resultado de sus investigaciones. ¿Qué ha
descubierto el doctor? Que los tejedores en seda, las costureras, los guanteros,
los tejedores de medias, etc., no recibían, por lo general, ni la miserable comida
de los trabajadores en paro forzoso de la fábrica de tejidos de algodón, ni
siquiera la cantidad de carbono y nitrógeno «suficientes para prevenir las
enfermedades ocasionadas por el hambre».
[7]
«Además» —citamos textualmente el informe— «el examen del estado de las
familias agrícolas ha demostrado que más de la quinta parte de ellas se hallan
reducidas a una cantidad de alimentos carbonados inferior a la considerada
suficiente, y más de la tercera parte a una cantidad menos que suficiente de
alimentos nitrogenados; y que en tres condados (Berks, Oxford y Somerset), el
régimen alimenticio se caracteriza, en general, por su insuficiente contenido en
alimentos nitrogenados». «No debe olvidarse» —añade el dictamen oficial— «que
la privación de alimento no se soporta sino de muy mala gana, y que, por regla
general, la falta de alimento suficiente no llega jamás sino después de muchas
otras privaciones... La limpieza misma es considerada como una cosa cara y
difícil, y cuando el sentimiento de la propia dignidad impone esfuerzos por
mantenerla, cada esfuerzo de esta especie tiene que pagarse necesariamente con
un aumento de las torturas del hambre». «Estas reflexiones son tanto más
dolorosas, cuanto que no se trata aquí de la miseria merecida por la pereza, sino
en todos los casos de la miseria de una población trabajadora. En realidad, el
trabajo por el que se obtiene tan escaso alimento es, en la mayoría de los casos,
un trabajo excesivamente prolongado».
El dictamen descubre el siguiente hecho extraño, y hasta inesperado: «De todas
las regiones del Reino Unido», es decir, Inglaterra, el País de Gales, Escocia e
Irlanda, «la población agrícola de Inglaterra», precisamente la de la parte más
opulenta, «es evidentemente la peor alimentada»; pero hasta los labradores de
los condados de Berks, Oxford y Somerset están mejor alimentados que la mayor
parte de los obreros calificados que trabajan a domicilio en el Este de Londres.
Tales son los datos oficiales publicados por orden del parlamento en 1864, en el
siglo de oro del librecambio, en el momento mismo en que el canciller del Tesoro
decía a la Cámara de los Comunes que
«la condición de los obreros ingleses ha mejorado, por término medio, de una
manera tan extraordinaria, que no conocemos ejemplo semejante en la historia
de ningún país ni de ninguna edad».
Estas exaltaciones oficiales contrastan con la fría observación del dictamen oficial
de la Sanidad Pública:
«La salud pública de un país significa la salud de sus masas, y es casi imposible
que las masas estén sanas si no disfrutan, hasta lo más bajo de la escala social,
por lo menos de un bienestar mínimo».
Deslumbrado por los guarismos de las estadísticas, que bailan ante sus ojos
demostrando el «progreso de la nación», el canciller del Tesoro exclama con
acento de verdadero éxtasis:
«Desde 1842 hasta 1852, la renta imponible del país aumentó en un 6%; en ocho
años, de 1853 a 1861, aumentó ¡en un veinte por ciento! Este es un hecho tan
sorprendente, que casi es increíble... Tan embriagador aumento de riqueza y de
poder» —añade Mr. Gladstone— «se halla restringido exclusivamente a las clases
poseedoras».
Si queréis saber en qué condiciones de salud perdida, de moral vilipendiada y de
ruina intelectual ha sido producido y se está produciendo por las clases
laboriosas ese «embriagador [8] aumento de riqueza y de poder, restringido
exclusivamente a las clases poseedoras», examinad la descripción que se hace en
el último «Informe sobre la Sanidad Pública» referente a los talleres de sastres,
impresores y modistas. Comparad el «Informe de la Comisión para examinar el
trabajo de los niños», publicado en 1863 y donde se prueba, entre otras cosas,
que
«los alfareros, hombres y mujeres, constituyen un grupo de la población muy
degenerado, tanto desde el punto de vista físico como desde el punto de vista
intelectual»; que «los niños enfermos llegan a ser, a su vez, padres enfermos»;
que «la degeneración progresiva de la raza es inevitable» y que «la degeneración
de la población del condado de Stafford habría sido mucho mayor si no fuera por
la continua inmigración procedente de las regiones vecinas y por los matrimonios
mixtos con capas de la población más robustas».
¡Echad una ojeada en el Libro Azul al informe del señor Tremenheere, sobre las
«Quejas de los oficiales panaderos»! Y quién no se ha estremecido al leer la
paradójica declaración de los inspectores de fábrica, ilustrada por los datos
demográficos oficiales, según la cual la salud pública de los obreros de Lancaster
ha mejorado considerablemente, a pesar de hallarse reducidos a la ración de
hambre, porque la falta de algodón los ha echado temporalmente de las fábricas;
y que la mortalidad de los niños ha disminuido, porque al fin pueden las madres
darles el pecho en vez del cordial de Godfrey.
Pero volvamos una vez más la medalla. Por el informe sobre el impuesto de las
Rentas y Propiedades presentado a la Cámara de los Comunes el 20 de julio de
1864, vemos que del 5 de abril de 1862 al 5 de abril de 1863, 13 personas han
engrosado las filas de aquellos cuyas rentas anuales están evaluadas por el
cobrador de las contribuciones en 50.000 libras esterlinas y más, pues su número
subió en ese año de 67 a 80. El mismo informe descubre el hecho curioso de que
unas 3.000 personas se reparten entre sí una renta anual de 25.000.000 de libras
esterlinas, es decir, más de la suma total de ingresos distribuida anualmente
entre toda la población agrícola de Inglaterra y del País de Gales. Abrid el
registro del censo de 1861 y hallaréis que el número de los propietarios
territoriales de sexo masculino en Inglaterra y en el País de Gales se ha reducido
de 16.934 en 1851, a 15.066 en 1861, es decir, la concentración de la propiedad
territorial ha crecido en diez años en un 11% Si en Inglaterra la concentración de
la propiedad territorial sigue progresando al mismo ritmo, la cuestión territorial
se habrá simplificado notablemente, como lo estaba en el Imperio Romano,
cuando Nerón se sonrió al saber que la mitad de la provincia de Africa pertenecía
a seis personas.
[9]
Hemos insistido tanto en estos «hechos, tan sorprendentes, que son casi
increíbles», porque Inglaterra está a la cabeza de la Europa comercial e
industrial. Acordaos de que hace pocos meses uno de los hijos refugiados de Luis
Felipe felicitaba públicamente al trabajador agrícola inglés por la superioridad
de su suerte sobre la menos próspera de sus camaradas de allende el Estrecho. Y
en verdad, si tenemos en cuenta la diferencia de las circunstancias locales, vemos
los hechos ingleses reproducirse, en escala algo menor, en todos los países
industriales y progresivos del continente. Desde 1848 ha tenido lugar en estos
países un desarrollo inaudito de la industria y una expansión ni siquiera soñada
de las exportaciones y de las importaciones. En todos ellos «el aumento de la
riqueza y el poder, restringido exclusivamente a las clases poseedoras» ha sido
en realidad «embriagador». En todos ellos, lo mismo que en Inglaterra, una
pequeña minoría de la clase trabajadora ha obtenido cierto aumento de su salario
real; pero para la mayoría de los trabajadores, el aumento nominal de los salarios
no representa un aumento real del bienestar, ni más ni menos que el aumento del
coste del mantenimiento de los internados en el asilo para pobres o en el
orfelinato de Londres, desde 7 libras, 7 chelines y 4 peniques que costaba en
1852, a 9 libras, 15 chelines y 8 peniques en 1861, no les beneficia en nada a esos
internados. Por todas partes, la gran masa de las clases laboriosas descendía
cada vez más bajo, en la misma proporción, por lo menos, en que los que están
por encima de ella subían más alto en la escala social. En todos los países de
Europa -y esto ha llegado a ser actualmente una verdad incontestable para todo
entendimiento no enturbiado por los prejuicios y negada tan sólo por aquellos
cuyo interés consiste en adormecer a los demás con falsas esperanzas-, ni el
perfeccionamiento de las máquinas, ni la aplicación de la ciencia a la producción,
ni el mejoramiento de los medios de comunicación, ni las nuevas colonias, ni la
emigración, ni la creación de nuevos mercados, ni el libre cambio, ni todas estas
cosas juntas están en condiciones de suprimir la miseria de las clases laboriosas;
al contrario, mientras exista la base falsa de hoy, cada nuevo desarrollo de las
fuerzas productivas del trabajo ahondará necesariamente los contrastes sociales y
agudizará más cada día los antagonismos sociales. Durante esta embriagadora
época de progreso económico, la muerte por inanición se ha elevado a la
categoría de una institución en la capital del Imperio británico. Esta época está
marcada en los anales del mundo por la repetición cada vez más frecuente, por la
extensión cada vez mayor y por los efectos cada vez más mortíferos de esa plaga
de la sociedad que se llama crisis comercial e industrial.
[10]
Después del fracaso de las revoluciones de 1848, todas las organizaciones del
partido y todos los periódicos de partido de las clases trabajadoras fueron
destruidos en el continente por la fuerza bruta. Los más avanzados de entre los
hijos del trabajo huyeron desesperados a la república de allende el océano, y los
sueños efímeros de emancipación se desvanecieron ante una época de fiebre
industrial, de marasmo moral y de reacción política. Debido en parte a la
diplomacia del Gobierno inglés, que obraba con el gabinete de San Petersburgo,
la derrota de la clase obrera continental esparció bien pronto sus contagiosos
efectos a este lado del Estrecho. Mientras la derrota de sus hermanos del
continente llevó el abatimiento a las filas de la clase obrera inglesa y quebrantó
su fe en la propia causa, devolvió al señor de la tierra y al señor del dinero la
confianza un tanto quebrantada. Estos retiraron insolentemente las concesiones
que habían anunciado con tanto alarde. El descubrimiento de nuevos terrenos
auríferos produjo una inmensa emigración y un vacío irreparable en las filas del
proletariado de la Gran Bretaña. Otros, los más activos hasta entonces, fueron
seducidos por el halago temporal de un trabajo más abundante y de salarios más
elevados, y se convirtieron así en «esquiroles políticos». Todos los intentos de
mantener o reorganizar el movimiento cartista [5] fracasaron completamente. Los
órganos de prensa de la clase obrera fueron muriendo uno tras otro por la apatía
de las masas, y, de hecho, jamás el obrero inglés había parecido aceptar tan
enteramente un estado de nulidad política. Así pues, si no había habido
solidaridad de acción entre la clase obrera de la Gran Bretaña y la del continente,
había en todo caso solidaridad de derrota.
Sin embargo, este período transcurrido desde las revoluciones de 1848 ha tenido
también sus compensaciones. No indicaremos aquí más que dos hechos
importantes.
Después de una lucha de treinta años, sostenida con una tenacidad admirable, la
clase obrera inglesa, aprovechándose de una disidencia momentánea entre los
señores de la tierra y los señores del dinero, consiguió arrancar la ley de la
jornada de diez horas [6]. Las inmensas ventajas físicas, morales e intelectuales
que esta ley proporcionó a los obreros fabriles, señaladas en las memorias
semestrales de los inspectores del trabajo, son ahora reconocidas en todas
partes. La mayoría de los gobiernos continentales tuvo que aceptar la ley inglesa
del trabajo bajo una forma más o menos modificada; y el mismo parlamento
inglés se ve obligado cada año a ampliar la esfera de acción de esta ley. Pero al
lado de su significación práctica, había otros aspectos que realzaban el
maravilloso triunfo de esta medida para los [11] obreros. Por medio de sus sabios
más conocidos, tales como el doctor Ure, profesor Senior y otros filósofos de esta
calaña, la burguesía había predicho, y demostrado hasta la saciedad, que toda
limitación legal de la jornada de trabajo sería doblar a muerto por la industria
inglesa, que, semejante al vampiro, no podía vivir más que chupando sangre, y,
además, sangre de niños. En tiempos antiguos, el asesinato de un niño era un rito
misterioso de la religión de Moloc, pero se practicaba sólo en ocasiones
solemnísimas, una vez al año quizá, y, por otra parte, Moloc no tenía inclinación
exclusiva por los hijos de los pobres. Esta lucha por la limitación legal de la
jornada de trabajo se hizo aún más furiosa, porque —dejando a un lado la avaricia
alarmada— de lo que se trataba era de decidir la gran disputa entre la
dominación ciega ejercida por las leyes de la oferta y la demanda, contenido de
la Economía política burguesa, y la producción social controlada por la previsión
social, contenido de la Economía política de la clase obrera. Por eso, la ley de la
jornada de diez horas no fue tan sólo un gran triunfo práctico, fue también el
triunfo de un principio; por primera vez la Economía política de la burguesía
había sido derrotada en pleno día por la Economía política de la clase obrera.
Pero estaba reservado a la Economía política del trabajo el alcanzar un triunfo
más completo todavía sobre la Economía política de la propiedad. Nos referimos
al movimiento cooperativo, y, sobre todo, a las fábricas cooperativas creadas, sin
apoyo alguno, por la iniciativa de algunas «manos» («hands») [*] audaces. Es
imposible exagerar la importancia de estos grandes experimentos sociales que
han mostrado con hechos, no con simples argumentos, que la producción en gran
escala y al nivel de las exigencias de la ciencia moderna, puede prescindir de la
clase de los patronos, que utiliza el trabajo de la clase de las «manos»; han
mostrado también que no es necesario a la producción que los instrumentos de
trabajo estén monopolizados como instrumentos de dominación y de explotación
contra el trabajador mismo; y han mostrado, por fin, que lo mismo que el trabajo
esclavo, lo mismo que el trabajo siervo, el trabajo asalariado no es sino una forma
transitoria inferior, destinada a desaparecer ante el trabajo asociado que cumple
su tarea con gusto, entusiasmo y alegría. Roberto Owen fue quien sembró en
Inglaterra las semillas del sistema cooperativo; los experimentos realizados por
los obreros en el continente no fueron de hecho más que las consecuencias
prácticas de las teorías, no descubiertas, sino proclamadas en voz alta en 1848.
[12]
Al mismo tiempo, la experiencia del período comprendido entre 1848 y 1864 ha
probado hasta la evidencia que, por excelente que sea en principio, por útil que
se muestre en la práctica, el trabajo cooperativo, limitado estrechamente a los
esfuerzos accidentales y particulares de los obreros, no podrá detener jamás el
crecimiento en progresión geométrica del monopolio, ni emancipar a las masas,
ni aliviar siquiera un poco la carga de sus miserias. Este es, quizá, el verdadero
motivo que ha decidido a algunos aristócratas bien intencionados, a filantrópicos
charlatanes burgueses y hasta a economistas agudos, a colmar de repente de
elogios nauseabundos al sistema cooperativo, que en vano habían tratado de
sofocar en germen, ridiculizándolo como una utopía de soñadores o
estigmatizándolo como un sacrilegio socialista. Para emancipar a las masas
trabajadoras, la cooperación debe alcanzar un desarrollo nacional y, por
consecuencia, ser fomentada por medios nacionales. Pero los señores de la tierra
y los señores del capital se valdrán siempre de sus privilegios políticos para
defender y perpetuar sus monopolios económicos. Muy lejos de contribuir a la
emancipación del trabajo, continuarán oponiéndole todos los obstáculos
posibles. Recuérdense las burlas con que lord Palmerston trató de silenciar en la
última sesión del parlamento a los defensores del proyecto de ley sobre los
derechos de los colonos irlandeses. «¡La Cámara de los Comunes —exclamó— es
una Cámara de propietarios territoriales!».
La conquista del poder político ha venido a ser, por lo tanto, el gran deber de la
clase obrera. Así parece haberlo comprendido ésta, pues en Inglaterra, en
Alemania, en Italia y en Francia, se han visto renacer simultáneamente estas
aspiraciones y se han hecho esfuerzos simultáneos para reorganizar
políticamente el partido de los obreros.
La clase obrera posee ya un elemento de triunfo: el número. Pero el número no
pesa en la balanza si no está unido por la asociación y guiado por el saber. La
experiencia del pasado nos enseña cómo el olvido de los lazos fraternales que
deben existir entre los trabajadores de los diferentes países y que deben
incitarles a sostenerse unos a otros en todas sus luchas por la emancipación, es
castigado con la derrota común de sus esfuerzos aislados. Guiados por este
pensamiento, los trabajadores de los diferentes países, que se reunieron en un
mitin público en Saint Martin's Hall el 28 de septiembre de 1864, han resuelto
fundar la Asociación Internacional.
Otra convicción ha inspirado también este mitin.
Si la emancipación de la clase obrera exige su fraternal unión y colaboración,
¿cómo van a poder cumplir esta gran misión [13] con una política exterior que
persigue designios criminales, que pone en juego prejuicios nacionales y
dilapida en guerras de piratería la sangre y las riquezas del pueblo? No ha sido la
prudencia de las clases dominantes, sino la heroica resistencia de la clase obrera
de Inglaterra a la criminal locura de aquéllas, la que ha evitado a la Europa
Occidental el verse precipitada a una infame cruzada para perpetuar y propagar
la esclavitud allende el océano Atlántico. La aprobación impúdica, la falsa
simpatía o la indiferencia idiota con que las clases superiores de Europa han visto
a Rusia apoderarse del baluarte montañoso del Cáucaso y asesinar a la heroica
Polonia; las inmensas usurpaciones realizadas sin obstáculo por esa potencia
bárbara, cuya cabeza está en San Petersburgo y cuya mano se encuentra en todos
los gabinetes de Europa, han enseñado a los trabajadores el deber de iniciarse
en los misterios de la política internacional, de vigilar la actividad diplomática de
sus gobiernos respectivos, de combatirla, en caso necesario, por todos los
medios de que dispongan; y cuando no se pueda impedir, unirse para lanzar una
protesta común y reivindicar que las sencillas leyes de la moral y de la justicia,
que deben presidir las relaciones entre los individuos, sean las leyes supremas
de las relaciones entre las naciones.
La lucha por una política exterior de este género forma parte de la lucha general
por la emancipación de la clase obrera.
¡Proletarios de todos los países, uníos!.
Escrito por C. Marx entre el 21 Se publica de acuerdo con el texto y el 27 de octubre
de 1864. del folleto.
Publicado en inglés en el Traducido del inglés. folleto "Addres and Provisional
Rules of the Working Men's International Association, Established September 28,
1864, at a Public Meeting held at St. Martin's Hall, Long Acre, London", editado en
Londres en noviembre de 1864. Al mismo tiempo se publicó la traducción al alemán,
hecha por el autor, en el periódico "Social-Demokrat", núm. 2 y en el apéndice al
núm. 3, del 21 y 30 de diciembre de 1864.
NOTAS
[1]
1. El 28 de setiembre de 1864 se celebró en St. Martin's Hall de Londres una gran asamblea
internacional de obreros, en la que se fundó la Asociación Internacional de los Trabajadores
(conocida posteriormente como la I Internacional) y se eligió el Comité provisional. C. Marx entró
a formar parte del mismo y, luego, de la comisión nombrada en la primera reunión del Comité
celebrada el 5 de octubre para redactar los documentos programáticos de la Asociación. El 20 de
octubre, la comisión encargó a Marx la redacción de un documento preparado durante su
enfermedad y escrito en el espíritu de las ideas de Mazzini y de Owen. En lugar de dicho
documento, Marx escribió, en realidad, dos textos completamente nuevos —el "Manifiesto
Inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores" y los "Estatutos provisionales de la
Asociación"— que fueron aprobados el 27 de octubre en la reunión de la comisión. El 1º de
noviembre de 1864, el "Manifiesto" y los "Estatutos" fueron aprobados por unanimidad en el
Comité provisional, constituido en órgano dirigente de la Asociación. Conocido en la historia
como Consejo General de la Internacional, este órgano se llamaba hasta fines de 1866, con mayor
frecuencia, Consejo Central. Carlos Marx fue, de hecho, su dirigente, organizador y jefe, así como
autor de numerosos llamamientos, declaraciones, resoluciones y otros documentos.
En el "Manifiesto Inaugural", primer documento programático, Marx lleva a las masas obreras a la
idea de la necesidad de conquistar el poder político y de crear un partido proletario propio, así
como de asegurar la unión fraternal de los obreros de los distintos países.
Publicado por vez primera en 1864, el "Manifiesto Inaugural" fue reeditado reiteradas veces a lo
largo de toda la historia de la Internacional, que dejó de existir en 1876.- 5.[*]
W. Gladstone. (N. de la Edit.)
[2] 2. Estranguladores (garroters), ladrones de los años 60 del siglo XIX, que agarraban a sus
víctimas por el cuello.- 6.
[3] 3. Libros Azules (Blue Books), denominación general de las publicaciones de documentos del
parlamento inglés y de los documentos diplomáticos del Ministerio del Exterior, debida al color
azul de la cubierta. Se editan en Inglaterra a partir del siglo XVII y son la fuente oficial
fundamental de datos sobre la historia económica y diplomática del país.
En la pág. 6 trátase del "Informe de la comisión para investigar la acción de las leyes referentes al
destierro y a los trabajos forzados", t. I, Londres, 1863; en la pág. 90, de la "Correspondencia con
las misiones extranjeras de Su Majestad sobre problemas de la industria y las tradeuniones",
Londres, 1867.- 6, 90[4]
4. La guerra civil de Norteamérica (1861-1865) se libró entre los Estados industriales del Norte y
los sublevados Estados esclavistas del Sur. La clase obrera se Inglaterra se opuso a la política de
la burguesía nacional, que apoyaba a los plantadores esclavistas, e impidió con su acción la
intervención de Inglaterra en esa contienda.- 6, 19, 38, 89, 119, 164
[*] Dudo de que haya necesidad de recordar al lector que el carbono y el nitrógeno constituyen,
con el agua y otras substancias inorgánicas, las materias primas de los alimentos del hombre. Sin
embargo, para la nutrición del organismo humano, estos elementos químicos simples deben ser
suministrados en forma de substancias vegetales o animales. Las patatas, por ejemplo, contienen
sobre todo carbono, mientras que el pan de trigo contiene substancias carbonadas y nitrogenadas
en la debida proporción.
[5] 5. El cartismo era un movimiento revolucionario de masas de los obreros ingleses en los años
30-40 del siglo XIX. Los cartistas redactaron en 1838 una petición (Carta del pueblo) al parlamento,
en la que se reivindicaba el sufragio universal para los hombres mayores de 21 años, voto
secreto, abolición del censo patrimonial para los candidatos a diputado al parlamento, etc. El
movimiento comenzó con grandiosos mítines y manifestaciones y transcurrió bajo la consigna de
la lucha por el cumplimiento de la Carta del pueblo. El 2 de mayo de 1842 se llevó al parlamento la
segunda petición de los cartistas, que incluía ya varias reivindicaciones de carácter social
(reducción de la jornada laboral, elevación de los salarios, etc.). Lo mismo que la primera, esta
petición fue rechazada por el parlamento. Como respuesta, los cartistas organizaron una huelga
general. En 1848, los cartistas proyectaban una manifestación ante el parlamento a fin de
presentar una tercera petición, pero el Gobierno se valió de unidades militares para impedir la
manifestación. La petición fue rechazada. Después de 1848, el movimiento cartista decayó. - 10
[6] 6. La clase obrera de Inglaterra sostuvo la lucha por la reducción legislativa de la jornada
laboral a 10 horas desde fines del siglo XVIII. Desde comienzos de los años 30 del siglo XIX, esta
lucha se extendió a las grandes masas del proletariado.
La ley de la jornada laboral de 10 horas, extensiva nada más que a las mujeres y los adolescentes,
fue adoptada por el parlamento el 8 de junio de 1847. Sin embargo, en la práctica, muchos
fabricantes hacían caso omiso de ella.- 10.[*]
Hands, manos, significa también obreros. (N. de la Edit.)
[14]
C. MARX
ESTATUTOS GENERALES DE LA ASOCIACION
INTERNACIONAL DE LOS TRABAJADORES
[1]
Considerando:
que la emancipación de la clase obrera debe ser obra de la propia clase obrera;
que la lucha por la emancipación de la clase obrera no es una lucha por
privilegios y monopolios de clase, sino por el establecimiento de derechos y
deberes iguales y por la abolición de todo dominio de clase;
que el sometimiento económico del trabajador a los monopolizadores de los
medios de trabajo, es decir, de las fuentes de vida, es la base de la servidumbre
en todas sus formas, de toda miseria social, degradación intelectual y
dependencia política;
que la emancipación económica de la clase obrera es, por lo tanto, el gran fin al
que todo movimiento político debe ser subordinado como medio;
que todos los esfuerzos dirigidos a este fin han fracasado hasta ahora por falta de
solidaridad entre los obreros de las diferentes ramas del trabajo en cada país y
de una unión fraternal entre las clases obreras de los diversos países;
que la emancipación del trabajo no es un problema nacional o local, sino un
problema social que comprende a todos los países en los que existe la sociedad
moderna y necesita para su solución el concurso práctico y teórico de los países
más avanzados;
que el movimiento que acaba de renacer de la clase obrera de los países más
industriales de Europa, a la vez que despierta [15] nuevas esperanzas, da una
solemne advertencia para no recaer en los viejos errores y combinar
inmeditamente los movimientos todavía aislados;
Por todas estas razones ha sido fundada la Asociación Internacional de los
Trabajadores.
Y declara:
que todas las sociedades y todos los individuos que se adhieran a ella
reconocerán la verdad, la justicia y la moral como base de sus relaciones
recíprocas y de su conducta hacia todos los hombres, sin distinción de color, de
creencias o de nacionalidad.
No más deberes sin derechos, no más derechos sin deberes.
En este espíritu han sido redactados los siguientes Estatutos:
1.- La Asociación es establecida para crear un centro de comunicación y de
cooperación entre las sociedades obreras de los diferentes países y que aspiren a
un mismo fin, a saber: la defensa, el progreso y la completa emancipación de la
clase obrera.
2.- El nombre de esta asociación será «Asociación Internacional de los
Trabajadores».
3.- Todos los años tendrá lugar un Congreso obrero general, integrado por los
delegados de las secciones de la Asociación. Este Congreso proclamará las
aspiraciones comunes de la clase obrera, tomará las medidas necesarias para el
éxito de las actividades de la Asociación Internacional y elegirá su Consejo
General.
4.- Cada Congreso fijará la fecha y el sitio de reunión del Congreso siguiente. Los
delegados se reunirán en el lugar y día designados, sin que sea precisa una
convocatoria especial. En caso de necesidad, el Consejo General podrá cambiar
el lugar del Congreso, sin aplazar, sin embargo, su fecha. Cada año, el Congreso
reunido fijará la residencia del Consejo General y nombrará sus miembros. El
Consejo General elegido de este modo tendrá el derecho de adjuntarse nuevos
miembros.
En cada Congreso anual, el Consejo General hará un informe público de sus
actividades durante el año transcurrido. En caso de urgencia podrá convocar el
Congreso antes del término anual establecido.
5.- El Consejo General se compondrá de trabajadores pertenecientes a las
diferentes naciones representadas en la Asociación Internacional. Escogerá de su
seno los miembros necesarios para la gestión de sus asuntos, como un tesorero,
un secretario general, secretarios correspondientes para los diferentes países,
etc.
6.- El Consejo General funcionará como agencia de enlace internacional entre los
diferentes grupos nacionales y locales de la Asociación, con el fin de que los
obreros de cada país estén constantemente al corriente de los movimientos de su
clase en [16] los demás países; de que se haga simultáneamente y bajo una
misma dirección una encuesta sobre las condiciones sociales en los diferentes
países de Europa; de que las cuestiones de interés general propuestas por una
sociedad sean examinadas por todas las demás y de que, una vez reclamada la
acción inmediata, como en el caso de conflictos internacionales, todas las
sociedades de la Asociación puedan obrar simultáneamente y de una manera
uniforme. Si el Consejo General lo juzga oportuno, tomará la iniciativa de las
proposiciones a someter a las sociedades nacionales y locales. Para facilitar sus
relaciones, publicará informes periódicos.
7.- Puesto que el éxito del movimiento obrero en cada país no puede ser
asegurado más que por la fuerza resultante de la unión y de la organización, y
que, por otra parte, la utilidad del Consejo General será mayor si en lugar de
tratar con una multitud de pequeñas sociedades locales, aisladas unas de otras,
tratará con unos pocos centros nacionales de las sociedades obreras, los
miembros de la Asociación Internacional deberán hacer todo lo posible por
reunir a las sociedades obreras, todavía aisladas, de sus países respectivos, en
organizaciones nacionales representadas por órganos centrales de carácter
nacional. Es claro que la aplicación de este artículo está subordinada a las leyes
particulares de cada país, y que, prescindiendo de los obstáculos legales, toda
sociedad local independiente tendrá el derecho de corresponder directamente
con el Consejo General [*].
8.- Cada sección tendrá derecho a nombrar su secretario correspondiente para
sus relaciones con el Consejo General.
9.- Todo el que adopte y defienda los principios de la Asociación Internacional de
los Trabajadores, puede ser recibido en ella como miembro. Cada sección es
responsable de la probidad de los miembros admitidos por ella.
10.- Todo miembro de la Asociación Internacional recibirá, al cambiar su
domicilio de un país a otro, el apoyo fraternal de los trabajadores asociados.
11.- A pesar de estar unidas por un lazo indisoluble de fraternal cooperación,
todas las sociedades obreras adheridas a la Asociación Internacional conservarán
intacta su actual organización.
12.- La revisión de los presentes Estatutos puede ser hecha en cada Congreso, a
condición de que los dos tercios de los delegados presentes estén de acuerdo
con dicha revisión.
[17]
13.- Todo lo que no está previsto en los presentes Estatutos, será determinado por
reglamentos especiales que cada Congreso podrá revisar.
256, High Holborn, Londres, Western Central, 24 de octubre de 1871.
Publicado como folletos aparte Se publica de acuerdo con el texto
en inglés y francés en noviembre de la edición inglesa de 1871.
y diciembre de 1871, y en alemán en febrero de 1872. Traducido del inglés.
NOTAS
[1]
7. Los Estatutos Generales fueron aprobados en setiembre de 1871 en la Conferencia de la
Asociación Internacional de los Trabajadores celebrada en Londres. Para su redacción se tomaron
como base los Estatutos provisionales escritos por Marx en 1864, al ser fundada la I Internacional
(véase la nota 1). En septiembre de 1872, en el Congreso de La Haya, fue adoptada una
resolución, escrita por Marx y Engels, acerca de la inclusión en los Estatutos, después del artículo
7, de un artículo suplementario, el 7-a, en el que se resumía el contenido de la IX resolución
adoptada en la Conferencia de Londres (1871) consagrada a la acción política de la clase obrera
(véase el presente tomo, pág. 286, nota). Véase la resolución del Congreso de La Haya acerca de
la inclusión del artículo 7-a en los Estatutos en el presente tomo, págs. 309-310.- 14
[*] Después del artículo 7 por decisión del Congreso de la Internacional, que se celebró en La
Haya en septiembre de 1872, se incluyó el artículo 7-A:
«En su lucha contra el poder colectivo de las clases poseedoras, el proletariado no puede actuar
como clase sino constituyéndose él mismo en partido político propio y opuesto a todos los
antiguos partidos formados por las clases poseedoras.
Esta constitución del proletariado en partido político es indispensable para asegurar el triunfo de
la revolución social y el logro de su fin supremo: la abolición de las clases.
La coalición de las fuerzas obreras, obtenida ya por medio de la lucha económica, debe servir
también de palanca en manos de esta clase en su lucha contra el poder político de sus
explotadores.
Por cuanto los señores de la tierra y del capital se sirven siempre de sus privilegios políticos para
defender y perpetuar sus monopolios económicos y sojuzgar el trabajo, la conquista del poder
político pasa a ser el gran deber del proletariado».
[18]
C. MARX
A ABRAHAM LINCOLN, PRESIDENTE DE LOS
ESTADOS UNIDOS DE AMERICA
[1]
Muy señor mío:
Saludamos al pueblo americano con motivo de la reelección de Ud. por una gran
mayoría.
Si bien la consigna moderada de su primera elección era la resistencia frente al
poderío de los esclavistas, el triunfante grito de guerra de su reelección es:
¡muera el esclavismo!
Desde el comienzo de la titánica batalla en América, los obreros de Europa han
sentido instintivamente que los destinos de su clase estaban ligados a la bandera
estrellada. ¿Acaso la lucha por los territorios que dio comienzo a esta dura
epopeya no debía decidir si el suelo virgen de los infinitos espacios sería
ofrecido al trabajo del colono o deshonrado por el paso del capataz de esclavos?
Cuando la oligarquía de 300.000 esclavistas se abrevió por vez primera en los
anales del mundo a escribir la palabara «esclavitud» en la bandera de una
rebelión armada, cuando en los mismos lugares en que había nacido por primera
vez, hace cerca de cien años, la idea de una gran República Democrática, en que
había sido proclamada la primera Declaración de los Derechos del Hombre [2] y
se había dado el primer impulso a la revolución europea del siglo XVIII, cuando,
en esos mismos lugares, la contrarrevolución se vanagloriaba con invariable
perseverancia de haber acabado con las «ideas reinantes en los tiempos de la
creación [19] de la constitución precedente», declarando que «la esclavitud era
una institución caritativa, la única solución, en realidad, del gran problema de las
relaciones entre el capital y el trabajo», y proclamaba cínicamente el derecho de
propiedad sobre el hombre «piedra angular del nuevo edificio», la clase
trabajadora de Europa comprendió de golpe, ya antes de que la intercesión
fanática de las clases superiores en favor de los aristócratas confederados le
sirviese de siniestra advertencia, que la rebelión de los esclavistas sonaría como
rebato para la cruzada general de la propiedad contra el trabajo y que los
destinos de los trabajadores, sus esperanzas en el porvenir e incluso sus
conquistas pasadas se ponían en tela de juicio en esa grandiosa guerra del otro
lado del Atlántico. Por eso la clase obrera soportó por doquier pacientemente las
privaciones a que le había condenado la crisis del algodón [3], se opuso con
entusiasmo a la intervención en favor del esclavismo que reclamaban
enérgicamente los potentados, y en la mayoría de los píses de Europa derramó su
parte de sangre por la causa justa.
Mientras los trabajadores, la auténtica fuerza palítica del Norte, permitían a la
esclavitud denigrar su propia república, mientras ante el negro, al que
compraban y vendían, sin preguntar su asenso, se pavoneaban del alto privilegio
que tenía el obrero blanco de poder venderse a sí mismo y de elegirse el amo, no
estaban en condiciones de lograr la verdadera libertad del trabajo ni de prestar
apoyo a sus hermanos europeos en la lucha por la emancipación; pero ese
obstáculo en el camino del progreso ha sido barrido por la marea sangrienta de
la guerra civil [4].
Los obreros de Europa tienen la firme convicción de que, del mismo modo que la
guerra de la Independencia [5] en América ha dado comienzo a una nueva era de
la dominación de la burguesía, la guerra americana contra el esclavismo
inaugurará la era de la dominación de la clase obrera. Ellos ven el presagio de
esa época venidera en que a Abraham Lincoln, hijo honrado de la clase obrera, le
ha tocado la misión de llevar a su país a través de los combates sin precedente
por la liberación de una raza esclavizada y la transformación del régimen social.
Se publica de acuerdo con el texto del periódico.
Escrito por C. Marx entre el 22 y el 29 de noviembre de 1864.
Publicado en "The Bee-Hive Traducido del inglés.
Newspaper", núm. 169, del 7
de enero de 1865.
NOTAS
[1]
8. El "Mensaje" de la Asociación Internacional de Trabajadores a A. Lincoln, Presidente de los
EE.UU., con motivo de su segunda elección al cargo de Presidente, fue escrito por Marx de
acuerdo con la decisión del Consejo General. En el momento más álgido de la guerra civil de los
EE.UU., este "Mensaje" tuvo mucha significación.- 18
[2] 9. Trátase de la "Declaración de la independencia" adoptada el 4 de julio de 1776, en el
Congreso de Filadelfia, por los delegados de 13 colonias inglesas en América del Norte. Se
proclama en ella que las colonias norteamericanas se separan de Inglaterra para constituir una
república independiente: los Estados Unidos de América. En dicho documento se formulan
principios democrático-burgueses, como la libertad del individuo, la igualdad de los ciudadanos
ante la ley, la soberanía del pueblo, etc. Sin embargo, la burguesía y los grandes propietarios de
tierras norteamericanos vulneraban desde el comienzo los derechos democráticos proclamados
en la Declaración, apartaban a las masas populares de la participación en la vida política y
conservaron la esclavitud. Los negros, que formaban una parte considerable de la población de la
república, quedaron privados de los derechos humanos elementales.- 18
[3] 10. La crisis del algodón fue provocada por el cese de los envíos de algodón desde América
por causa del bloqueo de los Estados esclavistas meridionales por la flota del Norte durante la
guerra civil. Una gran parte de la industria de tejidos de algodón de Europa estuvo paralizada, lo
cual repercutió gravemente en la situación de los obreros. Pese a todas las privaciones, el
proletariado europeo apoyaba resueltamente a los Estados del Norte.- 19
[4] 4. La guerra civil de Norteamérica (1861-1865) se libró entre los Estados industriales del Norte y
los sublevados Estados esclavistas del Sur. La clase obrera se Inglaterra se opuso a la política de
la burguesía nacional, que apoyaba a los plantadores esclavistas, e impidió con su acción la
intervención de Inglaterra en esa contienda.- 6, 19, 38, 89, 119, 164
[5] 11. La guerra de la Independencia de las colonias norteamericanas de Inglaterra (1775-1783)
contra la dominación inglesa debió su origen a la aspiración de la joven nación burguesa
norteamericana a la independencia y a la supresión de los obstáculos que impedían el desarrollo
del capitalismo. Como resultado de la victoria de los norteamericanos se formó un Estado burgués
independiente: los Estados Unidos de América.- 19, 89, 165.
[20]
C. MARX
SOBRE PROUDHON
(Carta a J. B. Schweitzer) [1]
Londres, 24 de enero de 1865.
Muy señor mío:
Ayer recibí su carta en la que me invita usted a dar un juicio detallado sobre
Proudhon. La falta de tiempo no me permite atender a su deseo. Además, no
tengo a mano ni un solo trabajo de Proudhon. Sin embargo, y en prueba de mi
buena voluntad, he trazado a toda prisa un breve esbozo. Puede usted
completarlo, alargarlo o reducirlo; en una palabra, puede usted hacer con él lo
que mejor le parezca [*]*** [2].
No recuerdo ya cuáles fueron los primeros ensayos de Proudhon. Su trabajo de
escolar sobre "La lengua universal" [3] demuestra la falta de escrúpulo con que
trataba problemas para cuya solución le faltaban los conocimientos más
elementales.
Su primera obra "Qu' est-ce que la propiété?" [*]**** es indudablemente la mejor
de todas. Aunque no por la novedad de su contenido, sí por la forma nueva y
audaz de decir lo viejo, el trabajo marca una época. En las obras de los socialistas
y comunistas franceses conocidas por él, la «propiété» no sólo había sido, como
es natural, criticada desde varios puntos de vista, sino también utópicamente
«abolida». Con este libro, Proudhon se coloca con respecto a Saint-Simon y
Fourier aproximadamente en el mismo [21] plano en que Feuerbach se encuentra
con respecto a Hegel. Comparado con Hegel, Feuerbach es extremadamente
pobre. Sin embargo, después de Hegel señala una época, ya que realza algunos
puntos desagradables para la conciencia cristiana e importantes para el progreso
de la crítica y que Hegel dejó en una mística penumbra.
En esta obra de Proudhon predomina aún, permítaseme la expresión, un estilo de
fuerte musculatura, el cual, a mi juicio, constituye su principal mérito. Se ve que,
incluso en los lugares donde Proudhon se limita a reproducir lo viejo, dicha
reproducción constituye para él un descubrimiento propio; cuanto dice es para él
algo nuevo y lo considera como tal. La audacia provocativa con que ataca el
sancta santorum de la Economía política, las ingeniosas paradojas con que se
burla del sentido común burgués, la crítica demoledora, la ironía mordaz, ese
profundo y sincero sentimiento de indignación que manifiesta de cuando en
cuando contra las infamias del orden existente, su convicción revolucionaria,
todas estas cualidades contribuyeron a que el libro "¿Qué es la propiedad?"
electrizase a los lectores y produjese una gran impresión desde el primer
momento de su salida a la luz. En una historia rigurosamente científica de la
Economía política, dicho libro apenas hubiese merecido los honores de ser
mencionado. Pero, lo mismo que en la literatura, las obras sensacionales de este
género juegan su papel en la ciencia. Tómese, por ejemplo, el libro de la
"Población" de Malthus. En su primera edición no constituyó más que un
«sensational pamphlet», y, por añadidura, un plagio desde la primera hasta la
última línea. Y a pesar de todo, ¡cómo impresionó este libelo contra el género
humano!.
De tener a mano el libro de Proudhon me hubiese sido fácil demostrar con
algunos ejemplos su modalidad inicial. En los párrafos considerados por él mismo
como los más importantes, imita a Kant —el único filósofo alemán que conocía en
aquella época a través de las traducciones— en la manera de tratar las
antinomias, dejándonos la firme impresión de que para él, lo mismo que para
Kant, la solución de las antinomias es algo situado «más allá» de la razón humana,
es decir, algo que para su propio entendimiento permanece en la oscuridad.
A pesar de todo su carácter aparentemente archirrevolucionario, en "¿Qué es la
propiedad?" nos encontramos ya con la contradicción de que Proudhon, de una
parte, critica la sociedad a través del prisma y con los ojos del campesino
parcelario francés (más tarde del petit bourgeois [*]), y de otra, le aplica la escala
que ha tomado prestada a los socialistas.
[22]
El propio título indica ya las deficiencias del libro. El problema había sido
planteado de un modo tan erróneo, que la solución no podía ser acertada. Las
«relaciones de propiedad» de los tiempos antiguos fueron destruidas por las
feudales, y éstas por las «burguesas». Así pues, la propia historia se encargó de
someter a crítica las relaciones de propiedad del pasado. De lo que trata en el
fondo Proudhon es de la moderna propiedad burguesa, tal como existe hoy día. A
la pregunta ¿qué es esa propiedad? sólo se podía contestar con un análisis crítico
de la «Economía política», que abarcase el conjunto de esas relaciones de
propiedad, no en su expresión jurídica, como relaciones volitivas, sino en su forma
real, es decir, como relaciones de producción. Mas como Proudhon vinculaba todo
el conjunto de estas relaciones económicas al concepto jurídico general de
«propiedad», «la propiété» no podía ir más allá de la contestación que ya Brissot
había dado en una obra similar [4], antes de 1789, repitiéndola con las mismas
palabras: «La propiété c'est le vol» [*]*.
En el mejor de los casos, de aquí se puede deducir únicamente que el concepto
jurídico burgués del «robo» es aplicable también a las ganancias «bien habidas»
del propio burgués. Por otro lado, en vista de que el «robo» como violación de la
propiedad, presupone la propiedad, Proudhon se enredó en toda clase de sutiles
razonamientos, oscuros hasta para él mismo, sobre la verdadera propiedad
burguesa.
Durante mi estancia en París, en 1844, trabé conocimiento personal con
Proudhon. Menciono aquí este hecho porque, en cierto grado, soy responsable
de su «sophistication», como llaman los ingleses a la adulteración de las
mercancías. En nuestras largas discusiones, que con frecuencia duraban toda la
noche, le contagié, para gran desgracia suya, el hegelianismo, que por su
desconocimiento del alemán no pudo estudiar a fondo. Después de mi expulsión
de París, el señor Karl Grün continuó lo que yo había iniciado. Como profesor de
filosofía alemana me llevaba la ventaja de no entender una palabra en la materia.
Poco antes de que apareciese su segunda obra importante, "Filosofía de la
miseria", etc., me anunció él mismo su próxima publicación en una carta muy
detallada, donde, entre otras cosas, me decía lo siguiente: «J'attends votre férule
critique» [*]. En efecto, mi crítica cayó muy pronto sobre él (en mi libro «Miseria
de la Filosofía», etc., París, 1847) en tal forma que puso fin para siempre a nuestra
amistad.
Por lo que acabo de decir verá usted que en su libro «Filosofía de la [23] miseria o
Sistema de las contradicciones económicas» Proudhon responde realmente por
vez primera a la pregunta «¿Qué es la propiedad?". De hecho, tan sólo después
de la publicación de su primer libro fue cuando Proudhon inició sus estudios
económicos; y descubrió que a la pregunta que había planteado no se podía
contestar con invectivas, sino únicamente con un análisis de la «Economía política»
moderna. Al mismo tiempo, hizo un intento de exponer dialécticamente el sistema
de las categorías económicas. En lugar de las insolubles «antinomias» de Kant,
ahora tenía que aparecer la «contradicción» hegeliana como medio de desarrollo.
En el libro que escribí como réplica hallará usted la crítica de los dos gruesos
volúmenes de su obra. Allí demuestro entre otras cosas lo poco que ha penetrado
Proudhon en los secretos de la dialéctica científica y hasta qué punto, por otro
lado, comparte las ilusiones de la filosofía especulativa, cuando, en lugar de
considerar las categorías económicas como expresiones teóricas de relaciones de
producción formadas históricamente y correspondientes a una determinada fase de
desarrollo de la producción material, las convierte en un modo absurdo en ideas
eternas, existentes de siempre, y cómo, después de dar este rodeo, retorna al
punto de vista de la Economía burguesa [*]*.
Más adelante demuestro también lo insuficiente que es su conocimiento -a veces
digno de un escolar- de la «Economía política», a cuya crítica se dedica, y cómo,
al igual que los utopistas, corre en pos de una pretendida «ciencia», con ayuda de
la cual se puede elucubrar a priori una fórmula para la «solución del problema
social», en lugar de ir a buscar la fuente de la ciencia en el conomiento crítico del
movimiento histórico, de ese movimiento que crea por sí mismo las condiciones
materiales de la emancipación. Demuestro allí, sobre todo, lo confusas, erróneas e
incompletas que siguen siendo las concepciones de Proudhon sobre el valor de
cambio, base de todas las cosas, y cómo, incluso, ve en la interpretación utópica
de la teoría del valor de Ricardo la base de una nueva ciencia. Mi juicio sobre su
punto de vista general lo resumo en las siguientes palabras:
«Toda relación económica tiene su lado bueno y su lado malo; éste es el único
punto en que el Sr. Proudhon no se ha refutado [24] a sí mismo. En su opinión, el
lado bueno lo exponen los economistas, y el lado malo lo denuncian los
socialistas. De los economistas toma la necesidad de relaciones eternas, y de los
socialistas, esa ilusión que no les permite ver en la miseria nada más que miseria
(en lugar de ver en ella el lado revolucionario destructivo que ha de acabar con la
vieja sociedad [*]). Proudhon está de acuerdo con unos y otros, tratando así de
apoyarse en el prestigio de la ciencia. En él, la ciencia se reduce a las magras
proporciones de una fórmula científica; es un hombre a la caza de fórmulas. De
este modo, el Sr. Proudhon se envanece con la idea de haber sometido a crítica la
Economía política y el comunismo, cuando en realidad está muy por debajo de
los dos. Está por debajo de los economistas, pues se imagina que como filósofo
detentador de una fórmula mágica se halla libre de entrar en detalles puramente
económicos; está por debajo de los socialistas, pues carece de valor y
perspicacia suficiente para situarse, aunque sólo sea especulativamente, por
encima del horizonte intelecual burgués....
Quiere remontarse, como hombre de ciencia, por encima de los burgueses y de
los propietarios, pero no es más que un pequeño burgués que oscila
constantemente entre el capital y el trabajo, entre la Economía política y el
comunismo». [*]*
Por severo que pueda parecer este juicio, suscribo hoy día cada una de sus
palabras. Al mismo tiempo, es preciso tener presente que en la época en que yo
afirmé y demostré teóricamente que el libro de Proudhon era el código del
socialismo del petit bourgeois, los economistas y los socialistas excomulgaban a
Proudhon por ultra-archirrevolucionario. Esta es la razón de que después jamás
haya unido mi voz a la de los que gritaban su «traición» a la revolución. Y no es
culpa suya si, mal comprendido en un principio tanto por los demás como por él
mismo, no ha justificado las inmerecidas esperanzas.
En comparación con "¿Qué es la propiedad?", en la "Philosophie de la misère"
[*]** todos los defectos del modo de exposición proudhoniano resaltan con
particular desventaja. El estilo es a cada paso ampoulè [*]***, como dicen los
franceses. Siempre que le falla la agudeza gala aparece una pomposa jerga
especulativa que pretende ser el estilo filosófico alemán. Dan verdadera grima
sus alabanzas a sí mismo, su tono chillón de pregonero y, sobre todo, los alardes
que hace de una supuesta «ciencia» y toda su cháchara en torno a ella. El sincero
calor que anima su primera obra, aquí, [25] en determinados pasajes, se sustituye
de un modo sistemático por el ardor febril de la declamación. A todo esto viene a
sumarse ese afán impotente y repulsivo por hacer gala de erudición, afán propio
de un autodidacta, cuyo orgullo nato por su pensamiento original e
independiente ya está quebrantado, y que en su calidad de parvenu [*]**** de la
ciencia se considera obligado a presumir de lo que no es y de lo que no tiene. Y,
por añadidura, esa mentalidad de pequeño burgués, que le impulsa a atacar de
un modo indigno, grosero, torpe, superficial y hasta injusto a un hombre como
Cabet —merecedor de respeto por su actividad práctica en el movimiento del
proletariado francés—, mientras extrema su amabilidad, por ejemplo, con
Dunoyer (consejero de Estado, ciertamente), a pesar de que toda la significación
de este Dunoyer se reduce a la cómica seriedad con que en tres gruesos
volúmenes [5], insoportablemente tediosos, predica el rigorismo, caracterizado
por Helvetius en los términos siguientes: «On veut que les malheureux soient
parfaits.» (Se quiere que los desgraciados sean perfectos.)
La revolución de Febrero [6] fue realmente muy inoportuna para Proudhon, pues
tan sólo unas semanas antes había demostrado de un modo irrefutable que «la era
de las revoluciones» había pasado para siempre. Su intervención en la Asamblea
Nacional merece todos los elogios, a pesar de haber puesto de manifiesto lo poco
que comprendía todo lo que estaba ocurriendo [7]. Después de la insurrección de
Junio [8] constituyó un acto de gran valor. Su intervención tuvo, además,
resultados positivos: en el discurso [9] que pronunció para oponerse a las
proposiciones de Proudhon, y que fue editado más tarde en folleto aparte, el Sr.
Thiers demostró a toda Europa cuán mísero e infantil era el catecismo que servía
de pedestal a ese pilar espiritual de la burguesía francesa. Comparado con el Sr.
Thiers, Proudhon adquiría ciertamente las dimensiones de un coloso
antediluviano.
El descubrimiento del «crédit gratuit» y el «banque du peuple», basado en él, son
las últimas «hazañas» económicas de Proudhon. En mi "Contribución a la crítica
de la Economía Política, fasc. I", Berlín, 1859 (págs. 59-64), se demuestra que la
base teórica de sus ideas tiene su origen en el desconocimiento de los principios
elementales de la «Economía política» burguesa, a saber, la relación entre la
mercancía y el dinero, mientras que la superestructura práctica no es más que una
simple reproducción de esquemas mucho más viejos y mejor desarrollados. No
cabe duda y es de por sí evidente que el crédito, como ocurrió en Inglaterra a
principios del siglo XVIII, y como volvió a ocurrir en ese mismo país a principios
del XIX, ha contribuido a que las riquezas pasen [26] de manos de una clase a las
de otra, que, en determinadas condiciones económicas y políticas, puede ser un
factor que acelere la emancipación del proletariado. Pero es una fantasía
genuinamente filistea considerar que el capital que produce interés es la forma
principal del capital y tratar de convertir una aplicación particular del crédito -una
supuesta abolición del interés- en la base de la transformación de la sociedad. En
efecto, esa fantasía ya había sido minuciosamente desarrollada por los portavoces
económicos de la pequeña burguesía inglesa del siglo XVII. La polémica de
Proudhon con Bastiat (1850) sobre el capital que produce interés [10] está muy
por debajo de la "Filosofía de la miseria". Proudhon llega al extremo de ser
derrotado hasta por Bastiat, y entra en un cómico furor cada vez que el adversario
le asesta algún golpe.
Hace unos cuantos años, Proudhon escribió para un concurso organizado, si mal
no recuerdo, por el Gobierno de Lausana, un trabajo sobre "Los impuestos". Aquí
desaparecen por completo los últimos vestigios del genio y no queda más que el
petit bourgeois tout pur [*].
Por lo que respecta a las obras políticas y filosóficas de Proudhon, todas ellas
demuestran el mismo carácter doble y contradictorio que en sus trabajos sobre
Economía. Además, su valor es puramente local; se refieren únicamente a
Francia. Sin embargo, sus ataques contra la religión, la Iglesia, etc. tienen un gran
mérito por haber sido escritos en Francia en una época en que los socialistas
franceses creían oportuno hacer constar que sus sentimientos religiosos les
situaban por encima del volterianismo burgués del siglo XVIII y del ateísmo
alemán del siglo XIX. Si Pedro el Grande había derrotado la barbarie rusa
recurriendo a la barbarie, Proudhon hizo todo lo que pudo para derrotar con la
frase la fraseología francesa.
Su libro sobre el "Coup d'état" [*] no debe ser considerado simplemente como
una obra mala, sino como una verdadera villanía que, por otra parte, corresponde
plenamente a su punto de vista pequeñoburgués. En este libro coquetea con Luis
Bonaparte y trata de hacerle aceptable para los obreros franceses. Otro tanto
ocurre con su última obra contra Polonia [11], en la que, para mayor gloria del
zar, demuestra el cinismo propio de un cretino.
Proudhon ha sido frecuentemente comparado con Rousseau. Nada más erróneo.
Más bien se parece a Nic. Linguet, cuyo libro, "La teoría de las leyes civiles", es,
dicho sea de paso, una obra de talento.
[27]
Proudhon tenía una inclinación natural por la dialéctica. Pero como nunca
comprendió la verdadera dialéctica científica, no pudo ir más allá de la sofística.
En realidad, esto estaba ligado a su punto de vista pequeñoburgués. Al igual que
el historiador Raumer, el pequeño burgués consta de «por una parte» y de «por
otra parte». Como tal se nos aparece en sus intereses económicos, y por
consiguiente, también en su política y en sus concepciones religiosas, científicas y
artísticas. Así se nos aparece en su moral e in everything [*]*. Es la contradicción
personificada. Y si por añadidura es, como Proudhon, una persona de ingenio,
pronto aprenderá a hacer juegos de manos con sus propias contradicciones y a
convertirlas, según las circunstancias, en paradojas inesperadas, espectaculares,
ora escandalosas, ora brillantes. El charlatanismo en la ciencia y la
contemporización en la política son compañeros inseparables de semejante punto
de vista. A tales individuos no les queda más que un acicate: la vanidad; como
todos los vanidosos, sólo les preocupa el éxito momentáneo, la sensación. Y aquí
es donde se pierde indefectiblemente ese tacto moral que siempre preservó a un
Rousseau, por ejemplo, de todo compromiso, siquiera fuese aparente, con los
poderes existentes.
Tal vez la posteridad distinga este reciente período de la historia de Francia
diciendo que Luis Bonaparte fue su Napoleón y Proudhon su Rousseau-Voltaire.
Ahora hago recaer sobre usted toda la responsabilidad por haberme impuesto
tan pronto después de la muerte de este hombre el papel de juez póstumo.
Sinceramente suyo
Karl Marx
Se publica de acuerdo con el texto del periódico.
Escrito por K. Marx el 24 de enero de 1865.
Publicado en el "Social-Demokrat", Traducido del alemán.en los núms. 16, 17 y 18
del 1, 3 y 5 de febrero de 1865.
NOTAS
[1]
12. Con motivo de la muerte de Proudhon, Marx escribió el artículo "Sobre Proudhon" a petición
de Schweitzer, redactor del periódico "Social-Demokrat". Como si hiciese un resumen de la crítica
de las concepciones filosóficas, económicas y políticas de Proudhon, expuesta en los trabajos
"Miseria de la Filosofía" y otros, Marx pone al descubierto todo lo insostenible que es la ideología
del proudhonismo. Al referirse a los proyectos prácticos de Proudhon de «solución de la cuestión
social», Marx somete a una crítica demoledora la idea de Proudhon acerca del «crédito gratuito» y
la del «banco del pueblo» basado en el primero, esa, según expresión de Marx, «fantasía
genuinamente pequeñoburguesa», de la que hace tanta propaganda la escuela de Proudhon. Marx
califica a Proudhon de típico ideólogo de la pequeña burguesía.- 20
[**]** Hemos considerado lo más oportuno publicar la carta sin cualquier cambios. (Nota de la
Redacción del periódico «Social-Demokrat».)
[2] 13. El "Social-Demokrat" («Socialdemócrata») era órgano de la lassalleana Asociación General
de Obreros Alemanes. Con ese título, el periódico se publicó en Berlín desde el 15 de diciembre
de 1864 hasta el año de 1871; en el período de 1864 a 1867 su redactor fue J. B. Schweitzer.- 20, 43
[3] 14. Alusión al trabajo de Proudhon "Essai de grammaire générale" («Ensayo de gramática
general») insertado en el libro: Bergier. "Les éléments primitifs des langues". Besançon, 1837.- 20
[**]*** ¿Qué es la propiedad? (N. de la Edit.)
[*] Pequeño burgués. (N. de la Edit.)
[4] 15. Trátase del trabajo de J. P. Brissot de Warville "Recherches philosophiques. Sur le droit de
propiété et sur le vol, considérés dans la nature et dans la société" («Investigaciones filosóficas.
Del derecho de propiedad y del robo, considerados en la naturaleza y en la sociedad»).- 22
[**] «La propiedad es un robo». (N. de la Edit.)
[*] «Espero la férula de su crítica». (N. de la Edit.)
[**] "Al decir que las actuales relaciones —las de la producción burguesa— son unas relaciones
naturales, los economistas dan a entender que se trata precisamente de unas relaciones bajo las
cuales la creación de la riqueza y el desarrollo de las fuerzas productivas se producen de acuerdo
con las leyes de la naturaleza. Por consiguiente, estas relaciones son en sí leyes naturales,
independientes de la influencia del tiempo. Son leyes eternas que deben regir siempre la
sociedad. De este modo, hasta ahora ha habido historia, pero ahora ya no la hay» (pág. 113 de mi
libro).
[*] La frase entre paréntesis está añadida por Marx en el presente artículo. (N. de la Edit.)
[**] Lugar citado, págs. 119 y 120.
[***] "Filosofía de la miseria" (N. de la Edit.)
[****] Ampuloso. (N. de la Edit.)
[*****] Advenedizo. (N. de la Edit.)
[5] 16. Ch. Dunoyer. "De la liberté du travail, ou Simple exposé des conditions dans lesquelles les
forces humaines s'exercent avec le plus de puissance" («De la libertad del trabajo o Simple
exposición de las condiciones en que las fuerzas humanas se manifiestan con la mayor eficacia»).
T. I-III, París, 1845.- 25
[6] 17. Trátase de la revolución de Febrero de 1848 en Francia.- 25
[7] 18. Se alude al discurso de Proudhon pronunciado el 31 de julio de 1848 en la Asamblea
Nacional de Francia. Tras de hacer varias propuestas concebidas en el espíritu de las doctrinas
utópicas pequeñoburguesas (crédito gratuito, etc.), Proudhon calificó de violencia y arbitrariedad
las represiones emprendidas por las autoridades contra los participantes en la insurrección
proletaria de París el 23-26 de junio de 1848.- 25.
[8] 19. La insurrección de Junio, heroica insurrección de los obreros de París el 23-26 de junio de
1848, reprimida con inaudita crueldad por la burguesía francesa, fue la primera gran guerra civil
entre el proletariado y la burguesía.- 25, 172, 190, 212, 219, 331
[9] 20. Trátase del discurso de Thiers pronunciado el 26 de julio de 1848 contra las propuestas de
Proudhon presentadas a la comisión financiera de la Asamblea Nacional de Francia.- 25
[10] 21. "Gratuité du crédit. Discussion entre M. Fr. Bastiat et M. Proudhon" («Crédito gratuito.
Discusión entre el señor Fr. Bastiat y el señor Proudhon»). París, 1850.- 26
[*] Pequeño burgués puro y simple. (N. de la Edit.)
[*] Golpe de Estado. (N. de la Edit.)
[11] 22. P. J. Proudhon. "Si les traités de 1815 ont cessé d'exister? Actes du futur congrès" («¿Han
dejado de regir los tratados de 1815? Actas del futuro congreso».). París, 1863. En esta obra,
Proudhon se opone a la revisión de los acuerdos del Congreso de Viena sobre Polonia y a que la
democracia europea apoye el movimiento de liberación nacional de Polonia, justificando de esta
manera la política opresora aplicada por el zarismo ruso.- 26
[**] En todo. (N. de la Edit.)
28]
C. MARX
SALARIO, PRECIO Y GANANCIA
[1]
ÍNDICE
Observaciones preliminares
1. Producción y salarios
2. Producción, salarios, ganancias
3. Salarios y precios
4. Oferta y demanda
5. Salarios y precios
6. Valor y trabajo
7. La fuerza de trabajo
8. La producción de la plusvalía
9. El valor del trabajo
10. Se obtiene ganancia vendiendo una mercancía por su
valor
11. Las diversas partes en que se divide la plusvalía
12. Relación general entre ganancias, salarios y precios
13. Casos principales de lucha por la subida de salarios o
contra su reducción
14. La lucha entre el capital y el trabajo, y sus resultados
28
29
31
38
42
44
46
54
56
58
60
61
63
65
71
OBSERVACIONES PRELIMINARES
¡Ciudadanos!
Antes de que entre en el tema, permitidme hacer algunas observaciones
preliminares.
En el continente reina ahora una verdadera epidemia de huelgas y se alza un
clamor general pidiendo aumento de salarios. El problema ha de plantearse en
nuestro Congreso [2]. Vosotros, como dirigentes de la Asociación Internacional,
debéis tener un criterio firme ante este problema fundamental. Por eso, me he
creído en el deber de tratar a fondo la cuestión, aun a riesgo de someter vuestra
paciencia a una dura prueba.
Debo hacer otra observación previa con respecto al ciudadano Weston. Este
ciudadano, creyendo actuar en interés de la clase obrera, ha desarrollado ante
vosotros, y además ha defendido, públicamente, opiniones que él sabe son
profundamente impopulares entre la clase obrera. Esta prueba de valentía moral
debe merecer el alto aprecio de todos nosotros. Confío en que, a pesar del estilo
tosco de mi conferencia, el ciudadano Weston verá al final de ella que coincido
con la acertada idea que, a mi modo de ver, sirve de base a sus tesis, a las que,
sin embargo, en su forma actual, no puedo por menos de juzgar como
teóricamente falsas y prácticamente peligrosas.
Con esto paso directamente a la cuestión que nos ocupa.
[29]
NOTAS
[1] 23. El presente trabajo es el texto del informe presentado por Marx en las reuniones del
Consejo General de junio de 1865. Marx expone aquí públicamente por primera vez las bases de
su teoría de la plusvalía. Dirigido explícitamente contra las concepciones erróneas de Weston,
miembro de la Internacional, que afirmaba que el aumento de los salarios no podía mejorar la
situación de los obreros y que había que reconocer perniciosa la actividad de las tradeuniones, el
informe asesta, a la vez, un golpe a los proudhonistas y a los lassalleanos, los cuales mantienen
una actitud negativa hacia la lucha económica de los obreros y hacia los sindicatos. Marx se opone
resueltamente a la prédica de la pasividad y la resignación de los proletarios ante la explotación
capitalista, argumenta teóricamente el papel y la significación de la lucha económica de los
obreros y subraya la necesidad de subordinarla a la meta final del proletariado: la supresión del
sistema de trabajo asalariado. El texto del informe se ha conservado en manuscrito, fue publicado
por vez primera en Londres (1898) por la hija de Marx, Eleanor, con el título "Value, price and
profit" («Valor, precio y ganancia») con un prefacio de E. Eveling, que puso los títulos a la
introducción y a los seis primeros capítulos del manuscrito, ya que no los tenían. En la presente
edición se conservan todos ellos excepto el general.- 28.
[2] 24. En lugar del Congreso de Bruselas, previsto en los "Estatutos provisionales" se convocó la
Conferencia preliminar en Londres. (véase la nota 40).- 28.
1. PRODUCCION Y SALARIOS
El argumento del ciudadano Weston se basa, en realidad, en dos premisas:
1) que el volumen de la producción nacional es una cosa fija, una cantidad o
magnitud, como dirían los matemáticos, constante;
2) que la suma de los salarios reales, es decir, medidos por la cantidad de
mercancías que puede ser comprada con ellos, es también una suma fija, una
magnitud constante.
Pues bien, su primer aserto es evidentemente erróneo. Veréis que el valor y el
volumen de la producción aumentan de año en año, que las fuerzas productivas
del trabajo nacional crecen y que la cantidad de dinero necesaria para poner en
circulación esta producción creciente varía sin cesar. Lo que es cierto al final de
cada año y respecto a distintos años comparados entre sí, lo es también respecto
a cada día medio del año. El volumen o la magnitud de la producción nacional
varía continuamente. No es una magnitud constante, sino variable, y no tiene más
remedio que serlo, aun prescindiendo de las fluctuaciones de la población, por
los continuos cambios que se operan en la acumulación de capital y en las fuerzas
productivas del trabajo. Es completamente cierto que Si hoy se implantase un
aumento en el tipo general de salario, este aumento, por sí solo, cualesquiera que
fuesen sus resultados ulteriores, no haría cambiar inmediatamente el volumen de
la producción. En un principio tendría que arrancar del estado de cosas existente.
Y si la producción nacional, antes de la subida de salarios, era variable y no fija, lo
seguiría siendo también después de la subida.
Pero, admitamos que el volumen de la producción nacional fuese constante y no
variable. Aun en este caso, lo que nuestro amigo Weston cree una conclusión
lógica, seguiría siendo una afirmación gratuita. Si tomo un determinado número,
digamos 8, los límites absolutos de esta cifra no impiden que varíen los límites
relativos de sus componentes. Supongamos que la ganancia fuese igual a 6 y los
salarios iguales a 2: los salarios podrían aumentar hasta 6 y la ganancia
descender hasta 2, pero la cifra total seguiría siendo 8. Así pues, el volumen fijo
de la producción no llegará jamás a probar la suma fija de los salarios. ¿Cómo
prueba, pues, nuestro amigo Weston esa fijeza? Sencillamente, afirmándola.
Pero, aunque diésemos por buena su afirmación, ésta tendría efecto en los dos
sentidos, y él sólo quiere que valga en uno. Si el volumen de los salarios
representa una magnitud constante, no se le podrá aumentar ni disminuir. Por
tanto, si los obreros obran neciamente cuando imponen un aumento temporal de
salarios, no menos neciamente obrarían los capitalistas al imponer una rebaja
[30] transitoria de jornales. Nuestro amigo Weston no niega que, en ciertas
circunstancias, los obreros pueden imponer un aumento de salarios; pero, como
según él la suma de salarios es fija por ley natural, este aumento provocaría
necesariamente una reacción. El sabe también, por otra parte, que los capitalistas
pueden imponer una rebaja de salarios, y la verdad es que lo intentan
continuamente. Según el principio de la constancia de los salarios, en este caso
debería seguir una reacción, exactamente lo mismo que en el caso anterior. Por
tanto, los obreros obrarían acertadamente reaccionando contra las rebajas de los
salarios o los intentos de ellas. Obrarían, por tanto, acertadamente al arrancar
aumentos de salarios, pues toda reacción contra una rebaja de salarios es una
acción por su aumento. Por consiguiente, según el principio de la constancia de
los salarios, que sostiene el mismo ciudadano Weston, los obreros deben, en
ciertas circunstancias, unirse y luchar por el aumento de sus jornales.
Para negar esta conclusión, tendría que renunciar a la premisa de la cual arranca.
No debe decir que el volumen de los salarios es una magnitud constante, sino que,
aunque no puede ni debe aumentar, puede y debe disminuir siempre que al
capital le plazca rebajarlo. Si al capitalista le place alimentaros con patatas en vez
de daros carne, y con avena en vez de trigo, debéis aceptar su voluntad como una
ley de la Economía política y someteros a ella. Si en un país, por ejemplo en los
Estados Unidos, los tipos de salarios son más altos que en otro, por ejemplo en
Inglaterra, debéis explicaros esta diferencia como una diferencia entre la
voluntad del capitalista norteamericano y la del capitalista inglés; método este
que, ciertamente, simplificaría mucho, no ya el estudio de los fenómenos
económicos, sino el de todos ]os demás fenómenos.
Pero, aun así, habría que preguntarse: ¿por qué la voluntad del capitalista
norteamericano difiere de la del capitalista inglés? Y, para poder contestar a esta
pregunta, no tendríamos más remedio que traspasar los dominios de la voluntad.
Un cura podría decirme que Dios en Francia quiere una cosa y en Inglaterra otra.
Y si le apremio a que me explique esa doble voluntad, podría tener el descaro de
contestarme que está en los designios de Dios tener una voluntad en Francia y
otra distinta en Inglaterra. Pero, seguramente, nuestro amigo Weston nunca
convertirá en argumento esta negación completa de todo raciocinio.
Indudablemente, la voluntad del capitalista consiste en embolsarse lo más que
pueda. Y lo que hay que hacer no es discurrir acerca de lo que quiere, sino
investigar su poder, los límites de este poder y el carácter de estos límites.
[31]
2. PRODUCCION, SALARIOS, GANANCIAS
La conferencia que nos ha dado el ciudadano Weston podría haberse comprimido
hasta caber en una cáscara de nuez.
Toda su argumentación se redujo a lo siguiente: si la clase obrera obliga a la
clase capitalista a pagarle, en forma de salario en dinero, cinco chelines en vez
de cuatro, el capitalista le devolverá en forma de mercancías el valor de cuatro
chelines en vez del valor de cinco. La clase obrera tendrá que pagar ahora cinco
chelines por lo que antes de la subida de salarios le costaba cuatro. ¿Y por qué
ocurre esto? ¿Por qué el capitalista sólo entrega el valor de cuatro chelines por
cinco chelines? Porque la suma de los salarios es fija. Pero, ¿por qué se cifra
precisamente en cuatro chelines de valor en mercancías? ¿Por qué no se cifra en
tres o en dos, o en otra suma cualquiera? Si el límite de la suma de los salarios
está fijado por una ley económica, independiente tanto de la voluntad del
capitalista como de la del obrero, lo primero que hubiera debido hacer el
ciudadano Weston era exponer y demostrar esta ley. Hubiera debido demostrar,
además, que la suma de salarios que se abona realmente en cada momento dado
coincide siempre exactamente con la suma necesaria de los salarios, sin
desviarse jamás de ella. En cambio, si el límite dado de la suma de salarios
depende de la simple voluntad del capitalista o de los límites de su codicia,
trátase de un límite arbitrario, que no encierra nada de necesario, que puede
variar a voluntad del capitalista y que puede también, por tanto, hacerse variar
contra su voluntad.
El ciudadano Weston ilustró su teoría diciéndonos que si una sopera contiene una
determinada cantidad de sopa, destinada a determinado número de personas, la
cantidad de sopa no aumentará porque aumente el tamaño de las cucharas. Me
permitirá que encuentre este ejemplo poco sustancioso. Me recuerda en cierto
modo la comparación de que se valió Menenio Agripa. Cuando los plebeyos
romanos se pusieron en huelga contra los patricios, el patricio Agripa les contó
que el estómago patricio alimentaba a los miembros plebeyos del cuerpo
político. Lo que no consiguió Agripa fue demostrar que puedan alimentarse los
miembros de un hombre llenando el estómago de otro. El ciudadano Weston, a su
vez, se olvida de que la sopera de la que comen los obreros contiene todo el
producto del trabajo nacional y que lo que les impide sacar de ella una ración
mayor no es la pequeñez de la sopera ni la escasez de su contenido, sino
sencillamente el reducido tamaño de sus cucharas.
¿Qué artimaña permite al capitalista devolver un valor de cuatro chelines por
cinco? La subida de los precios de las [32] mercancías que vende. Ahora bien; la
subida de los precios o, dicho en términos más generales, las variaciones de los
precios de las mercancías, y los precios mismos de éstas, ¿dependen acaso de la
simple voluntad del capitalista o, por el contrario, tienen que darse ciertas
circunstancias para que prevalezca esa voluntad? Si no ocurriese esto último, las
alzas y bajas, las oscilaciones incesantes de los precios del mercado serían un
enigma indescifrable.
Si admitimos que no se ha operado en absoluto ningún cambio, ni en las fuerzas
productivas del trabajo, ni en el volumen del capital y trabajo invertidos, ni en el
valor del dinero en que se empresa el valor de los productos, sino que ha
cambiado tan sólo el tipo de salarios, ¿cómo puede esta alza de salarios influir en
los precios de las mercancías? Solamente influyendo en la proporción existente
entre la oferta y la demanda de ellas.
Es absolutamente cierto que la clase obrera, considerada en conjunto, invierte y
tiene forzosamente que invertir sus ingresos en artículos de primera necesidad.
Una subida general del tipo de salarios determinaría, por tanto, un aumento en la
demanda de estos artículos de primera necesidad y provocaría, con ello, un
aumento de sus precios en el mercado. Los capitalistas que producen estos
artículos de primera necesidad se resarcirían del aumento de salarios con el alza
de los precios de sus mercancías. Pero. ¿qué ocurriría con los demás capitalistas,
que no producen artículos de primera necesidad? Y no creáis que éstos son
pocos. Si tenéis en cuenta que dos terceras partes de la producción nacional son
consumidas por una quinta parte de la población —un diputado de la Cámara de
los Comunes afirmó hace poco que estos consumidores formaban sólo la séptima
parte de la población— podréis imaginaros qué parte tan enorme de la
producción nacional se destina a artículos de lujo o se cambia por ellos y qué
cantidad tan inmensa de artículos de primera necesidad se derrocha en lacayos,
caballos, gatos, etc., derroche que, según nos enseña la experiencia, disminuye
siempre considerablemente al aumentar los precios de los artículos de primera
necesidad.
Pues bien, ¿cuál sería la situación de estos capitalistas que no producen artículos
de primera necesidad? Estos capitalistas no podrían resarcirse de la baja de su
cuota de ganancia, efecto de una subida general de salarios, elevando los precios
de sus mercancías, puesto que la demanda de éstas no aumentaría. Sus ingresos
disminuirían, y de estos ingresos mermados tendrían que pagar más por la misma
cantidad de artículos de primera necesidad que subieron de precio. Pero la cosa
no pararía aquí. Como sus ingresos habrían disminuido, ya no podrían gastar
tanto en artículos de lujo, con lo cual descendería también la demanda mutua de
sus respectivas mercancías. Y, a consecuencia de esta [33] disminución de la
demanda, bajarían los precios de sus mercancías. Por tanto, en estas ramas
industriales, la cuota de ganancia no sólo descendería en simple proporción al
aumento general del tipo de los salarios, sino que este descenso sería
proporcionado a la acción conjunta de la subida general de salarios, del aumento
de precios de los artículos de primera necesidad y de la baja de precios de los
artículos de lujo.
¿Cuál sería la consecuencia de esta diversidad en cuanto a las cuotas de ganancia
de los capitales colocados en las diferentes ramas de la industria? La misma
consecuencia que se produce siempre que, por la razón que sea, se dan
diferencias en las cuotas medias de ganancia de las diversas ramas de
producción. El capital y el trabajo se desplazarían de las ramas menos rentables a
las más rentables; y este proceso de desplazamiento duraría hasta que la oferta
de una rama industrial aumentase proporcionalmente a la mayor demanda y en
las demás ramas industriales disminuyese conforme a la menor demanda. Una vez
operado este cambio, la cuota general de ganancia volvería a nivelarse en las
diferentes ramas de la industria. Como todo el trastorno obedecía en un principio
a un simple cambio en cuanto a la relación entre la oferta y la demanda de
diversas mercancías, al cesar la causa cesarían también los efectos, y los precios
volverían a su antiguo nivel y recobrarían su antiguo equilibrio. La baja de la
cuota de ganancia por efecto de los aumentos de salarios, en vez de limitarse a
unas cuantas ramas industriales, se generalizaría. Según el supuesto de que
partimos, no se introduciría ningún cambio ni en las fuerzas productivas del
trabajo ni en el volumen global de la producción, sino que el volumen de
producción dado se limitaría a cambiar de forma. Ahora, estaría representada por
artículos de primera necesidad una parte mayor del volumen de producción y
sería menor la parte integrada por los artículos de lujo, o, lo que es lo mismo,
disminuiría la parte destinada a cambiarse por mercancías de lujo importadas del
extranjero y aumentaría la parte consumida en su forma natural; o, lo que también
resulta lo mismo, una parte mayor de la producción nacional se cambiaría por
artículos de primera necesidad importados, en vez de cambiarse por artículos de
lujo. Por tanto, después de trastornar temporalmente los precios del mercado, la
subida general del tipo de salarios sólo conduciría a una baja general de la cuota
de ganancia, sin introducir ningún cambio permanente en los precios de las
mercancías.
Y si se me dice que en la anterior argumentación doy por supuesto que todo el
incremento de los salarios se invierte en artículos de primera necesidad,
replicaré que parto del supuesto más favorable para el punto de vista del
ciudadano Weston. Si el [34] incremento de los salarios se invirtiese en objetos
que antes no entraban en el consumo de los obreros, no sería necesario pararse a
demostrar que su poder adquisitivo había experimentado un aumento real. Pero,
como no es más que la consecuencia de la subida de los salarios, este aumento
del poder adquisitivo del obrero tiene que corresponder exactamente a la
disminución del poder adquisitivo de los capitalistas. Es decir, que la demanda
global de mercancías no aumentaría, sino que cambiarían los elementos
integrantes de esta demanda. El aumento de la demanda de un lado se
compensaría con la disminución de la demanda de otro lado. Por este camino,
como la demanda global permanece invariable, no se operaría ningún cambio en
los precios de mercado de las mercancías.
Os veis, por tanto, situados ante un dilema. Una de dos: o el incremento de los
salarios se invierte por igual en todos los artículos de consumo, en cuyo caso la
expansión de la demanda por parte de la clase obrera tiene que compensarse
con la contracción de la demanda por parte de la clase capitalista; o el
incremento de los salarios solo se invierte en determinados artículos cuyos
precios en el mercado aumentarán temporalmente: en este caso, el alza y la baja
respectiva de la cuota de ganancia en unas y otras ramas industriales provocarán
un cambio en cuanto a la distribución del capital y el trabajo, en tanto la oferta se
acople en unas ramas a la mayor demanda y en otras a la demanda menor. En el
primer supuesto, no se producirá ningún cambio en los precios de las
mercancías. En el segundo, tras algunas oscilaciones de los precios del mercado,
los valores de cambio de las mercancías descenderán a su nivel primitivo. En
ambos casos, tendremos que la subida general del tipo de salarios sólo
conducirá, en fin de cuentas, a una baja general de la cuota de ganancia.
Para espolear vuestra imaginación, el ciudadano Weston os invitaba a pensar en
las dificultades que acarrearía en Inglaterra un alza general de los jornales de los
obreros agrícolas, de nueve a dieciocho chelines. ¡Pensad, exclamaba, en el
enorme aumento de la demanda de artículos de primera necesidad que eso
supondría y, en su consecuencia, la subida espantosa de los precios a que daría
lugar! Pues bien, todos sabéis que los jornales medios de los obreros agrícolas en
Norteamérica son más del doble que los de los obreros agrícolas en Inglaterra, a
pesar de que allí los precios de los productos agrícolas son más bajos que aquí, a
pesar de que en los Estados Unidos reinan las mismas relaciones generales entre
el capital y el trabajo que en Inglaterra y a pesar de que el volumen anual de la
producción norteamericana es mucho más reducido que el de la inglesa. ¿Por
qué, pues, nuestro amigo echa esta campana a rebato? Sencillamente, para
desplazar el [35] verdadero problema. Un aumento repentino de salarios de
nueve a dieciocho chelines, representaría una subida repentina del 100 por 100.
Ahora bien, aquí no discutimos en absoluto si en Inglaterra podría elevarse de
pronto el tipo general de salarios en un 100 por 100. No nos interesa para nada la
cuantía del aumento, que en cada caso concreto depende de las circunstancias y
tiene que adaptarse a ellas. Lo único que nos interesa es investigar en qué efectos
se traduciría un alza general del tipo de salarios, aunque no excediese del uno
por ciento.
Dejando a un lado esta alza fantástica del 100 por 100 del amigo Weston, voy a
encaminar vuestra atención hacia el aumento efectivo de salarios operado en la
Gran Bretaña en la década que va de 1849 a 1859.
Todos conocéis la ley de las diez horas, o mejor dicho, de las diez horas y media,
promulgada en 1848. Fue uno de los mayores cambios económicos que hemos
presenciado. Representaba un aumento súbito y obligatorio de salarios, no ya en
algunas industrias locales, sino en las ramas industriales que van a la cabeza, y
por medio de las cuales Inglaterra domina los mercados del mundo. Era una
subida de salarios que se operaba en circunstancias excepcionalmente
desfavorables. El doctor Ure, el profesor Senior y todos los demás portavoces
oficiales de la burguesía en el campo de la Economía se empeñaron en demostrar,
y debo decir que lo hicieron con razones mucho mas sólidas que nuestro amigo
Weston, que aquello era tocar a muerto por la industria inglesa. Demostraron que
no se trataba de un aumento de salarios puro y simple, sino de un aumento de
salarios provocado por la disminución de la cantidad de trabajo invertido y
basado en ella. Afirmaban que la duodécima hora, que se quería arrebatar al
capitalista, era precisamente la única en que éste obtenía su ganancia.
Amenazaron. con el descenso de la acumulación, la subida de los precios, la
pérdida de mercados, el decrecimiento de la producción, la reacción
consiguiente sobre los salarios y, por último, la ruina. Sostenían que la ley del
máximo [3] dictada por Maximiliano Robespierre era, comparada con aquello,
una pequeñez; y en cierto sentido tenían razón. ¿Y cuál fue, en realidad, el
resultado? Que los salarios en dinero de los obreros fabriles aumentaron a pesar
de haberse reducido la jornada de trabajo, que creció considerablemente el
número de obreros fabriles ocupados, que bajaron constantemente los precios de
sus productos, que se desarrollaron maravillosamente las fuerzas productivas de
su trabajo y se dilataron en proporciones inauditas y cada vez mayores los
mercados para sus artículos. Yo mismo pude escuchar en Manchester, en 1861, en
una asamblea convocada por la Sociedad para el Fomento de la Ciencia, cómo el
señor Newman confesaba que él, el doctor [36] Ure, Senior y todos los demás
representantes oficiales de la ciencia económica se habían equivocado, mientras
que el instinto del pueblo había sabido ver certeramente. Cito aquí a W. Newman
[4] y no al profesor Francis Newman, porque aquél ocupa en la ciencia económica
una posición preeminente como colaborador y editor de la "Historia de los
Precios", de Mr. Thomas Tooke, esta obra magnífica, que estudia la historia de los
precios desde 1793 hasta 1856. Si la idea fija de nuestro amigo Weston acerca del
volumen fijo de los salarios, de un volumen de producción fijo, de un grado fijo
de productividad del trabajo, de una voluntad fija y constante de los capitalistas y
todo lo demás fijo y definitivo en Weston fuesen exactos, el profesor Senior
habría acertado con sus sombrías predicciones, y, en cambio, se habría
equivocado Roberto Owen, que ya en 1816 proclamaba la disminución general de
la jornada de trabajo como el primer paso preparatorio para la emancipación de
la clase obrera [5], implantándola el mismo por su cuenta y riesgo en su fábrica
textil de New Lanark, frente al prejuicio generalizado.
En la misma época en que se implantaba la ley de las diez horas y se producía el
subsiguiente aumento de los salarios, tuvo lugar en la Gran Bretaña, por razones
que no cabe exponer aquí, una subida general de los jornales de los obreros
agrícolas.
Aunque no es necesario para mi objeto inmediato, haré unas indicaciones previas
para no induciros a error.
Si una persona percibe dos chelines de salario a la semana y después éste se le
sube a cuatro chelines, el tipo de salario habrá aumentado en el 100 por 100. Esto,
expresado como aumento del tipo de salario, parecería algo maravilloso, aunque
en realidad la cuantía efectiva del salario, o sea, cuatro chelines a la semana, siga
siendo un mísero salario de hambre. Por tanto, no debéis dejaros fascinar por los
altisonantes tantos por ciento en el tipo de salario, sino preguntar siempre cuál
era la cuantía primitiva del jornal.
Además, comprenderéis que si hay diez obreros que ganan cada uno dos
chelines a la semana, cinco obreros que ganan cinco chelines cada uno y otros
cinco que ganan once, entre los veinte ganarán cien chelines o cinco libras
esterlinas a la semana. Si luego la suma global de estos salarios semanales
aumenta, digamos en un 20 por 100, arrojará una subida de cinco libras a seis.
Fijándonos en el promedio, podríamos decir que, el tipo general de salarios ha
aumentado en un 20 por 100, aunque, en realidad, los salarios de los diez obreros
no varíen y los salarios de uno de los dos grupos de cinco obreros sólo aumenten
de cinco chelines a seis por persona, aumentando la suma de salarios del otro
grupo de cinco obreros de cincuenta y cinco a setenta. Aquí, la mitad de los
obreros no mejoraría absolutamente en nada de [37] situación, la cuarta parte
experimentaría un alivio insignificante, y sólo la cuarta parte restante obtendría
una mejora efectiva. Pero, calculando la media, la suma global de salarios de
estos veinte obreros aumentaría en un 20 por 100, y en lo que se refiere al capital
global que los emplea y los precios de las mercancías que producen, sería
exactamente lo mismo que si todos participasen por igual en la subida media de
los salarios. En el caso de los obreros agrícolas, como el nivel de los salarios
abonados en los distintos condados de Inglaterra y Escocia difiere
considerablemente, el aumento les afectó de un modo muy desigual.
Finalmente, durante la época en que tuvo lugar esa subida de salarios se
manifestaron también influencias que la contrarrestaban, tales como los nuevos
impuestos que trajo consigo la guerra contra Rusia [6], la demolición extensiva de
las viviendas de los obreros agrícolas [7], etc.
Después de tantos prolegómenos, paso a consignar que de 1849 a 1859 el tipo
medio de salarios de los obreros del campo en la Gran Bretaña experimentó un
aumento del cuarenta por ciento, aproximadamente. Podría aduciros copiosos
detalles en apoyo de mi afirmación, pero para el objeto que se persigue creo que
bastará con remitiros a la concienzuda y crítica conferencia que el difunto Sr. John
C. Morton dio en 1859, en la Sociedad de las Artes [8] de Londres sobre «Las
fuerzas aplicadas en la agricultura». El señor Morton expone los datos estadísticos
sacados de las cuentas y otros documentos auténticos de unos cien agricultores,
en doce condados de Escocia y treinta y cinco de Inglaterra.
Según el punto de vista de nuestro amigo Weston, y considerando además el alza
simultánea operada en los salarios de los obreros fabriles durante los años 18491859, los precios de los productos agrícolas hubieran debido experimentar un
aumento enorme. Pero, ¿qué aconteció, en realidad? A pesar de la guerra contra
Rusia y de las malas cosechas que se dieron consecutivamente en los años 1854 a
1856, los precios medios del trigo, que es el principal producto agrícola de
Inglaterra, bajaron de unas tres libras esterlinas por quarter, a que se había
cotizado durante los años de 1838 a 1848, hasta unas dos libras y diez chelines el
quarter, a que se cotizó de 1849 a 1859. Esto representa una baja del precio del
trigo de más del 16 por 100, con un alza media simultánea del 40 por 100 en los
jornales de los obreros agrícolas. Durante la misma época, si comparamos el final
con el comienzo, es decir, el año de 1859 con el de 1849, el número oficial de
indigentes desciende de 934.419 a 860.470, lo que supone una diferencia de
73.949; reconozco que es una disminución muy pequeña, que además vuelve a
desaparecer en los años siguientes; pero es, con todo, una disminución.
[38]
Se nos podría decir que, a consecuencia de la derogación de las leyes cerealistas
[9], la importación de trigo extranjero durante el período de 1849 a 1859 aumentó
en más de dos veces, comparada con la de 1838 a 1848. Y ¿qué se infiere de esto?
Desde el punto de vista del ciudadano Weston, hubiera debido suponerse que
esta enorme demanda repentina y creciente sin cesar en los mercados
extranjeros había hecho subir hasta un nivel espantoso los precios de los
productos agrícolas, puesto que los efectos de la creciente demanda son los
mismos cuando procede de fuera que cuando proviene de dentro. Pero, ¿qué
ocurrió, en realidad? Si se exceptúa algunos años de malas cosechas, vemos que
en Francia se quejan constantemente, durante todo este tiempo, de la ruinosa
baja del precio del trigo; los norteamericanos veíanse constantemente obligados
a quemar el sobrante de su producción y Rusia, si hemos de creer al señor
Urquhart, atizó la guerra civil en los Estados Unidos [10] porque la competencia
de los yanquis paralizaba la exportación de productos agrícolas rusos a los
mercados de Europa.
Reducido a su forma abstracta, el argumento del ciudadano Weston se traduciría
en lo siguiente: todo aumento de la demanda se opera siempre sobré la base de
un volumen dado de producción. Por tanto, no puede hacer aumentar nunca la
oferta de los artículos apetecidos, sino solamente hacer subir su precio en dinero.
Ahora bien, la más común observación demuestra que, en algunos casos, el
aumento de la demanda no altera para nada los precios de las mercancías, y que
en otros casos provoca un alza pasajera de los precios del mercado, a la que
sigue un aumento de la oferta, seguido a su vez por la baja de los precios hasta su
nivel primitivo, y en muchos casos por debajo de él. El que el aumento de la
demanda obedezca al alza de los salarios o a otra causa cualquiera no altera para
nada los términos del problema. Desde el punto de vista del ciudadano Weston,
tan difícil resulta explicarse el fenómeno general como el que se revela bajo las
circunstancias excepcionales de una subida de salarios. Por tanto, su argumento
no tiene nada que ver con el objeto que nos ocupa. Sólo pone de manifiesto su
perplejidad ante las leyes por virtud de las cuales una mayor demanda provoca
una mayor oferta y no un alza definitiva de los precios del mercado.
NOTAS
[3] 25. En el período de la revolución burguesa en Francia, la Convención jacobina instituyó en
1793 y 1794 precios máximos fijos para varios artículos de primera necesidad, a la par con
salarios máximos fijos.- 35
[4] 26. La "Sociedad británica para el fomento de la ciencia" fue fundada en 1831 y existe
actualmente. Marx se refiere a la intervención de W. Newmarch (Marx se equivocó en la
transcripción de este nombre) en una reunión de la sección económica de la Sociedad en
septiembre de 1861.- 36
[5] 27. Véase R. Owen. "Observations on the Effect of the Manufacturing System" («Observaciones
sobre la influencia del sistema industrial»), London, 1817, p. 76.- 36
[6] 28. Trátase de la Guerra de Crimea de 1853-1856 que sostuvo Rusia contra las fuerzas
coligadas de Inglaterra, Francia, Turquía y Cerdeña por la influencia predominante en el Medio
Oriente. Debe su nombre al lugar del teatro fundamental de las hostilidades. Terminó con la
derrota de Rusia.- 37
[7] 29. A mediados del siglo XIX desempeñó cierto papel en el incremento de la demolición
masiva de viviendas en las zonas rurales el que las proporciones del impuesto en beneficio de los
pobres que abonaban los propietarios de tierras dependiese en medida considerable del número
de familias indigentes que vivían en sus posesiones. Los propietarios de tierras preferían
desembarazarse de los locales que no necesitaban personalmente, pero que podían servir de
abrigo para la población rural «superflua».- 37
[8] 30. La "Sociedad de las Artes" («Society of Arts»), sociedad filantrópica ilustrativa burguesa,
fue fundada en 1754, en Londres. El mencionado informe fue leído por John Chalmers Morton, hijo
de John Morton.- 37, 121
[9] 31. Las llamadas leyes cerealistas, adoptadas con vistas a restringir o prohibir la importación
de cereales del extranjero, fueron promulgadas en Inglaterra en beneficio de los grandes
terratenientes (landlords). En 1838, los fabricantes Cobden y Bright, de Manchester, fundaron la
Liga contra las leyes cerealistas. Al reivindicar la completa libertad de comercio, la Liga exigía la
derogación de estas leyes, a fin de reducir los salarios de los obreros y debilitar las posiciones
económicas y políticas de la aristocracia terrateniente. Como resultado de la lucha, en 1846 fue
adoptado el bill de derogación de las leyes cerealistas, lo cual significó la victoria de la burguesía
industrial sobre la aristocracia terrateniente.- 38, 95
[10] 4. La guerra civil de Norteamérica (1861-1865) se libró entre los Estados industriales del Norte
y los sublevados Estados esclavistas del Sur. La clase obrera de Inglaterra se opuso a la política
de la burguesía nacional, que apoyaba a los plantadores esclavistas, e impidió con su acción la
intervención de Inglaterra en esa contienda.- 6, 19, 38, 89, 119, 164
3. SALARIOS Y DINERO
Al segundo día de debate, nuestro amigo Weston vistió su vieja afirmación con
nuevas formas. Dijo: al producirse un alza general de los salarios en dinero, se
necesitará más dinero contante para [39] abonar los mismos salarios. Siendo la
cantidad de dinero circulante una cantidad fija, ¿cómo vais a poder pagar, con
esa suma fija de dinero circulante, una suma mayor de salarios en dinero? En un
principio, la dificultad surgía de que, aunque subiese el salario en dinero del
obrero, la cantidad de mercancías que le correspondía era fija; ahora, surge del
aumento de los salarios en dinero, a pesar de existir un volumen fijo de
mercancías. Y, naturalmente, si rechazáis su dogma originario, desaparecerán
también las dificultades concomitantes.
Voy a demostraros, sin embargo, que este problema de la circulación del dinero
no tiene nada absolutamente que ver con el tema que nos ocupa.
En vuestro país, el mecanismo de pagos está mucho más perfeccionado que en
ningún otro país de Europa. Gracias a la extensión y concentración del sistema
bancario, se necesita mucho menos dinero circulante para poner en circulación la
misma cantidad de valores y realizar el mismo o mayor número de operaciones.
En lo que respecta, por ejemplo, a los salarios, el obrero fabril inglés entrega
semanalmente su salario al tendero, que lo envía todas las semanas al banquero;
éste lo devuelve semanalmente al fabricante, quien vuelve a pagarlo a sus
obreros, y así sucesivamente. Gracias a este mecanismo, el salario anual de un
obrero, que asciende, supongamos, a cincuenta y dos libras esterlinas, puede
pagarse con un solo soberano que recorra todas las semanas el mismo ciclo.
Incluso en Inglaterra, este mecanismo de pagos no es tan perfecto como en
Escocia, y no en todas partes presenta la misma perfección; por eso vemos que,
por ejemplo, en algunas comarcas agrícolas se necesita, si las comparamos con
las comarcas fabriles, mucho más dinero para poner en circulación un volumen
más pequeño de valores.
Si cruzáis el Canal, veréis que en el continente los salarios en dinero son mucho
más bajos que en Inglaterra, a pesar de lo cual en Alemania, en Italia, en Suiza y
en Francia se necesita, para pagarlos, una cantidad mucho mayor de dinero. El
mismo soberano no va a parar tan rápidamente a manos del banquero, ni retorna
con tanta prontitud al capitalista industrial; por eso, en lugar del soberano
necesario en Inglaterra para poner en circulación cincuenta y dos libras
esterlinas al año, en el continente, para abonar un salario anual que ascienda a la
suma de veinticinco libras, se necesitan tal vez tres soberanos. De este modo,
comparando los países del continente con Inglaterra, veréis en seguida que
salarios en dinero bajos pueden exigir, para su circulación, cantidades mucho
mayores de dinero que los salarios altos, y que esto no es, en realidad, más que
un problema puramente técnico, que nada tiene que ver con el tema que nos
ocupa.
[40]
Según los mejores cálculos que conozco, los ingresos anuales de la clase obrera
de este país pueden cifrarse en unos 250 millones de libras esterlinas. Esta
enorme suma se pone en circulación mediante unos tres millones de libras.
Supongamos que se produzca una subida de salarios del 50 por 100. En vez de
tres millones se necesitarían cuatro millones y medio en dinero circulante. Como
una parte considerable de los gastos diarios del obrero se cubre con plata y
cobre, es decir, con simples signos monetarios, cuyo valor en relación al oro se
fija arbitrariamente por la ley, al igual que el valor del papel moneda no
canjeable, resulta que esa subida del 50 por 100 de los salarios en dinero
supondría, en el peor de los casos, el aumentar la circulación, digamos, en un
millón de soberanos. Se lanzaría a la circulación un millón, que ahora está
reposando en los sótanos del Banco de Inglaterra o en las cajas de la Banca
privada, en forma de lingotes o de metal amonedado. E incluso podría ahorrarse,
y se ahorraría efectivamente, el gasto insignificante que supondría la acuñación
suplementaria o el mayor desgaste de ese millón, si la necesidad de aumentar el
dinero puesto en circulación produjese algún rozamiento. Todos sabéis que el
dinero circulante de este país se divide en dos grandes grupos. Una parte,
consistente en billetes de banco de las más diversas clases, se emplea en las
transacciones entre comerciantes, y también en las transacciones entre
comerciantes y consumidores para saldar los pagos más importantes; otra parte
de los medios de circulación, la moneda de metal, circula en el comercio al por
menor. Aunque distintas, estas dos clases de medios de circulación se mezclan y
combinan mutuamente. Así, la moneda de oro circula, en una buena proporción,
incluso en pagos importantes, para cubrir las cantidades fraccionarias inferiores a
cinco libras. Pues bien: si mañana se emitiesen billetes de cuatro libras, de tres o
de dos, el oro que llena estos canales de circulación saldría en seguida de ellos y
afluiría a aquellos canales en que fuese necesario para atender a la subida de los
jornales en dinero. Por este procedimiento,podría movilizarse el millón adicional
exigido por la subida de los salarios en un 50 por 100, sin añadir ni un solo
soberano. Y el mismo resultado se conseguiría, sin emitir ni un billete de banco
adicional, con sólo aumentar la circulación de letras de cambio, como ocurrió
durante mucho tiempo en el condado de Lancaster.
Si una subida general del tipo de salarios, por ejemplo, del 100 por 100, como el
ciudadano Weston supone respecto a los salarios de los obreros del campo,
provocase una gran alza en los precios de los artículos de primera necesidad y
exigiese, según sus conceptos, una suma adicional de medios de pago, que no
podría conseguirse, una baja general de salarios debería [41] producir el mismo
resultado y en idéntica proporción, aunque en sentido inverso. Pues bien, todos
sabéis que los años de 1858 a 1860 fueron los años más favorables para la
industria algodonera y que sobre todo el año de 1860 ocupa a este respecto un
lugar único en los anales del comercio; este año fue también de gran prosperidad
para las otras ramas industriales. En 1860, los salarios de los obreros del algodón
y de los demás obreros relacionados con esta industria fueron más altos que
nunca hasta entonces. Pero vino la crisis norteamericana, y todos estos salarios
viéronse reducidos de pronto a la cuarta parte, aproximadamente, de su suma
anterior. En sentido inverso, esto habría supuesto una subida del 300 por 100.
Cuando los salarios suben de cinco chelines a veinte, decimos que experimentan
una subida del 300 por 100; si bajan de veinte chelines a cinco, decimos que
descienden el 75 por 100, pero la cuantía de la subida en un caso y de la baja en
el otro es la misma, a saber: 15 chelines. Sobrevino, pues, un cambio repentino
en el tipo de los salarios, como jamás se había conocido anteriormente, y el
cambio afectó a un número de obreros que, si no incluimos tan sólo a los que
trabajaban directamente en la industria algodonera, sino también a los que
dependían indirectamente de esta industria, excedía en una mitad al censo de los
obreros agrícolas. ¿Acaso bajó el precio del trigo? Al contrario, subió de 47
chelines y 8 peniques por quarter, que había sido el precio medio en los tres años
de 1858 a 1860, a 55 chelines y 10 peniques el quarter, según la media anual de
los tres años de 1861 a 1863. Por lo que se refiere a los medios de pago, durante
el año 1861 se acuñaron en la Casa de la Moneda 8.673.232 libras esterlinas,
contra 3.378.102 libras que se habían acuñado en 1860; es decir, que en 1861 se
acuñaron 5.295.130 libras esterlinas más que en 1860. Es cierto que el volumen de
circulación de billetes de banco en 1861 arrojó 1.319.000 libras menos que el de
1860. Descontemos esto y aún quedará para el año 1861, comparado con el
anterior año de prosperidad, 1860, un superávit de medios de circulación por
valor de 3.976.130 libras, casi cuatro millones de libras esterlinas; en cambio, la
reserva de oro del Banco de Inglaterra durante este período de tiempo
disminuyó, no en la misma proporción exactamente, pero en una proporción
aproximada.
Comparad ahora el año 1862 con el año 1842. Prescindiendo del enorme aumento
del valor y del volumen de las mercancías en circulación, el capital
desembolsado solamente para cubrir las operaciones regulares de acciones,
empréstitos, etc., de valores de los ferrocarriles, asciende, en Inglaterra y el País
de Gales, durante el año 1862, a la suma de 320.000.000 de libras esterlinas, cifra
que en 1842 habría parecido fabulosa. Y, sin embargo, las sumas [42] globales de
los medios de circulación fueron casi iguales en los años 1862 y 1842; y, en
términos generales, advertiréis, frente a un enorme aumento de valor no sólo de
las mercancías, sino también en general de las operaciones en dinero, una
tendencia a la disminución progresiva de éste. Desde el punto de vista de nuestro
amigo Weston, esto es un enigma indescifrable.
Si hubiese ahondado algo más en el asunto, habría visto que, prescindiendo de
los salarios y suponiendo que éstos permanezcan invariables, el valor y el
volumen de las mercancías puestas en circulación, y, en general,la cuantía de las
operaciones en dinero concertadas, varían diariamente; que la cuantía de billetes
de banco emitidos varía diariamente; que la cuantía de los pagos que se efectúan
sin ayuda de dinero, por medio de letras de cambio, cheques, créditos sentados
en los libros, las clearing houses, varía diariamente; que en la medida en que se
necesita acudir al verdadero dinero en metálico, la proporción entre las monedas
que circulan y las monedas y los lingotes guardados en reserva o atesorados en
los sótanos de los Bancos, varía diariamente; que la suma del oro absorbido por la
circulación nacional y enviado al extranjero para los fines de la circulación
internacional, varía diariamente. Habría visto que su dogma del pretendido
volumen fijo de los medios de pago es un tremendo error, incompatible con la
realidad de todos los días. Se habría informado de las leyes que permiten a los
medios de pago adaptarse a condiciones que varían tan constantemente, en vez
de convertir su falsa concepción acerca de las leyes de la circulación monetaria
en un argumento contra la subida de los salarios.
4. OFERTA Y DEMANDA
Nuestro amigo Weston hace suyo el proverbio latino de repetitio est mater
studiorum, que quiere decir: «la repetición es la madre del estudio», razón por la
cual nos repite su dogma inicial bajo la nueva forma de que la reducción de los
medios de pago operada por la subida de los salarios determinaría una
disminución del capital, etcétera. Después de haber desechado sus
extravagancias acerca de los medios de pago, considero de todo punto inútil
detenerme a examinar las consecuencias imaginarias que él cree emanan de su
imaginaria conmoción de los medios de pago. Paso, pues, inmediatamente a
reducir a su expresión teórica más simple su dogma, que es siempre uno y el
mismo, aunque lo repita bajo tantas formas diversas.
Una sola observación pondrá de manifiesto la ausencia de sentido crítico con que
trata su tema. Se declara contrario a [43] la subida de salarios o a los salarios altos
que resultarían a consecuencia de esta subida. Ahora bien, le pregunto yo: ¿qué
son salarios altos y qué salarios bajos? ¿Por qué, por ejemplo, cinco chelines
semanales se considera como salario bajo y veinte chelines a la semana se reputa
salario alto? Si un salario de cinco es bajo en comparación con uno de veinte, el
de veinte será todavía más bajo en comparación con uno de doscientos. Si
alguien diese una conferencia sobre el termómetro y se pusiese a declamar sobre
grados altos y grados bajos, no enseñaría nada a nadie. Lo primero que tendría
que explicar es cómo se encuentra el punto de congelación y el punto de
ebullición y cómo estos dos puntos determinantes obedecen a leyes naturales y
no a la fantasía de los vendedores o de los fabricantes de termómetros. Pues bien,
por lo que se refiere a los salarios y las ganancias, el ciudadano Weston, no sólo
no ha sabido deducir de las leyes económicas esos puntos determinantes, sino
que no ha sentido siquiera la necesidad de indagarlos. Se contenta con admitir las
expresiones vulgares y corrientes de bajo y alto, como si estos términos tuviesen
alguna significación fija, a pesar de que salta a la vista que los salarios sólo
pueden calificarse de altos o de bajos comparándolos con alguna norma que nos
permita medir su magnitud.
El ciudadano Weston no podrá decirme por qué se paga una determinada suma
de dinero por una determinada cantidad de trabajo. Si me contestase que esto lo
regula la ley de la oferta y la demanda, le pediría ante todo que me dijese por
qué ley se regulan, a su vez, la demanda y la oferta. Y esta contestación le pondría
inmediatamente fuera de combate. Las relaciones entre la oferta y la demanda de
trabajo se hallan sujetas a constantes fluctuaciones, y con ellas fluctúan los
precios del trabajo en el mercado. Si la demanda excede de la oferta, suben los
salarios; si la oferta rebasa a la demanda, los salarios bajan, aunque en tales
circunstancias pueda ser necesario comprobar el verdadero estado de la
demanda y la oferta, v. gr., por medio de una huelga o por otro procedimiento
cualquiera. Pero si tomáis la oferta y la demanda como ley reguladora de los
salarios, sería tan pueril como inútil clamar contra las subidas de salarios, puesto
que, con arreglo a la ley suprema que invocáis, las subidas periódicas de los
salarios son tan necesarias y tan legítimas como sus bajas periódicas. Y si no
consideráis la oferta y la demanda como ley reguladora de los salarios, entonces
repito mi pregunta anterior ¿por qué se da una determinada suma de dinero por
una determinada cantidad de trabajo?
Pero enfoquemos la cosa desde un punto de vista más amplio: os equivocaríais de
medio a medio, si creyerais que el valor [44] del trabajo o de cualquier otra
mercancía se determina, en último término, por la oferta y la demanda. La oferta y
la demanda no regulan más que las oscilaciones pasajeras de los precios en el
mercado. Os explicarán por qué el precio de un artículo en el mercado sube por
encima de su valor o cae por debajo de él, pero no os explicarán jamás este valor
en sí. Supongamos que la oferta y la demanda se equilibren o se cubran
mutuamente, como dicen los economistas. En el mismo instante en que estas dos
fuerzas contrarias se nivelan, se paralizan mutuamente y dejan de actuar en uno u
otro sentido. En el instante mismo en que la oferta y la demanda se equilibran y
dejan, por tanto, de actuar, el precio de una mercancía en el mercado coincide
con su valor real, con el precio normal en torno al cual oscilan sus precios en el
mercado. Por tanto, si queremos investigar el carácter de este valor, no tenemos
que preocuparnos de los efectos transitorios que la oferta y la demanda ejercen
sobre los precios del mercado Y otro tanto cabría decir de los salarios y de los
precios de todas las demás mercancías.
5. SALARIOS Y PRECIOS
Reducidos a su expresión teórica más simple, todos los argumentos de nuestro
amigo se traducen en un solo y único dogma: «Los precios de las mercancías se
determinan o regulan por los salarios».
Frente a este anticuado y desacreditado error, podría invocar el testimonio de la
observación práctica. Podría deciros que los obreros fabriles, los mineros, los
trabajadores de los astilleros y otros obreros ingleses, cuyo trabajo está
relativamente bien pagado, baten a todas las demás naciones por la baratura de
sus productos, mientras que el jornalero agrícola inglés, por ejemplo, cuyo
trabajo está relativamente mal pagado, es batido por casi todas las demás
naciones, a consecuencia de la carestía de sus productos. Comparando unos
artículos con otros dentro del mismo país y las mercancías de distintos países
entre sí, podría demostrar que, si se prescinde de algunas excepciones más
aparentes que reales, por término medio, el trabajo bien retribuido produce
mercancías baratas y el trabajo mal pagado, mercancías caras. Esto no
demostraría, naturalmente, que el elevado precio del trabajo, en unos casos, y en
otros su precio bajo sean las causas respectivas de estos efectos diametralmente
opuestos, pero sí serviría para probar, en todo caso, que los precios de las
mercancías no se determinan por los precios del trabajo. Sin embargo, es de todo
punto superfluo, para nosotros, aplicar este método empírico.
[45]
Podría, tal vez, negarse que el ciudadano Weston mantenga el dogma de que «los
precios de las mercancías se determinan o regulan por los salarios». Y el hecho es
que jamás lo ha formulado. Dice, por el contrario, que la ganancia y la renta del
suelo son también partes integrantes de los precios de las mercancías, puesto
que de éstos tienen que ser pagados no sólo los salarios de los obreros, sino
también las ganancias del capitalista y las rentas del terrateniente Pero, ¿cómo se
forman los precios, según su modo de ver? Se forman, en primer término, por los
salarios. Luego, se añade al precio un tanto por ciento adicional a beneficio del
capitalista y otro tanto por ciento adicional a beneficio del terrateniente.
Supongamos que los salarios abonados por el trabajo invertido en la producción
de una mercancía ascienden a diez. Si la cuota de ganancia fuese del 100 por 100,
el capitalista añadiría a los salarios desembolsados diez, y si la cuota de renta
fuese también del 100 por 100 sobre los salarios, habría que añadir diez más, con
lo cual el precio total de la mercancía se cifraría en treinta. Pero semejante
determinación del precio significaría simplemente que éste se determina por los
salarios. Si éstos, en nuestro ejemplo anterior, ascendiesen a veinte, el precio de
la mercancía ascendería a sesenta, y así sucesivamente. He aquí por qué todos los
escritores anticuados de Economía política que sentaban la tesis de que los
salarios regulan los precios, intentaban probarla presentando la ganancia y la
renta del suelo como simples porcentajes adicionales sobre los salarios. Ninguno
era capaz, naturalmente, de reducir los límites de estos recargos porcentuales a
una ley económica. Parecían creer, por el contrario, que las ganancias se fijaban
por la tradición, la costumbre, la voluntad del capitalista o por cualquier otro
método igualmente arbitrario e inexplicable. Cuando dicen que las ganancias se
determinan por la competencia entre los capitalistas, no dicen absolutamente
nada. Esta competencia, indudablemente, nivela las distintas cuotas de ganancia
de las diversas industrias, o sea, las reduce a un nivel medio, pero jamás puede
determinar este nivel mismo o la cuota general de ganancia.
¿Qué queremos decir, cuando afirmamos que los precios de las mercancías se
determinan por los salarios? Como el salario no es más que una manera de
denominar el precio del trabajo, al decir esto, decimos que los precios de las
mercancías se regulan por el precio del trabajo. Y como «precio» es valor de
cambio —y cuando hablo del valor, me refiero siempre al valor de cambio—,
valor de cambio expresado en dinero, aquella afirmación equivale a esta otra: «el
valor de las mercancías se determina por el valor del trabajo», o, lo que es lo
mismo: «el valor del trabajo es la medida general de valor».
[46]
Pero, ¿cómo se determina, a su vez, «el valor del trabajo»? Al llegar aquí, nos
encontramos en un punto muerto. Siempre y cuando, claro está, que intentemos
razonar lógicamente. Pero los defensores de esta teoría no sienten grandes
escrúpulos en materia de lógica. Tomemos, por ejemplo, a nuestro amigo
Weston. Primero nos decía que los salarios regulaban los precios de las
mercancías y que, por tanto, éstos tenían que subir cuando subían aquéllos.
Luego, virando en redondo, nos demostraba que una subida de salarios no
serviría de nada, porque subirían también los precios de las mercancías y porque
los salarios se medían, en realidad, por los precios de las mercancías con ellos
compradas. Así, pues, empezamos por la afirmación de que el valor del trabajo
determina el valor de la mercancía, y terminamos afirmando que el valor de la
mercancía determina el valor del trabaJo. De este modo, no hacemos más que
movernos en el más vicioso de los círculos sin llegar a ninguna conclusión.
Salta a la vista, en general, que, tomando el valor de una mercancía, por ejemplo
el trabajo, el trigo u otra mercancía cualquiera, como medida y regulador general
del valor, no hacemos más que desplazar la dificultad, puesto que determinamos
un valor por otro que, a su vez, necesita ser determinado.
Expresado en su forma más abstracta, el dogma de que «los salarios determinan
los precios de las mercancías» viene a decir que «el valor se determina por el
valor», y esta tautología sólo demuestra que, en realidad, no sabemos nada del
valor. Si admitiésemos semejante premisa, toda discusión acerca de las leyes
generales de la Economía política se convertiría en pura cháchara. Por eso hay
que reconocer a Ricardo el gran mérito de haber destruido hasta en sus
cimientos, con su obra "Principios de Economía política", publicada en 1817, el
viejo error, tan difundido y gastado, de que «los salarios determinan los precios»,
error que habían rechazado Adam Smith y sus predecesores franceses en la parte
verdaderamente científica de sus investigaciones y que, sin embargo,
reprodujeron en sus capítulos más exotéricos y vulgarizantes.
6. VALOR Y TRABAJO
¡Ciudadanos! He llegado al punto en que tengo que entrar en el verdadero
desarrollo del tema. No puedo asegurar que haya de hacerlo de un modo muy
satisfactorio, pues ello me obligaría a recorrer todo el campo de la Economía
política. Habré de limitarme, como dicen los franceses, a "effleurer la question",
es decir a tocar tan sólo los aspectos fundamentales del problema.
[47]
La primera cuestión que tenemos que plantear es ésta: ¿Qué es el valor de una
mercancía? ¿Cómo se determina?
A primera vista parece como si el valor de una mercancía fuese algo
completamente relativo, que no puede determinarse sin poner a una mercancía
en relación con todas las demás. Y, en efecto, cuando hablamos del valor, del
valor de cambio de una mercancía, entendemos las cantidades proporcionales en
que se cambia por todas las demás mercancías. Pero esto nos lleva a
preguntarnos: ¿cómo se regulan las proporciones en que se cambian unas
mercancías por otras?
Sabemos por experiencia que estas proporciones varían hasta el infinito. Si
tomamos una sola mercancía, trigo, por ejemplo, veremos que un quarter de trigo
se cambia por otras mercancías en una serie casi infinita de proporciones. Y, sin
embargo, como su valor es siempre el mismo, ya se exprese en seda, en oro o en
otra mercancía cualquiera, este valor tiene que ser forzosamente algo distinto e
independiente de esas diversas proporciones en que se cambia por otros artículos.
Tiene que ser posible expresarlo en una forma muy distinta de estas diversas
ecuaciones entre diversas mercancías.
Además, cuando digo que un quarter de trigo se cambia por hierro en una
determinada proporción o que el valor de un quarter de trigo se expresa en una
determinada cantidad de hierro, digo que el valor del trigo y su equivalente en
hierro son iguales a una tercera cosa que no es ni trigo ni hierro, ya que doy por
supuesto que expresan la misma magnitud en dos formas distintas. Por tanto, cada
uno de estos dos objetos, lo mismo el trigo que el hierro, debe poder reducirse
de por sí, independientemente del otro, a aquella tercera cosa, que es la medida
común de ambos.
Para aclarar este punto, recurriré a un ejemplo geométrico muy sencillo. Cuando
comparamos el área de varios triángulos de las más diversas formas y
magnitudes, o cuando comparamos triángulos con rectángulos o con otra figura
rectilínea cualquiera, ¿cómo procedemos? Reducimos el área de cualquier
triángulo a una expresión completamente distinta de su forma visible. Y como,
por la naturaleza del triángulo, sabemos que su área es igual a la mitad del
producto de su base por su altura, esto nos permite comparar entre sí los diversos
valores de toda clase de triángulos y de todas las figuras rectilíneas, puesto que
todas ellas pueden reducirse a un cierto número de triángulos.
El mismo procedimiento tenemos que seguir en cuanto a los valores de las
mercancías. Tenemos que poder reducirlos todos a una expresión común,
distinguiéndolos solamente por la proporción en que contienen esta medida
igual.
[48]
Como los valores de cambio de las mercancías no son más que funciones sociales
de las mismas y no tienen nada que ver con sus propiedades naturales, lo primero
que tenemos que preguntarnos es esto: ¿cuál es la sustancia social común a todas
las mercancías? Es el trabajo. Para producir una mercancía hay que invertir en
ella o incorporar a ella una determinada cantidad de trabajo. Y no simplemente
trabajo, sino trabajo social. El que produce un objeto para su uso personal y
directo, para consumirlo, crea un producto, pero no una mercancía. Como
productor que se mantiene a sí mismo no tiene nada que ver con la sociedad.
Pero, para producir una mercancía, no sólo tiene que crear un artículo que
satisfaga una necesidad social cualquiera, sino que su mismo trabajo ha de
representar una parte integrante de la suma global de trabajo invertido por la
sociedad. Ha de hallarse supeditado a la división del trabajo dentro de la sociedad.
No es nada sin los demás sectores del trabajo, y, a su vez, tiene que integrarlos.
Cuando consideramos las mercancías como valores, las consideramos
exclusivamente bajo el solo aspecto de trabajo social realizado, plasmado, o si
queréis, cristalizado. Así consideradas, sólo pueden distinguirse las unas de las
otras en cuanto representan cantidades mayores o menores de trabajo; así, por
ejemplo, en un pañuelo de seda puede encerrarse una cantidad mayor de trabajo
que en un ladrillo. Pero, ¿cómo se miden las cantidades de trabajo? Por el tiempo
que dura el trabajo, midiendo éste por horas, por días, etcétera. Naturalmente,
para aplicar esta medida, todas las clases de trabajo se reducen a trabajo medio o
simple, como a su unidad de medida.
Llegamos, por tanto, a esta conclusión. Una mercancía tiene un valor por ser
cristalización de un trabajo social. La magnitud de su valor o su valor relativo
depende de la mayor o menor cantidad de sustancia social que encierra; es decir,
de la cantidad relativa de trabajo necesaria para su producción. Por tanto, los
valores relativos de las mercancías se determinan por las correspondientes
cantidades o sumas de trabajo invertidas, realizadas, plasmadas en ellas. Las
cantidades correspondientes de mercancías que pueden ser producidas en el
mismo tiempo de trabajo, son iguales. O, dicho de otro modo: el valor de una
mercancía guarda con el valor de otra mercancía la misma proporción que la
cantidad de trabajo plasmada en la una guarda con la cantidad de trabajo
plasmada en la otra.
Sospecho que muchos de vosotros preguntaréis: ¿es que existe, realmente, una
diferencia tan grande, suponiendo que exista alguna, entre la determinación de
los valores de las mercancías a base de los salarios y su determinación por las
cantidades relativas de trabajo necesarias para su producción? Pero no debéis
perder de [49] vista que la retribución del trabajo y la cantidad de trabajo son
cosas completamente distintas. Supongamos, por ejemplo, que en un quarter de
trigo y en una onza de oro se plasman cantidades iguales de trabajo. Me valgo de
este ejemplo porque fue empleado por Benjamin Franklin en su primer ensayo,
publicado en 1729 y titulado "A Modest Inquiry into the Nature and Necessity of a
Paper Currency («Una modesta investigación sobre la naturaleza y la necesidad
del papel moneda»). En este libro, Franklin fue uno de los primeros en dar con la
verdadera naturaleza del valor. Así pues, hemos supuesto que un quarter de trigo
y una onza de oro son valores iguales o equivalentes, por ser cristalización de
cantidades iguales de trabajo medio, de tantos días o tantas semanas de trabajo
plasmado en cada una de ellas. ¿Acaso, para determinar los valores relativos del
oro y del trigo del modo que lo hacemos, nos referimos para nada a los salarios
que perciben los obreros agrícolas y los mineros? No, ni en lo más mínimo.
Dejamos completamente sin determinar cómo se paga el trabajo diario o semanal
de estos obreros, ni siquiera decimos si aquí se emplea o no trabajo asalariado.
Aun suponiendo que sí, los salarios han podido ser muy desiguales. Puede ocurrir
que el obrero cuyo trabajo se plasma en el quarter de trigo sólo perciba por él
dos bushels, mientras que el obrero que trabaja en la mina puede haber
percibido por su trabajo la mitad de la onza de oro. O, suponiendo que sus
salarios
sean iguales, pueden diferir, en las más diversas proporciones, de los valores de
las mercancías por ellos creadas. Pueden representar la mitad, la tercera parte, la
cuarta parte, la quinta parte u otra fracción cualquiera de aquel quarter de trigo o
de aquella onza de oro. Naturalmente, sus salarios no pueden rebasar los valores
de las mercancías por ellos producidas, no pueden ser mayores que éstos, pero sí
pueden ser inferiores en todos los grados imaginables. Sus salarios se hallarán
limitados por los valores de los productos, pero los valores de sus productos no se
hallarán limitados por los salarios. Y, sobre todo, los valores, los valores relativos
del trigo y del oro, por ejemplo, se fijarán sin atender para nada al valor del
trabajo invertido en ellos, es decir, sin atender para nada a los salarios. La
determinación de los valores de las mercancías por las cantidades relativas de
trabajo plasmado en ellas difiere, como se ve, radicalmente del método
tautológico de la determinación de los valores de las mercancías por el valor del
trabajo, o sea, por los salarios. Sin embargo, en el curso de nuestra investigación
tendremos ocasión de aclarar más todavía este punto.
Para calcular el valor de cambio de una mercancía, tenemos que añadir a la
cantidad de trabajo últimamente invertido en ella la que se encerró antes en las
materias primas con que se elabora la mercancía y el trabajo incorporado a las
herramientas, maquinaria [50] y edificios empleados en la producción de dicha
mercancía.Por ejemplo, el valor de una determinada cantidad de hilo de algodón
es la cristalización de la cantidad de trabajo que se incorpora al algodón durante
el proceso del hilado y, además, de la cantidad de trabajo plasmado
anteriormente en el mismo algodón, de la cantidad de trabajo que se encierra en
el carbón, el aceite y otras materias auxiliares empleadas, y de la cantidad de
trabajo materializado en la máquina de vapor, los husos, el edificio de la fábrica,
etc. Los instrumentos de producción propiamente dichos, tales como
herramientas, maquinaria y edificios, se utilizan constantemente, durante un
período de tiempo más o menos largo en procesos reiterados de producción. Si
se consumiesen de una vez, como ocurre con las materias primas, se transferiría
inmediatamente todo su valor a la mercancía que ayudan a producir. Pero como
un huso, por ejemplo, sólo se desgasta paulatinamente, se calcula un promedio,
tomando por base su duración media y su desgaste medio durante determinado
tiempo, v. gr., un día. De este modo, calculamos qué parte del valor del huso pasa
al hilo fabricado durante un día y qué parte, por tanto, corresponde, dentro de la
suma global de trabajo que se encierra, v. gr., en una libra de hilo, a la cantidad
de trabajo plasmada anteriormente en el huso. Para el objeto que perseguimos,
no es necesario detenerse más en este punto.
Podría pensarse que, si el valor de una mercancía se determina por la cantidad de
trabajo que se invierte en su producción, cuanto más perezoso o más torpe sea un
operario más valor encerrará la mercancía producida por él, puesto que el
tiempo de trabajo necesario par,a producirla será mayor. Pero el que tal piensa
incurre en un lamentable error. Recordaréis que yo empleaba la expresión
«trabajo social», y en esta denominación de «social» se encierran muchas cosas.
Cuando decimos que el valor de una mercancía se determina por la cantidad de
trabajo encerrado o cristalizado en ella, tenemos presente la cantidad de trabajo
necesario para producir esa mercancía en un estado social dado y bajo
determinadas condiciones sociales medias de producción, con una intensidad
media social dada y con un,l destreza media en el trabajo que se invierte. Cuando
en Inglaterra el telar de vapor empezó a competir con el telar manual, para
convertir una determinada cantidad de hilo en una yarda de lienzo o de paño
bastaba con la mitad del tiempo de trabajo que antes se invertía. Ahora, el pobre
tejedor manual tenía que trabajar diecisiete o dieciocho horas diarias, en vez de
las nueve o diez que trabajaba antes. No obstante, el producto de sus veinte horas
de trabajo sólo representaba diez horas de trabajo social, es decir, diez horas de
trabajo socialmente necesario para convertir una [51] determinada cantidad de
hilo en artículos textiles. Por tanto, su producto de veinte horas no tenía más valor
que el que antes elaboraba en diez.
Por consiguiente, si la cantidad de trabajo socialmente necesario materializado
en las mercancías es lo que determina el valor de cambio de éstas, al crecer la
cantidad de trabajo requerido para producir una mercancía aumenta
forzosamente su valor, y viceversa, al disminuir aquélla, baja éste.
Si las respectivas cantidades de trabajo necesarias para producir las mercancías
respectivas permaneciesen constantes, serían también constantes sus valores
relativos. Pero no sucede así. La cantidad de trabajo necesaria para producir una
mercancía cambia constantemente, al cambiar las fuerzas productivas del trabajo
aplicado. Cuanto mayores son las fuerzas productivas del trabajo, más productos
se elaboran en un tiempo de trabajo dado; y cuanto menores son, menos se
produce en el mismo tiempo. Si, por ejemplo, al crecer la población se hiciese
necesario cultivar terrenos menos fértiles, habría que invertir una cantidad mayor
de trabajo para obtener la misma producción, y esto haría subir el valor de los
productos agrícolas. De otra parte, si un solo hilador, con ayuda de los modernos
medios de producción, convierte en hilo, al cabo de la jornada, miles de veces
más algodón que antes en el mismo tiempo con la rueca, es evidente que ahora
cada libra de algodón absorberá miles de veces menos trabajo de hilado que
antes, y, por consiguiente, el valor que el proceso de hilado incorpora a cada
libra de algodón será miles de veces menor. Y en la misma proporción bajará el
valor del hilo.
Prescindiendo de las diferencias que se dan en las energías naturales y en la
destreza adquirida para el trabajo entre los distintos pueblos, las fuerzas
productivas del trabajo dependerán, principalmente:
1. De las condiciones naturales del trabajo: fertilidad del suelo, riqueza de los
yacimientos, etc.
2. Del perfeccionamiento progresivo de las fuerzas sociales del trabajo por efecto
de la producción en gran escala, la concentración del capital, la combinación del
trabajo, la división del trabajo, la maquinaria, los métodos perfeccionados de
trabajo, la aplicación de la fuerza química y de otras fuerzas naturales, la
reducción del tiempo y del espacio gracias a los medios de comunicación y de
transporte, y todos los demás inventos mediante los cuales la ciencia obliga a las
fuerzas naturales a ponerse al servicio del trabajo y se desarrolla el carácter
social o cooperativo de éste. Cuanto mayores son las fuerzas productivas del
trabajo, menos trabajo se invierte en una cantidad dada de productos y, por tanto,
menor es el valor de estos productos. Y cuanto menores son las [52] fuerzas
productivas del trabajo, más trabajo se emplea en la misma cantidad de
productos, y, por tanto, mayor es el valor de cada uno de ellos. Podemos, pues,
establecer como ley general lo siguiente:
Los valores de las mercancías están en razón directa al tiempo de trabajo invertido
en su producción y en razón inversa a las fuerzas productivas del trabajo empleado.
Como hasta aquí sólo hemos hablado del valor, añadiré también algunas palabras
acerca del precio, que es una forma peculiar que reviste el valor.
De por sí, el precio no es otra cosa que la expresión en dinero del valor. Los
valores de todas las mercancías de este país, por ejemplo, se expresan en
precios oro, mientras que en el continente se expresan principalmente en precios
plata. El valor del oro o de la plata se determina, como el de cualquier mercancía,
por la cantidad de trabajo necesario para su extracción. Cambiáis una cierta
suma de vuestros productos nacionales, en la que se cristaliza una determinada
cantidad de vuestro trabajo nacional, por los productos de los países productores
de oro y plata, en los que se cristaliza una determinada cantidad de su trabajo. Es
así, por el cambio precisamente, cómo aprendéis a expresar en oro y plata los
valores de todas las mercancías, es decir, las cantidades de trabajo empleadas en
su producción. Si ahondáis más en la expresión en dinero del valor, o lo que es lo
mismo, en la conversión del valor en precio, veréis que se trata de un proceso por
medio del cual dais a los valores de todas las mercancías una forma independiente
y homogénea, o mediante el cual los expresáis como cantidades de igual trabajo
social. En la medida en que sólo es la expresión en dinero del valor, el precio fue
llamado, por Adam Smith, precio natural, y por los fisiócratas franceses, prix
nécessaire [*]
¿Qué relación guardan, pues, el valor y los precios del mercado, o los precios
naturales y los precios del mercado? Todos sabéis que el precio del mercado es el
mismo para todas las mercancías de la misma clase, por mucho que varíen las
condiciones de producción de los productores individuales. Los precios del
mercado no hacen más que expresar la cantidad media de trabajo social que, bajo
condiciones medias de producción, es necesaria para abastecer e] mercado con
una determinada cantidad de cierto artículo. Se calculan con arreglo a la cantidad
global de una mercancía de determinada clase.
Hasta aquí, el precio de una mercancía en el mercado coincide con su valor. De
otra parte, las oscilaciones de los precios del mercado, que unas veces exceden
del valor o precio natural y otras [53] veces quedan por debajo de él, dependen
de las fluctuaciones de la oferta y la demanda. Los precios del mercado se
desvían constantemente de los valores, pero como dice Adam Smith:
«El precio natural es algo así como el precio central, hacia el que gravitan
constantemente los precios de todas las mercancías. Diversas circunstancias
accidentales pueden hacer que estos precios excedan a veces
considerablemente de aquél, y otras veces desciendan un poco por debajo de él.
Pero, cualesquiera que sean los obstáculos que les impiden detenerse en este
centro de reposo y estabilidad, tienden continuamente hacia él» [11].
Ahora no puedo examinar más detenidamente este asunto. Baste decir que si la
oferta y la demanda se equilibran, los precios de las mercancías en el mercado
corresponderán a sus precios naturales, es decir, a sus valores, los cuales se
determinan por las respectivas cantidades de trabajo necesario para su
producción. Pero la oferta y la demanda tienen que tender siempre a
equilibrarse, aunque sólo lo hagan compensando una fluctuación con otra, un alza
con una baja, y viceversa. Si en vez de fijaros solamente en las fluctuaciones
diarias, analizáis el movimiento de los precios del mercado durante períodos de
tiempo más largos, como lo ha hecho, por ejemplo, Mr. Tooke en su "Historia de
los Precios", descubriréis que las fluctuaciones de los precios en el mercado, sus
desviaciones de los valores, sus alzas y bajas, se paralizan y se compensan unas
con otras, de tal modo que, si prescindimos de la influencia que ejercen los
monopolios y algunas otras modificaciones que aquí tenemos que pasar por alto,
todas las clases de mercancías se venden, por término medio, por sus respectivos
valores o precios naturales. Los períodos de tiempo medios durante los cuales se
compensan entre sí las fluctuaciones de los precios en el mercado difieren según
las distintas clases de mercancías, porque en unas es más fácil que en otras
adaptar la oferta a la demanda.
Por tanto, si en términos generales y abrazando períodos de tiempo
relativamente largos, todas las clases de mercancías se venden por sus
respectivos valores, es absurdo suponer que la ganancia —no en casos aislados,
sino la ganancia constante y habitual de los distintos industriales— brote de un
recargo de los precios de las mercancías o del hecho de que se las venda por un
precio que exceda de su valor. Lo absurdo de esta idea se evidencia con
generalizarla. Lo que uno ganase constantemente como vendedor, tendría que
perderlo continuamente como comprador. No sirve de nada decir que hay gentes
que compran sin vender, consumidores que no son productores. Lo que éstos
pagasen al productor tendrían que recibirlo antes gratis de él. Si una persona
toma vuestro dinero y luego os lo devuelve comprándoos vuestras mercancías,
nunca [54] os haréis ricos, por muy caras que se las vendáis. Esta clase de
negocios podrá reducir una pérdida, pero jamás contribuir a obtener una
ganancia.
Por tanto, para explicar el carácter general de la ganancia no tendréis más
remedio que partir del teorema de que las mercancías se venden, por término
medio, por sus verdaderos valores y que las ganancias se obtienen vendiendo las
mercancías por su valor, es decir, en proporción a la cantidad de trabajo
materializado en ellas. Si no conseguís explicar la ganancia sobre esta base, no
conseguiréis explicarla de ningún modo. Esto parece una paradoja y algo
contrario a lo que observamos todos los días. También es paradójico el hecho de
que la Tierra gire alrededor del Sol y de que el agua esté formada por dos gases
muy inflamables. Las verdades científicas son siempre paradójicas, si se las mide
por el rasero de la experiencia cotidiana, que sólo percibe la apariencia
engañosa de las cosas.
NOTAS
[*] Precio necesario. (N. de la Edit.)
[11] 32. A. Smith. "An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations" («Investigación
acerca de la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones»), Vol. I, Edinburgh, 1814, p. 93.53
7. LA FUERZA DE TRABAJO
Después de analizar, en la medida en que podíamos hacerlo en un examen tan
rápido, la naturaleza del valor, del valor de una mercancía cualquiera, hemos de
encaminar nuestra atención al peculiar valor del trabajo. Y aquí, nuevamente
tengo que provocar vuestro asombro con otra aparente paradoja. Todos vosotros
estáis convencidos de que lo que vendéis todos los días es vuestro trabajo; de
que, por tanto, el trabajo tiene un precio, y de que, puesto que el precio de una
mercancía no es más que la expresión en dinero de su valor, tiene que existir, sin
duda, algo que sea el valor del trabajo. Y, sin embargo, no existe tal cosa como
valor del trabajo, en el sentido corriente de la palabra. Hemos visto que la
cantidad de trabajo necesario cristalizado en una mercancía constituye el valor.
Aplicando ahora este concepto del valor, ¿cómo podríamos determinar el valor
de una jornada de trabajo de diez horas, por ejemplo? ¿Cuánto trabajo se
encierra en esta jornada? Diez horas de trabajo. Si dijésemos que el valor de una
jornada de trabajo de diez horas equivale a diez horas de trabajo, o a la cantidad
de trabajo contenido en aquéllas, haríamos una afirmación tautológica, y además,
sin sentido. Naturalmente, después de haber desentrañado el sentido verdadero,
pero oculto, de la expresión «valor del trabajo», estaremos en condiciones de
explicar esta aplicación irracional y aparentemente imposible del valor; del
mismo modo que estamos en condiciones de explicar los movimientos aparentes
o meramente percibidos de los cuerpos celestes, después de conocer sus
movimientos reales.
[55]
Lo que el obrero vende no es directamente su trabajo, sino su fuerza de trabajo,
cediendo temporalmente al capitalista el derecho a disponer de ella. Tan es así,
que no sé si las leyes inglesas, pero sí, desde luego, algunas leyes continentales,
fijan el máximo de tiempo por el que una persona puede vender su fuerza de
trabajo. Si se le permitiese venderla sin limitación de tiempo, tendríamos
inmediatamente restablecida la esclavitud. Semejante venta, si comprendiese,
por ejemplo, toda la vida del obrero, le convertiría inmediatamente en esclavo
perpetuo de su patrono.
Thomas Hobbes, uno de los más viejos economistas y de los filósofos más
originales de Inglaterra, vio ya, en su Leviatán, instintivamente, este punto, que
todos sus sucesores han pasado por alto. Dice Hobbes:
«El valor o el mérito de un hombre es, como en las demás cosas, su precio, es
decir, lo que se daría por el uso de su fuerza».
Partiendo de esta base, podremos determinar el valor del trabajo, como el de
cualquier otra mercancía.
Pero, antes de hacerlo, cabe preguntar: ¿de dónde proviene ese hecho peregrino
de que en el mercado nos encontramos con un grupo de compradores que
poseen tierras, maquinaria, materias primas y medios de vida, cosas todas que,
fuera de la tierra virgen, son otros tantos productos del trabajo, y, de otro lado, un
grupo de vendedores que no tienen nada que vender más que su fuerza de
trabajo, sus brazos laboriosos y sus cerebros? ¿Cómo se explica que uno de los
grupos compre constantemente para obtener una ganancia y enriquecerse,
mientras que el otro grupo vende constantemente para ganar el sustento de su
vida? La investigación de este problema sería la investigación de aquello que los
economistas denominan «acumulación previa u originaria», pero que debería
llamarse, expropiación originaria. Y veríamos entonces que esta llamada
acumulación originaria no es sino una serie de procesos históricos que acabaron
destruyendo la unidad originaria que existía entre el hombre trabajador y sus
medios de trabajo. Sin embargo, esta investigación cae fuera de la órbita de
nuestro tema actual. Una vez consumada la separación entre el trabajador y los
medios de trabajo, este estado de cosas se mantendrá y se reproducirá en una
escala cada vez más vasta, hasta que una nueva y radical revolución del modo de
producción lo eche por tierra y restaure la unidad originaria bajo una forma
histórica nueva.
¿Qué es, pues, el valor de la fuerza de trabajo?
Al igual que el de toda otra mercancía, este valor se determina por la cantidad de
trabajo necesaria para su producción. La fuerza de trabajo de un hombre existe,
pura y exclusivamente, en su [56] individualidad viva. Para poder desarrollarse y
sostenerse, un hombre tiene que consumir una determinada cantidad de artículos
de primera necesidad. Pero el hombre, al igual que la máquina, se desgasta y
tiene que ser remplazado por otro. Además de la cantidad de artículos de
primera necesidad requeridos para su propio sustento, el hombre necesita otra
cantidad para criar determinado número de hijos, llamados a remplazarle a él en
el mercado de trabajo y a perpetuar la raza obrera. Además, es preciso dedicar
otra suma de valores al desarrollo de su fuerza de trabajo y a la adquisición de
una cierta destreza. Para nuestro objeto, basta con que nos fijemos en un trabajo
medio, cuyos gastos de educación y perfeccionamiento son magnitudes
insignificantes. Debo, sin embargo, aprovechar esta ocasión para hacer constar
que, del mismo modo que el coste de producción de fuerzas de trabajo de distinta
calidad es distinto, tiene que serlo también el valor de la fuerza de trabajo
aplicada en los distintos oficios. Por tanto, el clamor por la igualdad de salarios
descansa en un error, es un deseo absurdo, que jamás llegará a realizarse. Es un
brote de ese falso y superficial radicalismo que admite las premisas y pretende
rehuir las conclusiones. Dentro del sistema de trabajo asalariado el valor de la
fuerza de trabajo se fija lo mismo que el de otra mercancía cualquiera; y como
distintas clases de fuerza de trabajo tienen distintos valores o exigen distintas
cantidades de trabajo para su producción, tienen que tener distintos precios en el
mercado de trabajo. Pedir una retribución igual, o incluso una retribución
equitativa, sobre la base del sistema de trabajo asalariado, es lo mismo que pedir
libertad sobre la base de un sistema fundado en la esclavitud. Lo que pudiéramos
reputar justo o equitativo, no hace al caso. El problema está en saber qué es lo
necesario e inevitable dentro de un sistema dado de producción.
Según lo que dejamos expuesto, el valor de la fuerza de trabajo se determina por
el valor de los artículos de primera necesidad imprescindibles para producir,
desarrollar, mantener y perpetuar la fuerza de trabajo.
8. LA PRODUCCION DE LA PLUSVALIA
Supongamos ahora que el promedio de los artículos de primera necesidad
imprescindibles diariamente al obrero requiera, para su producción, seis horas
de trabajo medio. Supongamos, además, que estas seis horas de trabajo medio se
materialicen en una cantidad de oro equivalente a tres chelines. En estas
condiciones, los tres chelines serían el precio o la expresión en dinero del valor
diario de la fuerza de trabajo de este hombre. Si trabajase seis horas, [57]
produciría diariamente un valor que bastaría para comprar la cantidad media de
sus artículos diarios de primera necesidad, es decir, para mantenerse como
obrero.
Pero nuestro hombre es un obrero asalariado. Por tanto, tiene que vender su
fuerza de trabajo a un capitalista. Si se la vende por tres chelines diarios o por
dieciocho chelines semanales, la vende por su valor. Supongamos que se trata de
un hilador. Si trabaja seis horas al día, incorporará al algodón diariamente un
valor de tres chelines. Este valor diariamente incorporado por él representaría un
equivalente exacto del salario o precio de su fuerza de trabajo que se le abona
diariamente. Pero en este caso no afluiría al capitalista ninguna plusvalía o
plusproducto. Aquí es donde tropezamos con la verdadera dificultad.
Al comprar la fuerza de trabajo del obrero y pagarla por su valor, el capitalista
adquiere, como cualquier otro comprador, el derecho a consumir o usar la
mercancía comprada. La fuerza de trabajo de un hombre se consume o se usa
poniéndolo a trabajar, ni más ni menos que una máquina se consume o se usa
haciéndola funcionar. Por tanto, el capitalista, al pagar el valor diario o semanal
de la fuerza de trabajo del obrero, adquiere el derecho a servirse de ella o a
hacerla trabajar durante todo el día o toda la semana. La jornada de trabajo o la
semana de trabajo tienen, naturalmente, ciertos límites, pero sobre esto
volveremos en detalle más adelante
Por el momento, quiero llamar vuestra atención hacia un punto decisivo.
El valor de la fuerza de trabajo se determina por la cantidad de trabajo necesario
para su conservación o reproducción, pero el uso de esta fuerza de trabajo no
encuentra más límite que la energía activa y la fuerza física del obrero. El valor
diario o semanal de la fuerza de trabajo y el ejercicio diario o semanal de esta
misma fuerza de trabajo son dos cosas completamente distintas, tan distintas
como el pienso que consume un caballo y el tiempo que puede llevar sobre sus
lomos al jinete. La cantidad de trabajo que sirve de límite al valor de la fuerza de
trabajo del obrero no limita, ni mucho menos, la cantidad de trabajo que su fuerza
de trabajo puede ejecutar. Tomemos el ejemplo de nuestro hilador. Veíamos que,
para reponer diariamente su fuerza de trabajo, este hilador necesitaba reproducir
diariamente un valor de tres chelines, lo que hacía con su trabajo diario de seis
horas. Pero esto no le quita la capacidad de trabajar diez o doce horas, y aún más,
diariamente. Y el capitalista, al pagar el valor diario o semanal de la fuerza de
trabajo del hilador, adquiere el derecho a usarla durante todo el día o toda la
semana. Le hará trabajar, por tanto, supongamos, doce horas diarias. Es decir,
que sobre y por encima [58] de las seis horas necesarias para reponer su salario, o
el valor de su fuerza de trabajo, el hilador tendrá que trabajar otras seis horas,
que llamaré horas de plustrabajo, y este plustrabajo se traducirá en una plusvalía
y en un plusproducto. Si, por ejemplo, nuestro hilador, con su trabajo diario de
seis horas, añadía al algodón un valor de tres chelines, valor que constituye un
equivalente exacto de su salario, en doce horas incorporará al algodón un valor
de seis chelines y producirá la correspondiente cantidad adicional de hilo. Y, como
ha vendido su fuerza de trabajo el capitalista, todo el valor, o sea, todo el
producto creado por él pertenece al capitalista, que es el dueño pro tempore [*]
de su fuerza de trabajo. Por tanto, adelantando tres chelines, el capitalista
realizará el valor de seis, pues mediante el adelanto de un valor en el que hay
cristalizadas seis horas de trabajo, recibirá a cambio un valor en el que hay
cristalizadas doce horas de trabajo. Al repetir diariamente esta operación, el
capitalista adelantará diariamente tres chelines y se embolsará cada día seis, la
mitad de los cuales volverá a invertir en pagar nuevos salarios, mientras que la
otra mitad forma la plusvalía, por la que el capitalista no abona ningún
equivalente. Este tipo de intercambio entre el capital y el trabajo es el que sirve de
base a la producción capitalista o al sistema de trabajo asalariado, y tiene
incesantemente que conducir a la reproducción del obrero como obrero y del
capitalista como capitalista.
La cuota de plusvalía dependerá, si las demás circunstancias permanecen
invariables, de la proporción existente entre la parte de la jornada de trabajo
necesaria para reproducir el valor de la fuerza de trabajo y el tiempo
suplementario o plustrabajo destinado al capitalista. Dependerá, por tanto, de la
proporción en que la jornada de trabajo se prolongue más allá del tiempo durante
el cual el obrero, con su trabajo, se limita a reproducir el valor de su fuerza de
trabajo o a reponer su salario.
NOTAS
[*] Temporal. (N. de la Edit.)
9. EL VALOR DEL TRABAJO
Ahora tenemos que volver a la expresión de «valor o precio del trabajo».
Hemos visto que, en realidad, este valor no es más que el de la fuerza de trabajo
medido por los valores de las mercancías necesarias para su manutención. Pero,
como el obrero sólo cobra su salario después de realizar su trabajo y como,
además, sabe que lo que entrega realmente al capitalista es su trabajo, [59]
necesariamente se imagina que el valor o precio de su fuerza de trabajo es el
precio o valor de su trabajo mismo. Si el precio de su fuerza de trabajo son tres
chelines, en los que se materializan seis horas de trabajo, y si trabaja doce horas,
forzosamente tiene que representarse esos tres chelines como el valor o precio
de doce horas de trabajo, aunque estas doce horas de trabajo representan un
valor de seis chelines. De aquí se desprenden dos conclusiones:
Primera. El valor o precio de la fuerza de trabajo reviste la apariencia del precio o
valor del trabajo mismo, aunque en rigor las expresiones «valor» y «precio» del
trabajo carecen de sentido.
Segunda. Aunque sólo se paga una parte del trabajo diario del obrero, mientras
que la otra parte queda sin retribuir, y aunque este trabajo no retribuido o
plustrabajo es precisamente el fondo del que sale la plusvalía o ganancia, parece
como si todo el trabajo fuese trabajo retribuido.
Esta apariencia engañosa distingue al trabajo asalariado de las otras formas
históricas del trabajo. Dentro del sistema de trabajo asalariado, hasta el trabajo no
retribuido parece trabajo pagado. Por el contrario, en el trabajo de los esclavos
parece trabajo no retribuido hasta la parte del trabajo que se paga. Naturalmente,
para poder trabajar, el esclavo tiene que vivir, y una parte de su jornada de
trabajo sirve para reponer el valor de su propio sustento. Pero, como entre él y su
amo no ha mediado trato alguno ni se celebra entre ellos ningún acto de compra
y venta, parece como si el esclavo entregase todo su trabajo gratis.
Fijémonos por otra parte en el campesino siervo, tal como existía, casi podríamos
decir hasta ayer mismo, en todo el Este de Europa. Este campesino trabajaba, por
ejemplo, tres días para él mismo en la tierra de su propiedad o en la que le había
sido asignada, y los tres días siguientes los destinaba a trabajar obligatoriamente
y gratis en la finca de su señor. Como vemos, aquí las dos partes del trabajo, la
pagada y la no retribuida, aparecían separadas visiblemente, en el tiempo y en el
espacio, y nuestros liberales rebosaban indignación moral ante la idea absurda
de que se obligase a un hombre a trabajar de balde.
Pero, en realidad, tanto da que una persona trabaje tres días de la semana para sí,
en su propia tierra, y otros tres días gratis en la finca de su señor, como que
trabaje todos los días, en la fábrica o en el taller, seis horas para sí y seis para su
patrono; aunque en este caso la parte del trabajo pagado y la del trabajo no
retribuido aparezcan inseparablemente confundidas, y el carácter de toda la
transacción se disfrace completamente con la interposición de un contrato y el
pago abonado al final de la semana. En el primer caso, el trabajo no retribuido
aparece como [60] arrancado por la fuerza; en el segundo caso, parece
entregado voluntariamente. Tal es la única diferencia.
Siempre que emplee las palabras «valor del trabajo», las emplearé sólo como
término popular para indicar el «valor de la fuerza de trabajo».
10. SE OBTIENE GANANCIA VENDIENDO UNA MERCANCIA POR SU VALOR
Supongamos que una hora media de trabajo se materialice en un valor de seis
peniques, o doce horas medias de trabajo en un valor de seis chelines.
Supongamos, asimismo, que el valor del trabajo represente tres chelines o el
producto de seis horas de trabajo. Si en las materias primas, maquinaria, etc., que
se consumen para producir una determinada mercancía, se materializan
veinticuatro horas medias de trabajo, su valor ascenderá a doce chelines. Si,
además, el obrero empleado por el capitalista añade a estos medios de
producción doce horas de trabajo, tendremos que estas doce horas se
materializan en un valor adicional de seis chelines. Por tanto, el valor total del
producto se elevará a treinta y seis horas de trabajo materializado, equivalente a
dieciocho chelines. Pero, como el valor del trabajo o el salario abonado al obrero
sólo representa tres chelines, resultará que el capitalista no abona ningún
equivalente por las seis horas de plustrabajo rendidas por el obrero y
materializadas en el valor de la mercancía. Por tanto, vendiendo esta mercancía
por su valor, por dieciocho chelines, el capitalista obtendrá un valor de tres
chelines, sin desembolsar ningún equivalente a cambio de él. Estos tres chelines
representarán la plusvalía o ganancia que el capitalista se embolsa. Es decir, que
el capitalista no obtendrá la ganancia de tres chelines por vender su mercancía a
un precio que exceda de su valor, sino vendiéndola por su valor real.
El valor de una mercancía se determina por la cantidad total de trabajo que
encierra. Pero una parte de esta cantidad de trabajo se materializa en un valor
por el que se abonó un equivalente en forma de salarios; otra parte se materializa
en un valor por el que no se pagó ningún equivalente. Una parte del trabajo
encerrado en la mercancía es trabajo retribuido; otra parte, trabajo no retribuido.
Por tanto, cuando el capitalista vende la mercancía por su valor, es decir, como
cristalización de la cantidad total de trabajo invertido en ella, tiene
necesariamente que venderla con ganancia. Vende no sólo lo que le ha costado
un equivalente, sino también lo que no le ha costado nada, aunque haya costado
[61] el trabajo de su obrero. Lo que la mercancía le cuesta al capitalista y lo que
en realidad cuesta, son cosas distintas. Repito pues, que vendiendo las
mercancías por su verdadero valor, y no por encima de éste, es como se obtienen
ganancias normales y medias.
11. LAS DIVERSAS PARTES EN QUE SE DIVIDE LA PLUSVALIA
La plusvalía, o sea, aquella parte del valor total de la mercancía en que se
materializa el plustrabajo o trabajo no retribuido del obrero, es lo que yo llamo
ganancia. Esta ganancia no se ]a embolsa en su totalidad el empresario
capitalista. El monopolio del suelo permite al terrateniente embolsarse una parte
de esta plusvalía bajo el nombre de renta del suelo, lo mismo da si el suelo se
utiliza para fines agrícolas que si se destina a construir edificios, ferrocarriles o a
otro fin productivo cualquiera. Por otra parte, el hecho de que la posesión de los
medios de trabajo permita al empresario capitalista producir una plusvalía o, lo
que viene a ser lo mismo, apropiarse una determinada cantidad de trabajo no
retribuido, es precisamente lo que permite al propietario de los medios de
trabajo, que los presta total o parcialmente al empresario capitalista, en una
palabra, al capitalista que presta el dinero, reivindicar para sí mismo otra parte de
esta plusvalía, bajo el nombre de interés, con lo que al empresario capitalista,
como tal, sólo le queda la llamada ganancia industrial o comercial.
Con arreglo a qué leyes se opera esta división del importe total de la plusvalía
entre las tres categorías de gentes mencionadas, es una cuestión que cae
bastante lejos de nuestro tema. Pero, de lo que dejamos expuesto, se desprende,
por lo menos, lo siguiente:
La renta del suelo, el interés y la ganancia industrial no son más que otros tantos
nombres diversos para expresar las diversas partes de la plusvalía de la mercancía
o del trabajo no retribuido que en ella se materializa, y brotan todas por igual de
esta fuente y sólo de ella. No provienen del suelo como tal, ni del capital de por sí;
mas el suelo y el capital permiten a sus poseedores obtener su parte
correspondiente en la plusvalía que el empresario capitalista estruja al obrero.
Para el mismo obrero, la cuestión de si esta plusvalía, fruto de su plustrabajo o
trabajo no retribuido, se la embolsa exclusivamente el empresario capitalista o
éste se ve obligado a ceder a otros una parte de ella bajo el nombre de renta del
suelo o interés, sólo tiene una importancia secundaria. Supongamos que el
empresario capitalista maneje solamente capital propio y sea su propio
terrateniente; en este caso, toda la plusvalía irá a parar a su bolsillo.
[62]
Es el empresario capitalista quien extrae directamente al obrero esta plusvalía,
cualquiera que sea la parte que, en último termino, pueda reservarse. Por eso,
esta relación entre el empresario capitalista y el obrero asalariado es la piedra
angular de todo el sistema de trabajo asalariado y de todo el régimen actual de
producción. Por consiguiente, no tenían razón algunos de los ciudadanos que
intervinieron en nuestro debate, cuando intentaban empequeñecer las cosas y
presentar esta relación fundamental entre el empresario capitalista y el obrero
como una cuestión secundaria, aunque, por otra parte, sí tenían razón al
consignar que, en ciertas circunstancias, una subida de los precios puede afectar
de un modo muy desigual al empresario capitalista, al terrateniente, al capitalista
que facilita el dinero y, si queréis, al recaudador de contribuciones.
De lo dicho se desprende, además, otra consecuencia.
La parte del valor de la mercancía que representa solamente el valor de las
materias primas y de las máquinas, en una palabra, el valor de los medios de
producción consumidos, no arroja ningún ingreso, sino que sólo repone el capital.
Pero, aun fuera de esto, es falso que la otra parte del valor de la mercancía, la que
forma el ingreso o puede desembolsarse en salarios, ganancias, renta del suelo e
intereses, esté constituida por el valor de los salarios, el valor de la renta del
suelo, el valor de la ganancia, etc. Por el momento, dejaremos a un lado los
salarios y sólo trataremos de la ganancia industrial, los intereses y la renta del
suelo. Acabamos de ver que la plusvalía que se encierra en la mercancía o la
parte del valor de ésta en que se materializa el trabajo no retribuido, se
descompone, a su vez, en varias partes, que llevan tres nombres distintos. Pero
afirmar que su valor se halla integrado o formado por la suma de los valores
independientes de estas tres partes integrantes, sería decir todo lo contrario de la
verdad.
Si una hora de trabajo se materializa en un valor de seis peniques, y si la jornada
de trabajo del obrero es de doce horas, y la mitad de este tiempo es trabajo no
retribuido, este plustrabajo añadirá a la mercancía una plusvalía de tres chelines;
es decir, un valor por el que no se ha pagado equivalente alguno. Esta plusvalía
de tres chelines representa todo el fondo que el empresario capitalista puede
repartir, en la proporción que sea, con el terrateniente y el que le presta el
dinero. El valor de estos tres chelines forma el límite del valor que pueden
repartirse entre sí. Pero no es el empresario capitalista el que añade al valor de la
mercancía un valor arbitrario para su ganancia, añadiéndose luego otro valor
para el terrateniente, etc., etc., por donde la suma de estos valores
arbitrariamente fijados representaría el valor total. Veis, por tanto, el error de la
idea corriente que confunde [63] la descomposición de un valor dado en tres
partes con la formación de ese valor mediante la suma de tres valores
independientes, convirtiendo de este modo en una magnitud arbitraria el valor
total, del que salen la renta del suelo, la ganancia y el interés.
Supongamos que la ganancia total obtenida por el capitalista sea de 100 libras
esterlinas. Esta suma considerada como magnitud absoluta, la denominamos
volumen de ganancia. Pero si calculamos la proporción que guardan estas 100
libras esterlinas con el capital desembolsado, a esta magnitud relativa la
llamamos cuota de ganancia. Es evidente que esta cuota de ganancia puede
expresarse bajo dos formas.
Supongamos que el capital desembolsado en salarios son 100 libras. Si la plusvalía
creada arroja también 100 libras —lo cual nos demostraría que la mitad de la
jornada de trabajo del obrero está formada por trabajo no retribuido—, y si
midiésemos esta ganancia por el valor del capital desembolsado en salarios,
diríamos que la cuota de ganancia era del 100 por 100, ya que el valor
desembolsado sería cien y el valor producido doscientos.
Por otra parte, si tomásemos en consideración no sólo el capital desembolsado en
salarios, sino todo el capital desembolsado, por ejemplo, 500 libras esterlinas, de
las cuales 400 representan el valor de las materias primas, maquinaria, etc.,
diríamos que la cuota de ganancia sólo asciende al 20 por 100, ya que la ganancia
de cien libras no sería más que la quinta parte del capital total desembolsado.
El primer modo de expresar la cuota de ganancia es el único que nos revela la
proporción real entre el trabajo pagado y el no retribuido, el grado real de la
exploitation (permitidme el empleo de esta palabra francesa) del trabajo. La otra
fórmula es la usual y para ciertos fines es, en efecto, la más indicada. En todo
caso, es muy cómoda para ocultar el grado en que el capitalista estruja al obrero
trabajo gratuito.
En lo que todavía me resta por exponer, emplearé la palabra ganancia para
expresar toda la masa de plusvalía estrujada por el capitalista, sin atender para
nada a la división de esta plusvalía entre las diversas partes interesadas, y cuando
emplee el término de cuota de ganancia mediré siempre la ganancia por el valor
del capital desembolsado en salarios.
12. RELACION GENERAL ENTRE GANANCIAS, SALARIOS Y PRECIOS
Si del valor de una mercancía descontamos la parte destinada a reponer el de las
materias primas y otros medios de producción empleados, es decir. si
descontamos el valor que representa el [64] trabajo pretérito encerrado en ella, el
valor restante se reducirá a la cantidad de trabajo añadida por el obrero
últimamente empleado. Si este obrero trabaja doce horas diarias, y doce horas de
trabajo medio cristalizan en una suma de oro igual a seis chelines, este valor
adicional de seis chelines será el único valor creado por su trabajo. Este valor
dado, determinado por su tiempo de trabajo, es el único fondo del que tanto él
como el capitalista tienen que sacar su respectiva parte o dividendo, el único
valor que ha de dividirse en salarios y ganancias. Es evidente que este valor no
variará aunque varíe la proporción en que pueda dividirse entre ambas partes
interesadas. Y la cosa tampoco cambia si, en vez de un solo obrero, ponemos a
toda la población obrera, y en vez de una sola jornada de trabajo, doce millones
de jornadas de trabajo, por ejemplo.
Como el capitalista y el obrero sólo pueden repartirse este valor, que es limitado,
es decir, el valor medido por el trabajo total del obrero, cuanto más perciba el
uno menos obtendrá el otro, y viceversa. Partiendo de una cantidad dada, una de
sus partes aumentará siempre en la misma proporción en que la otra disminuye.
Si los salarios cambian, cambiarán, en sentido opuesto, las ganancias. Si los
salarios bajan, subirán las ganancias; y si aquéllos suben, bajarán éstas. Si el
obrero, arrancando de nuestro supuesto anterior, cobra tres chelines,
equivalentes a la mitad del valor creado por él, o si la totalidad de su jornada de
trabajo consiste en una mitad de trabajo pagado y otra de trabajo no retribuido,
la cuota de ganancia será del 100 por 100, ya que el capitalista obtendrá también
tres chelines. Si el obrero sólo cobra dos chelines, o sólo trabaja para sí la tercera
parte de la jornada total, el capitalista obtendrá cuatro chelines, y la cuota de
ganancia será del 200 por 100. Si el obrero cobra cuatro chelines, el capitalista
sólo recibirá dos, y la cuota de ganancia descenderá al 50 por 100. Pero todas
estas variaciones no influyen en el valor de la mercancía. Por tanto, una subida
general de salarios determinaría una disminución de la cuota general de
ganancia; pero no haría cambiar los valores.
Sin embargo, aunque los valores de las mercancías —que han de regular en
última instancia sus precios en el mercado— se hallan determinados
exclusivamente por la cantidad total de trabajo plasmado en ellos y no por la
división de esta cantidad en trabajo pagado y trabajo no retribuido, de aquí no se
deduce, ni mucho menos, que los valores de las mercancías sueltas o lotes de
mercancías fabricadas, por ejemplo, en doce horas, sean siempre los mismos. La
cantidad o la masa de las mercancías fabricadas en un determinado tiempo de
trabajo o mediante una determinada cantidad de éste, depende de la fuerza
productiva del trabajo empleado, [65] y no de su extensión en el tiempo o
duración. Con un determinado grado de fuerza productiva del trabajo de hilado,
por ejemplo, podrán producirse, en una jornada de trabajo de doce horas, doce
libras de hilo; con un grado más bajo de fuerza productiva, se producirán
solamente dos. Por tanto, si las doce horas de trabajo medio se materializan en un
valor de seis chelines, en el primer caso las doce libras de hilo costarían seis
chelines, lo mismo que costarían, en el segundo caso, las dos libras. Es decir, en
el primer caso la fibra de hilo valdría seis peniques, y en e] segundo caso, tres
chelines. Esta diferencia de precio obedecería a la diferencia existente entre las
fuerzas productivas del trabajo empleado. Con mayor fuerza productiva, una hora
de trabajo se materializaría en una libra de hilo, mientras que con una fuerza
productiva menor, en una libra de hilo se materializarían seis horas de trabajo. En
el primer caso, el precio de la libra de hilo no excedería de seis peniques,
aunque los salarios fueran relativamente altos y la cuota de ganancia baja. En el
segundo caso, ascendería a tres chelines, aun con salarios bajos y una cuota de
ganancia elevada. Y ocurriría así, porque el precio de la libra de hilo se
determina por el total del trabajo que encierra y no por la proporción en que este
total se divide en trabajo pagado y trabajo no retribuido. El hecho apuntado antes
por mí de que un trabajo bien pagado puede producir mercancías baratas y un
trabajo mal pagado mercancías caras, pierde, con esto, su apariencia paradójica.
Este hecho no es más que la expresión de la ley general de que el valor de una
mercancía se determina por la cantidad de trabajo invertido en ella y de que la
cantidad de trabajo invertido depende enteramente de la fuerza productiva a del
trabajo empleado, variando, por tanto, al variar la productividad del trabajo.
13. CASOS PRINCIPALES DE LUCHA POR LA
SUBIDA DE SALARIOS O CONTRA SU REDUCCION
Examinemos ahora seriamente los casos principales en que se procura la subida
de los salarios o se opone una resistencia a su reducción.
1. Hemos visto que el valor de la fuerza de trabajo, o el valor del trabajo, para
decirlo en términos más populares, está determinado por el valor de los artículos
de primera necesidad o por la cantidad de trabajo necesaria para su producción.
Por consiguiente, si en un determinado país el valor de los artículos de primera
necesidad que por término medio consume diariamente un obrero representa
seis horas de trabajo, expresadas en tres [66] chelines, este obrero tendrá que
trabajar diariamente seis horas para producir el equivalente de su sustento diario.
Si su jornada de trabajo es de doce horas, el capitalista le pagará el valor de su
trabajo abonándole tres chelines. La mitad de la jornada de trabajo será trabajo
no retribuido, y, por tanto, la cuota de ganancia arrojará el 100 por 100. Pero
supongamos ahora que a consecuencia de una disminución de la productividad
del trabajo, hace falta más trabajo para producir, digamos, la misma cantidad de
productos agrícolas que antes, con lo cual el precio de la cantidad media de
artículos de primera necesidad requeridos diariamente subirá de tres chelines a
cuatro. En este caso, el valor del trabajo aumentaría en una tercera parte, o sea,
en el 33 1/3 por 100. Para producir el equivalente del sustento diario del obrero,
dentro del nivel de vida anterior, serían necesarias ocho horas de la jornada de
trabajo. Por tanto, el plustrabajo bajaría de seis horas a cuatro, y la cuota de
ganancia se reduciría del 100 al 50 por 100. El obrero que, en estas condiciones,
pidiese un aumento de salario, se limitaría a exigir que se le abonase el valor
incrementado de su trabajo, ni más ni menos que cualquier otro vendedor de una
mercancía, que, cuando aumenta el coste de producción de ésta, procura que se
le pague el valor incrementado. Y si los salarios no suben, o no suben en la
proporción suficiente para compensar la subida en el valor de los artículos de
primera necesidad, el precio del trabajo descenderá por debajo del valor del
trabajo, y el nivel de vida del obrero empeorará.
Pero también puede operarse un cambio en sentido contrario. Al elevarse la
productividad del trabajo, puede ocurrir que la misma cantidad de artículos de
primera necesidad consumidos por término medio en un día baje de tres a dos
chelines, o que en vez de seis horas de la jornada de trabajo, basten cuatro para
reproducir el equivalente del valor de los artículos de primera necesidad
consumidos en un día. Esto permitirá al obrero comprar por dos chelines
exactamente los mismos artículos de primera necesidad que antes le costaban
tres. En realidad, disminuiría el valor del trabajo; pero aun con este valor
mermado el obrero dispondría de la misma cantidad de mercancías que antes. La
ganancia subiría de tres a cuatro chelines y la cuota de ganancia del 100 al 200
por 100. Y, aunque el nivel de vida absoluto del obrero seguiría siendo el mismo,
su salario relativo, y por tanto su posición social relativa, comparada con la del
capitalista, habrían bajado. Oponiéndose a esta rebaja de su salario relativo, el
obrero no haría más que luchar por obtener una parte en las fuerzas productivas
incrementadas de su propio trabajo y mantener su antigua posición relativa en la
escala social. Así, después de la derogación de las leyes cerealistas, y violando
flagrantemente las promesas solemnísimas [67] que habían hecho en su campaña
de propaganda contra aquellas leyes, los amos de las fábricas inglesas rebajaron
los salarios, por regla general, en un 10 por 100. Al principio, la oposición de los
obreros fue frustrada; pero más tarde se pudo recobrar el 10 por 100 perdido, a
consecuencia de circunstancias que no puedo detenerme a examinar aquí.
2. Los valores de los artículos de primera necesidad y, por consiguiente, el valor
del trabajo pueden permanecer invariables y, sin embargo, el precio en dinero de
aquéllos puede sufrir una alteración, porque se opere un cambio previo en el
valor del dinero.
Con el descubrimiento de yacimientos más abundantes, etc., dos onzas de oro,
por ejemplo, no supondrían más trabajo del que antes exigía la producción de
una onza. En este caso, el valor del oro descendería a la mitad, al 50 por 100. Y
como, a consecuencia de esto, los valores de todas las demás mercancías se
expresarían en el doble de su precio en dinero anterior, esto se haría extensivo
también al valor del trabajo. Las doce horas de trabajo que antes se expresaban
en seis chelines, ahora se expresarían en doce. Por tanto, si el salario del obrero
siguiese siendo de tres chelines, en vez de subir a seis, resultaría que el precio en
dinero de su trabajo sólo correspondería a la mitad del valor de su trabajo, y su
nivel de vida empeoraría espantosamente. Y lo mismo ocurriría en un grado
mayor o menor si su salario subiese, pero no proporcionalmente a la baja del
valor del oro. En este caso, no se habría operado el menor cambio, ni en las
fuerzas productivas del trabajo, ni en la oferta y la demanda, ni en los valores de
las mercancías. Sólo habría cambiado el nombre en dinero de estos valores. Decir
que en este caso el obrero no debe luchar por una subida proporcional de su
salario, equivale a pedirle que se resigne a que se le pague su trabajo en
nombres y no en cosas. Toda la historia del pasado demuestra que, siempre que
se produce tal depreciación del dinero, los capitalistas se apresuran a aprovechar
esta coyuntura para defraudar a los obreros. Una numerosa escuela de
economistas asegura que, como consecuencia de los nuevos descubrimientos de
tierras auríferas, de la mejor explotación de las minas de plata y del
abaratamiento en el suministro de mercurio, ha vuelto a bajar el valor de los
metales preciosos. Esto explicaría los intentos generales y simultáneos que se
hacen en el continente por conseguir una subida de salarios.
3. Hasta aquí hemos partido del supuesto de que la jornada de trabajo tiene
límites dados. Pero, en realidad, la jornada de trabajo no tiene, por sí misma,
límites constantes. El capital tiende constantemente a dilatarla hasta el máximo de
su duración [68] físicamente posible, ya que en la misma proporción aumenta el
plustrabajo y, por tanto, la ganancia que de él se deriva. Cuanto más consiga el
capital alargar la jornada de trabajo, mayor será la cantidad de trabajo ajeno que
se apropiará. Durante el siglo XVII, y todavía durante los dos primeros tercios del
XVIII, la jornada normal de trabajo, en toda Inglaterra, era de diez horas. Durante
la guerra antijacobina, que fue, en realidad, una guerra de los barones ingleses
contra las masas trabajadoras de Inglaterra [12], el capital vivió días orgiásticos y
prolongó la jornada de diez horas, a doce, a catorce, a dieciocho. Malthus, que no
puede infundir precisamente sospechas de tierno sentimentalismo, declaró en un
folleto, publicado hacia el año 1815, que la vida de la nación estaba amenazada
en sus raíces, si las cosas seguían como hasta allí [13]. Algunos años antes de
introducirse con carácter general las máquinas de nueva invención, hacia 1765,
vio la luz en Inglaterra un folleto titulado "An Essay on Trade" («Un ensayo sobre
la industria»). El anónimo autor [*] de este folleto, enemigo jurado de las clases
trabajadoras, declama acerca de la necesidad de extender los límites de la
jornada de trabajo. Entre otras cosas, propone crear, a este objeto, casas de
trabajo [14] que, como él mismo dice, habrían de ser «casas de terror». ¿Y cuál es
la duración de la jornada de trabajo que propone para estas «casas de terror»? De
doce horas; es decir, precisamente la jornada que en 1832 los capitalistas, los
economistas y los ministros declaraban no sólo como vigente en realidad, sino
además, como el tiempo de trabajo necesario para los niños menores de doce
años.
Al vender su fuerza de trabajo, como no tiene más remedio dentro del sistema
actual, el obrero cede al capitalista el derecho a usar esta fuerza, pero dentro de
ciertos límites razonables. Vende su fuerza de trabajo para conservarla, salvo su
natural desgaste, pero no para destruirla. Y como la vende por su valor diario o
semanal, se sobreentiende que en un día o en una semana no ha de someterse su
fuerza de trabajo a un uso o desgaste de dos días o dos semanas. Tomemos una
máquina con un valor de mil libras esterlinas. Si se agota en diez años, añadirá
anualmente cien libras al valor de las mercancías que ayuda a producir. Si se
agota en cinco años, el valor añadido por ella será de doscientas libras anuales;
es decir, que el valor de su desgaste anual está en razón inversa al tiempo en que
se agota. Pero en esto hay una diferencia entre el obrero y la máquina. La
máquina no se agota exactamente en la misma proporción en que se usa. En
cambio, el hombre se agota en una proporción mucho mayor [69] de la que
podría suponerse a base del simple aumento numérico de trabajo.
Al esforzarse por reducir la jornada de trabajo a su antigua duración razonable, o,
allí donde no pueden arrancar una fijación legal de la jornada normal de trabajo,
por contrarrestar el trabajo excesivo mediante una subida de salarios —subida
que no basta con que esté en proporción con el tiempo adicional que se les
estruja, sino que debe estar en una proporción mayor—, los obreros no hacen
más que cumplir con un deber para consigo mismos y para con su raza. Se limitan
a refrenar las usurpaciones tiránicas del capital. El tiempo es el espacio en que se
desarrolla el hombre. El hombre que no dispone de ningún tiempo libre, cuya
vida, prescindiendo de las interrupciones puramente físicas del sueño, las
comidas, etc., está toda ella absorbida por su trabajo para el capitalista, es menos
todavía que una bestia de carga. Físicamente destrozado y espiritualmente
embrutecido, es una simple máquina para producir riqueza ajena. Y, sin
embargo, toda la historia de la moderna industria demuestra que el capital, si no
se le pone un freno, laborará siempre, implacablemente y sin miramientos, por
reducir a toda la clase obrera a este nivel de la más baja degradación.
El capitalista, alargando la jornada de trabajo, puede abonar salarios más altos y
disminuir, sin embargo, el valor del trabajo, si la subida de los salarios no
corresponde a la mayor cantidad de trabajo estrujado y al más rápido
agotamiento de la fuerza de trabajo que lleva consigo. Y esto puede ocurrir
también de otro modo. Vuestros estadísticos burgueses os dirán, por ejemplo,
que los salarios medios de las familias que trabajan en las fábricas de Lancaster
han subido. Pero olvidan que ahora, en vez de ser el hombre sólo, el cabeza de
familia, son también su mujer y tal vez tres o cuatro hijos los que se ven lanzados
bajo las ruedas del carro de Yaggernat [15] del capital, y que la subida de los
salarios totales no corresponde a la del plustrabajo total arrancado a la familia.
Aun dentro de una jornada de trabajo con límites fijos, como hoy rige en todas las
industrias sujetas a la legislación fabril, puede ser necesaria una subida de
salarios, aunque sólo sea para mantener el antiguo nivel de pago del valor del
trabajo. Mediante el aumento de la intensidad del trabajo, puede hacerse que un
hombre gaste en una hora tanta fuerza vital como antes gastaba en dos. En las
industrias sometidas a la legislación fabril, esto se ha hecho realidad, hasta cierto
punto, acelerando la marcha de las máquinas y aumentando el número de
máquinas que ha de atender un solo individuo. Si el aumento de la intensidad del
trabajo o de la cantidad de trabajo consumida en una hora guarda relación [70]
adecuada con la disminución de la jornada, saldrá todavía ganando el obrero. Si
se rebasa este límite, perderá por un lado lo que gane por otro, y diez horas de
trabajo le quebrantarán tanto como antes doce. Al contrarrestar esta tendencia
del capital mediante la lucha por el alza de los salarios, en la medida
correspondiente a la creciente intensidad del trabajo, el obrero no hace más que
oponerse a depreciación de su trabajo y a la degeneración de su raza.
4. Todos sabéis que, por razones que no hay para qué exponer aquí, la
producción capitalista se mueve a través de determinados ciclos periódicos. Pasa
por fases de calma, de animación creciente, de prosperidad, de
superproducción, de crisis y de estancamiento. Los precios de las mercancías en
el mercado y la cuota de ganancia en éste siguen a estas fases, unas veces
descienden por debajo de su nivel medio y otras veces lo rebasan. Si os fijáis en
todo el ciclo, veréis que unas desviaciones de los precios del mercado son
compensadas por otras y que, sacando la media del ciclo, los precios de las
mercancías en el mercado se regulan por sus valores. Pues bien; durante las fases
de baja de los precios en el mercado y durante las fases de crisis y
estancamiento, el obrero, si es que no se ve arrojado a la calle, puede estar
seguro de ver rebajado su salario. Para que no le defrauden, el obrero debe
forcejear con el capitalista, incluso en las fases de baja de los precios en el
mercado, para establecer en qué medida se hace necesario rebajar los jornales.
Y si, durante la fase de prosperidad, en que el capitalista obtiene ganancias
extraordinarias, el obrero no batallase por conseguir que se le suba el salario, no
percibiría siquiera, sacando la media de todo el ciclo industrial, su salario medio,
o sea, el valor de su trabajo. Sería el colmo de la locura exigir que el obrero, cuyo
salario se ve forzosamente afectado por las fases adversas del ciclo, renunciase a
verse compensado durante las fases prósperas. Generalmente, los valores de
todas las mercancías se realizan exclusivamente por medio de la compensación
que se opera entre los precios constantemente variables del mercado, sometidos
a las fluctuaciones constantes de la oferta y la demanda. Dentro del sistema
actual, el trabajo sólo es una mercancía como otra cualquiera. Tiene, por tanto,
que experimentar las mismas fluctuaciones, para obtener el precio medio que
corresponde a su valor. Sería un absurdo considerarlo, por una parte, como una
mercancía, y querer exceptuarlo, por otra, de las leyes que rigen los precios de
las mercancías. El esclavo obtiene una cantidad constante y fija de medios para su
sustento; el obrero asalariado, no. Este debe intentar conseguir en unos casos la
subida de salarios, aunque sólo sea para compensar su baja en otros casos. Si se
resignase a acatar la voluntad, los [71] dictados del capitalista, como una ley
económica permanente, compartiría toda la miseria del esclavo, sin compartir, en
cambio, la seguridad de éste.
5. En todos los casos que he examinado, que son el 99 por 100, habéis visto que la
lucha por la subida de salarios sigue siempre a cambios anteriores y es el
resultado necesario de los cambios previos operados en el volumen de
producción, las fuerzas productivas del trabajo, el valor de éste, el valor del
dinero, la extensión o intensidad del trabajo arrancado, las fluctuaciones de los
precios del mercado, que dependen de las fluctuaciones de la oferta y la
demanda y se producen con arreglo a las diversas fases del ciclo industrial; en
una palabra, es la reacción de los obreros contra la acción anterior del capital. Si
enfocásemos la lucha por la subida de salarios independientemente de todas
estas circunstancias, tomando en cuenta solamente los cambios operados en los
salarios y pasando por alto los demás cambios a que aquéllos obedecen,
arrancaríamos de una premisa falsa para llegar a conclusiones falsas.
NOTAS
[12] 33. Trátase de las guerras de Inglaterra contra Francia en el período de la revolución
burguesa francesa de fines del siglo XVIII. Durante estas contiendas, el Gobierno inglés
estableció en su país un brutal régimen de terror contra las masas trabajadoras. En particular, en
dicho período fueron aplastadas varias sublevaciones populares y se adoptaron leyes que
prohibían las uniones obreras.- 68, 139
[13] 34. Carlos Marx se refiere al libelo de Malthus titulado "An Inquiry into the Nature and
Progress of Rent, and the Principles by which it is regulated" («Investigaciones sobre la naturaleza
y progreso de la renta, como también de los principios que la regulan»), London, 1815.- 68
[*] Por lo visto J. Cunningham. (N. de la Edit.)
[14] 35. Las casas de trabajo fueron abiertas en Inglaterra en el siglo XVII; con arreglo a la «ley de
pobres» aprobada en 1834, las casas de trabajo se convertían en la única forma de ayuda a los
pobres; se distinguían por su régimen presidario y fueron denominadas por el pueblo «bastillas
para los pobres».- 68
[15] 36. Yaggernat (Jagannath) es una de las encarnaciones del dios hindú Visnú. Los sacerdotes
del templo de Yaggernat obtenían grandes ingresos en la peregrinación (estimulándose la
prostitución de las bayaderas, mujeres que vivían en el templo). El culto de Yaggernat se
distinguía por los ritos muy pomposos, como igualmente por un fanatismo extremo, que se
manifestaba en los suicidios y las mutilaciones voluntarias de los creyentes. En los días de
grandes fiestas, algunos de ellos se arrojaban bajo el carro en que se paseaba la imagen de
Visnú-Yaggernat.- 69
14. LA LUCHA ENTRE EL CAPITAL Y EL TRABAJO,
Y SUS RESULTADOS
1. Después de demostrar que la resistencia periódica que los obreros ponen a la
rebaja de sus salarios y sus intentos periódicos por conseguir una subida de
salarios son fenómenos inseparables del sistema de trabajo asalariado y
responden precisamente al hecho de que el trabajo se halla equiparado a las
mercancías y por tanto, sometido a las leyes que regulan el movimiento general
de los precios; habiendo demostrado, asimismo, que una subida general de
salarios se traduciría en la disminución de la cuota general de ganancia, pero sin
afectar a los precios medios de las mercancías, ni a sus valores, surge ahora por
fin el problema de saber hasta qué punto, en la lucha incesante entre el capital y
el trabajo, tiene éste perspectivas de éxito.
Podía contestar con una generalización, diciendo que el precio del trabajo en el
mercado, al igual que el de las demás mercancías, tiene que adaptarse, con el
transcurso del tiempo, a su valor; que, por tanto, pese a todas sus alzas y bajas y a
todo lo que el obrero puede hacer, éste acabará obteniendo, por término medio,
el valor de su trabajo solamente, que se reduce al valor de su fuerza de trabajo; la
cual, a su vez, se halla determinada por el valor de los medios de sustento
necesarios para su manutención y reproducción, valor que está regulado en
último término por la cantidad de trabajo necesaria para producirlos.
[72]
Pero hay ciertos rasgos peculiares que distinguen el valor de la fuerza de trabajo o
el valor del trabajo de los valores de todas las demás mercancías. El valor de la
fuerza de trabajo está formado por dos elementos, uno de los cuales es
puramente físico, mientras que el otro tiene un carácter histórico o social. Su
límite mínimo está determinado por el elemento físico; es decir, que para poder
mantenerse y reproducirse, para poder perpetuar su existencia física, la clase
obrera tiene que obtener los artículos de primera necesidad absolutamente
indispensables para vivir y multiplicarse. El valor de estos medios de sustento
indispensables constituye, pues, el límite mínimo del valor del trabajo. Por otra
parte, la extensión de la jornada de trabajo tiene también sus límites extremos,
aunque sean muy elásticos. Su límite máximo lo traza la fuerza física del obrero. Si
el agotamiento diario de sus energías vitales rebasa un cierto grado, no podrá
desplegarlas de nuevo día tras día. Pero, como decíamos, estos límites son muy
elásticos. Una sucesión rápida de generaciones raquíticas y de vida corta
abastecería el mercado de trabajo exactamente lo mismo que una serie de
generaciones vigorosas y de vida larga.
Además de este elemento puramente físico, en la determinación del valor del
trabajo entra el nivel de vida tradicional en cada país. No se trata solamente de la
vida física, sino de la satisfacción de ciertas necesidades, que brotan de las
condiciones sociales en que viven y se educan los hombres. El nivel de vida
inglés podría descender hasta el grado del irlandés, y el nivel de vida de un
campesino alemán hasta el de un campesino livonio. La importancia del papel
que a este respecto desempeñan la tradición histórica y la costumbre social,
puede verse en el libro de Mr. Thornton sobre la "Superpoblación", donde se
demuestra que en distintas regiones agrícolas de Inglaterra los jornales medios
siguen todavía hoy siendo distintos, según las condiciones más o menos
favorables en que esas regiones se redimieron de la servidumbre.
Este elemento histórico o social que entra en el valor del trabajo puede dilatarse
o contraerse, e incluso extinguirse del todo, de tal modo que sólo quede en pie el
límite físico. Durante la guerra antijacobina —que, como solía decir el incorregible
beneficiario de impuestos y prebendas, el viejo George Rose, se emprendió para
que los infieles franceses no destruyeran los consuelos de nuestra santa
religión—, los honorables colonos ingleses, a los que tratamos con tanta suavidad
en una de nuestras sesiones anteriores, redujeron los jornales de los obreros del
campo hasta por debajo de aquel mínimo estrictamente físico, completando la
diferencia indispensable para asegurar la [73] perpetuación física de la raza
mediante las leyes de pobres [16]. Era un método excelente para convertir al
obrero asalariado en esclavo, y al orgulloso yeoman de Shakespeare en
indigente.
Si comparáis los salarios o valores del trabajo normales en distintos países y en
distintas épocas históricas dentro del mismo país, veréis que el valor del trabajo
no es, por sí mismo, una magnitud constante, sino variable, aun suponiendo que
los valores de las demás mercancías permanezcan fijos.
Una comparación similar de las cuotas de ganancia en el mercado demostraría que
no varían solamente éstas, sino también sus cuotas medias.
Ahora bien, por lo que se refiere a la ganancia, no existe ninguna ley que le trace
un mínimo. No puede decirse cuál es el límite extremo de su baja. ¿Y por qué no
puede establecerse este límite? Porque si podemos fijar el salario mínimo, no
podemos, en cambio, fijar el salario máximo. Lo único que podemos decir es que,
dados los límites de la jornada de trabajo, el máximo de ganancia corresponde al
mínimo físico del salario, y que, partiendo de salarios dados, el máximo de
ganancia corresponde a la prolongación de la jornada de trabajo, en la medida en
que sea compatible con las fuerzas físicas del obrero. Por tanto, el máximo de
ganancia se halla limitado por el mínimo físico del salario y por el máximo físico
de la jornada de trabajo. Es evidente que, entre los dos límites extremos de esta
cuota de ganancia máxima, cabe una escala inmensa de variantes. La
determinación de su grado efectivo se dirime exclusivamente por la lucha
incesante entre el capital y el trabajo; el capitalista pugna constantemente por
reducir los salarios a su mínimo físico y prolongar la jornada de trabajo hasta su
máximo físico, mientras que el obrero presiona constantemente en el sentido
contrario.
El problema se reduce, por tanto, al problema de las fuerzas respectivas de los
contendientes.
2. En lo que atañe a la limitación de la jornada de trabajo, lo mismo en Inglaterra
que en los demás países, nunca se ha reglamentado sino por ingerencia de la ley.
Sin la constante presión de los obreros desde fuera, la ley jamás habría
intervenido. En todo caso, este resultado no podía alcanzarse mediante convenios
privados entre los obreros y los capitalistas. Esta necesidad de una acción política
general es precisamente la que demuestra que, en el terreno puramente
económico de lucha, el capital es la parte más fuerte.
En cuanto a los límites del valor del trabajo, su fijación efectiva depende siempre
de la oferta y la demanda, refiriéndome a la demanda de trabajo por parte del
capital y a la oferta de trabajo por los obreros. En los países coloniales, la ley de
la oferta y la [74] demanda favorece a los obreros. De aquí el nivel relativamente
alto de los salarios en los Estados Unidos. En ese país, haga lo que haga el capital,
no puede evitar que el mercado de trabajo esté constantemente desabastecido,
por la constante transformación de los obreros asalariados en labradores
independientes, con fuentes propias de subsistencia. Para gran parte de la
población norteamericana, la situación del obrero asalariado no es más que una
estación de tránsito, que está seguro de abandonar al cabo de un tiempo más o
menos corto. Para remediar este estado de cosas en las colonias, el paternal
Gobierno británico ha adoptado hace algún tiempo la llamada moderna teoría de
la colonización, que consiste en fijar a los terrenos coloniales un precio
artificialmente alto, para, de este modo, impedir la transformación demasiado
rápida del obrero asalariado en labrador independiente.
Pero, pasemos ahora a los viejos países civilizados, en que el capital domina todo
el proceso de producción. Fijémonos, por ejemplo, en la subida de los jornales
de los obreros agrícolas en Inglaterra, de 1849 a 1859. ¿Cuáles fueron sus
consecuencias? Los agricultores no pudieron subir el valor del trigo, como les
habría aconsejado nuestro amigo Weston, ni siquiera su precio en el mercado.
Por el contrario, tuvieron que resignarse a verlo bajar. Pero, durante estos once
años, introdujeron máquinas de todas clases y aplicaron métodos más científicos,
transformaron una parte de las tierras de labor en pastizales, aumentaron la
extensión de sus granjas, y con ella la escala de la producción; y de este modo,
haciendo disminuir por estos y por otros medios la demanda de trabajo, gracias
al aumento de sus fuerzas productivas, volvieron a crear una superpoblación
relativa en el campo. Tal es el método general con que opera el capital en los
países poblados de antiguo, para reaccionar, más rápida o más lentamente,
contra las subidas de salarios. Ricardo observó acertadamente que la máquina
estaba en continua competencia con el trabajo, y con harta frecuencia sólo podía
introducirse cuando el precio del trabajo subía hasta cierto límite [17], pero la
aplicación de maquinaria no es más que uno de los muchos métodos empleados
para aumentar las fuerzas productivas del trabajo. Este mismo proceso de
desarrollo que deja relativamente sobrante el trabajo simple simplifica, por otra
parte, el trabajo calificado, y, por tanto, lo deprecia.
La misma ley se impone, además, bajo otra forma. Con el desarrollo de las
fuerzas productivas del trabajo, se acelera la acumulación del capital, aun en el
caso de que el tipo de salarios sea relativamente alto. De aquí podría inferirse,
como lo hizo Adam Smith, en cuyos tiempos la industria moderna estaba aún en su
[75] infancia, que la acumulación acelerada del capital tiene que inclinar la
balanza a favor del obrero, haciendo crecer la demanda de su trabajo. Situándose
en el mismo punto de vista, muchos autores contemporáneos se asombran de
que, a pesar de haber crecido en los últimos veinte años el capital inglés mucho
más rápidamente que la población inglesa, los salarios no hayan experimentado
un aumento mayor. Pero es que, simultáneamente con la acumulación progresiva,
se opera un cambio progresivo en cuanto a la composición del capital. La parte del
capital global formada por capital constante: maquinaria, materias primas,
medios de producción de todo género, crece con mayor rapidez que la parte
destinada a salarios, o sea, a comprar trabajo. Esta ley ha sido puesta de
manifiesto, bajo una forma más o menos precisa, por el Sr. Barton, Ricardo,
Sismondi, el profesor Richard Jones, el profesor Ramsay, Cherbuliez y otros.
Si la proporción entre estos dos elementos del capital era originariamente de 1 :
1, al desarrollarse la industria será de 5 : 1, y así sucesivamente. Si de un capital
global de 600 se desembolsan para instrumentos, materias primas, etc., 300, y
300 para salarios, para que pueda absorber 600 obreros en vez de 300, basta con
doblar el capital global. Pero, si de un capital de 600 se invierten 500 en
maquinaria, materiales, etc., y solamente 100 en salarios, para poder colocar a
600 obreros en vez de 300, este capital tiene que aumentar de 600 a 3.600. Por
tanto, al desarrollarse la industria, la demanda de trabajo no avanza con el mismo
ritmo que la acumulación del capital. Aumenta, sin duda, pero aumenta en una
proporción constantemente decreciente, comparándola con el incremento del
capital.
Estas pocas indicaciones bastarán para poner de relieve que el propio desarrollo
de la industria moderna contribuye por fuerza a inclinar la balanza cada vez más
en favor del capitalista y en contra del obrero, y que, como consecuencia de esto,
la tendencia general de la producción capitalista no es a elevar el nivel medio de
los salarios, sino, por el contrario, a hacerlo bajar, o sea, a empujar más o menos
el valor del trabajo a su límite mínimo. Pero si la tendencia de las cosas, dentro de
este sistema, es tal, ¿quiere esto decir que la clase obrera deba renunciar a
defenderse contra las usurpaciones del capital y cejar en sus esfuerzos por
aprovechar todas las posibilidades que se le ofrezcan para mejorar
temporalmente su situación? Si lo hiciese, veríase degradada en una masa
uniforme de hombres desgraciados y quebrantados, sin salvación posible. Creo
haber demostrado que las luchas de la clase obrera por el nivel de los salarios
son episodios inseparables de todo el sistema de salarios, que en el 99 por 100 de
los casos sus esfuerzos por elevar los salarios no son más que esfuerzos [76]
dirigidos a mantener en pie el valor dado del trabajo, y que la necesidad de
forcejear con el capitalista acerca de su precio va unida a la situación del obrero,
que le obliga a venderse a sí mismo como una mercancía. Si en sus conflictos
diarios con el capital los obreros cediesen cobardemente, se descalificarían sin
duda para emprender movimientos de mayor envergadura.
Al mismo tiempo, y aun prescindiendo por completo del esclavizamiento general
que entraña el sistema de trabajo asalariado, la clase obrera no debe exagerar
ante sus propios ojos el resultado final de estas luchas diarias. No debe olvidar
que lucha contra los efectos, pero no contra las causas de estos efectos; que lo
que hace es contener el movimiento descendente, pero no cambiar su dirección;
que aplica paliativos, pero no cura la enfermedad. No debe, por tanto, entregarse
por entero a esta inevitable guerra de guerrillas, continuamente provocada por
los abusos incesantes del capital o por las fluctuaciones del mercado. Debe
comprender que el sistema actual, aun con todas las miserias que vuelca sobre
ella, engendra simultáneamente las condiciones materiales y las formas sociales
necesarias para la reconstrucción económica de la sociedad. En vez del lema
conservador de: «¡Un salario justo por una jornada de trabajo justa!», deberá
inscribir en su bandera esta consigna revolucionaria: «¡Abolición del sistema de
trabajo asalariado!»
Después de esta exposición larguísima y me temo que fatigosa, que he
considerado indispensable para esclarecer un poco nuestro tema principal, voy a
concluir, proponiendo la siguiente resolución:
1. Una subida general del nivel de los salarios acarrearía una baja de la cuota
general de ganancia, pero no afectaría, en términos generales, a los precios de
las mercancías.
2. La tendencia general de la producción capitalista no es elevar el nivel medio
del salario, sino reducirlo.
3. Las tradeuniones trabajan bien como centros de resistencia contra las
usurpaciones del capital. Fracasan, en algunos casos, por usar poco
inteligentemente su fuerza. Pero, en general, son deficientes por limitarse a una
guerra de guerrillas contra los efectos del sistema existente, en vez de esforzarse,
al mismo tiempo, por cambiarlo, en vez de emplear sus fuerzas organizadas como
palanca para la emancipación definitiva de la clase obrera; es decir, para la
abolición definitiva del sistema de trabajo asalariado .
Se publica de acuerdo con el manuscrito.
Escrito por C. Marx entre fines de mayo y el 27 de junio de 1865.
Publicado por vez primera en Traducido del inglés.
folleto aparte en Londres, en 1898.
NOTAS
[16] 37. En virtud de las leyes de pobres, vigentes en Inglaterra desde el siglo XVI, en cada
parroquia se cobraba un impuesto especial de ayuda a los pobres; los parroquianos que no
podían mantenerse por sí mismos y a sus familias, recibían un subsidio de la caja de ayuda a los
pobres.- 73
[17] 38. D. Ricardo. "On the Principles of Political Economy, and Taxation" («A propósito de los
principios de la Economía Política y de los impuestos»), London, 1821, p. 479.- 74, 442
[77]
C. MARX
INSTRUCCION SOBRE DIVERSOS PROBLEMAS A
LOS DELEGADOS DEL CONSEJO CENTRAL
[1]
PROVISIONAL
1. ORGANIZACION DE LA ASOCIACION
INTERNACIONAL
El Consejo Central Provisional recomienda el plan de organización tal y como ha
sido trazado en los Estatutos Provisionales. La experiencia de dos años prueba lo
justo de dicho plan y las posibilidades de su adaptación a los diferentes países,
sin perjuicio para la unidad de acción. Para el año próximo recomendamos que
Londres sea la sede del Consejo Central, puesto que la situación en el continente
no parece ser propicia para cambios.
Por supuesto, los miembros del Consejo Central serán elegidos por el Congreso
(§ 5 de los Estatutos Provisionales), con derecho de cooptación.
El Secretario General será elegido en el Congreso por un año y será el único
miembro pagado de la Asociación. Proponemos que se le paguen dos libras
esterlinas por semana.
La contribución uniforme anual de cada individuo miembro de la Asociación será de
medio penique (quizá un penique). El precio del carnet de miembro se pagará
aparte.
Al llamar a los miembros de la Asociación a formar mutualidades y a establecer
vínculos internacionales entre ellas, dejamos, a la vez, la iniciativa en este
problema («établissement des sociétés de secours mutuels; appui moral et matériel
accordé aux orphelins de l'Association») a los suizos, que lo han propuesto en la
Conferencia de septiembre último pasado [2].
[78]
2. MANCOMUNIDAD INTERNACIONAL
DE LOS ESFUERZOS,
POR MEDIO DE LA ASOCIACION,
PARA LA LUCHA ENTRE
EL TRABAJO Y
EL CAPITAL
(a) Desde un punto de vista general, esta cuestión abarca toda la actividad de la
Asocisción Internacional, cuyo objetivo es mancomunar y llevar a un mismo cauce
los esfuerzos de la clase obrera, hasta ahora dispersos, de los distintos países en
la lucha por su emancipación.
(b) Una de las principales funciones que la Asociación ha cumplido hasta el
momento con mucho éxito, es la de hacer frente a las intrigas de los capitalistas,
siempre dispuestos en los casos de huelga o de cierre de empresas a abusar de
los obreros extranjeros, empleándolos como instrumento contra los obreros
nativos. Una de las grandes metas de la Asociación es lograr que los obreros de
los distintos países, además de sentirse hermanos y camaradas, actúen como tales
en la lucha por su emancipación formando en el ejército de la emancipación.
(c) Una gran «mancomunidad internacional de los esfuerzos», que nosotros
sugerimos, será una investigación estadística de la situación de la clase obrera en
todos los países, llevada a cabo por la clase obrera misma. A fin de actuar con
cierta probabilidad de éxito, es preciso conocer los materiales con los que se ha
de trabajar. Al iniciar tan gran obra, los obreros mostrarán que son capaces de
tomar sus destinos en sus propias manos. Por eso proponemos:
Que en todo logar en que exista una sección de nuestra Asociación se comience
el trabajo inmediatamente y se recojan datos concretos sobre los distintos puntos
señalados en el esquema de la investigación que va adjunto.
El Congreso invita a todos los obreros de Europa y los Estados Unidos de
América a colaborar en la recolección de elementos de dicha estadística sobre la
clase obrera; los informes y datos concretos se enviarán al Consejo Central. Este,
partiendo de dichos materiales, redactará un informe general, acompañándolo de
datos concretos en el suplemento
Este informe, con el suplemento, se presentará al Congreso ordinario anual y, una
vez aprobado, se publicará a costa de la Asociación.
[79]
ESQUEMA GENERAL DE LA ENCUESTA,
QUE, DESDE LUEGO, PUEDE SER MODIFICADO
EN CADA LUGAR
1. Industria, su denominación.
2. Edad y sexo de sus trabajadores.
3. Número de ocupados.
4. Salarios y sueldos: (a) de los aprendices; (b) pago por jornal o por pieza; pago
que abonan los intermediarios. Promedio del salario semanal y anual.
5. (a) Horas de trabajo en las fábricas. (b) Horas de trabajo en las empresas de
pequeños patronos y en la producción doméstica, caso de que exista ese tipo de
producción. (c) Trabajo de noche y de día.
6. Intervalos para la comida. Tratamiento de los obreros.
7. Carácter del taller y del trabajo: estrechez del local, deficiente ventilación,
escasez de luz solar, empleo de alumbrado de gas. Limpieza, etc.
8. Género de ocupación.
9. Efecto del trabajo en el estado físico.
10. Condiciones morales. Educación.
11. Carácter de la producción. Es temporal o se distribuye más o menos
regularmente a lo largo de todo el año; se observan o no considerables
fluctuaciones, está o no sujeta a la competencia extranjera; si atiende
principalmente el mercado interior o el exterior, etc.
3. LIMITACION DE LA JORNADA DE TRABAJO
La condición preliminar, sin la que todas las tentativas de mejorar la situación de
los obreros y de su emancipación están condenadas al fracaso, es la limitación de
la jornada de trabajo.
Es necesaria para restaurar la salud y la fuerza física de la clase obrera, que es la
armazón básica de toda nación, lo mismo que para asegurar a los obreros las
posibilidades de desarrollo intelectual, de mantener relaciones sociales y de
dedicarse a actividades sociales y políticas.
Nosotros proponemos 8 horas de trabajo como límite legal de la duración de la
jornada laboral. Esta limitación es la demanda general de los obreros de Estados
Unidos de América [3]; el voto del Congreso la hará plataforma común de la clase
obrera del mundo entero.
Para información de los miembros continentales de la Asociación, cuya
experiencia en materia de legislación fabril es relativamente reciente,
añadiremos que ninguna restricción legal [80] alcanzará el objetivo planteado y
todas serán vulneradas por el capital si no se fija con precisión el período del día
en que deben encajar estas 8 horas. La duración de este período debe ser de 8
horas de trabajo y unas pausas adicionales para la comida. Por ejemplo, si los
distintos intervalos para comer ocupan una hora, el período legal del día será de
9 horas, digamos desde las 7 de la mañana hasta las 4 de la tarde o desde las 8 de
la mañana hasta las 5 de la tarde, y así sucesivamente. El trabajo nocturno debe
admitirse sólo en casos excepcionales en ciertas industrias especificadas por la
ley. La tendencia debe ser la de suprimir del todo el trabajo nocturno.
Este párrafo se refiere sólo a los trabajadores adultos de ambos sexos; por cierto,
las mujeres deben excluirse rigurosamente de todo trabajo nocturno, al igual que
de todos los tipos de trabajo peligrosos para el organismo frágil de la mujer o
que lo expongan al efecto de sustancias tóxicas y nocivas. Entendemos por
adultos a los que han alcanzado la edad de 18 años.
4. EL TRABAJO DE LOS JOVENES Y NIÑOS
(DE AMBOS SEXOS)
Consideramos que es progresiva, sana y legítima la tendencia de la industria
moderna a incorporar a los niños y los jóvenes a cooperar en el gran trabajo de la
producción social, aunque, bajo el régimen capitalista, ha sido deformada hasta
llegar a ser una abominación. En todo régimen social razonable, cualquier niño de
9 años de edad debe ser un trabajador productivo del mismo modo que todo
adulto apto para el trabajo debe obedecer la ley general de la naturaleza, a
saber: trabajar para poder comer, y trabajar no sólo con la cabeza, sino también
con las manos. Sin embargo, en el presente, nos ocupamos sólo de los niños y los
jóvenes de ambos sexos de la clase obrera.
Por razones fisiológicas estimamos que los niños y los jóvenes de ambos sexos
deben dividirse en tres clases, que requieren distinto tratamiento: la primera
comprende a los niños de 9 a 12 años de edad; la segunda, a los de 13 a 15 años,
y la tercera, a los de 16 y 17 años de edad. Proponemos que la ley restrinja el
trabajo de los niños de la primera clase a dos horas en todos los tipos de talleres o
a domicilio; la duración del trabajo para los niños de la segunda clase debe ser
de cuatro horas y para los de la tercera, de seis horas. Para la tercera clase
deberá hacerse un intervalo de una hora, como mínimo, para comer o descansar.
Sería deseable que la enseñanza en las escuelas elementales comenzase antes de
los 9 años de edad; pero aquí tratamos nada [81] más que del más indispensable
antídoto contra las tendencias del régimen social que reduce al obrero a la
condición de simple instrumento de acumulación de capital y convierte a los
padres, agobiados por la miseria, en esclavistas que venden a sus propios hijos.
Hay que defender los derechos de los niños y los jóvenes, ya que ellos no pueden
hacerlo. Esta es la razón de que la sociedad tenga el deber de intervenir en su
favor.
Si la burguesía y la aristocracia muestran negligencia respecto de sus deberes
para con sus descendientes, es cosa suya. A la vez que disfruta de los privilegios
de estas clases, el oiño se ve condenado a sufrir las consecuencias de sus
prejuicios.
El caso de la clase obrera es completamente distinto. El obrero no es libre en sus
actos. En demasiado frecuentes casos resulta tan ignorante que no es capaz de
comprender los verdaderos intereses de su hijo o las condiciones normales de
desarrollo humano. De cualquier modo, la parte más ilustrada de la clase obrera
se da perfecta cuenta de que el porvenir de su clase y, por tanto, de la
humanidad, depende enteramente de la formación de la joven generación
obrera. Sabe que antes de nada es preciso preservar a los niños y los jóvenes
contra los efectos destructivos del sistema vigente. Esto sólo se puede conseguir
mediante la transformación de la razón social en fuerza social, y en las
circunstancias presentes esto sólo es posible a través de leyes generales
aplicadas por el poder del Estado. Con la aplicación de semejantes leyes, la clase
obrera no fortalece en modo alguno el poder del Gobierno. Al contrario,
convierte en arma propia el poder que se utiliza ahora contra ella, consigue
mediante un acto legislativo general lo que estaría procurando en vano a través
de multitud de esfuerzos individuales dispersos.
Partiendo de eso, decimos que no se debe permitir en caso alguno a los padres y
los patronos el empleo del trabajo de los niños y jóvenes si ese empleo no se
conjuga con la educación.
Por educación entendemos tres cosas:
Primero, educación mental.
Segundo, educación física, como la que se da en los gimnasios y mediante los
ejercicios militares.
Tercero, educación tecnológica, que da a conocer los principios generales de
todos los procesos de la producción e inicia, a la vez, al niño y al joven en el
manejo de los instrumentos elementales de todas las industrias.
A la distribución de los niños y los jóvenes obreros en tres clases debe
corresponder un curso gradual y progresivo de formación mental, física y
tecnológica. Los gastos para el mantenimiento de las escuelas tecnológicas deben
cubrirse en parte mediante la venta de su producción.
[82]
La combinación del trabajo productivo retribuido, la formación mental, los
ejercicios físicos y la enseñanza politécnica pondrá a la clase obrera muy por
encima del nivel de la aristocracia y la burguesía.
De suyo se entiende que el empleo del trabajo de niños de 9 a 17 años de edad
de noche o en cualquier industria nociva para la salud debe estar rigurosamente
prohibido por la ley.
5. TRABAJO COOPERATIVO
La Asociación Internacional de los Trabajadores se propone unir, llevando a un
mismo cauce, los movimientos espontáneos de la clase obrera, pero, de ninguna
manera, dictarle o imponerle cualquier sistema doctrinario. Por eso, el Congreso
no debe proclamar uno u otro sistema especial de cooperación, sino que ha de
limitarse a la enunciación de algunos principios generales.
(a) Nosotros estimamos que el movimiento cooperativo es una de las fuerzas
transformadoras de la sociedad presente, basada en el antagonismo de clases. El
gran mérito de este movimiento consiste en mostrar que el sistema actual de
subordinación del trabajo al capital, sistema despótico que lleva al pauperismo,
puede ser sustituido con un sistema republicano y bienhechor de asociación de
productores libres e iguales.
(b) Pero, el movimiento cooperativo, limitado a las formas enanas, las únicas que
pueden crear con sus propios esfuerzos los esclavos individuales del trabajo
asalariado, jamás podrá transformar la sociedad capitalista. A fin de convertir la
producción social en un sistema armónico y vasto de trabajo cooperativo son
indispensables cambios sociales generales, cambios de las condiciones generales
de la sociedad, que sólo pueden lograrse mediante el paso de las fuerzas
organizadas de la sociedad, es decir, del poder político, de manos de los
capitalistas y propietarios de tierras a manos de los productores mismos.
(c) Recomendamos a los obreros que se ocupen preferentemente de la
producción cooperativa, y no del comercio cooperativo. Este último no afecta más
que la superficie del actual sistema económico, mientras que la primera socava
sus cimientos.
(d) Recomendamos a todas las sociedades cooperativas que conviertan una parte
de sus ingresos comunes en fondo de propaganda de sus principios, tanto con el
ejemplo, como con la palabra, a saber, contribuyendo al establecimiento de
nuevas sociedades cooperativas de producción, a la par con la difusión de su
doctrina.
(e) A fin de evitar la degeneración de las sociedades cooperativas en simples
sociedades burguesas por acciones (sociétés par [83] actions), los obreros de
cada empresa, independientemente de si están asociados o no, deben cobrar
igual parte de los ingresos. Podemos consentir, a título de compromiso
puramente temporal, que los asociados cobren, además, un interés mínimo.
6. SOCIEDADES OBRERAS (TRADE'UNIONS).
SU PASADO, SU PRESENTE Y SU PORVENIR
(a) Su pasado.
El capital es una fuerza social concentrada, mientras el obrero no dispone más
que de su fuerza de trabajo. Por consiguiente, el contrato entre el capital y el
trabajo jamás puede concertarse sobre bases equitativas, equitativas incluso
desde el punto de vista de la sociedad en la que la propiedad sobre los medios
materiales de existencia y de trabajo se halla de un lado, y las energías
productivas vitales, del lado opuesto. La única fuerza social de los obreros está en
su número. Pero, la fuerza numérica se reduce a la nada por la desunión. La
desunión de los obreros nace y se perpetúa debido a la inevitable competencia
entre ellos mismos.
Originariamente, las tradeuniones nacieron de los intentos espontáneos que
hacían los obreros para suprimir o, al menos, debilitar esta competencia, a fin de
conseguir unos términos del contrato que les liberasen de la situación de simples
esclavos. El objetivo inmediato de las tradeuniones se limitaba, por eso, a las
necesidades cotidianas, a los intentos de detener la incesante ofensiva del
capital, en una palabra, a cuestiones de salarios y de duración del tiempo de
trabajo. Semejante actividad de las tradeuniones, además de legítima, es
necesaria. Es indispensable mientras exista el actual modo de producción. Es
más, esta actividad debe extenderse ampliamente mediante la formación y la
unidad de las tradeuniones en todos los países. Por otra parte, sin darse cuenta
ellas mismas, las tradeuniones se fueron convirtiendo en centros de organización
de la clase obrera, del mismo modo que las municipalidades y las comunas
medievales lo habían sido para la burguesía. Si decimos que las tradeuniones son
necesarias para la lucha de guerrillas entre el capital y el trabajo, cabe saber que
son todavía más importantes como fuerza organizada para suprimir el propio
sistema de trabajo asalariado y el poder del capital.
(b) Su presente.
Ocupadas con demasiada frecuencia en las luchas locales e inmediatas contra el
capital, las tradeuniones no han adquirido aún plena conciencia de su fuerza en la
lucha contra el sistema de la esclavitud asalariada. Por eso han estado demasiado
al margen [84] del movimiento general social y político. Sin embargo,
últimamente, por lo visto, se ha despertado en ellas la conciencia de su gran
misión histórica, como lo prueban, por ejemplo, su participación en el
movimiento político de Inglaterra [4], la más amplia comprensión de su función
en los Estados Unidos [5] y la siguiente resolución adoptada en la reciente gran
Conferencia de los delegados de las tradeuniones celebrada en Sheffield [6]:
«La conferencia, apreciando en su justo valor los esfuerzos de la Asociación
Internacional para unir con lazos fraternales a los obreros de todos los países,
recomienda encarecidamente a las distintas sociedades representadas aquí que
se afilíen a dicha Asociación, con el convencimiento de que eso contribuye
esencialmente al progreso y la prosperidad de toda la comunidad obrera».
(c) Su porvenir.
Aparte de sus propósitos originales, deben ahora aprender a actuar
deliberadamente como centros organizadores de la clase obrera ante el magno
objetivo de su completa emancipación. Deben apoyar a todo movimiento social y
político en esta direccion. Considerándose y actuando como los campeones y
representantes de toda la clase obrera, tienen el deber de llevar a sus filas a los
obreros no asociados (non-society men). Deben preocuparse solícitas por los
obreros de las ramas más miserablemente retribuidas, como, digamos, de los
obreros agrícolas, que, vistas las circunstancias excepcionales, se ven privados
de toda capacidad de acción. Las tradeuniones deben mostrar a todo el mundo
que no luchan por intereses estrechos y egoístas, que su objetivo es la
emancipación de los millones de oprimidos.
7. IMPUESTOS DIRECTOS E INDIRECTOS
(a) No hay modificación de la forma de gravámenes impositivos que produzca
cambios importantes en las relaciones entre el trabajo y el capital.
(b) No obstante, de tener que elegir entre los dos sistemas de gravámenes
impositivos, recomendamos la total abolición de los impuestos indirectos y su
sustitución completa por los directos;
Porque los impuestos indirectos hacen subir los precios de las mercancías, ya
que los comerciantes añaden a dichos precios, tanto el importe de los impuestos
indirectos como el interés y la ganancia sobre el capital desembolsado para
pagarlos;
Porque los impuestos indirectos ocultan ante cada individuo lo que éste paga al
Estado, mientras que el directo no se encubre con nada, se cobra abiertamente y
no puede engañar siquiera al menos listo. Por consiguiente, los impuestos
directos impulsan a cada uno a controlar el Gobierno, mientras que los indirectos
destruyen toda tendencia a la autogestión (self-government).
[85]
8. CREDITO INTERNACIONAL
Hay que dejar la iniciativa en manos de los franceses.
9. LA CUESTION DE POLONIA
(a) ¿Por qué los obreros curopeos plantean esta cuestión? En primer termino,
porque existe una conspiración de silencio entre los agitadores y los escritores
burgueses, aunque patrocinen a todas las nacionalidades del continente e incluso
de Irlanda. ¿Cuál es la causa de este silencio? Pues, eso ocurre porque, tanto los
aristócratas, como los burgueses ven en esta oscura potencia asiática, que se
halla detrás de los bastidores, el último baluarte frente a la ascendiente ola del
movimiento obrero. Esta potencia sólo puede ser destruida efectivamente a
través de la restauración de Polonia sobre una base democrática.
(b) Dados los recientes cambios ocurridos en Europa Central y, en particular, en
Alemania, es necesaria más que nunca la existencia de una Polonia democrática.
Sin ella, Alemania se convertirá en avanzadilla de la Santa Alianza [7], mientras
que con ella, cooperará con la Francia republicana. El movimiento de la clase
obrera se verá continuamente interrumpido, trabado y retardado mientras no se
haya resuelto esta importante cuestión europea.
(c) Es un deber especial de la clase obrera de Alemania el tomar la iniciativa en
esta cuestión, puesto que Alemania es uno de los participantes en los repartos de
Polonia.
10. EJERCITOS
(a) La influencia deletérea de los grandes ejércitos permanentes en la producción
ha sido expuesta suficientemente en los congresos burgueses de toda
denominación, congresos de la paz, económicos, estadísticos, filantrópicos y
sociológicos. Por eso consideramos completamente superfluo extendernos sobre
ese particular.
(b) Proponomos el armamento general del pueblo y su instruccion general en el
uso de las armas.
(c) Aceptamos como necesidad temporal la existencia de pequeños ejércitos
permanentes, como escuelas de oficiales de la milicia; todo ciudadano de sexo
masculino debe scrvir en dichos ejércitos durante un período muy corto.
[86]
11. CUESTION RELIGIOSA
Hay que dejar la iniciativa en manos de los franceses.
-------------Escrito por C. Marx a fines de octubre y noviembre de 1866.
Se publica de acuerdo con el texto de agosto de 1866. del periódico "The
International Courier".
Publicado en los núms. 6-7 del periódico "The International Traducido del inglés.
Courier", del 20 de febrero, los núms. 8-10 del 13 de marzo de 1867 y en los núms.
10 y 11 del periódico de "Le Courrier international", del 9 y 16 de marzo de 1867,
así como en los núms. 10 y 11 de la revista "Der Vorbote",
NOTAS
[1]
39. La presente Instrucción fue escrita por Marx para los delegados al Consejo Central Provisional
(denominado posteriormente Consejo General), enviados al I Congreso de la Asociación
Internacional de los Trabajadores celebrado del 3 al 8 de setiembre de 1866, en Ginebra. La
Instrucción sugería las soluciones a los problemas a examinar en el Congreso. Se planteaban en
ella varios problemas concretos, y la lucha por el cumplimiento de estos últimos debía unir a las
masas obreras, elevar su conciencia de clase e incorporarlas a la lucha común de la clase obrera.
De los nueve puntos formulados por Marx seis fueron aprobados como resoluciones del
Congreso: acerca de la unidad internacional de acción, de la reducción de la jornada de trabajo,
del trabajo de los niños y las mujeres, del trabajo cooperativo, de los sindicatos y de los ejércitos
permanentes.- 77
[2] 40. Trátase de la Conferencia de Londres se celebró del 25 al 29 de septiembre de 1865.
Participaron en sus labores los miembros del Consejo General y los dirigentes de diversas
secciones. La Conferencia escuchó el informe del Consejo General, aprobó su rendición de
cuentas financieras y el orden del día del próximo Congreso. La Conferencia de Londres,
preparada y celebrada bajo la dirección de Marx, desempeñó un gran papel en el período del
devenir y la constitución de la Internacional.- 77, 264
[3] 41. La cuestión del establecimiento legislativo de la jornada de 8 horas se discutió en el
Congreso obrero norteamericano de Baltimore, celebrado del 20 al 25 de agosto de 1866. El
Congreso examinó igualmente las cuestiones siguientes: la actividad política de los obreros, las
sociedades cooperativas, la adhesión de todos los obreros a las tradeuniones, las huelgas, etc.79, 441
[4] 42. Trátase de la amplia participación de las tradeuniones inglesas en el movimiento
democrático general en pro de la segunda reforma del derecho electoral en los años de 1865 a
1867. La primera tuvo lugar en 1831-1832 y dio acceso al parlamento a representantes de la
burguesía industrial.
El 23 febrero de 1865, en la asamblea de los partidarios de la reforma del derecho electoral, a
iniciativa y con la participación activa del Consejo General de la Internacional, se adoptó el
acuerdo de fundar la Liga de la reforma, que se erigió en centro político de dirección del
movimiento masivo de los obreros por la segunda reforma. A instancia de Marx, la Liga de la
reforma planteó las reivindicaciones del derecho electoral para toda la población masculina
adulta del país. Sin embargo, debido a las vacilaciones de los radicales burgueses en la dirección
de la Liga, asustados por el movimiento masivo de los obreros, así como a la política de
conciliación de los líderes oportunistas de las tradeuniones, la Liga no pudo llevar a la práctica la
línea trazada por el Consejo General; la burguesía inglesa consiguió escindir el movimiento, y en
1867 se celebró una reforma mutilada, concediéndose el derecho de elegir nada más que a la
pequeña burguesía y a las capas más altas de la clase obrera, de modo que el grueso de la clase
obrera siguió privado de derechos políticos.- 84, 440, 441
[5] 43. Durante la guerra civil de los EE.UU., las tradeuniones norteamericanas apoyaban
activamente a los Estados del Norte en su lucha contra los esclavistas.- 84
[6] 44. La Conferencia de las tradeuniones británicas de Sheffield se celebró del 17 al 21 de julio
de 1866, discutiéndose en ella la cuestión de los lock-out.- 84
[7] 45. La Santa Alianza fue un pacto reaccionario concertado en 1815 por los monarcas de Rusia,
Austria y Prusia para aplastar el movimiento revolucionario en los diversos países y salvaguardar
las monarquías feudales.- 85, 95
[87]
C. MARX
PROLOGO A LA PRIMERA EDICION ALEMANA
[1]
DEL PRIMER TOMO DE E L C A P I T A L
El trabajo, cuyo primer tomo propongo al público, es la continuación de la
"Contribución a la crítica de la Economía política", publicada por mí en 1859. El
largo intervalo transcurrido entre el comienzo y la continuación me ha sido
impuesto por una enfermedad de muchos años que ha interrumpido la labor
repetidas veces.
El contenido de la obra primitiva está resumido en el primer capítulo de este tomo
[2]. Y al hacerlo así, no se ha atendido sólo a conseguir que sean más coherentes
y completas las ideas, sino que se ha mejorado la exposición. En la medida en
que la materia lo ha permitido, se han desarrollado aquí puntos que antes apenas
se esbozaron, mientras que otros, ampliamente desarrollados allí, aquí
simplemente se enuncian. Los capítulos sobre la historia de la teoría del valor y de
la teoría del dinero, por supuesto, han sido omitidos del todo. En cambio, el lector
del trabajo anterior encontrará en las notas del primer capítulo referencias a
nuevas fuentes para el estudio de la historia de estas teorías.
El principio siempre es duro; esto vale para todas las ciencias. Por eso, la máxima
dificultad la constituirá la comprensión del primer capítulo, en particular, los
párrafos referentes al análisis de la mercancía. En cuanto a lo que toca
especialmente al análisis de la sustancia del valor y de la magnitud del valor he
procurado, [88] en la medida de lo posible, exponerlo en forma popular [*] . La
forma valor, que llega a su pleno desarrollo en la forma dinero, es muy simple y
de poco contenido. No obstante, la inteligencia humana se ha dedicado a
investigarla durante más de 2.000 años, sin resultado, mientras que otras formas
más complejas y de contenido mucho más rico han sido analizadas, por lo menos
aproximadamente, con resultado positivo. Y esto, ¿por qué? Porque es más fácil
de estudiar el cuerpo organizado que las células del cuerpo. Además, para
analizar las formas económicas, no se puede utilizar ni el microscopio ni los
reactivos químicos. La capacidad de abstracción ha de suplir a ambos. Ahora
bien: para la sociedad burguesa, la forma mercancía del producto del trabajo o la
forma valor de la mercancía son formas económicas celulares. A los espíritus
poco cultivados les parece que analizar estas formas significa perderse en
minucias. Se trata efectivamente de minucias, pero de minucias como las que son
objeto de la anatomía microscópica.
Por eso, a excepción del capítulo sobre la forma valor, nadie podrá acusar a este
libro de difícil o incomprensible. Me refiero, por supuesto, a lectores que traten
de aprender algo nuevo y quieran, por tanto, pensar por sí mismos.
El físico, para observar los procesos naturales, o bien lo hace donde se presentan
en forma más acusada y menos deformada por influencias perturbadoras, o bien,
si puede, hace experimentos en condiciones que aseguren el desarrollo del
proceso en su forma pura. Lo que me propongo investigar en esta obra es el
modo de producción capitalista y las relaciones de producción y de cambio que
le corresponden. El país clásico para ello es hasta ahora Inglaterra. De aquí el
que haya tomado de él los principales hechos que sirven de ilustración a mis
conclusiones teóricas. Si el lector alemán alza los hombros con gesto de fariseo
ante la situación de los trabajadores industriales y agrícolas ingleses o si se
tranquiliza con optimismo pensando que en Alemania las cosas no están, ni con
mucho, tan mal, tendré que decirle: De te fabula narratur! [*] [3]
[89]
No se trata aquí del grado de desarrollo, más alto o más bajo, que alcanzan los
antagonismos sociales engendrados por las leyes naturales de la producción
capitalista. Se trata de las leyes mismas, de las tendencias mismas que actúan y se
imponen con una necesidad férrea. El país industrialmente más desarrollado no
hace más que mostrar al que es menos desarrollado el cuadro de su propio
porvenir.
Pero aparte de esto: en los sitios donde la producción capitalista ha tomado por
completo carta de naturaleza en nuestro país, por ejemplo, en las fábricas
propiamente dichas, la situación es mucho peor que en Inglaterra, por faltar el
contrapeso de la legislación fabril. En todas las esferas restantes, pesa sobre
nosotros, como sobre los demás países continentales de la Europa Occidental, no
sólo el desarrollo de la producción capitalista, sino su insuficiente desarrollo.
Además de las miserias modernas, nos oprime toda una serie de miserias
heredadas, procedentes del hecho de seguir vegetando entre nosotros formas de
producción antiguas y ya caducas que acarrean un conjunto de relaciones
sociales y políticas anacrónicas. No sufrimos sólo a causa de los vivos, sino a
causa de los muertos. Le mort saisit le vif! [*]*
En comparación con la inglesa, la estadística social alemana y del resto de la
Europa Occidental continental, es muy pobre. Sin embargo, levanta el velo lo
bastante para dejar entrever la cabeza de Medusa. Nos horrorizaríamos de ver
nuestra propia situación si nuestros gobiernos y parlamentos designasen
periódicamente, como en Inglaterra, comisiones de investigación de las
condiciones económicas; si estas comisiones estuviesen investidas de los mismos
poderes que en Inglaterra para descubrir la verdad; si se pudiera encontrar, para
cumplir esta misión, hombres tan expertos, imparciales y severos como los
inspectores del trabajo de Inglaterra, como los médicos ingleses que informan
sobre la Public Health [*]**, como los comisarios ingleses que investigan sobre la
explotación de la mujer y del niño, sobre las condiciones de la vivienda y de la
alimentación, etc. Perseo se cubría con un casco mágico para perseguir a los
monstruos; nosotros nos colocamos este casco mágico sobre nuestros ojos y
nuestros oídos para poder negar la existencia de los monstruos.
No hay que hacerse ilusiones. Del mismo modo que la guerra de la
Independencia norteamericana del siglo XVIII [4] fue el toque a rebato para la
clase media europea, la guerra civil norteamericana del XIX [5] lo ha sido para la
clase obrera de Europa. En Inglaterra, el proceso revolucionario se ha hecho
palpable. Cuando [90] alcance un determinado nivel debe repercutir en el
continente. Y allí revistirá formas más brutales o más humanas, a tono con el
grado de desarrollo de la clase obrera misma. Abstracción hecha de móviles más
elevados, sus más vitales intereses mandan a las clases hoy dominantes eliminar
todos los obstáculos para el desarrollo de la clase obrera que pueden ser
eliminados por la legislación. Esta es la razón por la cual yo me he extendido
tanto en este tomo sobre la historia, el contenido y los resultados de la legislación
fabril inglesa. Una nación debe y puede aprender de otra. Incluso en el caso en
que una sociedad haya llegado a descubrir la pista de la ley natural que preside
su movimiento —y la finalidad de esta obra es descubrir la ley económica que
mueve la sociedad moderna— no puede saltar ni suprimir por decreto sus fases
naturales del desarrollo. Pero puede acortar y hacer menos doloroso el parto.
Unas palabras para evitar posibles interpretaciones falsas. A los capitalistas y
propietarios de tierra no los he pintado de color de rosa. Pero aquí se habla de
las personas sólo como personificación de categorías económicas, como
portadores de determinadas relaciones e intereses de clase. Mi punto de vista,
que enfoca el desarrollo de la formación económica de la sociedad como un
proceso histórico-natural, puede menos que ningún otro hacer responsable al
individuo de unas relaciones de las cuales socialmente es producto, aunque
subjetivamente pueda estar muy por encima de ellas.
En el terreno de la Economía política, la investigación científica libre se
encuentra con más enemigos que en todos los demás campos. La particular
naturaleza del material de que se ocupa levanta contra ella y lleva al campo de
batalla las pasiones más violentas, más mezquinas y más odiosas que anidan en el
pecho humano: las furias del interés privado. La alta Iglesia de Inglaterra [6], por
ejemplo, perdona antes un ataque contra 38 de sus 39 artículos de fe que contra
1/39 de sus ingresos monetarios. Hoy en día, el mismo ateísmo es una culpa levis
[*], comparado con la crítica de las tradicionales relaciones de propiedad. Sin
embargo, aquí hay que reconocer la existencia de un paso adelante.
Observemos, por ejemplo, el Libro Azul publicado en las últimas semanas con el
título "Correspondence with Her Majesty's Missions Abroad, regarding Industrial
Questions and Trades Unions" [7]. Los representantes de la corona de Inglaterra
en el extranjero exponen aquí sin ambages que en Alemania, en Francia, en una
palabra, en todos los países cultos del continente europeo es tan palpable y tan
inevitable como en Inglaterra una transformación radical [91] de las relaciones
entre el capital y el trabajo. Al mismo tiempo, al otro lado del Atlántico, el señor
Wade, vicepresidente de los Estados Unidos de Norteamérica, declaraba en
mítines públicos que, abolida la esclavitud, se ha puesto sobre el tapete la
transformación de las relaciones de propiedad sobre el capital y la tierra. Son
éstos signos de la época, que no se dejan encubrir con mantos de púrpura ni con
sotanas negras. No significan que mañana se vayan a producir milagros. Indican
que en las mismas clases dominantes apunta ya el presentimiento de que la
sociedad actual no es ningún cristal duro, sino un organismo susceptible de
transformación y en transformación constante.
El segundo tomo de esta obra tratará del proceso de circulación del capital (libro
II) y de los aspectos del proceso en su conjunto (libro III); y el tercero y último
(libro IV), de la historia de la teoría.
Bienvenido sea todo juicio crítico científico. Contra los prejuicios de la llamada
opinión pública, a la que nunca he hecho concesiones, tengo por divisa el lema
del gran florentino:
Segui il tuo corso, e lascia dir le genti! [*]*
Carlos Marx
Londres, 25 de julio de 1867
Publicado por vez primera en el libro: Karl Marx. "Das Kapital. de la cuarta edición
alemana Erster Band, Hamburg, 1867. Traducido del alemán.
Se publica de acuerdo con el texto Kritik der politischen Oekonomie". de 1890.
NOTAS
[1]
46. "El Capital" es una obra genial del marxismo. Marx dedicó los cuarenta años últimos de su
vida a su trabajo principal (iniciado en los años 40).
Marx comenzó el estudio sistemático de la Economía política a fines de 1843, en París. Sus
primeras investigaciones en este dominio hallaron reflejo en las obras "Manuscritos económicos y
filosóficos de 1844", "La ideología alemana", "Miseria de la Filosofía", "Trabajo asalariado y
capital", "Manifiesto del Partido Comunista", etc.
Después de cierto intervalo, debido a la revolución de 1848-1849, Marx pudo proseguir sus
investigaciones económicas sólo en Londres, capital a la que tuvo que emigrar en agosto de 1849.
En el período de 1857-1858, Marx redacta un manuscrito de 50 pliegos de imprenta, algo así como
borrador de esbozo de "El Capital". El manuscrito fue publicado por primera vez en 1939-1941
por el Instituto de Marxismo-Leninismo anejo al CC del PCUS en alemán bajo el título de
"Grundrisse der Kritik der politischen Oekonomie" («Rasgos fundamentales de la crítica de la
Economía política»). Al propio tiempo, Marx hace el primer esbozo del plan de toda la obra, al
que detalla en los meses sucesivos y adopta en abril de 1858 el acuerdo de exponer todo el
trabajo en 6 libros. Sin embargo, pronto Marx decide comenzar la edición de la obra por partes,
en fascículos sueltos.
En 1858 comienza a redactar el primer fascículo, denominándolo "Contribución a la crítica de la
Economía política". El libro salió en 1859.
En el curso del trabajo, Marx cambió el plan inicial de su obra. El plan de 6 libros fue sustituido
por el de 4 tomos de "El Capital". En 1863-1865 redacta un nuevo y extenso manuscrito que es
precisamente una primera variante detallada de los tres tomos teóricos de "El Capital". Sólo
después de estar escrito todo el trabajo (enero de 1866), Marx procede a la revisión definitiva del
mismo antes de entregarlo a la imprenta, pero, a consejo de Engels, decide no preparar todo el
trabajo, sino principalmente, el primer tomo. Marx efectúa esta revisión definitiva con mucha
escrupulosidad, sometiendo, de hecho, a una nueva redacción el primer tomo de "El Capital".
Publicado el primer tomo (setiembre de 1867), Marx continúa redactándolo con motivo de la
preparación de nuevas ediciones en alemán y de traducciones en lenguas extranjeras. Introduce
numerosas correcciones en la segunda edición (1872) y da indicaciones sustanciales con motivo
de la edición rusa, que sale en Petersburgo en 1872 y es la primera edición extranjera de "El
Capital". Marx somete a una reelaboración y redacción considerables la traducción francesa, que
se publica en fascículos en los años de 1872 a 1875.
Por otra parte, después de aparecer el primer tomo de "El Capital", Marx continúa trabajando con
los tomos siguientes, proponiéndose terminar pronto toda la obra. Pero no lo consigue. Le quita
mucho tiempo su multiforme actividad en el Consejo General de la I Internacional. Se hacen cada
vez más frecuentes las interrupciones del trabajo debido al mal estado de la salud.
Los dos tomos siguientes de "El Capital" fueron preparados para la imprenta por Engels después
de la muerte de Marx: el segundo, en 1885, y el tercero, en 1894.- 87[2]
47. Marx se refiere al primer capítulo ("Mercancía y dinero") en la primera edición alemana del I
tomo de "El Capital". En la segunda edición y las siguientes de este tomo en alemán le
corresponde la primera sección.- 87, 442
[**] Esto me ha parecido tanto más necesario, cuanto que incluso el capítulo del trabajo de F.
Lassalle contra Schulze-Delitzsch en el que declara explicar la «quinta esencia intelectual» de mi
investigación sobre este tema (nota 48), contiene errores importantes. En passant (dicho sea de
paso), si F. Lassalle ha tomado de mis trabajos, casi literalmente y hasta con la terminología
creada por mí, todas las tesis teóricas generales de sus escritos económicos (por ejemplo, las
tesis sobre el carácter histórico del capital, sobre la conexión entre las relaciones de producción y
el modo de producción, etc., etc.) y lo ha hecho sin citar las fuentes, ha sido simplemente con fines
de propaganda. Naturalmente, no me refiero a las tesis concretas ni a las aplicaciones prácticas
de éstas, con lo que nada tengo que ver.
[*] Contigo va el cuento. Horacio, "Sátiras", libro I, sátira I. (N. de la Edit.)
[3] 48. Trátase del capítulo tercero del trabajo de F. Lasalle "Herr Bastiat — Schulze von Delitzsch,
der ökonomische Julian, oder: Capital und Arbeit" («El señor Bastiat-Schulze von Delitzsch, el
Jualiano económico, o: Capital y trabajo»), Berlin, 1864.- 88
[**] ¡El muerto se agarra al vivo! (N. de la Edit.)
[***] Sanidad pública. (N. de la Edit.)
[4] 11. La guerra de la Independencia de las colonias norteamericanas de Inglaterra (1775-1783)
contra la dominación inglesa debió su origen a la aspiración de la joven nación burguesa
norteamericana a la independencia y a la supresión de los obstáculos que impedían el desarrollo
del capitalismo. Como resultado de la victoria de los norteamericanos se formó un Estado burgués
independiente: los Estados Unidos de América.- 19, 89, 165.
[5] 4. La guerra civil de Norteamérica (1861-1865) se libró entre los Estados industriales del Norte y
los sublevados Estados esclavistas del Sur. La clase obrera se Inglaterra se opuso a la política de
la burguesía nacional, que apoyaba a los plantadores esclavistas, e impidió con su acción la
intervención de Inglaterra en esa contienda.- 6, 19, 38, 89, 119, 164
[6] 49. La alta Iglesia era una corriente de la Iglesia anglicana que tenía adeptos principalmente
entre la aristocracia; mantenía los pomposos ritos antiguos, subrayando la continuidad entre ella y
el catolicismo.- 90
[*] Un pecado venial. (N. de la Edit.)
[7] 3. Libros Azules (Blue Books), denominación general de las publicaciones de documentos del
parlamento inglés y de los documentos diplomáticos del Ministerio del Exterior, debida al color
azul de la cubierta. Se editan en Inglaterra a partir del siglo XVII y son la fuente oficial
fundamental de datos sobre la historia económica y diplomática del país.
En la pág. 6 trátase del "Informe de la comisión para investigar la acción de las leyes referentes al
destierro y a los trabajos forzados", t. I, Londres, 1863; en la pág. 90, de la "Correspondencia con
las misiones extranjeras de Su Majestad sobre problemas de la industria y las tradeuniones",
Londres, 1867.- 6, 90[*]
¡Sigue tu camino y deja que la gente murmure! (Dante. "La divina comedia", El purgatorio, canto
V, parafraseado.) (N. de la Edit.)
[92]
C. MARX
PALABRAS FINALES A LA SEGUNDA EDICION
ALEMANA DEL PRIMER TOMO DE "EL CAPITAL"
DE 1872
Para comenzar tengo que señalar a los lectores de la primera edición los cambios
efectuados en la segunda. Salta a la vista la estructura más clara del libro. Las
notas suplementarias vienen marcadas en todas partes como notas a la segunda
edición. En cuanto al propio texto, lo esencial se reduce a lo siguiente.
En el capítulo I, sección 1, la deducción del valor a partir del análisis de las
ecuaciones, en las que se expresa todo valor de cambio, se ha realizado con un
mayor rigor científico. Del mismo modo, la relación entre la sustancia del valor y
la determinación de la magnitud de éste mediante el tiempo de trabajo
socialmente necesario, a la que sólo se ha hecho alusión en la primera edición, se
expone explícitamente en la segunda. El capítulo I, sección 3 ("La forma del
valor") ha sido revisado completamente, puesto que, en la primera edición, el
problema se expuso dos veces. De paso diré que esta doble exposición se debe a
mi amigo el Doctor L. Kugelmann, de Hannover. Yo lo visité en la primavera de
1867, cuando las primeras pruebas llegaron de Hamburgo, y me convenció que
para la mayoría de los lectores era necesaria una explanación suplementaria, más
didáctica de la forma del valor. La última parte del primer capítulo ("El fetichismo
de la mercancía") ha sido modificado en gran medida. La parte 1 del capítulo III
("Medida de valores") fue revisada minuciosamente, ya que, en la [93] primera
edición, la sección había sido tratada con cierta ligereza, al hacerse referencia a
la explicación dada ya en el libro "Contribución a la crítica de la Economía
política", Berlín, 1859. El capítulo VII, en particular la sección 2, fue rehecho
considerablemente.
Sería inútil señalar todos los cambios parciales del texto quc, en muchos casos,
son nada más que de estilo. Están dispersos en todo el libro. Sin embargo, al
revisar la traducción francesa, que va a salir en París, he visto que algunas partes
del original alemán necesitan una revisión a fondo, mientras que otras requieren
una redacción de estilo o la supresión de fallas ocasionales. Pero me faltó tiempo
para eso, ya que sólo en otoño de 1871, estando ocupado en otros trabajos
inaplazables, me informaron que el libro se había agotado y que se comenzaría a
imprimir la segunda edición ya en enero de 1872.
La acogida que ha obtenido rápidamente "El Capital" entre los vastos medios de
la clase obrera alemana es la mejor recompensa de mi trabajo. El señor Mayer,
fabricante de Viena, que en los problemas de Economía representa el punto de
vista burgués, señala con razón en un folleto [1] aparecido durante la guerra
franco-prusiana [2] que la gran capacidad de pensamiento teórico, considerada
como patrimonio hereditario de los alemanes, ha desaparecido enteramente en
las llamadas clases cultas de Alemania, para reaparecer, en cambio, entre la
clase obrera [3].
Hasta ahora, en Alemania, la Economía política ha sido una ciencia extranjera.
Gustavo von Gülich, en su "Geschichtliche Darstellung des Handels, de Gewerbe
etc." («Exposición histórica del comercio, de los oficios...»), sobre todo en los dos
primeros tomos de dicha obra, salidos en 1830, pone en claro ya en gran parte las
condiciones históricas que impedían en nuestro país el progreso del modo de
producción capitalista y, por tanto, la formación de la sociedad burguesa
moderna. Por tanto, no había base vital para la Economía política. Esta última se
importaba de Inglaterra y Francia como artículo hecho; los profesores alemanes
de Economía política eran unos escolares. La expresión teórica de la realidad
ajena se convirtió en sus manos en una colección de dogmas interpretados en el
espíritu del mundo pequeñoburgués que les rodeaba, es decir, de manera
tergiversada. Incapaces de ahogar el sentimiento de su impotencia científica y la
desagradable conciencia de tener que desempeñar el papel de maestros en una
esfera que les era realmente ajena, procuraron encubrirse con la aparente
riqueza de erudición histórica y literaria o añadiendo materiales completamente
extraños del dominio de las llamadas ciencias camerales, de esa mescolanza de
distintos datos, cuyo purgatorio debía resistir todo candidato a burócrata alemán
lleno de esperanzas.
[94]
A partir de 1848, la producción capitalista se ha desarrollado rápidamente en
Alemania, y en el presente está experimentando ya el pleno florecimiento
especulativo. Pero, en cuanto a nuestros economistas profesionales, la suerte les
sigue siendo desfavorable. Mientras tenían la posibilidad de ocuparse
imparcialmente de la Economía política, en la realidad alemana no había
relaciones económicas modernas. Y cuando éstas aparecieron, existían ya unas
circunstancias que no admitían la posibilidad de estudio imparcial de dichas
relaciones dentro del cuadro de los horizontes burgueses. Por cuanto la
Economía política es burguesa, es decir, por cuanto no ve en el régimen
capitalista una fase históricamente transitoria del desarrollo, sino, al contrario, la
forma absoluta y final de la producción social, puede seguir siendo científica sólo
mientras la lucha de clases se halle en estado latente o se manifieste en
fenómenos aislados o esporádicos.
Veamos el caso de Inglaterra. Su Economía política clásica pertenece al período
de lucha de clases no desarrollada. Ricardo, su último gran representante, en fin
de cuentas, toma conscientemente como punto de partida de su investigación el
antagonismo de los intereses de clase, del salario y la ganancia, de la ganancia y
la renta del suelo, considerando ingenuamente este antagonismo como una ley
natural de la vida social. A la par con ello, la ciencia económica burguesa alcanzó
su último límite, infranqueable ya para ella. Ya en vida de Ricardo, y en oposición
a él, apareció la crítica de la Economía política burguesa, personificada por
Sismondi [*].
El período siguiente, el de 1820 a 1830, se distingue en Inglaterra por una gran
actividad científica en la esfera de la Economía política. Es una época de
divulgación y propagación de la teoría de Ricardo y, a la vez, de su lucha contra
la vieja escuela. Tienen lugar brillantes torneos. Lo hecho en esa época por los
economistas se conoce poco en el continente europeo, ya que la polémica se
dispersa en su mayor parte en artículos de revista, folletos y otros impresos
ocasionales. La situación contemporánea explica el carácter libre de dicha
polémica, aunque la teoría de Ricardo se empleaba ya a la sazón, como
excepción, como arma para atacar a la economía burguesa. Por una parte, la
propia gran industria apenas salía de la infancia, como lo muestra ya el que sólo
con la crisis de 1825 comience el ciclo periódico de su vida moderna. Por otra
parte, la lucha de clases entre el capital y el trabajo fue relegada a segundo
plano: en la palestra política [95] la ofuscaba la discordia entre los señores
feudales y los gobiernos unidos en torno a la Santa Alianza [4], de un lado, y las
masas populares dirigidas por la burguesía, de otro lado; en la palestra
económica, la ofuscaban las disensiones entre el capital industrial y la propiedad
aristocrática sobre la tierra, que en Francia se ocultaban tras el antagonismo entre
la propiedad parcelaria y la gran propiedad de la tierra, y en Inglaterra, a partir
de las leyes cerealistas [5], se manifestaban abiertamente. Las publicaciones
sobre Economía política en Inglaterra de dicha época recuerdan el período de
embate en Economía política en Francia después de la muerte del Doctor
Quesnay, pero sólo como el veranillo de San Miguel recuerda la primavera. En
1830 sobreviene la crisis que lo decide todo de golpe.
En Francia y en Inglaterra, la burguesía conquista el poder político. Desde este
momento, la lucha de clases, práctica y teórica, va adquiriendo formas cada vez
más acusadas y amenazadoras. Al propio tiempo suena la hora final de la
Economía política burguesa. A partir de ese período ya no se trata de si es justo o
no uno u otro teorema, sino de si es útil o perjudicial para el capital, de si es
cómodo o incómodo, de si coincide o no con los razonamientos de la policía. La
investigación desinteresada cede lugar al pugilato pagado, las investigaciones
científicas imparciales son sustituidas por las de mala fe y la apologética servil.
Por cierto, los insignificantes tratados, con los que la Liga contra las leyes
cerealistas, bajo los auspicios de los fabricantes Cobden y Bright, importuna el
público, ofrecen aún cierto interés, si no científico, al menos histórico, merced a
sus ataques contra la aristocracia propietaria de tierras. Ahora bien, la legislación
librecambista [6] de Sir Robert Peel arranca a la Economía política vulgar este
último aguijón.
La revolución continental de 1848 tuvo también repercusión en Inglaterra. Los
hombres que tenían todavía la pretensión de científicos y que aspiraban a ser
algo más que simples sofistas y sicofantes de las clases dominantes procuraban
conciliar la Economía política del capital con las demandas del proletariado, de
las que ya no podía más hacer caso omiso. De ahí el somero sincretismo
representado mejor que nadie por John Stuart Mill. Es la declaración de la
bancarrota de la Economía política borguesa, como lo ha mostrado,
magistralmente N. Chernyshevski, gran sabio y crítico ruso, en su "Ensayo de
Economía política según Mill".
Así, en Alemania, el modo capitalista de producción maduró sólo después de
manifestarse su carácter antagónico en Inglaterra y en Francia en las violentas
batallas de la lucha histórica, con la particularidad de que el proletariado alemán
ya poseía una conciencia teórica de clase mucho más clara que la burguesía [96]
alemana. Por tanto, en cuanto surgieron aquí las condiciones en que la Economía
política burguesa, como ciencia, parecía posible, era en realidad ya imposible.
En tales circunstancias, sus portavoces se dividieron en dos campos. Unos,
prudentes, ambiciosos y prácticos, se agruparon en torno de la bandera de
Bastiat, el representante más banal y, por ende, más logrado de la apologética de
la Economía vulgar. Otros, enteramente penetrados de la dignidad profesoral de
su ciencia, siguieron a John Stuart Mill en su tentativa de conciliar lo inconciliable.
Los alemanes, en el período de la decadencia de la Economía política burguesa,
al igual que en el período clásico de la misma, no pasaron de simples escolares,
adoradores e imitadores, de miserables tenderos al servicio de las grandes
firmas extranjeras.
Por consiguiente, el desarrollo histórico peculiar de la sociedad alemana descarta
todo progreso original de la Economía política burguesa, pero no la posibilidad
de criticarla. Por cuanto tal crítica en general representa a una clase, sólo puede
representar a la clase que tiene como misión histórica el destruir el modo de
producción capitalista y abolir definitivamente las clases, es decir, sólo puede
representar al proletariado.
Los portavoces sabios e ignorantes de la borguesía alemana intentaron
inicialmente recurrir a la conspiración del silencio contra "El Capital", como lo
habían conseguido en lo tocante a mis trabajos más tempranos. Pero, en cuanto
esta táctica dejó de responder a las condiciones de la época, publicaron, so
pretexto de criticar mi libro, instrucciones para «calmar la conciencia burquesa».
Pero tropezaron, en la prensa obrera —véanse, por ejemplo, los artículos de
Joseph Dietzgen en "Volksstaat" [7]— con adversarios más fuertes que ellos, que
hasta hoy no han recibido respuesta [*] [8] [9].
[97]
Una excelente traducción rusa de "El Capital" apareció en la primavera de 1872,
en Petersburgo. La edición de 3.000 ejemplares está ya casi agotada. Ya en 1871,
el señor N. I. Sieber, profesor de Economía política de la Universidad de Kíev, en
su trabajo "Teoria chennosmi i kapimaka D. Rikardo" («La teoría del valor y del
capital de D. Ricardo»), mostró que mi teoría del valor, del dinero y del capital
era, en sus rasgos fundamentales, un continuo y necesario desarrollo de la
doctrina de Smith-Ricardo. Al conocer este valioso libro, al lector de la Europa
Occidental le sorprende la aplicación consecuente del adoptado punto de vista
puramente teórico.
El método empleado en "El Capital" ha sido poco comprendido, como ya lo
demuestran las nociones contradictorias que acerca de él se han formado.
Así, la "Revue Positiviste" [10] de París me echa en cara, por una parte, que trato
la Economía de un modo metafísico y, por otra —¡adivinen ustedes qué!—, que
me limito a un simple análisis crítico de los datos, en lugar de prescribir recetas
(¿comtistas?) para los figones del futuro. Respecto a la acusación de metafísico, he
aquí lo que escribe el profesor Sieber:
«En lo tocante a la teoría propiamente dicha, el método de Marx es el método
deductivo de toda la escuela inglesa, cuyos inconvenientes y cuyas ventajas son
comunes a todos los mejores teóricos de la Economía». [11].
El señor M. Block —"Les Théoriciens du Socialisme en Allemagne. Extrait du
«Journal des Economistes», juillet et août 1872 [*]*— encuentra que mi método es
analítico y dice, entre otras cosas
«Par cet ouvrage M. Marx sel classe parmi les esprits analytiques les plus
éminents» [*].
Los críticos alemanes claman naturalmente contra la sofística hegeliana. "Véstnik
Evropy" [12] de San Petersburgo, en un artículo dedicado exclusivamente al
método de "El Capital" (número de mayo de 1872, págs. 427-436), encuentra que
mi método de investigación es rigurosamente realista, pero lamenta que el
método de exposición sea del tipo dialéctico alemán. El autor [*]* dice:
«Al primer golpe de vista, juzgando por la forma externa de la exposición, Marx
es un filósofo idealista a ultranza. Y esto, en el sentido «alemán», es decir, en el
sentido malo de la palabra. De hecho es infinitamente más realista que todos los
que le han antecedido en el campo de la crítica económica... No hay ni asomo de
razón para calificarle de idealista».
[98]
No puedo contestar mejor al escritor, que citando extractos de su propia crítica
que, ciertamente, pueden interesar a algunos de mis lectores para los cuales el
original ruso no es accesible.
Después de una cita de mi prólogo a la "Contribución a la crítica de la Economía
política", Berlín, 1859, págs. IV-VII [*]**, en el que expongo el fundamento
materialista de mi método, el escritor continúa así:
«Para Marx sólo hay una cosa importante: descubrir la ley que rige los fenómenos
de cuya investigación se ocupa. Y no le interesa sólo la ley que los rige cuando
tienen una forma determinada y una determinada relación, tal como se les puede
observar en un período dado. Le interesa, además, la ley de su mudanza, de su
desarrollo, es decir, de su paso de una forma a otra, de un orden de relaciones a
otro. En cuanto ha descubierto esta ley, investiga detalladamente los efectos por
los cuales se manifiesta en la vida social... En consonancia con eso, Marx se ocupa
solamente de una cosa: de demostrar, mediante una investigación científica
precisa, la necesidad de determinados órdenes de relaciones sociales, y de
comprobar, con toda la exactitud posible, los hechos que le sirven de punto de
partida y de punto de apoyo. Y le basta plenamente, si, al demostrar la necesidad
del orden actual, demuestra también la necesidad de otro orden que
inevitablemente habrá de nacer del primero, sin importar para ello el que los
hombres crean o no crean, tengan o no tengan conciencia de ello. Marx
considera el movimiento social como un proceso histórico-natural sujeto a leyes
que no sólo no dependen de la voluntad, de la conciencia ni de los propósitos de
los hombres, sino que, por el contrario, son las que determinan esta voluntad,
esta conciencia y estos propósitos... Si el elemento consciente desempeña un
papel tan subordinado en la historia de la cultura, ni que decir tiene que la crítica
de esta misma cultura menos que nada puede tener por base ninguna forma de la
conciencia como tampoco ningún resultado de la conciencia. En otras palabras: el
punto de partida de ella no puede, en modo alguno ser la idea, sino solamente el
fenómeno exterior. La crítica debe consistir en comparar, confrontar, cotejar un
hecho, no con una idea, sino con otro hecho. Para ella importa sólo que los dos
hechos estén investigados con la mayor exactitud posible y que, el uno con
respecto al otro, representen realmente diferentes fases de desarrollo, siendo,
además, importante que el orden y la sucesión de las diversas fases de desarrollo
así como sus conexiones sean estudiados con no menos rigor... Algún lector tal
vez pueda decirnos... que las leyes generales que rigen la vida económica son las
mismas, tanto si se aplican al presente como al pasado. Marx niega precisamente
esa idea. Para él no existen tales leyes generales... Por el contrario, cada gran
período histórico tiene, según él, sus leyes propias... Pero en cuanto la vida ha
superado cierto período de desarrollo, ha salido de una fase y ha entrado en otra,
empieza a regirse ya por otras leyes. En una palabra, la vida económica presenta
en este caso un cuadro análogo al que observamos en otras categorías de
fenómenos biológicos... Los viejos economistas no comprendían la naturaleza de
las leyes económicas, al considerarlas de la misma naturaleza que las leyes de la
Física y de la Química... Un análisis más profundo de los fenómenos demuestra
que los organismos sociales se diferencian unos de otros tan profundamente
como los organismos animales y vegetales... La diferente estructura de estos
organismos, la diversidad de sus órganos, las distintas condiciones en que éstos
tienen que funcionar, etc., hacen que un [99] mismo fenómeno pueda regirse por
leyes completamente distintas en las diferentes fases de su desarrollo... Marx se
niega a reconocer, por ejemplo, que la ley de la población sea siempre y en
todas partes, para todas las épocas y para todos los lugares la misma; y afirma,
por el contrario, que cada fase de desarrollo tiene su propia ley de la población...
Los distintos grados de productividad implican consecuencias distintas, y
también, por tanto, serán distintas las leyes que las rijan. Al plantearse, pues, la
tarea de analizar y explicar la organización económica capitalista, Marx no hace
sino formular de un modo rigurosamente científico el objetivo que debe
perseguir toda investigación exacta de la vida económica... El valor científico de
semejante investigación consiste en aclarar las leyes especiales que rigen el
surgimiento, la existencia, el desarrollo y la muerte de un organismo social dado
y su sustitución por otro organismo más elevado. Y éste es el valor que
efectivamente tiene la obra de Marx».
Al definir el señor autor tan justamente lo que él llama mi verdadero método, y al
juzgar tan favorablemente la aplicación que yo hago de él ¿qué hace sino definir
el método dialéctico?
Ciertamente, el procedimiento de exposición debe diferenciarse, por la forma,
del de investigación. La investigación debe captar con todo detalle el material,
analizar sus diversas formas de desarrollo y descubrir la ligazón interna de éstas.
Sólo una vez cumplida esta tarea, se puede exponer adecuadamente el
movimiento real. Si se acierta a reflejar con ello idealmente la vida del material
investigado, puede parecer que lo que se expone es una construcción
apriorística.
Mi método dialéctico no sólo es en su base distinto del método de Hegel, sino que
es directamente su reverso. Para Hegel, el proceso del pensamiento, al que él
convierte incluso, bajo el nombre de idea, en sujeto con vida propia, es el
demiurgo [*] de lo real, y lo real su simple apariencia. Para mí, por el contrario, lo
ideal no es más que lo material transpuesto y traducido en la cabeza del hombre.
Yo he criticado el aspecto mistificador de la dialéctica hegeliana hace cerca de 30
años, cuando todavía estaba de moda. En la época en que yo estaba escribiendo
el primer tomo de "El Capital", los epígonos [13] molestos, pretenciosos y
mediocres, que hoy ponen cátedra en la Alemania culta, se recreaban en hablar
de Hegel, como el bravo Moisés Mendelssohn, en tiempo de Lessing, hablaba de
Spinoza tratándolo de «perro muerto». Por eso me he declarado yo abiertamente
discípulo de aquel gran pensador e incluso, en algunos pasajes del capítulo sobre
la teoría del valor, he llegado a coquetear con su modo particular de expresión.
La mistificación sufrida por la dialéctica en las manos de Hegel, no quita nada al
hecho de que él haya sido el primero en exponer, en toda su amplitud y con toda
conciencia, las formas generales de su movimiento. [100] En Hegel la dialéctica
anda cabeza abajo. Es preciso ponerla sobre sus pies para descubrir el grano
racional encubierto bajo la corteza mística.
En su forma mistificada, la dialéctica se puso de moda en Alemania porque
parecía glorificar lo existente. Su aspecto racional es un escándalo y una
abominación para la burguesía y sus portavoces doctrinarios, porque en la
concepción positiva de lo existente incluye la concepción de su negación, de su
aniquilamiento necesario; porque, concibiendo cada forma llegada a ser en el
fluir del movimiento, enfoca también su aspecto transitorio; no se deja imponer
por nada; es esencialmente crítica y revolucionaria.
El movimiento lleno de contradicciones de la sociedad capitalista se deja sentir
para el burgués práctico del modo más impresionante en las vicisitudes de los
ciclos periódicos que atraviesa la moderna industria, vicisitudes cuyo punto
culminante es la crisis general. Ya se acerca de nuevo, aunque todavía se
encuentre sólo en las etapas preliminares, y por la universalidad de su campo de
acción y la intensidad de sus efectos, va a hacer entrar la dialéctica hasta en la
cabeza de los medrados del nuevo Sacro Imperio pruso-alemán.
Carlos Marx
Londres, 21 de enero de 1873
Se publica de acuerdo con el texto Kritik der politischen Oekonomie". libro: K.
Marx. "Das Kapital. de la 4ª edición alemana de 1890.
Publicado por vez primera en el Erster Band. Zweite verbesserte Traducido del
alemán. Auflage. Hamburg, 1872.
NOTAS
[1]
50. S. Mayer. "Die Sociale Frage in Wien. Studie eines «Arbeitgebers»" («La cuestión social en
Viena. Estudio de un «empresario»), Wien, 1871.- 93
[2] 51. La guerra franco-prusiana de 1870-1871 terminó con la derrota de Francia.- 93
[3] 52. En la cuarta edición alemana del primer tomo de "El Capital" (1890), los primeros cuatro
párrafos de estas palabras finales fueron omitidos. En el presente tomo, al igual que en la segunda
edición, se publica el texto completo.- 93
[*] V. mi trabajo "Contribución a la crítica de la Economía política". Berlín, 1859, pág. 39.
[4] 45. La Santa Alianza fue un pacto reaccionario concertado en 1815 por los monarcas de Rusia,
Austria y Prusia para aplastar el movimiento revolucionario en los diversos países y salvaguardar
las monarquías feudales.- 85, 95
[5] 31. Las llamadas leyes cerealistas, adoptadas con vistas a restringir o prohibir la importación
de cereales del extranjero, fueron promulgadas en Inglaterra en beneficio de los grandes
terratenientes (landlords). En 1838, los fabricantes Cobden y Bright, de Manchester, fundaron la
Liga contra las leyes cerealistas. Al reivindicar la completa libertad de comercio, la Liga exigía la
derogación de estas leyes, a fin de reducir los salarios de los obreros y debilitar las posiciones
económicas y políticas de la aristocracia terrateniente. Como resultado de la lucha, en 1846 fue
adoptado el bill de derogación de las leyes cerealistas, lo cual significó la victoria de la burguesía
industrial sobre la aristocracia terrateniente.- 38, 95
[6] 53. Librecambistas, partidarios de la libertad de comercio, del librecambio, y de la no
ingerencia del Estado en la vida económica del país. Al frente del movimiento de los
librecambistas se hallaban Cobden y Bright, que organizaron en 1838 la Liga contra las leyes
cerealistas, cuya abolición significó una victoria de la burguesía industrial.- 95
[7] 54. "Der Volksstaat" («El Estado del pueblo»), órgano central del Partido Socialdemócrata
Obrero de Alemania (los eisenachianos), se publicó en Leipzig del 2 de octubre de 1869 al 29 de
setiembre de 1876. La dirección general corría a cargo de G. Liebknecht, y el director de la
editorial era A. Bebel. Marx y Engels colaboraban en el periódico, prestándole constante ayuda
en la redacción del mismo. Hasta 1869, el periódico salía bajo el título "Demokratisches
Wochenblatt" (véase la nota 94).
Trátase del artículo de J. Dietzgen "Carlos Marx. «El Capital. Crítica de la Economía política»",
Hamburgo, 1867, publicado en "Demokratisches Wochenblatt", núms. 31, 34, 35 y 36 del año
1868.- 96, 178, 314, 324, 452, 455
[*] Los charlatanes desvariados de la Economía política vulgar alemana arremeten contra el estilo
y el modo de exposición de "El Capital". Nadie puede juzgar más severamente que yo mismo las
deficiencias literarias de mi trabajo. Sin embargo, para información y satisfacción de estos
señores y su público citaré aquí dos críticas: una inglesa, y otra, rusa. La "Saturday Review" (nota
55), indiscutiblemente hostil a mis puntos de vista, dice en su nota acerca de la primera edición
alemana que el modo de exposición «les da a las cuestiones económicas más áridas un encanto
(charm) peculiar». "La Gaceta de San Petersbargo" ("St.-Peterburgskie Védomosti") (nota 56) del 8
(20) de abril de 1872 observa, entre otras cosas: «La exposición de su trabajo (excepto algunas
particularidades muy especiales) se distingue por la claridad y la facilidad de comprensión y, a
despecho de la dificultad científica de la materia, por su extraordinaria vivacidad. En este sentido,
el autor... está lejos de parecerse a la mayoría de los sabios alemanes, que... escriben sus obras
en un lenguaje tan oscuro y seco que a los simples mortales se les rompe la cabeza». A los
lectores de la actual literatura profesoral del liberalismo nacional alemán no se les rompe la
cabeza, sino muy otra cosa.
[8] 55. "The Saturday Review of Politics, Literature, Science and Art" («Revista de sábado sobre
problemas de política, literatura, ciencia y arte»), hebdomadario conservador inglés que salía en
Londres en los años de 1855 a 1938.- 96
[9] 56. "St.-Peterburgskie Védomosti" («Gaceta de San Petersburgo»), diario ruso, órgano oficial
del Gobierno, que se publicó bajo ese título desde 1728 hasta 1914; en los años de 1914 a 1917
salía bajo el título de "Petrogradskie Védomosti" («Gaceta de Petrogrado»).- 96
[10] 57. Trátase de "La Philosophie positive. Revue" («Filosofía positiva. Revista») que se publicaba
en París en los años de 1867 a 1883. En su tercer número, correspondiente a noviembrediciembre de 1868 se insertó una breve reseña acerca del primer tomo de "El Capital" escrita por
E. B. De-Roberty, adepto de la filosofía positiva de A. Comte.- 97
[11] 58. N. Sieber. "La teoría del valor y del capital de D. Ricardo con motivo de los suplementos y
explicaciones suplementarios", Kíev, 1871, pág. 170.- 97
[**] "Los teóricos del socialismo en Alemania". Artículo publicado en los números de julio y
agosto de 1872 del "Journal des Economistes". (N. de la Edit.)
[*] «Con esta obra, el señor Marx se sitúa entre los espíritus analíticos más eminentes». (N. de la
Edit.)
[12] 59. "Véstnik Evropy" («Mensajero de Europa»), revista histórico-política y literaria mensual
de orientación liberal burguesa que salía en Petersburgo de 1866 a 1918.- 97
[**] I. Kaufman. (N. de la Edit.)
[***] Véase la presente edición, t. 1, págs. 517-519. (N. de la Edit.)
[*] Creador. (N. de la Edit.)
[13] 60. Alusión a los filósofos burgueses alemanes Büchner, Lange, Dühring, Fechner, etc.- 99
[101]
C. MARX
E L C A P IT A L
CAPITULO XXIV
LA LLAMADA ACUMULACION ORIGINARIA
1. EL SECRETO DE LA ACUMULACION ORIGINARIA
Hemos visto cómo se convierte el dinero en capital, cómo sale de éste la plusvalía
y de la plusvalía más capital. Sin embargo, la acumulación de capital presupone
la plusvalía; la plusvalía, la producción capitalista, y ésta, la existencia en manos
de los productores de mercancías de grandes masas de capital y fuerza de
trabajo. Todo este proceso parece moverse dentro de un círculo vicioso, del que
sólo podemos salir dando por supuesto una acumulación «originaria» anterior a la
acumulación capitalista («previous accumulation», la denomina Adam Smith), una
acumulación que no es fruto del régimen capitalista de producción, sino punto de
partida de él.
Esta acumulación originaria viene a desempeñar en la Economía política más o
menos el mismo papel que desempeña en la teología el pecado original. Adán
mordió la manzana y con ello el pecado se extendió a toda la humanidad. Los
orígenes de la primitiva acumulación pretenden explicarse relatándolos como
una anécdota del pasado. En tiempos muy remotos —se nos dice—, había, de una
parte, una élite trabajadora, inteligente y sobre todo ahorrativa, y de la otra, un
tropel de descamisados, haraganes, que derrochaban cuanto tenían y aún más. Es
cierto que la leyenda del pecado original teológico nos dice cómo el hombre fue
condenado a ganar el pan con el sudor de su rostro; pero la historia del pecado
original económico nos revela por qué hay gente que no necesita [102] sudar
para comer. No importa. Así se explica que mientras los primeros acumulaban
riqueza, los segundos acabaron por no tener ya nada que vender más que su
pelleja. De este pecado original arranca la pobreza de la gran masa que todavía
hoy, a pesar de lo mucho que trabaja, no tiene nada que vender más que a sí
misma y la riqueza de los pocos, riqueza que no cesa de crecer, aunque ya haga
muchísimo tiempo que sus propietarios han dejado de trabajar. Estas niñerías
insustanciales son las que al señor Thiers, por ejemplo, sirven todavía, con el
empaque y la seriedad de un hombre de Estado a los franceses, en otro tiempo
tan ingeniosos, en defensa de la propriété [propiedad]. Pero tan pronto como se
plantea el problema de la propiedad, se convierte en un deber sacrosanto
abrazar el punto de vista de la cartilla infantil, como el único que cuadra a todas
las edades y a todos los grados de desarrollo. Sabido es que en la historia real
desempeñan un gran papel la conquista, el esclavizamiento, el robo y el
asesinato, la violencia, en una palabra. Pero en la dulce Economía política ha
reinado siempre el idilio. Las únicas fuentes de riqueza han sido desde el primer
momento el derecho y el «trabajo», exceptuando siempre, naturalmente, «el año
en curso». En la realidad, los métodos de la acumulación originaria fueron
cualquier cosa menos idílicos.
Ni el dinero ni la mercancía son de por sí capital, como no lo son tampoco los
medios de producción ni los artículos de consumo. Hay que convertirlos en
capital. Y para ello han de concurrir una serie de circunstancias concretas, que
pueden resumirse así: han de enfrentarse y entrar en contacto dos clases muy
diversas de poseedores de mercancías; de una parte, los propietarios de dinero,
medios de producción y artículos de consumo deseosos de explotar la suma de
valor de su propiedad mediante la compra de fuerza ajena de trabajo; de otra
parte, los obreros libres, vendedores de su propia fuerza de trabajo y, por tanto,
de su trabajo. Obreros libres en el doble sentido de que no figuran directamente
entre los medios de producción, como los esclavos, los siervos, etc., ni cuentan
tampoco con medios de producción de su propiedad como el labrador que
trabaja su propia tierra, etc.; libres y desheredados. Con esta polarización del
mercado de mercancías se dan las condiciones fundamentales de la producción
capitalista. Las relaciones capitalistas presuponen el divorcio entre los obreros y
la propiedad de las condiciones de realización del trabajo. Cuando ya se mueve
por sus propios pies, la producción capitalista no sólo mantiene este divorcio,
sino que lo reproduce en una escala cada vez mayor. Por tanto, el proceso que
engendra el capitalismo sólo puede ser uno: el proceso de disociación entre el
obrero y la propiedad de las condiciones de su trabajo, proceso que, de una
[103] parte, convierte en capital los medios sociales de vida y de producción,
mientras que, de otra parte, convierte a los productores directos en obreros
asalariados. La llamada acumulación originaria no es, pues, más que el proceso
histórico de disociación entre el productor y los medios de producción. Se la
llama «originaria» porque forma la prehistoria del capital y del modo capitalista
de producción.
La estructura económica de la sociedad capitalista brotó de la estructura
económica de la sociedad feudal. Al disolverse ésta, salieron a la superficie los
elementos necesarios para la formación de aquélla.
El productor directo, el obrero, no pudo disponer de su persona hasta que no
dejó de vivir encadenado a la gleba y de ser siervo dependiente de otra persona.
Además, para poder convertirse en vendedor libre de fuerza de trabajo, que
acude con su mercancía adondequiera que encuentre mercado, hubo de sacudir
también el yugo de los gremios, sustraerse a las ordenanzas sobre aprendices y
oficiales y a todos los estatutos que embarazaban el trabajo. Por eso, en uno de
sus aspectos, el movimiento histórico que convierte a los productores en obreros
asalariados representa la liberación de la servidumbre y la coacción gremial, y
este aspecto es el único que existe para nuestros historiadores burgueses. Pero,
si enfocamos el otro aspecto, vemos que estos trabajadores recién emancipados
sólo pueden convertirse en vendedores de sí mismos, una vez que se vean
despojados de todos sus medios de producción y de todas las garantías de vida
que las viejas instituciones feudales les aseguraban. Y esta expropiación queda
inscrita en los anales de la historia con trazos indelebles de sangre y fuego.
A su vez, los capitalistas industriales, estos potentados de hoy, tuvieron que
desalojar, para llegar a este puesto, no sólo a los maestros de los gremios
artesanos, sino también a los señores feudales, en cuyas manos se concentraban
las fuentes de la riqueza. Desde este punto de vista, su ascensión es el fruto de
una lucha victoriosa contra el poder feudal y sus indignantes privilegios, contra
los gremios y las trabas que estos ponían al libre desarrollo de la producción y a
la libre explotación del hombre por el hombre. Pero los caballeros de la industria
sólo consiguieron desplazar por completo a los caballeros de la espada
explotando sucesos en que no tenían la menor parte de culpa. Subieron y
triunfaron por procedimientos no menos viles que los que en su tiempo empleó el
liberto romano para convertirse en señor de su patrono.
El proceso de donde salieron el obrero asalariado y el capitalista, tuvo como
punto de partida la esclavización del obrero. Este [104] desarrollo consistía en el
cambio de la forma de esclavización: la explotación feudal se convirtió en
explotación capitalista. Para comprender la marcha de este proceso, no hace falta
remontarse muy atrás. Aunque los primeros indicios de producción capitalista se
presentan ya, esporádicamente, en algunas cindades del Mediterráneo durante
los siglos XIV y XV, la era capitalista sólo data, en realidad, del siglo XVI. Allí
donde surge el capitalismo hace ya mucho tiempo que se ha abolido la
servidumbre y que el punto de esplendor de la Edad Media, la existencia de
ciudades soberanas, ha declinado y palidecido.
En la historia de la acumulación originaria hacen época todas las
transformaciones que sirven de punto de apoyo a la naciente clase capitalista, y
sobre todo los momentos en que grandes masas de hombres son despojadas
repentina y violentamente de sus medios de subsistencia y lanzadas al mercado
de trabajo como proletarios libres y desheredados. Sirve de base a todo este
proceso la expropiación que priva de su tierra al productor rural, al campesino.
Su historia presenta una modalidad diversa en cada país, y en cada uno de ellos
recorre las diferentes fases en distinta gradación y en épocas históricas diversas.
Reviste su forma clásica sólo en Inglaterra, país que aquí tomamos, por tanto,
como modelo [*] [1].
2. COMO FUE EXPROPIADA
DEL SUELO LA POBLACION RURAL
En Inglaterra, la servidumbre había desaparecido ya, de hecho, en los últimos
años del siglo XIV. En esta época, y más todavía en el transcurso del siglo XV, la
inmensa mayoría de la población [*]* [105] se componía de campesinos libres,
dueños de la tierra que trabajaban, cualquiera que fuese la etiqueta feudal bajo la
que ocultasen su propiedad. En las grandes fincas señoriales, el bailiff [gerente
de finca], antes siervo, había sido desplazado por el arrendatario libre. Los
jornaleros agrícolas eran, en parte, campesinos que aprovechaban su tiempo
libre para trabajar a sueldo de los grandes terratenientes y, en parte, una clase
especial relativa y absolutamente poco numerosa de verdaderos asalariados. Mas
también éstos eran, de hecho, a la par que jornaleros, labradores
independientes, puesto que, además del salario, se les daba casa y labranza con
una cabida de 4 y más acres. Además, tenían derecho a compartir con los
verdaderos labradores el aprovechamiento de los terrenos comunales en los que
pastaban sus ganados y que, al mismo tiempo, les suministraban la madera, la
leña, la turba, etc [*]. La producción feudal se caracteriza, en todos los países de
Europa, por la división del suelo entre el mayor número posible de tributarios. El
poder del señor feudal, como el de todo soberano, no descansaba solamente en
la longitud de su rollo de rentas, sino en el número de sus súbditos, que, a su vez,
dependía de la cifra de campesinos independientes [*]*. Por eso, aunque
después de la conquista normanda [2] el suelo inglés se dividió en unas pocas
baronías gigantescas, entre las que había algunas que abarcaban por sí solas
hasta 900 lorazgos anglosajones antiguos, estaba salpicado de pequeñas
explotaciones campesinas, interrumpidas sólo de vez en cuando por grandes
fincas señoriales. Estas condiciones, combinadas con el esplendor de las
ciudades característico del siglo [106] XV, permitían que se desarrollase aquella
riqueza nacional que el canciller Fortescue describe con tanta elocuencia en su
"Laudibus Legum Angliae" («La superioridad de las leyes inglesas»), pero
cerraban el paso a la riqueza capitalista.
El preludio de la transformación que había de echar los cimientos para el
régimen de producción capitalista, coincide con el último tercio del siglo XV y los
primeros decenios del XVI. El licenciamiento de las huestes feudales —que, como
dice acertadamente Sir James Steuart, «llenaban inútilmente en todas partes casas
y patios» [3]— lanzó al mercado de trabajo a una masa de proletarios libres y
desheredados. El poder real, producto también del desarrollo burgués, en su
deseo de conquistar la soberanía absoluta aceleró violentamente la disolución de
estas huestes feudales, pero no fue ésa, ni mucho menos, la única causa que la
produjo. Los grandes señores feudales, levantándose tenazmente contra la
monarquía y el parlamento, crearon un proletariado incomparablemente mayor,
al arrojar violentamente a los campesinos de las tierras que cultivaban y sobre las
que tenían los mismos títulos jurídicos feudales que ellos, y al usurparles sus
bienes comunales. El florecimiento de las manufacturas laneras de Frandes y la
consiguiente alza de los precios de la lana, fue lo que sirvió de acicate directo
para esto en Inglaterra. La antigua aristocracia había sido devorada por las
guerras feudales, la nueva era ya una hija de sus tiempos, de unos tiempos en los
que el dinero es la potencia de las potencias. Por eso enarboló como bandera la
transformación de las tierras de labor en terrenos de pastos para ovejas. En su
"Description of England. Prefixed to Holinshed's Chronicles" («Descripción de
Inglaterra. Antepuesta a las Crónicas Holinshed»), Harrison describe cómo la
expropiación de los pequeños agricultores arruina al país. «What care our great
incroachers!» («¡Qué se les da de esto a nuestros grandes usurpadores!») Las
casas de los campesinos y los cottages (chozas) de los obreros fueron
violentamente arrasados o entregados a la ruina.
«Consultando los viejos inventarios de las fincas señoriales» —dice Harrison—,
«vemos que han desaparecido innumerables casas y pequeñas haciendas de
campesinos; que el campo sostiene a mucha menos gente; que muchas ciudades
se han arruinado, aunque hayan florecido algo otras nuevas... También
podríamos decir algo de las ciudades y los pueblos destruidos para convertirlos
en pastos para ovejas y en los que sólo quedan en pie las casas de los señores».
Aunque exageradas siempre, las lamentaciones de estas viejas crónicas
describen con toda exactitud la impresión que producía en los hombres de la
época la revolución que se estaba operando en las condiciones de producción.
Comparando las obras de Tomás Moro con las del canciller Fortescue es como
mejor se [107] ve el abismo que separa al siglo XV del XVI. Como observa
acertadamente Thornton, la clase obrera inglesa se precipitó directamente, sin
transición, de la edad de oro a la edad de hierro.
La legislación se echó a temblar ante la transformación que se estaba operando.
No había llegado todavía a ese apogeo de la civilización en que la «Wealth of the
Nation» [«la riqueza nacional»], es decir, la creación de capital y la despiadada
explotación y depauperación de la masa del pueblo, se considera como la última
Thule [*] de toda sabiduría política. En su historia de Enrique VII, dice Bacon:
«Por aquella época» (1489), «fueron haciéndose más frecuentes las quejas contra
la transformación de las tierras de labranza en terrenos de pastos (pastos de
ganado lanar, etc.), fáciles de atender con unos cuantos pastores; los
arrendamientos temporales de por vida y por años» (de los que vivían una gran
parte de los yeomen [*]*) «fueron convertidos en fincas dominicales. Esto trajo la
decadencia del pueblo y, con ella, la decadencia de ciudades, iglesias, diezmos...
En aquella época, la sabiduría del rey y del parlamento para curar el mal fue
verdaderamente maravillosa... Dictaron medidas contra esta usurpación, que
estaba despoblando los terrenos comunales (depopulating inclosures), y contra el
régimen despoblador de los pastos (depopulating pasturage), que seguía las
huellas de aquélla».
Un decreto de Enrique VII, dictado en 1489, c. 19, prohibió la destrucción de
todas las casas de labradores que tuviesen asignados más de 20 acres de tierra.
Enrique VIII (el acto del año 25 de su reinado) confirma la misma ley. En este
decreto se dice, entre otras cosas, que
«se acumulan en pocas manos muchas tierras arrendadas y grandes rebaños de
ganado, principalmente de ovejas, lo que hace que las rentas de la tierra suban
mucho y la labranza (tillage) decaiga extraordinariamente, que sean derruidas
iglesias y casas, quedando asombrosas masas de pueblo incapacitadas para
ganarse su vida y mantener a sus familias».
En vista de esto, la ley ordena que se restauren las granjas arruinadas, establece
la proporción que debe guardarse entre las tierras de labranza y los terrenos de
pastos, etc. Una ley de 1533 se queja de que haya propietarios que poseen hasta
24.000 cabezas de ganado lanar y limita el número de éstas a 2.000 [*]. Ni las
quejas del pueblo, ni la legislación prohibitiva, que comienza con Enrique VII y
dura ciento cincuenta años, consiguieron absolutamente [108] nada contra el
movimiento de expropiación de los pequeños arrendatarios y campesinos. Bacon
nos revela, sin saberlo, el secreto de este fracaso.
«El decreto de Enrique VII» —dice en sus "Essays, civil and moral" («Ensayos de
lo civil y lo moral.), sect. 29— «encerraba un sentido profundo y maravilloso,
puesto que creaba explotaciones agrícolas y casas de labranza de una
determinada dimensión normal, es decir, les garantizaba una proporción de
tierra que les permitía traer al mundo súbditos suficientemente ricos y sin
posición servil, poniendo el arado en manos de propietarios y no de gentes a
sueldo» («to keep the plough in the hand of the owners and not hirelings») [*]*
Precisamente lo contrario de lo que exigía, para instalarse, el sistema capitalista:
la sujeción servil de la masa del pueblo, la transformación de éste en un tropel de
gentes a sueldo y de sus medios de trabajo en capital. Durante este período de
transición, la legislación procuró también mantener el límite de 4 acres de tierra
para los cottages del jornalero del campo, prohibiéndole meter en su casa gentes
a sueldo. Todavía en 1627, reinando Carlos I, fue condenado un Roger Crocker de
Fontmill por haber construido en el manor (finca) de Fontmill un cottage sin
asignarle como anejo permanente 4 acres de tierra; en 1638, reinando aún Carlos
I, se nombró una comisión real encargada de imponer la ejecución de las
antiguas leyes, principalmente la que exigía los 4 acres de tierra como mínimo;
todavía Cromwell prohíbe la construcción de casas en 4 millas a la redonda de
Londres sin dotarlas de 4 acres de tierra. Más tarde, en la primera mitad del siglo
[109] XVIII, se formulan todavía quejas cuando el cottage de un jornalero del
campo no tiene asignados, por lo menos, de 1 a 2 acres. Hoy día, el bracero del
campo se da por satisfecho con tal de tener una casa con huerto o de poder
arrendar dos varas de tierra a regular distancia.
«Terratenientes y arrendatarios» —dice el Dr. Hunter— «se dan la mano en este
punto. Pocos acres de tierra bastarían para que el jornalero del campo disfrutase
de demasiada independencia» [*].
La Reforma [4], con su séquito de colosales depredaciones de los bienes de la
Iglesia, vino a dar, en el siglo XVI, un nuevo y espantoso impulso al proceso
violento de expropiación de la masa del pueblo. Al producirse la Reforma, la
Iglesia católica era propietaria feudal de una gran parte del suelo inglés. La
persecución contra los conventos, etc., transformó a sus moradores en
proletariado. Muchos de los bienes de la Iglesia fueron regalados a unos cuantos
rapaces protegidos del rey o vendidos por un precio irrisorio a especuladores
rurales y a personas residentes en la ciudad, quienes, reuniendo sus
explotaciones, arrojaron de ellas en masa a los antiguos arrendatarios, que las
venían cultivando de padres a hijos. El derecho de los labradores empobrecidos
a percibir una parte de los diezmos de la Iglesia, derecho garantizado por la ley,
había sido ya tácitamente confiscado [*]*. Pauper ubique jacet [5], exclama la
reina Isabel, después de recorrer Inglaterra. Por fin, en el año 43 de su reinado,
el Gobierno no tuvo más remedio que dar estado oficial al pauperismo, creando
el impuesto de pobreza.
«Los autores de esta ley no se atrevieron a proclamar sus razones y, rompiendo
con la tradición de siempre, la promulgaron sin ningún preámbulo» (exposición
de motivos). [*]**
Por la ley promulgada al año 16 del reinado de Carlos I, 4, este impuesto fue
declarado perpetuo, y sólo a partir de 1834 cobró [110] una forma nueva y más
rigurosa [*]. Pero estas consecuencias inmediatas de la Reforma no fueron las
más persistentes. El patrimonio eclesiástico era el baluarte religioso detrás del
cual se atrincheraba el régimen antiguo de propiedad territorial. Al derrumbarse
aquél, éste tampoco podía mantenerse en pie [*]
[111]
Todavía en los últimos decenios del siglo XVII, la yeomanry, clase de campesinos
independientes, era más numerosa que la clase de los arrendatarios. La yeomanry
había sido el puntal más firme de Cromwell, y el propio Macaulay confiesa que
estos labradores ofrecían un contraste muy ventajoso con aquellos hidalgüelos
borrachos y sus lacayos, los curas rurales, cuya misión consistía en casar las
«mozas predilectas». Todavía no se había despojado a los jornaleros del campo
de su derecho de copropiedad sobre los bienes comunales. Alrededor de 1750,
desapareció la yeomanry [*]* y en los últimos decenios del siglo XVIII se borraron
hasta los últimos vestigios de propiedad comunal de los agricultores. Aquí,
prescindimos de ]os factores puramente económicos que intervinieron en la
revolución de la agricultura y nos limitamos a indagar los factores de violencia
que la impulsaron.
Bajo la restauración de los Estuardos [6], los terratenientes impusieron
legalmente una usurpación que en todo el continente se había llevado también a
cabo sin necesidad de los trámites de la ley. Esta usurpación consistió en abolir el
régimen feudal del suelo, es decir, en transferir sus deberes tributarios al Estado,
«indemnizando» a éste por medio de impuestos sobre los campesinos y el resto
de las masas del pueblo, reivindicando la moderna propiedad privada sobre
fincas en las que sólo asistían a los terratenientes títulos feudales y, finalmente,
dictando aquellas leyes de residencia (laws of settlement) que, mutatis mutandis,
[con cambios correspondientes] ejercieron sobre los labradores ingleses la
misma influencia que el edicto del tártaro Borís Godunov sobre los campesinos
rusos [7].
La «glorious Revolution» (Revolución gloriosa) [8] entregó e] poder, al ocuparlo
Guillermo III de Orang [*]**, a los terratenientes [112] y capitalistasacaparadores. Estos elementos consagraron la nueva era, entregándose en una
escala gigantesca al saqueo de los terrenos de dominio público, que hasta
entonces sólo se había practicado en proporciones muy modestas. Estos terrenos
fueron regalados, vendidos a precios irrisorios o simplemente anexionados a
otros de propiedad privada, sin encubrir la usurpación bajo forma alguna [*]. Y
todo esto se llevó a cabo sin molestarse en cubrir ni la más mínima apariencia
legal. Estos bienes del dominio público, apropiados de modo tan fraudulento, en
unión de los bienes de que se despojó a la Iglesia —los que no le habían sido
usurpados ya por la revolución republicana—, son la base de esos dominios
principescos que hoy posee la oligarquía inglesa [*]*. Los capitalistas burgueses
favorecieron esta operación, entre otras cosas, para convertir el suelo en un
artículo puramente comercial, extender la zona de las grandes explotaciones
agrícolas, hacer que aumentase la afluencia a la ciudad de proletarios libres y
desheredados del campo, etc. Además, la nueva aristocracia de la tierra era la
aliada natural de la nueva bancocracia, de la alta finanza, que acababa de dejar el
cascarón, y de los grandes manufactureros, atrincherados por aquel entonces
detrás del proteccionismo aduanero. La burguesía inglesa obró en defensa de sus
intereses con el mismo acierto con que la de Suecia, siguiendo el camino
contrario y haciéndose fuerte en su baluarte económico, el campesinado, apoyó a
los reyes desde 1604 y más tarde bajo Carlos X y Carlos XI y les ayudó a rescatar
por la fuerza los bienes de la Corona de manos de la oligarquía.
Los bienes comunales —completamente distintos de los bienes de dominio
público, a que acabamos de referirnos— eran una institución de viejo origen
germánico, que se mantenía en vigor [113] bajo el manto del feudalismo. Hemos
visto que la usurpación violenta de estos bienes, acompañada casi siempre por la
transformación de las tierras de labor en pastos, comienza a fines del siglo XV y
prosigue a lo largo del siglo XVI. Sin embargo, en aquellos tiempos este proceso
revestía la forma de una serie de actos individuales de violencia, contra los que la
legislación luchó infructuosamente durante 150 años. El progreso aportado por el
siglo XVIII consiste en que ahora la propia ley se convierte en vehículo de esta
depredación de los bienes del pueblo, aunque los grandes arrendatarios sigan
empleando también, de paso, sus pequeños métodos personales e
independientes [*]. La forma parlamentaria que reviste este despojo es la de los
Bills for Inclosures of Commons (leyes sobre el cercado de terrenos comunales);
dicho en otros términos, decretos por medio de los cuales los terratenientes se
regalan a sí mismos en propiedad privada las tierras del pueblo, decretos de
expropiación del pueblo. Sir F. M. Eden se contradice a sí mismo en el astuto
alegato curialesco en que procura explicar la propiedad comunal como
propiedad privada de los grandes terratenientes que recogen la herencia de los
señores feudales, al reclamar una «ley general del Parlamento sobre el derecho a
cercar los terrenos comunales», reconociendo con ello, que la transformación de
estos bienes en propiedad privada no puede prosperar sin un golpe de Estado
parlamentario, a la par que pide a la legislación una «indemnización, para los
pobres expropiados [*]*.
Al paso que los yeomen independientes eran sustituidos por los tenants-at-will —
pequeños colonos con contrato por un año, es decir, una chusma servil sometida
al capricho de los terratenientes—, el despojo de los bienes del dominio público,
y sobre todo la depredación sistemática de los terrenos comunales, ayudaron a
incrementar esas grandes posesiones que se conocían en el siglo XVIII con los
nombres de haciendas capitales [*]** o haciendas de [114] comerciantes [*]***, y
que dejaron a la población campesina «disponible» como proletariado al servicio
de la industria.
Sin embargo, el siglo XVIII todavía no alcanza a comprender, en la medida en que
había de comprenderlo el XIX, la identidad entre la riqueza nacional y la pobreza
del pueblo. Por eso en los libros de Economía de esta época se produce una
violentísima polémica en torno a la «inclosure of commons»). Entresaco unos
cuantos pasajes de los materiales copiosísimos que tengo a la vista, para poner
de relieve de un modo más vivo la situación.
«En muchas parroquias de Hertfordshire» —escribe una pluma indignada— «24
haciendas, cada una de las cuales contaba, por término medio, de 50 a 150 acres
de extensión, se han fundido para formar sólo 3» [*]. «En Northamptonshire y
Lincolnshire se ha impuesto la norma de cercar los terrenos comunales, y la
mayoría de los lorazgos creados de este modo se han convertido en pastizales; a
consecuencia de ello, hay muchos lorazgos que antes labraban 1.500 acres y que
hoy no labran ni 50... Las ruinas de las viejas casas, cuadras y graneros», son los
únicos vestigios de los antiguos moradores. «En algunos sitios, cien casas y
familias han quedado reducidas... a 8 ó 10... En la mayoría de las parroquias,
donde sólo se han comenzado a cercar los terrenos comunales desde hace quince
o veinte años, los propietarios de tierra son en la actualidad poquísimos, en
comparación con las cifras existentes cuando el suelo se cultivaba en régimen
abierto. Es bastante frecuente encontrarse con lorazgos enteros recientemente
cercados que antes se distribuían entre 20 ó 30 colonos y otros tantos pequeños
labradores y tributarios, que hoy están usurpados por 4 ó 5 ganaderos ricos.
Todos aquellos labradores fueron desalojados de sus tierras, en unión de sus
familias y de muchas otras a las que daban trabajo y sustento» [*]*.
Los terrenos anexionados por el terrateniente colindante, bajo pretexto de
cercarlos, no eran siempre tierras yermas, sino también, con frecuencia, tierras
cultivadas mediante un tributo al municipio, o comunalmente.
«Me refiero aquí al cercado de terrenos abiertos y de tierras ya cultivadas. Hasta
los autores que defienden las inclosures reconocen que estos cercados refuerzan
el monopolio de las grandes granjas, hacen subir el precio de las subsistencias y
fomentan la despoblación... También al cercar los terrenos yermos, como ahora
se hace, se despoja a los pobres de una parte de sus medios de sustento,
incrementando haciendas que son ya de suyo harto grandes» [*]**. «Si la tierra» —
dice el Dr. Price— «cae en poder de un puñado [115] de grandes colonos, los
pequeños arrendatarios (en otro sitio los llama «una muchedumbre de pequeños
propietarios y colonos que se mantienen a sí mismos y a sus familias con el
producto de la tierra trabajada por ellos, con las ovejas, las aves, los cerdos, etc.,
que mandan a pastar a los terrenas comunales, no necesitando apenas, por tanto,
comprar víveres para su consumo») «se verán convertidos en hombres obligados
a trabajar para otros si quieren comer y tendrán que ir al mercado para
proveerse de cuanto necesiten... Tal vez se trabaje más, porque la coacción será
también mayor... Crecerán las ciudades y manufacturas, pues se verá empujada a
ellas más gente en busca de trabajo. He aquí el camino hacia el que lógicamente
se orienta la concentración de la propiedad territorial y por el que, desde hace
muchos años, se viene marchando ya efectivamente en este reino» [*].
Y resume los efectos generales de las inclosures en estos términos:
«En general, la situación de las clases humildes del pueblo ha empeorado en casi
todos los sentidos; los pequeños propietarios de tierras y colonos se han visto
reducidos al nivel de jornaleros y asalariados, a la par que se les hace cada vez
más difícil ganarse la vida en esta situación [*]*». [9]
En efecto, la usurpación de las tierras comunales y la revolución agrícola que la
acompañaba empeoraron hasta tal punto la situación de los obreros agrícolas
que, según el propio Eden, entre 1765 y 1780, su salario comenzó a descender
por debajo del nivel mínimo, haciéndose necesario completarlo con el socorro
oficial de pobreza. Su jornal, dice Eden, «alcanzaba a duras penas a cubrir sus
necesidades más perentorias».
Oigamos ahora un instante a un defensor de las inclosures y adversario del Dr.
Price.
[116]
«No es lógico inferir que exista despoblación porque ya no se vea a la gente
derrochar su trabajo en campo abierto... Si al convertir a los pequeños labradores
en personas obligadas a trabajar para otros, se moviliza más trabajo, es ésta una
ventaja que la nación» (entre la que no figuran, naturalmente, los que sufren la
transformación apuntada), «tiene que ver con buenos ojos... El producto será
mayor si su trabajo combinado se emplea en una sola hacienda, así se creará un
sobrante para las manufacturas haciendo de este modo que las manufacturas, una
de las minas de oro de nuestra nación aumenten en proporción a la cantidad de
trigo producido» [*].
Sir F. M. Eden, matizado además de tory y de «filántropo», nos ofrece, por cierto,
un ejemplo de la impasibilidad estoica con que los economistas contemplan las
violaciones más descaradas del «sacrosanto derecho de propiedad» y la violencia
más brutal contra la persona, cuando esto es necesario para echar los cimientos
del régimen capitalista de producción. Toda la serie de despojos brutales,
horrores y vejaciones que lleva aparejados la expropiación violenta del pueblo
desde el último tercio del siglo XV hasta fines del siglo XVIII, sólo le inspira a
nuestro autor esta «confortable» reflexión final:
«Era necesario restablecer la proporción debida (due) entre la tierra de labor y la
destinada al ganado. Todavía durante todo el siglo XIV y la mayor parte del XV,
por cada acre dedicado a ganadería había dos, tres y hasta cuatro dedicados a
labranza. A mediados del siglo XVI, la proporción era ya de dos acres de
ganadería por dos de labranza y más tarde de dos a uno, hasta que por último se
consiguió establecer la proporción debida de tres acres de pastizales por cada
acre de labranza».
En el siglo XIX se pierde, como es lógico, hasta el recuerdo de la conexión
existente entre el agricultor y los bienes comunales. Para no hablar de los
tiempos posteriores, bastará decir que la población rural no obtuvo ni un céntimo
de indemnizaciones por los 3.511.770 acres de tierras comunales que entre los
años de 1801 y 1831 le fueron arrebatados y ofrecidos como regalo a los
terratenientes por el parlamento de terratenientes.
Finalmente, el último gran proceso de expropiación de los agricultores es el
llamado Clearing of Estates («limpieza de fincas», que en realidad consistía en
barrer de ellas a los hombres). [117] Todos los métodos ingleses que hemos
venido estudiando culminan en esta «limpieza». Como veíamos al describir en la
sección anterior la situación moderna, ahora que ya no había labradores
independientes que barrer, las «limpias» llegan a barrer los mismos cottages, no
dejando a los braceros del campo sitio siquiera para alojarse en las tierras que
trabajan. Sin embargo, para saber lo que significa esto del «clearing of estates» en
el sentido estricto de la palabra, tenemos que trasladarnos a la tierra de
promisión de la literatura novelesca moderna: las montañas de Escocia. Es aquí
donde este proceso a que nos referimos se distingue por su carácter sistemático,
por la magnitud de la escala en que se opera de golpe (en Irlanda hubo
terratenientes que consiguieron barrer varias aldeas a la vez; en la alta Escocia se
trata de extensiones de la magnitud de los ducados alemanes), y finalmente, por
la forma especial de la propiedad inmueble usurpada.
Los celtas de alta Escocia estaban divididos en clanes, y cada clan era propietario
de los terrenos por él colonizados. El representante del clan, su jefe o «caudillo»,
no era más que un simple propietario titular de estos terrenos, del mismo modo
que la reina de Inglaterra lo era del suelo de toda la nación. Cuando el Gobierno
inglés hubo conseguido sofocar las guerras internas de estos «caudillos» y sus
constantes irrupciones en las llanuras de la baja Escocia, los jefes de los clanes no
abandonaron, ni mucho menos, su antiguo oficio de bandoleros; se limitaron a
cambiarlo de forma. Por sí y ante sí, transformaron su derecho titular de
propiedad en un derecho de propiedad privada, y como las gentes de los clanes
opusieran resistencia, decidieron desalojarlas por la fuerza de sus posesiones.
«Con el mismo derecho» —dice el profesor Newman— «podría un rey de
Inglaterra atreverse a arrojar a sus súbditos al mar» [*].
En las obras de Sir James Steuart [*]* [10] y James Anderson [*]** podemos seguir
las primeras fases de esta revolución que en [118] Escocia comienza después de
la última intentona del pretendiente [11]. En el siglo XVIII, a los gaeles [12]
lanzados de sus tierras se les prohibía al mismo tiempo emigrar del país, para así
empujarlos por la fuerza a Glasgow y a otros centros fabriles de la región [*]***.
Como ejemplo del método de expropiación predominante en el siglo XIX [*]****,
bastará citar las «limpias» llevadas a cabo por la duquesa de Sutherland. Esta
señora, muy instruida en las cuestiones de Economía política decidió, apenas
hubo ceñido la corona de duquesa, aplicar a sus posesiones un tratamiento
radical económico, convirtiendo todo su condado —cuyos habitantes, mermados
por una serie de procesos anteriores semejantes a éste, habían ido quedando ya
reducidos a 15.000— en pastos para ovejas. Desde 1814 hasta 1820 se desplegó
una campaña sistemática de expulsión y exterminio para quitar de en medio a
estos 15.000 habitantes, que formarían, aproximadamente, unas 3.000 familias.
Todas sus aldeas fueron destruidas y arrasadas, sus campos convertidos todos en
terreno de pastos. Las tropas británicas, enviadas por el Gobierno para ejecutar
las órdenes de la duquesa, hicieron fuego contra los habitantes, expulsados de
sus tierras. Una anciana pereció abrasada entre las llamas de su choza, por
negarse a abandonarla. Así consiguió la señora duquesa apropiarse de 794.000
acres de tierra, pertenecientes al clan desde tiempos inmemoriales. [119] A los
naturales del país desahuciados les asignó en la orilla del mar unos 6.000 acres, a
razón de dos por familia. Hasta la fecha, esos 6.000 acres habían permanecido
yermos, sin producir ninguna renta a sus propietarios. Llevada de su altruismo, la
duquesa se dignó arrendar estos eriales por una renta media de 2 chelines y 6
peniques cada acre a aquellos mismos miembros del clan que habían vertido su
sangre por su familia desde hacía siglos. Todos los terrenos robados al clan
fueron divididos en 29 grandes granjas destinadas a la cría de lanares, atendida
cada una de ella por una sola familia; los pastores eran, en su mayoría, braceros
de arrendatarios ingleses. En 1825, los 15.000 gaeles habían sido sustituidos ya
por 131.000 ovejas. Los aborígenes arrojados a la orilla del mar procuraban,
entretanto, mantenerse de la pesca; se convirtieron en anfibios y vivían, según
dice un escritor inglés de la época, mitad en tierra y mitad en el mar, sin vivir
entre todo ello más que a medias [*] [13] [14].
Pero los bravos gaeles habían de pagar todavía más cara aquella idolatría
romántica de montañeses por los «caudillos» de los clanes. El olor del pescado
les dio en la nariz a los señores. Estos, barruntando algo de provecho en aquellas
playas, las arrendaron a las grandes pescaderías de Londres, y los gaeles fueron
arrojados de sus casas por segunda vez [*].
Finalmente, una parte de los pastos fue convertida en cotos de caza. Como es
sabido, en Inglaterra no existen verdaderos bosques. La caza que corre por los
parques de los aristócratas es, en realidad, ganado doméstico, gordo como los
aldermen [concejales] de Londres. Por eso, Escocia es, para los ingleses, el
último asilo de la «noble pasión» de la caza.
[120]
«En la montaña» —dice Somers en 1848— «se han extendido considerablemente
los cotos de caza [*]*. A un lado de Gaick tenemos el nuevo coto de caza de
Glenfeshie y al otro lado el nuevo coto de caza de Ardverikie. En la misma
dirección, tenemos el Black Mount, un erial inmenso, recién crecido. De Este a
Oeste, desde las inmediaciones de Aberdeen hasta las rocas de Oban, se
extiende ahora una línea ininterrumpida de cotos de caza, mientras aue en otras
regiones de la alta Escocia se alzan los cotos de caza nuevos de Loch Archaig,
Glengarry, Glenmoriston, etc. Al convertirse sus tierras en terrenos de pastos
para ovejas..., los gaeles se vieron empujados a las comarcas estériles. Ahora la
caza comienza a sustituir a las ovejas, empujando a aquéllos a una miseria todavía
más espantosa... Los montes de caza no pueden convivir con la gente. Uno de los
dos tiene que batirse en retirada y abandonar el campo. Si en los próximos
veinticinco años los cotos de caza siguen creciendo en las mismas proporciones
que en el úItimo cuarto de siglo, no quedará ni un solo gael en su tierra natal. Este
movimiento que se ha desarrollado entre los propietarios de las comarcas
montuosas se debe, en parte, a la moda, a la manía aristocrática, a la afición a la
caza, etc., pero hay también muchos que explotan esto con la mira puesta
exclusivamente en la ganancia, pues es indudable que, muchas veces, un pedazo
de montaña convertido en coto de caza es bastante más rentable que empleado
como terreno de pastos... El aficionado que busca un coto de caza no pone a su
deseo más límite que la anchura de su bolsa... Sobre la montaña escocesa han
llovido penalidades no menos crueles que las impuestas a Inglaterra por la
política de los reyes normandos. A la caza se la deja correr en libertad, sin tasarle
el terreno: en cambio, a las personas se las acosa y se las mete en fajas de tierras
cada vez más estrechas... Al pueblo le fueron arrebatadas unas libertades tras
otras... Y la opresión crece diariamente. Los propietarios siguen la norma de
diezmar y exterminar a la gente como un principio fijo, como una necesidad
agrícola, lo mismo que se talan los árboles y la maleza en las espesuras de
América y Australia, y esta operación sigue su marcha tranquila y comercial» [*]**
[15] [16] [17].
[121]
La depredación de los bienes de la Iglesia, la enajenación fraudulenta de las
tierras del dominio público, el saqueo de los terrenos comunales, la
metamorfosis, llevada a cabo por la usurpación y el terrorismo más inhumano de
la propiedad feudal y del patrimonio del clan en la moderna propiedad privada:
[122] he ahí otros tantos métodos idílicos de acumulación originaria. Con estos
métodos se abrió paso a la agricultura capitalista, se incorporó el capital a la
tierra y se crearon los contingentes de proletarios libres y privados de medios de
vida que necesitaba la industria de las ciudades.
3. LEGISLACION SANGRIENTA CONTRA LOS EXPROPIADOS,
A PARTIR DE FINES DEL SIGLO XV,
LEYES REDUCIENDO EL SALARIO
Los contingentes expulsados de sus tierras al disolverse las huestes feudales y ser
expropiados a empellones y por la fuerza formaban un proletariado libre y
privado de medios de existencia, que no podía ser absorbido por las
manufacturas con la misma rapidez con que aparecía en el mundo. Por otra parte,
estos seres que de repente se veían lanzados fuera de su órbita acostumbrada de
vida, no podían adaptarse con la misma celeridad a la disciplina de su nuevo
estado. Y así, una masa de ellos fue convirtiéndose en mendigos, salteadores y
vagabundos; algunos por inclinación, pero los más, obligados por las
circunstancias. De aquí que a fines del siglo XV y durante todo el siglo XVI se
dictase en toda Europa Occidental una legislación sangrienta persiguiendo el
vagabundaje. De este modo, los padres de la clase obrera moderna empezaron
viéndose castigados por algo de que ellos mismos eran víctimas, por verse
reducidos a vagabundos y mendigos. La legislación los trataba como a
delincuentes «voluntarios», como si dependiese de su buena voluntad el
continuar trabajando en las viejas condiciones, ya abolidas.
[123]
En Inglaterra, esta legislación comenzó bajo el reinado de Enrique VII.
Enrique VIII, 1530: Los mendigos viejos e incapacitados para el trabajo deberán
proveerse de licencia para mendigar. Para los vagabundos capaces de trabajar,
por el contrario, azotes y reclusión. Se les atará a la parte trasera de un carro y se
les azotará hasta que la sangre mane de su cuerpo, devolviéndolos luego, bajo
juramento, a su pueblo natal o al sitio en que hayan residido durante los últimos
tres años, para que «se pongan a trabajar» (to put himself to labour). ¡Qué ironía
tan cruel! El acto del año 27 del reinado de Enrique VIII reitera el estatuto
anterior, pero con nuevas adiciones, que lo hacen todavía más riguroso. En caso
de reincidencia de vagabundaje, deberá azotarse de nuevo al culpable y cortarle
media oreja; a la tercera vez que se le coja, se le ahorcará como criminal
peligroso y enemigo de la sociedad.
Eduardo VI: Un estatuto dictado en el primer año de su reinado, en 1547, ordena
que si alguien se niega a trabajar se le asigne como esclavo a la persona que le
denuncie como holgazán. El dueño deberá alimentar a su esclavo con pan y agua,
bodrio y los desperdicios de carne que crea conveniente. Tiene derecho a
obligarle a que realice cualquier trabajo, por muy repelente que sea, azotándole
y encadenándole, si fuera necesario. Si el esclavo desaparece durante dos
semanas, se le condenará a esclavitud de por vida, marcándole a fuego con una S
[S-Slave, esclavo, en inglés] en la frente o en un carrillo; si huye por tercera vez,
se le ahorcará como reo de alta traición. Su dueño puede venderlo, legarlo a sus
herederos o cederlo como esclavo, exactamente igual que el ganado o cualquier
objeto mueble. Los esclavos que se confabulen contra sus dueños serán también
ahorcados. Los jueces de paz seguirán las huellas a los pícaros, tan pronto se les
informe. Si se averigua que un vagabundo lleva tres días seguidos haraganeando,
se le expedirá a su pueblo natal con una V marcada a fuego en el pecho, y le
sacarán con cadenas a la calle a trabajar en la construcción de carreteras o
empleándole en otros servicios. El vagabundo que indique un falso pueblo de
nacimiento será castigado a quedarse en él toda la vida como esclavo, sea de los
vecinos o de la corporación, y se le marcará a fuego con una S. Todo el mundo
tiene derecho a quitarle al vagabundo sus hijos y tenerlos bajo su custodia como
aprendices: los hijos hasta los veinticuatro años, las hijas hasta los veinte. Si se
escapan, serán entregados como esclavos, hasta dicha edad, a sus maestros,
quienes podrán azotarlos, cargarlos de cadenas, etc., a su libre albedrío. El
maestro puede poner a su esclavo un anillo de hierro en el cuello, el brazo o la
pierna, para identificarlo mejor y tenerlo [124] más a mano [*]. En la última parte
de este estatuto se establece que ciertos pobres podrán ser obligados a trabajar
para el lugar o el individuo que les dé de comer y-beber y les busque trabajo.
Esta clase de esclavos parroquiales subsiste en Inglaterra hasta bien entrado el
siglo XIX, bajo el nombre de roundsmen (rondadores).
Isabel, 1572: Los mendigos sin licencia y mayores de catorce años serán azotados
sin misericordia y marcados con hierro candente en la oreja izquierda, caso de
que nadie quiera tomarlos durante dos años a su servicio. En caso de
reincidencia, siempre que sean mayores de dieciocho años y nadie quiera
tomarlos por dos años a su servicio, serán ahorcados. Al incidir por tercera vez,
se les ahorcará irremisiblemente como reos de alta traición. Otros estatutos
semejantes: el del año 18 del reinado de Isabel, c. 13, y la ley de 1597 [*].
[125]
Jacobo I: Todo el que no tenga empleo fijo y se dedique a mendigar es declarado
vagabundo. Los jueces de paz de las Petty Sessions [18] quedan autorizados a
mandar a azotarlos en público y a recluirlos en la cárcel, a la primera vez que se
les sorprenda, por seis meses, a la segunda, por dos años. Durante su
permanencia en la cárcel, podrán ser azotados tantas veces y en tanta cantidad
como los jueces de paz crean conveniente... Los vagabundos peligrosos e
incorregibles deberán ser marcados a fuego con una R en el hombro izquierdo y
sujetos a trabajos forzados; y si se les sorprende nuevamente mendigando, serán
ahorcados sin misericordia. Estos preceptos, que conservan su fuerza legal hasta
los primeros años del siglo XVIII, sólo fueron derogados por el reglamento del
año 12 del reinado de Ana, c. 23.
Leyes parecidas a éstas se dictaron también en Francia, en cuya capital se había
establecido, a mediados del siglo XVII, un verdadero reino de vagabundos
(royaume des truands). Todavía en los primeros años del reinado de Luis XVI
(Ordenanza del 13 de julio de 1777), disponía la ley que se mandase a galeras a
todas las personas de dieciséis a sesenta años que, gozando de salud, careciesen
de medios de vida y no ejerciesen ninguna profesión. Normas semejantes se
contenían en el estatuto dado por Carlos V, en octubre de 1537, para los Países
Bajos, en el primer edicto de los Estados y ciudades de Holanda (l9 de marzo de
1614), en el bando de las Provincias Unidas (25 de junio de 1649), etc.
Véase, pues, cómo después de ser violentamente expropiados y expulsados de
sus tierras y convertidos en vagabundos, se encajaba a los antiguos campesinos,
mediante leyes grotescamente terroristas a fuerza de palos, de marcas a fuego y
de tormentos, en la disciplina que exigía el sistema del trabajo asalariado.
No basta con que las condiciones de trabajo cristalicen en uno de los polos como
capital y en el polo contrario como hombres que no tienen nada que vender más
que su fuerza de trabajo. Ni basta tampoco con obligar a éstos a venderse
voluntariamente. En el transcurso de la producción capitalista, se va formando
una clase obrera que, a fuerza de educación, de tradición, de costumbre, se
somete a las exigencias de este régimen de producción como a las más lógicas
leyes naturales. La organización del proceso capitalista de producción ya
desarrollado vence todas las resistencias; la creación constante de una
superpoblación relativa mantiene la ley de la oferta y la demanda de trabajo y,
por ello, [126] el salario a tono con las necesidades de crecimiento del capital, y
la presión sorda de las condiciones económicas sella el poder de mando del
capitalista sobre el obrero. Todavía se emplea, de vez en cuando, la violencia
directa, extraeconómica; pero sólo en casos excepcionales. Dentro de la marcha
natural de las cosas, ya puede dejarse al obrero a merced de las «leyes naturales
de la producción», es decir, puesto en dependencia del capital, dependencia que
las propias condiciones de producción engendran, garantizan y perpetúan.
Durante la génesis histórica de la producción capitalista, no ocurre aún así. La
burguesía, que va ascendiendo, necesita y emplea todavía el poder del Estado
para «regular» los salarios, es decir, para sujetarlos dentro de los límites que
benefician a la extracción de plusvalía, y para alargar la jornada de trabajo y
mantener al mismo obrero en el grado normal de dependencia. Es éste un factor
esencial de la llamada acumulación originaria.
La clase de los obreros asalariados, que surgió en la segunda mitad del siglo XIV,
sólo representaba por aquel entonces y durante el siglo siguiente una parte muy
pequeña de la población y tenía bien cubierta la espalda por la economía de los
campesinos independientes, de una parte, y, de otra, por la organización gremial
de las ciudades. Tanto en la ciudad como en el campo, había una cierta afinidad
social entre patronos y obreros. La supeditación del trabajo al capital era sólo
formal; es decir, el modo de producción no presentaba aún un carácter
específicamente capitalista. El elemento variable del capital predominaba
considerablemente sobre el constante. Por eso, la demanda de trabajo asalariado
crecía rápidamente con cada acumulación de capital mientras la oferta sólo le
seguía lentamente. Por aquel entonces, todavía se invertía en el fondo de
consumo del obrero una gran parte del producto nacional, que más tarde había
de convertirse en fondo de acumulación de capital.
En Inglaterra, la legislación sobre el trabajo asalariado, encaminada desde el
primer momento a la explotación del obrero y enemiga de él desde el primer
instante hasta el último [*] [19] [20], comienza con el Statute of Labourers [Estatuto
de obreros] de Eduardo III, en 1349. A él corresponde, en Francia la Ordenanza
de 1350, dictada en nombre del rey Juan. La legislación inglesa y francesa siguen
rumbos paralelos y tienen idéntico contenido. En la parte en que los estatutos
obreros procuran imponer la prolongación [127] de la jornada de trabajo no
hemos de volver sobre ellos, pues este punto ha sido tratado ya (parte 5 del
capítulo 8).
El Statute of Labourers se dictó ante las apremiantes quejas de la Cámara de los
Comunes.
«Antes» —dice candorosamente un tory— «los pobres exigían unos jornales tan
altos, que ponían en trance de ruina la industria y la riqueza. Hoy, sus salarios son
tan bajos, que ponen también en trance de ruina la industria y la riqueza, pero de
otro modo y tal vez más amenazadoramente que antes» [*].
En este estatuto se establece una tarifa legal de salarios para el campo y la
ciudad, por piezas y por días. Los obreros del campo deberán contratarse por
años, los de la ciudad «en el mercado libre». Se prohíbe, bajo penas de cárcel,
abonar jornales superiores a los señalados por el estatuto, pero el delito de
percibir tales salarios ilegales se castiga con mayor dureza que el delito de
abonarlos. Siguiendo esta norma, en las sec. 18 y 19 del Estatuto de aprendices
dictado por la reina Isabel se castiga con diez días de cárcel al que abone
jornales excesivos; en cambio, al que los cobre se le castiga con veintiuno. Un
estatuto de 1360 aumenta las penas y autoriza incluso al patrono para imponer,
mediante castigos corporales, el trabajo por el salario tarifado. Todas las
combinaciones, contratos, juramentos, etc., con que se obligan entre sí los
albañiles y los carpinteros son declarados nulos. Desde el siglo XIV hasta 1825, el
año de la abolición de las leyes anticoalicionistas [21], las coaliciones obreras son
consideradas como un grave crimen. Cuál era el espíritu que inspiraba el estatuto
obrero de 1349 y sus hermanos menores se ve claramente con sólo advertir que
en él se fijaba por imperio del Estado un salario máximo; lo que no se prescribía
ni por asomo era un salario mínimo.
Durante el siglo XVI, empeoró considerablemente, como se sabe, la situación de
los obreros. El salario en dinero subió, pero no proporcionalmente a la
depreciación del dinero y a la correspondiente subida de los precios de las
mercancías. En realidad, pues, los jornales bajaron. A pesar de ello, seguían en
vigor las leyes encaminadas a hacerlos bajar, con la conminación de cortar la
oreja y marcar con el hierro candente a aquellos «que nadie quisiera tomar a su
servicio». El Estatuto de aprendices del año 5 del reinado de Isabel, c. 3,
autorizaba a los jueces de paz a fijar determinados salarios y modificarlos, según
las épocas del año y los precios de las mercancías. Jacobo I hizo extensiva esta
norma [128] a los tejedores, los hilanderos y toda suerte de categorías obreras
[*], y Jorge II extendió las leyes contra las coaliciones obreras a todas las
manufacturas.
Dentro del período propiamente manufacturero, el régimen capitalista de
producción santíase ya lo suficientemente fuerte para que la reglamentación legal
de los salarios fuese tan impracticable como superflua, pero se conservaban, por
si acaso, las armas del antiguo arsenal. Todavía el reglamento publicado el año 8
del reinado de Jorge II prohibe que los oficiales de sastre de Londres y sus
alrededores cobren más de 2 chelines y 7 peniques y medio de jornal, salvo en
casos de duelo público; el reglamento del año 13 del reinado de Jorge III, c. 68,
encomienda a los jueces de paz la reglamentación del salario de los tejedores en
seda; todavía en 1796, fueron necesarios dos fallos de los tribunales superiores
para decidir si las órdenes de los jueces de paz sobre salarios regían también
para los obreros no agrícolas; en 1799, una ley del parlamento confirma que el
salario de los obreros mineros de Escocia se halla reglamentado por un estatuto
de la reina Isabel y dos leyes escocesas de 1661 y 1671. Un episodio inaudito,
producido en la Cámara de los Comunes de Inglaterra, vino a demostrar hasta
qué punto habían cambiado las cosas. Aquí, donde durante más de 400 años se
habían estado fabricando leyes sobre la tasa máxima que en modo alguno podía
rebasar el salario pagado a un obrero, se levantó en 1796 un diputado, [129]
Whitbread, para proponer un salario mínimo para los jornaleros del campo. Pitt
se opuso a la propuesta, aunque reconociendo que «la situación de los pobres era
cruel». Por fin, en 1813 fueron derogadas las leyes sobre reglamentación de
salarios. Estas leyes eran una ridícula anomalía, desde el momento en que el
capitalista regía la fábrica con sus leyes privadas, haciéndose necesario
completar el salario del bracero del campo con el tributo de pobreza para llegar
al mínimo indispensable. Las normas de los Estatutos obreros sobre los contratos
entre el patrono y sus jornaleros, sobre los plazos de aviso, etc., las que sólo
permiten demandar por lo civil contra el patrono que falta a sus deberes
contractuales, permitiendo, en cambio, procesar por lo criminal al obrero que no
cumple los suyos, siguen en pleno vigor hasta la fecha.
Las crueles leyes contra las coaliciones hubieron de derogarse en 1825, ante la
actitud amenazadora del proletariado. No obstante, sólo fueron derogadas
parcialmente. Hasta 1859 no desaparecieron algunos hermosos vestigios de los
antiguos estatutos. Finalmente, la ley votada por el parlamento el 29 de junio de
1871 prometió borrar las últimas huellas de esta legislación de clase, mediante el
reconocimiento legal de las tradeuniones. Pero otra ley parlamentaria de la
misma fecha (An act to amend the criminal law relating to violence, threats and
molestation) («Acto para enmendar la criminal ley acerca de la violencia, las
amenazas y las vejaciones») restablece, en realidad, el antiguo estado de
derecho bajo una forma nueva. Mediante este escamoteo parlamentario, los
recursos de que pueden valerse los obreros en caso de huelga o lockout (huelga
de los fabricantes coaligados, para cerrar sus fábricas), se sustraen al derecho
común y se someten a una legislación penal de excepción, que los propios
fabricantes son los encargados de interpretar, en su función de jueces de paz.
Dos años antes, la misma Cámara de los Comunes y el mismo señor Gladstone,
con su proverbial honradez, habían presentado un proyecto de ley aboliendo
todas las leyes penales de excepción contra la clase obrera. Pero no se le dejó
pasar de la segunda lectura, y se fue dando largas al asunto, hasta que, por fin, el
«gran partido liberal», fortalecido por la alianza con los tories [22], tuvo la
valentía necesaria para votar contra el mismo proletariado que le había
encaramado en el poder. No contento con esta traición, el «gran partido liberal»
permitió que los jueces ingleses, que tanto se desviven en el servicio a las clases
gobernantes, desenterrasen las leyes ya prescritas sobre las «conspiraciones»
[23] y las aplicasen a las coaliciones obreras. Como se ve, el parlamento inglés
renunció a las leyes contra las huelgas y las tradeuniones de mala gana y
presionado por las masas, después de haber desempeñado él durante cinco
siglos, con el egoísmo más desvergonzado, el papel [130] de una tradeunión
permanente de los capitalistas contra los obreros.
En los mismos comienzos de la tormenta revolucionaria, la burguesía francesa se
atrevió a arrebatar de nuevo a los obreros el derecho de asociación que
acababan de conquistar. Por decreto del 14 de junio de 1791, declaró todas las
coaliciones obreras como un «atentado contra la libertad y la Declaración de los
Derechos del Hombre», sancionable con una multa de 500 libras y privación de la
ciudadanía activa durante un año [*]. Esta ley, que, poniendo a contribución el
poder policíaco del Estado, procura encauzar dentro de los límites que al capital
le plazcan la lucha de concurrencia entablada entre el capital y el trabajo,
sobrevivió a todas las revoluciones y cambios de dinastía. Ni el mismo régimen
del terror [24] se atrevió a tocarla. No se la borró del Código penal hasta hace
muy poco. Nada más elocuente que el pretexto que se dio, al votar la ley para
justificar este golpe de Estado burgués. «Aunque es de desear —dice el ponente
de la ley, Le Chapelier— que los salarios suban por encima de su nivel actual,
para que quienes los perciben puedan sustraerse a esa dependencia absoluta
que supone la carencia de los medios de vida más elementales, y que es casi la
esclavitud», a los obreros se les niega el derecho a ponerse de acuerdo sobre sus
intereses, a actuar conjuntamente y, por tanto, a vencer esa «dependencia
absoluta, que es casi la esclavitud», porque con ello herirían «la libertad de sus
cidevant maîtres [anteriores dueños] y actuales patronos» (¡la libertad de
mantener a los obreros en la esclavitud!), y porque el coaligarse contra el
despotismo de los antiguos maestros de las corporaciones equivaldría —
¡adivínese!— a restaurar las corporaciones abolidas por la Constitución francesa
[*].
4. GENESIS DEL ARRENDATARIO CAPITALISTA
Después de exponer el proceso de violenta creación de los proletarios libres y
desheredados, el régimen sanguinario con [131] que se les convirtió en obreros
asalariados, las sucias altas medidas estatales que, aumentando el grado de
explotación del trabajo elevaban, con medios policíacos, la acumulación del
capital, cumple preguntar: ¿Cómo surgieron los primeros capitalistas? Pues la
expropiación de la población campesina sólo crea directamente grandes
propietarios de tierra. En cuanto a la génesis del arrendatario, puede, digámoslo
así, tocarse con la mano, pues constituye un proceso lento, que se arrastra a lo
largo de muchos siglos. Los propios siervos, y con ellos los pequeños
propietarios libres no tenían todos, ni mucho menos, la misma situación
patrimonial, siendo por tanto emancipados en condicionas económicas muy
distintas.
En Inglaterra, la primera forma bajo la que se presenta el arrendatario es la del
bailiff también siervo. Su posición se parece mucho a la del villicus [capataz de
esclavos] de la antigua Roma, aunque con un radio de acción más reducido.
Durante la segunda mitad del siglo XIV es sustituido por un colono o arrendatario,
al que el señor de la tierra provee de simiente, ganado y aperos de labranza. Su
situación no difiere gran cosa de la del simple campesino. La única diferencia es
que explota más trabajo asalariado. Pronto se convierte en métayer [aparcero], en
semiarrendatario. Este pone una parte del capital agrícola y el propietario la otra.
Los frutos se reparten según la proporción fijada en el contrato. En Inglaterra,
esta forma no tarda en desaparecer, para ceder el puesto a la del verdadero
arrendatario, que explota su proplo capital empleando obreros asalariados y
abonando al terrateniente como renta, en dinero o en especie, una parte del
plusproducto.
Durante el siglo XV, mientras el campesino independiente y el obrero agrícola,
que, además de trabajar a jornal para otro, cultiva su propia tierra, se enriquecen
con su trabajo, las condiciones de vida del arrendatario y su campo de
producción no salen de la mediocridad. La revolución agrícola del último tercio
del siglo XV, que dura casi todo el siglo XVI (aunque exceptuando los últimos
decenios), enriquece al arrendatario con la misma celeridad con que empobrece
a la población rural [*]*. La usurpación de los pastos comunales, etc., le permite
aumentar considerablemente casi sin gastos su contingente de ganado, al paso
que éste le suministra abono más abundante para cultivar la tierra.
[132]
En el siglo XVI viene a añadirse a éstos un factor decisivo. Los contratos de
arrendamiento eran entonces contratos a largo plazo, abundando los de noventa
y nueve años. La constante depreciación de los metales preciosos, y por tanto del
dinero, fue para los arrendatarios una lluvia de oro. Hizo —aun prescindiendo de
todas las circunstancias ya expuestas— que descendiesen los salarios. Una parte
de éstos pasó a incrementar las ganancias del arrendatario. El alza incesante de
los precios del trigo, de la lana, de la carne, en una palabra, de todos los
productos agrícolas, vino a hinchar, sin intervención suya, el capital en dinero del
arrendatario, mientras que la renta de la tierra, que él tenía que abonar, se
contraía en su antiguo valor en dinero [*]. De este modo, se enriquccía a un
tiempo mismo a costa de los jornaleros y del propietario de la tierra. Nada tiene,
pues, de extraño que, a fines del siglo XVI, Inglaterra contase con una clase de
«arrendatarios capitalistas» ricos, para lo que se acostumbraba en aquellos
tiempos [*]*.
[133]
5. LA INFLUENCIA INVERSA DE LA REVOLUCION
AGRICOLA SOBRE LA INDUSTRIA.
FORMACION DEL MERCADO INTERIOR PARA
EL CAPITAL INDUSTRIAL
La expropiación y el desahúcio de la población campesina, realizados por ráfagas
y constantemente renovados, hacía afluir a la industria de las ciudades, como
hemos visto, masas cada vez más numerosas de proletarios desligados en
absoluto del régimen gremial, sabia circunstancia que hace creer al viejo A.
Anderson [25] (autor que no debe confundirse con James Anderson), en su
"Historia del Comercio", en una intervención directa de la providencia. Hemos de
detenernos unos instantes a analizar este elemento de la acumulación originaria.
Al enrarecimiento de la población rural independiente que trabaja sus propias
tierras no sólo corresponde una condensación del proletariado industrial, como al
enrarecimiento de la materia del universo en unos sitios, correspende, según
Geoffroy Saint-Hilaire [*], su condensación en otros. [134] A pesar de haber
disminuido el número de brazos que la cultivaban, la tierra seguía dando el
mismo producto o aún más, pues la revolución operada en el régimen de la
propiedad inmueble lleva aparejados métodos perfeccionados de cultivo, mayor
cooperación, concentración de los medios de producción, etc., y los jornaleros
del campo no sólo son explotados más intensamente [*] [26], sino que, además,
va reduciéndose en proporciones cada vez mayores el campo de producción en
que trabajan para ellos mismos. Con la parte de la población rural que queda
disponible quedan también disponibles, por tanto, sus antiguos medios de
subsistencia, que ahora se convierten en elemento material del capital variable.
Ahora, el campesino lanzado al arroyo, si quiere vivir, tiene que comprar el valor
de sus medios de vida a su nuevo señor, el capitalista industrial, en forma de
salario. Y lo que ocurre con los medios de vida, ocurre también con las primeras
materias agrícolas, de producción local, suministradas a la industria. Estas se
convierten en elemento del capital constante.
Supongamos, por ejemplo, que una parte de los campesinos de Westfalia, que en
tiempos de Federico II hilaban todos lino, fue expropiada violentamente y
arrojada de sus tierras, mientras los restantes se convertían en jornaleros de los
grandes arrendatarios. Simultáneamente, surgen grandes fábricas de hilados de
lino y de tejidos, en las que entran a trabajar por un jornal los brazas que han
quedado «disponibles». El lino sigue siendo el mismo de antes. No ha cambiado
en él ni una sola fibra, y sin embargo, en su cuerpo se alberga ahora una alma
social nueva, pues este lino forma ahora parte del capital constante del dueño de
la manufactura. Antes, se distribuía entre un sinnúmero de pequeños
productores, que lo cultivaban por sí mismos y lo hilaban en pequeñas
cantidades, con sus familias; ahora, se concentra en manos de un solo capitalista,
que hace que otros hilen y tejan para él. Antes, el trabajo suplementario que se
rendía en el taller de hilado se traducía en un ingreso suplementario para
innumerables familias campesinas, o también, bajo Federico II, en impuestos
pour le roi de Prusse [*]*. Ahora, se traduce en ganancia para un puñado de
capitalistas. Los husos y los telares, que antes se distribuían por toda la comarca,
se aglomeran ahora, con los obreros y la materia prima, en unos cuantos
cuarteles del trabajo. Y de medios de vida independiente para hilanderos y
tejedores, los husos, los telares y la materia prima se convierten en medios [135]
para someterlos al mando de otro [*]** y para arrancarles trabajo no retribuido.
Ni en las grandes manufacturas ni en las grandes granjas hay algún signo exterior
que indique que en ellas se reúnen muchos pequeños hogares de producción y
que deben su origen a la expropiación de muchos pequeños productores
independientes. Sin embargo, el ojo imparcial no se deja engañar tan fácilmente.
En tiempo de Mirabeau, el terrible revolucionario, las grandes manufacturas se
llamaban todavía manufactures réunies, talleres reunidos, como decimos de las
tierras cuando se juntan.
«Sólo se ven» —dice Mirabeau— «esas grandes manufacturas, en las que trabajan
cientos de hombres bajo las órdenes de un director y que se denominan
generalmente manufacturas reunidas (manufactures réunies). En cambio, aquellas
en las que trabajan diseminados, cada cual por su cuenta, gran número de
obreros, pasan casi inadvertidas. Se las relega a último término. Y esto es un
error muy grande, pues son éstas las que forman la parte realmente más
importante de la riqueza nacional... La fábrica reunida (fabrique réunie)
enriquecerá fabulosamente a uno o dos empresarios pero los obreros que en ella
trabajan no son más que jornaleros mejor o peor pagados, que en nada participan
del bienestar del fabricante. En cambio, en las fábricas separadas (fabriques
séparées) nadie se enriquece, pero gozan de bienestar multitud de obreros... El
número de los obreros activos y económicos crecerá, porque éstos ven en la vida
ordenada y en el trabajo un medio de mejorar notablemente su situación, en vez
de obtener una pequeña mejora de jornal, que jamás decidirá del porvenir y que,
a lo sumo, permite al obrero vivir un poco mejor, pero siempre al día. Las
manufacturas separadas e individuales, combinadas casi siempre con un poco de
labranza, son las únicas libres» [*].
La expropiación y el desahúcio de una parte de la población rural, no sólo deja a
los obreros, sus medios de vida y sus materiales de trabajo disponibles para que
el capital industrial los utilice, sino que además crea el mercado interior.
En efecto, el movimiento que convierte a los pequeños labradores en obreros
asalariados y a sus medios de vida y de trabajo en elementos materiales del
capital, crea para éste, paralelamente, su mercado interior. Antes, la familia
campesina producía y elaboraba los medios de vida y las materias primas, que
luego eran consumidas, en su mayor parte, por ella misma. Pues bien, [136] estas
materias primas y estos medios de vida se convierten ahora en mercancías,
vendidas por los grandes arrendatarios, que encuentran su mercado en las
manufacturas. El hilo, el lienzo, los artículos bastos de lana, objetos todos de cuya
materia prima disponía cualquier familia campesina y que ella hilaba y tejía para
su uso, se convierten ahora en artículos manufacturados, que tienen su mercado
precisamente en los distritos rurales. La numerosa clientela diseminada y
controlada hasta aquí por una muchedumbre de pequeños productores que
trabajaban por cuenta propia se concentra ahora en un gran mercado atendido
por el capital industrial [*]*. De este modo, a la par con la expropiación de los
antiguos labradores independientes y su divorcio de los medios de producción,
avanza la destrucción de las industrias rurales secundarias, el proceso de
diferenciación de la industria y la agricultura. Sólo la destrucción de la industria
doméstica rural puede dar al mercado interior de un país las proporciones y la
firmeza que necesita el régimen capitalista de producción.
Sin embargo, el período propiamente manufacturero no aporta, en realidad,
transformación radical alguna. Recuérdese que la manufactura sólo invade la
producción nacional de un modo fragmentario y siempre sobre el vasto
panorama del artesanado urbano y de la industria secundaria doméstico-rural.
Aunque elimine a ésta bajo ciertas formas, en determinadas ramas industriales y
en algunos puntos, vuelve a ponerla en pie en otros en que ya estaba destruida,
pues necesita de ella para transformar la materia prima hasta cierto grado de
elaboración. La manufactura hace brotar, por tanto, una nueva clase de pequeños
campesinos, que sólo se dedican a la agricultura como empleo secundario,
explotando como oficio preferente un trabajo industrial para vender su producto
a la manufactura, ya sea directamente o por mediación de un comerciante. He
aquí una de las causas, aunque no la fundamental, de un fenómeno que al
principio desorienta a quien estudia la historia de Inglaterra. Desde el último
tercio del siglo XV, se escuchan en ella quejas constantes, interrumpidas sólo a
intervalos, sobre los progresos del capitalismo en la agricultura y la destrucción
progresiva de la clase campesina. Por otra parte, [137] esta clase campesina
reaparece constantemente, aunque en número más reducido y en situación cada
vez peor [*]. La razón principal de esto está en que en Inglaterra tan pronto
predomina la producción de trigo como la ganadoría, según los períodos, y con
el tipo de producción oscila el volumen de la producción campesina. Sólo la gran
industria aporta, con la maquinaria, la base constante de la agricultura capitalista,
expropia radicalmente a la inmensa mayoría de la población del campo y remata
el divorcio entre la agricultura y la industria doméstico-rural, cuyas raíces —la
industria de hilados y tejidos— arranca [*]*. Sólo ella conquista, por tanto, para el
capital industrial el mercado interior íntegro [*]**.
6. GENESIS DEL CAPITALISTA INDUSTRIAL
La génesis del capitalista industrial [*] no se desarrolla de un modo tan lento y
paulatino como la del arrendatario. Es indudable que ciertos pequeños maestros
artesanos, y todavía más ciertos [138] pequeños artesanos independientes, e
incluso obreros asalariados, se convirtieron en pequeños capitalistas, y luego,
mediante la explotación del trabajo asalariado en una escala cada vez mayor y la
acumulación consiguiente, en capitalistas sans phrase [sin reservas]. En el
período de infancia de producción capitalista, ocurría no pocas veces lo que en
los años de infancia de las ciudades medievales, en que el problema de saber
cuál de los siervos huidos llegaría a ser el amo y cuál el criado se dirimía las más
de las veces por el orden de fechas en que se escapaban. Sin embargo, la lentitud
de este método no respondía en modo alguno a las exigencias comerciales del
nuevo mercado mundial, creado por los grandes descubrimientos de fines del
siglo XV. La Edad Media había legado dos formas distintas de capital, que
alcanzaron su sazón en las más diversas formaciones socioeconómicas y que
antes de llegar la era del modo de producción capitalista eran consideradas
capital quand même [por antonomasia]: capital usurario y capital comercial.
«En la actualidad, toda la riqueza de la sociedad se concentra primeramente en
manos del capitalista... Este paga la renta al terrateniente, el salario al obrero, los
impuestos y el diezmo al recaudador de contribuciones, quedándose para sí con
una parte grande, que en realidad es la parte mayor y que además tiende a
crecer diariamente, del producto anual del trabajo. Ahora el capitalista puede ser
considerado como el que se apropia de primera mano toda la riqueza social,
aunque ninguna ley le ha transferido este derecho de apropiación... Este cambio
de propiedad debe su origen al cobro de intereses por el capital... y es harto
curioso que los legisladores de toda Europa hayan querido evitar esto con leyes
contra la usura... El poder del capitalista sobre la riqueza toda del país es una
completa revolución en el derecho de propiedad y ¿qué ley o qué serie de leyes
la originó?» [*]*
El autor debería saber que las revoluciones no se hacen con leyes.
El régimen feudal, en el campo, y, en la ciudad, el régimen gremial impedían al
capital-dinero, formado en la usura y en el comercio, convertirse en capital
industrial [*]**. Estas barreras desaparecieron con el licenciamiento de las
huestes feudales y con la expropiación y desahúcio parciales de la población
campesina. Las nuevas manufacturas habían sido construidas en los puertos
marítimos de exportación o en lugares del campo alejados del control de las
ciudades antiguas y de su régimen gremial. De aquí la lucha rabiosa entablada en
Inglaterra entre los corporate towns [ciudades [139] con régimen corporativo
gremial] y los nuevos viveros industriales.
El descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, el exterminio, la
esclavización y el sepultamiento en las minas de la población aborigen, el
comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión del
continente africano en cazadero de esclavos negros: tales son los hechos que
señalan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos
representan otros tantos factores fundamentales en el movimiento de la
acumulación originaria. Tras ellos, pisando sus huellas, viene la guerra comercial
de las naciones europeas, con el planeta entero por escenario. Rompe el fuego
con el alzamiento de los Países Bajos, que se sacuden el yugo de la dominación
española [27], cobra proporciones gigantescas en Inglaterra con la guerra
antijacobina [28], sigue ventilándose en China en las guerras del opio [29], etc.
Las diversas etapas de la acumulación originaria tienen su centro, en un orden
cronológico más o menos preciso, en España, Portugal, Holanda, Francia e
Inglaterra. Es aquí, en Inglaterra, donde a fines del siglo XVII se resumen y
sintetizan sistemáticamente en el sistema colonial, el sistema de la deuda pública,
el moderno sistema tributario y el sistema proteccionista. En parte, estos métodos
se basan, como ocurre con el sistema colonial, en la más burda de las violencias.
Pero todos ellos se valen del poder del Estado, de la fuerza concentrada y
organizada de la sociedad, para acelerar a pasos agigantados el proceso de
transformación del modo feudal de producción en el modo capitalista y acortar
las transiciones. La violencia es la comadrona de toda sociedad vieja que lleva en
sus entrañas otra nueva. Es ella misma una potencia económica.
Del sistema colonial cristiano dice un hombre, que hace del cristianismo su
profesión, W. Howitt:
«Los actos de barbarie y de desalmada crueldad cometidos por las razas que se
llaman cristianas en todas las partes del mundo y contra todos los pueblos del
orbe que pudieron subyugar, no encuentran precedente en ninguna época de la
historia universal ni en ninguna raza, por salvaje e inculta, por despiadada y
cínica que ella sea» [*].
[140]
La historia del régimen colonial holandés —y téngase en cuenta que Holanda era
la nación capitalista modelo del siglo XVII— «hace desfilar ante nosotros un
cuadro insuperable de traiciones, cohechos, asesinatos e infamias» [*]*. Nada más
elocuente que el sistema de robo de hombres aplicado en la isla de Célebes,
para obtener esclavos con destino a Java. Los ladrones de hombres eran
amaestrados convenientemente. Los agentes principales de este trato eran el
ladrón, el intérprete y el vendedor; los príncipes nativos, los vendedores
principales. Los muchachos robados eran escondidos en las prisiones secretas de
Célebes, hasta que estuviesen ya maduros para ser embarcados con un
cargamento de esclavos. En un informe oficial leemos:
«Esta ciudad de Makassar, por ejemplo, está llena de prisiones secretas, a cual
más espantosa, abarrotadas de infelices, víctimas de la codicia y la tiranía,
cargados de cadenas, arrancados violentamente a sus familias».
Para apoderarse de Malaca, los holandeses sobornaron al gobernador portugués.
Este les abrió las puertas de la ciudad en 1641. Los invasores corrieron en
seguida a su palacio y le asesinaron, para de este modo poder «renunciar» al
pago de la suma convenida por el servicio, que eran 21.875 libras esterlinas. A
todas partes les seguía la devastación y la despoblación. Banjuwangi, provincia
de Java, que en 1750 contaba con más de 80.000 habitantes, quedó reducida en
1811 a 8.000. He aquí cómo se las gasta el doux commerce [comercio inocente].
Como es sabido, la Compañía inglesa de las Indias Orientales [30] obtuvo,
además del poder político en estas Indias, el monopolio del comercio de té y del
comercio chino en general, así como el del transporte de mercancías de Europa a
China y viceversa. Pero del monopolio de la navegación costera de la India y
entre las islas, y del comercio interior de la India, se apropiaron los altos
funcionarios de la Compañía. Los monopolios de la sal, del opio, del bétel y otras
mercancías eran filones inagotables de riqueza. Los mismos funcionarios fijaban
los precios a su antojo y esquilmaban como les daba la gana al infeliz indio. El
gobernador general de las Indias llevaba participación en este comercio privado.
Sus favoritos obtenían contratos en condiciones que les permitían, mejor que los
alquimistas, hacer oro de la nada. En un solo día brotaban como los hongos
grandes fortunas, y la acumulación originaria avanzaba viento en popa sin
desembolsar ni un chelín. En las actas judiciales del Warren Hastings abundan
ejemplos de esto. He aquí uno. Un tal Sullivan obtiene un contrato de opio [141]
cuando se dispone a trasladarse —en función de servicio— a una región de la
India muy alejada de los distritos opieros. Sullivan vende su contrato por 40.000
libras esterlinas a un tal Binn que lo revende el mismo día por 60.000, y el último
comprador y ejecutor del contrato declara que obtuvo todavía una ganancia
fabulosa. Según una lista sometida al parlamento, la Compañía y sus funcionarios
se hicieron regalar por los indios, desde 1757 hasta 1766, ¡6 millones de libras
esterlinas! Entre 1769 y 1770, los ingleses fabricaron allí una epidemia de
hambre, acaparando todo el arroz y negándose a venderlo si no les pagaban
precios fabulosos [*].
En las plantaciones destinadas exclusivamente al comercio de exportación, como
en las Indias Occidentales, y en los países ricos y densamente poblados,
entregados al pillaje y a la matanza, como México y las Indias Orientales, era,
naturalmente, donde el trato dado a los indígenas revestía las formas más crueles.
Pero tampoco en las verdaderas colonias se desmentía el carácter cristiano de la
acumulación originaria. Aquellos hombres, virtuosos intachables del
protestantismo, los puritanos de la Nueva Inglaterra, otorgaron en 1703, por
acuerdo de su Assembly [Asamblea Legislativa], un premio de 40 libras esterlinas
por cada escalpo de indio y por cada piel roja apresado; en 1720, el premio era
de 100 libras por escalpo; en 1744, después de declarar en rebeldía a una tribu
de Massachusetts-Bay, los premios eran los siguientes: por los escalpos de varón,
desde doce años para arriba, 100 libras esterlinas de nuevo cuño; por cada
hombre apresado, 105 libras; por cada mujer y cada niño, 55 libras; ¡por cada
escalpo de mujer o niño, 50 libras! Algunos decenios más tarde, el sistema
colonial inglés había de vengarse en los descendientes rebeldes de los devotos
piligrim fathers [padres peregrinos], que cayeron tomahawkeados bajo la
dirección y a sueldo de Inglaterra. El parlamento británico declaró que la caza de
hombres y el escalpar eran «recursos que Dios y la naturaleza habían puesto en
sus manos».
Bajo el sistema colonial, prosperaban como planta de estufa el comercio y la
navegación. Las «Sociedades Monopolias» (Lutero) eran poderosas palancas de
concentración de capitales. Las colonias brindaban a las nuevas manufacturas,
que brotaban por todas partes, mercado para sus productos y una acumulación
de capital intensificada gracias al régimen de monopolio. El botín conquistado
fuera de Europa mediante el saqueo descarado, la esclavización y la matanza
refluían a la metrópoli para convertirse aquí en capital. Holanda, primer país en
que se desarrolló plenamente [142] el sistema colonial, había llegado ya en 1648
al apogeo de su grandeza mercantil. Se hallaba
«en posesión casi exclusiva del comercio de las Indias Orientales y del tráfico
entre el Suroeste y el Nordeste de Europa. Sus pesquerías, su marina y sus
manufacturas sobrepujaban a las de todos los demás países. Los capitales de esta
república superaban tal vez a los del resto de Europa junto» [31].
Gülich, autor de estas líneas, se olvida de añadir que la masa del pueblo holandés
se hallaba ya en 1648 más agotada por el trabajo, más empobrecida y más
brutalmente oprimida que la del resto de Europa junto.
Hoy, la supremacía industrial lleva consigo la supremacía comercial. En el
verdadero período manufacturero sucedía lo contrario: era la supremacía
comercial la que daba el predominio en el campo de la industria. De aquí el
papel predominante que en aquellos tiempos desempeñaba el sistema colonial.
Era el «dios extranjero» que venía a entronizarse en el altar junto a los viejos
ídolos de Europa y que un buen día los echaría a todos a rodar de un empellón.
Este dios proclamaba la acumulación de plusvalía como el fin último y único de la
humanidad.
El sistema del crédito público, es decir, de la deuda del Estado, cuyos orígenes
descubríamos ya en Génova y en Venecia en la Edad Media, se adueñó de toda
Europa durante el período manufacturero. El sistema colonial, con su comercio
marítimo y sus guerras comerciales, le sirvió de acicate. Por eso fue Holanda el
primer país en que arraigó. La deuda pública, o sea, la enajenación del Estado —
absoluto, constitucional o republicano—, imprime su sello a la era capitalista. La
única parte de la llamada riqueza nacional que entra real y verdaderamente en
posesión colectiva de los pueblos modernos es... la deuda pública [*]. Por eso es
perfectamente consecuente esa teoría moderna, según la cual un pueblo es tanto
más rico cuanto más se carga de deudas. El crédito público se convierte en credo
del capitalista. Y al surgir las deudas del Estado, el pecado contra el Espíritu
Santo, para el que no hay remisión, cede el puesto al perjurio contra la deuda
pública.
La deuda pública se convierte en una de las palancas más potentes de la
acumulación originaria. Es como una varita mágica que infunde virtud
procreadora al dinero improductivo y lo convierte en capital sin exponerlo a los
riesgos ni al esfuerzo que siempre lleva consigo la inversión industrial e incluso la
usuraria. En realidad, los acreedores del Estado no entregan nada, pues la [143]
suma prestada se convierte en títulos de la deuda pública, fácilmente
negociables, que siguen desempeñando en sus manos el mismísimo papel del
dinero. Pero aún prescindiendo de la clase de rentistas ociosos que así se crea y
de la riqueza improvisada que va a parar al regazo de los financieros que actúan
de mediadores entre el Gobierno y el país —así como de la riqueza regalada a
los arrendadores de impuestos, comerciantes y fabricantes particulares, a cuyos
bolsillos afluye una buena parte de los empréstitos del Estado, como un capital
llovido del cielo—, la deuda pública ha venido a dar impulso a las sociedades
anónimas, al tráfico de efectos negociables de todo género, al agio; en una
palabra, a la lotería de la bolsa y a la moderna bancocracia.
Desde el momento mismo de nacer, los grandes bancos, adornados con títulos
nacionales, no fueron nunca más que sociedades de especuladores privados que
cooperaban con los gobiernos y que, gracias a los privilegios que éstos les
otorgaban, estaban en condiciones de adelantarles dinero. Por eso, la
acumulación de la deuda pública no tiene barómetro más infalible que el alza
progresiva de las acciones de estos bancos, cuyo pleno desarrollo data de la
fundación del Banco de Inglaterra (en 1694). Este último comenzó prestando su
dinero al Gobierno a un 8 por 100 de interés; al mismpo tiempo, quedaba
autorizado por el parlamento para acuñar dinero del mismo capital, volviendo a
prestarlo al público en forma de billetes de banco. Con estos billetes podía
descontar letras, abrir créditos sobre mercancías y comprar metales preciosos.
No transcurrió mucho tiempo antes de que este mismo dinero fiduciario fabricado
por él le sirviese de moneda para saldar los empréstitos hechos al Estado y para
pagar los intereses de la deuda pública por cuenta de éste. No contento con dar
con una mano para recibir con la otra más de lo que daba, seguía siendo, a pesar
de lo que se embolsaba, acreedor perpetuo de la nación hasta el último céntimo
entregado. Poco a poco, fue convirtiéndose en depositario insustituible de los
tesoros metálicos del país y en centro de gravitación de todo el crédito comercial.
Por los años en que Inglaterra dejaba de quemar brujas, comenzaba a colgar
falsificadores de billetes de banco. Las obras de aquellos años, por ejemplo, las
de Bolingbroke [*] muestran qué impresión producía a las gentes de la época la
súbita aparición de este monstruo de bancócratas, financieros, rentistas,
corredores, agentes y lobos de bolsa.
Con la deuda pública surgió un sistema internacional de crédito, detrás del que
se esconde con frecuencia, en tal o cual pueblo, [144] una de las fuentes de la
acumulación originaria. Así, por ejemplo, las infamias del sistema de rapiña
seguido en Venecia constituyen una de esas bases ocultas de la riqueza
capitalista de Holanda, a quien la Venecia decadente prestaba grandes sumas de
dinero. Otro tanto acontece entre Holanda e Inglaterra. Ya a comienzos del siglo
XVIII, las manufacturas holandesas se habían quedado muy atrás y Holanda había
perdido la supremacía comercial e industrial. Por eso, desde 1701 hasta 1776, uno
de sus negocios principales consiste en prestar capitales gigantescos, sobre todo
a su poderoso competidor: a Inglaterra. Es lo mismo que hoy ocurre entre
Inglaterra y los Estados Unidos. Muchos de los capitales que hoy comparecen en
Norteamérica sin cédula de origen son sangre infantil recién capitalizada en
Inglaterra.
Como la deuda pública tiene que ser respaldada por los ingresos del Estado, que
han de cubrir los intereses y demás pagos anuales, el sistema de los empréstitos
públicos tenía que ser forzosamente el complemento del moderno sistema
tributario. Los empréstitos permiten a los gobiernos hacer frente a gastos
extraordinarios sin que el contribuyente se dé cuenta de momento, pero
provocan, a la larga, un recargo en los tributos. A su vez, el recargo de impuestos
que trae consigo la acumulación de las deudas contraídas sucesivamente obliga
al Gobierno a emitir nuevos empréstitos, en cuanto se presentan nuevos gastos
extraordinarios. El sistema fiscal moderno, que gira todo él en torno a los
impuestos sobre los artículos de primera necesidad (y por tanto a su
encarecimiento) lleva en sí mismo, como se ve, el resorte propulsor de su
progresión automática. El excesivo gravamen impositivo no es un episedio
pasajero, sino más bien un principio. Por eso en Holanda, primer país en que se
puso en práctica este sistema, el gran patriota De Witt lo ensalza en sus
"Máximas" [32] como el mejor sistema imaginable para hacer al obrero sumiso,
frugal, aplicado y... agobiado de trabajo. Pero, aquí no nos interesan tanto los
efectos aniquiladores de este sistema en cuanto a la situación de los obreros
asalariados como la expropiación violenta que supone para el campesino, el
artesano, en una palabra, para todos los sectores de la pequeña clase media.
Acerca de esto no hay discrepancia, ni siquiera entre los economistas burgueses.
Y a reforzar la eficacia expropiadora de este mecanismo, por si aún fuese poca,
contribuye el sistema proteccionista, que es una de las piezas que lo integran.
La parte tan considerable que toca a la deuda pública y al sistema fiscal
correspondiente en la capitalización de la riqueza y en la expropiación de las
masas, ha hecho que multitud de autores, como Cobbett, Doubleday y otros,
busquen aquí, sin razón, la causa principal de la miseria de los pueblos
modernos.
[145]
El sistema proteccionista fue un medio artificial para fabricar fabricantes,
expropiar a los obreros independientes, capitalizar los medios de producción y
de vida de la nación y abreviar violentamente el tránsito del modo antiguo al
modo moderno de producción. Los Estados europeos se disputaron la patente de
este invento y, una vez puestos al servicio de los acumuladores de plusvalía,
abrumaron a su propio pueblo y a los extraños, para conseguir aquella finalidad,
con la carga indirecta de los aranceles protectores, con el fardo directo de las
primas de exportación, etc. En los países secundarios dependientes vecinos se
exterminó violentamente toda la industria, como hizo por ejemplo Inglaterra con
las manufacturas laneras en Irlanda. En el continente europeo, vino a simplificar
notablemente este proceso el precedente de Colbert. Aquí, una parte del capital
originario de los industriales sale directamente del erario público.
«¿Para qué» —exclama Mirabeau— «ir a buscar tan lejos la causa del esplendor
manufacturero de Sajonia antes de la guerra de los Siete años? [33] ¡180 millones
de deuda pública!» [*].
El sistema colonial, la deuda pública, la montaña de impuestos, el
proteccionismo, las guerras comerciales, etc., todos estos vástagos del verdadero
período manufacturero se desarrollaron en proporciones gigantescas durante los
años de infancia de la gran industria... El nacimiento de esta industria es festejado
con la gran cruzada heródica del rapto de niños. Las fábricas reclutan su
personal, como la Marina real, por medio de la prensa. Sir F. M. Eden, al que
tanto enorgullecen las atrocidades de la campaña librada desde el último tercio
del siglo XV hasta su época, fines del siglo XVIII, para expropiar de sus tierras a
la población del campo, que tanto se complace en ensalzar este proceso histórico
como un proceso «necesario» para abrir paso a la agricultura capitalista e
«instaurar la proporción justa entre la tierra de labor y la destinada al ganado», no
acredita la misma perspicacia económica cuando se trata de reconocer la
necesidad del robo de niños y de la esclavitud infantil para abrir paso a la
transformación de la manufactura en industria fabril e instaurar la proporción
justa entre el capital y la fuerza de trabajo.
«Merece tal vez la pena» —dice este autor— «que el público se pare a pensar si
una manufactura cualquiera que, para poder trabajar prósperamente, necesita
saquear cotteges y asilos buscando los niños pobres para luego, haciendo desfilar
a un tropel tras otro, martirizarlos y robarles el descanso durante la mayor parte
de la noche; una manufactura que, además, mezcla y revuelve a montones de
personas de ambos sexos, de diversas edades e inclinaciones, [146] en tal
mezcolanza que el contagio del ejemplo tiene forzosamente que conducir a la
depravación y al libertinaje; si esta manufactura, decimos, puede enriquecer en
algo la suma del bienestar nacional e individual» [*] «En Derbyshire,
Nottinghamshire y sobre todo en Lancashire» —dice Fielden— «la maquinaria
recién inventada fue empleada en grandes fábricas, construidas junto a ríos
capaces de mover la rueda hidráulica. En estos centros, lejos de las ciudades, se
necesitaron de pronto miles de brazos. Lancashire, sobre todo, que hasta
entonces había sido relativamente poco poblado e improductivo, atrajo hacia sí
una enorme población. Se requisaban principalmente las manos de dedos finos y
ligeros. Inmediatamente se impuso la costumbre de traer aprendices (!) de los
diferentes asilos parroquiales de Londres, Birmingham y otros sitios. Así fueron
expedidos al Norte miles y miles de criaturitas impotentes, desde los siete hasta
los trece o los catorce años. Los patronos» (es decir, los ladrones de niños) «solían
vestir y dar de comer a sus víctimas, alojándolos en las «casas de aprendices»
cerca de la fábrica. Se nombraban vigilantes encargados de fiscalizar el trabajo
de los muchachos. Estos capataces de esclavos estaban interesados en que los
aprendices se matasen trabajando, pues su sueldo era proporcional a la cantidad
de producto que a los niños se les arrancaba. El efecto lógico de esto era una
crueldad espantosa... En muchos distritos fabriles, sobre todo en Lancashire,
estas criaturas inocentes y desgraciadas, consignadas al fabricante, eran
sometidas a las más horribles torturas. Se las mataba trabajando.... se las azotaba,
se las cargaba de cadenas y se las atormentaba con los más escogidos
refinamientos de crueldad; en muchas fábricas, andaban muertos de hambre y se
les hacía trabajar a latigazos... En algunos casos, se les impulsaba hasta al
suicidio... Aquellos hermosos y románticos valles de Derbyshire,
Nottinghamshire y Lancashire, ocultos a las miradas de la publicidad, se
convirtieron en páramos infernales de tortura, y no pocas veces de matanza... Las
ganancias de los fabricantes eran enormes. Pero, ello no hacía más que afilar sus
dientes de ogro. Se implantó la práctica del trabajo nocturno, es decir, que
después de tullir trabajando durante todo el día a un grupo de obreros, se
aprovechaba la noche para baldar a otro; el grupo de día caía rendido sobre las
camas calientes todavía de los cuerpos del grupo de noche, y viceversa. En
Lancashire, hay un dicho popular, según el cual las camas no se enfrían nunca»
[*]*.
[147]
Con los progresos de la producción capitalista durante el período manufacturero,
la opinión pública de Europa perdió los últimos vestigios de pudor y de
conciencia que aún le quedaban. Los diversos países se jactaban cínicamente de
todas las infamias que podían servir de medios de acumulación de capital. Basta
leer, por ejemplo, los ingenuos Anales del Comercio, del filisteo A. Anderson
[34]. En ellos se proclama a los cuatro vientos, como un triunfo de la sabiduría
política de Inglaterra, que, en la paz de Utrecht, este país arrancó a los españoles,
por el tratado de asiento [35], el privilegio de poder explotar también entre
Africa y la América española la trata de negros, que hasta entonces sólo podía
explotar entre Africa y las Indias Occidentales inglesas. Inglaterra obtuvo el
privilegio de suministrar a la América española, hasta 1743, 4.800 negros al año.
Este comercio servía, a la vez, de pabellón oficial para cubrir el contrabando
británico. Liverpool se engrandeció gracias al comercio de esclavos. Este
comercio era su método de acumulación originaria. Y hasta hoy, la «respetable
sociedad» de Liverpool sigue siendo el Píndaro de la trata de esclavos que —
véase la citada obra del Dr. Aikin, publicada en 1795—, «exalta hasta la pasión el
espíritu comercial y emprendedor, produce famosos navegantes y arroja
enormes beneficios». En 1730, Liverpool dedicaba 15 barcos al comercio de
esclavos; en 1751 eran ya 53; en 1760, 74; en 1770, 96, y en 1792, 132.
A la par que implantaba en Inglaterra la esclavitud infantil, la industria
algodonera servía de acicate para convertir la economía esclavista más o menos
patriarcal de los Estados Unidos en un sistema comercial de explotación. En
general, la esclavitud encubierta de los obreros asalariados en Europa exigía,
como pedestal, la esclavitud sans phrase [sin reservas] en el Nuevo Mundo [*].
Tantae molis erat [36] el dar suelta a las «leyes naturales y eternas» del modo de
producción capitalista, el consumar el proceso de divorcio entre los obreros y las
condiciones de trabajo, el transformar, en uno de los polos, los medios sociales
de producción y de vida en capital, y en el polo contrario la masa del pueblo en
obreros [148] asalariados, en «pobres trabajadores» libres, este producto
artificial de la historia moderna [*]. Si el dinero, según Augier [*]*, «nace con
manchas naturales de sangre en un carrillo», el capital viene al mundo
chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies hasta la cabeza
[*]**.
7. TENDENCIA HISTORICA
DE LA ACUMULACION CAPITALISTA
¿A qué se reduce la acumulación originaria del capital, es decir, su génesis
histórica? En tanto que no es la transformación directa del esclavo y del siervo de
la gleba en obrero asalariado, [149] o sea, un simple cambio de forma, la
acumulación originaria significa solamente la expropiación del productor directo,
o lo que es lo mismo, la destrucción de la propiedad privada basada en el trabajo
propio.
La propiedad privada, por oposición a la social, colectiva, sólo existe allí, donde
los medios de trabajo y las condiciones externas de éste pertenecen a
particulares. Pero el carácter de la propiedad privada es muy distinto, según que
estos particulares sean los trabajadores o los que no trabajan. Las infinitas
modalidades que a primera vista presenta la propiedad privada no hacen más
que reflejar los estados intermedios situados entre esos dos extremos.
La propiedad privada del trabajador sobre sus medios de producción es la base
de la pequeña producción y ésta es una condición necesaria para el desarrollo de
la producción social y de la libre individualidad del propio trabajador. Cierto es
que este modo de producción existe también bajo la esclavitud, bajo la
servidumbre de la gleba y en otras relaciones de dependencia. Pero sólo florece,
sólo despliegla todas sus energías, sólo conquista la forma clásica adecuada allí
donde el trabajador es propietario privado y libre de las condiciones de trabajo
manejadas por él mismo, el campesino dueño de la tierra que trabaja, el artesano
dueño del instrumento que maneja como virtuoso.
Este modo de producción supone el fraccionamiento de la tierra y de los demás
medios de producción. Excluye la concentración de éstos y excluye también la
cooperación, la división del trabajo dentro de los mismos procesos de
producción, el dominio y la regulación social de la naturaleza, el libre desarrollo
de las fuerzas productivas de la sociedad. Sólo es compatible con unos límites
estrechos y primitivos de la producción y de la sociedad. Querer eternizarlo,
equivaldría, como acertadamente dice Pecqueur, a «decretar la mediocridad
general» [37]. Pero, al llegar a un cierto grado de progreso, él mismo crea los
medios materiales para su destrucción. A partir de este momento, en el seno de la
sociedad se agitan fuerzas y pasiones que se sienten aherrojadas por él. Hácese
necesario destruirlo, y es destruido. Su destrucción, la transformación de los
medios de producción individuales y desperdigados en medios socialmente
concentrados de producción, y por tanto de la propiedad minúscula de muchos
en propiedad gigantesca de unos pocos; la expropiación de la gran masa del
pueblo, privándola de la tierra y de los medios de vida e instrumentos de trabajo,
esta horrible y penosa expropiación de la masa del pueblo forma la prehistoria
del capital. Abarca toda una serie de métodos violentos, entre los cuales sólo
hemos pasado revista aquí a los que han hecho época como métodos de
acumulación originaria [150] del capital. La expropiación de los productores
directos se lleva a cabo con el más despiadado vandalismo y bajo el acicate de
las pasiones más infames, ruines, mezquinas y odiosas. La propiedad privada
fruto del propio esfuerzo y basada, por decirlo así, en la compenetración del
obrero individual e independiente con sus condiciones de trabajo, es desplazada
por la propiedad privada capitalista, que se basa en la explotación de la fuerza de
trabajo ajena, aunque formalmente libre [*].
Una vez que este proceso de transformación ha corroído suficientemente, en
profundidad y extensión, la sociedad antigua, una vez que los productores se han
convertido en proletarios y sus condiciones de trabajo en capital, una vez que el
modo capitalista de producción se mueve ya por sus propios medios, el rumbo
ulterior de la socialización del trabajo y de la transformación de la tierra y demás
medios de producción en medios de producción explotados socialmente, es
decir, sociales, y por tanto, la marcha ulterior de la expropiación de los
propietarios privados, cobra una forma nueva. Ahora ya no es el trabajador que
gobierna su economía el que debe ser expropiado, sino el capitalista que explota
a numerosos obreros.
Esta expropiación se lleva a cabo por el juego de leyes inmanentes de la propia
producción capitalista, por la centralización de los capitales. Un capitalista devora
a muchos otros. Paralelamente a esta centralización o expropiación de una
multitud de capitalistas por unos pocos, se desarrolla cada vez en mayor escala la
forma cooperativa del proceso del trabajo, se desarrolla la aplicación tecnológica
consciente de la ciencia, la metódica explotación de la tierra, la transformación
de los medios de trabajo en medios de trabajo que sólo pueden ser utilizados en
común, y la economía de todos los medios de producción, por ser utilizados como
medios de producción del trabajo combinado, del trabajo social, el enlazamiento
de todos los pueblos por la red del mercado mundial y, como consecuencia de
esto, el carácter internacional del régimen capitalista. A la par con la disminución
constante del número de magnates del capital, que usurpan y monopolizan todas
las ventajas de este proceso de transformación, aumenta la masa de la miseria, de
la opresión, de la esclavitud, de la degradación y de la explotación; pero aumenta
también la indignación de la clase obrera, que constantemente crece en número,
se instruye, unifica y organiza por el propio mecanismo del proceso capitalista de
producción. El monopolio del capital se convierte en traba del [151] modo de
producción que ha florecido junto con él y bajo su amparo. La centralización de
los medios de producción y la socialización del trabajo llegan a tal punto que se
hacen incompatibles con su envoltura capitalista. Esta se rompe. Le llega la hora a
la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados.
El modo capitalista de apropiación que brota del modo capitalista de producción,
y, por tanto, la propiedad privada capitalista, es la primera negación de la
propiedad privada individual basada en el trabajo propio. Pero la producción
capitalista engendra, con la fuerza inexorable de un proceso de la naturaleza, su
propia negación. Es la negación de la negación. Esta no restaura la propiedad
privada, sino la propiedad individual, basada en los progresos de la era
capitalista: en la cooperación y en la posesión colectiva de la tierra y de los
medios de producción creados por el propio trabajo.
La transformación de la propiedad privada dispersa, basada en el trabajo
personal del individuo, en propiedad privada capitalista es, naturalmente, un
proceso machísimo más lento, más difícil y más penoso de lo que será la
transformación de la propiedad privada capitalista, que de hecho se basa ya en
un proceso social de producción, en propiedad social. Allí, se trataba de la
expropiación de la masa del pueblo por unos cuantos usurpadores; aquí, de la
expropiación de unos cuantos usurpadores por la masa del pueblo [*].
Se publica de acuerdo con el texto libro: K. Marx. "Das Kapital. de la 4ª edición
alemana de 1890. Kritik der politischen Oekonomie".
Publicado por vez primera en el Erster Band, Hamburg, 1867. Traducido del
alemán.
NOTAS
[*]
En Italia, donde primero so desarrolla la producción capitalista, es también donde antes se
descomponen las relaciones de servidumbre. El siervo italiano se emancipa antes de haber
podido adquirir por prescripción ningún derecho sobre el suelo. Por eso, su emancipación le
convierte directamente en proletario libre y desheredado, que además se encuentra ya con el
nuevo señor hecho y derecho en la mayoría de las ciudades, procedentes del tiempo de los
romanos. Al producirse, desde fines del siglo XV (nota 61), la revolución del mercado mundial
que arranca la supremacía comercial al Norte de Italia, se produjo un movimiento en sentido
inverso. Los obreros de las ciudades se vieron empujados en masa hacia el campo, donde
imprimieron a la pequeña agricultura allí dominante, explotada según los métodos de la
horticultura, un impulso jamás conocido.
[1] 61. Aquí se entiende por revolución en el mercado mundial la brusca decadencia desde fines
del siglo XV del papel comercial de Génova, Venecia y otras ciudades del Norte de Italia debida a
los grandes descubrimientos geográficos de la época: el descubrimiento de Cuba, Haití, las islas
Bahamas, el continente norteamericano, la vía marítima de la India pasando por el extremo
meridional de Africa y, finalmente, el continente sudamericano.- 104
[**] «Los pequeños propietarios que trabajaban la tierra de su propiedad con su propio esfuerzo y
que gozaban de un humilde bienestar... formaban por aquel entonces una parte mucho más
importante de la nación que hoy... Nada menos que 160.000 propietarios, cifra que, con sus
familias, debía constituir más de 1/7 de la población total, vivían del cultivo de sus pequeñas
parcelas freehold» (freehold quiere decir propiedad plenamente libre). «La renta media de estos
pequeños propietarios... se calcula en unas 60 ó 70 libras esterlinas. Se calculaba que el número
de personas que trabajaban tierras de su propiedad era mayor que el de los que llevaban en
arriendo tierras de otros». [Macaulay. "History of England" («Historia de Inglaterra»), 10th ed.
London, 1854, v. I, pp. 333, 334]. Todavía en el último tercio del siglo XVII vivían de la agricultura
los 4/5 de la masa del pueblo inglés (ob. cit., p. 413). Cito a Macaulay porque, como falsificador
sistemático de la historia que es, procura «castrar» en lo posible esta clase de hechos.
[*] No debe olvidarse jamás que el mismo siervo no sólo era propietario, aunque sujeto a tributo,
de la parcela de tierra asignada a su casa, sino además copropietario de los terrenos comunales.
«Allí» (en Silesia), «el campesino vive sujeto a servidumbre». No obstante, estos siervos poseen
tierras comunes. «Hasta hoy, no ha sido posible convencer a los silesianos de la conveniencia de
dividir los terrenos comunales; en cambio, en las Nuevas Marcas no hay apenas un solo pueblo en
que no se haya efectuado con el mayor de los éxitos esta división» [Mirabeau. "De la Monarchie
Prussienne" («De la monarquía prusiana»), Londres, 1788, t. II, pp. 125 y 126].
[**] El Japón, con su organización puramente feudal de la propiedad inmueble y su régimen
desarrollado de pequeña agricultura, nos brinda una imagen mucho más fiel de la Edad Media
europea que todos nuestros libros de historia, dictados en su mayoría por prejuicios burgueses.
Es demasiado cómodo ser «liberal» a costa de la Edad Media.
[2] 62. Trátase de la conquista de Inglaterra por el duque de Normandia, Guillermo el
Conquistador, en 1066, lo cual contribuyó a la afirmación del feudalismo en Inglaterra.- 105
[3] 63. J. Steuart. "An Inquiry into the Principles of Political Oeconomy" («Investigación de los
principios de la Economía política»), Vol. I, Dublin, 1770, p. 52.- 106
[*] Literalmente significa: la Tule extrema; frase, empleada en el sentido de «último extremo».
(Tule es un país insular situado, según opinión de los antiguos, en el extremo septentrional de
Europa.) (N. de la Edit.)
[**] Pequeños campesinos libres en la Inglaterra feudal. (N. de la Edit.)
[*] Tomás Moro habla en su "Utopía", de un país singular en que «las ovejas devoran a los
hombres». "Utopía", trad. de Robinson ed. Arber, London, 1869, p. 41
[**] Bacon explica la relación que existe entre una clase campesina libre y acomodada y una
buena infantería. «Para mantener el poder y las costumbres del Reino era de una importancia
asombrosa que los arriendos guardasen las proporciones debidas para poner a los hombres
sanos y capaces a salvo de la miseria y fijar una gran parte de las tierras del Reino en posesión de
la yeomanry, es decir, de gentes de posición intermedia entre la de los nobles y los caseros
(cottagers) y mozos de labranza... Pues los más competentes en materia guerrera opinan
unánimemente... que la fuerza primordial de un ejército reside en la infantería o pueblo de a pie.
Y para disponer de una buena infantería, hay que contar con gente que no se haya criado en la
servidumbre ni en la miseria, sino en la libertad y con cierta holgura. Por eso, cuando en un
Estado tienen importancia primordial la aristocracia y los señores distinguidos, siendo los
campesinos y labradores simples gentes de trabajo o mozos de labranza, incluso caseros, es
decir, mendigos alojados, ese Estado podrá tener una buena caballería, pero jamás tendrá una
infantería resistente... Así lo vemos en Francia y en Italia y en algunas otras comarcas extranjeras,
donde en realidad no hay más que nobles y campesinos míseros... hasta tal punto, que se ven
obligados a emplear como batallones de infantería bandas de suizos a sueldo y otros elementos
por el estilo, y así se explica que estas naciones tengan mucho pueblo y pocos soldados». ["The
Reign of Henry VII, etc. Verbatim Reprint from Kennet's England" («El reinado de Enrique VII, etc.
Reproducido literalmente de Inglaterra de Kennet»), ed. 1719, London, 1870, p. 308].
[*] Dr. Hunter, "Public Health, Seventh Report", 1864, («La salud pública. Informe 7, 1864»).
London, p. 134. «La cantidad de tierra que se asignaba» (en las antiguas leyes) «se consideraría
hoy excesiva para los obreros y más bien apropiada para convertirlos en pequeños colonos
(farmers)» [George Roberts. "The Social History of the People of the Southern Counties of England
in Past Centuries" («Historia social de la población de los condados meridionales de Inglaterra en
los siglos pasados»), London, 1856, pp. 184, 185].
[4] 64. La Reforma, amplio movimiento social contra la Iglesia católica, se extendió en el siglo XVI
a Alemania, Suiza, Inglaterra, Francia, etc. La consecuencia religiosa de la Reforma en los países
en que ésta triunfó consistió en la formación de varias iglesias llamadas protestantes (en
Inglaterra, Escocia, los Países Bajos, una parte de Alemania y los países escandinavos).- 109
[**] «El derecho de los pobres a participar de los diezmos eclesiásticos se halla reconocido en la
letra de todas las leyes» [Tuckett. "A History of the Past and Present State of Labouring Population"
(«Historia de la situación de la población trabajadora en el pasado y en el presente»), v. II, pp.
804, 805].
[5] 65. «Pauper ubique jacet» (los pobres son desheredados en todas partes), palabras de "Los
Fastos" de Ovidio, libro primero, verso 218.- 109
[***] William Cobbett. "A History of the Protestant Reformation" («Historia de la Reforma
protestante»), §. 471.
[*] El «espíritu» protestante se revela, entre otras cosas, en lo siguiente. En el Sur de Inglaterra se
juntaron a cuchichear diversos terratenientes y colonos ricos y decidieron presentar a la reina
diez preguntas acerca de la exacta interpretación de la ley de los pobres, preguntas que hicieron
dictaminar por un jurista famoso de la época, Sergeant Snigge (nombrado más tarde juez, bajo
Jacobo I). «Pregunta novena: Algunos colonos ricos de la parroquia han cavilado un ingenioso
plan cuya ejecución podría evitar todas las complicaciones a que pueda dar lugar la aplicación de
la ley. Se trata de construir en la parroquia una cárcel, negando el derecho al socorro a todos los
pobres que no accedan a recluirse en ella. Al mismo tiempo, se notificará a los vecinos que si
quieren alquilar pobres de esta parroquia envíen en un determinado día su oferta, bajo sobre
cerrado, indicando el precio último a que los tomarían. Los autores de este plan dan por supuesto
que en los condados vecinos hay personas que no quieren trabajar y que no disponen de fortuna
ni de crédito para arrendar una finca o comprar un barco, para poder, por tanto, vivir sin trabajar
(«so as to live without labour»). Estas personas podrían sentirse tentadas a hacer a la parroquia
ofertas ventajosísimas. Si alguno que otro pobre se enfermase o muriese bajo la tutela de quien le
contratase, la culpa sería de éste, pues la parroquia habría cumplido ya con su deber para con el
pobre en cuestión. Tememos, sin embargo, que la vigente ley no permita ninguna medida de
precaución (prudential measure) de esta clase; pero hacemos constar que los demás freeholders
(campesinos libres) de este condado y de los inmediatos se unirán a nosotros para impulsar a sus
diputados en la Cámara de los Comunes a que propongan una ley que autorice la reclusión y los
trabajos forzados de los pobres, de modo que nadie que se niegue a ser recluido tenga derecho a
solicitar socorro. Confiamos en que esto hará que las personas que se encuentren en mala
situación se abstenga de reclamar ayuda» («will prevent persons in distress from wanting relief») [R.
Blakey. "The History of Political Literature from the Earliest Times" («Historia de la literatura
política desde los tiempos más antiguos»), London, 1855, v. II, pp. 84 and 85]. En Escocia, la
servidumbre fue abolida varios siglos más tarde que en Inglaterra. Todavía en 1698, declaraba en
el parlamento escocés Fletcher, de Saltoun: «Se calcula que el número de mendigos que circulan
por Escocia no baja de 200.000. El único remedio que yo, republicano por principio, puedo
proponer es restaurar el antiguo régimen de la servidumbre de la gleba y convertir en esclavos a
cuantos sean incapaces de ganarse el pan». Así lo refiere también Eden, en "The State of the Poor"
(«La situación de los pobres»), v. I, ch. I, pp. 60, 61. «La libertad de los campesinos engendra el
pauperismo. Las manufacturas y el comercio son los verdaderos progenitores de los pobres de
nuestra nación». Eden, como aquel escocés «republicano por principio», sólo se olvida de una
cosa: de que no es precisamente la abolición de la servidumbre de la gleba, sino la abolición de
la propiedad del campesino sobre la tierra que trabaja la que le convierte en proletario o
depauperado. A las leyes de los pobres de Inglaterra corresponde en Francia, donde la
expropiación se llevó a cabo de otro modo, la Ordenanza de Moulins (1566) y el Edicto de 1656.
[*] El señor Rogers, aunque profesor, por aquel entonces, de Economía política en la Universidad
de Oxford, la cuna de la ortodoxia protestante, subraya en su prólogo a la "History of Agriculture"
(«Historia de la agricultura») la pauperización de la masa del pueblo originada por la Reforma.
[**] "A letter to Sir T. C. Bunbury, Brt.: On the High Price of Provisions". By a Suffolk Gentleman
(«Una carta a Sir T. C. Bunbury. Acerca de los altos precios de los víveres»), Ipswich, 1795, p. 4.
Hasta el más fanático defensor del régimen de arrendamientos, el autor de la "Inquiry into the
Connection between the Present Price of Provisions and the Size of Farms etc." («Investigación de
la conexión entre el presente precio de los víveres y las dimensiones de las granjas»), London,
1773, p. 139. dice: «Lo que más vivamente lamento es la desaparición de nuestra yeomanry,
aquella pléyade de hombres que eran los que en realidad mantenían en alto la independencia de
esta nación, y deploro que sus tierras están ahora en manos de lores monopolizadores,
arrendadas a pequeños colonos, en condiciones tales que viven poco mejor que vasallos,
teniendo que someterse a una intimación en todas las coyunturas críticas».
[6] 66. La restauración de los Estuardos es el período del segundo reinado de la dinastía de los
Estuardos en Inglaterra (1660-1689), derrocados por la revolución burguesa inglesa del siglo
XVII.- 111
[7] 67. Por lo visto, se trata del decreto sobre los campesinos fugitivos promulgado en 1597,
durante el reinado de Fiódor Ivánovich, cuando el auténtico gobernante de Rusia era Borís
Godunov. De acuerdo con ese decreto, los campesinos que habían huido del yugo insoportable
de los terratenientes se perseguían durante cinco años para ser devueltos por la fuerza a sus
amos.- 111
[8] 68. Se dio el nombre de «Revolución gloriosa» en la historiografía burguesa inglesa al golpe de
Estado de 1688, con el que se derrocó la dinastía de los Estuardos y se instauró (1689) la
monarquía constitucional de Guillermo de Orange, régimen de compromiso entre la aristocracia
propietaria de tierras y la gran burguesía.- 111
[***] De la moral privada de este héroe burgués da fe, entre otras cosas, lo siguiente: «Las
grandes asignaciones de tierras hechas en Irlanda a favor de Lady Orkney en 1695 son una
prueba pública de la afección del rey y de la influencia de la lady... Los preciosos servicios de
Lady Orkney han consistido, al parecer, en... foeda labiorum ministeria [sucios servicios del
amor]». [Tomado de la "Sloane Manuscript Collection", que se conserva en el Museo Británico,
núm. 4.224. El manuscrito lleva por título: "The Character and Behaviour of King William,
Sunderland etc. as represented in Original Letters to the Duke of Shrewsbury from Somers,
Halifax, Oxford, Secretary Vernon etc". («El carácter y la conducta del rey Guillermo, Sunderland,
etc. representado en las cartas originales enviadas al duque de Shrewsbury por Somers, Halifax,
Oxford, secretario Vernon, etc.»). Es un manuscrito en el que abundan datos curiosos.]
[*] «La enajenación ilegal de los bienes de la corona, vendiéndolos o regalándolos, forma un
capítulo escandaloso en la historia de Inglaterra... una estafa gigantesca contra la nación (gigantic
fraud on the nation)» (F. W. Newman. "Lectures on Political Economy". London, 1851, pp. 129, 130).
[El que quiera saber cómo hicieron su fortuna los terratenientes ingleses de hoy día, podrá
informarse detalladamente consultando Evans. N. H. "Our old Nobility. By Noblesse Oblige"
(«Nuestra vieja nobleza, pero la nobleza obliga»), London, 1879.- F. E.]
[**] Léase, por ejemplo, el panfleto de E. Burke, sobre la casa ducal de Bedford, cuvo vástago es
Lord John Russel, «the tomtit of liberalism» («el chochín del liberalismo»).
[*] «Los arrendatarios prohíben a los cottagers (caseros) mantener a ninguna otra criatura
viviente, so pretexto de que, si criasen ganado o aves, robarían alimento del granero para
cebarlas. Además, dicen: mantened a los cottagers en la pobreza, y serán más trabajadores. Pero
la verdadera realidad es que de este modo los arrendatarios usurpan el derecho íntegro sobre los
terrenos comunales» ["A Political Inquiry into to the Consequences of Enclosing Waste Lands"
(«Investigación política sobre las consecuencias del cercado de los baldíos»), London, 1785, p.
75].
[**] Eden. "The State of the Poor, Preface" («La situación de los pobres») (p. XVII, XIX).
[***] Capital-farms ["«Two Letters on the Flour Trade and the Dearness of Corn». By a Person in
Business". («Dos cartas sobre el comercio en harina y los altos precios de los cereales». Por un
hombre de negocios), London, 1767, pp. 19, 20].
[****] Merchant-farms ["An Enquiry into the Causes of the Present High Price of Provisions"
(«Investigación sobre las causas de los presentes altos precios de los víveres»), London, 1767, p.
111, note]. Esta obra excelente, publicada como anónima, tenía por autor al Rev. Nathaniel
Forster.
[*] Thomas Wright. "A short address to the Public on the Monopoly of large farms". («Breve
alocución al público sobre el monopolio de las grandes granjas»), 1779, pp. 2, 3.
[**] Rev. Addington. "Inquiry into the Reasons for and against Inclosing Open Fields
(«Investigación de las razones en pro y en contra del cercado de terrenos»), London, 1779 pp. 3743 pass.
[***] Dr. R. Price. "Observations on Reversionary Payments" («Observaciones sobre los pagos
reversibles»), 6 ed. By W. Morgan, London, 1803, v. II, p. 155. Léase a Forster, Addington, Kent,
Price y James Anderson y compárese luego con la pobre charlatanería de sicofante de Mac
Culloch, en su catálogo titulado "The Literature of Political Economy" («La literatura sobre
Economía política»), London, 1845.
[*] Dr. R. Price. "Observations," etc., v. II, p. 147.
[**] Dr. R. Price. "Observations", etc., p. 159. Esto hace recordar lo ocurrido en la antigua Roma:
«Los ricos se habían adueñado de la mayor parte de los terrenos comunes. Confiándose a las
circunstancias, en la seguridad de que estas tierras no habían ya de arrebatarles, compraron a los
pobres las parcelas situadas en las inmediaciones de sus propiedades, unas veces contando con
su voluntad y otras veces arrebatándoselas por la fuerza, de modo que pasaron a cultivar
extensísimas fincas y no campos divididos. Para labrarlos y desarrollar en ellos la ganadería,
tenían que acudir a los servicios de los esclavos, pues los hombres libres eran arrebatados del
trabajo para dedicarlos a la guerra. Además, la posesión de esclavos les producía grandes
ganancias, pues éstos, libres del servicio militar, podían procrear y multiplicarse a sus anchas. De
este modo, los poderosos fueron apoderándose de toda la riqueza y todo el país era un hervidero
de esclavos. En cambio los itálicos diezmados por la pobreza, los tributos y el servicio militar eran
cada vez menos. Además, en las épocas de paz, se veían condenados a una total pasividad, pues,
las tierras estaban en manos de los ricos y éstos empleaban en la agricultura a esclavos y no a
hombres libres» (Apiano. "Las guerras civiles en Roma", 1, 7). Este pasaje se refiere a la época
anterior a la Ley Licinia (nota 69). El servicio militar que tanto aceleró la ruina de la plebe romana,
fue también el medio principal de que se valió Carlomagno para fomentar, como plantas en
estufa, la transformación de los campesinos alemanes libres en siervos y vasallos.
[9] 69. Alusión a la ley agraria de los tribunos de la plebe de Roma Licinio y Sextio adoptada en el
año 367 a. de n. e., que prohibía a los ciudadanos romanos poseer más de 500 yugadas (alrededor
de 125 hectáreas) de tierra pertenecientes al Estado.- 115
[*] [J. Arbuthnot.] "An Inquiry into the Connection between the Present Price of Provisions etc."
(«Investigación de la conexión entre el presente precio de los víveres y las dimensiones de las
granjas»), pp. 124, 129. En términos parecidos, aunque con tendencia opuesta dice otro autor:
«Los obreros son arrojados de sus cottages y se ven obligados a buscar trabajo en la ciudad, pero,
gracias a esto, se obtiene un remanente mayor y se incrementa el capital» [(R. B. Seeley.) "The
Perils of the Nation" («Los peligros de la nación»), 2 ed. London. 1843, p. XIV].
[*] «A king of England might as well claim to drive all his subjects into the sea». [F. W. Newman.
"Lectures on Political Economy" («Conferencias sobre Economía política»), London, 1851, p. 132].
[**] Steuart dice: «La renta de estas comarcas» (aplica equivocadamente la categoría económica
de «renta» al tributo abonado por los taksmen (nota 70) al jefe del clan) «es insignificante,
comparada con su extensión, pero, respecto al número de personas que sostiene una hacienda,
puede tal vez asegurarse que un pedazo de tierra en la montaña de Escocia mantiene a diez veces
más personas que un terreno del mismo valor en las provincias más ricas». (James Steuart. "An
Inquiry into the Principles of Political Oeconomy" («Investigación de los principios de Economía
política»), London, 1767, v. I, ch. XVI, p. 104].
[10] 71. Bajo el régimen de los clanes de Escocia se denominaban taskmen los decanos
subordinados directamente al jefe del clan, al laird («gran hombre»). El laird dejaba al cuidado de
los taskmen el tak («la tierra»), que era propiedad de todo el clan, y como reconocimiento del
poder del laird se le pagaba a éste cierto tributo. Los taksmen, a su vez, distribuían las tierras
entre sus vasallos. Con la desintegración del sistema de los clanes, el laird se convierte en
landlord (terrateniente), y los taksmen se transforman, en realidad, en farmers capitalistas. Al
mismo tiempo, el anterior tributo cede lugar a la renta del suelo.- 117
[***] James Anderson. "Observations on the means of exciting a spirit of National Industry etc."
(«Observaciones acerca de los medios de fomentar el espíritu de industria nacional»), Edinburgh,
1777.
[11] 70. Trátase de la insurrección de los partidarios de los Estuardos en 1745-1746, que exigían el
trono británico para Carlos Eduardo, el llamado «joven pretendiente». La insurrección reflejaba, a
la vez, la protesta de las masas populares de Escocia y de Inglaterra contra la explotación
terrateniente y la expulsión masiva de los campesinos de sus tierras. Después del aplastamiento
de la insurrección por las tropas regulares de Inglaterra, comenzó a desintegrarse intensamente
el sistema de clanes en la parte montañosa de Escocia, y la expulsión de los campesinos de sus
tierras adquirió un carácter todavía más enérgico.- 118
[12] 72. Los gaeles constituyen la población aborigen de las comarcas montañosas del Norte y del
Oeste de Escocia, son descendientes de los antiguos celtas.- 118
[****] En 1860, se exportó al Canadá, con falsas promesas, a los campesinos violentamente
expropiados de sus tierras. Algunos huyeron a la montaña y a las islas más próximas. Perseguidos
por la policía, le hicieron frente y lograron escapar.
[*****] «En la montaña» —dice en 1814 Buchanan, el comentador de A. Smith—, «se echa por
tierra diariamente el antiguo régimen de propiedad... El terrateniente, sin preocuparse para nada
de los que llevan la tierra en arriendo hereditaria» (otro categoría mal aplicada), «la ofrece al
mejor postor y si éste quiere mejorarla (improve), introduce inmediatamente un nuevo sistema de
cultivo. La tierra, antes sembrada de pequeños labradores, estaba poblada en proporción a lo que
producía; bajo el nuevo sistema de cultivos mejorados y mayores rentas, se procura obtener la
mayor cantidad posible de fruto con el menor coste, para lo cual se eliminan los brazos inútiles...
Los expulsados del campo natal buscan su sustento en las ciudades fabriles etc.» (David
Buchanan. "Observations on etc. A. Smith's Wealth of Nations" («Observaciones sobre Riqueza de
las Naciones de A. Smith»), Edinburgh, 1814, v. IV, p. 144]. «Los aristócratas escoceses han
expropiado a multitud de familias, como se arrancan las malas hierbas, han tratado a aldeas
enteras y a su población como los indios tratan, en su venganza, a las guaridas de las bestias
salvajes. Se vende a un hombre por una piel de oveja, por una pierna de cordero o por menos
aún... Cuando la invasión de las provincias del Norte de China, se propuso en el Consejo de los
Mongoles exterminar a los habitantes y convertir sus tierras en pastos. Estas orientaciones son las
que hoy siguen en su propio país y contra sus propios paisanos, muchos terratenientes de alta
Escocia» (George Ensor. "An Inquiry conserning the Population of Nations" («Investigación acerca
de la población de las naciones»), London, 1818, pp. 215, 216].
[*] Cuando la actual duquesa de Sutherland recibió en Londres, con gran pompa, a Mrs. BeecherStowe, la autora de "Uncle Tom's Cabin" («La cabaña del tío Tom»), para hacer gala de sus
simpatías hacia los esclavos negros de la República Norteamericana, cosa que, al igual que sus
hermanas de aristocracia, se abstuvo prudentemente de hacer durante la guerra civil (nota 4) en
que todos los corazones ingleses «nobles» latían por los esclavistas, expuse yo en la "New-York
Tribune" la situación de los esclavos de Sutherland (nota 73) (algunos pasajes de este artículo
fueron recogidos por Carey, en su obra "The Slave Trade" («El comercio de esclavos»),
Philadelphia, 1853, pp. 202, 203). Mi artículo fue reproducido por un periódico escocés, y provocó
una enérgica polémica entre este periódico y los sicofantes de los Sutherland.
[13] 4. La guerra civil de Norteamérica (1861-1865) se libró entre los Estados industriales del Norte
y los sublevados Estados esclavistas del Sur. La clase obrera se Inglaterra se opuso a la política de
la burguesía nacional, que apoyaba a los plantadores esclavistas, e impidió con su acción la
intervención de Inglaterra en esa contienda.- 6, 19, 38, 89, 119, 164
[14] 73. Marx se refiere al artículo: "Las elecciones. Complicaciones financieras. La duquesa de
Sutherland y la esclavitud", publicado en el periódico "New York Daily Tribune" del 9 de febrero
de 1853.
El "New York Daily Tribune" («Tribuna Diaria de Nueva York») era un periódico burgués
norteamericano progresista que se publicó de 1841 a 1924. De agosto de 1851 a marzo de 1862
colaboraron en el diario Marx y Engels.- 119[*]
Datos interesantes sobre este asunto del pescado se encuentran en David Urquhart. Véase
"Portfolio, New Series" («Carpeta, nueva serie»). Nassau W. Senior, en su obra póstuma citada más
arriba, llama al «procedimiento seguido en Sutherlandshire una de las «limpias» (clearings) más
beneficiosas de que guarda recuerdo el hombre» ["Journals, Conversations and Essays relating to
Ireland" («Revistas, conversaciones y ensayos acerca de Irlanda»), London, 1868].
[**] Los deer forests [cotos de caza, literalmente, «bosques de ciervos»] de Escocia no tienen ni un
solo árbol. Se retiran las ovejas, se da suelta a los ciervos por las montañas peladas, y a este coto
se le da el nombre de deer forest. De modo que aquí ¡ni siquiera se plantan árboles!
[***] Robert Somers. "Letters from the Highlands; or, the Famine of 1817" («Cartas de alta Escocia;
o el hambre de 1847»), London, 1848, pp. 12-28 passim. Estas cartas se publicaron primeramente
en el "Times". Los economistas ingleses, naturalmente, explican la epidemia de hambre desatada
entre los gaeles en 1847 por su... superpoblación. Desde luego, no puede negarse que los
hombres «pesaban» sobre sus víveres. El Clearing of Estates o «asentamientos de campesinos»,
como lo llaman en Alemania, se hizo sentir de un modo especial, en este país, después de la
guerra de los Treinta años (nota 74), y todavía en 1790 provocó en el electorado de Sajonia
insurrecciones campesinas. Este método imperaba principalmente en el Este de Alemania. En la
mayoría de las provincias de Prusia, fue Federico II el primero que garantizó a los campesinos el
derecho de propiedad. Después de la conquista de Silesia, obligó a los terratenientes a restaurar
las chozas, los graneros, etc., y a dotar a las posesiones campesinas de ganado y aperos de
labranza. Neresitaba soldados para su ejército y contribuyentes para su erario. Por lo demás, si
queremos saber cuán agradable era la vida que llevaba el campesino bajo el caos financiero de
Federico II y su mezcolanza gubernativa de despotismo, burocracia y feudalismo, no tenemos más
que fijarnos en el pasaje siguiente de su admirador Mirabeau: «El lino representa, pues, una de
las mayores riquezas del campesino del Norte de Alemania. Sin embargo, para desdicha del
género humano, en vez de ser un camino de bienestar, no es más que un alivio contra la miseria.
Los impuestos directos, las prestaciones personales y toda clase de contribuciones arruinan al
campesino alemán, que, por si esto fuera poco, tiene que pagar además impuestos indirectos por
todo lo que compra... Y, para que su ruina sea completa, no puede vender sus productos donde y
como quiera, ni es libre tampoco para comprar donde le vendan más barato. Todas estas causas
contribuyen a arruinarle insensiblemente, y a no ser por los hilados no podría pagar los impuestos
directos a su vencimiento; los hilados le brindan una fuente auxiliar de ingresos, permitiéndole
emplear útilmente a su mujer y a sus hijos, a sus criadas y criados y a él mismo. Pero, a pesar de
esta fuente auxiliar de ingresos, ¡qué penosa vida la suya! Durante el verano trabaja como un
forzado, labrando la tierra y recogiendo la cosecha; se acuesta a las nueve y se levanta a las dos,
para poder dar cima a su trabajo; en invierno parece que debiera reponer sus fuerzas con un
descanso mayor, pero si vende la cosecha para pagar los impuestos, le faltará el pan y la simiente.
Para tapar este agujero no tiene más que un camino: hilar... e hilar sin sosiego ni descanso. He
aquí, cómo en invierno el campesino tiene que acostarse a las doce o la una y levantarse a las
cinco o las seis, o acostarse a las nueve para levantarse a las dos, y así toda su vida, fuera de los
domingos... Este exceso de vela y trabajo agota al campesino, y así se explica que en el campo
hombres y mujeres envejezcan mucho antes que en la ciudad» [Mirabeau. "De la Monarchie
Prusienne" («De la monarquía prusiana»), t. III, p. 212 ss.]
Adición a la 2ª ed. En Abril de 1866, a los dieciocho años de publicarse la obra antes citada de
Robert Somers, el profesor Leone Levi dio en la Society of Arts (nota 30) una conferencia sobre la
transformación de los terrenos de pastos en cotos de caza, en la que describe los progresos de la
devastación en las montañas de Escocia. En esta conferencia se dice, entre otras cosas: «La
despoblación y la transformación de las tierras de labor en simples terrenos de pastos brindaban
el más cómodo de los medios para percibir ingresos sin hacer desembolsos... Convertir los
terrenos de pastos en deer forests, se hizo práctica habitual en la montaña. Las ovejas tienen que
ceder el puesto a los animales de caza, como antes los hombres habían tenido que dejar el sitio a
las ovejas... Se puede ir andando desde las posesiones del conde Dalhousie, en Forfarshire, hasta
John o'Groats sin dejar de pisar en monte. En muchos» (de estos montes) «se han aclimatado el
zorro, el gato salvaje, la marta, la garduña, la comadreja y la liebre de los Alpes, en cambio, el
conejo, la ardilla y la rata han penetrado en ellos hace muy poco. Extensiones inmensas de tierra,
que en la estadística de Escocia figuran como pastos de excepcional fertilidad y amplitud, vegetan
hoy privados de todo cultivo y de toda mejora, dedicados pura y exclusivamente a satisfacer el
capricho de la caza de unas cuantas personas durante unos pocos días en todo el año».
El "Economist" (nota 75) londinense del 2 de junio de 1866 dice: «Un periódico escocés publicaba
la semana pasada, entre otras novedades, la siguiente: «Uno de los mejores pastos de
Sutherlandshire, por el que hace poco, al caducar el contrato de arriendo vigente, se ofrecieron
1.200 libras esterlinas de renta anual, ¡va a transformarse en deer forest!» Vuelven a manifestarse
los institutos feudales... como en aquellos tiempos en que los conquistadores normandos...
arrasaron 36 aldeas para levantar sobre sus ruinas el New Forest [«Nuevo bosque»]... Dos millones
de acres, entre los cuales se contaban algunas de las comarcas más feraces de Escocia, han sido
íntegramente devastadas. La hierba natural de Glen Tilt tenía fama de ser una de las más nutritivas
del condado de Perth; el deer forest de Ben Aulder había sido el mejor terreno de pastos del vasto
distrito de Badenoch; una parte del Black Mount forest (Bosque de la Montaña Negra] era el pasto
más excelente de Escocia para ovejas de hocico negro. Nos formaremos una idea de las
proporciones que han tomado los terrenos devastados para entregarlos al capricho de la caza,
señalando que estos terrenos ocupan una extensión mayor que todo el condado de Perth. Para
calcular la pérdida de fuentes de producción que esta devastación brutal supone para el país,
diremos que el suelo ocupado hoy por el forest de Ben Aulder podría alimentar a 15.000 ovejas, y
que este terreno sólo representa 1/30 de toda la extensión cubierta en Escocia por los cotos de
caza. Todos estos vedados de caza son absolutamente improductivos... lo mismo hubiera dado
hundirlos en las profundidades del Mar del Norte. La fuerte mano de la ley debiera dar al traste
con estos páramos o desiertos improvisados».[15]
74. La "guerra de los Treinta años" (1618-1648) fue una contienda europea provocada por la lucha
entre protestantes y católicos. Alemania fue el teatro principal de las operaciones. Saqueada y
devastada, fue también objeto de pretensiones anexionistas de los participantes de la guerra.120, 319
[16] 30. La "Sociedad de las Artes" («Society of Arts»), sociedad filantrópica ilustrativa burguesa,
fue fundada en 1754, en Londres. El mencionado informe fue leído por John Chalmers Morton, hijo
de John Morton.- 37, 121
[17] 75. "The Economist" («El Economista»), revista semanal inglesa sobre problemas de
economía y política, órgano de la gran burguesía industrial, se publica en Londres desde 1843.121
[*] El autor del "Essay on Trade etc." («Ensayo sobre el comercio, etc.»), (1770), escribe: «Bajo el
reinado de Eduardo VI, los ingleses parecen haberse preocupado seriamente de fomentar las
manufacturas y dar trabajo a los pobres. Así lo indica un notable estatuto, en el que se ordena que
todos los vagabundos sean marcados con hierro candente», etc. (o.c., p. 5).
[*] Dice Tomás Moro, en su "Utopía": «Y así ocurre que un glotón, ansioso e insaciable, verdadera
peste de la comarca, puede juntar miles de acres de tierra y cercarlos con una empalizada o un
vallado, o mortificar de tal modo, a fuerza de violencias e injusticias, a sus poseedores, que éstos
se vean obligados a vendérselo todo. De un modo o de otro, doble o quiebre, no tienen más
remedio que abandonar el campo, ¡pobres almas cándidas y míseras! Hombres, mujeres,
maridos, esposas, huérfanos, viudas, madres llorosas con sus niños de pecho en brazos, pues la
agricultura reclama muchas manos de obra. Allá van, digo, arrastrándose lejos de los lugares
familiares y acostumbrados, sin encontrar reposo en parte alguna; la venta de todo su ajuar,
aunque su valor no sea grande, algo habría dado en otras circunstancias; pero, lanzados de pronto
al arroyo, ¿qué han de hacer sino malbaratarlo todo? Y después que han vagado hasta comer el
último céntimo, ¿qué remedio sino robar para luego ser colgados, ¡vive Dios!, con todas las de la
ley, o echarse a pedir limosna? Mas también en este caso van a dar con sus huesos a la cárcel,
como vagabundos, por andar por esos mundos de Dios rondando sin trabajar, ellos, a quienes
nadie da trabajo, por mucho que se esfuercen en buscarlo». «Bajo el reinado de Enrique VIII
fueron ahorcados 72.000 Iadrones grandes y pequeños» [Holinshed. "Description of England"
(«Descripción de Inglaterra»), v. 1, p. 1861, pobres fugitivos de éstos, de quienes Tomás Moro
dice que se veían obligados a robar para comer. En tiempos de Isabel, «los vagabundos eran
ahorcados en fila; apenas pasaba un año sin que muriesen en la horca en uno u otro lugar 300 ó
400» [Strype. "Annals of the Reformation and Establishment of Religion, and other Various
Occurences in the Church of England during Queen Elisabeth's Happy Reign" («Anales de la
Reforma y de la instauración de la religión, así como de otros acontecimientos en la Iglesia de
Inglaterra durante el feliz reinado de Isabel»), 2 ed., 1725, v. II]. Según el mismo Strype, en
Somersetshire fueron ejecutadas, en un solo año, 40 personas, 35 marcadas con hierro candente,
37 apaleadas y 183 «facinerosos incorregibles» puestos en libertad. Sin embargo, añade el autor,
«con ser grande, esta cifra de personas acusadas no incluye 1/5 de los delitos castigables, gracias
a la negligencia de los jueces de paz y a la necia misericordia del pueblo». Y agrega: «Los demás
condados de Inglaterra no salían mejor parados que Somersetshire; muchos, todavía peor».
[18] 76. Petty Sessions (pequeñas sesiones), reuniones de los tribunales de paz de Inglaterra,
encargados de examinar los asuntos de pequeña importancia, observándose un proceso
simplificado.- 125
[*] «Siempre que la ley intenta zanjar las diferencias existentes entre los patronos (masters) y sus
obreros, lo hace siguiendo los consejos de los patronos», dice A. Smith (nota 77). «El espíritu de
lar Ieyes es la propiedad», escribe Linguet (nota 78).
[19] 77. A. Smith. "An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations" («Investigación
acerca de la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones»). Vol. I, Edinburgh, 1814, p.
237.- 126
[20] 78. [Linguet, N.] "Théorie des loix civiles, ou Principes fondamentaux de la société" («Teoría
de las leyes civiles, o Principios fundamentales de la sociedad»). T. I. Londres, 1767, p. 236.- 126
[*] J. B. Byles. "Sophisms of Free Trade". By a Barrister («Sofismas sobre el librecambismo». Por un
abogado), London, 1850, p. 206. Y añade, maliciosamente: «Nosotros hemos estado siempre
dispuestos, cuanto de ayudar al patrono se trataba. ¿No se podrá ahora hacer algo por el obrero?»
[21] 79. Las leyes anticoalicionistas, que prohibían la creación y la actividad de cualquier
organización obrera, fueron promulgadas por el parlamento inglés en los años 1799 y 1800. En
1824, el parlamento las derogó, confirmando la derogación una vez más en 1825. Sin embargo,
incluso después de eso se limitó mucho la actividad de las uniones obreras. Hasta la simple
propaganda en favor de la adhesión de los obreros a las uniones y de la participación en las
huelgas se consideraba «coerción» y «violencia» y se punía como delito de derecho común.- 127
[*] De una cláusula del estatuto del segundo año del reinado de Jacobo I, c. 6, se infiere que
ciertos fabricantes de paños se arrogaban el derecho a imponer oficialmente la tarifa de jornales
en sus propios talleres, como jueces de paz. En Alemania, abundaban los estatutos encaminados a
mantener bajos los jornales, sobre todo después de la guerra de los Treinta años. «En las
comarcas deshabitadas, los terratenientes padecían mucho de la penuria de criados y obreros. A
todos los vecinos del pueblo les estaba prohibido alquilar habitaciones a hombros y mujeres
solteros, y todos estos huéspedes debían ser nuestos en conocimiento de la autoridad y
encarcelados, caso de que no accedieran a entrar a servir de criados, aun cuando viviesen de otra
ocupación, trabajando para los campesinos por un jornal o tratando incluso con dinero y en
granos» ["Kaiserliche Privilegien und Sanctionen für Schlesien" («Privilegios y sanciones
imperiales para Silesia», I, 125]. «Durante todo un siglo escuchamos en los decretos de los
regentes amargas quejas acerca de esa chusma maligna y altanera que no quiere someterse a las
duras condiciones del trabajo ni conformarse con el salario legal; a los terratenientes se les
prohíbe abonar más de lo que la autoridad del país señala en una tasa. Y, sin embargo, las
condiciones del servicio son, después de la guerra, mejores todavía de lo que habían de ser cien
años más tarde; en 1652, los criados, en Silesia, comían aún carne dos veces por semana, mientras
que ya dentro de nuestro siglo había distritos silesianos en que sólo se comía carne tres veces al
año. Los jornales después de la guerra eran también más elevados que habían de serlo en los
siglos siguientes» [G. Freytag. "Neue Bilder aus dem Leben des deutschen Volkes" («Nuevos
cuadros de la vida del pueblo alemán»), Leipzig, 1862, S. 35, 36].
[22] 80. El partido de los tories, partido político inglés fundado a fines del año 70 y comienzos de
los 80 del siglo XVII, expresaba los intereses de la aristocracia terrateniente y el alto clero. A
mediados del siglo XIX, sobre la base del partido de los tories, fue fundado el Partido
Conservador, que, a veces, también se llama «tory».- 129
[23] 81. Las leyes contra las «conspiraciones» rigieron en Inglaterra ya en la Edad Media. En virtud
de las mismas se perseguían las organizaciones y la lucha de clase de los obreros, tanto antes de
su adopción (véase la nota 79), como después de su abolición.- 129
[*] El artículo I de esta ley dice así: «Como una de las bases de la Constitución francesa es la
abolición de toda clase de asociaciones de ciudadanos del mismo estado y profesión, se prohíbe
restaurarlas con cualquier pretexto o bajo cualquier forma». El artículo IV declara que si
«ciudadanos de la misma profesión, industria u oficio se confabulan y se ponen de acuerdo para
rehusar conjuntamente el ejercicio de su industria o trabajo o no prestarse a ejercerlo más que
por un determinado precio, estos acuerdos y confabulaciones... serán considerados como
contrarios a la Constitución y como atentatorios a la libertad y a los Derechos del Hombre, etc.»;
es decir, como delitos contra el Estado, lo mismo que en los antiguos Estatutos obreros
["Révolutions de Paris" («Revoluciones de París»), Paris, 1791, t. III, p. 523].
[24] 82. Trátase del Gobierno de la dictadura jacobina de Francia entre junio de 1793 y junio de
1794.- 130
[*] Buchez et Roux. "Histoire Parlementaire" («Historia parlamentaria») t. X, pp. 193-195, passim.
[**] «Arrendatarios» —dice Harrison, en su "Description of England" («Descripción de
Inglaterra»)—, «a quienes antes resultaba gravoso pagar 4 libras esterlinas de renta, pagan hoy
40, 50 y hasta 100 libras, y aún creen que han hecho un mal negocio si al expirar su contrato de
arriendo no han puesto aparte seis o siete años de renta».
[*] Sobre los efectos que tuvo la depreciación del dinero en el siglo XVI para las diversas clases
de la sociedad versa "A Compendious or Briefe Examination of Certayne Ordinary Complaints, of
Divers of our Countrymen in these our Dayes". By W. S., Gentleman («Compendio o breve examen
de ciertas quejas corrientes de diversos compatriotas nuestros en los días de hoy»), London, 1581.
La forma dialogada de esta obra hizo que durante mucho tiempo se le atribuyese a Shakespeare,
bajo cuyo nombre se reeditó todavía en 1751. Su autor es William Stafford. En uno de los pasajes
de la obra, el caballero (knight) razona así:
Caballero: «Vos, mi vecino, el labriego, y vos, señor tendero, y vos, maestro calderero, y como
vos los demás artesanos, todos os defendéis a maravilla. Porque a medida que todas las cosas
encarecen, subís los precios de vuestras mercancías y actividades, cuando las revendáis. Pero
nosotros no tenemos nada que vender para poder subir su precio y compensar así la carestía de
las cosas que nos vemos obligados a comprar». En otro pasaje, el Caballero pregunta al Doctor:
«Os ruego me digáis qué grupos de gente son esos a que os referís. Y, ante todo, ¿cuáles, en
vuestra opinión, no experimentarán con esto ninguna pérdida?» —Doctor: «Me refiero a todos los
que viven de comprar y vender, pues si compran caro, venden caro también». —Caballero:
«¿Cuál es el segundo grupo que, según vos, sale ganancioso?» —Doctor: «Muy sencillo, el de
todos aquellos que llevan en arriendo tierras o granjas para su cultivo pagando la renta antigua,
pues si pagan según la norma antigua, venden según la nueva; es decir, que pagan por su tierra
muy poco y venden caro lo que sacan de ella...» —Caballero: «¿Y cuál es, a vuestro juicio, el grupo
que sale perdiendo más de lo que éstos ganan?» —Doctor: «El de todos los nobles, caballeros
(noblemen, gentlemen) y demás personas que viven de una renta fija o de un estipendio, que no
trabajan (cultivan) ellos mismos sus tierras o no se dedican a comprar y vender».[**]
En Francia, el régisseur, el encargado de administrar y cobrar los tributos adeudados al señor
feudal durante la temprana Edad Media, se convierte pronto en un homme d'affaires (hombre de
negocios) que, a fuerza de chantajes, estafas y otros recursos por el estilo, va trepando hasta
escalar el rango de capitalista. A veces, estos régisseurs eran también aristócratas. Un ejemplo:
«Entrega esta cuenta el señor Jacques de Thoraisse, noble preboste de Besançon, al señor que en
Dijon lleva las cuentas del señor Duque y Conde de Borgoña sobre las rentas adeudadas a dicho
señorío desde el 25 día de diciembre de 1359 hasta el 28 de diciembre de 1360» [Alexis Monteil.
"Traité des Matériaux Manuscrits etc". («Tratado de materiales manuscritos»), v. I, pp. 234, 235].
Aquí vemos ya como en todas las esferas de la vida social es el intermediario quien se embolsa la
mayor parte del botín. En la esfera económica, por ejemplo, son los financieros, los bolsistas, los
comerciantes, los tenderos, los que se quedan con la mejor parte; en el derecho civil se queda
con la cosecha de ambas partes el abogado; en la política, el diputado es más que sus electores,
el ministro más que el soberano, en el mundo de la religión, Dios es relegado a segundo plano
por los «intermediarios» y éstos, a su vez, por los curas, mediadores imprescindibles entre el
«buen pastor» y sus ovejas. En Francia, lo mismo que en Inglaterra, los grandes dominios feudales
estaban divididos en un sinnúmero de pequeñas explotaciones, pero en condiciones
incomparablemente más perjudiciales para la población campesina. En el transcurso del siglo XIV
surgieron las granjas, fermes o terriers. Su número iba incesantemente en aumento, y llegó a
rebasar el de 100.000. Abonaban al señor una renta, en dinero o en especie, que oscilaba entre la
12 o la 5 parte de los frutos. Los terriers eran feudos, subfeudos (fiefs, arrière-fiefs), etc., según el
valor y extensión de los dominios algunos de los cuales sólo medían unas cuantas arpents. Todos
los propietarios de estos terriers poseían, en mayor o menor grado, jurisdicción propia sobre sus
moradores; había cuatro grados de jurisdicción. Fácil es imaginarse cuánta sería la opresión del
pueblo campesino bajo este sinnúmero de pequeños tiranos. Monteil dice que por aquel entonces
funcionaban en Francia 160.000 tribunales de justicia, donde hoy bastan 4.000 (incluyendo los
jueces de paz).
[25] 83. A. Anderson. "An Historical and Chronological Deduction of the Origin of Commerce,
from the Earliest Accounts to the present Time" («Ensayo histórico y cronológico del comercio
desde los primeros datos hasta el presente»). La primera edición salió en Londres en 1764.- 133,
147
[*] En sus "Notions de Philosophie Naturelle" («Nociones de filosofía natural»), Paris, 1838.
[*] Punto este en el que insiste Sir James Steuart (nota 84).
[26] 84. J. Steuart. "An Inquiry into the Principles of Political Oeconomy" («Investigación de los
principios de la Economía política»). Vol. I, Dublin, 1770, First book, Ch. XVI.- 134
[**] Literalmente, «para el rey de Prusia», en el sentido figurado, «cobrados por nada». (N. de la
Edit.)
[***] «Os concederé» —dice el capitalista— «el honor de servirme, a condición de que me
indemnicéis, entregándome lo poco que os queda, el sacrificio que hago al mandar sobre
vosotros» [J. J. Rousseau. "Discours sur l'Économie Politique" («Discursos sobre la Economía
política»)].
[*] Mirabeau. "De la Monarchie Prusienne" («De la monarquía prusiana») v. III, pp. 20-109, pássim.
El que Mirabeau considere también a los talleres diseminados como más rentables y productivos
que los «reunidos», no viendo en estos más que plantas de estufa sostenidas artificialmente con la
ayuda del Estado, se debe a la situación en que entonces se encontraba una gran parte de las
manufacturas del continente.
[**] «Veinte libras de lana convertidas insensiblemente en vestidos para el uso de un año de una
familia obrera, elaboradas por ella misma en el tiempo que otros trabajos le dejan libre, no son
para causar asombro. Pero llevad la lana al mercado, enviadla a la fábrica, luego al corredor, en
seguida al comerciante, y tendréis grandes operaciones comerciales y un capital nominal
invertido en una cuantía que representa veinte veces su valor... Así se explota a la clase
trabajadora, para mantener en pie una población fabril depauperada, una clase parasitaria de
tenderos y un sistema ficticio de comercio, de dinero y de finanzas» (David Urquhart. "Familiar
Words" («Palabras amistosas»), p. 120].
[*] Con la única excepción de la época de Cromwell. Mientras duró la república, la masa del
pueblo inglés salió, en todas sus capas, de la degradación en que se había hundido bajo los
Tudor.
[**] Tuckett sabe que la gran industria lanera brota de la verdadera manufactura y de la
destrucción de la manufactura rural o casera, con la introducción de la maquinaria [Tuckett. "A.
History etc". («Historia, etc.»), v. I., p. 144]. «El arado y el yugo fueron invención de los dioses y
ocupación de héroes: ¿acaso la lanzadera, el huso y el telar tienen un origen menos noble? Si
separáis la rueca y el arado, el huso y el yugo, obtenéis fábricas y asilos, créditos y pánicos, dos
naciones enemigas, la agrícola y la comercial» (David Urquhart. "Familiar Words" («Palabras
amistosas»), p. 122]. Pero he aquí que viene Carey y acusa a Inglaterra, seguramente con razón,
de querer convertir a todos los demás países en simples pueblos de agricultores, reservándose
ella el papel de fabricante. Y afirma que de este modo se arruinó Turquía, pues «a los poseedores
y cultivadores de la tierra no les consentía jamás» (Inglaterra) «fortalecerse mediante la alianza
natural entre el arado y el telar, entre el martillo y la grada» ["The Slave Trade" («El comercio de
esclavos»), p. 125]. Según él, el propio Urquhart fue uno de los principales responsables de la
ruina de Turquía, donde, en interés de Inglaterra, propagó el librecambio. Lo mejor del caso es
que Carey —que, dicho sea de paso, es un gran lacayo de los rusos—, pretende impedir por
medio del proteccionismo ese proceso de diferenciación que el proteccionismo no hace más que
acelerar.
[***] Los economistas filantrópicos ingleses, como Mill, Rogers, Goldwin, Smith, Fawcett, etc., y
los fabricantes liberales, como John Bright y çompañía, preguntan a los aristócratas rurales
ingleses, como Dios preguntaba a Caín por su hermano Abel: ¿Qué se ha hecho de nuestros miles
de propietarios libres (freeholders)? Pero, ¿de dónde habéis salido vosotros? De la aniquilación
de esos freeholders. ¿Por qué no preguntáis qué se ha hecho de los tejedores, los hilanderos y los
artesanos independientes?
[*] La palabra «industrial» se emplea aquí por oposición a «agrícola». En el sentido de una
categoría económica, el arrendatario es tan capitalista industrial como el fabricante.
[**] "The Natural and Artificial Right of Property Contrasted" («El derecho natural y el artificial de
propiedad contrastados»), London, 1832, pp. 98, 99. El autor de esta obra anónima es Th.
Hodgskin.
[***] Todavía en 1794, los pequeños fabricantes de paños de Leeds enviaron una diputación al
parlamento solicitando una ley que prohibiese a todos los comerciantes convertirse en fabricantes
(Dr. Aikin. "Description", etc.).
[27] 85. Los Países Bajos (el territorio de las actuales Bélgica y Holanda) se separaron de España
después de la revolución burguesa de 1566-1609; en la revolución se conjugaban la lucha de la
burguesía y las masas populares contra el feudalismo con la guerra de liberación nacional contra
la dominación española. En 1609, tras varias derrotas, España se vio forzada a reconocer la
independencia de la república burguesa de Holanda. El territorio de la actual Bélgica permaneció
en manos de España hasta 1714.- 139
[28] 33. Trátase de las guerras de Inglaterra contra Francia en el período de la revolución
burguesa francesa de fines del siglo XVIII. Durante estas contiendas, el Gobierno inglés
estableció en su país un brutal régimen de terror contra las masas trabajadoras. En particular, en
dicho período fueron aplastadas varias sublevaciones populares y se adoptaron leyes que
prohibían las uniones obreras.- 68, 139
[29] 86. Las guerras del opio eran guerras de conquista contra China que sostuvo Inglaterra sola
en los años de 1839 a 1842 y en compañía de Francia en los años de 1856-1858 y 1860. Sirvieron
de pretexto para la primera guerra las medidas de las autoridades chinas para combatir el
comercio de contrabando de opio organizado por los ingleses.- 139
[*] William Howitt. "Colonization and Christianity. A Popular History of the Treatment of the Natiles
by the Europeans in all their Colonies" («Colonización y cristiandad. Historia popular de cómo los
europeos tratan a los nativos en todas sus colonias»), London, 1838, p. 9. Acerca del trato dado a
los esclavos, puede verse una buena compilación en Charles Comte. "Traité de Legislation"
(«Tratado de legislación»), 3 éd., Bruxelles, 1837. Conviene estudiar en detalle estos asuntos, para
ver en qué es capaz de convertirse el burgués y en qué convierte a sus obreros allí donde le dejan
moldear el mundo libremente a su imagen y semejanza.
[**] Thomas Stamford Raffles, late Lieut. Governor of Java. "The History of Java" («Historia de
Java»), London, 1817 [v. II, pp. CXC-CXCI, apéndice].
[30] 87. La Compañía de las Indias Orientales era una compañía inglesa de comercio (1600-1858),
instrumento de la política saqueadora colonial de Gran Bretaña en la India, China y otros países
de Asia. Durante mucho tiempo poseía el monopolio del comercio con la India, le pertenecían
igualmente las principales funciones de gobierno en ese último país. La insurrección de
liberación nacional de 1857-1859 en la India obligó a Gran Bretaña a cambiar las formas de
dominación colonial y a liquidar la Compañía de las Indias Orientales.- 140
[*] En el año 1866 murieron de hambre en una sola provincia, en Orissa, más de un millón de
indios. Y todavía se procuraba enriquecer al erario con los precios a que se les vendían víveres a
los hambrientos.
[31] 88. Marx cita el trabajo de Gülich "Geschichtliche Dartsellung des Handels, der Gewerbe und
des Ackerbaus der bedeutendsten handeltreibenden Staaten unsrer Zeit" («Descripción histórica
del comercio, la industria y la agricultura de los principales Estados comerciales de nuestra
época»). Bd. I, Jena, 1830, S. 371.- 142
[*] William Cobbett observa que en Inglaterra todos los establecimientos públicos se denominan
«reales». En justa compensación, tenemos la deuda «nacional» (national debt).
[*] «Si los tártaros invadiesen hoy Europa, resultaría difícil hacerles comprender lo que es entre
nosotros un financiero» [Montesquieu. "Esprit des loix" («Espíritu de las leyes»), t. IV, p. 33, éd.
Londres. 1769].
[32] 89. Por lo visto, Marx se refiere aquí a la edición inglesa del libro "Aanwysing der heilsame
politike Gronden en Maximen van de Republike van Holland en West-Friesland" («Indicación de
los más importantes principios y máximas de la República de Holanda y de Frisia Occidental»),
atribuido a Jan de Witt y publicado por vez primera en Leyden en 1622. Como se ha establecido, a
excepción de dos capítulos escritos por Jan de Witt, el autor del libro era Pieter von der Hore
(Pieter de la Court), economista y empresario holandés.- 144
[33] 90. La guerra de los Siete años (1756-1763) estalló en Europa debido a las veleidades
expansionistas de las potencias absolutistas feudales y la rivalidad colonial de Francia e
Inglaterra. Como resultado de la conflagración, Francia tuvo que ceder a Inglaterra sus mayores
colonias (el Canadá, las posesiones en las Indias Orientales, etc.); Prusia, Austria y Sajonia
conservaron sus fronteras anteriores a la guerra.- 145
[*] Mirabeau. "De la Monarchie Prusienne" («De la monarquía prusiana»), t. VI, p. 101.
[*] Eden. "The State of the Poor" («La situación de los pobres»), t. II, cap. I p. 421.
[**] John Fielden. "The Curse of the Factory System" («La maldición del sistema fabril»), pp. 5, 6.
Sobre las infamias cometidas en sus orígenes por el sistema fabril, v. Doctor Aikin. "Description of
the Country from 30 to 40 miles round Manchester" («Descripción del campo a 30-40 millas en
torno de Manchester»), p. 219, y Gisborne. "Inquiry into the Duties of Men" («Investigación de los
deberes de los hombres»), 1795, v. II. Como la máquina de vapor retiró a las fábricas de la orilla
de los ríos, trayéndolas del campo al centro de la ciudad, el elaborador de plusvalía, siempre
dispuesto a «sacrificarse», no necesitaba ya que le expidiesen los esclavos a la fuerza de las casas
de labor, pues tenía el material infantil más a mano. Cuando Sir. R. Peel (padre del «ministro de la
plausibilidad») presentó en 1815 su ley de protección de la infancia, F. Horner (lumen
[prohombre] del Bullion-Comité e íntimo amigo de Ricardo) declaró, en la Cámara de los
Comunes: «Es público y notorio que, al subastarse los efectos de un industrial quebrado, se sacó a
pública subasta y se adjudicó una banda, si se le permite esta expresión, de niños fabriles, como
parte integrante de su propiedad. Hace dos años (en 1813) se planteó ante el King's Bench
(«Tribunal Superior de Justicia») un caso repugnante de éstos. Se trataba de un cierto número de
muchachos que una parroquia de Londres había cedido a un fabricante, el cual, a su vez, los
traspasó a otro. Por fin, algunas personas caritativas los encontraron, en completa inanición
(absolute famine)». Pero, a conocimiento suyo, como vocal de la Comisión parlamentaria de
investigación, había llegado otro caso más repugnante todavía. «Hace no muchos años, una
parroquia de Londres y un fabricante de Lancashire habían hecho un contrato, en que se
estipulaba que el segundo aceptaría, por cada veinte niños sanos, uno idiota».
[34] 83. A. Anderson. "An Historical and Chronological Deduction of the Origin of Commerce,
from the Earliest Accounts to the present Time" («Ensayo histórico y cronológico del comercio
desde los primeros datos hasta el presente»). La primera edición salió en Londres en 1764.- 133,
147
[35] 91. Alusión al Tratado de Utrecht, concluido por Francia y España, de una parte y, de otra, por
los miembros de la coalición antifrancesa (Inglaterra, Holanda, Portugal, Prusia y los Habsburgos
de Austria) en 1713, con el que se puso fin a la guerra de sucesión de España (comenzada en
1701). Según el tratado, pasaron a pertenecer a Inglaterra varias colonias francesas y españolas
en las Indias Occidentales y Norteamérica, así como Gibraltar.- 147
[*] En 1790, en las Indias Occidentales inglesas había 10 esclavos por cada hombre libre; en las
Indias francesas, 14; en las holandesas, 23 [Henry Brougham. "An Inquiry into the Colonial Policy
of the European Powers" («Investigación de la política colonial de las potencias europeas»),
Edinburgh, 1803, v. II., p. 74].
[36] 92. «Tantae molis erat» (costó tantos trabajos), expresión del poema de Virgilio, "Eneida",
libro primero, verso 33.- 147
[*] La expresión «labouring poor» [pobre que trabaja] aparece en las leyes inglesas desde el
mismo instante en que adquiere notoriedad la clase de los obreros asalariados. Los «labouring
poor» se distinguen, de una parte de los «idle poor» [pobre ocioso], de los mendigos, etc., y, de
otra parte de los obreros que todavía no han sido completamente desplumados, ya que se hallan
en propiedad de sus medios de trabajo. De la ley, la expresión de «labouring poor» pasó a la
Economía política, desde Culpeper, J. Child, etc., hasta A. Smith y Eden. Júzguese, pues, de la
bonne foi [buena fe] del «execrable political cantmonger» [execrable fariseo político] Edmund
Burke, cuando dice que el término de «labouring poor» no es más que «execrable political cant»
[execrable hipocresía política]. Este sicofante, que, a sueldo de la oligarquía inglesa, se hizo
pasar por romántico frente a la revolución francesa exactamente lo mismo que antes, al estallar los
disturbios de Norteamérica, se había hecho pasar a sueldo de las colonias norteamericanas por
liberal frente a la oligarquía inglesa, no era más que un burgués ordinario. «Las leyes del
comercio son leyes de la naturaleza y por consiguiente leyes de Dios» [E. Burke. "Thoughts and
Details on Scarcity" («Reflexiones y detalles de la escasez»), ed. London, 1800, pp. 31, 32]. ¡Nada
tiene, pues, de extraño que él, fiel a las leyes de Dios y de la naturaleza, se vendiese siempre al
mejor postor! En las obras del rev. Tucker —Tucker era cura y tory, pero fuera de esto, una
persona decente y un buen economista— encontramos una magnífica caracterización de este
Edmundo Burke, durante su época liberal. Dada la infame versatilidad que hoy impera y que
profesa el más devoto de los cultos a «las leyes del comercio», no hay más remedio que sacar a la
vergüenza pública a todos los Burkes, los cuales sólo se distinguen de sus imitadores por una
cosa: el talento.
[**] Marie Augier. "Du Crédit Public" («Del crédito público»).
[***] «El capital» (dice el "Quarterly Reviewer") «huye de los tumultos y las riñas y es tímido por
naturaleza. Esto es verdad, pero no toda la verdad. El capital tiene horror a la ausencia de
ganancias o a la ganancia demasiado pequeña, como la naturaleza al vacío. Conforme aumenta la
ganancia, el capital se envalentona. Asegúresele un 10 por 100 y acudirá a donde sea; un 20 por
100, y se sentirá ya animado; con un 50 por 100, positivamente temerario; al 100 por 100, es capaz
de saltar por encima de todas las leyes humanas; el 300 por 100, y no hay crimen a que no se
arriesgue, aunque arrostre el patíbulo. Si el tumulto y las riñas suponen ganancia, allí estará el
capital encizañándolas. Prueba: el contrabando y el comercio de esclavos». (T. J. Dunning. "TradeUnions", etc., pp. 35, 36).
[37] 93. C. Pecqueur. "Théorie nouvelle d'économie sociale et politiques, ou Études sur
l'organisation des sociétés" («Nueva teoría de la economía social y política, o Estudios sobre la
organización de las sociedades»), Paris, 1842, p. 435.- 149
[*] «Hemos entrado en un régimen social totalmente nuevo... tendemos a separar todo tipo de
propiedad de todo tipo de trabajo» [Sismondi. "Nouveaux Principes de l'Économie Politique"
(«Nuevos principios de la Economía política,), t. II, Paris, 1827, p. 434].
[*] «El progreso de la industria, del que la burguesía, incapaz de oponérsele, es agente
involuntario, sustituye el aislamiento de los obreros, resultante de la competencia, por su unión
revolucionaria mediante la asociación. Así, el desarrollo de la gran industria socava bajo los pies
de la burguesía las bases sobre que ésta produce y se apropia lo producido. La burguesía
produce, ante todo, sus propios sepultureros. Su hundimiento y la victoria del proletariado son
igualmente inevitables... De todas las clases que hoy se enfrentan con la burguesía, sólo el
proletariado es una clase verdaderamente revolucionaria. Las demás clases van degenerando y
desaparecen con el desarrollo de la gran industria; el proletariado, en cambio, es su producto
más peculiar. Los estamentos medios —el pequeño industrial, el pequeño comerciante, el
artesano, el campesino—, todos ellos luchan contra la burguesía para salvar de la ruina su
existencia como tales estamentos medios. No son, pues, revolucionarios, sino conservadores. Más
todavía, son reaccionarios, ya que pretenden volver atrás la rueda de la Historia» (C. Marx y F.
Engels. "Manifiesto del Partido Comunista". Londres, 1848, págs. 9, 11) [véase la presente edición,
t. 1, págs. 122, 120].
[152]
F. ENGELS
RESEÑA DEL PRIMER TOMO DE E L C A P I T A L,
DE CARLOS MARX PARA EL DEMOKRATISCHES
WOCHENBLATT [1]
EL CAPITAL DE MARX [*]
I
Desde que hay en el mundo capitalistas y obreros, no se ha publicado un solo
libro que tenga para los obreros la importancia de éste. En él se estudia
científicamente, por vez primera, la relación entre el capital y el trabajo, eje en
torno del cual gira todo el sistema de la moderna sociedad, y se hace con una
profundidad y un rigor sólo posibles en un alemán. Por más valiosas que son y
serán siempre las obras de un Owen, de un Saint-Simon, de un Fourier, tenía que
ser un alemán quien escalase la cumbre desde la que se domina, claro y nítido —
como se domina desde la cima de las montañas el paisaje de las colinas situadas
más abajo—, todo el campo de las modernas relaciones sociales.
La Economía política al uso nos enseña que el trabajo es la fuente de toda la
riqueza y la medida de todos los valores, de tal modo, que dos objetos cuya
producción haya costado el mismo tiempo de trabajo encierran idéntico valor; y
como, por término medio, sólo pueden cambiarse entre sí valores iguales, esos
objetos deben poder ser cambiados el uno por el otro. Pero, al mismo tiempo,
nos enseña que existe una especie de trabajo acumulado, al que esa Economía da
el nombre de capital, y que este capital, [153] gracias a los recursos auxiliares
que encierra, eleva cien y mil veces la capacidad productiva del trabajo vivo, en
gracia a lo cual exige una cierta remuneración, que se conoce con el nombre de
beneficio o ganancia. Todos sabemos que lo que sucede en realidad es que,
mientras las ganancias del trabajo muerto, acumulado, crecen en proporciones
cada vez más asombrosas y los capitales de los capitalistas se hacen cada día más
gigantescos, el salario del trabajo vivo se reduce cada vez más, y la masa de los
obreros, que viven exclusivamente de un salario, se hace cada vez más numerosa
y más pobre. ¿Cómo se resuelve esta contradicción? ¿Cómo es posible que el
capitalista obtenga una ganancia, si al obrero se le retribuye el valor íntegro del
trabajo que incorpora a su producto? Como el cambio supone siempre valores
iguales, parece que tiene necesariamente que suceder así. Mas, por otra parte,
¿cómo pueden cambiarse valores iguales, y cómo puede retribuírsele al obrero
el valor íntegro de su producto, si, como muchos economistas reconocen, este
producto se distribuye entre él y el capitalista? Ante esta contradicción, la
Economía al uso se queda perpleja y no sabe más que escribir o balbucir unas
cuantas frases confusas, que no dicen nada. Tampoco los críticos socialistas de la
Economía política, anteriores a nuestra época, pasaron de poner de manifiesto la
contradicción; ninguno logró resolverla, hasta que Marx, por fin, analizó el
proceso de formación de la ganancia, remontándose a su verdadera fuente y
poniendo en claro, con ello, todo el problema.
En su investigación del capital, Marx parte del hecho sencillo y notorio de que los
capitalistas valorizan su capital por medio del cambio, comprando mercancías
con su dinero para venderlas después por más de lo que les han costado. Por
ejemplo, un capitalista compra algodón por valor de 1.000 táleros y lo revende
por 1.10O, «ganando», por tanto, 100 táleros. Este superávit de 100 táleros, que
viene a incrementar el capital primitivo, es lo que Marx llama plusvalía. ¿De
dónde nace esta plusvalía? Los economistas parten del supuesto de que sólo se
cambian valores iguales, y esto, en el campo de la teoría abstracta, es exacto. Por
tanto, la operación consistente en comprar algodón y en volverlo a vender, no
puede engendrar una plusvalía, como no puede engendrarla el hecho de cambiar
un tálero por treinta silbergroschen o el de volver a cambiar las monedas
fraccionarias por el tálero de plata. Después de realizar esta operación, el
poseedor del tálero no es más rico ni más pobre que antes. Mas la plusvalía no
puede brotar tampoco del hecho de que los vendedores coloquen sus mercancías
por más de lo que valen o de que los compradores las obtengan por debajo de su
valor, porque los que ahora son compradores son luego vendedores, y, por tanto,
lo que ganan en un caso lo pierden en el otro. Ni puede provenir tampoco de que
los compradores y [154] vendedores se engañen los unos a los otros, pues eso no
crearía ningún valor nuevo o plusvalía, sino que haría cambiar únicamente la
distribución del capital existente entre los capitalistas. Y no obstante, a pesar de
comprar y vender las mercancías por lo que valen, el capitalista saca de ellas más
valor del que ha invertido. ¿Cómo se explica esto?
Bajo el régimen social vigente, el capitalista encuentra en el mercado una
mercancía que posee la peregrina cualidad de que, al consumirse, engendra
nuevo valor, crea un nuevo valor: esta mercancía es la fuerza de trabajo.
¿Cuál es el valor de la fuerza de trabajo? El valor de toda mercancía se mide por
el trabajo necesario para producirla. La fuerza de trabajo existe bajo la forma del
obrero vivo, quien para vivir y mantener además a su familia que garantice la
persistencia de la fuerza de trabajo aun después de su muerte, necesita una
determinada cantidad de medios de vida. El tiempo de trabajo necesario para
producir estos medios de vida representa, por tanto, el valor de la fuerza de
trabajo. El capitalista se lo paga semanalmente al obrero y le compra con ello el
uso de su trabajo durante una semana. Hasta aquí, esperamos que los señores
economistas estarán, sobre poco más o menos, de acuerdo con nosotros, en lo
que al valor de la fuerza de trabajo se refiere.
El capitalista pone a su obrero a trabajar. El obrero le suministra al cabo de
determinado tiempo la cantidad de trabajo representada por su salario semanal.
Supongamos que el salario semanal de un obrero equivale a tres días de trabajo;
si el obrero comienza a trabajar el lunes, el miércoles por la noche habrá
reintegrado al capitalista el valor íntegro de su salario. Pero, ¿es que deja de
trabajar una vez conseguido esto? Nada de eso. El capitalista le ha comprado el
trabajo de una semana; por tanto, el obrero tiene que seguir trabajando los tres
días que faltan para ésta. Este plustrabajo del obrero, después de cubrir el tiempo
necesario para reembolsar al patrono su salario, es la fuente de la plusvalía, de la
ganancia, del incremento progresivo del capital.
Y no se diga que eso de que el obrero rescata en tres días, trabajando, el salario
que percibe, y que durante los tres días restantes trabaja para el capitalista, es
una suposición arbitraria. Por el momento, nos tiene absolutamente sin cuidado, y
es cosa que depende de las circunstancias, el que para reponer el salario
necesite realmente tres días, o dos, o cuatro; lo importante es que, además del
trabajo pagado, el capitalista le saca al obrero trabajo que no le retribuye. Y esto
no es ninguna suposición arbitraria, ya que el día en que el capitalista, a la larga,
sólo sacase del obrero el trabajo que le remunera mediante el salario, cerraría la
fábrica, pues toda su ganancia se iría a pique.
[155]
He aquí la solución de todas aquellas contradicciones. El nacimiento de la
plusvalía (de la que una parte importante constituye la ganancia del capitalista)
es, ahora, completamente claro y natural. Al obrero se le paga, ciertamente, el
valor de la fuerza de trabajo. Lo que ocurre es que este valor es bastante inferior
al que el capitalista logra sacar de ella, y la diferencia, o sea el trabajo no
retribuido, es lo que constituye precisamente la parte del capitalista, o mejor
dicho, de la clase capitalista. Pues, hasta la ganancia que en nuestro ejemplo de
más arriba obtenía el comerciante algodonero al vender el algodón, tiene que
provenir necesariamente, si la mercancía no sube de precio, del trabajo no
retribuido. El comerciante tiene que vender su mercancía a un fabricante de
tejidos de algodón, quien puede sacar del artículo que fabrica, además de
aquellos 100 táleros, un beneficio para sí, compartiendo, por tanto, con el
comerciante el trabajo no retribuido que se embolsa. De este trabajo no
retribuido viven en general todos los miembros ociosos de la sociedad. De él
salen los impuestos que cobran el Estado y el municipio, en la parte que grava a
la clase capitalista, la renta del suelo abonada a los terratenientes, etc. Sobre él
descansa todo el orden social existente.
Sería necio, sin embargo, creer que el trabajo no retribuido solo ha surgido bajo
las condiciones actuales, en que la producción corre a cargo de capitalistas de
una parte y de obreros asalariados de otra parte. Nada más lejos de la verdad. La
clase oprimida se ha visto forzada a rendir trabajo no retribuido en todas las
épocas de la historia. Durante los largos siglos en que la esclavitud era la forma
dominante de organización del trabajo, los esclavos veíanse obligados a trabajar
mucho más de lo que se les pagaba en forma de medios de vida. Bajo la
dominación de la servidumbre de la gleba y hasta la abolición de la prestación
personal campesina, ocurría lo mismo; aquí, incluso adquiría forma tangible la
diferencia entre el tiempo durante el cual el campesino trabajaba para su propio
sustento y el plustrabajo que rendía para el señor feudal, precisamente porque
éste lo ejecutaba en otro sitio que aquel. Hoy, la forma ha cambiado, pero el
fondo sigue siendo el mismo, y mientras «una parte de la sociedad posea el
monopolio de los medios de producción, el obrero, sea libre o no libre, no tendrá
más remedio que añadir al tiempo durante el cual trabaja para su propio sustento
un tiempo de trabajo adicional para producir los medios de vida destinados a los
poseedores de los instrumentos de producción» (Marx, pág. 202) [*].
[156]
II
Veíamos en nuestro articulo anterior que todo obrero enrolado por el capitalista
ejecuta un doble trabajo: durante una parte del tiempo que trabaja, repone el
salario que el capitalista le adelanta, y esta parte del trabajo es lo que Marx llama
trabajo necesario. Pero luego, tiene que seguir trabajando y producir la plusvalía
para el capitalista, una parte importante de la cual representa la ganancia. Esta
parte de trabajo recibe el nombre de plustrabajo.
Supongamos que el obrero trabaja durante tres días de la semana para reponer
su salario y tres días para crearle plusvalía al capitalista. Expresado en otros
términos, esto vale tanto como decir que, si la jornada es de doce horas, trabaja
seis horas por su salario y otras seis para la producción de plusvalía. De una
semana sólo pueden sacarse seis días o siete, a lo sumo, incluyendo el domingo;
en cambio, a cada día se le pueden arrancar seis, ocho, diez, doce, quince horas
de trabajo, y aún más. El obrero vende al capitalista, por el jornal, una jornada de
trabajo. Pero ¿qué es una jornada de trabajo? ¿Ocho horas, o dieciocho?
Al capitalista le interesa que la jornada de trabajo sea lo más larga posible.
Cuanto más larga sea, mayor plusvalía rendirá. Al obrero le dice su certero
instinto que cada hora más que trabaja, después de reponer el salario, es una
hora que se le sustrae ilegítimamente, y sufre en su propia pelleja las
consecuencias del exceso de trabajo. El capitalista lucha por su ganancia, el
obrero por su salud, por un par de horas de descanso al día, para poder hacer
algo más que trabajar, comer y dormir, para poder actuar también en otros
aspectos como hombre. Diremos de pasada que no depende de la buena
voluntad de cada capitalista en particular luchar o no por sus intereses, pues la
competencia obliga hasta a los más filantrópicos a seguir las huellas de los
demás, haciendo a sus obreros trabajar el mismo tiempo que trabajan los otros.
La lucha por conseguir que se fije la jornada de trabajo dura desde que aparecen
en la escena de la historia los obreros libres hasta nuestros días. En distintas
industrias rigen distintas jornadas tradicionales de trabajo, pero, en la práctica,
son muy contados los casos en que se respeta la tradición. Sólo puede decirse
que existe verdadera jornada normal de trabajo allí donde la ley fija esta jornada
y se encarga de velar por su aplicación. Hasta hoy, puede afirmarse que esto sólo
acontece en los distritos fabriles de Inglaterra. En las fábricas inglesas rige la
jornada de diez horas (o sea, diez horas y media durante cinco días y siete horas
y media los sábados) para todas las mujeres y los chicos de trece a dieciocho
años; y como los hombres no pueden trabajar sin la cooperación de aquellos
elementos, de hecho también ellos disfrutan la jornada [157] de diez horas. Los
obreros fabriles de Inglaterra arrancaron esta ley a fuerza de años y años de
perseverancia en la más tenaz y obstinada lucha contra los fabricantes, mediante
la libertad de prensa y el derecho de reunión y asociación y explotando también
hábilmente las disensiones en el seno de la propia clase gobernante. Esta ley se
ha convertido en el paladión de los obreros ingleses, ha ido aplicándose poco a
poco a todas las grandes ramas industriales, y el año pasado se hizo extensiva a
casi todas las industrias, por lo menos a todas aquellas en que trabajan mujeres y
niños. Acerca de la historia de esta reglamentación legal de la jornada de trabajo
en Inglaterra, contiénense datos abundantísimos en la obra que estamos
comentando. En el próximo Reichstag del Norte de Alemania se deliberará
también acerca de una ordenanza industrial, y, por tanto, se pondrá a debate la
reglamentación del trabajo fabril. Esperamos que ninguno de los diputados
elegidos por los obreros alemanes intervendrá en la discusión de esta ley sin
antes familiarizarse bien con el libro de Marx. Aquí se podrá lograr mucho. Las
disensiones que existen en el seno de las clases dominantes son más propicias
para los obreros que lo han sido nunca en Inglaterra, porque el sufragio universal
obliga a las clases dominantes a captarse las simpatías de los obreros. En estas
condiciones, cuatro o cinco representantes del proletariado, si saben
aprovecharse de su situación, y sobre todo si saben de qué se trata, cosa que no
saben los burgueses, pueden constituir una fuerza. El libro de Marx pone en sus
manos, perfectamente dispuestos, todos los datos necesarios.
Pasaremos por alto una serie de excelentes investigaciones, de carácter más bien
teórico, y nos detendremos tan sólo en el capítulo final de la obra, que trata de la
acumulación del capital. En este capítulo se pone primero de manifiesto que el
método capitalista de producción, es decir, el método de producción que
presupone la existencia de capitalistas, por una parte, y de obreros asalariados,
por otra, no sólo le reproduce al capitalista constantemente su capital, sino que
reproduce, incesantemente, la pobreza del obrero, velando, por tanto, por que
existan siempre, de un lado, capitalistas que concentran en sus manos la
propiedad de todos los medios de vida, materias primas e instrumentos de
producción, y, de otro lado, la gran masa de obreros obligados a vender a estos
capitalistas su fuerza de trabajo por una cantidad de medios de vida que, en el
mejor de los casos, sólo alcanza para sostenerlos en condiciones de trabajar y de
criar una nueva generación de proletarios aptos para el trabajo. Pero el capital no
se limita a reproducirse, sino que aumenta y crece incesantemente, con lo cual
aumenta y crece también su poder sobre la clase de los obreros desposeídos de
toda propiedad. Y, del mismo modo que el capital [158] se reproduce a sí mismo
en proporciones cada vez mayores, el moderno modo capitalista de producción
reproduce igualmente, en proporciones que van siempre en aumento, en número
creciente sin cesar la clase de los obreros desposeídos. «La acumulación del
capital reproduce la relación del capital en una escala mayor: a más capitalistas o
a mayores capitalistas en un polo, en el otro polo más obreros asalariados... La
acumulación del capital significa, por tanto, el crecimiento del proletariado» (pág.
600) [*]. Pero, como los progresos de la maquinaria, el cultivo perfeccionado de
la tierra, etc., hacen que cada vez se necesiten menos obreros para producir la
misma cantidad de artículos, y como este perfeccionamiento, es decir, esta
creación de obreros sobrantes, aumenta con mayor rapidez que el propio capital
creciente, ¿qué se hace de este número, cada vez mayor, de obreros superfluos?
Forman un ejército industrial de reserva, al que en las épocas malas o medianas
se le paga menos de lo que vale su trabajo, que trabaja sólo de vez en cuando o se
queda a merced de la beneficencia pública, pero que es indispensable para la
clase capitalista en las épocas de gran actividad, como ocurre actualmente, a
todas luces, en Inglaterra, y que en todo caso sirve para vencer la resistencia de
los obreros ocupados normalmente y para mantener bajos sus salarios. «Cuanto
mayor es la riqueza social... tanto mayor es la superpoblación relativa, es decir, el
ejército industrial de reserva. Y cuanto mayor es este ejército de reserva, en
relación con el ejército obrero activo (o sea, con los obreros ocupados
normalmente), tanto mayor es la masa de superpoblación consolidada
(permanente), es decir, las capas obreras cuya miseria está en razón inversa a sus
tormentos de trabajo [*]*. Finalmente, cuanto más extenso es en la clase obrera el
sector de la pobreza y el ejército industrial de reserva, tanto mayor es también el
pauperismo oficial. Tal es la ley absoluta, general, de la acumulación capitalista»
(pág. 631) [*]**.
He ahí, puestas de manifiesto con todo rigor científico —los economistas oficiales
se guardan mucho de intentar siquiera refutarlas— algunas de las leyes
fundamentales del moderno sistema social capitalista. Pero, ¿queda dicho todo,
con esto? No, ni mucho menos. Con la misma nitidez con que destaca los lados
negativos de la producción capitalista, Marx pone de relieve que esta forma
social [159] era necesaria para desarrollar las fuerzas productivas sociales hasta
un nivel que haga posible un desarrollo igual y digno del ser humano para todos
los miembros de la sociedad. Todas las formas sociales anteriores eran
demasiado pobres para esto. Sólo la producción capitalista crea las riquezas y las
fuerzas productivas necesarias para ello, pero crea también, al mismo tiempo,
con las masas de obreros oprimidos, una clase social obligada más y más a tomar
en sus manos estas riquezas y fuerzas productivas, para conseguir que sean
aprovechadas en beneficio de toda la sociedad y no, como hoy, en el de una clase
monopolista.
Escrito por F. Engels entre el 2 y el 13 de marzo de 1868.
Se publica de acuerdo con el texto del periadico. "Demokratisches Wochenblatt",
núms. 12, 13 el 21 y 28 de marzo de 1868. Publicado en el Traducido del alemán.
NOTAS
[1]
94. El presente artículo es una de las reseñas de Engels del I tomo de "El Capital" publicada en la
prensa obrera y democrática con el fin de divulgar las tesis esenciales del libro. Además de los
artículos para obreros, Engels escribió varias reseñas anónimas para la prensa burguesa, a fin de
destruir la «conspiración del silencio» con el que la ciencia económica oficial y la prensa burguesa
acogieron el genial trabajo de Marx. En dichas reseñas, Engels critica el libro, como si dijéramos,
«desde un punto de vista burgués», para obligar con la ayuda de este «recurso militar», según la
expresión de Marx, a los economistas burgueses a hablar del libro.
"Demokratisches Wochenblatt" («Hebdomadario democrático») era un periódico obrero alemán
que se publicó de enero de 1868 a septiembre de 1869 en Leipzig bajo la redacción de G.
Liebknecht. El periódico desempeñó un papel considerable en la creación del Partido
Socialdemócrata Obrero de Alemania. En el Congreso de Eisenach de 1869, fue proclamado
órgano central del partido y pasó a denominarse "Volksstaat". Colaboraban en él Marx y Engels.152[**]
Das Kapital. Kritik der politischen Oekonomie, von Karl Marx. Erster Band. Der
Produktionsprozess des Kapitals. Hamburg, O. Meissner, 1867.
[*] Véase C. Marx y F. Engels. "Obras", 2 ed. en ruso, t. 23, pág. 246. (N. de la Edit.)
[*] Véase C. Marx y F. Engels. "Obras", 2 ed. en ruso, t. 23, págs. 627-628. (N. de la Edit.)
[**] En la traducción autorizada del I tomo de "El Capital" al francés Marx puntualiza esta tesis. (N.
de la Edit.)
[***] Véase C. Marx y F. Engels. "Obras", 2 ed. en ruso, t. 23, pág. 659. (N. de la Edit.)
[160]
F. ENGELS
DEL PROLOGO AL SEGUNDO TOMO DE
E L C A P I T A L DE MARX
...¿Qué es lo que Marx ha dicho de nuevo acerca de la plusvalía? ¿Cómo se
explica que la teoría de la plusvalía de Marx haya caído como un rayo de un cielo
sereno, y además en todos los países civilizados, mientras que las teorías de
todos sus predecesores socialistas, incluyendo las de Rodbertus, se han esfumado
sin resultado alguno?
La historia de la química nos puede aclarar esto, a la luz de un ejemplo.
Todavía a fines del siglo pasado imperaba, como es sabido, la teoría flogística,
según la cual la esencia de toda combustión residía en que del cuerpo que se
quemaba se desprendía otro cuerpo hipotético, un combustible absoluto, al que
se daba el nombre de flogisto. Esta teoría bastaba para explicar la mayoría de los
fenómenos químicos conocidos por entonces, aunque violentando un poco la cosa
en ciertos casos. Ahora bien, en 1774, Priestley descubrió una clase de aire que
encontraba «tan puro y tan libre de flogisto, que, comparado con él, el aire
corriente parecía estar ya corrompido», y le dio el nombre de aire
desflogistizado. Poco después, Scheele descubría en Suecia la misma clase de
aire demostrando su existencia en la atmósfera. Encontró, además, que
desaparecía al quemar en él o en el aire [161] corriente un cuerpo, razón por la
cual lo denominó aire ígneo [Feuerluft].
«De estos resultados sacó luego la conclusión de que la combinación que se
forma al asociar el flogisto con una de las partes integrantes del aire» (es decir,
en la combustión), «no es sino fuego o calor, que huye a través del cristal» [*].
Tanto Priesiley como Scheele habían descubierto el oxígeno, pero no sabían lo
que habían descubierto. «Seguían prisioneros de las categorías» flogísticas, «tal y
como se las habían encontrado». En sus manos, el elemento que estaba llamado a
echar por tierra toda la concepción flogística y a revolucionar la química, venía
condenado a la esterilidad. Pero Priestley comunicó, poco después, su
descubrimiento a Lavoisier, en París, y Lavoisier se puso a investigar a la luz de
este nuevo hecho toda la química flogística y descubrió, entonces, que la nueva
clase de aire era un nuevo elemento químico y que durante la combustión no salía
del cuerpo que ardía el misterioso flogisto, sino que este nuevo elemento se
combinaba con el cuerpo, y así fue cómo enderezó toda la química, que bajo su
forma flogística estaba vuelta del revés. Y aun cuando Lavoisier no hubiese
descubierto el oxígeno, como más tarde afirmó él, al mismo tiempo que los otros
dos e independientemente de ellos, es, no obstante, el verdadero descubridor del
oxígeno respecto a los otros, que no habían hecho más que descubrirlo, sin
sospechar siquiera qué habían descrito.
Lo que Lavoisier es respecto a Priestley y a Scheele, lo es Marx respecto a sus
predecesores en la teoría de la plusvalía. La existencia de esta parte del valor del
producto al que hoy llamamos plusvalía, fue señalada mucho antes de Marx;
asimismo se dijo, con mayor o menor claridad, en qué consistía, a saber: en el
producto del trabajo por el cual quien se lo apropia no paga ningún equivalente.
Pero no se pasaba de aquí. Los unos —los economistas burgueses clásicos—
investigaban, a lo sumo, la proporción cuantitativa en que el producto del trabajo
se distribuye entre el obrero y el poseedor de los medios de producción. Los
otros —los socialistas— encontraban esta distribución injusta y buscaban medios
utópicos para acabar con la injusticia. Unos y otros seguían prisioneros de las
categorías económicas, tal y como las habían encontrado.
En esto, apareció Marx. Y apareció en oposición directa a todos sus
predecesores. Donde éstos habían visto una solución, [162] él veía un problema.
Marx vio que lo que aquí había no era ni aire desflogistizado, ni aire ígneo, sino
oxígeno; vio que aquí no se trataba ni de limitarse a registrar un hecho
económico, ni del conflicto de este hecho con la eterna justicia y la verdadera
moral, sino de un hecho que estaba llamado a revolucionar toda la Economía y
que daba —a quien supiera manejarla— la clave para entender toda la
producción capitalista. A la luz de este hecho, investigó Marx todas las categorías
con que se había encontrado, como Lavoisier hizo, a la luz del oxígeno, con las
categorías de la química flogística con las que se encontró. Para saber qué era la
plusvalía, tenía que saber qué era el valor. Había que someter a crítica sobre todo
la propia teoría del valor de Ricardo. Marx investigó, pues, el trabajo en cuanto
fuente del valor y señaló, por vez primera, qué trabajo, por qué y cómo creaba
valor, y cómo el valor no era, en general, más que trabajo cristalizado de esta
clase, punto este que Rodbertus no llegó a entender hasta el fin de sus días. Marx
investigó luego la relación entre la mercancía y el dinero y puso de manifiesto
cómo y por qué, en virtud de la cualidad de valor inherente a ella, la mercancía y
el cambio de mercancías tenían que engendrar la antítesis de mercancía y
dinero; su teoría del dinero, basada en esto, es la primera teoría completa del
dinero, aceptada hoy, tácitamente, con carácter general. Investigó la
transformación del dinero en capital y demostró que descansaba en la compra y
venta de la fuerza de trabajo. Y, poniendo fuerza de trabajo, o sea, la cualidad
creadora del valor, donde antes se decía trabajo, resolvió, de un golpe, una de
las dificultades contra las que se había estrellado la escuela de Ricardo: la
imposibilidad de armonizar el intercambio del trabajo y el capital con la ley
ricardiana de la determinación del valor por el trabajo. Y, sólo al establecer la
división del capital en constante y variable, consiguió exponer hasta en sus más
mínimos detalles la verdadera trayectoria del proceso de creación de la
plusvalía, explicándolo con ello, cosa que ninguno de sus predecesores había
conseguido; registró, por tanto, una distinción dentro del propio capital con la
que los economistas burgueses, lo mismo que Rodbertus, no habían sabido qué
hacer y que, sin embargo, da la clave para resolver los problemas económicos
más complicados, de lo cual tenemos la prueba evidentísima, una vez más, en
este libro II, y mejor aún, como se verá, en el libro III. Luego, siguió investigando
la misma plusvalía y descubrió sus dos formas: plusvalía absoluta y relativa,
poniendo de manifiesto los papeles distintos, aunque decisivos en ambos casos,
que han desempeñado en el desarrollo histórico de la producción capitalista. Y
sobre la base de la plusvalía, desarrolló la primera teoría racional del salario que
poseemos y trazó, por vez primera, [163] los rasgos fundamentales para una
historia de la acumulación capitalista y una exposición de su tendencia histórica.
Escrito por F. Engels el 5 de mayo de 1885. del libro.
Se publica de acuerdo con el texto
Publicado por vez primera en el libro: K. Marx. "Das Kapital. Kritik der politischen
Oekonomie". Zweiter Band. Herausgegeben von Friedrich Engels. Hamburg, 1885.
Traducido del alemán
NOTAS
[*]
Roscoe und Schorlemmer: "Ausführliches Lehrbuch der Chemie" («Tratado completo de
Química»), Braunschweig, 1877, I, S. 13, 18.
164]
C. MARX
MENSAJE A LA UNION OBRERA NACIONAL DE
[1]
LOS ESTADOS UNIDOS
Camaradas obreros:
En el programa inaugural de nuestra Asociación hemos declarado: «No ha sido la
prudencia de las clases dominantes, sino la heroica resistencia de la clase obrera
de Inglaterra a la criminal locura de aquéllas la que ha evitado a la Europa
Occidental el verse precipitada a una cruzada infame para perpetuar y propagar
la esclavitud allende el océano Atlántico» [*] . Ahora ha llegado el turno de
ustedes de impedir una guerra, en consecuencia de la cual el creciente
movimiento obrero de ambos lados del Atlántico volvería por un período
indeterminado a niveles ya superados.
Seguramente huelga decirles que existen potencias europeas ansiosas por
arrastrar a los Estados Unidos a la guerra contra Inglaterra. Un simple vistazo a los
datos de la estadística comercial nos muestra que la exportación rusa de materias
primas —y Rusia no tiene otra cosa que exportar— se había replegado
rápidamente ante la competencia norteamericana hasta que la guerra civil [2] no
cambió bruscamente la situación. Transformar los arados americanos en espadas
significaría precisamente ahora salvar de la inminente bancarrota a esta
despótica potencia, a la que vuestros sabios estadistas republicanos han elegido
como consejero confidencial. No obstante, independientemente de los intereses
particulares [165] de uno u otro Gobierno, ¿acaso no responde a los intereses
comunes de nuestros opresores el convertir nuestra colaboración internacional,
cada vez más poderosa, en una guerra intestina?
En el mensaje de saludo al Sr. Lincoln con motivo de su reelección a la
presidencia hemos expresado nuestro convencimiento de que la guerra civil de
América tendría una significación tan grande para el progreso de la clase obrera
como la que tuvo para el progreso de la burguesía [*] la guerra de la
Independencia americana [3]. En efecto, el final victorioso de la guerra contra el
esclavismo ha inaugurado una nueva época en la historia de la clase obrera.
Precisamente en ese período surge en los Estados Unidos el movimiento obrero
independiente, al que miran con odio los viejos partidos de su país y sus
politicastros profesionales. Para que llegue a fructificar, el movimiento requiere
años de paz. Para destruirlo, se necesita una guerra entre los Estados Unidos e
Inglaterra.
El resultado palpable directo de la guerra civil ha sido, como es natural, el
empeoramiento de la situación del obrero americano. En los Estados Unidos, lo
mismo que en Europa, el monstruoso vampiro de la deuda nacional, que se pasa
de unos hombros a otros, se ha descargado finalmente sobre los de la clase
obrera. Los precios de los artículos de primera necesidad —dice un estadista de
su país— subieron desde 1860 en el 78%, mientras que los salarios de los obreros
no calificados subieron nada más que en el 50%, y de los calificados, en el 60%
«El pauperismo» —se queja el estadista— «crece ahora en América con más
rapidez que la población».
Además, sobre el fondo de los sufrimientos de la clase obrera resalta aún más el
ostentoso lujo de la aristocracia financiera, la aristocracia de arrivistas [4] y otros
parásitos engendrados por la guerra. Sin embargo, con todo y con eso, la guerra
civil ha tenido un resultado positivo: la liberación de los esclavos y el impulso
moral que ha dado a vuestro propio movimiento de clase. Los resultados de una
nueva guerra, que no se vería justificada ni por la nobleza de los objetivos ni por
la magnitud de la necesidad social, de una guerra en el espíritu del mundo
antiguo, no serían las cadenas rotas del cautivo, sino unas cadenas nuevas para el
obrero libre. El inevitable crecimiento de la miseria brindaría en seguida a los
capitalistas de vuestro país, con la ayuda de la fría espada del ejército
permanente, el pretexto y los medios para distraer a la clase obrera de sus
audaces y justas aspiraciones.
E;sta es la razón de que precisamente sobre vosotros recaiga el glorioso deber
de probar al mundo que, al fin y al cabo, la clase [166] obrera no sale ya al
escenario de la historia como un ejecutor dócil, sino como fuerza independiente,
consciente de su propia responsabilidad y capaz de imponer la paz allí donde sus
pretendidos amos vocean acerca de la guerra.
Londres, 12 de mayo de 1869
Escrito por C. Marx. Se publica de acuerdo con el texto de la octavilla.
Publicado como octavilla titulada "Address to the National Labour Union of the
United States", London, Traducido del inglés. 1869.
NOTAS
[1]
95. El Mensaje del Consejo General a la Unión Obrera Nacional de los Estados Unidos fue escrito
por Marx y leído por él en la reunión del Consejo General del 11 de mayo con motivo del peligro
de guerra entre Inglaterra y los Estados Unidos en la primera de 1869.
La Unión Obrera Nacional fue fundada en los EE.UU. en agosto de 1866, en el Congreso de
Baltimore; tomó parte activa en la creación de la Unión W. Sylvis, destacado militante del
movimiento obrero norteamericano. Desde sus primeros días, la Unión apoyó a la Asociación
Internacional de los Trabajadores y se propuso adherirse en 1870 a la misma. Sin embargo, no
llegó a cumplir su propósito. La dirección de la Unión se dejó llevar pronto por los proyectos
utópicos de reforma monetaria, a fin de acabar con el sistema bancario y asegurar un crédito
barato por el Estado. En 1870-1871 se apartaron de la Unión las tradeuniones, y en 1872, la Unión
dejó prácticamente de existir. Pese a todos sus aspectos débiles, la Unión Obrera Nacional
desempeñó un valioso papel en el despliegue de la lucha en los EE.UU. por una política obrera
independiente, por la solidaridad de los obreros negros y blancos, por la jornada de trabajo de 8
horas y por los derechos de la mujer obrera.- 164
[**] Véase el presente tomo, pág. 13. (N. de la Edit.)
[2] 4. La guerra civil de Norteamérica (1861-1865) se libró entre los Estados industriales del Norte y
los sublevados Estados esclavistas del Sur. La clase obrera se Inglaterra se opuso a la política de
la burguesía nacional, que apoyaba a los plantadores esclavistas, e impidió con su acción la
intervención de Inglaterra en esa contienda.- 6, 19, 38, 89, 119, 164
[**] Véase el presente tomo, pág. 19. (N. de la Edit.)
[3] 11. La guerra de la Independencia de las colonias norteamericanas de Inglaterra (1775-1783)
contra la dominación inglesa debió su origen a la aspiración de la joven nación burguesa
norteamericana a la independencia y a la supresión de los obstáculos que impedían el desarrollo
del capitalismo. Como resultado de la victoria de los norteamericanos se formó un Estado burgués
independiente: los Estados Unidos de América.- 19, 89, 165.
[4] 96. En el original se dice «shoddy aristocrats»; «shoddy» son los entrepeines de algodón,
absolutamente inutilizables y sin el menor valor hasta que se halló un medio de tratamiento y
aprovechamiento de los mismos. En América se calificaba de «shoddy aristocrats» a los que se
habían enriquecido rápidamente merced a la guerra.- 165
[167]
F. ENGELS
PREFACIO A LA GUERRA CAMPESINA EN
ALEMANIA
PREFACIO A LA SEGUNDA EDICION DE 1870
La presente obra fue escrita en Londres, en el verano de 1850, bajo la impresión
directa de la contrarrevolución que acababa de consumarse; apareció en los
números 5 y 6 de la "Neue Rheinische Zeitung. Politisch-ökonomische Revue" [1]
dirigida por Carlos Marx, Hamburgo, 1850. Mis amigos políticos de Alemania me
piden su reedición, y atiendo a su deseo ya que, con gran sentimiento mío, la
obra no ha perdido aún actualidad.
La obra no pretende dar un material nuevo, fruto de mis propias investigaciones.
Por el contrario, todo el material que se refiere a las insurrecciones campesinas y
a Tomás Münzer ha sido tomado de Zimmermann [2]. A pesar de sus lagunas, el
libro de este autor constituye la mejor recopilación de datos aparecida hasta la
fecha. Además, el viejo Zimmermann trata la materia con mucha cariño. El mismo
instinto revolucionario que le obliga a lo largo de todo el libro a erigirse en
campeón de las clases oprimidas, le convierte más tarde en uno de los mejores
representantes de la extrema izquierda [3] en Francfort.
Y a pesar de que a la exposición que nos ofrece Zimmermann le falta cohesión
interna; de que no logra presentarnos las cuestiones religiosas y políticas que se
debatían en aquella época como un reflejo de la lucha de clases del momento; de
que no ve en esa lucha de clases más que opresores y oprimidos, malos y buenos,
con el triunfo final de los malos; de que su comprensión de [168] las relaciones
sociales que determinan el origen y el desenlace de la lucha es muy incompleta,
todo esto no son más que defectos propios de la época en que apareció el libro.
Por el contrario, en medio de las obras históricas idealistas alemanas de aquellos
tiempos, el libro constituye una excepción digna de elogio y está escrito de un
modo muy realista.
En mi exposición, en la que me limito a describir a grandes rasgos el curso
histórico de la lucha, trato de explicar el origen de la guerra campesina, la
posición ocupada por los diferentes partidos que intervenían en ella, las teorías
políticas y religiosas con que estos partidos procuraban explicarse ellos mismos
su posición y, por último, el propio desenlace de la lucha como una consecuencia
necesaria de las condiciones históricas de la vida social de estas clases en aquella
época. En otros términos, trato de demostrar que el régimen político de Alemania
de aquellos tiempos, las sublevaciones contra este régimen y las teorías políticas
y religiosas de la época no eran la causa, sino la consecuencia del grado de
desarrollo en que se encontraban entonces en Alemania la agricultura, la
industria, las vías de comunicación terrestres, fluviales y marítimas, el comercio y
la circulación del dinero. Esta concepción de la Historia --la única concepción
materialista-- no ha sido creada por mí, sino que pertenece a Marx y forma
asimismo la base de sus trabajos sobre la revolución francesa de 1848-1849
[*]**************, publicados en la misma revista, y de "El dieciocho Brumario de
Luis Bonaparte" [*].
El paralelo entre la revolución alemana de 1525 y la revolución de 1848-1849
saltaba demasiado a la vista para que yo pudiese renunciar por completo a él. Sin
embargo, al lado de la semejanza en el curso general de los acontecimientos,
cuando tanto en un caso como en otro el mismo ejército de un príncipe iba
aplastando una tras otra las diversas insurrecciones locales, y a pesar de la
semejanza, muchas veces cómica, que presenta la conducta observada en ambos
casos por los vecinos de la ciudad, las diferencias entre ambas revoluciones son
claras y patentes:
«¿Quién se aprovechó de la revolución de 1525? Los príncipes. ¿Quién se
aprovechó de la revolución de 1848? Los grandes soberanos, Austria y Prusia.
Detrás de los pequeños príncipes de 1525 estaban los pequeños vecinos de la
ciudad, a quienes aquéllos estaban atados por los impuestos; detrás de los
grandes soberanos de 1850, detrás de Austria y Prusia está, sometiéndolas
rápidamente [169] por medio de la deuda pública, la gran burguesía moderna. Y
detrás de la gran burguesía está el proletariado» [*]*.
Por desgracia, debo decir que con esta afirmación hice demasiado honor a la
burguesía alemana, la cual tanto en Austria como en Prusia había tenido la
ocasión de «someter rápidamente» la monarquía «a través de la deuda pública»
pero que nunca ni en ninguna parte aprovechó esta oportunidad.
A raíz de la guerra de 1866 [4], Austria cayó como un regalo en manos de la
burguesía. Pero ésta no sabe dominar, es impotente e incapaz de hacer nada. Lo
único que sabe hacer es vomitar furia contra los obreros en cuanto éstos se ponen
en movimiento. Y si sigue empuñando el timón del poder, es únicamente porque
los húngaros la necesitan.
¿Y en Prusia? Cierto es que la deuda pública ha subido vertiginosamente, que el
déficit es un fenómeno crónico, que los gastos del Estado crecen de año en año,
que la burguesía tiene la mayoría en la dieta, que sin su consentimiento no se
pueden elevar los impuestos ni contratar empréstitos, pero, ¿dónde está, a pesar
de todo, su poder sobre el Estado? Apenas hace unos cuantos meses, cuando el
Estado se hallaba otra vez en déficit, la posición de la burguesía era de lo más
ventajosa. De haber mostrado tan sólo un poco de firmeza hubiese podido lograr
grandes concesiones. Pero, ¿qué hizo? Consideró como una concesión suficiente
el que el Gobierno le permitiese poner a sus pies cerca de nueve millones, y no
por un solo año, sino como aportación anual para todos los años futuros.
No quiero fustigar a los pobres «nacional-liberales» [5] de la dieta más de lo que
se merecen. Yo sé que han sido abandonados por los que están detrás de ellos,
por la masa de la burguesía Esta masa no quiere gobernar. Los recuerdos de 1848
están demasiado frescos en su memoria.
Más adelante diremos por qué la burguesía alemana manifiesta tanta cobardía.
En otros aspectos, la afirmación que hemos hecho más arriba se ha confirmado
plenamente. Como vemos, a partir de 1850, los pequeños Estados van pasando
más y más decididamente a segundo plano, y ya no sirven más que de palancas
para las intrigas prusianas y austriacas. La lucha entre Austria y Prusia por la
hegemonía es cada vez más encarnizada, y, finalmente, en 1866, llega la solución
violenta, por la que Austria conserva sus propias provincias. Prusia sojuzga
directa o indirectamente todo el Norte, [170] mientras que los tres Estados
Suroccidentales [*] quedan por el momento de puertas afuera.
En toda esta representación pública, lo único que tiene importancia para la clase
obrera alemana es lo siguiente:
En primer lugar, que, gracias al sufragio universal, los obreros obtuvieron la
posibilidad de estar directamente representados en la Asamblea Legislativa.
En segundo lugar, que Prusia dio un buen ejemplo al tragarse otras tres coronas
[*]* por la gracia de Dios. Ni siquiera los nacional-liberales creen ahora que
después de esta operación Prusia conserva aún aquella inmaculada corona por la
gracia de Dios que se atribuía antes.
En tercer lugar, que en Alemania no existe más que un adversario serio de la
revolución: el Gobierno prusiano.
Y en cuarto lugar, que los germano-austriacos deben plantearse y decidir de una
vez para siempre qué es lo que quieren ser: alemanes o austriacos; qué es lo que
prefieren: Alemania o sus apéndices extra-alemanes transleitanos. Era evidente
desde hacía tiempo que debían renunciar a una o a los otros, pero este hecho
siempre había sido velado por la democracia pequeñoburguesa.
Por lo que respecta a las demás cuestiones importantes en litigio y relacionadas
con 1866, cuestiones discutidas desde entonces hasta la saciedad entre los
«nacional-liberales» y el «Partido Popular» [6], la historia de los años siguientes
demostró palmariamente que estos puntos de vista habían combatido entre sí con
tanta violencia únicamente por representar los dos polos opuestos de una misma
mediocridad.
El año 1866 no modificó casi nada las condiciones sociales de Alemania. Las
escasas reformas burguesas --el sistema único de pesas y medidas, la libertad de
residencia, la libertad de industria, etc.--, todas ellas limitadas a los marcos
señalados por la burocracia, no llegan aún a lo alcanzado desde hace tiempo por
la burguesía de los otros países de la Europa Occidental y dejan en pie el mal
principal: el sistema burocrático de concesiones [7]. Por lo demás, para el
proletariado la práctica policíaca al uso hizo completamente ilusorias todas esas
leyes sobre la libertad de residencia, el derecho de ciudadanía, la supresión de
los pasaportes, etc.
Mucha mayor importancia que toda esta representación pública de 1866 fue la
que tuvo el desarrollo que, a partir de 1848, adquieren en Alemania la industria,
el comercio, los ferrocarriles, el telégrafo y la navegación transoceánica. Por
mucho que estos [171] éxitos quedasen a la zaga de los logrados durante ese
mismo tiempo por Inglaterra e incluso por Francia, no tenían, sin embargo,
precedentes en la historia de Alemania, y dieron a este país en veinte años mucho
más de lo que antes le había dado un siglo entero. Ahora es cuando Alemania se
incorpora resuelta y decididamente al comercio mundial. Multiplícanse
rápidamente los capitales de los industriales y sube en consonancia la posición
social de la burguesía. El síntoma más seguro de la prosperidad industrial, la
especulación, florece esplendorosamente y encadena a condes y duques a su
carro triunfal. Ahora, el capital alemán --¡que la tierra le sea leve!-- está
construyendo ferrocarriles en Rusia y en Rumania, mientras que hace tan sólo
quince años los ferrocarriles alemanes tenían que implorar la ayuda de los
empresarios ingleses. ¿Cómo ha podido ocurrir, pues, que la burguesía no haya
conquistado también el poder político, que su conducta frente al Gobierno sea
tan posilánime?
La desgracia de la burguesía alemana consiste en que, siguiendo la costumbre
favorita alemana, llega demasiado tarde. Su florecimiento ha coincidido con el
período en que la burguesía de los otros países de la Europa Occidental se halla
políticamente en declive. En Inglaterra, la burguesía no ha podido llevar a su
verdadero representante Bright al Gobierno más que ampliando el derecho
electoral, medida que por sus consecuencias debe poner fin a toda la dominación
burguesa. En Francia, donde la burguesía como tal, como clase, no pudo dominar
más que dos años bajo la república, 1849 y 1850, sólo logró prolongar su
existencia social cediendo su dominación política a Luis Bonaparte y al ejército.
Dado el extraordinario desarrollo alcanzado por las influencias recíprocas de los
tres países más avanzados de Europa, es ya completamente imposible que la
burguesía pueda implantar cómodamente la dominación política en Alemania
cuando en Inglaterra y en Francia esa dominación ya ha caducado.
La particularidad que distingue a la burguesía de todas las demás clases
dominantes que la han precedido consiste precisamente en que en su desarrollo
existe un punto de viraje, tras el cual todo aumento de sus medios de poder, y por
tanto de sus capitales en primer término, tan sólo contribuye a hacerla cada vez
más incapaz para la dominación política. «Tras la gran burguesía está el
proletariado». En la medida en que la burguesía desarrolla su industria, su
comercio y sus medios de comunicación, en la misma medida engendra al
proletariado. Y al llegar a un determinado momento, que no es el mismo en todas
partes ni tampoco es obligatorio para una determinada fase de desarrollo, la
burguesía comienza a darse cuenta de que su inseparable acompañante, [172] el
proletariado, empieza a sobrepasarla. Desde ese momento pierde la capacidad
de ejercer la dominación política exclusiva, y busca en torno suyo aliados, con
quienes comparte su dominación, o a quienes, según las circunstancias, se la
cede por completo.
En Alemania, ese punto de viraje ya había llegado para la burguesía en 1848.
Aunque bien es cierto que en aquel entonces la burguesía alemana no se asustó
tanto del proletariado alemán como del proletariado francés. Los combates de
junio de 1848 [8] en París le enseñaron qué era lo que la esperaba. La agitación
del proletariado alemán era suficiente para demostrarle que en Alemania habían
sido arrojadas las semillas capaces de dar la misma cosecha. Y a partir de ese
momento quedó embotado el filo de la acción política de la burguesía alemana.
Esta empezó a buscar aliados y a venderse por cualquier precio; y de entonces
acá no ha avanzado un solo paso.
Todos esos aliados son reaccionarios por su naturaleza: el poder real, con su
ejército y su burocracia; la gran nobleza feudal; los junkers provincianos de
medio pelo y, finalmente, los curas. Con todos ellos pactó y concertó acuerdos la
burguesía con tal de salvar su preciado pellejo, hasta que, por último, no le
quedó ya nada con qué traficar. Y cuanto más se desarrollaba el proletariado,
cuanta más conciencia adquiría de su condición de clase y cuanto más actuaba en
calidad de tal, más cobarde se hacía la burguesía. Cuando la estrategia
asombrosamente mala de las prusianos venció en Sadowa [9] a la estrategia
asombrosamente aún peor de los austriacos, difícilmente podría decirse quién
lanzó un suspiro de alivio más grande: el burgués prusiano, que también había
sido derrotado en Sadowa, o el burgués austriaco.
Nuestros grandes burgueses obran en 1870 exactamente igual como obraron en
1525 los villanos medios. En lo que atañe a los pequeños burgueses, a los
artesanos y a los tenderos, éstos siguen siendo siempre los mismos. Esperan
poder trepar a las filas de la gran burguesía y temen ser precipitados a las del
proletariado. Fluctuando entre la esperanza y el temor, tratarán de salvar su
precioso pellejo durante la lucha, y después de la victoria se adherirán al
vencedor. Tal es su naturaleza.
El desarrollo de la actividad social y política del proletariado ha marchado a la
par con el auge industrial que siguió a 1848. El papel desempeñado hoy día por
los obreros alemanes en sus sindicatos, cooperativas, organizaciones y
asambleas políticas, en las elecciones y en el llamado Reichstag, demuestra
perfectamente por sí sola cuál ha sido la transformación experimentada de un
modo imperceptible por Alemania en estos últimos veinte años. Es un gran mérito
de los obreros alemanes el haber sido los [173] únicos que han logrado enviar
obreros y representantes de los obreros al parlamento, cosa que ni los franceses
ni los ingleses han logrado hasta ahora.
Pero tampoco el proletariado ha salido aún de ese estado que permite establecer
un paralelo con 1525. La clase que depende exclusivamente del salario toda su
vida se halla aún lejos de constituir la mayoría del pueblo alemán. Por eso,
también tiene que buscarse aliados. Y sólo los puede buscar entre los pequeños
burgueses, el lumpemproletariado de las ciudades, los pequeños campesinos y
los obreros agrícolas.
Ya hemos hablado de los pequeños burgueses. Son muy poco de fiar, excepto
cuando ya ha sido lograda la victoria. Entonces arman un alboroto infernal en las
tabernas. A pesar de esto, entre ellos se encuentran excelentes elementos que se
unen espontáneamente a los obreros.
El lumpemproletariado, esa escoria integrada por los elementos desmoralizados
de todas las capas sociales y concentrada principalmente en las grandes
ciudades, es el peor de los aliados posibles. Ese desecho es absolutamente venal
y de lo más molesto. Cuando los obreros franceses escribían en los muros de las
casas durante cada una de las revoluciones: «Mort aux voleurs!» ¡Muerte a los
ladrones!, y en efecto fusilaban a más de uno, no lo hacían en un arrebato de
entusiasmo por la propiedad, sino plenamente conscientes de que ante todo era
preciso desembarazarse de esta banda. Todo líder obrero que utiliza a elementos
del lumpemproletariado para su guardia personal y que se apoya en ellos,
demuestra con este solo hecho que es un traidor al movimiento.
Los pequeños campesinos --pues los grandes pertenecen a la burguesía-- son de
composición heterogénea.
O bien son campesinos feudales, obligados todavía a realizar determinadas
prestaciones para sus señores. Después que la burguesía dejó pasar la
oportunidad de liberarles de la servidumbre, como era su deber, no costará
trabajo convencerles de que sólo pueden esperar la liberación de manos de la
clase obrera.
O bien son arrendatarios. En este caso tenemos por lo común las mismas
relaciones que en Irlanda. El arriendo es tan elevado que, cuando la cosecha es
mediana, el campesino y su familia apenas pueden mantenerse, y cuando la
cosecha es mala casi se mueren de hambre, no pueden pagar el arriendo y
quedan, por consiguiente, completamente a merced del terrateniente. Para esta
gente, la burguesía sólo hace algo cuando se la obliga a ello. ¿De quién, si no es
de los obreros, pueden esperar la salvación?
Quedan los campesinos que cultivan su propio pedazo de tierra. En la mayoría de
los casos están tan cargados de hipotecas que dependen del usurero tanto como
el arrendatario del terrateniente. [174] Tampoco a ellos les queda más que un
mísero salario, muy inestable por lo demás, ya que depende de los altibajos de la
cosecha. Menos que nadie pueden esperar algo de la burguesía, pues son
explotados precisamente por los burgueses, por los capitalistas usureros. A pesar
de ello, las más de las veces están muy apegados a su propiedad, aunque, en
realidad, ésta no les pertenece a ellos, sino al usurero. Sin embargo, es preciso
convencerles de que sólo podrán liberarse del prestamista cuando un Gobierno
dependiente del pueblo convierta todas las deudas hipotecarias en una deuda
única al Estado y rebaje así el tipo del interés. Y esto sólo puede lograrlo la clase
obrera.
En todas partes donde predomina la propiedad agraria mediana y grande, la
clase más numerosa del campo está integrada por los obreros agrícolas. Tal es el
caso en todo el Norte y en el Este de Alemania, y en este grupo es donde los
obreros industriales de la ciudad encuentran su aliado más natural y más
numeroso. El terrateniente o gran arrendador se opone al obrero agrícola de la
misma manera que el capitalista se opone al obrero industrial. Las mismas
medidas que ayudan a uno deben ayudar al otro. Los obreros industriales sólo
pueden liberarse transformando los capitales de la burguesía, es decir, las
materias primas, las máquinas, los instrumentos y los medios de vida necesarios
para la producción en propiedad social, o sea, en propiedad suya y utilizada por
ellos en común. De la misma manera, los obreros agrícolas sólo pueden liberarse
de su espantosa miseria si, en primer término, la tierra --su principal objeto de
trabajo-- es arrancada a la propiedad privada de los grandes campesinos y de los
aún más grandes señores feudales y convertida en propiedad social, cultivada
colectivamente por cooperativas de obreros agrícolas. Y aquí nos llegamos a la
célebre resolución del Congreso de la Internacional, celebrado en Basilea, que
dice que en interés de la sociedad es preciso convertir la propiedad de la tierra
en propiedad colectiva, en propiedad nacional [10]. Esta resolución se refiere
principalmente a los países donde existe la gran propiedad de la tierra, con
grandes explotaciones agrícolas en manos de un solo amo y atendidas por
numerosos obreros asalariados. Y como en términos generales esta situación
sigue predominando en Alemania, dicha resolución era particularmente oportuna
para Alemania a la vez que para Inglaterra. El proletariado agrícola, los jornaleros
del campo constituyen la clase que proporciona más reclutas para los ejércitos de
los monarcas. Es la clase que, gracias al sufragio universal, envía hoy día al
parlamento a la mayoría de los feudales y de los junkers. Pero, al mismo tiempo,
es la clase que está más cerca de los obreros industriales de la ciudad, la que
comparte con ellos las mismas condiciones de existencia, la que [175] se
encuentra en una situación de miseria aún mayor que la de ellos. Esta clase es
impotente, pues está fraccionada y dispersa, pero el Gobierno y la nobleza
conocen tan bien su fuerza latente, que con toda intención dejan desmoronarse
las escuelas para mantenerla en la ignorancia. La tarea inmediata más urgente de
los obreros alemanes es despertar a esta clase e incorporarla al movimiento. El
día en que la masa de obreros agrícolas aprenda a tener conciencia de sus
propios intereses, ese día será imposible en Alemania un gobierno reaccionario,
ya sea feudal, borocrático o burgués.
Escrito por Engels cerca del 11 de febrero de 1870. Se publica de acuerdo con la
segunda edición.
Publicado en la segunda edición de la obra de F. Engels La guerra campesina en
Alemania, editada en octubre de 1870, en Leipzig. Traducido del alemán.
ADICION AL PREFACIO A LA EDICION DE 1870 PARA LA TERCERA
EDICION DE 1875
Las líneas que anteceden fueron escritas hace más de cuatro años, pero siguen
conservando hoy día toda su significación. Lo que era cierto después de Sadowa
[11] y de la división de Alemania, se ha confirmado después de Sedán [12] y de la
fundación del Sacro Imperio germánico de la nación prusiana [13]. ¡Tan pequeños
son los cambios que pueden introducir en el curso del movimiento histórico esas
representaciones públicas de la llamada alta política que «conmueven al mundo»!
Lo que pueden hacer en cambio es acelerar el curso de ese movimiento. A este
respecto, los causantes de esos acontecimientos que «conmueven al mundo» han
logrado, a pesar suyo, unos éxitos que seguramente les resultan muy
indeseables, pero que, quiéranlo o no, tienen que aceptar.
La guerra de 1866 ya había sacudido los cimientos de la vieja Prusia. Después de
1848 costó mucho trabajo reducir de nuevo a la vieja disciplina a los elementos
rebeldes industriales --tanto burgueses como proletarios-- de las provincias
occidentales; sin embargo, se logró, y los intereses de los junkers de las
provincias orientales volvieron a ser los dominantes en el Estado a la par con los
intereses del ejército. En 1866 casi toda la Alemania Noroccidental era prusiana.
Sin hablar ya del irreparable daño moral que la corona prusiana por la gracia de
Dios había experimentado al tragarse otras tres coronas por la gracia de Dios [*],
el [176] centro de gravedad de la monarquía se había desplazado sensiblemente
hacia el Occidente. Los cinco millones de renanos y de westfalianos recibieron en
un principio el refuerzo de cuatro millones de alemanes anexionados
directamente y, después, el de seis millones de alemanes indirectamente
anexionados a través de la Confederación de la Alemania del Norte [14]. Y en
1870 se les añadieron, además, ocho millones de alemanes del Suroeste [15], de
modo que en el «nuevo Imperio», a los catorce millones y medio de viejos
prusianos (de las seis provincias del Este del Elba y entre los que figuran,
además, dos millones de polacos) se oponen unos veinticinco millones que ya
hace tiempo han dejado atrás al feudalismo viejo-prusiano de los junkers. Así
pues, fueron precisamente las victorias del ejército prusiano las que desplazaron
radicalmente todos los cimientos del edificio estatal prusiano; la dominación de
los junkers se hizo cada vez más insoportable hasta para el propio Gobierno.
Pero, al mismo tiempo, el vertiginoso desarrollo de la industria relegó a segundo
plano la lucha entre los junkers y la burguesía, destacando la lucha entre la
burguesía y los obreros, de suerte que las bases sociales del viejo Estado
sufrieron también desde dentro una transformación radical. La premisa
fundamental de la monarquía, que se iba descomponiendo lentamente desde
1840, era la lucha entre la nobleza y la burguesía, lucha en la que la monarquía
mantenía el equilibrio. Pero desde el momento en que ya no se trataba de
defender a la nobleza del empuje de la burguesía, sino de defender a todas las
clases poseedoras frente al empuje de la clase obrera, la vieja monarquía
absoluta hubo de transformarse por completo en monarquía bonapartista, la forma
de Estado especialmente elaborada para ese fin. En otro logar ("Contribución al
problema de la vivienda", 2ª parte, pág. 26 y siguientes [*]*) examiné ya este
paso de Prusia al bonapartismo, aunque allí pude dejar sin destacar un punto que
aquí es muy esencial, a saber, que este paso fue el avance más grande hecho por
Prusia desde 1848, hasta tal punto había quedado a la zaga del desarrollo
moderno. Prusia seguía siendo un Estado semifeudal, mientras que el
bonapartismo es en todo caso una forma moderna de Estado que presupone la
eliminación del feudalismo. Prusia debe, pues, decidirse a terminar con sus
numerosos vestigios del feudalismo y a sacrificar a sus junkers como tales. Todo
esto se va haciendo, naturalmente, de la manera más suave y al compás de la
meladía favorita: Immer langsam voran [*]**. Así ha ocurrido, por ejemplo, con la
célebre ordenanza sobre los distritos, que suprime los privilegios de cada junker
[177] en sus tierras, pero únicamente para restablecerlos en forma de privilegios
del conjunto de los grandes terratenientes en el territorio de todo el distrito. La
esencia de la cuestión sigue siendo la misma; lo único que se hace es traducirla
del dialecto feudal al dialecto burgués. El junker viejo prusiano es convertido a la
fuerza en algo parecido al squire inglés, y no tiene por qué ofrecer mucha
resistencia, pues ambos son igualmente estúpidos.
De este modo, a Prusia le ha correspondido el peculiar destino de culminar a
fines de este siglo, y en la forma agradable del bonapartismo, su revolución
burguesa que se inició en 1808-1813 y que dio un paso de avance en 1848. Y si
todo marcha bien, si el mundo permanece quieto y tranquilo y nosotros llegamos
a viejos, tal vez en 1900 veamos que el Gobierno prusiano ha acabado realmente
con todas las instituciones feudales y que Prusia ha alcanzado por fin la situación
en que se encontraba Francia en 1792.
La abolición del feudalismo, expresada de un modo positivo, significa el
establecimiento del régimen burgués. A medida que desaparecen los privilegios
de la nobleza, la legislación se va haciendo más burguesa. Y aquí llegamos a la
médula de las relaciones entre la burguesía y el Gobierno. Ya hemos visto que el
Gobierno tiene forzosamente que introducir estas reformas lentas y mezquinas.
Pero cada una de estas míseras concesiones la presenta a los ojos de la burguesía
como un sacrificio que hace por ella, como una concesión arrancada a la corona
con gran esfuerzo, y a cambio de la cual los burgueses deben hacer a su vez
concesiones al Gobierno. Y los burgueses aceptan el engaño, aunque saben
perfectamente de qué se trata. Este es el origen del acuerdo tácito que preside en
Berlín todos los debates del Reichstag y de la Cámara de Prusia: por una parte, el
Gobierno, a paso de tortuga, reforma las leyes en interés de la burguesía, elimina
las trabas feudales y los obstáculos creados por el particularismo de los
pequeños Estados, que impiden el desarrollo de la industria; introduce la unidad
de moneda, de pesas y medidas; establece la libertad de industria, etc.; implanta
la libertad de residencia, poniendo así a disposición del capital y en forma
ilimitada la mano de obra de Alemania; fomenta el comercio y la especulación;
por otra parte, la burguesía cede al Gobierno todo el poder político efectivo,
aprueba los impuestos, los empréstitos y la recluta de soldados y ayuda a
formular todas las nuevas leyes de reforma de modo que el viejo poder policíaco
sobre los elementos indeseables conserve toda su fuerza. La burguesía compra su
paulatina emancipación social al precio de su renuncia inmediata a un poder
político propio. El principal motivo que hace aceptable para la burguesía
semejante acuerdo no es, naturalmente, su miedo al Gobierno, sino su miedo al
proletariado.
[178]
Por lamentable que sea el papel desempeñado por nuestra burguesía en el
campo político, no se puede negar que en la industria y en el comercio ya ha
empezado a cumplir con su deber. El ascenso de la industria y del comercio,
señalado ya en el prefacio a la segunda edición [*], se ha desarrollado desde
entonces con nuevos bríos. Lo ocurrido en este aspecto en la región industrial
renano-westfaliana a partir de 1869 constituye algo realmente insólito para
Alemania, y nos recuerda el florecimiento de los distritos fabriles ingleses a
principios de siglo. Lo mismo ocurrirá en Sajonia y en la Alta Silesia, en Berlín, en
Hannover y en las ciudades marítimas. Por fin tenemos un comercio mundial, una
verdadera gran industria y una auténtica burguesía moderna; al mismo tiempo,
también hemos sufrido una verdadera crisis y hemos obtenido un verdadero y
poderoso proletariado.
Para los futuros historiadores, el tronar de los cañones en Spickeren, Mars-la-Tour
[16] y Sedán y todo lo relacionado con esto tendrá mucha menos importancia para
la historia de Alemania de los años 1869-1874 que el desarrollo sin ostentación,
reposado, pero siempre progresivo del proletariado alemán. En 1870, los obreros
alemanes ya tuvieron que pasar por una dura prueba: la provocación bélica
bonapartista y su consecuencia lógica, el entusiasmo nacional general en
Alemania. Los obreros socialistas alemanes no se dejaron despistar ni un solo
momento. No manifestaron ni un ápice de chovinismo nacionalista. Conservaron
su sangre fría en medio del más furioso delirio provocado por las victorias, y
exigieron que se concertase con la «República Francesa una paz justa y sin
anexiones»; ni siquiera el estado de sitio pudo reducirles al silencio. Ni el
entusiasmo por la gloria militar ni las chácharas sobre la «magnificencia del
Imperio alemán» hallaron eco entre ellos; su único objetivo era la emancipación
de todo el proletariado europeo. Se puede afirmar con todo fundamento que en
ningún país los obreros han sufrido una prueba tan difícil y han salido de ella tan
airosos.
Al estado de sitio del período bélico siguieron los procesos por delitos de alta
traición, de lesa majestad y de ofensas a los funcionarios y las persecuciones
policíacas cada vez mayores de los tiempos de paz. Por lo menos tres o cuatro
miembros de la redacción del "Volksstaat" [17] se hallaban habitualmente al
mismo tiempo en la cárcel; lo mismo les ocurría a los demás periódicos.
Cualquier orador del partido, que fuese algo conocido, debía comparecer ante
los tribunales por lo menos una vez al año, y casi siempre era condenado. Llovían
los destierros, las confiscaciones y las disoluciones de asambleas. Pero todo era
en vano. Cada persona [179] detenida o desterrada era sustituida
inmediatamente por otra; por cada asamblea disuelta se convocaban otras dos; la
firmeza y el estricto cumplimiento de las leyes iban agotando la arbitrariedad
policíaca. Todas las persecuciones producían un efecto contrario: lejos de romper
o siquiera doblar al partido obrero, no hicieron más que proporcionarle nuevos
afiliados y fortalecer su organización. En su lucha, lo mismo contra las
autoridades que contra burgueses aislados, los obreros dieron pruebas en todas
partes de su superioridad intelectual y moral, y demostraron, sobre todo en sus
choques con los llamados «patronos», que ellos, los obreros, eran ahora unas
personas cultas, y los capitalistas, unos ignorantes. Al propio tiempo, en la
mayoría de los casos luchan con un profundo sentido del humor, prueba de que
tienen confianza en su causa y conciencia de su superioridad. La lucha así llevada,
sobre un terreno preparado por la historia, debe producir grandes resultados. El
éxito logrado en las elecciones de enero constituye un caso sin precedentes en la
historia del movimiento obrero moderno [18], y se comprende perfectamente el
asombro que ha provocado en toda Europa.
Los obreros alemanes tienen dos ventajas esenciales sobre los obreros del resto
de Europa. La primera es la que pertenecen al pueblo más teórico de Europa y
que han conservado en sí ese sentido teórico, casi completamente perdido por
las clases llamadas «cultas» de Alemania. Sin la filosofía alemana que le ha
precedido, sobre todo sin la filosofía de Hegel, jamás se habría creado el
socialismo científico alemán, el único socialismo científico que ha existido. De
haber carecido los obreros de sentido teórico, este socialismo científico nunca
hubiera sido, en la medida que lo es hoy, carne de su carne y sangre de su
sangre. Y lo inmenso de esta ventaja lo demuestra, por una parte, la indiferencia
por toda teoría, que es una de las causas principales de que el movimiento obrero
inglés avance tan lentamente, a pesar de la excelente organización de algunos
oficios, y, por otra, lo demuestran el desconcierto y la confusión sembrados por el
proudhonismo, en su forma primitiva, entre los franceses y los belgas, y, en la
forma caricaturesca que le ha dado Bakunin, entre los españoles y los italianos.
La segunda ventaja consiste en que los alemanes han sido casi los últimos en
incorporarse al movimiento obrero. Así como el socialismo teórico alemán jamás
olvidará que se sostiene sobre los hombros de Saint-Simon, Fourier y Owen --tres
pensadores que, a pesar del carácter fantástico y de todo el utopismo de sus
doctrinas, pertenecen a las mentes más grandes de todos los tiempos,
habiéndose anticipado genialmente a una infinidad de verdades, cuya exactitud
estamos demostrando ahora de un modo [180] científico--, así también el
movimiento obrero práctico alemán nunca debe olvidar que se ha desarrollado
sobre los hombros del movimiento inglés y francés, que ha tenido la posibilidad
de sacar simplemente partida de su experiencia costosa, de evitar en el presente
los errores que entonces no había sido posible evitar en la mayoría de los casos.
¿Dónde estaríamos ahora sin el precedente de las tradeuniones inglesas y de la
lucha política de los obreros franceses, sin ese impulso colosal que ha dado
particularmente la Comuna de París?
Hay que hacer justicia a los obreros alemanes por haber aprovechado con rara
inteligencia las ventajas de su situación. Por primera vez desde que existe el
movimiento obrero, la lucha se desarrolla en forma metódica en sus tres
direcciones concertadas y relacionadas entre sí: teórica, política y económicopráctica (resistencia a los capitalistas). En este ataque concéntrico, por decirlo
así, reside precisamente la fuerza y la invencibilidad del movimiento alemán.
Esta situación ventajosa, por una parte, y, por otra, las peculiaridades insulares
del movimiento inglés y la represión violenta del francés hacen que los obreros
alemanes se encuentren ahora a la cabeza de la lucha proletaria. No es posible
pronosticar cuánto tiempo les permitirán los acontecimientos ocupar este puesto
de honor. Pero, mientras lo sigan ocupando, es de esperar que cumplirán como
es debido las obligaciones que les impone. Para esto, tendrán que redoblar sus
esfuerzos en todos los aspectos de la lucha y de la agitación. Sobre todo los jefes
deberán instruirse cada vez más en todas las cuestiones teóricas,
desembarazarse cada vez más de la influencia de la fraseología tradicional,
propia de la vieja concepción del mundo, y tener siempre presente que el
socialismo, desde que se ha hecho ciencia, exige que se le trate como tal, es
decir, que se le estudie. La conciencia así lograda y cada vez más lúcida, debe
ser difundida entre las masas obreras con celo cada vez mayor, y se debe
cimentar cada vez más fuertemente la organización del partido, así como la de los
sindicatos. Aunque los votos reunidos en enero por los socialistas representen ya
un ejército hastante considerable, aún se hallan lejos de constituir la mayoría de
la clase obrera alemana; y por muy alentadores que sean los éxitos logrados por
la propaganda entre la población rural, aquí precisamente es donde aún queda
infinitamente mucho por hacer. No hay, pues, que cejar en la lucha; es preciso ir
arrebatando al enemigo ciudad tras ciudad y distrito electoral tras distrito
electoral. Pero, es preciso ante todo mantener el verdadero espíritu
internacional, que no admite ningún chovinismo patriótico y que acoge con
alegría todo progreso del movimiento proletario, cualquiera que sea la nación
donde se produzca. [181] Si los obreros alemanes siguen avanzando de este
modo, no es que marcharán al frente del movimiento --y no le conviene al
movimiento que los obreros de una nación cualquiera marchen al frente del
mismo--, sino que ocuparán un puesto de honor en la línea de combate; y estarán
bien pertrechados para ello si, de pronto, duras pruebas o grandes
acontecimientos reclaman de ellos mayor valor, mayor decisión y energía.
Federico Engels
-
Londres, 1 de tulio de 1874
Publicado en el libro: Se publica de acuerdo con el texto Friedrich Engels. "Der
Deutsche del libro. Bauernkrieg", Leipzig, 1875. Traducido del alemán.
NOTAS
[1] 97. "Neue Rheinische Zeitung. Politisch-ökonomische Revue" («Nueva Gaceta del Rin. Revista
de política y economía»), órgano teórico de la Liga de los Comunistas, fundado por Marx y Engels.
Se publicó en diciembre de 1849 a noviembre de 1850. Vieron la luz seis números de la revista.167
[2] 98. El libro de Zimmermann "Allgemeine Geschichte des grosen Bauernkrieges" («Historia
general de la gran guerra campesina») se publicó en Stuttgart en 1841-1843, en tres partes.- 167
[3] 99. Trátase del ala izquierda extrema de la Asamblea Nacional de Alemania que se reunía en
Francfort del Meno durante la revolución de 1848-1849; representaba preferentemente los
intereses de la pequeña burguesía, pero contaba con el apoyo de una parte de los obreros
alemanes. La misión principal de la Asamblea era acabar con el fraccionamiento político del país
y elaborar una constitución para toda Alemania. Pero, en virtud de la pusilanimidad y las
vacilaciones de la mayoría liberal, la Asamblea no se atrevió a tomar en sus manos el poder
supremo del país y no supo adoptar una actitud resuelta en los problemas fundamentales de la
revolución alemana. El 30 de mayo de 1849, la Asamblea tuvo que trasladar su sede a Stuttgart. El
18 de junio de 1849 fue disuelta por las tropas.- 167
[**********]***** C. Marx. "Las luchas de clases en Francia" (véase la presente edición, t. I, págs.
209-306). (N. de la Edit.)
[*] Véase la presente edición, t. 1, págs. 408-498. (N. de la Edit.)
[**] F. Engels. "La guerra campesina en Alemania". (N. de la Edit.)
[4] 100. Después de la derrota en la guerra austro-prusiana de 1866, al recrudecer la crisis del
multinacional Estado de Austria, las clases gobernantes del país pactaron con los terratenientes
de Hungría y firmaron en 1867 un acuerdo de formación de la doble monarquía de AustriaHungría.- 169
[5] 101. Los nacional-liberales constituían el partido de la burguesía alemana fundado en el otoño
de 1866. Se planteaban como objetivo fundamental agrupar los Estados alemanes bajo la
supremacía de Prusia; su política reflejaba la capitulación de la burguesía liberal alemana ante
Bismarck.- 169
[*] Baviera, Baden, Würtemberg. (N. de la Edit.)
[**] Hannover, Hessen-Kassel, Nassau. (N. de la Edit.)
[6] 102. El Partido Popular Alemán surgió en 1865 y constaba de elementos democráticos de la
pequeña burguesía y, en parte, de la burguesía, principalmente de los Estados del Sur de
Alemania. El partido se oponía al establecimiento de la hegemonía de Prusia en Alemania y
defendía el plan de la llamada «Gran Alemania», en la que debían entrar tanto Prusia como
Austria. Al preconizar la idea del Estado alemán federal, el partido estaba en contra de la
unificación de Alemania como república democrática centralizada.- 170
[7] 103. A mediados de los años 60 del siglo XIX, en Prusia, se estableció, para varias ramas de la
industria, un sistema de permisos especiales (concesiones), sin los cuales nadie podía dedicarse a
actividades industriales. Esta legislación industrial semimedieval suponía una traba para el
desarrollo del capitalismo.- 170
[8] 19. La insurrección de Junio, heroica insurrección de los obreros de París el 23-26 de junio de
1848, reprimida con inaudita crueldad por la burguesía francesa, fue la primera gran guerra civil
entre el proletariado y la burguesía.- 25, 172, 190, 212, 219, 331
[9] 104. La batalla de Sadowa tuvo lugar el 3 de julio de 1866 en Bohemia y decidió el desenlace de
la guerra austro-prusiana de 1866, en favor de Prusia.- 172, 175, 203
[10] 105. Trátase del Congreso de la Internacional celebrado en Basilea del 6 al 11 de septiembre
de 1869. El 10 de septiembre se adoptó en él la siguiente resolución sobre la propiedad de la
tierra, propuesta por los partidarios de Marx:
«1) La sociedad tiene el derecho a suprimir la propiedad privada sobre la tierra y convertir ésta
en propiedad social.
2) Es preciso suprimir la propiedad privada sobre la tierra y convertir ésta en propiedad social».
En el Congreso fueron igualmente adoptados acuerdos de unificación de los sindicatos a escala
nacional e internacional, así como varios acuerdos para reforzar la Internacional en materia de
organización y para ampliar los poderes del Consejo General.- 174, 264
[11] 104. La batalla de Sadowa tuvo lugar el 3 de julio de 1866 en Bohemia y decidió el desenlace
de la guerra austro-prusiana de 1866, en favor de Prusia.- 172, 175, 203
[12] 106. El 2 de setiembre de 1870, el ejército francés fue derrotado en Sedán, quedando
prisioneras las tropas, con el mismo emperador. Del 5 de setiembre de 1870 al 19 de marzo de
1871, Napoleón III y el mando se hallaban en Wilhelmshöle (cerca de Kassel), castillo de los reyes
de Prusia. La catástrofe de Sedán precipitó la caída del Segundo Imperio y desembocó el 4 de
setiembre de 1870 en la proclamación de la república en Francia. Se formó un Gobierno nuevo, el
llamado «Gobierno de la Defensa Nacional».- 175, 192, 206, 216, 273
[13] 107. Al hablar del «Sacro Imperio alemán de la nación prusiana», Engels parafrasea el
nombre del medieval Sacro Imperio Romano germánico (véase la nota 136), subrayando que la
unificación de Alemania se produjo bajo la supremacía de Prusia, acompañada de la prusificación
de las tierras alemanas.- 175
[*] Hannover, Hessen-Kassel, Nassau. (N. de la Edit.)
[14] 108. La Confederación de Alemania del Norte, encabezada por Prusia, comprendía 19 Estados
y 3 ciudades libres de Alemania del Norte y Central. Fue constituida en 1867 a propuesta de
Bismarck. La formación de la Confederación significó una de las etapas decisivas de la
reunificación de Alemania bajo la hegemonía de Prusia. En enero de 1871, la Confederación dejó
de existir debido a la constitución del Imperio alemán.- 176, 210
[15] 109. Se alude a la inclusión de Bavaria, Baden, Würtemberg y Hesse-Darmstadt, en 1870, en la
Confederación de la Alemania del Norte.- 176
[**] Véase el presente tomo, págs. 369-370 (N. de la Edit.)
[***] Siempre adelante, sin apresurarse. (N. de la Edit.)
[*] Véase el presente tomo, págs. 167-175. (N. de la Edit.)
[16] 110. El 6 de agosto de 1870, las tropas prusianas derrotaron, en la batalla de Spickeren
(Lorena), a las unidades francesas. En las publicaciones históricas, esta batalla se llama también
batalla de Forbach.
En la batalla de Mars-la-Tour (llamada también batalla de Vionville), las tropas alemanas
consiguieron el 16 de agosto de 1870 detener el Ejército francés del Rin, que se retiraba de la
ciudad de Metz, y cortarle así el camino de repliegue.- 178
[17] 54. "Der Volksstaat" («El Estado del pueblo»), órgano central del Partido Socialdemócrata
Obrero de Alemania (los eisenachianos), se publicó en Leipzig del 2 de octubre de 1869 al 29 de
setiembre de 1876. La dirección general corría a cargo de G. Liebknecht, y el director de la
editorial era A. Bebel. Marx y Engels colaboraban en el periódico, prestándole constante ayuda
en la redacción del mismo. Hasta 1869, el periódico salía bajo el título "Demokratisches
Wochenblatt" (véase la nota 94).
Trátase del artículo de J. Dietzgen "Carlos Marx. «El Capital. Crítica de la Economía política»",
Hamburgo, 1867, publicado en "Demokratisches Wochenblatt", núms. 31, 34, 35 y 36 del año
1868.- 96, 178, 314, 324, 452, 455
[18] 111. En las elecciones del 10 de enero de 1874 al Reichstag, los socialdemócratas alemanes
consiguieron que se eligiera a 9 diputados suyos, entre los cuales figuraban Bebel y Liebknecht,
que a la sazón se hallaban en la cárcel.- 179
184]
C. MARX
EXTRACTO DE UNA COMUNICACION
[1]
CONFIDENCIAL
4. El problema de que el Consejo General se separe del Consejo Federal para
Inglaterra.
Mucho tiempo antes de la fundación de "L'Égalité" [2], esta propuesta fue
planteada varias veces en el propio Consejo General por uno o dos miembros
ingleses de éste. Pero fue rechazada siempre casi por unanimidad.
La iniciativa revolucionaria partirá, sin duda, de Francia, pero sólo Inglaterra
podrá servir de palanca para una revolución económica seria. Es el único país en
el que no hay ya campesinos y la propiedad sobre la tierra se concentra en manos
de unos cuantos propietarios. Es el único país en el que la forma capitalista, es
decir, la agrupación del trabajo en vasta escala bajo el poder de patronos
capitalistas se ha extendido casi a toda la producción. Es el único país en el que la
gran mayoría de la población consta de trabajadores asalariados (wages labourers).
Es el único país en el que la lucha de clases y la organización de la clase obrera
en las tradeuniones han alcanzado cierto grado de madurez y universalidad.
Merced a su dominación en el mercado mundial, Inglaterra es el único país en el
que cualquier viraje radical en las relaciones económicas tiene que repercutir
inmediatamente en todo el mundo. Si bien Inglaterra es el país clásico del sistema
de los grandes propietarios de tierra y del capitalismo, han madurado en ella más
que en otros países las condiciones materiales para la supresión de tal sistema. El
Consejo General se ve colocado ahora en una [185] situación afortunada merced
a que esta gran palanca de la revolución proletaria se halla directamente en sus
manos. ¡Qué locura, incluso podría decirse crimen, sería dejar esa palanca en las
manos sólo de los ingleses!
Los ingleses poseen todas las premisas materiales necesarias para la revolución
social. Lo que les falta es espíritu de generalización y fervor revolucionario. Sólo el
Consejo General está en condiciones de remediarlo y acelerar de este modo el
movimiento auténticamente revolucionario en este país y, por consiguiente, en
todas partes. Los grandes éxitos que hemos logrado ya en este dominio los
atestiguan los órganos más inteligentes e influyentes de las clases dominantes,
como, por ejemplo, "Pall Mall Gazette", "Saturday Review", "Spectator" y
"Fortnightly Review" [3], sin hablar ya de los llamados miembros radicales de la
Cámara de los Comunes y de la Cámara de los Lores, que hace poco todavía
ejercían una gran influencia en los líderes de los obreros ingleses. Nos acusan
abiertamente de que hemos emponzoñado y casi erradicado el espíritu inglés de
la clase obrera y la hemos impulsado al socialismo revolucionario.
El único medio de lograr ese cambio consiste en actuar como Consejo General de
la Asociación Internacional. En tanto que Consejo General podemos sugerirles
medidas (como, por ejemplo, la fundación de la "Liga de la tierra y del trabajo"
[4]) que, en lo sucesivo, al ser puestas en práctica, se presentarán ante el público
como movimientos espontáneos de la clase obrera inglesa.
Si, además del Consejo General, se instituyese un Consejo Federal, ¿cuáles serían
los resultados inmediatos? Ocupando un lugar intermedio entre el Consejo
General de la Internacional y el Consejo General de las tradeuniones, el Consejo
Federal no gozaría de la menor autoridad. Por otra parte, el Consejo General de la
Internacional dejaría escapar de sus manos esa poderosa palanca. Si prefiriéramos
la charlatanería al trabajo serio y discreto, cometeríamos, posiblemente, un error
como esta respuesta pública a la pregunta de "L'Egalité": ¿por qué el Consejo
General tolera «tan abrumadora acumulación de funciones»?
No se puede considerar a Inglaterra como un país común y corriente. Hay que
tratarla como la metrópoli del capital.
5. El problema de la resolución del Consejo General sobre la amnistía irlandesa.
Si bien Inglaterra es el baluarte de los grandes propietarios de tierra y del
capitalismo europeo, el único punto en el que se le puede asestar un duro golpe a
la Inglaterra oficial es Irlanda.
En primer lugar, Irlanda es el baluarte de los grandes propietarios de tierra
ingleses. Si se desmorona en Irlanda tendrá que desmoronarse también en
Inglaterra. En Irlanda esto es cien [186] veces más fácil, dado que la lucha
económica se concentra allí en la propiedad territorial, dado que allí esta lucha es,
a la vez, una lucha nacional y dado que el pueblo de Irlanda es más revolucionario
y está más exasperado que el de Inglaterra. El sistema de la gran posesión de
tierras se mantiene en Irlanda sólo con la ayuda del ejército inglés. Tan pronto
como termine la unión coercitiva [5] de estos dos países, estallará en Irlanda una
revolución social, aunque bajo formas anticuadas. El sistema inglés de gran
posesión de tierras, además de perder una fuente importante de sus riquezas, se
verá privado también de la fuente más importante de su fuerza moral como
representante de la dominación de Inglaterra sobre Irlanda. Por otra parte, al dejar
intacto el poderío de sus grandes propietarios de tierra en Irlanda, el
proletariado inglés los hace invulnerables en la propia Inglaterra.
En segundo lugar, la burguesía inglesa, además de explotar la miseria irlandesa
para empeorar la situación de la clase obrera de Inglaterra mediante la
inmigración forzosa de irlandeses pobres, dividió al proletariado en dos campos
enemigos. El ardor revolucionario del obrero celta no se une armoniosamente a
la naturaleza positiva, pero lenta, del obrero anglosajón. Al contrario, en todos los
grandes centros industriales de Inglaterra existe un profundo antagonismo entre el
proletario inglés y el irlandés. El obrero medio inglés odia al irlandés, al que
considera como un rival que hace que bajen los salarios y el standard of life [*].
Siente una antipatía nacional y religiosa hacia él. Lo mira casi como los poor
whites [*]* de los Estados meridionales de Norteamérica miraban a los esclavos
negros. La burguesía fomenta y conserva artificialmente este antagonismo entre
los proletarios dentro de Inglaterra misma. Sabe que en esta escisión del
proletariado reside el auténtico secreto del mantenimiento de su poderío.
Este antagonismo se reproduce también al otro lado del Atlántico. Desalojados de
su tierra natal por los bueyes y las ovejas, los irlandeses vuelven a encontrarse en
los Estados Unidos, en los que constituyen una parte considerable y creciente de
la población. Su única idea, su única pasión es el odio hacia Inglaterra. Los
gobiernos inglés y norteamericano, es decir, las clases que representan,
alimentan estas pasiones con el fin de eternizar la lucha entre las naciones, que
impide toda alianza seria y sincera entre los obreros de ambos lados del Atlántico
y, por consiguiente, impide su emancipación común.
Irlanda es el único pretexto del que se vale el Gobierno inglés [187] para
mantener un gran ejército permanente, al que, en caso de necesidad, como ha
ocurrido ya, se lanza contra los obreros ingleses, después de que este ejército
haya adquirido experiencia militar en Irlanda. Finalmente, en Inglaterra se repite
ahora lo que se pudo observar en proporciones monstruosas en la Roma Antigua.
Un pueblo que oprime a otro pueblo forja sus propias cadenas.
Por tanto, la actitud de la Asociación Internacional en el problema de Irlanda es
absolutamente clara. Su primer objetivo es acelerar la revolución social en
Inglaterra. Con tal fin es preciso asestar el golpe decisivo en Irlanda.
La resolución del Consejo General sobre la amnistía irlandesa no debe servir más
que de introducción a otras resoluciones, en las que se dirá que, sin hablar ya de
justicia internacional, la condición preliminar de la emancipación de la clase
obrera inglesa es la transformación de la actual unión coercitiva, es decir, del
avasallamiento de Irlanda, en alianza igual y libre, si es posible, o en una
separación completa, si hace falta.
Escrito por C. Marx cerca del 28 de marzo de 1870. Se publica de acuerdo con el
manuscrito.
Publicado por vez primera Traducido del alemán. en "Die Neue Zeit", Bd. 2 núm.
15, 1902.
NOTAS
[1]
113. La Comunicación confidencial fue escrita por Marx alrededor del 28 de marzo de 1870, al
agravarse la lucha de los bakuninistas dentro de la Internacional contra el Consejo General, Marx
y sus partidarios. Ya el 1º de enero de 1870, en una reunión extraordinaria del Consejo General se
adoptó con ese motivo también una carta circular confidencial de Marx al Consejo federal de la
Suiza francesa, donde era grande la influencia de los bakuninistas. El texto de la carta fue
comunicado luego a Bélgica y a Francia. La carta circular fue incluida enteramente también en la
Comunicación confidencial enviada por Marx, como secretario corresponsal para Alemania, al
Comité del Partido Socialdemócrata Alemán.
En la presente edición se publican los puntos 4 y 5 de la Comunicación confidencial, en los que se
explica la actitud del Consejo General hacia el movimiento obrero inglés y el de liberación
nacional de Irlanda, violentamente criticados por los bakuninistas.
Partiendo de la importancia que tenía a la sazón el movimiento obrero inglés en la lucha común
del proletariado internacional y, en relación con ello, la necesidad de que el Consejo General
dirigiese sin eslabones intermedios el movimiento obrero inglés, Marx explica en el punto 4 de
dicho trabajo por qué razón no convenía crear en Inglaterra, como en otros países, un Consejo
federal de la Internacional.
En el punto 5 de ese trabajo, Marx muestra, en el ejemplo de Irlanda e Inglaterra, la relación entre
la lucha de liberación de los pueblos avasallados y la revolución proletaria, el papel de las
nacionalidades oprimidas como aliados naturales del proletariado.- 184[2]
114. "L'Égalité" («La Igualdad»), hebdomadario suizo, órgano de la Federación de la Internacional
de la Suiza francesa, se publicó en francés en Ginebra de diciembre de 1868 a diciembre de 1872.
Estuvo cierto tiempo bajo la influencia de Bakunin. En enero de 1870, el Consejo de la Federación
de la Suiza francesa logró que se apartase a los bakuninistas de la redacción, después de lo cual,
el periódico pasó a apoyar la orientación del Consejo General.- 184, 270, 453
[3] 115. "The Pall Mall Gazzete" («La Gaceta Pall Mall») se publicó diariamente en Londres de 1865
a 1920; en los años 60-70 del siglo XIX, el periódico se atenía a la orientación de los
conservadores; de julio de 1870 a julio de 1871, Marx y Engels colaboraron en la rotativa.
"The Saturday Review", véase la nota 55.
"The Spectator" («El Espectador»), hebdomadario inglés de tendencia liberal, se publicó en
Londres desde 1828.
"The Fortnightly Review" («Revista bimensual»), revista histórica, filosófica y literaria de
orientación liberal-burguesa; se publicó bajo ese título en Londres de 1865 a 1934.- 185, 258[4]
116. La Liga de la tierra y del trabajo fue fundada en Londres con la participación del Consejo
General en octubre de 1869. Se incluyeron en su programa reivindicaciones de nacionalización
de la tierra, reducción de la jornada de trabajo, sufragio universal y organización de colonias
agrícolas. Sin embargo, ya hacia el otoño de 1870 se incrementó en la Liga la influencia de
elementos burgueses y, hacia 1872, la organización perdió todo contacto con la Internacional.- 185
[5] 117. Trátase de la unión anglo-irlandesa que entró en vigor el 1º de enero de 1801. La Unión
acabó con las últimas huellas de la autonomía de Irlanda, suprimió el parlamento irlandés y
condujo al completo sojuzgamiento de Irlanda por Inglaterra.- 186
[*] Nivel de vida. (N. de la Edit.)
[**] Blancos pobres. (N. de la Edit.)
La guerra civil en Francia
Karl Marx
ÍNDICE
(Tomo II de las Obras Escogidas)
Introducción de Federico Engels de 1891
Primer manifiesto del Consejo General de la Asociación
Internacional de los Trabajadores sobre la guerra francoprusiana
Segundo manifiesto del Consejo General de la Asociación
Internacional de los Trabajadores sobre la guerra francoprusiana
La guerra civil en Francia. Manifiesto del Consejo General
de la Asociación Internacional de los Trabajadores
I.
II.
III.
IV.
Apéndice I
Apéndice II
188
201
206
214
223
230
244
256
[188]
C. MARX
LA GUERRA CIVIL EN FRANCIA
[1]
INTRODUCCION DE FEDERICO ENGELS DE 1891 [2]
El requerimiento para reeditar el manifiesto del Consejo General de la
Internacional sobre "La guerra civil en Francia" y para escribir una introducción
para él, me cogió desprevenido. Por eso sólo puedo tocar brevemente aquí los
puntos más importantes.
Hago preceder al extenso trabajo arriba citado los dos manifiestos más cortos del
Consejo General sobre la guerra franco-prusiana [*] . En primer lugar, porque en
"La guerra civil" se hace referencia al segundo de estos dos manifiestos, que, a su
vez, no puede ser completamente comprendido si no se conoce el primero. Pero
además, porque estos dos manifiestos, escritos también por Marx, son, al igual
que "La guerra civil", ejemplos elocuentes de las dotes extraordinarias del autor
—manifestadas por vez primera en "El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte" [*]
— para ver claramente el carácter, el alcance y las consecuencias inevitables de
los grandes acontecimientos históricos, cuando éstos se desarrollan todavía ante
nuestros ojos o acaban apenas de producirse. Y, finalmente, porque en Alemania
estamos aún padeciendo las consecuencias de aquellos acontecimientos, tal como
Marx los había pronosticado.
[189]
En el primer manifiesto se declaraba que si la guerra defensiva de Alemania
contra Luis Bonaparte degeneraba en una guerra de conquista contra el pueblo
francés revivirían con redoblada intensidad todas las desventuras que Alemania
había experímentado después de la llamada guerra de liberación [3]. ¿Acaso no
ha sucedido así? ¿No hemos padecido otros veinte años de dominación
bismarquiana, con su Ley de Excepción [4] y su batida antisocialista en lugar de
las persecuciones de demagogos [5] con las mismas arbitrariedades policíacas y
la misma, literalmente la misma, interpretación indignante de las leyes?
¿Y acaso no se ha cumplido al pie de la letra el pronóstico de que la anexión de
Alsacia y Lorena «echaría a Francia en brazos de Rusia» y de que Alemania con
esta anexión se convertiría abiertamente en un vasallo de Rusia o tendría, que
prepararse, después de una breve tregua, para una nueva guerra, para «una
guerra de razas, una guerra contra las razas eslava y latina coligadas»? [*] ¿Acaso
la anexión de las provincias francesas no ha echado a Francia en brazos de Rusia?
¿Acaso Bismarck no ha implorado en vano durante veinte años los favores del zar,
y con servicios aún más bajos que aquellos con que la pequeña Prusia, cuando
todavía no era la «primera potencia de Europa», solía postrarse a los pies de la
santa Rusia? ¿Y acaso no pende constantemente sobre nuestras cabezas la espada
de Damocles de otra guerra, que, al empezar, convertirá en humo de pajas todas
las alianzas de los soberanos selladas por los protocolos, una guerra en la que lo
única cierto es la absoluta incertidumbre de sus consecuencias; una guerra de
razas que entregará a toda Europa a la obra devastadora de quince o veinte
millones de hombres armados, y que si no ha comenzado ya a hacer estragos es
simplemente porque hasta la más fuerte entre las grandes potencias militares
tiembla ante la completa imposibilidad de prever su resultado final?
De aquí que estemos aún más obligados a poner al alcance de los obreros
alemanes esta brillante prueba, hoy medio olvidada, de la profunda visión de la
política internacional de la clase obrera en 1870.
Y lo que decimos de estos dos manifiestos también es aplicable a "La guerra civil
en Francia". El 28 de mayo, los últimos luchadores de la Comuna sucumbían ante
la superioridad de fuerzas del enemigo en las faldas de Belleville. Dos días
después, el 30, Marx leía ya al Consejo General el texto del trabajo en que se
esboza la significación histórica de la Comuna de París, en trazos breves y
enérgicos, pero tan precisos y sobre todo tan exactos que no han [190] sido nunca
igualados en toda la enorme masa de escritos publicados sobre este tema.
Gracias al desarrollo económico y político de Francia desde 1789, la situación en
París desde hace cincuenta años ha sido tal que no podía estallar en esta ciudad
ninguna revolución que no asumiese en seguida un carácter proletario, es decir,
sin que el proletariado, que había comprado la victoria con su sangre, presentase
sus propias reivindicaciones después del triunfo conseguido. Estas
reivindicaciones eran más o menos oscuras y hasta confusas, a tono en cada
período con el grado de desarrollo de los obreros de París, pero se reducían
siempre a la exigencia de abolir los antagonismos de clase entre capitalistas y
obreros. A decir verdad, nadie sabía cómo se podía conseguir esto. Pero la
reivindicación misma, por vaga que fuese la manera de formularla, encerraba ya
una amenaza contra el orden social existente; los obreros que la mantenían
estaban aún armados; por eso, el desarme de los obreros era el primer
mandamiento de los burgueses que se hallaban al frente del Estado. De aquí que
después de cada revolución ganada por los obreros se llevara a cabo una nueva
lucha que acababa con la derrota de éstos.
Así sucedió por primera vez en 1848. Los burgueses liberales de la oposición
parlamentaria celebraban banquetes abogando por una reforma electoral que
había de garantizar la dominación de su partido. Viéndose cada vez más
obligados a apelar al pueblo en la lucha que sostenían contra el Gobierno, no
tenían más remedio que tolerar que los sectores radicales y republicanos de la
burguesía y de la pequeña burguesía tomasen poco a poco la delantera. Pero
detrás de estos sectores estaban los obreros revolucionarios, que desde 1830 [6]
habían adquirido mucha más independencia política de lo que los burgueses e
incluso los republicanos se imaginaban. Al producirse la crisis entre el Gobierno
y la oposición, los obreros comenzaron la lucha en las calles. Luis Felipe
desapareció, y con él la reforma electoral, viniendo a ocupar su puesto la
república, y una república que los mismos obreros victoriosos calificaban de
república «social». Nadie sabía a ciencia cierta, ni los mismos obreros, qué había
que entender por república social. Pero los obreros tenían ahora armas y eran
una fuerza dentro del Estado. Por eso, tan pronto como los republicanos
burgueses, que empuñaban el timón del Gobierno, sintieron que pisaban terreno
un poco más firme, su primera aspiración fue desarmar a los obreros. Para
lograrlo se les empujó a la insurrección de Junio de 1848 [7], por medio de una
violación manifiesta de la palabra dada, lanzándoles un desafío descarado e
intentando desterrar a los parados a una provincia lejana. El Gobierno había
cuidado de asegurarse una aplastante superioridad de fuerzas. Después de cinco
[191] días de lucha heroica, los obreros sucumbieron. Y se produjo un baño en
sangre con prisioneros indefensos como jamás se había visto en los días de las
guerras civiles con que se inició la caída de la República Romana [8]. Era la
primera vez que la burguesía ponía de manifiesto a qué insensatas crueldades de
venganza es capaz de acudir tan pronto como el proletariado se atreve a
enfrentarse con ella, como clase aparte con intereses propios y propias
reivindicaciones. Y, sin embargo, lo de 1848 no fue más que un juego de chicos,
comparado con la furia de la burguesía en 1871.
El castigo no se hizo esperar. Si el proletariado no estaba todavía en condiciones
de gobernar a Francia, la burguesía ya no podía seguir gobernándola. Por lo
menos en aquel momento, en que su mayoría era todavía de tendencia
monárquica y se hallaba dividida en tres partidos dinásticos [9] y el cuarto
republicano. Sus discordias intestinas permitieron al aventurero Luis Bonaparte
apoderarse de todos los puestos de mando —ejército, policía, aparato
administrativo— y hacer saltar, el 2 de diciembre de 1851 [10], el último baluarte
de la burguesía: la Asamblea Nacional. Así comenzó el Segundo Imperio, la
explotación de Francia por una cuadrilla de aventureros políticos y financieros,
pero también, al mismo tiempo, un desarrollo industrial como jamás hubiera
podido concebirse bajo el sistema mezquino y asustadizo de Luis Felipe, en que
la dominación exclusiva se hallaba en manos de un pequeño sector de la gran
burguesía. Luis Bonaparte quitó a los capitalistas el poder político con el pretexto
de defenderles, de defender a los burgueses contra los obreros, y, por otra parte,
a éstos contra la burguesía; pero, a cambio de ello, su régimen estimuló la
especulación y las actividades industriales; en una palabra, el auge y el
enriquecimiento de toda la burguesía en proporciones hasta entonces
desconocidas. Cierto es que fueron todavía mayores las proporciones en que se
desarrollaron la corrupción y el robo en masa, que pululaban en torno a la Corte
imperial y se llevaban buenos dividendos de este enriquecimiento.
Pero el Segundo Imperio era la apelación al chovinismo francés, la reivindicación
de las fronteras del Primer Imperio, perdidas en 1814, o al menos las de la
Primera República [11]. Era imposible que subsistiese a la larga un Imperio
francés dentro de las fronteras de la antigua monarquía, más aún, dentro de las
fronteras todavía más amputadas de 1815. Esto implicaba la necesidad de guerras
accidentales y de ensanchar las fronteras. Pero no había zona de expansión que
tanto deslumbrase la fantasía de los chovinistas franceses como las tierras
alemanas de la orilla izquierda del Rin. Para ellos, una milla cuadrada en el Rin
valía más que diez en los Alpes o en cualquier otro sitio. Proclamado el Segundo
[192] Imperio, la reivindicación de la orilla izquierda del Rin fuese de una vez o
por partes, era simplemente una cuestión de tiempo. Y el tiempo llegó con la
guerra austro-prusiana de 1866. Defraudado en sus esperanzas de
«compensaciones territoriales» por el engaño de Bismarck y por su propia
política demasiado astuta y vacilante, a Napoleón no le quedaba ahora más salida
que la guerra, que estalló en 1870 y le empujó primero a Sedán y después a
Wilhelmshöhe [12].
La consecuencia inevitable fue la revolución de París del 4 de septiembre de
1870. El Imperio se derrumbó como un castillo de naipes y nuevamente fue
proclamada la república. Pero el enemigo estaba a las puertas. Los ejércitos del
Imperio estaban sitiados en Metz sin esperanza de salvación o prisioneros en
Alemania. En esta situación angustiosa, el pueblo permitió a los diputados
parisinos del antiguo Cuerpo Legislativo constituirse en un «Gobierno de la
Defensa Nacional». Estuvo tanto más dispuesto a acceder a esto, cuanto que, para
los fines de la defensa, todos los parisinos capaces de empuñar las armas se
habían enrolado en la Guardia Nacional y estaban armados, con lo cual los
obreros representaban dentro de ella una gran mayoría. Pero el antagonismo
entre el Gobierno, formado casi exclusivamente por burgueses, y el proletariado
en armas no tardó en estallar. El 31 de octubre los batallones obreros tomaron
por asalto el Hôtel de Ville y capturaron a algunos miembros del Gobierno.
Mediante una traición, la violación descarada por el Gobierno de su palabra y la
intervención de algunos batallones pequeñoburgueses, se consiguió ponerlos
nuevamente en libertad y, para no provocar el estallido de la guerra civil dentro
de una ciudad sitiada por un ejército extranjero, se permitió seguir en funciones
al Gobierno constituido.
Por fin, el 28 de enero de 1871, la ciudad de París, vencida por el hambre,
capituló. Pero con honores sin precedente en la historia de las guerras. Los
fuertes fueron rendidos, las murallas desarmadas, las armas de las tropas de línea
y de la Guardia Móvil entregadas, y sus hombres fueron considerados prisioneros
de guerra. Pero la Guardia Nacional conservó sus armas y sus cañones y se limitó
a sellar un armisticio con los vencedores. Y éstos no se atrevieron a entrar en
París en son de triunfo. Sólo osaron ocupar un pequeño rincón de la ciudad, una
parte en que no había, en realidad, más que parques públicos, y, por anadidura,
¡sólo lo tuvieron ocupado unos cuantos días! Y durante este tiempo, ellos, que
habían tenido cercado a París por espacio de 131 días, estuvieron cercados por
los obreros armados de la capital, que montaban la guardia celosamente para
evitar que ningún «prusiano» traspasase los estrechos límites del rincón [193]
cedido a los conquistadores extranjeros. Tal era el respeto que los obreros de
París infundían a un ejército ante el cual habían rendido sus armas todas las
tropas del Imperio. Y los junkers prusianos, que habían venido a tomarse la
venganza en el hogar de la revolución, ¡no tuvieron más remedio que pararse
respetuosamente a saludar a esta misma revolución armada!
Durante la guerra, los obreros de París habíanse limitado a exigir la enérgica
continuación de la lucha. Pero ahora, sellada ya la paz [13] después de la
capitulación de París, Thiers, nuevo jefe del Gobierno, tenía que darse cuenta de
que la dominación de las clases poseedoras —grandes terratenientes y
capitalistas— estaba en constante peligro mientras los obreros de París tuviesen
en sus manos las armas. Lo primero que hizo fue intentar desarmarlos. El 18 de
marzo envió tropas de línea con orden de robar a la Guardia Nacional la artillería
que era de su pertenencia, pues había sido construida durante el asedio de París
y pagada por suscripción pública. El intento no prosperó; París se movilizó como
un solo hombre para la resistencia y se declaró la guerra entre París y el
Gobierno francés, instalado en Versalles. El 26 de marzo fue elegida, y el 28
proclamada la Comuna de París. El Comité Central de la Guardia Nacional, que
hasta entonces había desempeñado las funciones de gobierno, dimitió en favor
de la Comuna, después de haber decretado la abolición de la escandalosa
«policía de moralidad» de París. El 30, la Comuna abolió la conscripción y el
ejército permanente y declaró única fuerza armada a la Guardia Nacional, en la
que debían enrolarse todos los ciudadanos capaces de empuñar las armas.
Condonó los pagos de alquiler de viviendas desde octubre de 1870 hasta abril de
1871, incluyendo en cuenta para futuros pagos de alquileres las cantidades ya
abonadas, y suspendió la venta de objetos empeñados en el monte de piedad de
la ciudad. El mismo día 30 fueron confirmados en sus cargos los extranjeros
elegidos para la Comuna, pues «la bandera de la Comuna es la bandera de la
República mundial». El 1 de abril se acordó que el sueldo máximo que podría
percibir un funcionario de la Comuna, y por tanto los mismos miembros de ésta,
no podría exceder de 6.000 francos (4.800 marcos). Al día siguiente, la Comuna
decretó la separación de la Iglesia del Estado y la supresión de todas las partidas
consignadas en el presupuesto del Estado para fines religiosos, declarando
propiedad nacional todos los bienes de la Iglesia; como consecuencia de esto, el
8 de abril se ordenó que se eliminase de las escuelas todos los símbolos
religiosos, imágenes, dogmas, oraciones, en una palabra, «todo lo que cae dentro
de la órbita de la conciencia individual», orden que fue aplicándose
gradualmente. El día 5, en vista de que las tropas de Versalles fusilaban
diariamente a los combatientes [194] de la Comuna capturados por ellas, se dictó
un decreto ordenando la detención de rehenes, pero esta disposición nunca se
llevó a la práctica. El día 6, el 137 Batallón de la Guardia Nacional sacó a la calle
la guillotina y la quemó públicamente, entre el entusiasmo popular. El 12, la
Comuna acordó que la Columna Triunfal de la plaza Vendôme, fundida con el
bronce de los cañones tomados por Napoleón después de la guerra de 1809, se
demoliese, como símbolo de chovinismo e incitación a los odios entre naciones.
Esta disposición fue cumplida el 16 de mayo. El 16 de abril, la Comuna ordenó
que se abriese un registro estadístico de todas las fábricas clausuradas por los
patronos y se preparasen los planes para reanudar su explotación con los obreros
que antes trabajaban en ellas, organizándoles en sociedades cooperativas, y que
se planease también la agrupación de todas estas cooperativas en una gran
Unión. El 20, la Comuna declaró abolido el trabajo nocturno de los panaderos y
suprimió también las oficinas de colocación, que durante el Segundo Imperio
eran un monopolio de ciertos sujetos designados por la policía, explotadores de
primera fila de los obreros. Las oficinas fueron transferidas a las alcaldías de los
veinte distritos de París. El 30 de abril, la Comuna ordenó la clausura de las casas
de empeño, basándose en que eran una forma de explotación privada de los
obreros, en pugna con el derecho de éstos a disponer de sus instrumentos de
trabajo y de crédito. El 5 de mayo, dispuso la demolición de la Capilla Expiatoria,
que se había erigido para expiar la ejecución de Luis XVI.
Como se ve, el carácter de clase del movimiento de París, que antes se había
relegado a segundo plano por la lucha contra los invasores extranjeros, resalta
con trazos netos y enérgicos desde el 18 de marzo en adelante. Como los
miembros de la Comuna eran todos, casi sin excepción, obreros o representantes
reconocidos de los obreros, sus acuerdos se distinguían por un carácter
marcadamente proletario. Una parte de sus decretos eran reformas que la
burguesía republicana no se había atrevido a implantar sólo por vil cobardía y
que echaban los cimientos indispensables para la libre acción de la clase obrera,
como, por ejemplo, la implantación del principio de que, con respecto al Estado,
la religión es un asunto de incumbencia puramente privada; otros iban
encaminados a salvaguardar directamente los intereses de la clase obrera, y, en
parte, abrían profundas brechas en el viejo orden social. Sin embargo, en una
ciudad sitiada lo más que se podía alcanzar era un comienzo de desarrollo de
todas estas medidas. Desde los primeros días de mayo, la lucha contra los
ejércitos levantados por el Gobierno de Versalles, cada vez más nutridos,
absorbió todas las energías.
[195]
El 7 de abril, los versalleses tomaron el puente sobre el Sena en Neuilly, en el
frente occidental de París; en cambio, el 11 fueron rechazados con grandes
pérdidas por el general Eudes, en el frente sur. París estaba sometido a constante
bombardeo, dirigido además por los mismos que habían estigmatizado como un
sacrilegio el bombardeo de la capital por los prusianos. Ahora, estos mismos
individuos imploraban al Gobierno prusiano que acelerase la devolución de los
soldados franceses hechos prisioneros en Sedán y en Metz, para que les
reconquistasen París. Desde comienzos de mayo, la llegada gradual de estas
tropas dio una superioridad decisiva a las fuerzas de Versalles. Esto se puso ya de
manifiesto cuando, el 23 de abril, Thiers rompió las negociaciones, abiertas a
propuesta de la Comuna, para canjear al arzobispo de París [*] y a toda una serie
de clérigos, presos en la capital como rehenes, por un solo hombre, Blanqui,
elegido por dos veces a la Comuna, pero preso en Clairvaux. Y se hizo más
patente todavía en el nuevo lenguaje de Thiers, que, de reservado y ambiguo, se
convirtió de pronto en insolente, amenazador, brutal. En el frente sur, los
versalleses tomaron el 3 de mayo el reducto de Moulin Saquet; el día 9 se
apoderaron del fuerte de Issy, reducido por completo a escombros por el
cañoneo; el 14 tomaron el fuerte de Vanves. En el frente occidental avanzaban
paulatinamente, apoderándose de numerosos edificios y aldeas que se extendían
hasta el cinturón fortificado de la ciudad y llegando, por último, hasta la muralla
misma; el 21, gracias a una traición y por culpa del descuido de los guardias
nacionales destacados en este sector, consiguieron abrirse paso hacia el interior
de la ciudad. Los prusianos, que seguían ocupando los fuertes del Norte y del
Este, permitieron a los versalleses cruzar por la parte norte de la ciudad, que era
terreno vedado para ellos según los términos del armisticio, y, de este modo,
avanzar atacando sobre un largo frente, que los parisinos no podían por menos
que creer amparado por dicho convenio y que, por esta razón, tenían guarnecido
con escasas fuerzas. Resultado de esto fue que en la mitad occidental de París, en
los barrios ricos, sólo se opuso una débil resistencia, que se hacía más fuerte y
más tenaz a medida que las fuerzas atacantes se acercaban al sector del Este, a
los barrios propiamente obreros. Hasta después de ocho días de lucha no
cayeron en las alturas de Belleville y Ménilmontant los últimos defensores de la
Comuna; y entonces llegó a su apogeo aquella matanza de hombres desarmados,
mujeres y niños, que había hecho estragos durante toda la semana con furia
creciente. Ya los fusiles de retrocarga no mataban bastante de prisa, y entraron
en juego las [196] ametralladoras para abatir por centenares a los vencidos. El
Muro de los Federados del cementerio de Père Luchaise, donde se consumó el
último asesinato en masa, queda todavía en pie, testimonio mudo pero elocuente
del frenesí a que es capaz de llegar la clase dominante cuando el proletariado se
atreve a reclamar sus derechos. Luego, cuando se vio que era imposible matarlos
a todos, vinieron las detenciones en masa, comenzaron los fusilamientos de
víctimas caprichosamente seleccionadas entre las cuerdas de presos y el traslado
de los demás a grandes campos de concentración, donde esperaban la vista de
los Consejos de Guerra. Las tropas prusianas que tenían cercado el sector
nordeste de París recibieron la orden de no dejar pasar a ningún fugitivo, pero
los oficiales con frecuencia cerraban los ojos cuando los soldados prestaban más
obediencia a los dictados de humanidad que a las órdenes de superioridad;
mención especial merece, por su humano comportamiento, el cuerpo de ejército
de Sajonia, que dejó paso libre a muchas personas, cuya calidad de luchadores
de la Comuna saltaba a la vista.
***
Si hoy, al cabo de veinte años, volvemos los ojos a las actividades y a la
significación histórica de la Comuna de París de 1871, advertimos la necesidad de
completar un poco la exposición que se hace en "La guerra civil en Francia".
Los miembros de la Comuna estaban divididos en una mayoría integrada por los
blanquistas, que habían predominado también en el Comité Central de la
Guardia Nacional, y una minoría compuesta por afiliados a la Asociación
Internacional de los Trabajadores, entre los que prevalecían los adeptos de la
escuela socialista de Proudhon. En aquel tiempo, la gran mayoría de los
blanquistas sólo eran socialistas por instinto revolucionario y proletario; sólo unos
pocos habían alcanzado una mayor claridad de principios; gracias a Vaillant, que
conocía el socialismo científico alemán. Así se explica que la Comuna dejase de
hacer, en el terreno económico, muchas cosas que, desde nuestro punto de vista
actúal, debió realizar. Lo más difícil de comprender es indudablemente el santo
temor con que aquellos hombres se detuvieron respetuosamente en los umbrales
del Banco de Francia. Fue éste además un error político muy grave. El Banco de
Francia en manos de la Comuna hubiera valido más que diez mil rehenes.
Hubiera significado la presión de toda la burguesía francesa sobre el Gobierno
de Versalles para que negociase la paz con la Comuna. Pero aún es más
asombroso el acierto de muchas de las cosas que se hicieron, a pesar de estar
compuesta la Comuna de [197] proudhonianos y blanquistas. Por supuesto, cabe
a los proudhonianos la principal responsabilidad por los decretos económicos de
la Comuna, lo mismo en lo que atañe a sus méritos como a sus defectos; a los
blanquistas les incumbe la responsabilidad principal por los actos y las omisiones
políticos. Y, en ambos casos, la ironía de la historia quiso —como acontece
generalmente cuando el poder cae en manos de doctrinarios— que tanto unos
como otros hiciesen lo contrario de lo que la doctrina de su escuela respectiva
prescribía.
Proudhon, el socialista de los pequeños campesinos y maestros artesanos, odiaba
positivamente la asociación. Decía de ella que tenía más de malo que de bueno;
que era por naturaleza estéril y aun perniciosa, como un grillete puesto a la
libertad del obrero; que era un puro dogma, improductivo y gravoso, contrario
por igual a la libertad del obrero y al ahorro de trabajo; que sus inconvenientes
crecían más de prisa que sus ventajas; que, por el contrario, la libre
concurrencia, la división del trabajo y la propiedad privada eran otras tantas
fuerzas económicas. Sólo en los casos excepcionales —así calificaba Proudhon la
gran industria y las grandes empresas como, por ejemplo, los ferrocarriles—
estaba indicada la asociación de los obreros. (Véase "Idée générale de la
révolution", 3er estudio.)
Pero hacia 1871, incluso en París, centro del artesanado artístico, la gran industria
había dejado ya hasta tal punto de ser un caso excepcional, que el decreto más
importante de cuantos dictó la Comuna dispuso una organización para la gran
industria e incluso para la manufactura, que no se basaba sólo en la asociación de
obreros dentro de cada fábrica, sino que debía también unificar a todas estas
asociaciones en una gran Unión; en resumen, en una organización que, como
Marx dice muy bien en "La guerra civil", forzosamente habría conducido en
última instancia al comunismo, o sea, a lo más antitético de la doctrina
proudhoniana. Por eso, la Comuna fue la tumba de la escuela proudhoniana del
socialismo. Esta escuela ha desaparecido hoy de los medios obreros franceses;
en ellos, actualmente, la teoría de Marx predomina sin discusión, y no menos
entre los «posibilistas» [14] que entre los «marxistas». Sólo quedan
proudhonianos en el campo de la burguesía «radical».
No fue mejor la suerte que corrieron los blanquistas. Educados en la escuela de la
conspiración y mantenidos en cohesión por la rígida disciplina que esta escuela
supone, los blanquistas partían de la idea de que un grupo relativamente
pequeño de hombres decididos y bien organizados estaría en condiciones, no
sólo de adueñarse en un momento favorable del timón del Estado, sino que,
desplegando una acción enérgica e incansable, sería capaz de sostenerse hasta
lograr arrastrar a la revolución a las masas del [198] pueblo y congregarlas en
torno al puñado de caudillos. Esto llevaba consigo, sobre todo, la más rígida y
dictatorial centralización de todos los poderes en manos del nuevo Gobierno
revolucionario. ¿Y qué hizo la Comuna, compuesta en su mayoría precisamente
por blanquistas? En todas las proclamas dirigidas a los franceses de las
provincias, la Comuna les invita a crear una Federación libre de todas las
Comunas de Francia con París, una organización nacional que, por vez primera,
iba a ser creada realmente por la misma nación. Precisamente el poder opresor
del antiguo Gobierno centralizado —el ejército, la policía política y la
burocracia—, creado por Napoleón en 1798 y que desde entonces hahía sido
heredado por todos los nuevos gobiernos como un instrumento grato,
empleándolo contra sus enemigos, precisamente éste debía ser derrumbado en
toda Francia, como había sido derrumbado ya en París.
La Comuna tuvo que reconocer desde el primer momento que la clase obrera, al
llegar al poder, no podía seguir gobernando con la vieja máquina del Estado;
que, para no perder de nuevo su dominación recién conquistada, la clase obrera
tenía, de una parte, que barrer toda la vieja máquina represiva utilizada hasta
entonces contra ella, y, de otra parte, precaverse contra sus propios diputados y
funcionarios, declarándolos a todos, sin excepción, revocables en cualquier
momento. ¿Cuáles eran las características del Estado hasta entonces? En un
principio, por medio de la simple división del trabajo, la sociedad se creó los
órganos especiales destinados a velar por sus intereses comunes. Pero, a la larga,
estos órganos, a la cabeza de los cuales figuraba el poder estatal, persiguiendo
sus propios intereses específicos, se convirtieron de servidores de la sociedad en
señores de ella. Esto puede verse, por ejemplo, no sólo en las monarquías
hereditarias, sino también en las repúblicas democráticas. No hay ningún país en
que los «políticos» formen un sector más poderoso y más separado de la nación
que en Norteamérica. Allí cada uno de los dos grandes partidos que alternan en
el Gobierno está a su vez gobernado por gentes que hacen de la política un
negocio, que especulan con las actas de diputado de las asambleas legistativas
de la Unión y de los distintos Estados federados, o que viven de la agitación en
favor de su partido y son retribuidos con cargos cuando éste triunfa. Es sabido
que los norteamericanos llevan treinta años esforzándose por sacudir este yugo,
que ha llegado a ser insoportable, y que, a pesar de todo, se hunden cada vez
más en este pantano de corrupción. Y es precisamente en Norteamérica donde
podemos ver mejor cómo progresa esta independización del Estado frente a la
sociedad, de la que originariamente debía ser un simple instrumento. Allí no hay
dinastía, ni nobleza, ni ejército permanente [199] —fuera del puñado de hombres
que montan la guardia contra los indios—, ni burocracia con cargos permanentes
o derechos pasivos. Y, sin embargo, en Norteamérica nos encontramos con dos
grandes cuadrillas de especuladores políticos que alternativamente se
posesionan del poder estatal y lo explotan por los medios y para los fines más
corrompidos; y la nación es impotente frente a estos dos grandes cártels de
políticos, pretendidos servidores suyos, pero que, en realidad, la dominan y la
saquean.
Contra esta transformación del Estado y de los órganos del Estado de servidores
de la sociedad en señores de ella, transformación inevitable en todos los Estados
anteriores, empleó la Comuna dos remedios infalibles. En primer lugar, cubrió
todos los cargos administrativos, judiciales y de enseñanza por elección,
mediante sufragio universal, concediendo a los electores el derecho a revocar en
todo momento a sus elegidos. En segundo lugar, todos los funcionarios, altos y
bajos, estaban retribuidos como los demás trabajadores. El sueldo máximo
abonado por la Comuna era de 6.000 francos. Con este sistema se ponía una
barrera eficaz al arribismo y la caza de cargos, y esto sin contar con los mandatos
imperativos que, por añadidura, introdujo la Comuna para los diputados a los
cuerpos representativos.
En el capítulo tercero de "La guerra civil" se describe con todo detalle esta labor
encaminada a hacer saltar el viejo poder estatal y sustituirlo por otro nuevo y
realmente democrático. Sin embargo, era necesario detenerse a examinar aquí
brevemente algunos de los rasgos de esta sustitución por ser precisamente en
Alemania donde la fe supersticiosa en el Estado se ha trasplantado del campo
filosófico a la conciencia general de la burguesía e incluso a la de muchos
obreros. Según la concepción filosófica, el Estado es la «realización de la idea», o
sea, traducido al lenguaje filosófico, el reino de Dios en la tierra, el campo en que
se hacen o deben hacerse realidad la eterna verdad y la eterna justicia. De aquí
nace una veneración supersticiosa del Estado y de todo lo que con él se
relaciona, veneración supersticiosa que va arraigando en las conciencias con
tanta mayor facilidad cuanto que la gente se acostumbra ya desde la infancia a
pensar que los asuntos e intereses comunes a toda la sociedad no pueden
gestionarse ni salvaguardarse de otro modo que como se ha venido haciendo
hasta aquí, es decir, por medio del Estado y de sus funcionarios bien retribuidos.
Y se cree haber dado un paso enormemente audaz con librarse de la fe en la
monarquía hereditaria y entusiasmarse por la república democrática. En
realidad, el Estado no es más que una máquina para la opresión de una clase por
otra, lo mismo en la república democrática que bajo la monarquía; y en el mejor
de los casos, es un mal que se transmite hereditariamente [200] al proletariado
triunfante en su lucha por la dominación de clase. El proletariado victorioso, lo
mismo que hizo la Comuna, no podrá por menos de amputar inmediatamente los
lados peores de este mal, entretanto que una generación futura, educada en
condiciones sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo este trasto viejo
del Estado.
Ultimamente, las palabras «dictadura del proletariado» han vuelto a sumir en
santo horror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿queréis saber qué
faz presenta esta dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del
proletariado!
Londres, en el vigésimo aniversario de la Comuna de París, 18 de marzo de 1891
F. Engels
Publicado en la revista "Die Neue Zeit", Bd. 2, Nº 28, 1890-1891 del libro
Se publica de acuerdo con el texto y en el libro: Karl Marx. "Der Bürgerkrieg in
Frankreich", Berlin, 1891.
Traducido del alemán.
NOTAS
[1] 118. La guerra civil en Francia es una de las más importantes obras del marxismo, en la que,
sobre la base de la experiencia de la Comuna de París, se desarrollan las principales tesis de la
doctrina marxista sobre el Estado y la revolución. Fue escrita como Manifiesto del Consejo
General de la Internacional a todos los miembros de la Asociación Internacional de los
Trabajadores en Europa y los Estados Unidos.
En este trabajo se confirma y se desarrolla la tesis expuesta por Marx en "El Dieciocho Brumario
de Luis Bonaparte" (véase la presente edición, t. 1, págs. 408-498) acerca de la necesidad de que
el proletariado destruya la máquina estatal burguesa. Marx saca la conclusión de que «la clase
obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal y como está
y servirse de ella para sus propios fines» (véase el presente tomo, pág. 230). El proletariado debe
destruirla y sustituirla con un Estado del tipo de la Comuna de París. Esta conclusión de Marx
acerca del Estado de nuevo tipo —del tipo de la Comuna de París— como forma estatal de la
dictadura del proletariado constituye el contenido principal de su nueva aportación a la teoría
revolucionaria.
La obra de Marx "La guerra civil en Francia" tuvo gran propagación. En los años de 1871-1872 fue
traducida a varias lenguas y publicada en diversos países de Europa y en los EE.UU.— 188, 214
[2] 119. Engels escribió esta introducción para la tercera edición alemana del trabajo de Marx "La
guerra civil en Francia" publicada en 1891 en conmemoración del 20 aniversario de la Comuna de
París. En dicha edición, Engels incluye el primer y el segundo manifiesto del Consejo General de
la Asociación Internacional de Trabajadores, escritos por Marx, acerca de la guerra francoprusiana, manifiestos que en las ediciones posteriores en diferentes lenguas se publican también
junto con "La guerra civil en Francia".- 188
[**] Véase el presente tomo, págs. 200-205, 206-213. (N. de la Edit.)
[**] Véase la presente edición, t. 1, págs. 408-498. (N. de la Edit.)
[3] 120. Se alude a la guerra de liberación nacional del pueblo alemán contra la dominación
napoleónica en 1813-1814.- 189
[4] 122. La Ley de Excepción contra los socialistas fue promulgada en Alemania el 21 de octubre de
1878. En virtud de la misma quedaron prohibidas todas las organizaciones del Partido
Socialdemócrata, las organizaciones obreras de masas y la prensa obrera. Fueron confiscadas las
publicaciones socialistas y se sometió a represiones a los socialdemócratas. Bajo la presión del
movimiento obrero de masas, la ley fue derogada el 1º de octubre de 1890.- 189, 318
[5] 121. Se denominaban demogagos en Alemania en los años 20 del siglo XIX a los participantes
en el movimiento oposicionista de los intelectuales alemanes que se pronunciaban contra el
régimen reaccionario en los Estados alemanes y reivindicaban la unificación de Alemania. Los
«demagogos» eran víctimas de crueles persecuciones por parte de las autoridades alemanas.- 189
[**] Véase el presente tomo, pág. 210. (N. de la Edit.)
[6] 123. Trátase de la revolución burguesa de julio de 1830 en Francia.- 190
[7] 19. La insurrección de Junio, heroica insurrección de los obreros de París el 23-26 de junio de
1848, reprimida con inaudita crueldad por la burguesía francesa, fue la primera gran guerra civil
entre el proletariado y la burguesía.- 25, 172, 190, 212, 219, 331
[8] 124. Se alude a las guerras civiles de los años 44 a 27 a. de n. e., que desembocaron en la
instauración del Imperio Romano.- 191
[9] 125. Trátase de los legitimistas, los orleanistas y los bonapartistas.
Legitimistas, partidarios de la dinastía de los Borbones, derrocada en Francia en 1792;
representaban los intereses de la gran aristocracia propietaria de tierras y del alto clero;
constituyeron partido en 1830, después del segundo derrocamiento de la dinastía. En 1871, los
legitimistas se incorporaron a la cruzada común de las fuerzas contrarrevolucionarias para
combatir a la Comuna de París.
Orleanistas, partidarios de los duques de Orleáns, rama menor de la dinastía de los Borbones, que
se mantuvo en el poder desde la revolución de julio de 1830 hasta la de 1848; representaban los
intereses de la aristocracia financiera y la gran burguesía.- 191, 211, 221
[10] 126. Alusión al golpe de Estado de Luis Bonaparte efectuado el 2 de diciembre de 1851, con
el que comienza el régimen bonapartista del Segundo Imperio.- 191, 202, 229.
[11] 127. La Primera República fue proclamada en 1792, durante la Gran Revolución burguesa de
Francia. Le siguieron en 1799 el Consulado y, luego, el Primer Imperio de Napoleón I Bonaparte
(1804-1814). En ese período, Francia sostuvo numerosas guerras, ampliando considerablemente
los límites del Estado.- 191
[12] 106. El 2 de setiembre de 1870, el ejército francés fue derrotado en Sedán, quedando
prisioneras las tropas, con el mismo emperador. Del 5 de setiembre de 1870 al 19 de marzo de
1871, Napoleón III y el mando se hallaban en Wilhelmshöle (cerca de Kassel), castillo de los reyes
de Prusia. La catástrofe de Sedán precipitó la caída del Segundo Imperio y desembocó el 4 de
setiembre de 1870 en la proclamación de la república en Francia. Se formó un Gobierno nuevo, el
llamado «Gobierno de la Defensa Nacional».- 175, 192, 206, 216, 273
[13] 128. Se alude al tratado preliminar de paz entre Francia y Alemania firmado en Versalles el 26
de febrero de 1871 por Thiers y J. Favre, de una parte, y Bismarck, de otra. Según las condiciones
del tratado, Francia cedía a Alemania el territorio de Alsacia y la parte oriental de Lorena y le
pagaba una contribución de guerra de 5 mil millones de francos. El tratado definitivo de paz fue
firmado en Francfort del Meno el 10 de mayo de 1871.- 193, 222, 314, 371
[*] Darboy (N. de la Edit.)
[14] 129. Los posibilistas formaban una corriente oportunista en el movimiento socialista de
Francia. Sus dirigentes, entre otros, Brousse y Malon, provocaron en 1882 la escisión del Partido
Obrero Francés. Los líderes de esta corriente proclamaron el principio reformista de procurar
nada más que lo «posible».- 197
[188]
C. MARX
LA GUERRA CIVIL EN FRANCIA
[1]
INTRODUCCION DE FEDERICO ENGELS DE 1891 [2]
El requerimiento para reeditar el manifiesto del Consejo General de la
Internacional sobre "La guerra civil en Francia" y para escribir una introducción
para él, me cogió desprevenido. Por eso sólo puedo tocar brevemente aquí los
puntos más importantes.
Hago preceder al extenso trabajo arriba citado los dos manifiestos más cortos del
Consejo General sobre la guerra franco-prusiana [*] . En primer lugar, porque en
"La guerra civil" se hace referencia al segundo de estos dos manifiestos, que, a su
vez, no puede ser completamente comprendido si no se conoce el primero. Pero
además, porque estos dos manifiestos, escritos también por Marx, son, al igual
que "La guerra civil", ejemplos elocuentes de las dotes extraordinarias del autor
—manifestadas por vez primera en "El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte" [*]
— para ver claramente el carácter, el alcance y las consecuencias inevitables de
los grandes acontecimientos históricos, cuando éstos se desarrollan todavía ante
nuestros ojos o acaban apenas de producirse. Y, finalmente, porque en Alemania
estamos aún padeciendo las consecuencias de aquellos acontecimientos, tal como
Marx los había pronosticado.
[189]
En el primer manifiesto se declaraba que si la guerra defensiva de Alemania
contra Luis Bonaparte degeneraba en una guerra de conquista contra el pueblo
francés revivirían con redoblada intensidad todas las desventuras que Alemania
había experímentado después de la llamada guerra de liberación [3]. ¿Acaso no
ha sucedido así? ¿No hemos padecido otros veinte años de dominación
bismarquiana, con su Ley de Excepción [4] y su batida antisocialista en lugar de
las persecuciones de demagogos [5] con las mismas arbitrariedades policíacas y
la misma, literalmente la misma, interpretación indignante de las leyes?
¿Y acaso no se ha cumplido al pie de la letra el pronóstico de que la anexión de
Alsacia y Lorena «echaría a Francia en brazos de Rusia» y de que Alemania con
esta anexión se convertiría abiertamente en un vasallo de Rusia o tendría, que
prepararse, después de una breve tregua, para una nueva guerra, para «una
guerra de razas, una guerra contra las razas eslava y latina coligadas»? [*] ¿Acaso
la anexión de las provincias francesas no ha echado a Francia en brazos de Rusia?
¿Acaso Bismarck no ha implorado en vano durante veinte años los favores del zar,
y con servicios aún más bajos que aquellos con que la pequeña Prusia, cuando
todavía no era la «primera potencia de Europa», solía postrarse a los pies de la
santa Rusia? ¿Y acaso no pende constantemente sobre nuestras cabezas la espada
de Damocles de otra guerra, que, al empezar, convertirá en humo de pajas todas
las alianzas de los soberanos selladas por los protocolos, una guerra en la que lo
única cierto es la absoluta incertidumbre de sus consecuencias; una guerra de
razas que entregará a toda Europa a la obra devastadora de quince o veinte
millones de hombres armados, y que si no ha comenzado ya a hacer estragos es
simplemente porque hasta la más fuerte entre las grandes potencias militares
tiembla ante la completa imposibilidad de prever su resultado final?
De aquí que estemos aún más obligados a poner al alcance de los obreros
alemanes esta brillante prueba, hoy medio olvidada, de la profunda visión de la
política internacional de la clase obrera en 1870.
Y lo que decimos de estos dos manifiestos también es aplicable a "La guerra civil
en Francia". El 28 de mayo, los últimos luchadores de la Comuna sucumbían ante
la superioridad de fuerzas del enemigo en las faldas de Belleville. Dos días
después, el 30, Marx leía ya al Consejo General el texto del trabajo en que se
esboza la significación histórica de la Comuna de París, en trazos breves y
enérgicos, pero tan precisos y sobre todo tan exactos que no han [190] sido nunca
igualados en toda la enorme masa de escritos publicados sobre este tema.
Gracias al desarrollo económico y político de Francia desde 1789, la situación en
París desde hace cincuenta años ha sido tal que no podía estallar en esta ciudad
ninguna revolución que no asumiese en seguida un carácter proletario, es decir,
sin que el proletariado, que había comprado la victoria con su sangre, presentase
sus propias reivindicaciones después del triunfo conseguido. Estas
reivindicaciones eran más o menos oscuras y hasta confusas, a tono en cada
período con el grado de desarrollo de los obreros de París, pero se reducían
siempre a la exigencia de abolir los antagonismos de clase entre capitalistas y
obreros. A decir verdad, nadie sabía cómo se podía conseguir esto. Pero la
reivindicación misma, por vaga que fuese la manera de formularla, encerraba ya
una amenaza contra el orden social existente; los obreros que la mantenían
estaban aún armados; por eso, el desarme de los obreros era el primer
mandamiento de los burgueses que se hallaban al frente del Estado. De aquí que
después de cada revolución ganada por los obreros se llevara a cabo una nueva
lucha que acababa con la derrota de éstos.
Así sucedió por primera vez en 1848. Los burgueses liberales de la oposición
parlamentaria celebraban banquetes abogando por una reforma electoral que
había de garantizar la dominación de su partido. Viéndose cada vez más
obligados a apelar al pueblo en la lucha que sostenían contra el Gobierno, no
tenían más remedio que tolerar que los sectores radicales y republicanos de la
burguesía y de la pequeña burguesía tomasen poco a poco la delantera. Pero
detrás de estos sectores estaban los obreros revolucionarios, que desde 1830 [6]
habían adquirido mucha más independencia política de lo que los burgueses e
incluso los republicanos se imaginaban. Al producirse la crisis entre el Gobierno
y la oposición, los obreros comenzaron la lucha en las calles. Luis Felipe
desapareció, y con él la reforma electoral, viniendo a ocupar su puesto la
república, y una república que los mismos obreros victoriosos calificaban de
república «social». Nadie sabía a ciencia cierta, ni los mismos obreros, qué había
que entender por república social. Pero los obreros tenían ahora armas y eran
una fuerza dentro del Estado. Por eso, tan pronto como los republicanos
burgueses, que empuñaban el timón del Gobierno, sintieron que pisaban terreno
un poco más firme, su primera aspiración fue desarmar a los obreros. Para
lograrlo se les empujó a la insurrección de Junio de 1848 [7], por medio de una
violación manifiesta de la palabra dada, lanzándoles un desafío descarado e
intentando desterrar a los parados a una provincia lejana. El Gobierno había
cuidado de asegurarse una aplastante superioridad de fuerzas. Después de cinco
[191] días de lucha heroica, los obreros sucumbieron. Y se produjo un baño en
sangre con prisioneros indefensos como jamás se había visto en los días de las
guerras civiles con que se inició la caída de la República Romana [8]. Era la
primera vez que la burguesía ponía de manifiesto a qué insensatas crueldades de
venganza es capaz de acudir tan pronto como el proletariado se atreve a
enfrentarse con ella, como clase aparte con intereses propios y propias
reivindicaciones. Y, sin embargo, lo de 1848 no fue más que un juego de chicos,
comparado con la furia de la burguesía en 1871.
El castigo no se hizo esperar. Si el proletariado no estaba todavía en condiciones
de gobernar a Francia, la burguesía ya no podía seguir gobernándola. Por lo
menos en aquel momento, en que su mayoría era todavía de tendencia
monárquica y se hallaba dividida en tres partidos dinásticos [9] y el cuarto
republicano. Sus discordias intestinas permitieron al aventurero Luis Bonaparte
apoderarse de todos los puestos de mando —ejército, policía, aparato
administrativo— y hacer saltar, el 2 de diciembre de 1851 [10], el último baluarte
de la burguesía: la Asamblea Nacional. Así comenzó el Segundo Imperio, la
explotación de Francia por una cuadrilla de aventureros políticos y financieros,
pero también, al mismo tiempo, un desarrollo industrial como jamás hubiera
podido concebirse bajo el sistema mezquino y asustadizo de Luis Felipe, en que
la dominación exclusiva se hallaba en manos de un pequeño sector de la gran
burguesía. Luis Bonaparte quitó a los capitalistas el poder político con el pretexto
de defenderles, de defender a los burgueses contra los obreros, y, por otra parte,
a éstos contra la burguesía; pero, a cambio de ello, su régimen estimuló la
especulación y las actividades industriales; en una palabra, el auge y el
enriquecimiento de toda la burguesía en proporciones hasta entonces
desconocidas. Cierto es que fueron todavía mayores las proporciones en que se
desarrollaron la corrupción y el robo en masa, que pululaban en torno a la Corte
imperial y se llevaban buenos dividendos de este enriquecimiento.
Pero el Segundo Imperio era la apelación al chovinismo francés, la reivindicación
de las fronteras del Primer Imperio, perdidas en 1814, o al menos las de la
Primera República [11]. Era imposible que subsistiese a la larga un Imperio
francés dentro de las fronteras de la antigua monarquía, más aún, dentro de las
fronteras todavía más amputadas de 1815. Esto implicaba la necesidad de guerras
accidentales y de ensanchar las fronteras. Pero no había zona de expansión que
tanto deslumbrase la fantasía de los chovinistas franceses como las tierras
alemanas de la orilla izquierda del Rin. Para ellos, una milla cuadrada en el Rin
valía más que diez en los Alpes o en cualquier otro sitio. Proclamado el Segundo
[192] Imperio, la reivindicación de la orilla izquierda del Rin fuese de una vez o
por partes, era simplemente una cuestión de tiempo. Y el tiempo llegó con la
guerra austro-prusiana de 1866. Defraudado en sus esperanzas de
«compensaciones territoriales» por el engaño de Bismarck y por su propia
política demasiado astuta y vacilante, a Napoleón no le quedaba ahora más salida
que la guerra, que estalló en 1870 y le empujó primero a Sedán y después a
Wilhelmshöhe [12].
La consecuencia inevitable fue la revolución de París del 4 de septiembre de
1870. El Imperio se derrumbó como un castillo de naipes y nuevamente fue
proclamada la república. Pero el enemigo estaba a las puertas. Los ejércitos del
Imperio estaban sitiados en Metz sin esperanza de salvación o prisioneros en
Alemania. En esta situación angustiosa, el pueblo permitió a los diputados
parisinos del antiguo Cuerpo Legislativo constituirse en un «Gobierno de la
Defensa Nacional». Estuvo tanto más dispuesto a acceder a esto, cuanto que, para
los fines de la defensa, todos los parisinos capaces de empuñar las armas se
habían enrolado en la Guardia Nacional y estaban armados, con lo cual los
obreros representaban dentro de ella una gran mayoría. Pero el antagonismo
entre el Gobierno, formado casi exclusivamente por burgueses, y el proletariado
en armas no tardó en estallar. El 31 de octubre los batallones obreros tomaron
por asalto el Hôtel de Ville y capturaron a algunos miembros del Gobierno.
Mediante una traición, la violación descarada por el Gobierno de su palabra y la
intervención de algunos batallones pequeñoburgueses, se consiguió ponerlos
nuevamente en libertad y, para no provocar el estallido de la guerra civil dentro
de una ciudad sitiada por un ejército extranjero, se permitió seguir en funciones
al Gobierno constituido.
Por fin, el 28 de enero de 1871, la ciudad de París, vencida por el hambre,
capituló. Pero con honores sin precedente en la historia de las guerras. Los
fuertes fueron rendidos, las murallas desarmadas, las armas de las tropas de línea
y de la Guardia Móvil entregadas, y sus hombres fueron considerados prisioneros
de guerra. Pero la Guardia Nacional conservó sus armas y sus cañones y se limitó
a sellar un armisticio con los vencedores. Y éstos no se atrevieron a entrar en
París en son de triunfo. Sólo osaron ocupar un pequeño rincón de la ciudad, una
parte en que no había, en realidad, más que parques públicos, y, por anadidura,
¡sólo lo tuvieron ocupado unos cuantos días! Y durante este tiempo, ellos, que
habían tenido cercado a París por espacio de 131 días, estuvieron cercados por
los obreros armados de la capital, que montaban la guardia celosamente para
evitar que ningún «prusiano» traspasase los estrechos límites del rincón [193]
cedido a los conquistadores extranjeros. Tal era el respeto que los obreros de
París infundían a un ejército ante el cual habían rendido sus armas todas las
tropas del Imperio. Y los junkers prusianos, que habían venido a tomarse la
venganza en el hogar de la revolución, ¡no tuvieron más remedio que pararse
respetuosamente a saludar a esta misma revolución armada!
Durante la guerra, los obreros de París habíanse limitado a exigir la enérgica
continuación de la lucha. Pero ahora, sellada ya la paz [13] después de la
capitulación de París, Thiers, nuevo jefe del Gobierno, tenía que darse cuenta de
que la dominación de las clases poseedoras —grandes terratenientes y
capitalistas— estaba en constante peligro mientras los obreros de París tuviesen
en sus manos las armas. Lo primero que hizo fue intentar desarmarlos. El 18 de
marzo envió tropas de línea con orden de robar a la Guardia Nacional la artillería
que era de su pertenencia, pues había sido construida durante el asedio de París
y pagada por suscripción pública. El intento no prosperó; París se movilizó como
un solo hombre para la resistencia y se declaró la guerra entre París y el
Gobierno francés, instalado en Versalles. El 26 de marzo fue elegida, y el 28
proclamada la Comuna de París. El Comité Central de la Guardia Nacional, que
hasta entonces había desempeñado las funciones de gobierno, dimitió en favor
de la Comuna, después de haber decretado la abolición de la escandalosa
«policía de moralidad» de París. El 30, la Comuna abolió la conscripción y el
ejército permanente y declaró única fuerza armada a la Guardia Nacional, en la
que debían enrolarse todos los ciudadanos capaces de empuñar las armas.
Condonó los pagos de alquiler de viviendas desde octubre de 1870 hasta abril de
1871, incluyendo en cuenta para futuros pagos de alquileres las cantidades ya
abonadas, y suspendió la venta de objetos empeñados en el monte de piedad de
la ciudad. El mismo día 30 fueron confirmados en sus cargos los extranjeros
elegidos para la Comuna, pues «la bandera de la Comuna es la bandera de la
República mundial». El 1 de abril se acordó que el sueldo máximo que podría
percibir un funcionario de la Comuna, y por tanto los mismos miembros de ésta,
no podría exceder de 6.000 francos (4.800 marcos). Al día siguiente, la Comuna
decretó la separación de la Iglesia del Estado y la supresión de todas las partidas
consignadas en el presupuesto del Estado para fines religiosos, declarando
propiedad nacional todos los bienes de la Iglesia; como consecuencia de esto, el
8 de abril se ordenó que se eliminase de las escuelas todos los símbolos
religiosos, imágenes, dogmas, oraciones, en una palabra, «todo lo que cae dentro
de la órbita de la conciencia individual», orden que fue aplicándose
gradualmente. El día 5, en vista de que las tropas de Versalles fusilaban
diariamente a los combatientes [194] de la Comuna capturados por ellas, se dictó
un decreto ordenando la detención de rehenes, pero esta disposición nunca se
llevó a la práctica. El día 6, el 137 Batallón de la Guardia Nacional sacó a la calle
la guillotina y la quemó públicamente, entre el entusiasmo popular. El 12, la
Comuna acordó que la Columna Triunfal de la plaza Vendôme, fundida con el
bronce de los cañones tomados por Napoleón después de la guerra de 1809, se
demoliese, como símbolo de chovinismo e incitación a los odios entre naciones.
Esta disposición fue cumplida el 16 de mayo. El 16 de abril, la Comuna ordenó
que se abriese un registro estadístico de todas las fábricas clausuradas por los
patronos y se preparasen los planes para reanudar su explotación con los obreros
que antes trabajaban en ellas, organizándoles en sociedades cooperativas, y que
se planease también la agrupación de todas estas cooperativas en una gran
Unión. El 20, la Comuna declaró abolido el trabajo nocturno de los panaderos y
suprimió también las oficinas de colocación, que durante el Segundo Imperio
eran un monopolio de ciertos sujetos designados por la policía, explotadores de
primera fila de los obreros. Las oficinas fueron transferidas a las alcaldías de los
veinte distritos de París. El 30 de abril, la Comuna ordenó la clausura de las casas
de empeño, basándose en que eran una forma de explotación privada de los
obreros, en pugna con el derecho de éstos a disponer de sus instrumentos de
trabajo y de crédito. El 5 de mayo, dispuso la demolición de la Capilla Expiatoria,
que se había erigido para expiar la ejecución de Luis XVI.
Como se ve, el carácter de clase del movimiento de París, que antes se había
relegado a segundo plano por la lucha contra los invasores extranjeros, resalta
con trazos netos y enérgicos desde el 18 de marzo en adelante. Como los
miembros de la Comuna eran todos, casi sin excepción, obreros o representantes
reconocidos de los obreros, sus acuerdos se distinguían por un carácter
marcadamente proletario. Una parte de sus decretos eran reformas que la
burguesía republicana no se había atrevido a implantar sólo por vil cobardía y
que echaban los cimientos indispensables para la libre acción de la clase obrera,
como, por ejemplo, la implantación del principio de que, con respecto al Estado,
la religión es un asunto de incumbencia puramente privada; otros iban
encaminados a salvaguardar directamente los intereses de la clase obrera, y, en
parte, abrían profundas brechas en el viejo orden social. Sin embargo, en una
ciudad sitiada lo más que se podía alcanzar era un comienzo de desarrollo de
todas estas medidas. Desde los primeros días de mayo, la lucha contra los
ejércitos levantados por el Gobierno de Versalles, cada vez más nutridos,
absorbió todas las energías.
[195]
El 7 de abril, los versalleses tomaron el puente sobre el Sena en Neuilly, en el
frente occidental de París; en cambio, el 11 fueron rechazados con grandes
pérdidas por el general Eudes, en el frente sur. París estaba sometido a constante
bombardeo, dirigido además por los mismos que habían estigmatizado como un
sacrilegio el bombardeo de la capital por los prusianos. Ahora, estos mismos
individuos imploraban al Gobierno prusiano que acelerase la devolución de los
soldados franceses hechos prisioneros en Sedán y en Metz, para que les
reconquistasen París. Desde comienzos de mayo, la llegada gradual de estas
tropas dio una superioridad decisiva a las fuerzas de Versalles. Esto se puso ya de
manifiesto cuando, el 23 de abril, Thiers rompió las negociaciones, abiertas a
propuesta de la Comuna, para canjear al arzobispo de París [*] y a toda una serie
de clérigos, presos en la capital como rehenes, por un solo hombre, Blanqui,
elegido por dos veces a la Comuna, pero preso en Clairvaux. Y se hizo más
patente todavía en el nuevo lenguaje de Thiers, que, de reservado y ambiguo, se
convirtió de pronto en insolente, amenazador, brutal. En el frente sur, los
versalleses tomaron el 3 de mayo el reducto de Moulin Saquet; el día 9 se
apoderaron del fuerte de Issy, reducido por completo a escombros por el
cañoneo; el 14 tomaron el fuerte de Vanves. En el frente occidental avanzaban
paulatinamente, apoderándose de numerosos edificios y aldeas que se extendían
hasta el cinturón fortificado de la ciudad y llegando, por último, hasta la muralla
misma; el 21, gracias a una traición y por culpa del descuido de los guardias
nacionales destacados en este sector, consiguieron abrirse paso hacia el interior
de la ciudad. Los prusianos, que seguían ocupando los fuertes del Norte y del
Este, permitieron a los versalleses cruzar por la parte norte de la ciudad, que era
terreno vedado para ellos según los términos del armisticio, y, de este modo,
avanzar atacando sobre un largo frente, que los parisinos no podían por menos
que creer amparado por dicho convenio y que, por esta razón, tenían guarnecido
con escasas fuerzas. Resultado de esto fue que en la mitad occidental de París, en
los barrios ricos, sólo se opuso una débil resistencia, que se hacía más fuerte y
más tenaz a medida que las fuerzas atacantes se acercaban al sector del Este, a
los barrios propiamente obreros. Hasta después de ocho días de lucha no
cayeron en las alturas de Belleville y Ménilmontant los últimos defensores de la
Comuna; y entonces llegó a su apogeo aquella matanza de hombres desarmados,
mujeres y niños, que había hecho estragos durante toda la semana con furia
creciente. Ya los fusiles de retrocarga no mataban bastante de prisa, y entraron
en juego las [196] ametralladoras para abatir por centenares a los vencidos. El
Muro de los Federados del cementerio de Père Luchaise, donde se consumó el
último asesinato en masa, queda todavía en pie, testimonio mudo pero elocuente
del frenesí a que es capaz de llegar la clase dominante cuando el proletariado se
atreve a reclamar sus derechos. Luego, cuando se vio que era imposible matarlos
a todos, vinieron las detenciones en masa, comenzaron los fusilamientos de
víctimas caprichosamente seleccionadas entre las cuerdas de presos y el traslado
de los demás a grandes campos de concentración, donde esperaban la vista de
los Consejos de Guerra. Las tropas prusianas que tenían cercado el sector
nordeste de París recibieron la orden de no dejar pasar a ningún fugitivo, pero
los oficiales con frecuencia cerraban los ojos cuando los soldados prestaban más
obediencia a los dictados de humanidad que a las órdenes de superioridad;
mención especial merece, por su humano comportamiento, el cuerpo de ejército
de Sajonia, que dejó paso libre a muchas personas, cuya calidad de luchadores
de la Comuna saltaba a la vista.
***
Si hoy, al cabo de veinte años, volvemos los ojos a las actividades y a la
significación histórica de la Comuna de París de 1871, advertimos la necesidad de
completar un poco la exposición que se hace en "La guerra civil en Francia".
Los miembros de la Comuna estaban divididos en una mayoría integrada por los
blanquistas, que habían predominado también en el Comité Central de la
Guardia Nacional, y una minoría compuesta por afiliados a la Asociación
Internacional de los Trabajadores, entre los que prevalecían los adeptos de la
escuela socialista de Proudhon. En aquel tiempo, la gran mayoría de los
blanquistas sólo eran socialistas por instinto revolucionario y proletario; sólo unos
pocos habían alcanzado una mayor claridad de principios; gracias a Vaillant, que
conocía el socialismo científico alemán. Así se explica que la Comuna dejase de
hacer, en el terreno económico, muchas cosas que, desde nuestro punto de vista
actúal, debió realizar. Lo más difícil de comprender es indudablemente el santo
temor con que aquellos hombres se detuvieron respetuosamente en los umbrales
del Banco de Francia. Fue éste además un error político muy grave. El Banco de
Francia en manos de la Comuna hubiera valido más que diez mil rehenes.
Hubiera significado la presión de toda la burguesía francesa sobre el Gobierno
de Versalles para que negociase la paz con la Comuna. Pero aún es más
asombroso el acierto de muchas de las cosas que se hicieron, a pesar de estar
compuesta la Comuna de [197] proudhonianos y blanquistas. Por supuesto, cabe
a los proudhonianos la principal responsabilidad por los decretos económicos de
la Comuna, lo mismo en lo que atañe a sus méritos como a sus defectos; a los
blanquistas les incumbe la responsabilidad principal por los actos y las omisiones
políticos. Y, en ambos casos, la ironía de la historia quiso —como acontece
generalmente cuando el poder cae en manos de doctrinarios— que tanto unos
como otros hiciesen lo contrario de lo que la doctrina de su escuela respectiva
prescribía.
Proudhon, el socialista de los pequeños campesinos y maestros artesanos, odiaba
positivamente la asociación. Decía de ella que tenía más de malo que de bueno;
que era por naturaleza estéril y aun perniciosa, como un grillete puesto a la
libertad del obrero; que era un puro dogma, improductivo y gravoso, contrario
por igual a la libertad del obrero y al ahorro de trabajo; que sus inconvenientes
crecían más de prisa que sus ventajas; que, por el contrario, la libre
concurrencia, la división del trabajo y la propiedad privada eran otras tantas
fuerzas económicas. Sólo en los casos excepcionales —así calificaba Proudhon la
gran industria y las grandes empresas como, por ejemplo, los ferrocarriles—
estaba indicada la asociación de los obreros. (Véase "Idée générale de la
révolution", 3er estudio.)
Pero hacia 1871, incluso en París, centro del artesanado artístico, la gran industria
había dejado ya hasta tal punto de ser un caso excepcional, que el decreto más
importante de cuantos dictó la Comuna dispuso una organización para la gran
industria e incluso para la manufactura, que no se basaba sólo en la asociación de
obreros dentro de cada fábrica, sino que debía también unificar a todas estas
asociaciones en una gran Unión; en resumen, en una organización que, como
Marx dice muy bien en "La guerra civil", forzosamente habría conducido en
última instancia al comunismo, o sea, a lo más antitético de la doctrina
proudhoniana. Por eso, la Comuna fue la tumba de la escuela proudhoniana del
socialismo. Esta escuela ha desaparecido hoy de los medios obreros franceses;
en ellos, actualmente, la teoría de Marx predomina sin discusión, y no menos
entre los «posibilistas» [14] que entre los «marxistas». Sólo quedan
proudhonianos en el campo de la burguesía «radical».
No fue mejor la suerte que corrieron los blanquistas. Educados en la escuela de la
conspiración y mantenidos en cohesión por la rígida disciplina que esta escuela
supone, los blanquistas partían de la idea de que un grupo relativamente
pequeño de hombres decididos y bien organizados estaría en condiciones, no
sólo de adueñarse en un momento favorable del timón del Estado, sino que,
desplegando una acción enérgica e incansable, sería capaz de sostenerse hasta
lograr arrastrar a la revolución a las masas del [198] pueblo y congregarlas en
torno al puñado de caudillos. Esto llevaba consigo, sobre todo, la más rígida y
dictatorial centralización de todos los poderes en manos del nuevo Gobierno
revolucionario. ¿Y qué hizo la Comuna, compuesta en su mayoría precisamente
por blanquistas? En todas las proclamas dirigidas a los franceses de las
provincias, la Comuna les invita a crear una Federación libre de todas las
Comunas de Francia con París, una organización nacional que, por vez primera,
iba a ser creada realmente por la misma nación. Precisamente el poder opresor
del antiguo Gobierno centralizado —el ejército, la policía política y la
burocracia—, creado por Napoleón en 1798 y que desde entonces hahía sido
heredado por todos los nuevos gobiernos como un instrumento grato,
empleándolo contra sus enemigos, precisamente éste debía ser derrumbado en
toda Francia, como había sido derrumbado ya en París.
La Comuna tuvo que reconocer desde el primer momento que la clase obrera, al
llegar al poder, no podía seguir gobernando con la vieja máquina del Estado;
que, para no perder de nuevo su dominación recién conquistada, la clase obrera
tenía, de una parte, que barrer toda la vieja máquina represiva utilizada hasta
entonces contra ella, y, de otra parte, precaverse contra sus propios diputados y
funcionarios, declarándolos a todos, sin excepción, revocables en cualquier
momento. ¿Cuáles eran las características del Estado hasta entonces? En un
principio, por medio de la simple división del trabajo, la sociedad se creó los
órganos especiales destinados a velar por sus intereses comunes. Pero, a la larga,
estos órganos, a la cabeza de los cuales figuraba el poder estatal, persiguiendo
sus propios intereses específicos, se convirtieron de servidores de la sociedad en
señores de ella. Esto puede verse, por ejemplo, no sólo en las monarquías
hereditarias, sino también en las repúblicas democráticas. No hay ningún país en
que los «políticos» formen un sector más poderoso y más separado de la nación
que en Norteamérica. Allí cada uno de los dos grandes partidos que alternan en
el Gobierno está a su vez gobernado por gentes que hacen de la política un
negocio, que especulan con las actas de diputado de las asambleas legistativas
de la Unión y de los distintos Estados federados, o que viven de la agitación en
favor de su partido y son retribuidos con cargos cuando éste triunfa. Es sabido
que los norteamericanos llevan treinta años esforzándose por sacudir este yugo,
que ha llegado a ser insoportable, y que, a pesar de todo, se hunden cada vez
más en este pantano de corrupción. Y es precisamente en Norteamérica donde
podemos ver mejor cómo progresa esta independización del Estado frente a la
sociedad, de la que originariamente debía ser un simple instrumento. Allí no hay
dinastía, ni nobleza, ni ejército permanente [199] —fuera del puñado de hombres
que montan la guardia contra los indios—, ni burocracia con cargos permanentes
o derechos pasivos. Y, sin embargo, en Norteamérica nos encontramos con dos
grandes cuadrillas de especuladores políticos que alternativamente se
posesionan del poder estatal y lo explotan por los medios y para los fines más
corrompidos; y la nación es impotente frente a estos dos grandes cártels de
políticos, pretendidos servidores suyos, pero que, en realidad, la dominan y la
saquean.
Contra esta transformación del Estado y de los órganos del Estado de servidores
de la sociedad en señores de ella, transformación inevitable en todos los Estados
anteriores, empleó la Comuna dos remedios infalibles. En primer lugar, cubrió
todos los cargos administrativos, judiciales y de enseñanza por elección,
mediante sufragio universal, concediendo a los electores el derecho a revocar en
todo momento a sus elegidos. En segundo lugar, todos los funcionarios, altos y
bajos, estaban retribuidos como los demás trabajadores. El sueldo máximo
abonado por la Comuna era de 6.000 francos. Con este sistema se ponía una
barrera eficaz al arribismo y la caza de cargos, y esto sin contar con los mandatos
imperativos que, por añadidura, introdujo la Comuna para los diputados a los
cuerpos representativos.
En el capítulo tercero de "La guerra civil" se describe con todo detalle esta labor
encaminada a hacer saltar el viejo poder estatal y sustituirlo por otro nuevo y
realmente democrático. Sin embargo, era necesario detenerse a examinar aquí
brevemente algunos de los rasgos de esta sustitución por ser precisamente en
Alemania donde la fe supersticiosa en el Estado se ha trasplantado del campo
filosófico a la conciencia general de la burguesía e incluso a la de muchos
obreros. Según la concepción filosófica, el Estado es la «realización de la idea», o
sea, traducido al lenguaje filosófico, el reino de Dios en la tierra, el campo en que
se hacen o deben hacerse realidad la eterna verdad y la eterna justicia. De aquí
nace una veneración supersticiosa del Estado y de todo lo que con él se
relaciona, veneración supersticiosa que va arraigando en las conciencias con
tanta mayor facilidad cuanto que la gente se acostumbra ya desde la infancia a
pensar que los asuntos e intereses comunes a toda la sociedad no pueden
gestionarse ni salvaguardarse de otro modo que como se ha venido haciendo
hasta aquí, es decir, por medio del Estado y de sus funcionarios bien retribuidos.
Y se cree haber dado un paso enormemente audaz con librarse de la fe en la
monarquía hereditaria y entusiasmarse por la república democrática. En
realidad, el Estado no es más que una máquina para la opresión de una clase por
otra, lo mismo en la república democrática que bajo la monarquía; y en el mejor
de los casos, es un mal que se transmite hereditariamente [200] al proletariado
triunfante en su lucha por la dominación de clase. El proletariado victorioso, lo
mismo que hizo la Comuna, no podrá por menos de amputar inmediatamente los
lados peores de este mal, entretanto que una generación futura, educada en
condiciones sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo este trasto viejo
del Estado.
Ultimamente, las palabras «dictadura del proletariado» han vuelto a sumir en
santo horror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿queréis saber qué
faz presenta esta dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del
proletariado!
Londres, en el vigésimo aniversario de la Comuna de París, 18 de marzo de 1891
F. Engels
Publicado en la revista "Die Neue Zeit", Bd. 2, Nº 28, 1890-1891 y en el libro: Karl
Marx. "Der Bürgerkrieg in Frankreich", Berlin, Traducido del alemán. 1891.
Se publica de acuerdo con el texto del libro
NOTAS
[1] 118. La guerra civil en Francia es una de las más importantes obras del marxismo, en la que,
sobre la base de la experiencia de la Comuna de París, se desarrollan las principales tesis de la
doctrina marxista sobre el Estado y la revolución. Fue escrita como Manifiesto del Consejo
General de la Internacional a todos los miembros de la Asociación Internacional de los
Trabajadores en Europa y los Estados Unidos.
En este trabajo se confirma y se desarrolla la tesis expuesta por Marx en "El Dieciocho Brumario
de Luis Bonaparte" (véase la presente edición, t. 1, págs. 408-498) acerca de la necesidad de que
el proletariado destruya la máquina estatal burguesa. Marx saca la conclusión de que «la clase
obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal y como está
y servirse de ella para sus propios fines» (véase el presente tomo, pág. 230). El proletariado debe
destruirla y sustituirla con un Estado del tipo de la Comuna de París. Esta conclusión de Marx
acerca del Estado de nuevo tipo —del tipo de la Comuna de París— como forma estatal de la
dictadura del proletariado constituye el contenido principal de su nueva aportación a la teoría
revolucionaria.
La obra de Marx "La guerra civil en Francia" tuvo gran propagación. En los años de 1871-1872 fue
traducida a varias lenguas y publicada en diversos países de Europa y en los EE.UU.— 188, 214
[2] 119. Engels escribió esta introducción para la tercera edición alemana del trabajo de Marx "La
guerra civil en Francia" publicada en 1891 en conmemoración del 20 aniversario de la Comuna de
París. En dicha edición, Engels incluye el primer y el segundo manifiesto del Consejo General de
la Asociación Internacional de Trabajadores, escritos por Marx, acerca de la guerra francoprusiana, manifiestos que en las ediciones posteriores en diferentes lenguas se publican también
junto con "La guerra civil en Francia".- 188
[**] Véase el presente tomo, págs. 200-205, 206-213. (N. de la Edit.)
[**] Véase la presente edición, t. 1, págs. 408-498. (N. de la Edit.)
[3] 120. Se alude a la guerra de liberación nacional del pueblo alemán contra la dominación
napoleónica en 1813-1814.- 189
[4] 122. La Ley de Excepción contra los socialistas fue promulgada en Alemania el 21 de octubre de
1878. En virtud de la misma quedaron prohibidas todas las organizaciones del Partido
Socialdemócrata, las organizaciones obreras de masas y la prensa obrera. Fueron confiscadas las
publicaciones socialistas y se sometió a represiones a los socialdemócratas. Bajo la presión del
movimiento obrero de masas, la ley fue derogada el 1º de octubre de 1890.- 189, 318
[5] 121. Se denominaban demogagos en Alemania en los años 20 del siglo XIX a los participantes
en el movimiento oposicionista de los intelectuales alemanes que se pronunciaban contra el
régimen reaccionario en los Estados alemanes y reivindicaban la unificación de Alemania. Los
«demagogos» eran víctimas de crueles persecuciones por parte de las autoridades alemanas.- 189
[**] Véase el presente tomo, pág. 210. (N. de la Edit.)
[6] 123. Trátase de la revolución burguesa de julio de 1830 en Francia.- 190
[7] 19. La insurrección de Junio, heroica insurrección de los obreros de París el 23-26 de junio de
1848, reprimida con inaudita crueldad por la burguesía francesa, fue la primera gran guerra civil
entre el proletariado y la burguesía.- 25, 172, 190, 212, 219, 331
[8] 124. Se alude a las guerras civiles de los años 44 a 27 a. de n. e., que desembocaron en la
instauración del Imperio Romano.- 191
[9] 125. Trátase de los legitimistas, los orleanistas y los bonapartistas.
Legitimistas, partidarios de la dinastía de los Borbones, derrocada en Francia en 1792;
representaban los intereses de la gran aristocracia propietaria de tierras y del alto clero;
constituyeron partido en 1830, después del segundo derrocamiento de la dinastía. En 1871, los
legitimistas se incorporaron a la cruzada común de las fuerzas contrarrevolucionarias para
combatir a la Comuna de París.
Orleanistas, partidarios de los duques de Orleáns, rama menor de la dinastía de los Borbones, que
se mantuvo en el poder desde la revolución de julio de 1830 hasta la de 1848; representaban los
intereses de la aristocracia financiera y la gran burguesía.- 191, 211, 221
[10] 126. Alusión al golpe de Estado de Luis Bonaparte efectuado el 2 de diciembre de 1851, con
el que comienza el régimen bonapartista del Segundo Imperio.- 191, 202, 229.
[11] 127. La Primera República fue proclamada en 1792, durante la Gran Revolución burguesa de
Francia. Le siguieron en 1799 el Consulado y, luego, el Primer Imperio de Napoleón I Bonaparte
(1804-1814). En ese período, Francia sostuvo numerosas guerras, ampliando considerablemente
los límites del Estado.- 191
[12] 106. El 2 de setiembre de 1870, el ejército francés fue derrotado en Sedán, quedando
prisioneras las tropas, con el mismo emperador. Del 5 de setiembre de 1870 al 19 de marzo de
1871, Napoleón III y el mando se hallaban en Wilhelmshöle (cerca de Kassel), castillo de los reyes
de Prusia. La catástrofe de Sedán precipitó la caída del Segundo Imperio y desembocó el 4 de
setiembre de 1870 en la proclamación de la república en Francia. Se formó un Gobierno nuevo, el
llamado «Gobierno de la Defensa Nacional».- 175, 192, 206, 216, 273
[13] 128. Se alude al tratado preliminar de paz entre Francia y Alemania firmado en Versalles el 26
de febrero de 1871 por Thiers y J. Favre, de una parte, y Bismarck, de otra. Según las condiciones
del tratado, Francia cedía a Alemania el territorio de Alsacia y la parte oriental de Lorena y le
pagaba una contribución de guerra de 5 mil millones de francos. El tratado definitivo de paz fue
firmado en Francfort del Meno el 10 de mayo de 1871.- 193, 222, 314, 371
[*] Darboy (N. de la Edit.)
[14] 129. Los posibilistas formaban una corriente oportunista en el movimiento socialista de
Francia. Sus dirigentes, entre otros, Brousse y Malon, provocaron en 1882 la escisión del Partido
Obrero Francés. Los líderes de esta corriente proclamaron el principio reformista de procurar
nada más que lo «posible».- 197
[206]
SEGUNDO MANIFIESTO DEL CONSEJO GENERAL
DE LA ASOCIACION INTERNACIONAL
DE LOS TRABAJADORES SOBRE LA GUERRA
FRANCO-PRUSIANA
A LOS MIEMBROS DE LA ASOCIACION INTERNACIONAL DE LOS
TRABAJADORES EN EUROPA Y LOS ESTADOS UNIDOS
En nuestro primer manifiesto, del 23 de julio, decíamos:
«En París ya han doblado las campanas por el Segundo Imperio. Acabará como
empezó, con una parodia. Pero no olvidemos que fueron los gobiernos y las
clases dominantes de Europa quienes permitieron a Luis Bonaparte representar
durante diez y ocho años la cruel farsa del Imperio restaurado» [*].
Como se ve, ya antes de que comenzasen las hostilidades, nosotros dábamos por
estallada la pompa de jabón bonapartista.
Y si no nos equivocábamos en cuanto a la vitalidad del Segundo Imperio, tampoco
nos faltaba razón al temer que la guerra alemana «perdiese su carácter
estrictamente defensivo y degenerase en una guerra contra el pueblo francés»
[*]*. En realidad, la guerra defensiva terminó con la rendición de Luis Bonaparte,
la capitulación de Sedán [23] y la proclamación de la república en París. Pero ya
mucho antes de que se produjesen estos acontecimientos, en el mismo momento
en que se puso de manifiesto la total podredumbre de las armas bonapartistas, la
camarilla militar prusiana optó por la guerra de conquista. Cierto es que en su
camino se alzaba un obstáculo desagradable: las propias declaraciones hechas por
el rey Guillermo al comenzar la guerra. En su discurso de la corona ante el
Reichstag de la Alemania del Notre, el rey había [207] declarado solemnemente
que la guerra iba contra el emperador de Francia y no contra el pueblo francés. Y
el 11 de agosto dirigió a la nación francesa un manifiesto en el que figuraban
estas palabras:
«Debido a que el emperador Napoleón ha atacado por tierra y por mar a la nación
alemana, que deseaba y sigue deseando vivir en paz con el pueblo francés; yo he
tomado el mando de los ejércitos alemanes para repeler su agresión y me he visto
obligado, por los acontecimientos militares, a cruzar las fronteras de Francia».
No contento con afirmar el «carácter puramente defensivo» de la guerra,
declarando que solamente tomaba el mando de los ejércitos alemanes «para
repeler la agresión», añadía que habían sido sólo los «acontecimientos militares»
los que le habían «obligado» a cruzar las fronteras de Francia. Y es indudable que
una guerra defensiva no excluye la posibilidad de emprender operaciones
ofensivas, cuando los «acontecimientos militares» lo impongan.
Como se ve, el pío monarca se había comprometido, ante Francia y ante el
mundo, a mantener una guerra estrictamente defensiva. ¿Cómo eximirle de este
compromiso solemne? Los directores de escena tenían que presentarlo como
accediendo de mala gana a los mandatos irresistibles de la nación alemana.
Inmediatamente, apuntaron su papel a la clase media liberal alemana, con sus
profesores, sus capitalistas, sus periodistas y sus concejales. Esta clase media,
que, en sus luchas por la libertad civil, desde 1846 hasta 1870, había dado al
mundo un espectáculo inigualado de indecisión, de incapacidad y de cobardía,
se entusiasmó, naturalmente, ante la idea de pisar la escena de Europa como el
león rugiente del patriotismo alemán. Se tomó el disfraz de independencia cívica,
fingiendo obligar al Gobierno prusiano a aceptar los que eran, en realidad,
designios secretos de este mismo Gobierno. Ahora, expiaba su larga y casi
religiosa fe en la infalibilidad de Luis Bonaparte clamando por la desmembración
de la República Francesa. Oigamos por un momento los argumentos plausibles
de estos patriotas inconmovibles.
No se atreven a afirmar que ]a población de Alsacia y de Lorena suspire por el
abrazo alemán. Todo lo contrario. Para castigar su patriotismo francés, una ciudad
como Estrasburgo, a pesar de estar dominada por una ciudadela independiente,
ha sido bombardeada de un modo bárbaro y sin necesidad, por espacio de seis
días, con granadas explosivas «alemanas», que la han incendiado y han matado a
un gran número de habitantes indefensos. Sí, el suelo de estas provincias
perteneció en tiempos remotos al difunto hace muchísimo tiempo Imperio
germánico [24]. De aquí que este suelo y los seres humanos que han crecido en él
deban [208] ser confiscados, al parecer, como propiedad imprescriptible de
Alemania. Ahora bien, si se trata de rehacer el viejo mapa de Europa según los
caprichos de los amantes de la antigüedad, no olvidemos en modo alguno que el
Elector de Brandeburgo era, en cuanto a sus dominios prusianos, vasallo de la
República Polaca [25].
Pero los patriotas astutos reclaman Alsacia y la parte de Lorena que habla alemán,
como una «garantía material» contra las agresiones francesas. Como este vil
pretexto ha hecho perder la cabeza a mucha gente de poco seso, nos creemos
obligados a examinarlo un poco más a fondo.
No cabe duda que la configuración general de Alsacia en comparación con la
orilla opuesta del Rin, y la existencia de una gran ciudad fortificada como
Estrasburgo casi a mitad de camino entre Basilea y Germersheim, favorece
mucho una invasión de la Alemania del Sur por los franceses, oponiendo en
cambio especiales dificultades a la invasión de Francia desde el Sur de Alemania.
Tampoco es dudoso que la anexión de Alsacia y de Lorena de habla alemana
daría a la Alemania del Sur una frontera mucho más fuerte, puesto que pondría en
sus manos la cresta de las montañas de los Vosgos en toda su longitud y los
fuertes que cubren sus pasos septentrionales. Y si la anexión se hiciese extensiva
a Metz, Francia quedaría privada indudablemente, por el momento, de sus dos
principales bases de operaciones contra Alemania; pero esto no le impediría
construir otra nueva en Nancy o en Verdún. Teniendo a Coblenza, Maguncia,
Germersheim, Rastatt y Ulm, bases todas de operaciones contra Francia, de las
que ha hecho uso abundante en esta guerra, ¿con qué sombra de justicia puede
Alemania envidiar a Francia Estrasburgo y Metz, las dos únicas fortalezas de
cierta importancia que posee por este lado? Además, Estrasburgo sólo es un
peligro para la Alemania del Sur mientras ésta es una potencia separada de la
Alemania del Norte. De 1792 a 1795, el Sur de Alemania no se vio nunca invadido
por este lado, porque Prusia participaba en la guerra contra la revolución
francesa; pero tan pronto como, en 1795, Prusia firmó una paz separada [26]
dejando que el Sur se las arreglase como pudiera, comenzaron, continuando
hasta 1809, las invasiones del Sur de Alemania, con Estrasburgo como base. Es
indudable que una Alemania unificada podrá siempre neutralizar a Estrasburgo y
a cualquier ejército francés en Alsacia concentrando todas sus tropas —como se
hizo en esta guerra— entre Saarlouis y Landau, y avanzando o aceptando la
batalla en la línea del camino que va de Maguncia a Metz. Con el núcleo principal
de las tropas alemanas estacionado allí, cualquier ejército francés que avanzase
de Estrashurgo hacia el Sur de Alemania se vería atacado de flanco [209] y en
peligro de encontrarse con las comunicaciones cortadas. Si la campaña actual ha
demostrado algo, es precisamente la facilidad de atacar a Francia desde
Alemania.
Pero, hablando honradamente, ¿no es un completo absurdo y anacronismo tomar
las razones militares como el principio que debe presidir el trazado de las
fronteras entre las naciones? Si esta norma prevaleciese, Austria tendría aún
derecho a pedir Venecia y la línea de Mincio, y Francia podría reclamar la línea
del Rin para proteger a París, que indudablemente está más expuesto a ser
atacado desde el Nordeste que Berlín desde el Sudoeste. Si las fronteras van a
trazarse en consonancia con los intereses militares, las reclamaciones no
acabarán nunca, pues toda línea militar es por fuerza defectuosa y susceptible de
mejorarse con la anexión de nuevos territorios vecinos; además, estas líneas
nunca pueden trazarse de un modo inapelable y justo, pues son siempre una
imposición del vencedor sobre el vencido, y por consiguiente, llevan en su seno
siempre el germen de nuevas guerras.
Así nos lo enseña la historia toda. Ocurre con las naciones lo mismo que con los
individuos. Para privarles del poder de atacar, hay que quitarles todos los medios
de defenderse. No basta echar las manos al cuello; hay que asesinar. Si alguna
vez hubo un conquistador que tomase «garantías materiales» para inutilizar a una
nación, ése fue Napoleón I con el tratado de Tilsit [27] y con su modo de aplicarlo
contra Prusia y el resto de Alemania. Y, sin embargo, pocos años después, su
poder gigantesco se venía al suelo como una caña podrida ante el pueblo alemán.
¿Qué significan las «garantías materiales» que Prusia, en sus sueños más
fantásticos, pueda o se atreva a imponer a Francia, comparadas con las que le
arrancó a ella misma Napoleón I? El resultado no será menos desastroso. Y la
historia no medirá su venganza por el número de millas cuadradas arrebatadas a
Francia, sino por la magnitud del crimen que supone resucitar en la segunda
mitad del siglo XIX la política de conquistas.
Pero es, dicen los portavoces del patriotismo teutónico, que no se debe confundir
a los alemanes con los franceses. Lo que nosotros queremos no es gloria, sino
seguridad. Los alemanes son un pueblo esencialmente pacífico. Bajo su prudente
tutela, hasta las mismas conquistas dejan de ser un factor de guerras futuras para
convertirse en una prenda de perpetua paz. Indudablemente, no fue Alemania la
que invadió a Francia en 1792, con el sublime objetivo de acabar a bayonetazos
con la revolución del siglo XVIII. No fue Alemania la que manchó sus manos con la
esclavización de Italia, la opresión de Hungría y la desmembración de Polonia. Su
actual sistema militar, que divide a toda la población [210] masculina sana en dos
partes: un ejército permanente en activo y otro ejército permanente en reserva,
ambos sujetos por igual a obediencia pasiva a sus gobernantes de derecho
divino; semejante sistema militar es, evidentemente, una «garantía material» para
la salvaguardia de la paz, y es, además, la cumbre suprema de la civilización... En
Alemania, como en todas partes, los aduladores de los que están en el poder
envenenan a la opinión pública con el incienso de alabanzas jactanciosas y
mendaces.
Estos patriotas alemanes, que fingen indignarse a la vista de las fortificaciones
francesas de Metz y Estrasburgo, no ven ningún mal en la vasta red de
fortificaciones moscovitas de Varsovia, Modlin e Ivangórod. Tiemblan ante los
horrores de una invasión bonapartista, pero cierran los ojos ante la ignominia de
una tutela del zarismo.
Y así como en 1865 hubo un cambio de promesas entre Luis Bonaparte y
Bismarck, en 1870 hubo otro cambio de promesas entre Bismarck y Gorchakov.
Igual que Luis Bonaparte se ilusionaba pensando que la guerra de 1866, al
producir el mutuo agotamiento de Austria y Prusia, le convertiría en el árbitro
supremo de Alemania, Alejandro se ilusionaba también pensando que la guerra
de 1870, al producir el agotamiento mutuo de Alemania y de Francia, lo erigiría
en árbitro supremo del Occidente de Europa. Y así como el Segundo Imperio
reputaba la Confederación de la Alemania del Norte [28] incompatible con su
existencia, la Rusia autocrática tiene por fuerza que creerse amenazada por un
Imperio alemán bajo la hegemonía de Prusia. Tal es la ley del viejo sistema
político. Dentro de este sistema, lo que para un Estado es una ganancia
representa para otro una pérdida. La influencia preponderante del zar en Europa
tiene sus raíces en su tradicional dominación sobre Alemania. Y en un momento
en que, dentro de la propia Rusia, fuerzas sociales volcánicas amenazan con
estremecer los mismos fundamentos de la autocracia, ¿va el zar a permitir que se
merme de ese modo su prestigio en el extranjero? Ya la prensa de Moscú se
expresa en el mismo lenguaje que empleaban los periódicos bonapartistas
después de la guerra de 1866. ¿Acaso los patriotas teutones creen realmente que
el mejor modo de garantizar la libertad y la paz en Alemania es obligar a Francia
a echarse en brazos de Rusia? Si la fortuna de las armns, la arrogancia de la
victoria y las intrigas dinásticas llevan a Alemania a una expoliación del territorio
francés, ante ella sólo se abrirán dos caminos: o convertirse a toda costa en un
instrumento manifiesto del engrandecimiento de Rusia, o bien, tras una breve
tregua, prepararse para otra guerra «defensiva», y no una de esas guerras
«localizadas» de nuevo estilo, sino una [211] guerra de razas, una guerra contra
las razas eslava y latina coligadas.
La clase obrera alemana ha apoyado enérgicamente la guerra, que no estaba en
su mano impedir, como una guerra por la independencia de Alemania y por
librar a Francia y a Europa del foco pestilente del Segundo Imperio. Fueron los
obreros industriales alemanes los que, con los obreros agrícolas, dieron nervio y
músculo a las heroicas huestes, dejando en la retaguardia a sus familias medio
muertas de hambre. Diezmados por las batallas en el extranjero, volverán a verse
diezmados por la miseria en sus hogares. Ellos a su vez reclaman ahora
«garantías», garantías de que sus inmensos sacrificios no han sido hechos en
vano, de que han conquistado la libertad, de que su victoria sobre los ejércitos
imperiales no se convertirá, como en 1815, en derrota del pueblo alemán [29] y,
como primera de estas garantías, reclaman una paz honrosa para Francia y el
reconocimiento de la República Francesa.
El Comité Central del Partido Obrero Socialdemócrata de Alemania publicó el 5
de septiembre un manifiesto insistiendo enérgicamente en estas garantías.
«Protestamos contra la anexión de Alsacia y Lorena. Y tenemos la conciencia de
hablar en nombre de la clase obrera de Alemania. En interés común de Francia y
Alemania, en interés de la paz y de la libertad, en interés de la civilización
occidental frente a la barbarie oriental, los obreros alemanes no tolerarán
pacientemente la anexión de Alsacia y Lorena... ¡Apoyaremos fielmente a
nuestros camaradas obreros de todos los países en la causa común internacional
del proletariado!»
Desgraciadamente, no podemos confiar en que tengan un éxito inmediato. Si en
tiempo de paz los obreros franceses no pudieron detener el brazo del agresor,
¿cómo van los obreros alemanes a detener el brazo del vencedor en medio del
estrépito de las armas? El manifiesto de los obreros alemanes reclama la
extradición de Luis Bonaparte como un delincuente común y su entrega a la
República Francesa. Pero sus gobernantes están haciendo ya cuanto pueden para
volverlo a colocar en las Tullerías [30], como el hombre más indicado para hundir
a Francia. Pase lo que pase, la historia nos enseñará que la clase obrera alemana
no está hecha de la misma pasta maleable que la burguesía de este país. Los
obreros de Alemania cumplirán con su deber.
Como ellos, celebramos el advenimiento de la república en Francia, pero al
mismo tiempo, nos atormentan dudas que confiamos serán infundadas. Esta
república no ha derribado el trono, sino que ha venido simplemente a ocupar su
vacante. Ha sido proclamada, no como una conquista social, sino como una
medida de defensa nacional. Se halla en manos de un Gobierno provisional [212]
compuesto en parte por notorios orleanistas [31] y en parte por republicanos
burgueses, en algunos de los cuales dejó su estigma indeleble la insurrección de
Junio de 1848 [32]. El reparto de funciones entre los miembros de este Gobierno
no augura nada bueno. Los orleanistas se han adueñado de las posiciones más
fuertes: el ejército y la policía, dejando a los que se proclaman republicanos los
departamentos puramente retóricos. Algunos de sus primeros actos bastan para
revelar que no han heredado del Imperio solamente un montón de ruinas, sino
también su miedo a la clase obrera. Y si hoy, en nombre de la república y con
fraseología desenfrenada se prometen cosas imposibles, ¿no será acaso para
preparar el clamor que exija un gobierno «posible»? ¿No estará la república
destinada, en la mente de los burgueses, que serían con gusto sus enterradores, a
servir sólo de puente para una restauración orleanista?
Como vemos, la clase obrera de Francia tiene que hacer frente a condiciones
dificilísimas. Cualquier intento de derribar al nuevo Gobierno en el trance actual,
con el enemigo llamando casi a las puertas de París, sería una locura
desesperada. Los obreros franceses deben cumplir con su deber de ciudadanos;
pero, al mismo tiempo, no deben dejarse llevar por los recuerdos nacionales de
1792, como los campesinos franceses se dejaron engañar por los recuerdos
nacionales del Primer Imperio. Su misión no es repetir el pasado, sino construir el
futuro. Que aprovechen serena y resueltamente las oportunidades que les brinda
la libertad republicana para trabajar más a fondo en la organización de su propia
clase. Esto les infundirá nuevas fuerzas hercúleas para la regeneración de Francia
y para nuestra obra común: la emancipación del trabajo. De su fuerza y de su
prudencia depende la suerte de la república.
Los obreros ingleses han dado ya pasos encaminados a vencer, mediante una
saludable presión desde fuera, la repugnancia de su Gobierno a reconocer a la
República Francesa [33]. Con su actual táctica dilatoria, el Gobierno inglés
pretende, probablemente, expiar el pecado de la guerra antijacobina de 1792 y
la precipitación indecorosa con que sancionó el coup d'état [34]. Los obreros
ingleses exigen, además, de su Gobierno que se oponga con todas sus fuerzas a
la desmembración de Francia, que una parte de la prensa inglesa es lo
suficientemente desvergonzada para pedir a gritos. Es la misma prensa que
durante veinte años estuvo divinizando a Luis Bonaparte como la providencia de
Europa y que jaleaba frenéticamente la rebelión de los esclavistas
norteamericanos [35]. Ahora, como entonces, trabaja sin descanso para los
esclavistas.
Que las secciones de la Asociación Internacional de los [213] Trabajadores de cada
país exhorten a la clase obrera a la acción. Si los obreros olvidan su deber, si
permanecen pasivos, la horrible guerra actual no será más que ]a precursora de
nuevas luchas internacionales todavía más espantosas y conducirá en cada país a
nuevas derrotas de los obreros por los señores de la espada, de la tierra y del
capital.
Vive la République!
256, High Holborn,
London, W. C.
9 de septiembre de 1870
Escrito por C. Marx entre el Se publica de acuerdo con el texto
6 y el 9 de septiembre de 1870. de la octavilla.
Publicado en forma de octavilla Traducido del alemán
en inglés el 11-13 de septiembre
de 1870, como también en forma
de octavilla en alemán y en la
prensa periódica en alemán y
francés en septiembre-diciembre
de 1870.
NOTAS
[*] Véase el presente tomo, pág. 203. (N. de la Edit.)
[**] Véase el presente tomo, pág. 204. (N. de la Edit.)
[23] 106. El 2 de setiembre de 1870, el ejército francés fue derrotado en Sedán, quedando
prisioneras las tropas, con el mismo emperador. Del 5 de setiembre de 1870 al 19 de marzo de
1871, Napoleón III y el mando se hallaban en Wilhelmshöle (cerca de Kassel), castillo de los reyes
de Prusia. La catástrofe de Sedán precipitó la caída del Segundo Imperio y desembocó el 4 de
setiembre de 1870 en la proclamación de la república en Francia. Se formó un Gobierno nuevo, el
llamado «Gobierno de la Defensa Nacional».- 175, 192, 206, 216, 273
[24] 136. Hasta agosto de 1806, Alemania formaba parte del llamado Sacro Imperio Romano
germánico fundado en el siglo X, al unirse varios principados feudales y ciudades libres que
reconocían el poder supremo del emperador.- 207
[25] 137. En 1618, el electorado de Brandenburgo se unió al ducado de Prusia (Prusia Oriental)
formado a principios del siglo XVI sobre la base de las posesiones de la Orden Teutónica y
vasallo de Rzeczpospolita (Polonia). El elector de Brandenburgo, en calidad de duque de Prusia,
fue vasallo de Polonia hasta 1657, cuando, aprovechando las dificultades de este país en la guerra
contra Suecia, consiguió que se reconociera su soberanía sobre las posesiones prusianas.- 208
[26] 138. Alusión al Tratado de paz de Basilea, concertado separadamente por Prusia, participante
en la primera coalición antifrancesa de Estados europeos, con la República Francesa el 5 de abril
de 1795.- 208
[27] 139. El tratado de Tilsit fue concertado el 7-9 de julio de 1807 entre la Francia napoleónica, de
una parte, y, de otra, los participantes en la cuarta coalición antifrancesa, Rusia y Prusia,
derrotadas en la contienda. Las condiciones del tratado eran extremadamente duras para Prusia,
la cual se privaba de una parte considerable de su territorio. Rusia no sufrió pérdidas territoriales,
pero tuvo que reconocer el reforzamiento de las posiciones de Francia en Europa y adherirse al
bloqueo de Inglaterra (el llamado bloqueo continental). Impuesta por Napoleón I, la bandidesca
paz de Tilsit despertó el hondo descontento entre la población de Alemania, preparando de este
modo el terreno para el movimiento de liberación nacional de 1813 contra la dominación
napoleónica.- 209
[28] 108. La Confederación de Alemania del Norte, encabezada por Prusia, comprendía 19 Estados
y 3 ciudades libres de Alemania del Norte y Central. Fue constituida en 1867 a propuesta de
Bismarck. La formación de la Confederación significó una de las etapas decisivas de la
reunificación de Alemania bajo la hegemonía de Prusia. En enero de 1871, la Confederación dejó
de existir debido a la constitución del Imperio alemán.- 176, 210
[29] 140. Marx se refiere al triunfo de la reacción feudal de Alemania después del hundimiento de
la dominación napoléonica; en Alemania se mantuvo el fraccionamiento feudal, en los Estados
alemanes se consolidó el régimen feudal absolutista, se conservaron todos los privilegios de la
nobleza y se reforzó la explotación de los campesinos.- 211
[30] 141. Trátase del Palacio de las Tullerías, de París, residencia de Napoleón III.- 211
[31] 125. Trátase de los legitimistas, los orleanistas y los bonapartistas.
Legitimistas, partidarios de la dinastía de los Borbones, derrocada en Francia en 1792;
representaban los intereses de la gran aristocracia propietaria de tierras y del alto clero;
constituyeron partido en 1830, después del segundo derrocamiento de la dinastía. En 1871, los
legitimistas se incorporaron a la cruzada común de las fuerzas contrarrevolucionarias para
combatir a la Comuna de París.
Orleanistas, partidarios de los duques de Orleáns, rama menor de la dinastía de los Borbones, que
se mantuvo en el poder desde la revolución de julio de 1830 hasta la de 1848; representaban los
intereses de la aristocracia financiera y la gran burguesía.- 191, 211, 221
[32] 19. La insurrección de Junio, heroica insurrección de los obreros de París el 23-26 de junio de
1848, reprimida con inaudita crueldad por la burguesía francesa, fue la primera gran guerra civil
entre el proletariado y la burguesía.- 25, 172, 190, 212, 219, 331
[33] 142. Marx alude al movimiento de los obreros ingleses en pro del reconocimiento de la
República Francesa instaurada el 4 de setiembre de 1870. A partir del 5 de setiembre, en Londres
y otras grandes ciudades se celebraron mítines y manifestaciones que adoptaron resoluciones y
peticiones reivindicando el reconocimiento inmediato de la República Francesa por el Gobierno
británico. El Consejo General de la Internacional tomó parte directa en la organización de este
movimiento.- 212
[34] 143. Marx se refiere a la participación activa de Inglaterra en la organización de la coalición
de Estados feudales absolutistas que iniciaron en 1792 la guerra contra la Francia revolucionaria,
como también a que la oligarquía gobernante inglesa fue la primera en Europa en reconocer el
régimen bonapartista establecido en Francia con el golpe de Estado de Luis Bonaparte del 2 de
diciembre de 1851.- 212
[35] 144. Durante la guerra civil en América (1861-1865) entre el Norte industrial y el Sur de los
plantadores esclavistas, la prensa burguesa de Inglaterra defendió el Sur, es decir, el régimen
esclavista.- 212
La guerra civil en Francia. Manifiesto del Consejo General de la
Asociación Internacional de los Trabajadores
[214]
LA GUERRA CIVIL EN FRANCIA
MANIFIESTO DEL CONSEJO GENERAL DE LA
ASOCIACION INTERNACIONAL DE LOS TRABAJADORES
A TODOS LOS MIEMBROS DE LA ASOCIACION EN EUROPA
Y LOS ESTADOS UNIDOS
I
El 4 de septiembre de 1870, cuando los obreros de París proclamaron la
república, casi instantáneamente aclamada de un extremo de otro de Francia sin
una sola voz disidente, una cuadrilla de abogados arribistas, con Thiers como
estadista y Trochu como general, se posesionaron del Hôtel de Ville. Por aquel
entonces estaban imbuidos de una fe tan fanática en la misión de París para
representar a Francia en todas las épocas de crisis históricas que, para legitimar
sus títulos usurpados de gobernantes de Francia, consideraban suficiente exhibir
sus actas ya caducas de diputados por París. En nuestro segundo manifiesto sobre
la pasada guerra, cinco días después del encumbramiento de estos hombres, os
decíamos ya quiénes eran [*]. Sin embargo, en la confusión provocada por la
sorpresa, con los verdaderos jefes de la clase obrera encerrados todavía en las
prisiones bonapartistas y los prusianos avanzando a toda marcha sobre París, la
capital toleró que asumieran el poder bajo la expresa condición de que su solo
objetivo sería la defensa nacional. Ahora bien, París no podía ser defendido sin
armar a su clase obrera, organizándola como una fuerza efectiva y adiestrando a
sus hombres en la guerra misma. Pero París en armas era la revolución en armas.
El triunfo de París sobre el agresor prusiano hubiera [215] sido el triunfo del
obrero francés sobre el capitalista francés y sus parásitos dentro del Estado. En
este conflicto entre el deber nacional y el interés de clase, el gobierno de la
defensa nacional no vaciló un instante en convertirse en un gobierno de la
traición nacional.
Su primer paso consistió en enviar a Thiers a deambular por todas las Cortes de
Europa para implorar su mediación, ofreciendo el trueque de la república por un
rey. A los cuatro meses de comenzar el asedio de la capital, cuando se creyó
llegado el momento oportuno para empezar a hablar de capitulación, Trochu, en
presencia de Julio Favre y de otros colegas de ministerio, habló en los siguientes
términos a los alcaldes de París reunidos:
«La primera cuestión que mis colegas me plantearon, la misma noche del 4 de
septiembre, fue ésta: ¿Puede París resistir con alguna probabilidad de éxito un
asedio de las tropas prusianas? No vacilé en contestar negativamente. Algunos de
mis colegas, aquí presentes, certificarán la verdad de mis palabras y la
persistencia de mi opinión. Les dije —en estos mismos términos— que, con el
actual estado de cosas, el intento de París de afrontar un asedio del ejército
prusiano, sería una locura. Una locura heroica —añadía—, sin duda alguna; pero
nada más... Los hechos» (dirigidos por él mismo) «no han dado un mentís a mis
previsiones».
Este precioso y breve discurso de Trochu fue publicado más tarde por el señor
Corbon, uno de los alcaldes allí presentes.
Así, pues, en la misma noche del día en que fue proclamada la república, los
colegas de Trochu sabían ya que su «plan» era la capitulación de París. Si la
defensa nacional hubiera sido algo más que un pretexto para el gobierno
personal de Thiers, Favre y Cía., los advenedizos del 4 de septiembre habrían
abdicado el 5, habrían puesto al corriente al pueblo de París sobre el «plan» de
Trochu y le habrían invitado a rendirse sin más o a tomar su destino en sus
propias manos. En vez de hacerlo así, aquellos infames impostores optaron por
curar la locura heroica de París con un tratamiento de hambre y de cabezas rotas,
y engañarle mientras tanto con manifiestos grandilocuentes, en los que se decía,
por ejemplo, que Trochu, «el gobernador de París, jamás capitularía» y que Julio
Favre, ministro de Negocios Extranjeros, «no cedería ni una pulgada de nuestro
territorio ni una piedra de nuestras fortalezas». En una carta a Gambetta, este
mismo Julio Favre confiesa que contra lo que ellos se «defendían» no era contra
los soldados prusianos, sino contra los obreros de París. Durante todo el sitio, los
matones bonapartistas a quienes Trochu, muy previsoramente, había confiado el
mando del ejército de París, no cesaban de hacer chistes desvergonzados, en sus
cartas íntimas, sobre la bien conocida burla de la defensa (véase, por ejemplo,
[216] la correspondencia de Alfonso Simón Guiod, comandante en jefe de la
artillería del ejército de París y Gran Cruz de la Legión de Honor, con Susane,
general de división de artillería, correspondencia publicada en el "Journal
Officiel" [36] de la Comuna). Por fin, el 28 de enero de 1871 [37], los impostores
se quitaron la careta. Con el verdadero heroísmo de la máxima abyección, el
Gobierno de la Defensa Nacional, al capitular, se convirtió en el gobierno de
Francia integrado por prisioneros de Bismarck, papel tan bajo, que el propio Luis
Bonaparte, en Sedán [38], se arredró ante él. Después de los acontecimiento del
18 de marzo, en su precipitada huida a Versalles, los capitulards [39] dejaron en
las manos de París las pruebas documentales de su traición, para destruir las
cuales, como dice la Comuna en su proclama a las provincias,
«esos hombres no vacilarían en convertir a París en un montón de escombros
bañado por un mar de sangre».
Además, algunos de los dirigentes del gobierno de la defensa tenían razones
personales especialísimas para buscar ardientemente este desenlace.
Poco tiempo después de sellado el armisticio, el señor Millière, uno de los
diputados por París en la Asamblea Nacional, fusilado más tarde por orden
expresa de Julio Favre, publicó una serie de documentos judiciales auténticos
demostrando que Favre, que vivía en concubinato con la mujer de un borracho
residente en Argel, había logrado, por medio de las más descaradas
falsificaciones cometidas a lo largo de muchos años, atrapar en nombre de los
hijos de su adulterio una cuantiosa herencia, con la que se hizo rico; y que en un
pleito entablado por los legítimos herederos, sólo pudo conseguir salvarse del
escándalo gracias a la connivencia de los tribunales bonapartistas. Como estos
escuetos documentos judiciales no podían descartarse fácilmente, por mucha
energía retórica que se desplegase, Julio Favre, por primera vez en su vida, dejó
la lengua quieta, aguardando en silencio a que estallase la guerra civil, para
denunciar frenéticamente al pueblo de París como a una banda de criminales
evadidos de presidio y amotinados abiertamente contra la familia, la religión, el
orden y la propiedad. Y este mismo falsario, inmediatamente después del 4 de
septiembre, apenas llegado al Poder, puso en libertad, por simpatía, a Pic y
Taillefer, condenados por estafa bajo el propio Imperio, en el escandaloso asunto
del periódico "L'Étendard" [40]. Uno de estos caballeros, Taillefer, que tuvo la
osadía de volver a París bajo la Comuna, fue reintegrado inmediatamente a la
prisión. Y entonces Julio Favre, desde la tribuna de la Asamblea Nacional,
exclamó que París estaba poniendo en libertad a todos los presidiarios.
[217]
Ernesto Picard, el Joe Miller [*] del gobierno de la defensa nacional, que se
nombró a sí mismo ministro de Hacienda de la república después de haberse
esforzado en vano por ser ministro del Interior del Imperio, es hermano de un tal
Arturo Picard, individuo expulsado de la Bolsa de París por tramposo (véase el
informe de la Prefectura de Policía del 13 de julio de 1867) y convicto y confeso
de un robo de 300.000 francos, cometido siendo gerente de una de las sucursales
de la "Société Générale" [41], rue Palestro, núm. 5 (véase el informe de la
Prefectura de Policía del 11 de diciembre de 1868). Este Arturo Picard fue
nombrado por Ernesto Picard redactor jefe de su periódico "L'Électeur Libre"
[42]. Mientras los especuladores vulgares eran despistados por las mentiras
oficiales de esta hoja financiera ministerial, Arturo Picard andaba en un constante
ir y venir del Ministerio de Hacienda a la Bolsa, para negociar en ésta con los
desastres del ejército francés. Toda la correspondencia financiera cruzada entre
este par de dignísimos hermanitos cayó en manos de la Comuna.
Julio Ferry, que antes del 4 de septiembre era un abogado sin pleitos, consiguió,
como alcalde de París durante el sitio, hacer una fortuna, amasada a costa del
hambre de los demás. El día en que tenga que dar cuenta de sus malversaciones,
será también el día de su sentencia.
Como se ve, estos hombres soló podían encontrar "tickets-of-leave"[*]* entre las
ruinas de París. Hombres así eran precisamente los que Bismarck necesitaba.
Hubo un barajar de naipes y Thiers, hasta entonces inspirador secreto del
gobierno, apareció ahora como su presidente, teniendo por ministros a "ticket-ofleave-men".
Thiers, ese enano monstruoso, tuvo fascinada durante casi medio siglo a la
burguesía francesa por ser la expresión intelectual más acabada de su propia
corrupción como clase. Ya antes de hacerse estadista había revelado su talento
para la mentira como historiador. La crónica de su vida pública es la historia de
las desdichas de Francia. Unido a los republicanos antes de 1830, cazó una
cartera bajo Luis Felipe, traicionando a Laffitte, su protector. Se congració con el
rey a fuerza de atizar motines del populacho contra el clero —durante los cuales
fueron saqueados la iglesia de Saint Germain L'Auxerrois y el palacio del
arzobispo— [218] y actuando, como lo hizo contra la duquesa de Berry [43], a la
par de espía ministerial y de partero carcelario. La matanza de republicanos en la
rue Transnonain y las leyes infames de septiembre contra la prensa y el derecho
de asociación que la siguieron, fueron obra suya [44]. Al reaparecer como jefe
del gobierno en marzo de 1840, asombró a Francia con su plan de fortificar a
París [45]. A los republicanos, que denunciaron este plan como un complot
siniestro contra la libertad de París, les replicó desde la tribuna de la Cámara de
Diputados:
«¡Cómo! ¿Suponéis que puede haber fortificaciones que sean una amenaza contra
la libertad? En primer lugar, es calumniar a cualquier Gobierno, sea el que fuere,
creyendo que puede tratar algún día de mantenerse en el Poder bombardeando
la capital... Semejante Gobierno sería, después de su victoria, cien veces más
imposible que antes».
En realidad, ningún gobierno se habría atrevido a bombardear París desde los
fuertes más que el gobierno que antes había entregado estos mismos fuertes a los
prusianos.
Cuando el rey Bomba[*], en enero de 1848 , probó sus fuerzas contra Palermo,
Thiers, que entonces llevaba largo tiempo sin cartera, volvió a levantarse en la
Cámara de los Diputados:
«Todos vosotros sabéis, señores diputados, lo que está pasando en Palermo.
Todos vosotros os estremecéis de horror» (en el sentido parlamentario de la
palabra) «al oír que una gran ciudad ha sido bombardeada durante cuarenta y
ocho horas. ¿Y por quién? ¿Acaso por un enemigo exterior, que pone en práctica
las leyes de la guerra? No, señores diputados, por su propio gobierno. ¿Y por
qué? Porque esta ciudad infortunada exigía sus derechos. Y por exigir sus
derechos, ha sufrido cuarenta y ocho horas de bombardeo.... Permitidme apelar a
la opinión pública de Europa. Levantarse aquí y hacer resonar, desde la que tal
vez es la tribuna más alta de Europa, algunas palabras» (sí, cierto, palabras) «de
indignación contra actos tales, es prestar un servicio a la humanidad... Cuando el
regente Espartero, que había prestado servicios a su país» (lo que nunca hizo
Thiers), «intentó bombardear Barcelona para sofocar su insurrección, de todas
partes del mundo se levantó un clamor general de indignación».
Diez y ocho meses más tarde, el señor Thiers se contaba entre los más furibundos
defensores del bombardeo de Roma por un ejército francés [46]. La falta del rey
Bomba debió consistir, por lo visto, en no haber hecho durar el bombardeo más
que cuarenta y ocho horas.
Pocos días antes de la revolución de Febrero, irritado por el largo destierro de
cargos y pitanza a que le había condenado Guizot, y venteando la inminencia de
una conmoción popular, Thiers, en aquel estilo seudoheroico que le ha valido el
apodo de «Mirabeau-mouche» [*]*, declaraba ante el parlamento:
[219]
«Pertenezco al partido de la revolución, no sólo en Francia, sino en Europa. Yo
querría que el gobierno de la revolución no saliese de las manos de hombres
moderados..., pero aunque el gobierno caiga en manos de espíritus exaltados,
incluso en las de los radicales, no por ello abandonaré mi causa. Perteneceré
siempre al partido de la revolución».
Vino la revolución de Febrero. Pero, en vez de desplazar al ministerio Guizot para
poner en su lugar un ministerio Thiers, como este hombrecillo había soñado, la
revolución sustituyó a Luis Felipe por la república. Durante los primeros días del
triunfo popular se mantuvo cuidadosamente oculto, sin darse cuenta de que el
desprecio de los obreros le resguardaba de su odio. Sin embargo, con su
proverbial valor, permaneció alejado de la escena pública, hasta que las
matanzas de Junio [47] le dejaron el camino expedito para su peculiar actuación.
Entonces, Thiers se convirtió en la mente inspiradora del partido del orden [48] y
de su república parlamentaria, ese interregno anónimo en que todas las
fracciones rivales de la clase dominante conspiraban juntas para aplastar al
pueblo y las unas contra las otras en el empeño de restaurar cada cual su propia
monarquía. Entonces como ahora, Thiers denunció a los republicanos como el
único obstáculo para la consolidación de la república; entonces, como ahora,
habló a la república como el verdugo a Don Carlos: «Tengo que asesinarte, pero
es por tu bien». Ahora, como entonces, tendrá que exclamar al día siguiente de su
triunfo: L'Empire est fait, el Imperio está hecho. Pese a sus prédicas hipócritas
sobre las libertades necesarias y a su rencor personal contra Luis Bonaparte, que
se sirvió de él como instrumento, dando una patada al parlamento (fuera de cuya
atmósfera artificial nuestro hombrecillo queda, como él sabe muy bien, reducido
a la nada), encontramos su mano en todas las infamias del Segundo Imperio:
desde la ocupación de Roma por las tropas francesas hasta la guerra con Prusia,
que él atizó arremetiendo ferozmente contra la unidad alemana, no por
considerarla como un disfraz del despotismo prusiano, sino como una usurpación
contra el derecho conferido a Francia de mantener desunida a Alemania.
Aficionado a blandir a la faz de Europa, con sus brazos enanos, la espada del
primer Napoleón, cuyo limpiabotas histórico era, su política exterior culminó
siempre en las mayores humillaciones de Francia, desde el tratado de Londres de
1840 [49] hasta la capitulación de París en 1871 y la actual guerra civil, en la que
lanza contra París, con permiso especial de Bismarck, a los prisioneros de Sedán
y Metz [50]. A pesar de la versatilidad de su talento y de la variabilidad de sus
propósitos, este hombre ha estado toda su vida encadenado a la rutina más fósil.
Se comprende que las corrientes subterráneas más profundas de la sociedad
moderna [220] permanecieran siempre ignoradas para él; pero hasta los cambios
más palpables operados en su superficie repugnaban a aquel cerebro, cuya
energía había ido a concentrarse toda en la lengua. Por eso, no se cansó nunca de
denunciar como un sacrilegio toda desviación del viejo sistema proteccionista
francés. Siendo ministro de Luis Felipe, se mofaba de los ferrocarriles como de
una loca quimera; y desde la oposición, bajo Luis Bonaparte estigmatizaba como
una profanación todo intento de reformar el podrido sistema militar de Francia.
Jamás en su larga carrera política, tuvo que acusarse de la más insignificante
medida de carácter práctico. Thiers sólo era consecuente en su codicia de
riqueza y en su odio contra los hombres que la producen. Cogió su primera
cartera, bajo Luis Felipe, más pobre que una rata y la dejó siendo millonario. Su
último ministerio, bajo el mismo rey (el de 1 de marzo de 1840), le acarreó en la
Cámara de los Diputados una acusación pública de malversación a la que se
limitó a replicar con lágrimas, mercancía que maneja con tanta prodigalidad
como Julio Favre u otro cocodrilo cualquiera. En Burdeos, su primera medida
para salvar a Francia de la catástrofe financiera que la amenazaba fue asignarse a
sí mismo un sueldo de tres millones al año, primera y última palabra de aquella
«república ahorrativa», cuyas perspectivas había pintado a sus electores de París
en 1869. El señor Beslay, uno de sus antiguos colegas del Parlamento de 1830,
que, a pesar de ser un capitalista, fue un miembro abnegado de la Comuna de
París, se dirigió últimamente a Thiers en un cartel mural:
«La esclavización del trabajo por el capital ha sido siempre la piedra angular de
su política y, desde el día en que vio la República del Trabajo instalada en el
Hôtel de Ville, no ha cesado un momento de gritar a Francia: ¡Esos son unos
criminales!».
Maestro en pequeñas granujadas gubernamentales, virtuoso del perjurio y de la
traición, ducho en todas esas mezquinas estratagemas, maniobras arteras y bajas
perfidias de la guerra parlamentaria de partidos; siempre sin escrúpulos para
atizar una revolución cuando no está en el Poder y para ahogarla en sangre
cuando empuña el timón del gobierno; lleno de prejuicios de clase en lugar de
ideas y de vanidad en lugar de corazón; con una vida privada tan infame como
odiosa en su vida pública, incluso hoy, en que representa el papel de un Sila
francés, no puede por menos de subrayar lo abominable de sus actos con lo
ridículo de su jactancia.
La capitulación de París, entregando a Prusia no sólo París, sino toda Francia, vino
a cerrar la larga cadena de intrigas traidoras [221] con el enemigo que los
usurpadores del 4 de septiembre habían empezado aquel mismo día, según dice
el propio Trochu. De otra parte, esta capitulación inició la guerra civil, que ahora
tenían que hacer con la ayuda de Prusia, contra la república y contra París. Ya en
los mismos términos de la capitulación se contenía la encerrona. En aquel
momento, más de una tercera parte del territorio estaba en manos del enemigo;
la capital se hallaba aislada de las provincias y todas las comunicaciones
desorganizadas. En estas circunstancias era imposible elegir una representación
auténtica de Francia, a menos que se dispusiese de mucho tiempo para preparar
las elecciones. He aquí por qué el pacto de capitulación estipulaba que habría de
elegirse una Asamblea Nacional en el término de 8 días; así fue cómo la noticia de
las elecciones que iban a celebrarse no llegó a muchos sitios de Francia hasta la
víspera de éstas. Además, según una cláusula expresa del pacto de capitulación,
esta Asamblea había de elegirse con el único objeto de votar por la paz o por la
guerra, y para concluir en su caso un tratado de paz. La población no podía dejar
de sentir que los términos del armisticio hacían imposible la continuación de la
guerra y de que, para sancionar la paz impuesta por Bismarck, los peores
hombres de Francia eran los mejores. Pero, no contento con estas precauciones,
Thiers, ya antes de que el secreto del armisticio fuera comunicado a los parisinos,
se puso en camino para una gira electoral por provincias, con objeto de
galvanizar y resucitar el partido legitimista, que ahora, unido a los orleanistas,
habría de ocupar la vacante de los bonapartistas, inaceptables por el momento.
Thiers no tenía miedo a los legitimistas. Imposibilitados para gobernar a la
moderna Francia y, por tanto, desdeñables como rivales, ¿qué partido podía
servir mejor como instrumento de la contrarrevolución que aquel partido cuya
actuación, para decirlo con palabras del mismo Thiers (Cámara de Diputados, 5
de enero de 1833),
«había estado siempre circunscrita a tres recursos: la invasión extranjera, la
guerra civil y la anarquía»?
Ellos, por su parte, creían firmemente en el advenimiento de su reino milenario
retrospectivo, tanto tiempo anhelado. Ahí estaban las botas de una invasión
extranjera pisoteando a Francia; ahí estaban un Imperio caído y un Bonaparte
prisionero; y ahí estaban ellos otra vez. Evidentemente, la rueda de la historia
había marchado hacia atrás, hasta detenerse en la Chambre introuvable de 1816
[51]. En las asambleas de la república, de 1848 a 1851, estos elementos habían
estado representados por sus cultos y entrenados campeones parlamentarios;
ahora irrumpían [222] en escena los soldados de filas del partido, todos los
Pourceaugnacs [*] de Francia.
En cuanto esta asamblea de «rurales» [52] se congregó en Burdeos, Thiers expuso
con claridad a sus componentes, que había que aprobar inmediatamente los
preliminares de paz, sin concederles siquiera los honores de un debate
parlamentario, única condición bajo la cual Prusia les permitiría iniciar la guerra
contra la república y contra París, su baluarte. En realidad, la contrarrevolución
no tenía tiempo que perder. El Segundo Imperio había elevado a más del doble la
deuda nacional y había sumido a todas las ciudades importantes en deudas
municipales gravosísimas. La guerra había aumentado espantosamente las cargas
de la nación y había devastado implacablemente sus recursos. Y para completar
la ruina, allí estaba el Shylock [*] prusiano, con su factura por el sustento de
medio millón de soldados suyos en suelo francés y con su indemnización de cinco
mil millones [53], más el 5 por ciento de interés por los pagos aplazados. ¿Quién
iba a pagar esta cuenta? Sólo derribando violentamente la república podían los
monopolizadores de la riqueza confiar en echar sobre los hombros de los
productores de ésta las costas de una guerra que ellos, los monopolizadores,
habían desencadenado. Y así, la incalculable ruina de Francia estimulaba a estos
patrióticos representantes de la tierra y del capital a empalmar, ante los mismos
ojos del invasor y bajo su alta tutela, la guerra exterior con una guerra civil, con
una rebelión de los esclavistas.
En el camino de esta conspiración se alzaba un gran obstáculo: París. El desarme
de París era la primera condición para el éxito. Por eso, Thiers le conminó a que
entregase las armas. París estaba, además, exasperado por las frenéticas
manifestaciones antirrepublicanas de la Asamblea de los «rurales» y por las
declaraciones equívocas del propio Thiers sobre el fundamento legal de la
república; por la amenaza de decapitar y descapitalizar a París; por el
nombramiento de embajadores orleanistas; por las leyes de Dufaure sobre las
letras y los alquileres vencidos [54], que suponían la ruina para el comercio y la
industria de París; por el impuesto de dos céntimos creado por Pouyer-Quertier
sobre cada ejemplar de todas las publicaciones imaginables; por las sentencias
de muerte contra Blanqui y Flourens; por la supresión de los periódicos
republicanos; por el traslado de la Asamblea Nacional a Versalles; por la
prórroga del estado de sitio proclamado por Palikao y al que puso fin el 4 de
septiembre; por el nombramiento de Vinoy, el décembriseur [55], para
gobernador de París, de Valentin, el gendarme bonapartista, para prefecto de
policía y de d'Aurelle de Paladines, el general jesuita, para comandante en jefe
de la Guardia Nacional parisina.
[223]
Y ahora vamos a hacer una pregunta al señor Thiers y a los caballeros de la
defensa nacional, recaderos suyos. Es sabido que, por mediación de el señor
Pouyer-Quertier, su ministro de Hacienda, Thiers contrató un empréstito de dos
mil millones. Ahora bien, ¿es verdad o no:
1. que el negocio se estipuló asegurando una comisión de varios cientos de
millones para los bolsillos particulares de Thiers, Julio Favre, Ernesto Picard,
Pouyer-Quertier y Julio Simon y
2. que no habría que hacer ningún pago hasta después de la «pacificación» de
París [56]?
En todo caso, debía haber algo muy urgente en el asunto, pues Thiers y Julio
Favre pidieron sin el menor pudor, en nombre de la mayoría de la Asamblea de
Burdeos, la inmediata ocupación de París por las tropas prusianas. Pero esto no
encajaba en el juego de Bismarck, como, a su regreso a Alemania, lo declaró
éste, irónicamente y sin tapujos, ante los asombrados filisteos de Francfort.
NOTAS
[*] Ver en "Obras Escogidas", Ed. Cartago, Bs. As., 1957, págs. 337-341. (N. de la Edit.)
[36] 145. El "Journal Officiel de la Repúblique Française" («Diario oficial de la República
Francesa») se publicó en París desde el 20 de marzo hasta el 24 de mayo de 1871 y era el órgano
oficial de la Comuna de París, manteniendo el nombre del diario oficial del Gobierno de la
República Francesa, que se publicaba en París desde el 5 de septiembre de 1870 (durante la
Comuna de París se publicó con el mismo nombre en Versalles el periódico del Gobierno de
Thiers). El número del 30 de marzo salió con el título "Journal Officiel de la Commune de Paris". La
carta de Simon Guiod apareció en el periódico el 25 de abril de 1871.- 216
[37] 146. El 28 de enero de 1871, Bismarck y Favre, representante del Gobierno de la Defensa
Nacional, suscribieron la «Convención de armisticio y capitulación de París». La vergonzosa
capitulación significaba la traición a los intereses nacionales de Francia. Al firmar la Convención,
Favre aceptó las humillantes exigencias prusianas de pagar en dos semanas una contribución de
200 millones de francos y entregar la mayor parte de los fortines de París, la artillería de campaña
y las municiones del ejército de París.- 216
[38] 106. El 2 de setiembre de 1870, el ejército francés fue derrotado en Sedán, quedando
prisioneras las tropas, con el mismo emperador. Del 5 de setiembre de 1870 al 19 de marzo de
1871, Napoleón III y el mando se hallaban en Wilhelmshöle (cerca de Kassel), castillo de los reyes
de Prusia. La catástrofe de Sedán precipitó la caída del Segundo Imperio y desembocó el 4 de
setiembre de 1870 en la proclamación de la república en Francia. Se formó un Gobierno nuevo, el
llamado «Gobierno de la Defensa Nacional».- 175, 192, 206, 216, 273
[39] 147. Capitulards (capituladores), apodo que se daba a los partidarios de la capitulación de
París durante el asedio de 1870-1871. Posteriormente, la palabra entró en el idioma francés para
designar a todos los capituladores.- 216
[40] 148. "L'Étendard" («El Estandarte»), periódico francés de tendencia bonapartista, que se
publicó en París desde 1866 hasta 1868. Dejó de aparecer al descubrirse las estafas que le servían
de fuentes de ingresos.- 216
[*] En lugar de Joe Miller, la edición alemana dice Karl Vogt, y la edición francesa, Falstaff. Joe
Miller: conocido actor inglés del siglo XVIII. Karl Vogt: demócrata burgués alemán, que se
convirtió en agente de Napoleón III. Falstaff: personaje fanfarrón y aventurero de las obras
dramáticas de Shakespeare. (N. de la Edit.)
[41] 149. Trátase de la "Société Générale du Crédit Mobilier", gran banco francés (sociedad
anónima), fundado en 1852. "Crédit Mobilier" estaba estrechamente ligado a los medios
gubernamentales del Segundo Imperio. En 1867, la Sociedad quedró, liquidándose en 1871.- 217
[42] 150. "L'Électeur Libre" («El Elector Libre»), periódico francés, órgano de los republicanos de
derecha, se publicó en París de 1868 a 1871; en 1870-1871 estuvo ligado al Ministerio de Finanzas
del Gobierno de la Defensa Nacional.- 217
[**] En Inglaterra, suele darse a los delincuentes comunes, después de cumplir la mayor parte de
la condena, unas licencias con las que se les pone en libertad y bajo la vigilancia de la policía.
Estas licencias se llaman tickets-of-leave, y a sus portadores se les conoce con el nombre de
ticket-of-leavemen. (Nota a la edición alemana de 1871.)
[43] 151. El 14 y el 15 de febrero de 1831, protestando contra una manifestación legitimista en la
misa en memoria del duque de Berry, en París, una multitud destrozó la iglesia de Saint Germain
l'Auxerrois y el palacio del arzobispo de Quelen. Thiers, que presenció el ataque a la iglesia y al
palacio del arzobispo, les estuvo convenciendo a los soldados de la Guardia Nacional que dejaron
a la multitud hacer lo que quería.
En 1832, por disposición de Thiers, a la sazón ministro del Interior, fue detenida la duquesa de
Berry, madre del duque de Chambord, pretendiente al trono francés, y sometida a un humillante
examen médico, con el fin de hacer público su matrimonio clandestino y comprometerla
políticamente.- 218
[44] 152. Marx se refiere al bochornoso papel de Thiers (a la sazón ministro del Interior) en el
aplastamiento de la insurrección de las masas populares de París contra el régimen de la
monarquía de Julio el 13 y el 14 de abril de 1834. La estrangulación del movimiento fue
acompañada de atrocidades por parte de los militares, los cuales dieron muerte, en particular, a
todos los moradores de una casa de la calle Transnonain.
Las leyes de setiembre, leyes reaccionarias contra la prensa, fueron promulgadas por el Gobierno
francés en setiembre de 1835. Con arreglo a las mismas se castigaban con reclusión en la cárcel o
con grandes multas en metálico los actos contra la propiedad y el régimen político vigente.- 218
[45] 153. En enero de 1841, Thiers propuso en la Cámara de los diputados un proyecto de
construcción de fortificaciones en torno a París. En los medios democráticos revolucionarios se
acogió ese proyecto como una medida preparatoria para aplastar los movimientos populares. En
el proyecto de Thiers se preveía la construcción de poderosos fortines en las cercanías de los
barrios obreros.- 218
[*] Apodo de Fernando II, rey de las Dos Sicilias. (N. de la Edit.)
[46] 154. En abril de 1849, Francia aliada de Austria y Nápoles, organizó la intervención contra la
República de Roma, con el fin de aplastarla y restaurar el poder seglar del papa. Las fuerzas
francesas bombardearon cruelmente la ciudad de Roma. Pese a su heroica resistencia, la
República fue derrocada, y Roma fue ocupada por las tropas francesas.- 218
[**] Mirabeau-mosca. (N. de la Edit.)
[47] 19. La insurrección de Junio, heroica insurrección de los obreros de París el 23-26 de junio de
1848, reprimida con inaudita crueldad por la burguesía francesa, fue la primera gran guerra civil
entre el proletariado y la burguesía.- 25, 172, 190, 212, 219, 331
[48] 155. El partido del orden, partido de la gran burguesía conservadora, surgió en 1848 y era
una coalición de dos minorías monárquicas de Francia: los legitimistas y los orleanistas (véase la
nota 125); desde 1849 hasta el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851 tenía una situación
dirigente en la Asamblea Legislativa de la Segunda República.- 219, 253
[49] 156. El 15 de julio de 1840, Inglaterra, Rusia, Prusia, Austria y Turquía suscribieron en
Londres, sin la participación de Francia, una convención de ayuda al sultán turco contra el
gobernante egipcio Mohamed Alí, al que apoyaba Francia. La firma de esta convención creó un
peligro de guerra entre Francia y la coalición de las potencias europeas. Sin embargo, el rey Luis
Felipe no se atrevió a emprenderla y renunció a la ayuda a Mohamed Alí.- 219
[50] 157. Movido por el deseo de reforzar el ejército versallés para aplastar el movimiento
revolucionario de París, Thiers se dirigió a Bismarck pidiéndole permiso para aumentar el
contingente de tropas a cuenta de los prisioneros de guerra, principalmente de los ejércitos que
habían capitulado en Sedán y Metz.- 219
[51] 158. La «Chambre introuvable» («Cámara inefable»), Cámara de los Diputados de Francia en
los años 1815-1816 (los primeros años de la Restauración), constaba de extremistas
reaccionarios.- 221
[*] Personaje de una comedia de Moliére, que encarna al tipo del pequeño terrateniente obtuso y
limitado. (Nota de la Ed.)
[52] 159. «Asamblea de los rurales» o «parlamento de terratenientes», apodo dado a la Asamblea
Nacional de 1871, reunida en Burdeos y constituida en su mayor parte por reaccionarios
monárquicos: terratenientes de provincia, funcionarios, rentistas y comerciantes elegidos en las
circunscripciones rurales. Sobre un total de 630 diputados a la Asamblea, alrededor de 430 eran
monárquicos.- 222, 264
[*] Shylock: tipo de usurero del drama de Shakespeare «El mercader de Venecia». (Nota de la
Ed.)
[53] 128. Se alude al tratado preliminar de paz entre Francia y Alemania firmado en Versalles el 26
de febrero de 1871 por Thiers y J. Favre, de una parte, y Bismarck, de otra. Según las condiciones
del tratado, Francia cedía a Alemania el territorio de Alsacia y la parte oriental de Lorena y le
pagaba una contribución de guerra de 5 mil millones de francos. El tratado definitivo de paz fue
firmado en Francfort del Meno el 10 de mayo de 1871.- 193, 222, 314, 371
[54] 160. El 10 de marzo de 1871, la Asamblea Nacional adoptó una ley prorrogando los pagos de
las deudas contraídas entre el 13 de agosto y el 12 de noviembre de 1870. Dicha ley no se
extendía a las deudas contraídas después del 12 de noviembre. Eso asestó un duro golpe a los
obreros y las capas modestas de la población y suscitó la quiebra de muchos industriales y
comerciantes pequeños.- 222
[55] 161. Se llamaba décembriseur (decembrista) a todo participante en el golpe de Estado
emprendido por Luis Bonaparte el 2 de diciembre de 1851 y partidario de las acciones en el
espíritu de dicho golpe.- 222
[56] 162. Según informaban los periódicos, del empréstito interior emitido por el Gobierno de
Thiers, el propio Thiers y otros miembros de su Gobierno debían recibir más de 300 millones de
francos en concepto de retribución de «corretaje». El 20 de junio de 1871, después de aplastada la
Comuna de París, la ley del empréstito fue aprobada.- 223
II
París armado era el único obstáculo serio que se alzaba en el camino de la
conspiración contrarrevolucionaria. Por eso había que desarmar a París. En este
punto, la Asamblea de Burdeos era la sinceridad misma. Si los bramidos
frenéticos de sus «rurales» no lo hubiesen gritado bastante, habría disipado la
última sombra de duda la entrega de París por Thiers en las tiernas manos del
triunvirato de Vinoy, el décembriseur, Valentin, el gendarme bonapartista y
d´Aurelle de Paladines, el general jesuita. Pero, al mismo tiempo que exhibían de
un modo insultante su verdadero propósito de desarmar a París, los
conspiradores le pedían que entregase las armas con un pretexto que era la más
evidente, la más descarada de las mentiras. Thiers alegaba que la artillería de la
Guardia Nacional de París pertenecía al Estado y debía serle devuelta. La verdad
era ésta: desde el día mismo de la capitulación, en que los prisioneros de
Bismarck firmaron la entrega de Francia, pero reservándose una nutrida guardia
de corps con la intención manifiesta de tener sujeto a París, éste se puso en
guardia. La Guardia Nacional se reorganizó y confió su dirección suprema a un
Comité Central elegido por todos sus efectivos, con la sola excepción de algunos
remanentes de las viejas formaciones bonapartistas. La víspera del día en que
entraron los prusianos en París, el Comité Central tomó medidas para trasladar a
Montmartre, Belleville y la Villette los cañones y las ametralladoras traidoramente
abandonados por los capituladores en los mismos barrios que los [224] prusianos
habían de ocupar o en las inmediaciones de ellos. Estos cañones habían sido
adquiridos por suscripción abierta entre la Guardia Nacional. Se habían
reconocido oficialmente como propiedad privada suya en el pacto de
capitulación del 28 de enero y, precisamente por esto, habían sido exceptuados
de la entrega general de armas del gobierno a los conquistadores. ¡Tan carente
se hallaba Thiers hasta del más tenue pretexto para abrir las hostilidades contra
París, que tuvo que recurrir a la mentira descarada de que la artillería de la
Guardia Nacional pertenecía al Estado!
La confiscación de sus cañones estaba destinada, evidentemente, a ser el
preludio del desarme general de París y, por tanto, del desarme de la revolución
del 4 de septiembre. Pero esta revolución era ahora la forma legal del Estado
francés. La república, su obra, fue reconocida por los conquistadores en las
cláusulas del pacto de capitulación. Después de la capitulación, fue reconocida
también por todas las potencias extranjeras, y la Asamblea Nacional fue
convocada en nombre suyo. La revolución obrera de París del 4 de septiembre
era el único título legal de la Asamblea Nacional congregada en Burdeos y de su
poder ejecutivo. Sin ella, la Asamblea Nacional hubiera tenido que dar paso
inmediatamente al Cuerpo legislativo elegido en 1869 por sufragio universal bajo
el gobierno de Francia y no de Prusia, y disuelto a la fuerza por la revolución.
Thiers y sus hombres del "ticket-of-leave" hubieran tenido que rebajarse a pedir
un salvoconducto firmado por Luis Bonaparte para librarse de un viaje a Cayena
[57]. La Asamblea Nacional, con sus plenos poderes para fijar las condiciones de
la paz con Prusia, no era más que un episodio de aquella revolución, cuya
verdadera encarnación seguía siendo el París en armas que la había iniciado, que
por ella había sufrido un asedio de cinco meses, con todos los horrores del
hambre, y que con su resistencia sostenida a pesar del plan de Trochu había
sentado las bases para una tenaz guerra de defensa en las provincias. Y París sólo
tenía ahora dos caminos; o rendir las armas, siguiendo las órdenes humillantes de
los esclavistas amotinados de Burdeos y reconociendo que su revolución del 4 de
septiembre no significaba más que un simple traspaso de poderes de Luis
Bonaparte a sus rivales monárquicos, o seguir luchando como el campeón
abnegado de Francia, cuya salvación de la ruina y cuya regeneración eran
imposibles si no se derribaban revolucionariamente las condiciones políticas y
sociales que habían engendrado el Segundo Imperio y que, bajo la égida
protectora de éste, maduraron hasta la total putrefacción. París, extenuado por
cinco meses de hambre, no vaciló ni un instante. Heroicamente, decidió correr
todos los riesgos de una resistencia [225] contra los conspiradores franceses, aun
con los cañones prusianos amenazándole desde sus propios fuertes. Sin embargo,
en su aversión a la guerra civil a la que París había de ser empujado, el Comité
Central persistía aún en una actitud meramente defensiva, pese a las
provocaciones de la Asamblea, a las usurpaciones del Poder ejecutivo y a la
amenazadora concentración de tropas en París y sus alrededores.
Fue Thiers quien abrió la guerra civil al enviar a Vinoy, al frente de una multitud
de guardias municipales y de algunos regimientos de línea, en expedición
nocturna contra Montmartre para apoderarse por sorpresa de los cañones de la
Guardia Nacional. Sabido es como este intento fracasó ante la resistencia de la
Guardia Nacional y la confraternización de las tropas de línea con el pueblo.
D'Aurelle de Paladines había mandado imprimir de antemano su boletín cantando
la victoria, y Thiers tenía ya preparados los carteles anunciando sus medidas de
coup d'état. Ahora todo esto hubo de ser sustituido por los llamamientos en que
Thiers comunicaba su magnánima decisión de dejar a la Guardia Nacional en
posesión de sus armas, con lo cual estaba seguro —decía— de que ésta se uniría
al gobierno contra los rebeldes. De los 300.000 guardias nacionales solamente
300 respondieron a esta invitación a pasarse al lado del pequeño Thiers contra
ellos mismos. La gloriosa revolución obrera del 18 de marzo se adueñó
indiscutiblemente de París. El Comité Central era su gobierno provisional. Y su
sensacional actuación política y militar pareció hacer dudar un momento a Europa
si lo que veía era una realidad o sólo sueños de un pasado remoto.
Desde el 18 de marzo hasta la entrada de las tropas versallesas en París, la
revolución proletaria estuvo tan exenta de esos actos de violencia en que tanto
abundan las revoluciones y más todavía las contrarrevoluciones de las «clases
superiores», que sus adversarios no pudieron denunciar más hechos que la
ejecución de los generales Lecomte y Clément Thomas y lo ocurrido en la plaza
Vendôme.
Uno de los militares bonapartistas que tomaron parte en la intentona nocturna
contra Montmartre, el general Lecomte, ordenó por cuatro veces al 81º
regimiento de línea que hiciese fuego sobre una muchedumbre inerme en la
plaza Pigalle y, como las tropas se negasen, las insultó furiosamente. En vez de
disparar sobre las mujeres y los niños, sus hombres dispararon sobre él.
Naturalmente, las costumbres inveteradas adquiridas por los soldados bajo la
educación militar que les imponen los enemigos de la clase obrera no cambian
en el preciso momento en que estos soldados se pasan al campo de los
trabajadores. Esta misma gente fue la que ejecutó a Clément Thomas.
[226]
El «general» Clément Thomas, un antiguo sargento de caballería descontento, se
había enrolado, en los últimos tiempos del reinado de Luis Felipe, en la redacción
del periódico republicano "Le National" [58], para prestar allí sus servicios con la
doble personalidad de hombre de paja (gérant responsable) y de espadachín de
tan belicoso periódico. Después de la revolución de Febrero, entronizados en el
poder, los señores del "National" convirtieron a este ex-sargento de caballería en
general, en vísperas de la matanza de Junio, de la que él, como Julio Favre, fue
uno de los siniestros maquinadores, para convertirse después en uno de los más
viles verdugos de los sublevados. Después, desaparecieron él y su generalato
por largo tiempo, para salir de nuevo a la superficie el 1 de noviembre de 1870.
El día antes, el gobierno de defensa, copado en el Hôtel de Ville, había
prometido solemnemente a Blanqui, Flourens y otros representantes de la clase
obrera, que dimitiría, poniendo el poder usurpado en manos de la Comuna [59]
que había de elegir libremente París. En vez de hacer honor a su palabra,
lanzaron sobre París a los bretones de Trochu, que venían a sustituir a los corsos
de Bonaparte [60]. Unicamente el general Tamisier se negó a manchar su nombre
con aquella violación de la palabra dada y dimitió su puesto de comandante en
jefe de la Guardia Nacional. Clément Thomas le substituyó, volviendo otra vez a
ser general. Durante todo el tiempo de su mando, no guerreó contra los
prusianos, sino contra la Guardia Nacional de París. Impidió que ésta se armase
de un modo completo, azuzó a los batallones burgueses contra los batallones
obreros, eliminó a los oficiales contrarios al «plan» de Trochu y disolvió con el
estigma de cobardía a aquellos mismos batallones proletarios cuyo heroísmo
acaba de llenar de asombro a sus más encarnizados enemigos. Clément Thomas
sentíase orgullosísimo de haber reconquistado su preeminencia de junio como
enemigo personal de la clase obrera de París. Pocos días antes del 18 de marzo,
había sometido a Le Flô, ministro de la Guerra, un plan de su invención, para
«acabar con la fine fleur [*] de la canaille de París». Después de la derrota de
Vinoy, no pudo menos de salir a la palestra como aficionado de espía. El Comité
Central y los obreros de París son tan responsables de la muerte de Clément
Thomas y de Lecomte como la princesa de Gales de la suerte que corrieron las
personas que perecieron aplastadas entre la muchedumbre el día de su entrada
en Londres.
La supuesta matanza de ciudadanos inermes en la plaza Vendôme es un mito que
el señor Thiers y los «rurales» silenciaron obstinadamente en la Asamblea,
confiando su difusión exclusivamente [227] a la turba de criados del periodismo
europeo. Las «gentes de orden», los reaccionarios de París, temblaron ante el
triunfo del 18 de marzo. Para ellos, era la señal de la venganza popular, que por
fin llegaba. Ante sus ojos se alzaron los espectros de las víctimas asesinadas por
ellos desde las jornadas de junio de 1848 hasta el 22 de enero de 1871 [61]. Pero
su pánico fue su solo castigo. Hasta los guardias municipales, en vez de ser
desarmados y encerrados, como procedía, tuvieron las puertas de París abiertas
de par en par para huir a Versalles y ponerse a salvo. No sólo no se molestó a las
gentes de orden, sino que incluso se les permitió reunirse y apoderarse
tranquilamente de más de un reducto en el mismo centro de París. Esta
indulgencia del Comité Central, esta magnanimidad de los obreros armados que
contrastaba tan abiertamente con los hábitos del «partido del orden», fue
falsamente interpretada por éste como la simple manifestación de un sentimiento
de debilidad. De aquí su necio plan de intentar, bajo el manto de una
manifestación pacífica, lo que Vinoy no había podido lograr con sus cañones y sus
ametralladoras. El 22 de marzo, se puso en marcha desde los barrios de lujo un
tropel exaltado de personas distinguidas, llevando en sus filas a todos los
elegantes petimetres y a su cabeza a los contertulios más conocidos del Imperio:
los Heeckeren, Coëtlogon, Henri de Pène, etc. Bajo la capa cobarde de una
manifestación pacífica, estas bandas, pertrechadas secretamente con armas de
matones, se pusieron en orden de marcha, maltrataron y desarmaron a las
patrullas y a los puestos de la Guardia Nacional que encontraban a su paso y, al
desembocar de la Rue de la Paix en la plaza Vendôme, a los gritos de "¡Abajo el
Comité Central! ¡Abajo los asesinos! ¡Viva la Asamblea Nacional!", intentaron
arrollar el cordón de puestos de guardia y tomar por sorpresa el cuartel general
de la Guardia Nacional. Como contestación a sus tiros de pistola, fueron dadas las
sommations (equivalente francés para el Acto de desórdenes inglés) [62] y, como
resultasen inútiles, el general de la Guardia Nacional [*]* ordenó fuego. Bastó una
descarga para poner en fuga precipitada a aquellos estúpidos mequetrefes que
esperaban que la simple exhibición de su «porte distinguido» ejercería sobre la
revolución de París el mismo efecto que los trompetazos de Josué sobre las
murallas de Jericó [63]. Al huir, dejaron tras ellos dos guardias nacionales
muertos, nueve gravemente heridos (entre ellos un miembro del Comité Central
[*]**) y todo el escenario de su hazaña sembrado de revólveres, puñales [228] y
bastones de estoque, como prueba de convicción del carácter «inerme» de su
manifestación «pacífica». Cuando el 13 de junio de 1849, la Guardia Nacional de
París organizó una manifestación realmente pacífica para protestar contra el
traidor asalto de Roma por las tropas francesas, Changarnier, a la sazón general
del partido del orden, fue aclamado por la Asamblea Nacional, y señaladamente
por el señor Thiers, como salvador de la sociedad por haber lanzado a sus tropas
desde los cuatro costados contra aquellos hombres inermes, por haberlos
derribado a tiros y a sablazos y por haberlos pisoteado con sus caballos. Se
decretó entonces en París el estado de sitio. Dufaure hizo que la Asamblea
aprobase a toda prisa nuevas leyes de represión. Nuevas detenciones, nuevos
destierros; comenzó una nueva era de terror. Pero las clases inferiores hacen esto
de otro modo. El Comité Central de 1871 no se ocupó de los héroes de la
«manifestación pacífica»; y así, dos días después, podían ya pasar revista ante el
almirante Saisset para aquella otra manifestación, ya armada, que terminó con la
famosa huida a Versalles. En su repugnancia a aceptar la guerra civil iniciada por
el asalto con nocturnidad que Thiers realizó contra Montmartre, el Comité Central
se hizo responsable esta vez de un error decisivo: no marchar inmediatamente
sobre Versalles, entonces completamente indefenso, acabando así con los
manejos conspirativos de Thiers y de sus «rurales». En vez de hacer esto, volvió a
permitirse que el partido del orden probase sus fuerzas en las urnas el 26 de
marzo, día en que se celebraron las elecciones a la Comuna. Aquel día, en las
alcaldías de París, las «gentes del orden» cruzaron blandas palabras de
conciliación con sus demasiado generosos vencedores, mientras en su interior
hacían el voto solemne de exterminarlos en el momento oportuno.
Veamos ahora el reverso de la medalla. Thiers abrió su segunda campaña contra
París a comienzos de abril. La primera remesa de prisioneros parisinos
conducidos a Versalles hubo de sufrir indignantes crueldades, mientras Ernesto
Picard, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, se paseaba por
delante de ellos escarneciéndolos, y mesdames Thiers y Favre, en medio de sus
damas de honor(?), aplaudían desde los balcones los ultrajes del populacho
versallés. Los soldados de los regimientos de línea hechos prisioneros fueron
asesinados a sangre fría; nuestro valiente amigo el general Duval, el fundidor, fue
fusilado sin la menor apariencia de proceso; Galliffet, el chulo de su mujer, tan
famosa por las desvergonzadas exhibiciones que hacía de su cuerpo en las orgías
del Segundo Imperio, se jactaba en una proclama de haber mandado asesinar a
un puñado de guardias nacionales con su capitán y su teniente, sorprendidos y
desarmados [229] por sus cazadores. Vinoy, el fugitivo, fue premiado por Thiers
con la Gran Cruz de la Legión de Honor por su orden de fusilar a todos los
soldados de línea cogidos en las filas de los federales. Desmarets, el gendarme,
fue condecorado por haber descuartizado traidoramente como un carnicero al
magnánimo y caballeroso Flourens que el 31 de octubre de 1870 había salvado
las cabezas de los miembros del Gobierno de la Defensa [64]. Thiers, con
manifiesta satisfacción, se extendió sobre los «alentadores detalles» de este
asesinato en la Asamblea Nacional. Con la inflada vanidad de un pulgarcito
parlamentario a quien se permite representar el papel de un Tamerlán, negaba a
los que se rebelaban contra Su Poquedad todo derecho de beligerantes
civilizados, hasta el derecho de la neutralidad para sus hospitales de sangre.
Nada más horrible que este mono, ya presentido por Voltaire [*], a quien le fue
permitido durante algún tiempo dar rienda suelta a sus instintos de tigre (ver
apéndices, pág. 35)[*]*
Después del decreto dado por la Comuna el 7 de abril, ordenando represalias y
declarando que tal era su deber «para proteger a París contra las hazañas
canibalescas de los bandidos de Versalles, exigiendo ojo por ojo y diente por
diente» [65], Thiers siguió dando a los prisioneros el mismo trato salvaje, y
encima insultándolos en sus boletines del modo siguiente: «Jamás la mirada
angustiada de hombres honrados ha tenido que posarse sobre semblantes tan
degradados de una degradada democracia». Los hombres honrados eran Thiers y
sus licenciados de presidio como ministros. No obstante, los fusilamientos de
prisioneros cesaron por algún tiempo. Pero, tan pronto como Thiers y sus
generales decembristas [66] se convencieron de que aquel decreto de la Comuna
sobre las represalias no era más que una amenaza inocua, de que se respetaba la
vida hasta a sus gendarmes espías detenidos en París con el disfraz de guardias
nacionales, hasta a guardias municipales cogidos con granadas incendiarias,
entonces los fusilamientos en masa de prisioneros se reanudaron y se
prosiguieron sin interrupción hasta el final. Las casas en que se habían refugiado
guardias nacionales eran rodeadas por gendarmes, rociadas con petróleo
(primera vez que se emplea en esta guerra) y luego incendiadas; los cuerpos
carbonizados eran sacados luego por el hospital de sangre de la Prensa situado
en Les Ternes. Cuatro guardias nacionales se rindieron a un destacamento de
cazadores montados, el 25 de abril, en Belle Epine, fueron luego fusilados, uno
tras otro, por un capitán, digno discípulo de Galliffet. Scheffer, una de estas cuatro
víctimas, a quien [230] se había dejado por muerto, llegó arrastrándose hasta las
avanzadillas de París y relató este hecho ante una comisión de la Comuna.
Cuando Tolain interpeló al ministro de la Guerra acerca del informe de esta
comisión, los «rurales» ahogaron su voz y no dejaron a Le Flô contestarle. Hubiera
sido un insulto para su «glorioso» ejército el hablar de sus hazañas. El tono
impertinente con que los boletines de Thiers anunciaron la matanza a
bayonetazos de los guardias nacionales sorprendidos durmiendo en Moulin
Saquet y los fusilamientos en masa en Clamart alteraron hasta los nervios del
"Times" [67] de Londres, que no peca precisamente de exceso de sensibilidad.
Pero sería ridículo, hoy, empeñarse en enumerar las simples atrocidades
preliminares perpetradas por los que bombardearon a París y fomentaron una
rebelión esclavista protegida por la invasión extranjera. En medio de todos estos
horrores, Thiers, olvidándose de sus lamentaciones parlamentarias sobre la
espantosa responsabilidad que pesa sobre sus hombros de enano, se jacta en sus
boletines de que l´Assamblée siège paisiblement (de que la Asamblea delibera
plácidamente), y con sus jolgorios inacabables, unas veces con los generales
decembristas y otras veces con los príncipes alemanes, prueba que su digestión
no se ha alterado en lo más mínimo, ni siqiera por los espectros de Lecomte y
Clément Thomas.
NOTAS
[57] 163. Cayena, ciudad de la Guayana Francesa en América del Sur; presidio y lugar de
deportación de presos políticos. 224
[58] 164. "Le National" («El Nacional»), diario francés, se publicó en París de 1830 a 1851; órgano
de los republicanos burgueses moderados.- 226
[59] 165. El 31 de octubre de 1870, los obreros de París y la parte revolucionaria de la Guardia
Nacional, al tener noticia del acuerdo adoptado por el Gobierno de la Defensa Nacional de
empezar negociaciones con los prusianos, se sublevaron y, tras de apoderarse del ayuntamiento,
crearon el Comité de Salud Pública, órgano de poder revolucionario, con Blanqui al frente. Bajo la
presión de los obreros, el Gobierno de la Defensa Nacional tuvo que dar la promesa de dimisión y
convocar para el 1º de noviembre las elecciones a la Comuna. Pero, el Gobierno se aprovechó de
la deficiente organización de las fuerzas revolucionarias de París y las divergencias entre los
dirigentes de la insurrección —los blanquistas y los demócratas jacobinos pequeñoburgueses— y
recurrió a los batallones leales de la Guardia Nacional para volver a tomar el ayuntamiento y
restablecer su propio poder.- 226
[60] 166. «Los bretones», guardia móvil bretona que Trochu utilizó como tropas de gendarmes
para reprimir el movimiento revolucionario de París.
Los «corsos» constituían una parte considerable del cuerpo de gendarmes del Segundo Imperio.226
[*] La crema. (N. de la Ed.)
[61] 167. El 22 de enero de 1871, a iniciativa de los blanquistas se celebró una manifestación
revolucionaria del proletariado parisino y de la Guardia Nacional reivindicando el derrocamiento
del Gobierno y la creación de la Comuna. Por orden del Gobierno, la manifestación fue
ametrallada por los «móviles» bretones, la guardia del ayuntamiento. Tras de aplastar por medio
del terror el movimiento revolucionario, el Gobierno emprendió la preparación de la capitulación
de París.- 227
[62] 168. Sommations (intimación previa de dispersarse), medida prevista por la ley de varios
Estados burgueses de triple intimación a la multitud para que se disperse, después de lo cual se
puede emplear la fuerza armada.
El Acto de desórdenes (Riot act) entró en vigor en Inglaterra en 1715, prohibiendo toda clase de
«aglomeración sediciosa» de más de 12 personas: en caso de infracción de dicha ley, las
autoridades tenían la obligación de dar lectura a una intimación especial y recurrir a la fuerza si
los intimados no se dispersaban a lo largo de una hora.- 227
[**] Maljournal. (N. de la Edit.)
[63] 169. Las murallas de Jericó, antigua ciudad de Palestina, cayeron, según la Biblia, al son de las
trompas sagradas de los hebreos. Alusión a una fortaleza que se desmorona en un instante.- 227
[***] Maljournal. (N. de la Edit.)
[64] 170. Durante los acontecimientos del 31 de octubre (véase la nota 165), Flourens no dejó que
se fusilara a los miembros del Gobierno de la Defensa Nacional, a lo que exhortaba un
participante de la insurrección.- 229.
[*] Ver Voltaire, "Cándido", capítulo 22. (N. de la Edit.)
[**] Véase el presente tomo, págs. 256-257 (N. de la Edit.)
[65] 171. El decreto de los rehenes, de que habla Marx, fue promulgado por la Comuna el 5 de
abril de 1871 (Marx lo fecha con arreglo a su publicación en la prensa inglesa). Según el decreto,
todos los acusados de tener relaciones con Versalles, en el caso de comprobarse la culpa, se
declaraban rehenes. Al recurrir a esta medida, la Comuna quería impedir el fusilamiento de los
federados por los versalleses.- 229
[66] 126. Alusión al golpe de Estado de Luis Bonaparte efectuado el 2 de diciembre de 1851, con
el que comienza el régimen bonapartista del Segundo Imperio.- 191, 202, 229.
[67] 172. "The Times" («Los Tiempos»), importante diario inglés de orientación conservadora, se
publica en Londres desde 1785.- 230, 265
III
Al alborear el 18 de marzo de 1871, París se despertó entre un clamor de gritos
de «Vive la Commune!» ¿Qué es la Comuna, esa esfinge que tanto atormenta los
espíritus burgueses?
«Los proletarios de París» —decía el Comité Central en su manifiesto del 18 de
marzo—, «en medio de los fracasos y las traiciones de las clases dominantes, se
han dado cuenta de que ha llegado la hora de salvar la situación tomando en sus
manos la dirección de los asuntos públicos... Han comprendido que es su deber
imperioso y su derecho indiscutible hacerse dueños de sus propios destinos,
tomando el poder».
Pero la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la
máquina del Estado tal y como está y servirse de ella para sus propios fines.
El poder estatal centralizado, con sus órganos omnipotentes: el ejército
permanente, la policía, la burocracia, el clero y la magistratura —órganos
creados con arreglo a un plan de división sistemática y jerárquica del trabajo—,
procede de los tiempos de la monarquía absoluta y sirvió a la naciente sociedad
burguesa como un arma poderosa en sus luchas contra el feudalismo. Sin
embargo, su desarrollo se veía entorpecido por toda la basura medieval:
derechos señoriales, privilegios locales, monopolios [231] municipales y
gremiales, códigos provinciales. La escoba gigantesca de la revolución francesa
del siglo XVIII barrió todas estas reliquias de tiempos pasados, limpiando así, al
mismo tiempo, el suelo de la sociedad de los últimos obstáculos que se alzaban
ante la superestructura del edificio del Estado moderno, erigido bajo el Primer
Imperio, que, a su vez, era el fruto de las guerras de coalición de la vieja Europa
semifeudal contra la moderna Francia. Durante los regímenes siguientes, el
gobierno, colocado bajo el control del parlamento —es decir, bajo el control
directo de las clases poseedoras—, no sólo se convirtió en un vivero de enormes
deudas nacionales y de impuestos agobiadores, sino que, con la seducción
irresistible de sus cargos, momios y empleos, acabó siendo la manzana de la
discordia entre las fracciones rivales y los aventureros de las clases dominantes;
por otra parte, su carácter político cambiaba simultáneamente con los cambios
económicos operados en la sociedad. Al paso que los progresos de la moderna
industria desarrollaban, ensanchaban y profundizaban el antagonismo de clase
entre el capital y el trabajo, el poder del Estado fue adquiriendo cada vez más el
carácter de poder nacional del capital sobre el trabajo, de fuerza pública
organizada para la esclavización social, de máquina del despotismo de clase.
Después de cada revolución, que marca un paso adelante en la lucha de clases,
se acusa con rasgos cada vez más destacados el carácter puramente represivo
del poder del Estado. La revolución de 1830, al traducirse en el paso del
gobierno de manos de los terratenientes a manos de los capitalistas, lo que hizo
fue trasferirlo de los enemigos más remotos a los enemigos más directos de la
clase obrera. Los republicanos burgueses, que se adueñaron del poder del
Estado en nombre de la revolución de Febrero, lo usaron para las matanzas de
Junio, para probar a la clase obrera que la república «social» es la república que
asegura su sumisión social y para convencer a la masa monárquica de los
burgueses y terratenientes de que pueden dejar sin peligro los cuidados y los
gajes del gobierno a los «republicanos» burgueses. Sin embargo, después de su
primera y heroica hazaña de Junio, los republicanos burgueses tuvieron que
pasar de la cabeza a la cola del partido del orden, coalición formada por todas las
fracciones y facciones rivales de la clase apropiadora, en su antagonismo, ahora
franco y manifiesto, contra las clases productoras. La forma más adecuada para
este gobierno conjunto era la república parlamentaria, con Luis Bonaparte por
presidente. Fue éste un régimen de franco terrorismo de clase y de insulto
deliberado contra la vile multitude [*]. [232] Si la república parlamentaria, como
decía el señor Thiers, era «la que menos les dividía» (a las diversas fracciones de
la clase dominante), en cambio abría un abismo entre esta clase y el conjunto de
la sociedad situado fuera de sus escasas filas. Su unión venía a eliminar las
restricciones que sus discordias imponían al poder del Estado bajo regímenes
anteriores, y, ante la amenaza de un alzamiento del proletariado, se sirvieron del
poder del Estado, sin piedad y con ostentación, como de una máquina nacional
de guerra del capital contra el trabajo. Pero esta cruzada ininterrumpida contra
las masas productoras les obligaba, no sólo a revestir al poder ejecutivo de
facultades de represión cada vez mayores, sino, al mismo tiempo, a despojar a su
propio baluarte parlamentario —la Asamblea Nacional—, uno por uno, de todos
sus medios de defensa contra el poder ejecutivo. Hasta que éste, en la persona de
Luis Bonaparte, les dio un puntapié. El fruto natural de la república del partido del
orden fue el Segundo Imperio.
El Imperio, con el coup d'état por fe de bautismo, el sufragio universal por
sanción y la espada por cetro, declaraba apoyarse en los campesinos, amplia
masa de productores no envuelta directamente en la lucha entre el capital y el
trabajo. Decía que salvaba a la clase obrera destruyendo el parlamentarismo y,
con él, la descarada sumisión del Gobierno a las clases poseedoras. Decía que
salvaba a las clases poseedoras manteniendo en pie su supremacía económica
sobre la clase obrera; y finalmente, pretendía unir a todas las clases, al resucitar
para todos la quimera de la gloria nacional. En realidad, era la única forma de
gobierno posible, en un momento en que la burguesía había perdido ya la
facultad de gobernar el país y la clase obrera no la había adquirido aún. El
Imperio fue aclamado de un extremo a otro del mundo como el salvador de la
sociedad. Bajo su égida, la sociedad burguesa, libre de preocupaciones políticas,
alcanzó un desarrollo que ni ella misma esperaba. Su industria y su comercio
cobraron proporciones gigantescas; la especulación financiera celebró orgías
cosmopolitas; la miseria de las masas se destacaba sobre la ostentación
desvergonzada de un lujo suntuoso, falso y envilecido. El poder del Estado, que
aparentemente flotaba por encima de la sociedad, era, en realidad, el mayor
escándalo de ella y el auténtico vivero de todas sus corrupciones. Su
podredumbre y la podredumbre de la sociedad a la que había sacado a flote,
fueron puestas al desnudo por la bayoneta de Prusia, que ardía a su vez en deseos
de trasladar la sede suprema de este régimen de París a Berlín. El imperialismo
es la forma más prostituida y al mismo tiempo la forma última de aquel poder
estatal que la sociedad burguesa naciente había [233] comenzado a crear como
medio para emanciparse del feudalismo y que la sociedad burguesa adulta acabó
transformando en un medio para la esclavización del trabajo por el capital.
La antítesis directa del Imperio era la Comuna. El grito de «república social», con
que la revolución de Febrero fue anunciada por el proletariado de París, no
expresaba más que el vago anhelo de una república que no acabase sólo con la
forma monárquica de la dominación de clase, sino con la propia dominación de
clase. La Comuna era la forma positiva de esta república.
París, sede central del viejo poder gubernamental y, al mismo tiempo, baluarte
social de la clase obrera de Francia, se había levantado en armas contra el intento
de Thiers y los «rurales» de restaurar y perpetuar aquel viejo poder que les había
sido legado por el Imperio. Y si París pudo resistir fue únicamente porque, a
consecuencia del asedio, se había deshecho del ejército, sustituyéndolo por una
Guardia Nacional, cuyo principal contingente lo formaban los obreros. Ahora se
trataba de convertir este hecho en una institución duradera. Por eso, el primer
decreto de la Comuna fue para suprimir el ejército permanente y sustituirlo por el
pueblo armado.
La Comuna estaba formada por los consejeros municipales elegidos por sufragio
universal en los diversos distritos de la ciudad. Eran responsables y revocables
en todo momento.
La mayoría de sus miembros eran, naturalmente, obreros o representantes
reconocidos de la clase obrera. La Comuna no había de ser un organismo
parlamentario, sino una corporación de trabajo, ejecutiva y legislativa al mismo
tiempo. En vez de continuar siendo un instrumento del gobierno central, la policía
fue despojada inmediatamente de sus atributos políticos y convertida en
instrumento de la Comuna, responsable ante ella y revocable en todo momento.
Lo mismo se hizo con los funcionarios de las demás ramas de la administración.
Desde los miembros de la Comuna para abajo, todos los que desempeñaban
cargos públicos debían desempeñarlos con salarios de obreros. Los intereses
creados y los gastos de representación de los altos dignatarios del Estado
desaparecieron con los altos dignatarios mismos. Los cargos públicos dejaron de
ser propiedad derivada de los testaferros del gobierno central. En manos de la
Comuna se pusieron no solamente la administración municipal, sino toda la
iniciativa llevada hasta entonces por el Estado.
Una vez suprimidos el ejército permanente y la policía, que eran los elementos de
la fuerza física del antiguo gobierno, la Comuna tomó medidas inmediatamente
para destruir la fuerza espiritual de represión, el «poder de los curas»,
decretando la separación de la Iglesia del Estado y la expropiación de todas [234]
las iglesias como corporaciones poseedoras. Los curas fueron devueltos al retiro
de la vida privada, a vivir de las limosnas de los fieles, como sus antecesores, los
apóstoles. Todas las instituciones de enseñanza fueron abiertas gratuitamente al
pueblo y al mismo tiempo emancipadas de toda intromisión de la Iglesia y del
Estado. Así, no sólo se ponía la enseñanza al alcance de todos, sino que la propia
ciencia se redimía de las trabas a que la tenían sujeta los prejuicios de clase y el
poder del gobierno.
Los funcionarios judiciales debían perder aquella fingida independencia que sólo
había servido para disfrazar su abyecta sumisión a los sucesivos gobiernos, ante
los cuales iban prestando y violando, sucesivamente, el juramento de fidelidad.
Igual que los demás funcionarios públicos, los magistrados y los jueces habían de
ser funcionarios electivos, responsables y revocables.
Como es lógico, la Comuna de París había de servir de modelo a todos los
grandes centros industriales de Francia. Una vez establecido en París y en los
centros secundarios el régimen de la Comuna, el antiguo Gobierno centralizado
tendría que dejar paso también en provincias al gobierno de los productores por
los productores. En el breve esbozo de organización nacional que la Comuna no
tuvo tiempo de desarrollar, se dice claramente que la Comuna habría de ser la
forma política que revistiese hasta la aldea más pequeña del país y que en los
distritos rurales el ejército permanente habría de ser remplazado por una milicia
popular, con un plazo de servicio extraordinariamente corto. Las comunas rurales
de cada distrito administrarían sus asuntos colectivos por medio de una asamblea
de delegados en la capital del distrito correspondiente y estas asambleas, a su
vez, enviarían diputados a la Asamblea Nacional de delegados de París,
entendiéndose que todos los delegados serían revocables en todo momento y se
hallarían obligados por el mandato imperativo (instrucciones) de sus electores.
Las pocas, pero importantes funciones que aún quedarían para un Gobierno
central no se suprimirían, como se ha dicho, falseando de intento la verdad, sino
que serían desempeñadas por agentes comunales y, por tanto, estrictamente
responsables. No se trataba de destruir la unidad de la nación, sino por el
contrario, de organizarla mediante un régimen comunal, convirtiéndola en una
realidad al destruir el poder del Estado, que pretendía ser la encarnación de
aquella unidad, independiente y situado por encima de la nación misma, en cuyo
cuerpo no era más que una excrecencia parasitaria. Mientras que los órganos
puramente represivos del viejo poder estatal habían de ser amputados, sus
funciones legítimas habían de ser arrancadas a una autoridad que usurpaba una
posición preeminente sobre la sociedad misma, para restituirla a los servidores
responsables de esta [235] sociedad. En vez de decidir una vez cada tres o seis
años qué miembros de la clase dominante han de representar y aplastar al
pueblo en el parlmento, el sufragio universal habría de servir al pueblo
organizado en comunas, como el sufragio individual sirve a los patronos que
buscan obreros y administradores para sus negocios. Y es bien sabido que lo
mismo las compañías que los particulares, cuando se trata de negocios saben
generalmente colocar a cada hombre en el puesto que le corresponde y, si
alguna vez se equivocan, reparan su error con presteza. Por otra parte, nada
podía ser más ajeno al espíritu de la Comuna que sustituir el sufragio universal
por una investidura jerárquica [68].
Generalmente, las creaciones históricas completamente nuevas están destinadas
a que se las tome por una reproducción de formas viejas e incluso difuntas de la
vida social, con las cuales pueden presentar cierta semejanza. Así, esta nueva
Comuna, que viene a destruir el poder estatal moderno, se ha confundido con una
reproducción de las comunas medievales, que primero precedieron a ese mismo
Estado y luego le sirvieron de base. El régimen de la Comuna se ha tomado
erróneamente por un intento de fraccionar en una federación de pequeños
Estados, como la soñaban Montesquieu y los girondinos [69], esa unidad de las
grandes naciones que, si bien en sus orígenes fue instaurada por la violencia, hoy
se ha convertido en un factor poderoso de la producción social. El antagonismo
entre la Comuna y el poder del Estado se ha presentado equivocadamente como
una forma exagerada de la vieja lucha contra el excesivo centralismo.
Circunstancias históricas peculiares pueden en otros países haber impedido el
desarrollo clásico de la forma burguesa de gobierno al modo francés y haber
permitido, como en Inglaterra, completar en la ciudad los grandes órganos
centrales del Estado con asambleas parroquiales (vestries) corrompidas,
concejales concusionarios y feroces administradores de la beneficencia, y, en el
campo, con jueces virtualmente hereditarios. El régimen de la Comuna habría
devuelto al organismo social todas las fuerzas que hasta entonces venía
absorbiendo el Estado parásito, que se nutre a expensas de la sociedad y
entorpece su libre movimiento. Con este sólo hecho habría iniciado la
regeneración de Francia. La burguesía provinciana de Francia veía en la Comuna
un intento para restaurar el predominio que ella había ejercido sobre el campo
bajo Luis Felipe y que, bajo Luis Napoleón, había sido suplantado por el supuesto
predominio del campo sobre la ciudad. En realidad, el régimen de la Comuna
colocaba a los productores del campo bajo la dirección ideológica de las
capitales de sus distritos, ofreciéndoles aquí, en los obreros de la ciudad, los
representantes naturales de sus intereses. La sola existencia de la [236] Comuna
implicaba, como algo evidente, un régimen de autonomía local, pero ya no como
contrapeso a un poder estatal que ahora era superfluo. Sólo en la cabeza de un
Bismarck, que, cuando no está metido en sus intrigas de sangre y hierro, gusta de
volver a su antigua ocupación, que tan bien cuadra a su calibre mental, de
colaborador del "Kladderadatsch" [70] (el "Punch" [71] de Berlín), sólo en una
cabeza como ésa podía caber el achacar a la Comuna de París la aspiración de
reproducir aquella caricatura de la organización municipal francesa de 1791 que
es la organización municipal de Prusia, donde la administración de las ciudades
queda rebajada al papel de simple engranaje secundario de la maquinaria
policíaca del Estado prusiano. La Comuna convirtió en una realidad ese tópico de
todas las revoluciones burguesas, que es «un Gobierno barato», al destruir las
dos grandes fuentes de gastos: el ejército permanente y la burocracia del Estado.
Su sola existencia presuponía la no existencia de la monarquía que, en Europa al
menos, es el lastre normal y el disfraz indispensable de la dominación de clase.
La Comuna dotó a la república de una base de instituciones realmente
democráticas. Pero, ni el gobierno barato, ni la «verdadera república» constituían
su meta final; no eran más que fenómenos concomitantes.
La variedad de interpretaciones a que ha sido sometida la Comuna y la variedad
de intereses que la han interpretado a su favor, demuestran que era una forma
política perfectamente flexible, a diferencia de las formas anteriores de gobierno,
que habían sido todas fundamentalmente represivas. He aquí su verdadero
secreto: la Comuna era, esencialmente, un gobierno de la clase obrera, fruto de
la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin
descubierta para llevar a cabo dentro de ella la emancipación económica del
trabajo.
Sin esta última condición, el régimen de la Comuna habría sido una imposibilidad
y una impostura. La dominación política de los productores es incompatible con
la perpetuación de su esclavitud social. Por tanto, la Comuna había de servir de
palanca para extirpar los cimientos económicos sobre los que descansa la
existencia de las clases y, por consiguiente, la dominación de clase. Emancipado
el trabajo, todo hombre se convierte en trabajador, y el trabajo productivo deja
de ser un atributo de clase.
Es un hecho extraño. A pesar de todo lo que se ha hablado y se ha escrito con
tanta profusión, durante los últimos sesenta años, acerca de la emancipación del
trabajo, apenas en algún sitio los obreros toman resueltamente la cosa en sus
manos, vuelve a resonar de pronto toda la fraseología apologética de los
portavoces de la sociedad actual, con sus dos polos de capital y esclavitud [237]
asalariada (hoy, el terrateniente no es más que el socio comanditario del
capitalista), como si la sociedad capitalista se hallase todavía en su estado más
puro de inocencia virginal, con sus antagonismos todavía en germen, con sus
engaños todavía encubiertos, con sus prostituidas realidades todavía sin
desnudar. ¡La Comuna, exclaman, pretende abolir la propiedad, base de toda
civilización! Sí, caballeros, la Comuna pretendía abolir esa propiedad de clase
que convierte el trabajo de muchos en la riqueza de unos pocos. La Comuna
aspiraba a la expropiación de los expropiadores. Quería convertir la propiedad
individual en una realidad, transformando los medios de producción, la tierra y el
capital, que hoy son fundamentalmente medios de esclavización y de explotación
del trabajo, en simples instrumentos de trabajo libre y asociado. ¡Pero eso es el
comunismo, el «irrealizable» comunismo! Sin embargo, los individuos de las
clases dominantes que son lo bastante inteligentes para darse cuenta de la
imposibilidad de que el actual sistema continúe —y no son pocos— se han
erigido en los apóstoles molestos y chillones de la producción cooperativa. Ahora
bien, si la producción cooperativa ha de ser algo más que una impostura y un
engaño; si ha de substituir al sistema capitalista; si las sociedades cooperativas
unidas han de regular la producción nacional con arreglo a un plan común,
tomándola bajo su control y poniendo fin a la constante anarquía y a las
convulsiones periódicas, consecuencias inevitables de la producción capitalista,
¿qué será eso entonces, caballeros, más que comunismo, comunismo
«realizable»?
La clase obrera no esperaba de la Comuna ningún milagro. Los obreros no tienen
ninguna utopía lista para implantarla par décret du peuple [*]. Saben que para
conseguir su propia emancipación, y con ella esa forma superior de vida hacia la
que tiende irresistiblemente la sociedad actual por su propio desarrollo
económico, tendrán que pasar por largas luchas, por toda una serie de procesos
históricos, que transformarán las circunstancias y los hombres. Ellos no tienen
que realizar ningunos ideales, sino simplemente dar suelta a los elementos de la
nueva sociedad que la vieja sociedad burguesa agonizante lleva en su seno.
Plenamente conciente de su misión histórica y heroicamente resuelta a obrar con
arreglo a ella, la clase obrera puede mofarse de las burdas invectivas de los
lacayos de la pluma y de la protección pedantesca de los doctrinarios burgueses
bien intencionados, que vierten sus ignorantes vulgaridades y sus fantasías
sectarias con un tono sibilino de infalibilidad científica.
[238]
Cuando la Comuna de París tomó en sus propias manos la dirección de la
revolución; cuando, por primera vez en la historia, los simples obreros se
atrevieron a violar el monopolio de gobierno de sus «superiores naturales», y, en
circunstancias de una dificultad sin precedente, realizaron su labor de un modo
modesto, concienzudo y eficaz, con sueldos el más alto de los cuales apenas
representaba una quinta parte de la suma que según una alta autoridad científica
[*]* es el sueldo mínimo del secretario de un consejo escolar de Londres, el viejo
mundo se retorció en convulsiones de rabia ante el espectáculo de la Bandera
Roja, símbolo de la República del Trabajo, ondeando sobre el Hôtel de Ville.
Y, sin embargo, era ésta la primera revolución en que la clase obrera fue
abiertamente reconocida como la única clase capaz de iniciativa social incluso
por la gran masa de la clase media parisina —tenderos, artesanos,
comerciantes—, con la sola excepción de los capitalistas ricos. La Comuna los
salvó, mediante una sagaz solución de la constante fuente de discordias dentro de
la misma clase media: el conflicto entre acreedores y deudores [72]. Estos
mismos elementos de la clase media, después de haber colaborado en el
aplastamiento de la insurrección obrera de junio de 1848, habían sido
sacrificados sin miramiento a sus acreedores por la Asamblea Constituyente de
entonces [73]. Pero no fue éste el único motivo que les llevó a apretar sus filas en
torno a la clase obrera. Sentían que había que escoger entre la Comuna y el
Imperio, cualquiera que fuese el rótulo bajo el que éste resucitase. El Imperio los
había arruinado económicamente con su dilapidación de la riqueza pública, con
las grandes estafas financieras que fomentó y con el apoyo prestado a la
centralización artificialmente acelerada del capital, que suponía la expropiación
de muchos de sus componentes. Los había suprimido políticamente, y los había
irritado moralmente con sus orgías; había herido su volterianismo al confiar la
educación de sus hijos a los frères ignorantins [74], y había sublevado su
sentimiento nacional de franceses al lanzarlos precipitadamente a una guerra que
sólo ofreció una compensación para todos los desastres que había causado: la
caída del Imperio. En efecto, tan pronto huyó de París la alta bohème bonapartista
y capitalista, el auténtico partido del orden de la clase media surgió bajo la forma
de Unión Republicana [75], se colocó bajo la bandera de la Comuna y se puso a
defenderla contra las desfiguraciones malévolas de Thiers. El tiempo dirá si la
gratitud de esta gran masa de la clase media va a resistir las duras pruebas de
estos momentos.
La Comuna tenía toda la razón, cuando decía a los campesinos: «Nuestro triunfo es
vuestra única esperanza». De todas las mentiras incubadas en Versalles y
difundidas por los ilustres mercenarios de la prensa europea, una de las más
tremendas era la de que los «rurales» representaban al campesinado francés.
¡Figuraos el amor que sentirían los campesinos de Francia por los hombres a
quienes después de 1815 se les obligó a pagar mil millones de indemnización!
[76] A los ojos del campesino francés, la sola existencia de grandes terratenientes
es ya una usurpación de sus conquistas de 1789. En 1848, la burguesía gravó su
parcela de tierra con el impuesto adicional de 45 céntimos por franco, pero
entonces lo hizo en nombre de la revolución, en cambio, ahora, fomentaba una
guerra civil en contra de la revolución, para echar sobre las espaldas de los
campesinos la carga principal de los cinco mil millones de indemnización que
había que pagar a los prusianos. En cambio, la Comuna declaraba en una de sus
primeras proclamas que las costas de la guerra habían de ser pagadas por los
verdaderos causantes de ella. La Comuna habría redimido al campesino de la
contribución de sangre, le habría dado un Gobierno barato, habría convertido a
los que hoy son sus vampiros —el notario, el abogado, el agente ejecutivo y otros
dignatarios judiciales que le chupan la sangre— en empleados comunales
asalariados, elegidos por él y responsables ante él mismo. Le habría librado de la
tiranía del guarda jurado, del gendarme y del prefecto; la ilustración por el
maestro de escuela hubiera ocupado el lugar del embrutecimiento por el cura. Y
el campesino francés es, ante todo y sobre todo, un hombre calculador. Le habría
parecido extremadamente razonable que la paga del cura, en vez de serle
arrancada a él por el recaudador de contribuciones, dependiese exclusivamente
de los sentimientos religiosos de los feligreses. Tales eran los grandes beneficios
que el régimen de la Comuna —y sólo él— brindaba como cosa inmediata a los
campesinos franceses. Huelga, por tanto, detenerse a examinar los problemas
más complicados, pero vitales, que sólo la Comuna era capaz de resolver —y que
al mismo tiempo estaba obligada a resolver—, en favor de los campesinos, a
saber: la deuda hipotecaria, que pesaba como una maldición sobre su parcela; el
proletariado del campo, que crecía constantemente, y el proceso de su
expropiación de la parcela que cultivaba, proceso cada vez más acelerado en
virtud del desarrollo de la agricultura moderna y la competencia de la
producción agrícola capitalista.
El campesino francés eligió a Luis Bonaparte presidente de la república, pero fue
el partido del orden el que creó el Imperio. Lo que el campesino francés quería
realmente, comenzó [240] a demostrarlo él mismo en 1849 y 1850, al oponer su
alcalde al prefecto del Gobierno, su maestro de escuela al cura del Gobierno y su
propia persona al gendarme del Gobierno. Todas las leyes promulgadas por el
partido del orden en enero y febrero de 1850 fueron medidas descaradas de
represión contra el campesino. El campesino era bonapartista porque la gran
revolución, con todos los beneficios que le había conquistado, se personificaba
para él en Napoleón. Pero esta quimera, que se iba esfumando rápidamente bajo
el Segundo Imperio (y que era, por naturaleza, contraria a los «rurales»), este
prejuicio del pasado, ¿cómo hubiera podido hacer frente a la apelación de la
Comuna a los intereses vitales y las necesidades más apremiantes de los
campesinos?
Los «rurales» —tal era, en realidad, su principal preocupación— sabían que tres
meses de libre contacto del París de la Comuna con las provincias bastarían para
desencadenar una sublevación general de campesinos; de aquí su prisa por
establecer el bloqueo policíaco de París para impedir que la epidemia se
propagase.
La Comuna era, pues, la verdadera representación de todos los elementos sanos
de la sociedad francesa, y, por consiguiente, el auténtico gobierno nacional.
Pero, al mismo tiempo, como gobierno obrero y como campeón intrépido de la
emancipación del trabajo, era un gobierno internacional en el pleno sentido de la
palabra. Ante los ojos del ejército prusiano, que había anexionado a Alemania
dos provincias francesas, la Comuna anexionó a Francia los obreros del mundo
entero.
El Segundo Imperio había sido el jubileo de la estafa cosmopolita; los estafadores
de todos los países habían acudido corriendo a su llamada para participar en sus
orgías y en el saqueo del pueblo francés. Y todavía hoy la mano derecha de
Thiers es Ganesco, el granuja valaco, y su mano izquierda Markovski, el espía
ruso. La Comuna concedió a todos los extranjeros el honor de morir por una
causa inmortal. Entre la guerra exterior, perdida por su traición, y la guerra civil,
fomentada por su conspiración con el invasor extranjero, la burguesía encontraba
tiempo para dar pruebas de patriotismo, organizando batidas policíacas contra
los alemanes residentes en Francia. La Comuna nombró a un obrero alemán [*] su
ministro del Trabajo. Thiers, la burguesía, el Segundo Imperio, habían engañado
constantemente a Polonia con ostentosas manifestaciones de simpatía, mientras
en realidad la traicionaban a los intereses de Rusia, a la que prestaban los más
sucios servicios. La Comuna honró a los heroicos hijos de Polonia [*]*,
colocándolos a la cabeza de los defensores de París. [241] Y, para marcar
nítidamente la nueva era histórica que concientemente inauguraba, la Comuna,
ante los ojos de los conquistadores prusianos de una parte, y del ejército
bonapartista mandado por generales bonapartistas, de otra, echó abajo aquel
símbolo gigantesco de la gloria guerrera que era la Columna de Vendôme. [77]
La gran medida social de la Comuna fue su propia existencia, su labor. Sus
medidas concretas no podían menos de expresar la línea de conducta de un
gobierno del pueblo por el pueblo. Entre ellas se cuentan la abolición del trabajo
nocturno para los obreros panaderos, y la prohibición, bajo penas, de la práctica
corriente entre los patronos de mermar los salarios imponiendo a sus obreros
multas bajo los más diversos pretextos, proceso éste en el que el patrono se
adjudica las funciones de legislador, juez y agente ejecutivo, y, además, se
embolsa el dinero. Otra medida de este género fue la entrega a las asociaciones
obreras, a reserva de indemnización, de todos los talleres y fábricas cerrados, lo
mismo si sus respectivos patronos habían huido que si habían optado por parar el
trabajo.
Las medidas financieras de la Comuna, notables por su sagacidad y moderación,
hubieron de limitarse necesariamente a lo que era compatible con la situación de
una ciudad sitiada. Teniendo en cuenta el latrocinio gigantesco desencadenado
sobre la ciudad de París por las grandes empresas financieras y los contratistas
de obras bajo la tutela de Haussmann [*], la Comuna habría tenido títulos
incomparablemente mejores para confiscar sus bienes que Luis Napoleón para
confiscar los de la familia de Orleáns. Los Hohenzollern y los oligarcas ingleses,
una buena parte de cuyos bienes provenían del saqueo de la Iglesia, pusieron
naturalmente el grito en el cielo cuando la Comuna sacó de la secularización nada
más que 8.000 francos.
Mientras el Gobierno de Versalles, apenas recobró un poco de ánimo y de
fuerzas, empleaba contra la Comuna las medidas más violentas; mientras
ahogaba la libre expresión del pensamiento por toda Francia, hasta el punto de
prohibir las asambleas de delegados de las grandes ciudades; mientras sometía a
Versalles y al resto de Francia a un espionaje que dejaba en mantillas al del
Segundo Imperio; mientras quemaba, por medio de sus inquisidores-gendarmes,
todos los periódicos publicados en París y violaba toda la correspondencia que
procedía de la capital o iba dirigida a ella; mientras en la Asamblea Nacional, los
más [242] tímidos intentos de aventurar una palabra en favor de París eran
ahogados con unos aullidos a los que no había llegado ni la chambre introuvable
de 1816; con la guerra salvaje de los versalleses fuera de París y sus tentativas de
corrupción y conspiración dentro, ¿podía la Comuna, sin traicionar
ignominiosamente su causa, guardar todas las formas y las apariencias de
liberalismo, como si gobernase en tiempos de serena paz? Si el Gobierno de la
Comuna se hubiera parecido al de Thiers, no habría habido más base para
suprimir en París los periódicos del partido del orden que para suprimir en
Versalles los periódicos de la Comuna.
Era verdaderamente indignante para los «rurales» que, en el mismo momento en
que ellos preconizaban como único medio de salvar a Francia la vuelta al seno de
la Iglesia, la incrédula Comuna descubriera los misterios del convento de monjas
de Picpus y de la iglesia de Saint-Laurent [78]. Y era una burla para el señor
Thiers que, mientras él hacía llover grandes cruces sobre los generales
bonapartistas, para premiar su maestría en el arte de perder batallas, firmar
capitulaciones y liar cigarrillos en Wilhelmshöhe [79], la Comuna destituyera y
arrestara a sus generales a la menor sospecha de negligencia en el cumplimiento
del deber. La expulsión de su seno y la detención por la Comuna de uno de sus
miembros [*]*, que se había deslizado en ella bajo nombre supuesto y que en
Lyon había sufrido un arresto de seis días por simple quiebra, ¿no era un
deliberado insulto para el falsificador Julio Favre, todavía a la sazón ministro de
Negocios Extranjeros de Francia, y que seguía vendiendo su país a Bismarck y
dictando órdenes a aquel incomparable Gobierno de Bélgica? La verdad es que
la Comuna no pretendía tener el don de la infalibilidad, que se atribuían sin
excepción todos los gobiernos a la vieja usanza. Publicaba sus hechos y sus
dichos y daba a conocer al público todas sus faltas.
En todas las revoluciones, al lado de los verdaderos revolucionarios, figuran
hombres de otra naturaleza. Algunos de ellos, supervivientes de revoluciones
pasadas, que conservan su devoción por ellas, sin visión del movimiento actual,
pero dueños todavía de su influencia sobre el pueblo, por su reconocida
honradez y valentía, o simplemente por la fuerza de la tradición; otros, simples
charlatanes que, a fuerza de repetir año tras año las mismas declamaciones
estereotipadas contra el gobierno del día, se han agenciado de contrabando una
reputación de revolucionarios de pura cepa. Después del 18 de marzo salieron
también a la superficie hombres de éstos, y en algunos casos lograron
desempeñar papeles preeminentes. En la medida en que su poder [243] se lo
permitía, entorpecieron la verdadera acción de la clase obrera, lo mismo que
otros de su especie entorpecieron el desarrollo completo de todas las
revoluciones anteriores. Constituyen un mal inevitable; con el tiempo se les quita
de en medio; pero a la Comuna no le fue dado disponer de tiempo.
Maravilloso en verdad fue el cambio operado por la Comuna de París. De aquel
París prostituido del Segundo Imperio no quedaba ni rastro. París ya no era el
lugar de cita de terratenientes ingleses, absentistas irlandeses [80], ex esclavistas
y rastacueros norteamericanos, ex propietarios rusos de siervos y boyardos de
Valaquia. Ya no había cadáveres en el depósito, ni asaltos nocturnos, ni apenas
hurtos; por primera vez desde los días de febrero de 1848, se podía transitar
seguro por las calles de París, y eso que no había policía de ninguna clase.
«Ya no se oye hablar» —decía un miembro de la Comuna— «de asesinatos, robos
y atracos; diríase que la policía se ha llevado consigo a Versalles a todos sus
amigos conservadores».
Las cocotas habían encontrado el rastro de sus protectores, fugitivos hombres de
la familia, de la religión y, sobre todo, de la propiedad. En su lugar, volvían a salir
a la superficie las auténticas mujeres de París, heroicas, nobles y abnegadas
como las mujeres de la antigüedad. París trabajaba y pensaba, luchaba y daba su
sangre; radiante en el entusiasmo de su iniciativa histórica, dedicado a forjar una
sociedad nueva, casi se olvidaba de los caníbales que tenía a las puertas.
Frente a este mundo nuevo de París, se alzaba el mundo viejo de Versalles;
aquella asamblea de legitimistas y orleanistas, vampiros de todos los regímenes
difuntos, ávidos de nutrirse de los despojos de la nación, con su cola de
republicanos antediluvianos, que sancionaban con su presencia en la Asamblea
el motín de los esclavistas, confiando el mantenimiento de su república
parlamentaria a la vanidad del viejo saltimbanqui que la presidía y
caricaturizando la revolución de 1789 con la celebración de sus reuniones de
espectros en el Jeu de Paume [*] [81]. Así era esta Asamblea, representación de
todo lo muerto de Francia, sólo mantenida en una apariencia de vida por los
sables de los generales de Luis Bonaparte. París, todo verdad, y Versalles, todo
mentira, una mentira que salía de los labios de Thiers.
"Les doy a ustedes mi palabra, a la que jamás he faltado",
dice Thiers a una comisión de alcaldes del departamento de Seine-et-Oise. A la
Asamblea Nacional le dice que «es la Asamblea más [244] libremente elegida y
más liberal que en Francia ha existido»; dice a su abigarrada soldadesca, que es
«la admiración del mundo y el mejor ejército que jamás ha tenido Francia»; dice a
las provincias que el bombardeo de París llevado a cabo por él es un mito:
«Si se han disparado algunos cañonazos, no ha sido por el ejército de Versalles,
sino por algunos insurrectos empeñados en hacernos creer que luchan, cuando
en realidad no se atreven a asomar la cara».
Poco después, dice a las provincias que
«la artillería de Versalles no bombardea a París, sino que simplemente lo
cañonea».
Dice al arzobispo de París que las pretendidas ejecuciones y represalias (!)
atribuidas a las tropas de Versalles son puras mentiras. Dice a París que sólo
ansía «liberarlo de los horribles tiranos que le oprimen» y que el París de la
Comuna no es, en realidad, «más que un puñado de criminales».
El París de el señor Thiers no era el verdadero París de la «vil muchedumbre»,
sino un París fantasma, el París de los franc-fileurs [82], el París masculino y
femenino de los bulevares, el París rico, capitalista; el París dorado, el París
ocioso, que ahora corría en tropel a Versalles, a Saint-Denis, a Rueil y a SaintGermain, con sus lacayos, sus estafadores, su bohemia literaria y sus cocotas. El
París para el que la guerra civil no era más que un agradable pasatiempo, el que
veía las batallas por un anteojo de larga vista, el que contaba los estampidos de
los cañonazos y juraba por su honor y el de sus prostitutas que aquella función era
mucho mejor que las que representaban en Porte Saint Martin. Allí, los que caían
eran muertos de verdad, los gritos de los heridos eran de verdad también, y
además, ¡todo era tan intensamente histórico!
Este es el París del señor Thiers, como el mundo de los emigrados de Coblenza
era la Francia del señor de Calonne [83].
NOTAS
[*] La vil muchedumbre. (N. de la Edit.)
[68] 173. Investidura, sistema de nombramiento de cargos, que se distingue por la completa
dependencia de quienes se encuentran en un peldaño inferior de la escala jerárquica respecto de
los superiores.- 235
[69] 174. Los girondinos formaban en el período de la revolución burguesa francesa de fines del
siglo XVIII el partido de la gran burguesía (debían su nombre al departamento de la Gironda),
que, so pretexto de defensa del derecho de los departamentos a la autonomía y la federación, se
oponía al Gobierno jacobino y a las masas revolucionarias que lo apoyaban.- 235
[70] 175. "Kladderadatsch", revista satírica ilustrada semanal, se publicó en Berlín desde 1848.236, 345
[71] 176. "Punch, or the London Charivari" («El Títere o la cercenada de Londres»), revista
semanal satírica inglesa de orientación liberal-burguesa, se publica en Londres desde 1841.- 236.
[*] Por decreto del pueblo. (N. de la Edit.)
[**] Se refiere al profesor Huxley. (Nota de la edición alemana de 1871).
[72] 177. Se alude al decreto de la Comuna de París del 16 de abril de 1871 prorrogando por tres
años los pagos de las deudas y aboliendo el pago de interés por ellas.- 238
[73] 178. Marx se refiere al acuerdo del 22 de agosto de 1848 de la Asamblea Constituyente de
rechazar el proyecto de ley de «acuerdos amistosos», en el que se preveía el aplazamiento de los
pagos de las deudas. Como consecuencia de ello, una parte considerable de la pequeña
burguesía se arruinó completamente y se vio en manos de los acreedores, es decir, de la gran
burguesía.- 238
[74] 179. Los Frères ignorantins («Frailes ignorantes»), nombre despectivo de una orden religiosa
surgida en 1680, en Reims, se comprometían a dedicarse a la enseñanza de los niños pobres. En
las escuelas de la orden se daba, principalmente, una educación religiosa, siendo muy escasa la
enseñanza de otras ramas del saber.- 238
[75] 180. La Unión Republicana de los Departamentos, organización política integrada por
elementos de la pequeña burguesía oriundos de las distintas regiones de Francia y domiciliados
en París, llamaba a la lucha contra el Gobierno de Versalles y la Asamblea Nacional monárquica y
predicaba el apoyo a la Comuna de París en todos los departamentos.- 238
[76] 181. Marx se refiere a la ley del 27 de abril de 1825 acerca del pago de indemnización a los
antiguos emigrados por las fincas que habían sido confiscadas durante la revolución burguesa
francesa.- 239
[*] Leo Frankel. (N. de la Edit.)
[**] J. Drombrowski y W. Wróblewski. (N. de la Edit.)
[77] 182. La Columna de Vendôme fue levantada en París, en los años de 1806-1810, para
conmemorar las victorias de la Francia napoleónica. Hecha del bronce de los cañones capturados
al enemigo, estaba coronada por una estatua de Napoleón. El 16 de mayo de 1871, por decreto de
la Comuna de París, la columna fue derribada.- 241
[*] El barón de Haussmann fue, durante el Segundo Imperio, prefecto del departamento del Sena,
es decir, de la ciudad de París. Realizó una serie de obras para modificar el plano de París, con el
fin de facilitar la lucha contra las insurrecciones de los obreros. (Nota para la traducción rusa de
1905 publicada bajo la redacción de V. Lenin).
[78] 183. En el convento de monjas de Picpus fueron descubiertos casos de reclusión de monjas
en celdas durante largos años; se hallaron igualmente instrumentos de tortura; en la iglesia de
Saint-Laurent se descubrió un cementerio clandestino, prueba de asesinatos perpetrados. La
Comuna hizo públicos estos hechos en el periódico "Mot d'Ordre" («La Consigna») el 5 de mayo
de 1871, así como en el folleto "Les Crimes des congrégations religieuses" («Los crímenes de las
congregaciones religiosas»).- 242
[79] 184. La principal ocupación de los prisioneros franceses en Wilhelmshöhe (véase la nota 106)
era hacer cigarrillos para consumo propio.- 242
[**] Blanchet. (N. de la Edit.)
[80] 185. Los absentistas (de la palabra absent, ausente), grandes propietarios de tierras que no
solían vivir en sus fincas, empleaban administradores rurales para gobernarlas o las entregaban
en arriendo a especuladores intermediarios, los cuales, a su vez, las entregaban en subarriendo
en condiciones leoninas a pequeños arrendatarios.- 243
[*] Frontón donde la Asamblea Nacional de 1789 adoptó su célebre decisión (nota 186). (Nota de
Engels a la edición alemana de 1871).
[81] 186. El 9 de julio de 1789, la Asamblea Nacional de Francia se proclamó Asamblea
Constituyente y llevó a cabo las primeras transformaciones antiabsolutistas y antifeudales.- 243
[82] 187. Franc-fileurs (literalmente «libres fugitivos»), mote puesto a los burgueses parisinos que
huían de la ciudad durante el asedio. Le daba un carácter irónico al mote su analogía a la palabra
franc-tireur (libre tirador), nombre de los guerrilleros franceses, participantes activos en la lucha
contra los prusianos.- 244
[83] 188. Coblenza, ciudad de Alemania. Durante la revolución burguesa de Francia de fines del
siglo XVIII fue centro de la emigración de la nobleza monárquica y de preparación de la
intervención contra la Francia revolucionaria. En Coblenza se hallaba el Gobierno emigrado
encabezado por de Calonne, reaccionario furibundo, ex ministro de Luis XVI.- 244
IV
La primera tentativa de la conspiración de los esclavistas para sojuzgar a París
logrando su ocupación por los prusianos, fracasó ante la negativa de Bismarck. La
segunda tentativa, la del 18 de marzo, acabó con la derrota del ejército y la huida
a Versalles del gobierno, que ordenó a todo el aparato administrativo que
abandonase sus puestos y le siguiese en la huida. Mediante la simulación de
negociaciones de paz con París, Thiers ganó tiempo para preparar la guerra
contra él. Pero, ¿de dónde sacar un ejército? Los restos de los regimientos de
línea eran escasos en número [245] e inseguros en cuanto a moral. Su
llamamiento apremiante a las provincias para que acudiesen en ayuda de
Versalles con sus guardias nacionales y sus voluntarios, tropezó con una negativa
en redondo. Sólo Bretaña mandó a luchar bajo una bandera blanca a un puñado
de chuanes [84], con un corazón de Jesús en tela blanca sobre el pecho y gritando
«Vive le Roi!» («¡Viva el rey!»). Thiers viose, por tanto, obligado a reunir a toda
prisa una turba abigarrada, compuesta por marineros, soldados de infantería de
marina, zuavos pontificios, gendarmes de Valentín y guardias municipales y
mouchards [*] de Pietri. Pero este ejército habría sido ridículamente ineficaz sin la
incorporación de los prisioneros de guerra imperiales que Bismarck fue
entregando a plazos en cantidad suficiente para mantener viva la guerra civil y
para tener al gobierno de Versalles en abyecta dependencia con respecto a
Prusia. Durante la propia guerra, la policía versallesa tenía que vigilar al ejército
de Versalles, mientras que los gendarmes tenían que arrastrarlo a la lucha,
colocándose ellos siempre en los puestos de peligro. Los fuertes que cayeron no
fueron conquistados, sino comprados. El heroísmo de los federales convenció a
Thiers de que para vencer la resistencia de París no bastaban su genio
estratégico ni las bayonetas de que disponía.
Entretanto, sus relaciones con las provincias hacíanse cada vez más difíciles. No
llegaba un solo mensaje de adhesión para estimular a Thiers y a sus «rurales».
Muy al contrario, llegaban de todas partes diputaciones y mensajes pidiendo, en
un tono que tenía de todo menos de respetuoso, la reconciliación con París sobre
la base del reconocimiento inequívoco de la república, el reconocimiento de las
libertades comunales y la disolución de la Asamblea Nacional, cuyo mandato
había expirado ya. Estos mensajes afluían en tal número, que en su circular
dirigida el 23 de abril a los fiscales, Dufaure, ministro de Justicia de Thiers, les
ordenaba considerar como un crimen «el llamamiento a la conciliación». No
obstante, en vista de las perspectivas desesperadas que se abrían ante su
campaña militar, Thiers se decidió a cambiar de táctica, ordenando que el 30 de
abril se celebrasen elecciones municipales en todo el país, sobre la base de la
nueva ley municipal dictada por él mismo a la Asamblea Nacional. Utilizando,
según los casos, las intrigas de sus prefectos y la intimidación policíaca, estaba
completamente seguro de que el resultado de la votación en provincias le
permitiría ungir a la Asamblea Nacional con aquel poder moral que jamás había
tenido, y obtener por fin de las provincias la fuerza material que necesitaba para
la conquista de París.
[246]
Thiers se preocupó desde el primer momento en combinar su guerra de
bandidaje contra París —glorificada en sus propios boletines— y las tentativas de
sus ministros para instaurar de un extremo a otro de Francia el reinado del terror,
con una pequeña comedia de conciliación, que había de servirle para más de un
fin. Trataba con ello de engañar a las provincias, de seducir a la clase media de
París y, sobre todo, de brindar a los pretendidos republicanos de la Asamblea
Nacional la oportunidad de esconder su traición contra París detrás de su fe en
Thiers. El 21 de marzo, cuando aun no disponía de un ejército, Thiers declaraba
ante la Asamblea:
«Pase lo que pase, jamás enviaré tropas contra París».
El 27 de marzo, intervino de nuevo para decir:
"Me he encontrado con la república como un hecho consumado y estoy
firmemente decidido a mantenerla".
En realidad, en Lyon y en Marsella [85] aplastó la revolución en nombre de la
república, mientras en Versalles los bramidos de sus «rurales» ahogaban la
simple mención de su nombre. Después de esta hazaña, rebajó el «hecho
consumado» a la categoría de hecho hipotético. A los príncipes de Orleáns, que
Thiers había alejado de Burdeos por precaución, se les permitía ahora intrigar en
Dreux, lo cual era una violación flagrante de la ley. Las concesiones prometidas
por Thiers, en sus interminables entrevistas con los delegados de París y
provincias aunque variaban constantemente de tono y de color, según el tiempo y
las circunstancias, se reducían siempre, en el fondo, a la promesa de que su
venganza se limitaría al
«puñado de criminales complicados en los asesinatos de Lecomte y Clément
Thomas».
Bien entendido que bajo la condición de que París y Francia aceptasen sin
reservas al señor Thiers como la mejor de las repúblicas posibles, como él había
hecho en 1830 con Luis Felipe. Pero hasta estas mismas concesiones, no sólo se
cuidaba de ponerlas en tela de juicio mediante los comentarios oficiales que
hacía a través de sus ministros en la Asamblea, sino que, además, tenía a su
Dufaure para actuar. Dufaure, viejo abogado orleanista, había sido el poder
judicial supremo de todos los estados de sitio, lo mismo ahora, en 1871, bajo
Thiers, que en 1839, bajo Luis Felipe, y en 1849, bajo la presidencia de Luis
Bonaparte. Durante su cesantía de ministro, había reunido una fortuna
defendiendo los pleitos de los capitalistas de París y había acumulado un capital
político pleiteando contra las leyes elaboradas por él [247] mismo. Ahora, no
contento con hacer que la Asamblea Nacional votase a toda prisa una serie de
leyes de represión que, después de la caída de París, habían de servir para
extirpar los últimos vestigios de las libertades republicanas en Francia, trazó de
antemano la suerte que había de correr París, al abreviar los trámites de los
Tribunales de Guerra, que aun parecían demasiado lentos [86], y al presentar una
nueva ley draconiana de deportación. La revolución de 1848, al abolir la pena de
muerte para los delitos políticos, la había sustituido por la deportación. Luis
Bonaparte no se atrevió, por lo menos en teoría, a restablecer el régimen de
guillotina. Y la Asamblea de los «rurales», que aun no se atrevían ni a insinuar que
los parisinos no eran rebeldes, sino asesinos, no tuvo más remedio que limitarse,
en la venganza que preparaba contra París, a la nueva ley de deportaciones de
Dufaure. Bajo estas circunstancias, Thiers no hubiera podido seguir
representando su comedia de conciliación, si esta comedia no hubiese arrancado,
como él precisamente quería, gritos de rabia entre los «rurales», cuyas cabezas
rumiantes no podían comprender la farsa, ni todo lo que la farsa exigía en cuanto
a hipocresía, tergiversación y dilaciones.
Ante la proximidad de las elecciones municipales del 30 de abril, el día 27 Thiers
representó una de sus grandes escenas conciliatorias. En medio de un torrente de
retórica sentimental, exclamó desde la tribuna de la Asamblea:
«La única conspiración que hay contra la república es la de París, que nos obliga a
derramar sangre francesa. No me cansaré de repetirlo: ¡que aquellas manos
suelten las armas infames que empuñan y el castigo se detendrá inmediatamente
por un acto de paz del que sólo quedará excluido un puñado de criminales!»
Y como los «rurales» le interrumpieran violentamente, replicó:
«Decidme, señores, os lo suplico, si estoy equivocado. ¿De veras deploráis que
yo haya podido declarar aquí que los criminales no son en verdad más que un
puñado? ¿No es una suerte, en medio de nuestras desgracias, que quienes fueron
capaces de derramar la sangre de Clément Thomas y del general Lecomte sólo
representan raras excepciones?»
Sin embargo, Francia no dio oídos a aquellos discursos que Thiers creía cantos de
sirena parlamentaria. De los 700.000 concejales elegidos en los 35.000 municipios
que aún conservaba Francia, los legitimistas, orleanistas y bonapartistas
coligados no obtuvieron siquiera 8.000. Las diferentes votaciones
complementarias arrojaron resultados aún más hostiles. De este modo, en vez de
sacar de las provincias la fuerza material que tanto necesitaba, la Asamblea
perdía hasta su último título de fuerza moral: el de ser expresión del sufragio
universal de la nación. [248] Para remachar la derrota, los ayuntamientos recién
elegidos amenazaron a la asamblea usurpadora de Versalles con convocar una
contraasamblea en Burdeos.
Por fin había llegado para Bismarck el tan esperado momento de lanzarse a la
acción decisiva. Ordenó perentoriamente a Thiers que mandase a Francfort
plenipotenciarios para sellar definitivamente la paz. Obedeciendo humildemente
a la llamada de su señor, Thiers se apresuró a enviar a su fiel Julio Favre, asistido
por Pouyer-Quertier. Pouyer-Quertier, «eminente» hilandero de algodón de Ruán,
ferviente y hasta servil partidario del Segundo Imperio, jamás había descubierto
en éste ninguna falta, fuera de su tratado comercial con Inglaterra [87],
atentatorio para los intereses de su propio negocio. Apenas instalado en Burdeos
como ministro de Hacienda de Thiers, denunció este «nefasto» tratado, sugirió su
pronta derogación y tuvo incluso el descaro de intentar, aunque en vano (pues
echó sus cuentas sin Bismarck), el inmediato restablecimiento de los antiguos
aranceles protectores contra Alsacia, donde, según él, no existía el obstáculo de
ningún tratado internacional anterior. Este hombre, que veía en la
contrarrevolución un medio para rebajar los salarios en Ruán, y en la entrega a
Prusia de las provincias francesas un medio para subir los precios de sus artículos
en Francia, ¿no era éste el hombre predestinado para ser elegido por Thiers, en
su última y culminante traición, como digno auxiliar de Julio Favre?
A la llegada a Francfort de esta magnífica pareja de plenipotenciarios, el brutal
Bismarck los recibió con este dilema categórico: "¡O la restauración del Imperio,
o la aceptación sin reservas de mis condiciones de paz!" Entre estas condiciones
entraba la de acortar los plazos en que había que pagarse la indemnización de
guerra y la prórroga de la ocupación de los fuertes de París por las tropas
prusianas mientras Bismarck no estuviese satisfecho con el estado de cosas
reinante en Francia. De este modo, Prusia era reconocida como supremo árbitro
de la política interior francesa. A cambio de esto, ofrecía soltar, para que
exterminase a París, al ejército bonapartista que tenía prisionero y prestarle el
apoyo directo de las tropas del emperador Guillermo. Como prenda de su buena
fe, se prestaba a que el pago del primer plazo de la indemnización se
subordinase a la «pacificación» de París. Huelga decir que Thiers y sus
plenipotenciarios se apresuraron a tragar esta sabrosa carnada. El tratado de paz
fue firmado por ellos el 10 de mayo y ratificado por la Asamblea de Versalles el
18 del mismo mes.
En el intervalo entre la conclusión de la paz y la llegada de los prisioneros
bonapartistas, Thiers se creyó tanto más obligado [249] a reanudar su comedia de
reconciliación cuanto que los republicanos, sus instrumentos, estaban
apremiantemente necesitados de un pretexto que les permitiese cerrar los ojos a
los preparativos para la carnicería de París. Todavía el 8 de mayo constestaba a
una comisión de conciliadores pequeñoburgueses:
«Tan pronto como los insurrectos se decidan a capitular, las puertas de París se
abrirán de par en par durante una semana para todos, con la sola excepción de
los asesinos de los generales Clément Thomas y Lecomte".
Pocos días después, interpelado violentamente por los «rurales» acerca de estas
promesas, se negó a entrar en ningún género de explicaciones; pero no sin hacer
esta alusión significativa:
«Os digo que entre vosotros hay hombres impacientes, hombres que tienen
demasiada prisa. Que aguarden otros ocho días; al cabo de ellos, el peligro habrá
pasado y la tarea será proporcional a su valentía y a su capacidad».
Tan pronto como Mac-Mahon pudo garantizarle que dentro de poco podría entrar
en París, Thiers declaró ante la Asamblea que
«entraría en París con la ley en la mano y exigiendo una expiación cumplida a los
miserables que habían sacrificado vidas de soldados y destruido monumentos
públicos».
Al acercarse el momento decisivo, dijo ante la Asamblea Nacional: «¡Seré
implacable!»; a París, que no había salvación para él; y a sus bandidos
bonapartistas que se les daba carta blanca para vengarse de París a discreción.
Por último, cuando el 21 de mayo la traición abrió las puertas de la ciudad al
general Douay, Thiers pudo descubrir el día 22 a los «rurales» el «objetivo» de su
comedia de reconciliación, que tanto se habían obstinado en no comprender:
«Os dije hace pocos días que nos estábamos acercando a nuestro objetivo; hoy
vengo a deciros que el objetivo está alcanzado. ¡El triunfo del orden, de la justicia
y de la civilización está conseguido por fin!».
Así era. La civilización y la justicia del orden burgués aparecen en todo su
siniestro esplendor dondequiera que los esclavos y los parias de este orden osan
rebelarse contra sus señores. En tales momentos, esa civilización y esa justicia se
muestran como lo que son: salvajismo descarado y venganza sin ley. Cada nueva
crisis que se produce en la lucha de clases entre los productores y los
apropiadores hace resaltar este hecho con mayor claridad. Hasta las atrocidades
cometidas por la burguesía en junio de 1848 palidecen ante la infamia
indescriptible de 1871. El heroísmo abnegado con que la población de París —
hombres, mujeres y niños— luchó por espacio de ocho días después de la
entrada de los [250] versalleses en la ciudad, refleja la grandeza de su causa,
como las hazañas infernales de la soldadesca reflejan el espíritu innato de esa
civilización de la que es el brazo vengador y mercenario. ¡Gloriosa civilización
ésta, cuyo gran problema estriba en saber cómo desprenderse de los montones
de cadáveres hechos por ella después de haber cesado la batalla!.
Para encontrar un paralelo con la conducta de Thiers y de sus perros de presa
hay que remontarse a los tiempos de Sila y de los dos triunviratos romanos [88].
Las mismas matanzas en masa a sangre fría; el mismo desdén, en la matanza, para
la edad y el sexo; el mismo sistema de torturar a los prisioneros; las mismas
proscripciones, pero ahora de toda una clase; la misma batida salvaje contra los
jefes escondidos, para que ni uno solo se escape; las mismas delaciones de
enemigos políticos y personales; la misma indiferencia ante la matanza de
personas completamente ajenas a la contienda. No hay más que una diferencia, y
es que los romanos no disponían de ametralladoras para despachar a los
proscritos en masa y que no actuaban «con la ley en la mano» ni con el grito de
«civilización» en los labios.
Y tras estos horrores, volvamos la vista a otro aspecto, todavía más repugnante,
de esa civilización burguesa, tal como su propia prensa lo describe.
«Mientras a lo lejos» —escribe el corresponsal parisino de un periódico
conservador de Londres— «se oyen todavía disparos sueltos y entre las tumbas
del cementerio del Peré Lachaise agonizan infelices heridos abandonados;
mientras 6.000 insurrectos aterrados vagan en una agonía de desesperación en el
laberinto de las catacumbas y por las calles se ven todavía infelices llevados a
rastras para ser segados en montón por las ametralladoras, resulta indignante ver
los cafés llenos de bebedores de ajenjo y de jugadores de billar y de dominó; ver
cómo las mujeres del vicio deambulan por los bulevares y oir cómo el estrépito
de las orgías en los reservados de los restaurantes distinguidos turba el silencio
de la noche».
El señor Edouard Hervé escribe en el "Journal de París" [89], periódico versallés
suprimido por la Comuna:
«El modo cómo la población de París» (!) «manifestó ayer su satisfacción era más
que frívolo, y tememos que esto se agrave con el tiempo. París presenta ahora un
aire de día de fiesta lamentablemente poco apropiado. Si no queremos que nos
llamen los «parisinos de la decadencia», debemos poner término a tal estado de
cosas».
Y a continuación cita el pasaje de Tácito:
«Y sin embargo, a la mañana siguiente de aquella horrible batalla y aun antes de
haberse terminado, Roma, degradada y corrompida, comenzó a revolcarse de
nuevo en la charca de voluptuosidad que destruía su cuerpo y encenagaba su
alma —alibi proelia et vulnera, alibi balneae popinaeque (aquí combates y heridas,
allí baños y festines)».
[251]
El señor Hervé sólo se olvida de aclarar que la «población de París» de que él
habla es, exclusivamente, la población del París del señor Thiers: los franc-fileurs
que volvían en tropel de Versalles, de Saint Denis, de Rueil y de Saint Germain, el
París de la «decadencia».
En cada uno de sus triunfos sangrientos sobre los abnegados paladines de una
sociedad nueva y mejor, esta infame civilización, basada en la esclavización del
trabajo, ahoga los gemidos de sus víctimas en un clamor salvaje de calumnias,
que encuentran eco en todo el orbe. Los perros de presa del «orden» trasforman
de pronto en un infierno el sereno París obrero de la Comuna. ¿Y qué es lo que
demuestra este tremendo cambio a las mentes burguesas de todos los países?
Demuestra sencillamente que la Comuna se ha amotinado contra la civilización. El
pueblo de París, lleno de entusiasmo, muere por la Comuna en número no
igualado por ninguna batalla de la historia. ¿Qué demuestra esto? Demuestra,
sencillamente, que la Comuna no era el gobierno propio del pueblo, sino la
usurpación del poder por un puñado de criminales. Las mujeres de París dan
alegremente sus vidas en las barricadas y ante los pelotones de ejecución. ¿Qué
demuestra esto? Demuestra sencillamente que el demonio de la Comuna las ha
convertido en Megeras [90] y Hécates [91]. La moderación de la Comuna durante
los dos meses de su dominación indisputada sólo es igualada por el heroísmo de
su defensa. ¿Qué demuestra esto? Demuestra, sencillamente, que durante varios
meses la Comuna ocultó cuidadosamente bajo una careta de moderación y de
humanidad la sed de sangre de sus instintos satánicos, para darle rienda suelta en
la hora de su agonía.
En el momento del heroico holocausto de sí mismo, el París obrero envolvió en
llamas edificios y monumentos. Cuando los esclavizadores del proletariado
descuartizan su cuerpo vivo, no deben seguir abrigando la esperanza de retornar
en triunfo a los muros intactos de sus casas. El gobierno de Versalles grita:
"¡Incendiarios!", y susurra esta consigna a todos sus agentes, hasta en la aldea
más remota, para que acosen a sus enemigos por todas partes como incendiarios
profesionales. La burguesía del mundo entero, que asiste con complacencia a la
matanza en masa después de la lucha, se estremece de horror ante la profanación
del ladrillo y la argamasa.
Cuando los gobiernos dan a sus flotas de guerra carta blanca para «matar,
quemar y destruir», ¿dan o no carta blanca a incendiarios? Cuando las tropas
británicas pegan fuego alegremente al capitolio de Washington o al palacio de
verano del emperador de China [92] ¿son o no son incendiarias? Cuando los
prusianos, no por razones militares, sino por mero espíritu de venganza, [252]
hacen arder con ayuda de petróleo poblaciones enteras como Châteaudun e
innumerables aldeas, ¿son o no son incendiarios? Cuando Thiers bombardea a
París durante seis semanas, bajo el pretexto de que sólo quiere pegar fuego a las
casas en que hay gente, ¿era o no era incendiario? En la guerra, el fuego es un
arma tan legítima como cualquier otra. Los edificios ocupados por el enemigo se
bombardean para pegarles fuego. Y si sus defensores se ven obligados a
evacuarlos, ellos mismos los incendian, para evitar que los atacantes se apoyen
en ellos. El ser pasto de las llamas ha sido siempre el destino ineludible de los
edificios situados en el frente de combate de todos los ejércitos regulares del
mundo. ¡Pero he aquí que en la guerra de los esclavizados contra los
esclavizadores —la única guerra justificada de la historia— este argumento ya no
es válido en absoluto! La Comuna se sirvió del fuego pura y exclusivamente como
de un medio de defensa. Lo empleó para cortar el avance de las tropas de
Versalles por aquellas avenidas largas y rectas que Haussman había abierto
expresamente para el fuego de la artillería; lo empleó para cubrir la retirada, del
mismo modo que los versalleses, al avanzar, emplearon sus granadas, que
destruyeron, por lo menos, tantos edificios como el fuego de la Comuna. Todavía
no se sabe a ciencia cierta qué edificios fueron incendiados por los defensores y
cuáles por los atacantes. Y los defensores no recurrieron al fuego hasta que las
tropas versallesas no habían comenzado su matanza en masa de prisioneros.
Además, la Comuna había anunciado públicamente, desde hacía mucho tiempo,
que, empujada al extremo, se enterraría entre las ruinas de París y haría de esta
capital un segundo Moscú; cosa que el Gobierno de la Defensa Nacional había
prometido también hacer, claro que sólo como disfraz, para encubrir su traición.
Trochu había preparado el petróleo necesario para esta eventualidad. La Comuna
sabía que a sus enemigos no les importaban las vidas del pueblo de París, pero
que en cambio les importaban mucho los edificios parisinos de su propiedad. Por
otra parte, Thiers había hecho ya saber que sería implacable en su venganza.
Apenas vio de un lado a su ejército en orden de batalla y del otro a los prusianos
cerrando la salida, exclamó: «¡Seré inexorable! ¡El castigo será completo y la
justicia severa!» Si los actos de los obreros de París fueron de vandalismo, era el
vandalismo de la defensa desesperada, no un vandalismo de triunfo, como aquel
de que los cristianos dieron prueba al destruir los tesoros artísticos, realmente
inestimables, de la antigüedad pagana. Pero incluso este vandalismo ha sido
justificado por los historiadores como un accidente inevitable y relativamente
insignificante, en comparación con aquella lucha titánica entre una sociedad
nueva que surgía y otra vieja que se derrumbaba. Y aún menos se parecía al
vandalismo [253] de un Haussman, que arrasó el París histórico, para dejar sitio al
París de los ociosos.
Pero, ¿y la ejecución por la Comuna de los sesenta y cuatro rehenes, con el
arzobispo de París a la cabeza? La burguesía y su ejército restablecieron en junio
de 1848 una costumbre que había desaparecido desde hacía largo tiempo de las
prácticas guerreras: la de fusilar a sus prisioneros indefensos. Desde entonces,
esta costumbre brutal ha encontrado la adhesión más o menos estricta de todos
los aplastadores de conmociones populares en Europa y en la India, demostrando
con ello que constituye un verdadero «progreso de la civilización». Por otra parte,
los prusianos restablecieron en Francia la práctica de tomar rehenes; personas
inocentes a quienes se hacía responder con sus vidas de los actos de otros.
Cuando Thiers, como hemos visto, puso en práctica desde el primer momento la
humana costumbre de fusilar a los federales prisioneros, la Comuna, para
proteger sus vidas, viose obligada a recurrir a la práctica prusiana de tomar
rehenes. A estos rehenes los habían hecho ya reos de muerte repetidas veces los
incesantes fusilamientos de prisioneros por las tropas versallesas. ¿Quién podía
seguir guardando sus vidas después de la carnicería con que los pretorianos [93]
de Mac-Mahon celebraron su entrada en París? ¿Había de convertirse también en
una burla la última medida —la toma de rehenes— con que se aspiraba a
contener el salvajismo desenfrenado de los gobiernos burgueses? El verdadero
asesino del arzobispo Darboy es Thiers. La Comuna propuso repetidas veces el
canje del arzobispo y de otro montón de clérigos por un solo prisionero, Blanqui,
que Thiers tenía entonces en sus garras. Y Thiers se negó tenazmente. Sabía que
con Blanqui daba a la Comuna una cabeza y que el arzobispo serviría mejor a sus
fines como cadáver. Thiers seguía aquí las huellas de Cavaignac. ¿Acaso en junio
de 1848 Cavaignac y sus hombres del orden no habían lanzado gritos de horror,
estigmatizando a los insurrectos como asesinos del arzobispo Affre? Y ellos
sabían perfectamente que el arzobispo había sido fusilado por las tropas del
partido del orden [94]. El Sr. Jacquemet, vicario general del arzobispo que había
asistido a la ejecución, se lo había certificado inmediatamente después de ocurrir
ésta.
Todo este coro de calumnias, que el partido del orden, en sus orgías de sangre,
no deja nunca de alzar contra sus víctimas, sólo demuestra que el burgués de
nuestros días se considera el legítimo heredero del antiguo señor feudal, para
quien todas las armas eran buenas contra los plebeyos, mientras que en manos
de éstos toda arma constituía por sí sola un crimen.
La conspiración de la clase dominante para aplastar la revolución por medio de
una guerra civil montada bajo el patronato del [254] invasor extranjero —
conspiración que hemos ido siguiendo desde el mismo 4 de septiembre hasta la
entrada de los pretorianos de Mac-Mahon por la puerta de Saint Cloud— culminó
en la carnicería de París. Bismarck se deleita ante las ruinas de París, en las que
ha visto tal vez el primer paso de aquella destrucción general de las grandes
ciudades que había sido su sueño dorado cuando no era más que un simple
«rural» en los escaños de la Chambre introuvable prusiana de 1849 [95]. Se deleita
ante los cadáveres del proletariado de París. Para él, esto no es sólo el exterminio
de la revolución; es además el aniquilamiento de Francia, que ahora queda
decapitada de veras, y por obra del propio gobierno francés. Con la
superficialidad que caracteriza a todos los estadistas afortunados, no ve más que
el aspecto externo de este formidable acontecimiento histórico. ¿Cuándo había
brindado la historia el espectáculo de un conquistador que coronaba su victoria
convirtiéndose, no ya en el gendarme, sino en el sicario del Gobierno vencido?
Entre Prusia y la Comuna de París no había guerra. Por el contrario, la Comuna
había aceptado los preliminares de paz, y Prusia se había declarado neutral.
Prusia no era, por tanto, beligerante. Desempeñó el papel de un matón; de un
matón cobarde, puesto que no arrastraba ningún peligro; y de un matón a sueldo,
porque se había estipulado de antemano que el pago de sus 500 millones teñidos
de sangre no sería hecho hasta después de la caída de París. De este modo, se
revelaba, por fin, el verdadero carácter de la guerra, de aquella guerra ordenada
por la providencia como castigo de la impía y corrompida Francia por la muy
moral y piadosa Alemania. Y esta violación sin precedente del derecho de las
naciones, incluso en la interpretación de los juristas del viejo mundo, en vez de
poner en pie a los gobiernos «civilizados» de Europa para declarar fuera de la ley
internacional al felón gobierno prusiano, simple instrumento del gobierno de San
Petersburgo, les incita únicamente a preguntarse ¡si las pocas víctimas que
consiguen escapar por entre el doble cordón que rodea a París no deberán ser
entregadas también al verdugo de Versalles!.
El hecho sin precedente de que en la guerra más tremenda de los tiempos
modernos, el ejército vencedor y el vencido confraternicen en la matanza común
del proletariado, no representa, como cree Bismarck, el aplastamiento definitivo
de la nueva sociedad que avanza, sino el desmoronamiento completo de la
sociedad burguesa. La empresa más heroica que aún puede acometer la vieja
sociedad es la guerra nacional. Y ahora viene a demostrarse que esto no es más
que una añagaza de los gobiernos destinada a aplazar la lucha de clases, y de la
que se prescinde tan pronto como esta lucha estalla en forma de guerra civil. La
dominación de clase ya no se puede disfrazar bajo el uniforme [255] nacional;
todos los gobiernos nacionales son uno solo contra el proletariado.
Después del domingo de Pentecostés de 1871, ya no puede haber paz ni tregua
posible entre los obreros de Francia y los que se apropian el producto de su
trabajo. El puño de hierro de la soldadesca mercenaria podrá tener sujetas,
durante cierto tiempo, a estas dos clases, pero la lucha volverá a estallar una y
otra vez en proporciones crecientes. No puede caber duda sobre quién será a la
postre el vencedor: si los pocos que viven del trabajo ajeno o la inmensa mayoría
que trabaja. Y la clase obrera francesa no es más que la vanguardia del
proletariado moderno.
Los gobiernos de Europa, mientras atestiguan así, ante París, el carácter
internacional de su dominación de clase, braman contra la Asociación
Internacional de los Trabajadores —la contraorganización internacional del
trabajo frente a la conspiración cosmopolita del capital—, como la fuente
principal de todos estos desastres. Thiers la denunció como déspota del trabajo
que pretende ser su libertador. Picard ordenó que se cortasen todos los enlaces
entre los internacionales franceses y los del extranjero. El conde de Jaubert, una
momia que fue cómplice de Thiers en 1835, declara que el exterminio de la
Internacional es el gran problema de todos los gobiernos civilizados. Los
«rurales» braman contra ella, y la prensa europea se agrega unánimemente al
coro. Un escritor francés [*] honrado, absolutamente ajeno a nuestra Asociación,
se expresa en los siguientes términos:
«Los miembros del Comité Central de la Guardia Nacional, así como la mayor
parte de los miembros de la Comuna, son las cabezas más activas, inteligentes y
enérgicas de la Asociación Internacional de los Trabajadores... Hombres
absolutamente honrados, sinceros, inteligentes, abnegados, puros y fanáticos en
el buen sentido de la palabra».
Naturalmente, las cabezas burguesas, con su contextura policíaca, se representan
a la Asociación Internacional de los Trabajadores como una especie de
conspiración secreta con un organismo central que ordena de vez en cuando
explosiones en diferentes países. En realidad, nuestra Asociación no es más que
el lazo internacional que une a los obreros más avanzados de los diversos países
del mundo civilizado. Dondequiera que la lucha de clases alcance cierta
consistencia, sean cuales fueran la forma y las condiciones en que el hecho se
produzca, es lógico que los miembros de nuestra Asociación aparezcan en la
vanguardia. El terreno de donde brota nuestra Asociación es la propia sociedad
moderna. No es posible exterminarla, por grande que sea la carnicería. [256]
Para hacerlo, los gobiernos tendrían que exterminar el despotismo del capital
sobre el trabajo, base de su propia existencia parasitaria.
El París de los obreros, con su Comuna, será eternamente ensalzado como
heraldo glorioso de una nueva sociedad. Sus mártires tienen su santuario en el
gran corazón de la clase obrera. Y a sus exterminadores la historia los ha clavado
ya en una picota eterna, de la que no lograrán redimirlos todas las preces de su
clerigalla.
256, High Holborn, London, W.C.
30 de mayo de 1871.
NOTAS
[84] 189. Chuanes, denominación que habían dado los comuneros a un destacamento monárquico
del ejército de Versalles, reclutado en Bretaña, por analogía con los participantes de la rebelión
contrarrevolucionaria en el Noroeste de Francia, en tiempo de la revolución burguesa francesa de
fines del siglo XVIII.- 245
[*] Confidentes. (N. de la Edit.)
[85] 190. Poco después del 18 de marzo de 1871, estallaron en Lyon y Marsella movimientos
revolucionarios cuyo fin era proclamar la Comuna. Ambos movimientos fueron aplastados
cruelmente por el gobierno de Thiers.- 246
[86] 191. Con arreglo a la ley de procedimiento de los tribunales de guerra, sometida por Dufaure
al examen de la Asamblea Nacional, los procesos judiciales y las sentencias debían cumplirse en
48 horas.- 247
[87] 192. Se alude al tratado comercial firmado por Inglaterra y Francia el 23 de enero de 1860, en
el que ésta renunciaba a la política arancelaria prohibitiva y la sustituía con derechos aduaneros.
El tratado tuvo como consecuencia el vertical incremento de la competencia en el mercado
interior de Francia debido al aflujo de mercancías de Inglaterra, provocando el descontento de
los industriales franceses.- 248
[88] 193. Trátase del ambiente de terror y de represiones sangrientas en la Antigua Roma en las
distintas etapas de la crisis de la República esclavista de Roma en el siglo I a. de n. e. La dictadura
de Sila (años 82-79 a. de n. e.). El primer y segundo triunviratos de Roma (años 60-53 y 43-36 a. de
n. e.) fueron dictaduras de los caudillos romanos Pompeyo, César y Craso, en el primer caso, y
Octavio, Marco Antonio y Lépido, en el segundo.- 250
[89] 194. "Journal de París" («Periódico de París»), diario de orientación monárquico-orleanista, se
publicó en París desde 1867.- 250
[90] Megera: según la mitología de la Grecia antigua, una de las tres furias, personificación de la
ira y la envidia; en el sentido figurado, mujer gruñona y mala.- 251
[91] Hécate: diosa de la luz lunar según la mitología de la Grecia antigua; tenía tres cabezas y tres
cuerpos, señora de los demonios y fantasmas terribles del mundo subterráneo de los muertos,
diosa del mal y de los hechiceros.- 251
[92] 195. En agosto de 1814, durante la guerra entre Inglaterra y los EE.UU., las tropas británicas,
al apoderarse de Washington, incendiaron el Capitolio (el edificio del Congreso), la Casa Blanca
y otros edificios públicos de la capital.
En octubre de 1860, durante la guerra de Inglaterra y Francia contra China, las tropas anglofrancesas saquearon e incendiaron el palacio de verano en las proximidades de Pekín, riquísimo
conjunto de monumentos de arquitectura y arte chinos.- 251
[93] 196. En la Antigua Roma, los pretorianos constituían la guardia personal privilegiada del
caudillo o del emperador; los pretorianos participaban constantemente en las rebeliones y solían
poner en el trono a sus protegidos. La palabra «pretorianos» pasó luego a simbolizar la
arbitrariedad de los militares mercenarios.- 253
[94] 155. El partido del orden, partido de la gran burguesía conservadora, surgió en 1848 y era
una coalición de dos minorías monárquicas de Francia: los legitimistas y los orleanistas (véase la
nota 125); desde 1849 hasta el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851 tenía una situación
dirigente en la Asamblea Legislativa de la Segunda República.- 219, 253
[95] 197. Marx llama a la Cámara de los Diputados prusiana «Chambre introuvable» («Cámara
inefable») por analogía con la Cámara francesa (véase la nota 158). La Asamblea elegida en
enero-febrero de 1849 constaba de la privilegiada «Cámara de los Señores» aristócrata y la
segunda Cámara, cuyos componentes eran elegidos en dos turnos únicamente por los llamados
«prusianos independientes». Bismarck, elegido a la segunda Cámara, era en ella uno de los
líderes del grupo junker de la extrema derecha.- 254
[*] Por lo visto Robinet. (N. de la Edit.)
APENDICES
I
«La columna de prisioneros se detuvo en la avenida Uhrich y fue formada, de
cuatro o cinco en fondo, en la acera, dando vista a la calle. El general marqués de
Galliffet y su Estado Mayor bajaron de los caballos y empezaron a pasar revista
de izquierda a derecha. El general andaba lentamente, observando las filas; de
vez en cuando, se detenía y tocaba a un prisionero en el hombro o le llamaba con
un movimiento de cabeza si estaba en las filas de atrás. En la mayoría de los
casos, los seleccionados por este procedimiento, sin más trámites, eran
colocados en medio de la calle, donde formaron en seguida una pequeña
columna aparte... La posibilidad de error era, evidentemente, considerable. Un
oficial montado señaló al general Galliffet un hombre y una mujer, como
culpables de algún crimen. La mujer salió corriendo de la fila, se puso de rodillas,
y, con los brazos abiertos, protestó de su inocencia en términos de gran emoción.
El general aguardó unos instantes y luego con rostro impasible, y sin moverse,
dijo: «Madame, conozco todos los teatros de París: no se moleste usted en hacer
comedias (ce n'est pas la peine de jouer la comédie)»... Aquel día era poco
conveniente para nadie ser ostensiblemente más alto, más sucio, más limpio, más
viejo o más feo que sus vecinos. Un hombre con la nariz partida llamó mi
atención, y en seguida comprendí que debía a este detalle el verse liberado
aceleradamente de nuestro valle de lágrimas... De este modo fueron
seleccionados más de cien; se destacó un pelotón de ejecución y la columna
siguió su marcha dejándoles atrás. A los pocos minutos, comenzó a nuestra
espalda un fuego intermitente, que duró más de un cuarto de hora. Estaban
ejecutando a aquellos desgraciados, condenados tan sumarísimamente».
(Corresponsal del "Daily News" [96] en París, 8 de junio).
A este Galliffet, «el chulo de su mujer, tan famosa por las desvergonzadas
exhibiciones de su cuerpo en las orgías del Segundo Imperio», se le conocía
durante la guerra con el nombre «Alférez Pistola» francés.
«"El Temps" [97], que es un periódico prudente y poco dado al sensacionalismo,
relata la historia escalofriante de gentes a medio fusilar y enterradas todavía con
vida. En la plaza de Saint Jacques-la-Bouchière fue enterrado [257] un gran
número de personas; algunas de ellas muy superficialmente. Durante el día, el
ruido de la calle no permitía oír nada, pero en el silencio de la noche los vecinos
de las casas circundantes se despertaron al oír gemidos lejanos, y por la mañana
se vio saliendo del suelo una mano crispada. A consecuencia de esto se ordenó
que se desenterrasen los cadáveres... Que muchos heridos fueron enterrados con
vida es cosa que no me ofrece la menor duda. Hay un caso del que puedo
responder personalmente. El 24 de mayo fue fusilado Brunel con su amante en el
patio de una casa de la plaza Vendôme, donde estuvieron tirados sus cuerpos
hasta la tarde del 27. Cuando por fin vinieron a tirar los cadáveres, vieron que la
mujer aún tenía vida y la llevaron a un hospitalillo. Aunque había recibido cuatro
balazos, está ya fuera de peligro». (Corresponsal del "Evening Standard" [98] en
París, 8 de junio).
NOTAS
[96] 198. "The Daily News" («Noticias diarias»), diario liberal inglés, órgano de la burguesía
industrial, se publicó con este título en Londres de 1846 a 1930.- 256, 356
[97] 199. "Le Temps" («El Tiempo»), diario francés de tendencia conservadora, órgano de la gran
burguesía, se publicó en París de 1861 a 1943.- 256
[98] 200. "The Evening Standard" («La Bandera de la Tarde»), publicación vespertina del
periódico conservador inglés "Standard" (fundado en 1827), aparecía en Londres de 1857 a 1905.
Luego se publicó como órgano de prensa aparte.- 257
II
La siguiente carta [99] apareció en el "Times" de Londres el 13 de junio.
AL DIRECTOR DEL TIMES
Muy señor mío: El 6 de junio de 1871, el señor Julio Favre ha enviado una circular
a todos los gobiernos de Europa, pidiendo la persecusión a muerte de la
Asociación Internacional de los Trabajadores. Unas pocas observaciones bastarán
para dar a conocer el carácter de este documento.
En el preámbulo de nuestros Estatutos se declara que la Internacional fue fundada
«el 28 de septiembre de 1864 en una Asamblea pública celebrada en Saint
Martin's Hall, Long Acre, en Londres». Por razones que él conoce mejor que
nadie, Julio Favre sitúa su origen más allá del año 1862.
Para ilustrar sobre nuestros principios, pretende citar «su (de la Internacional)
impreso del 25 de marzo de 1869». ¿Y qué es lo que cita? Un impreso de una
Asociación que no es la Internacional. El ya empleaba esta clase de maniobras
cuando, siendo aún un abogado bastante joven, defendía al periódico parisino
"National" contra la demanda por calumnia entablada por Cabet. Entonces
simulaba leer citas de los folletos de Cabet, cuando en realidad lo que leía eran
párrafos de su propia cosecha en el texto. Pero esta superchería fue
desenmascarada ante el Tribunal en pleno y, si Cabet no hubiera sido tan
indulgente, Favre hubiese sido expulsado del Colegio de Abogados de París. De
todos los documentos que él cita como documentos de la Internacional, ni uno
solo pertenece a la Internacional. Así, afirma:
«La Alianza se declara atea —dice el Consejo General constituido en Londres, en
julio de 1869».
[258]
El Consejo General jamás ha publicado semejante documento. Por el contrario,
publicó uno [*] que anulaba los estatutos originales de la Alianza —"L'Alliance de
la Démocratie Socialiste" de Ginebra— citados por Julio Favre.
En toda su circular, que en parte pretende también estar dirigida contra el
Imperio, Julio Favre, para atacar a la Internacional, no hace más que repetir las
fábulas policíacas de los fiscales del Imperio. Fábulas tan pobres que hasta se
venían abajo ante los propios tribunales bonapartistas.
Es sabido que el Consejo General de la Internacional en sus dos manifiestos (de
julio y septiembre del año pasado) sobre la guerra de entonces [*]*, denunciaba
los planes de conquista de Prusia contra Francia. Después de esto, el señor
Reitlinger, secretario particular de Julio Favre, se dirigió (en vano, naturalmente)
a algunos miembros del Consejo General para que el Consejo preparase una
manifestación antibismarckiana y a favor del Gobierno de la Defensa Nacional. Se
les rogaba encarecidamente no hacer la menor mención de la república. Los
preparativos para una manifestación cuando se esperaba la llegada de Julio Favre
a Londres, fueron hechos —seguramente con la mejor intención— contra la
voluntad del Consejo General, que en su manifiesto del 9 de septiembre previno
claramente a los trabajadores de París contra Favre y sus colegas.
¿Qué le parecería a Julio Favre si, por su parte, el Consejo General de la
Internacional enviase una circular sobre Julio Favre a todos los gobiernos de
Europa, llamando su atención sobre los documentos publicados en París por el
difunto señor Millière?.
Suyo S.S.
John Hales
Secretario del Consejo General de la Asociación
Internacional de los Trabajadores.
256, High Holborn, London, W. C., 12 de junio de 1871
En un artículo sobre "La Asociación Internacional y sus fines", el "Spectator" [100]
londinense (del 24 de junio), en calidad de pío denunciante, tiene, entre otras
habilidades de este género, la de citar, aún más ampliamente que Favre, el
mencionado documento de la "Alianza" como si fuera de la Internacional. Y esto,
once días después de la publicación en el "Times" de la anterior rectificación. La
cosa no puede extrañarnos. Ya decía Federico el Grande que de todos los jesuitas
los peores son los protestantes.
Escrito por C. Marx en abril-mayo de 1871 y aprobado el 30 de mayo en sesión del
Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores.
Se publica de acuerdo con el texto de la edición de 1871. Londres a mediados de
junio de 1871 y a lo largo de 1871-1872 en varios países de Europa y en los EE.UU.
Publicado en edición aparte en Traducido del alemán.
NOTAS
[99] 201. La carta fue escrita por C. Marx y F. Engels.- 257
[*] Véase C. Marx. "La Asociación Internacional de los Trabajadores y la Alianza de la Democracia
Socialista". (N. de la Edit.)
[**] Véase el presente tomo, págs. 201-205, 206-213. (N. de la Edit.)
[100] 115. "The Pall Mall Gazzete" («La Gaceta Pall Mall») se publicó diariamente en Londres de
1865 a 1920; en los años 60-70 del siglo XIX, el periódico se atenía a la orientación de los
conservadores; de julio de 1870 a julio de 1871, Marx y Engels colaboraron en la rotativa.
"The Saturday Review", véase la nota 55.
"The Spectator" («El Espectador»), hebdomadario inglés de tendencia liberal, se publicó en
Londres desde 1828.
"The Fortnightly Review" («Revista bimensual»), revista histórica, filosófica y literaria de
orientación liberal-burguesa; se publicó bajo ese título en Londres de 1865 a 1934.- 185, 258
[260]
F. ENGELS
SOBRE LA ACCION POLITICA DE LA CLASE
OBRERA
ACTA HECHA POR EL AUTOR DEL DISCURSO PRONUNCIADO
EN LA SESION DE LA CONFERENCIA DE LONDRES
EL 21 DE SETIEMBRE DE 1871 [1].
La abstención absoluta en política es imposible; todos los periódicos
abstencionistas hacen también política. El quid de la cuestión consiste
únicamente en cómo la hacen y qué política hacen. Por lo demás, para nosotros la
abstención es imposible. El partido obrero existe ya como partido político en la
mayoría de los países. Y no seremos nosotros los que lo destruyamos predicando
la abstención. La experiencia de la vida actual, la opresión política a que someten
a los obreros los gobiernos existentes, tanto con fines políticos como sociales, les
obligan a dedicarse a la política, quiéraulo o no. Predicarles la abstención
significaría arrojarlos en los brazos de la política burguesa. La abstención es
completamente imposible, sobre todo después de la Comuna de París, que ha
colocado la acción política del proletariado a la orden del día.
Queremos la abolición de las clases. ¿Cuál es el medio para alcanzarla? La
dominación política del proletariado. Y cuando en todas partes se han puesto de
acuerdo sobre ello, ¡se nos pide que no nos mezclemos en la política! Todos los
abstencionistas se llaman revolucionarios y hasta revolucionarios por excelencia.
Pero la revolución es el acto supremo de la política; el que la quiere, debe querer
el medio, la acción política que la prepara, que proporciona a los obreros la
educación para la revolución y sin la cual los obreros, al día siguiente de la lucha,
serán siempre [261] engañados por los Favre y los Pyat. Pero la política a que
tiene que dedicarse es la política obrera; el partido obrero no debe constituirse
como un apéndice de cualquier partido burgués, sino como un partido
independiente, que tiene su objetivo propio, su política propia.
Las libertades políticas, el derecho de reunión y de asociación y la libertad de la
prensa: éstas son nuestras armas. Y ¿deberemos cruzarnos de brazos y
abstenernos cuando quieran quitárnoslas? Se dice que toda acción política
implica el reconocimiento del estado de cosas existente. Pero cuando este estado
de cosas nos da medios para luchar contra él, recurrir a ellos no significa
reconocer el estado de cosas existente.
Publicado íntegramente por vez primera en el núm. 29 de la revista
"Kommunistícheski Internatsional", 1934. Traducido del francés. Se publica de
acuerdo con el manuscrito.
NOTAS
[1]
202. La Conferencia de la I Internacional celebrada en Londres se reunió del 17 al 23 de setiembre
de 1871. Convocada en un ambiente de crueles represiones contra los miembros de la
Internacional después de la derrota de la Comuna de París, tuvo una representación relativamente
reducida: participaron en sus labores 22 delegados con voz y voto y 10 con voz. Los países que no
pudieron enviar delegados fueron representados por los secretarios corresponsales del Consejo
General. Marx representaba a Alemania, y Engels, a Italia.
La Conferencia de Londres significó una importante etapa en la lucha de Marx y Engels por la
creación del partido proletario. La Conferencia adoptó la resolución "Sobre la acción política de la
clase obrera", cuya parte fundamental fue incluida, por acuerdo del Congreso de la Internacional
celebrado en La Haya, en los Estatutos Generales de la Asociación Internacional de los
Trabajadores. En varias resoluciones de la Conferencia fueron formulados importantes principios
tácticos y de organización del partido proletario, asestándose un golpe al sectarismo y al
reformismo. La Conferencia de Londres desempeñó un gran papel en la victoria de los principios
del partidismo proletario sobre el oportunismo anarquista.- 260, 274, 309, 312.
[260]
F. ENGELS
SOBRE LA ACCION POLITICA DE LA CLASE
OBRERA
ACTA HECHA POR EL AUTOR DEL DISCURSO PRONUNCIADO
EN LA SESION DE LA CONFERENCIA DE LONDRES
EL 21 DE SETIEMBRE DE 1871 [1].
La abstención absoluta en política es imposible; todos los periódicos
abstencionistas hacen también política. El quid de la cuestión consiste
únicamente en cómo la hacen y qué política hacen. Por lo demás, para nosotros la
abstención es imposible. El partido obrero existe ya como partido político en la
mayoría de los países. Y no seremos nosotros los que lo destruyamos predicando
la abstención. La experiencia de la vida actual, la opresión política a que someten
a los obreros los gobiernos existentes, tanto con fines políticos como sociales, les
obligan a dedicarse a la política, quiéraulo o no. Predicarles la abstención
significaría arrojarlos en los brazos de la política burguesa. La abstención es
completamente imposible, sobre todo después de la Comuna de París, que ha
colocado la acción política del proletariado a la orden del día.
Queremos la abolición de las clases. ¿Cuál es el medio para alcanzarla? La
dominación política del proletariado. Y cuando en todas partes se han puesto de
acuerdo sobre ello, ¡se nos pide que no nos mezclemos en la política! Todos los
abstencionistas se llaman revolucionarios y hasta revolucionarios por excelencia.
Pero la revolución es el acto supremo de la política; el que la quiere, debe querer
el medio, la acción política que la prepara, que proporciona a los obreros la
educación para la revolución y sin la cual los obreros, al día siguiente de la lucha,
serán siempre [261] engañados por los Favre y los Pyat. Pero la política a que
tiene que dedicarse es la política obrera; el partido obrero no debe constituirse
como un apéndice de cualquier partido burgués, sino como un partido
independiente, que tiene su objetivo propio, su política propia.
Las libertades políticas, el derecho de reunión y de asociación y la libertad de la
prensa: éstas son nuestras armas. Y ¿deberemos cruzarnos de brazos y
abstenernos cuando quieran quitárnoslas? Se dice que toda acción política
implica el reconocimiento del estado de cosas existente. Pero cuando este estado
de cosas nos da medios para luchar contra él, recurrir a ellos no significa
reconocer el estado de cosas existente.
Se publica de acuerdo con el manuscrito.
Publicado íntegramente por vez primera en el núm. 29 de la revista
"Kommunistícheski Internatsional", 1934. Traducido del francés.
NOTAS
[1]
202. La Conferencia de la I Internacional celebrada en Londres se reunió del 17 al 23 de setiembre
de 1871. Convocada en un ambiente de crueles represiones contra los miembros de la
Internacional después de la derrota de la Comuna de París, tuvo una representación relativamente
reducida: participaron en sus labores 22 delegados con voz y voto y 10 con voz. Los países que no
pudieron enviar delegados fueron representados por los secretarios corresponsales del Consejo
General. Marx representaba a Alemania, y Engels, a Italia.
La Conferencia de Londres significó una importante etapa en la lucha de Marx y Engels por la
creación del partido proletario. La Conferencia adoptó la resolución "Sobre la acción política de la
clase obrera", cuya parte fundamental fue incluida, por acuerdo del Congreso de la Internacional
celebrado en La Haya, en los Estatutos Generales de la Asociación Internacional de los
Trabajadores. En varias resoluciones de la Conferencia fueron formulados importantes principios
tácticos y de organización del partido proletario, asestándose un golpe al sectarismo y al
reformismo. La Conferencia de Londres desempeñó un gran papel en la victoria de los principios
del partidismo proletario sobre el oportunismo anarquista.- 260, 274, 309, 312.
I
Después de la caída de la Comuna de París, el primer acto del Consejo General
fue publicar su Manifiesto sobre "La guerra civil en Francia" [*] en el que se
solidarizaba con toda la actuación [263] de la Comuna; y lo hacía precisamente en
el momento en que esta actuación servía de pretexto a la burguesía, a la prensa y
a los gobiernos de Europa para volcar las calumnias más infames sobre las
espaldas de los vencidos de París. Una parte de la propia clase obrera no había
comprendido aún que su bandera acababa de ser derrotada. El Consejo pudo
comprobar esto, entre otras cosas, por la dimisión que, negándose a solidarizarse
con el Manifiesto, presentaron dos de sus miembros: los ciudadanos Odger y
Lucraft. Puede decirse que de la publicación de este documento en todos los
países civilizados data la unidad de opinión de la clase obrera sobre los
acontecimientos de París.
Por otra parte, la Internacional encontró un medio de propaganda de los más
poderosos en la prensa burguesa, y sobre todo en la prensa inglesa de gran
circulación, a la que este Manifiesto obligó a emprender una polémica, sostenida
luego por las réplicas del Consejo General.
La llegada a Londres de numerosos refugiados de la Comuna obligó al Consejo
General a constituirse en Comité de Ayuda y a ejercer, durante más de 8 meses,
esta función completamente ajena a sus atribuciones normales. No hay que decir
que los vencidos y los desterrados de la Comuna no tenían nada que esperar de
la burguesía. Y, en cuanto a la clase obrera, las peticiones llegaban en un
momento difícil: Suiza y Bélgica habían recibido ya su contingente de refugiados
y tenían que mantenerlos o facilitar su traslado a Londres. Las cantidades
recogidas en Alemania, en Austria y en España eran enviadas a Suiza. En
Inglaterra, la gran lucha por la jornada de 9 horas, cuya batalla decisiva se dio en
Newcastle [2], había consumido, tanto las contribuciones individuales de los
obreros, como los fondos sociales de las tradeuniones; fondos que, por otra parte,
según los mismos Estatutos, no podían ser destinados más que a las luchas
profesionales. Sin embargo, a fuerza de gestiones y cartas incesantes, el Consejo
pudo reunir, céntimo a céntimo, el dinero que distribuía cada semana. Los
obreros americanos han respondido más ampliamente a este llamamiento. ¡Ah, si
el Consejo hubiera podido recaudar los millones que la imaginación aterrorizada
de la burguesía deposita tan generosamente en la caja de caudales de la
Internacional!
Después de mayo de 1871, un cierto número de refugiados de la Comuna fueron
llamados a reemplazar en el Consejo al elemento francés que, a consecuencia de
la guerra, se había quedado sin representación en él. Entre los miembros así
agregados había antiguos internacionalistas y una minoría de hombres conocidos
por su energía revolucionaria y cuya designación fue un homenaje que se rendía
a la Comuna de París.
[264]
En medio de estas preocupaciones el Consejo hubo de hacer los trabajos
preparatorios para la Conferencia de delegados que acababa de convocar [3].
Las violentas medidas tomadas contra la Internacional por el Gobierno
bonapartista habían impedido la reunión del Congreso en París, tal como estaba
prescrita por el Congreso de Basilea [4]. En uso del derecho que le confería el
artículo 4 de los Estatutos, el Consejo General, en su circular del 12 de julio de
1870, convocó el Congreso en Maguncia. En las cartas dirigidas al mismo tiempo
a las diferentes federaciones [*], les propuso trasladar a otro país la sede del
Consejo General —domiciliado hasta entonces en Inglaterra— y les pidió que
dieran a los delegados mandatos imperativos a este respecto. Las federaciones se
pronunciaron unánimemente por el mantenimiento de la sede en Londres. La
guerra franco-alemana, que estalló pocos días después, imposibilitó todo
congreso. Y entonces, las federaciones consultadas nos dieron la potestad de fijar
la fecha del próximo Congreso según lo dictaran los acontecimientos.
En cuanto pareció que la situación política lo permitía, el Consejo General
convocó una conferencia reservada; convocatoria que tenía como precedentes la
conferencia reservada de 1865 [5] y las sesiones administrativas reservadas de
cada congreso. En el momento de las máximas orgías de la reacción europea;
cuando Julio Favre pedía a todos los gobiernos, incluso al inglés, la extradición
de los refugiados como criminales de derecho común; cuando Dufaure proponía
a la asamblea rural [6] una ley poniendo a la Internacional en la ilegalidad [7], ley
de la que luego Malou sirvió a los belgas una imitación hipócrita; cuando, en
Suiza, un refugiado de la Comuna estaba en prisión preventiva, esperando la
decisión del Gobierno federal sobre la demanda de extradición; cuando la caza
de internacionalistas era la base ostensible de una alianza entre Beust y Bismarck,
cuya cláusula dirigida contra la Internacional se apresuró a adoptar Víctor
Manuel; cuando el Gobierno español, poniéndose por completo a disposición de
los verdugos de Versalles, obligaba al Consejo federal de Madrid a refugiarse en
Portugal [8]; cuando, en fin, el primer deber de la Internacional era apretar sus
filas y recoger el guante arrojado por los gobiernos, un congreso público era
imposible y no hubiera hecho más que delatar a los delegados continentales.
Todas las secciones que estaban en relaciones normales con el Consejo General
fueron, en fecha oportuna, convocadas a la Conferencia, la cual, aun no siendo un
congreso público, encontró [265] serias dificultades. No hay que decir que
Francia, en la situación en que se encontraba, no podía elegir delegados. En
Italia, la única sección entonces organizada era la de Nápoles, y, en el momento
de nombrar un delegado, fue disuelta por la fuerza armada. En Austria y en
Hungría, los miembros más activos estaban en la cárcel. En Alemania, algunos
miembros de los más conocidos estaban perseguidos por alta traición, otros
estaban en la prisión y los fondos del partido estaban absorbidos por la
necesidad de ayudar a sus familias. Los norteamericanos dirigieron a la
Conferencia una Memoria detallada sobre la situación de la Internacional en su
país y emplearon los gastos de delegación en el mantenimiento de refugiados.
Por lo demás, todas las federaciones reconocieron la necesidad de sustituir el
congreso público por la conferencia reservada.
La Conferencia, después de haberse reunido en Londres desde el 17 hasta el 23
de septiembre de 1871, dejó encargadas al Consejo General una serie de tareas:
publicar sus resoluciones; articular los reglamentos administrativos y publicarlos
juntamente con los Estatutos generales [*], revisados y corregidos, en tres
idiomas; ejecutar la resolución de sustituir los carnéts de afiliados por sellos;
reorganizar la Internacional en Inglaterra [9], y, por úItimo, subvenir a los gastos
necesarios para estos diferentes trabajos.
Desde la publicación de los trabajos de la Conferencia, la prensa reaccionaria, de
París a Moscú y de Londres a Nueva York, denunció la resolución sobre la política
de la clase obrera [*]* como una cosa preñada de tan peligrosos designios (el
"Times" [10] la acusó de «audacia fríamente calculada»), que era urgente poner a
la Internacional fuera de la ley. Por otra parte, la resolución que condenaba a las
seccionas sectarias [11] suplantadoras fue para la policía internacional, que
estaba al acecho, un pretexto para reivindicar ruidosamente la libertad y
autonomía de los obreros —sus protegidos— frente al despotismo envilecedor
del Consejo General y de la Conferencia. La clase obrera se sentía tan
«terriblemente oprimida» que el Consejo General recibió —de Europa, de
América, de Australia y hasta de las Indias Orientales— adhesiones y partes de
constitución de secciones nuevas.
NOTAS
[**] Véase el presente tomo, págs. 214-259. (N. de la Edit.)
[2] 204. Desde fines de los años 50, una de las reivindicaciones fundamentales de los obreros
ingleses era la instauración de la jornada de trabajo de nueve horas. En mayo de 1871 comenzó
una gran huelga de los obreros de la construcción y los de la fabricación de maquinaria de
Newcastle dirigida por la Liga de lucha por la jornada de trabajo de nueve horas, la primera en
incorporar a la lucha a obreros no adheridos a las tradeuniones. Burnette, presidente de la Liga,
pidió al Consejo General de la Internacional que impidiese la entrada de esquiroles en Inglaterra.
La importación de esquiroles fue frustrada merced a la enérgica acción del Consejo General de la
Internacional. En octubre de 1871, la huelga de Newcastle terminó victoriosamente para los
obreros: se instauró la semana de trabajo de 54 horas.- 263.
[3] 205. El 25 de julio de 1871, el Consejo General aprobó la propuesta de Engels de convocar en
Londres, en septiembre de 1871, una conferencia secreta de la Internacional. A partir de ese
momento, Marx y Engels realizaron una inmensa labor de preparación de la Conferencia en
cuanto a los problemas teóricos y de organización: redactaron los programas de trabajo y los
proyectos de resoluciones que se discutieron en las reuniones del Consejo General y se
sometieron al examen de la Conferencia de Londres (véase la nota 202).- 264.
[4] 105. Trátase del Congreso de la Internacional celebrado en Basilea del 6 al 11 de septiembre
de 1869. El 10 de septiembre se adoptó en él la siguiente resolución sobre la propiedad de la
tierra, propuesta por los partidarios de Marx:
«1) La sociedad tiene el derecho a suprimir la propiedad privada sobre la tierra y convertir ésta
en propiedad social.
2) Es preciso suprimir la propiedad privada sobre la tierra y convertir ésta en propiedad social».
En el Congreso fueron igualmente adoptados acuerdos de unificación de los sindicatos a escala
nacional e internacional, así como varios acuerdos para reforzar la Internacional en materia de
organización y para ampliar los poderes del Consejo General.- 174, 264[*]
C. Marx. "Comunicación confidencial a todas las secciones". (N. de la Edit.)
[5] 40. Trátase de la Conferencia de Londres se celebró del 25 al 29 de septiembre de 1865.
Participaron en sus labores los miembros del Consejo General y los dirigentes de diversas
secciones. La Conferencia escuchó el informe del Consejo General, aprobó su rendición de
cuentas financieras y el orden del día del próximo Congreso. La Conferencia de Londres,
preparada y celebrada bajo la dirección de Marx, desempeñó un gran papel en el período del
devenir y la constitución de la Internacional.- 77, 264
[6] 159. «Asamblea de los rurales» o «parlamento de terratenientes», apodo dado a la Asamblea
Nacional de 1871, reunida en Burdeos y constituida en su mayor parte por reaccionarios
monárquicos: terratenientes de provincia, funcionarios, rentistas y comerciantes elegidos en las
circunscripciones rurales. Sobre un total de 630 diputados a la Asamblea, alrededor de 430 eran
monárquicos.- 222, 264
[7] 206. La circular de J. Favre del 26 de mayo de 1871 prescribía a los representantes
diplomáticos de Francia en el extranjero gestionar ante los gobiernos europeos la detención de
los emigrados de la Comuna y su extradicción.
Dufaure propuso un proyecto de ley, redactado por una comisión especial de la Asamblea
Nacional de Francia y adoptado el 14 de marzo de 1872. Según dicha ley, la pertenencia a la
Internacional se punía con el encarcelamiento.- 264.[8]
207. En el verano de 1871, Bismarck y Beust, canciller de Austria-Hungría, emprendieron ciertos
actos con vistas a combatir en común el movimiento obrero. El 17 de junio de 1871, Bismarck
envió a Beust una memoria informándole de las medidas tomadas en Alemania y Francia contra la
actividad de la Internacional. En agosto de 1871, en el encuentro de los emperadores alemán y
austriaco en Gastein y, en septiembre de 1871, en Salzburgo, se sometió a discusión especial el
problema de las medidas conjuntas de lucha contra la Internacional.
El Gobierno italiano se incorporó a la campaña general contra la Internacional, dispersando la
Sección napolitana en agosto de 1871 y persiguiendo a los miembros de la Asociación, en
particular, a T. Cuno.
En la primavera y el verano de 1871, el Gobierno español adoptó medidas represivas contra las
organizaciones obreras y las secciones de la Internacional; con tal motivo, Mora, Morago y
Lorenzo, miembros del Consejo Federal español, tuvieron que emigrar a Lisboa.- 264.[*]
Véase el presente tomo, págs. 14-17. (N. de la Edit.)
[9] 208. A propuesta de Marx, la Conferencia de Londres encargó al Consejo General que formase
un consejo federal para Inglaterra, ya que hasta el otoño de 1871 las funciones de tal consejo las
cumplía el propio Consejo General. En octubre de 1871 se formó el Consejo Federal británico
constituido por representantes de las secciones inglesas de la Internacional. Desde el comienzo
entró en su dirección un grupo de reformistas, con Hales al frente, que emprendió la lucha contra
el Consejo General y la política de internacionalismo proletario que éste aplicaba en el problema
de Irlanda. Hales y otros se unían en su lucha a los anarquistas de Suiza, a los elementos
reformistas burgueses de los EE.UU., etc. Después del Congreso de La Haya, la parte reformista
del Consejo Federal británico negándose a reconocer los acuerdos del Congreso, emprendió,
unida a los bakuninistas, una campaña de calumnias contra el Consejo General y Marx. La otra
parte del Consejo Federal británico apoyó activamente a Marx y Engels. A principios de
diciembre de 1872 en el Consejo Federal británico se produjo una escisión una parte, fiel a los
acuerdos del Congreso de La Haya, se constituyó en Consejo Federal Británico y estableció
contacto directo con el Consejo Generol, cuya sede se trasladó a Nueva York. Las tentativas de los
reformistas de llevarse la Federación británica de la Internacional fracasaron.
El Consejo Federal británico existió de hecho hasta 1874. El cese de su actividad estuvo
relacionado con el de la actividad de toda la Internacional, así como con la victoria temporal del
oportunismo en el movimiento obrero inglés.- 265.[**]
Véase el presente tomo, págs. 260-261. (N. de la Edit.)
[10] 172. "The Times" («Los Tiempos»), importante diario inglés de orientación conservadora, se
publica en Londres desde 1785.- 230, 265
[11] 209. Trátase de la resolución de la II Conferencia de Londres de 1871 "Sobre las
denominaciones de los consejos nacionales, etc.", que cerraba las puertas de la Internacional a los
distintos grupos sectarios.- 265.
II
Las denuncias de la prensa burguesa, así como las lamentaciones de la policía
internacional, encontraban un eco de simpatía, incluso dentro de nuestra
Asociación. En su seno se fraguaron intrigas, dirigidas en apariencia contra el
Consejo General y, en [266] realidad, contra la Asociación misma. Buscando la
raíz de estas intrigas se descubre inevitablemente a la "Alianza internacional de la
democracia socialista", dada a luz por el ruso Miguel Bakunin. A su vuelta de
Siberia, predicó en el "Kólokol" de Herzen, como fruto de su larga experiencia, el
paneslavismo y la guerra de razas [12]. Más tarde, durante su estancia en Suiza,
fue designado para el Comité directivo de la Liga de la paz y de la libertad
fundada en oposición a la Internacional [13]. Como los asuntos de esta sociedad
burguesa iban de mal en peor, su presidente el señor G. Vogt, por consejo de
Bakunin, propuso una alianza al Congreso de la Internacional, reunido en
Bruselas en septiembre de 1868 [14]. El Congreso declaró por unanimidad que,
una de dos: o la Liga perseguía los mismos fines que la Internacional y en ese
caso, no tenía razón de existir, o su objetivo era diferente y entonces la alianza
era imposible. En el Congreso de la Liga, celebrado en Berna pocos días
después, Bakunin efectuó su conversión. Allí propuso un programa de segunda
mano, cuyo valor científico puede juzgarse por esta sola frase: «la igualación
económica y social de las clases» [15]. Mantenido por una ínfima minoría, rompió
con la Liga para entrar en la Internacional. Iba decidido a sustituir los Estatutos
generales de la Internacional por el programa de ocasión que la Liga le había
rechazado, y el Consejo General, por su dictadura personal. Y, con estos fines y
para su uso particular, creó un instrumento especial: la "Alianza internacional de
la democracia socialista" destinada a convertirse en una Internacional dentro de
la Internacional.
Bakunin encontró los elementos necesarios para la formación de esta sociedad en
una serie de personas que había conocido durante su estancia en Italia y en un
núcleo de emigrados rusos. Los empleó como emisarios y como agentes de
reclutamiento entre los miembros de la Internacional en Suiza, en Francia y en
España. Hasta que las negativas reiteradas a reconocer la Alianza por parte de los
Consejos federales de Bélgica y París no le obligaron a ello, no se decidió a
someter a la aprobación del Consejo General los Estatutos de su nueva sociedad,
que no eran otra cosa que la reproducción fiel del programa «incomprendido» de
Berna. El Consejo respondió con la siguiente circular fechada el 22 de diciembre
de 1868:
EL CONSEJO GENERAL A LA ALIANZA INTERNACIONAL
DE LA DEMOCRACIA SOCIALISTA
Hace próximamente un mes que un cierto número de ciudadanos se ha
constituido en Ginebra en comité central iniciador de una nueva sociedad
internacional llamada "Alianza internacional de la democracia socialista",
imponiéndose como «misión especial estudiar [267] las cuestiones políticas y
filosóficas sobre la base de ese gran principio que es la igualdad, etc.».
El programa y el reglamento impresos de ese comité iniciador no han sido
comunicados al Consejo General de la Asociación Internacional de los
Trabajadores hasta el 15 de diciembre de 1868. Según estos documentos, dicha
Alianza «se funde enteramente en la Internacional», pero, al mismo tiempo, ha
sido fundada enteramente al margen de la Internacional. A la par que el Consejo
General de la Internacional, elegido por los Congresos sucesivos de Ginebra [16],
Lausanne [17] y Bruselas, habrá en Ginebra, según el reglamento iniciador, otro
Consejo General que se ha nombrado a sí mismo. A la par que los grupos locales
de la Internacional, existirán los grupos locales de la Alianza que, por mediación
de sus organismos nacionales —que funcionarán al margen de los organismos
nacionales de la Internacional— «pedirán al Buró Central de la Alianza su admisión
en la Internacional»; y así, el Comité Central de la Alianza se arroga el derecho a
dar ingresos en nuestra Asociación. Por último, el Congreso General de la
Asociación Internacional de los Trabajadores tendrá también su doble en el
Congreso General de la Alianza, puesto que, como dice el reglamento iniciador,
en el Congreso anual de los trabajadores, la delegación de la Alianza
internacional de la democracia socialista, como rama de la Asociación
Internaciona] de los Trabajadores, «tendrá sus sesiones públicas en un local
aparte».
Considerando:
que la existencia de un segundo organismo internacional que funcionase dentro y
fuera de la Asociación Internacional de los Trabajadores sería el medio más
infalible para desorganizarla;
que cualquier otro grupo de individuos residentes en cualquier localidad tendría
derecho a imitar al Grupo iniciador de Ginebra y a introducir, bajo pretextos más
o menos ostensibles, dentro de la Asociación Internacional de los Trabajadores,
otras Asociaciones internacionales con otras misiones especiales;
que, de este modo, la Asociación Internacional de los Trabajadores se convertiría
muy pronto en el juguete de los intrigantes de cualquier nacionalidad y de
cualquier partido;
que, por otra parte, los Estatutos de la Asociación Internacional de los
Trabajadores no admiten en sus filas más que ramas loca]es y ramas nacionales
(véanse arts. I y VI de los Estatutos);
que está prohibido a las secciones de la Asociación Internacional de los
Trabajadores darse a sí mismas Estatutos y reglamentos administrativos
contrarios a los Estatutos generales y a los reglamentos administrativos de la
Asociación Internacional de los Trabajadores (véase art. XII de los reglamentos
administrativos);
[268]
que los Estatutos y reglamentos administrativos de la Asociación Internacional de
los Trabajadores pueden ser revisados únicamente por el Congreso General, a
condición de que por tal revisión opten las dos terceras partes de los delegados
presentes (véase art. XIII de los reglamentos administrativos);
que el asunto está fallado de antemano por el precedente que suponen las
resoluciones contra la "Liga de la paz", adoptadas unánimemente en el Congreso
General de Bruselas;
que, en esas resoluciones, el Congreso declaraba que la "Liga de la paz" no tenía
ninguna razón de ser, puesto que, según sus recientes declaraciones, su objetivo
y sus principios eran idénticos a los de la Asociación Internacional de los
Trabajadores;
que varios miembros del Grupo iniciador de la Alianza, en su calidad de
delegados al Congreso de Bruselas, han votado esas resoluciones;
el Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores, en su
sesión del 22 de diciembre de 1868, ha resuelto por unanimidad:
1) Se declaran nulos y sin efecto todos los artículos del Reglamento de la Alianza
internacional de la democracia socialista, que definen sus relaciones con la
Asociación Internacional de los Trabajadores;
2) La Alianza internacional de la democracia socialista no se admite como rama de
la Asociación Internacional de los Trabajadores.
G. Odger, presidente de la sesión
R. Shaw, secretario general
Londres, 22 de diciembre de 1868
Algunos meses después, la Alianza se dirigió de nuevo al Consejo General y le
preguntó si admitía sus principios; ¿sí o no?. En caso afirmativo, la Alianza se
declaraba dispuesta a desmembrarse en secciones de la Internacional. En
contestación recibió la siguiente circular del 9 de marzo de 1869:
EL CONSEJO GENERAL AL COMITE CENTRAL
DE LA ALIANZA INTERNACIONAL
DE LA DEMOCRACIA SOCIALISTA
Según el artículo I de nuestros Estatutos, la Asociación admite en su seno a todas
las sociedades obreras que aspiren al mismo fin, a saber: la cooperación, el
progreso y la emancipación completa de la clase obrera.
[269]
Estando las fracciones de la clase obrera en los diferentes países colocadas en
diversidad de condiciones de desarrollo es natural que sus opiniones teóricas,
reflejo del movimiento real, sean también divergentes.
Sin embargo, la comunidad de acción establecida por la Asociación Internacional
de los Trabajadores, el intercambio de ideas facilitado por las publicaciones que,
como órganos suyos, editan las diferentes secciones nacionales, y, en fin, las
discusiones directas en los Congresos Generales han de engendrar
gradualmente un programa teórico común.
Así pues, el hacer el examen crítico del programa de la Alianza es tarea que no cae
dentro las funciones del Consejo General. No tenemos que investigar si es o no
una expresión adecuada del movimiento proletario. Para nosotros, la única
cuestión consiste en saber si no contiene nada contrario a la tendencia general de
nuestra Asociación, es decir, a la emancipación completa de la clase obrera. Hay
una frase en vuestro programa que falla en este aspecto. En el artículo 2 se lee:
«Ella» (la Alianza) «quiere, ante todo, conseguir la igualación política, económica y
social de las clases».
La igualación de las clases, interpretada literalmente, conduce a la armonía entre
el capital y el trabajo, tan importunadamente predicada por los socialistas
burgueses. Lo que constituye el gran objetivo de la Asociación Internacional de los
Trabajadores no es la igualdad de las clases —contrasentido lógico de imposible
realización— sino, por el contrario, la abolición de las clases, verdadero secreto
del movimiento proletario.
Sin embargo, examinando el contexto donde se encuentra la frase igualación de
las clases se saca la impresión de que se ha deslizado como un error de pluma,
simplemente. El Consejo General no duda que accederéis a quitar de vuestro
programa una frase que se presta a equívocos tan peligrosos. Excepción hecha
de los casos en que exista contradicción con la tendencia general de nuestra
Asociación, ésta, de acuerdo con sus principios, deja a cada sección en libertad
para formular libremente su programa teórico.
No existe, pues, obstáculos para la transformación de las secciones de la Alianza
en secciones de la Asociación Internacional de los Trabajadores.
Si se acuerda definitivamente la disolución de la Alianza y el ingreso de sus
secciones en la Internacional, será necesario, según nuestros reglamentos, que se
informe al Consejo del lugar donde se encuentra cada nueva sección y de su fuerza
numérica.
Sesión del Consejo General
del 9 de marzo de 1869
[270]
Habiendo aceptado la Alianza estas condiciones, el Consejo General la admitió
en la Internacional. Algunas firmas del programa de Bakunin indujeron a error al
Consejo, el cual creyó que la Alianza estaba reconocida por el Comité federal de
Ginebra (Comité de la Suiza francesa), cuando la verdad era que siempre lo
había evitado. Desde este momento, la Alianza había conseguido su objetivo
inmediato: tener representación en el Congreso de Basilea. A pesar de los
procedimientos desleales que sus partidarios emplearon —procedimientos
empleados en esta ocasión, y sólo en esta ocasión, en un congreso de la
Internacional—, Bakunin sufrió una decepción en su intento de que el Congreso
trasladase a Ginebra la sede del Consejo General y sancionase la antigualla saintsimoniana de la abolición inmediata del derecho de herencia, cosa de la que
Bakunin había hecho el punto de partida práctico del socialismo. Este fue la señal
de la guerra abierta e incesante que la Alianza hizo, no sólo al Consejo General,
sino también a todas las secciones de la Internacional, que se negaron a aceptar
el programa de esta camarilla sectaria y, sobre todo, la doctrina del
abstencionismo político absoluto.
Ya antes del Congreso de Basilea, habiendo venido Necháev a Ginebra, Bakunin
se puso en relación con él y fundó en Rusia una sociedad secreta en los medios
estudiantiles. Escondiendo siempre su persona bajo el nombre de diferentes
«comités revolucionarios», reivindicó poderes autocráticos, recurriendo a todos
los ardides y mixtificaciones del tiempo de Cagliostro [*]. El gran medio de
propaganda de esta sociedad consistía en comprometer ante la policía rusa a
personas inocentes, dirigiéndoles desde Ginebra comunicaciones, en unos
sobres amarillos que llevaban por fuera, en ruso, la estampilla del «Comité
revolucionario secreto». Las informaciones públicas del proceso Necháev
prueban que se ha abusado de un modo infame del nombre de la Internacional
[*]* [18].
Por aquel entonces inició la Alianza una polémica pública contra el Consejo
General, primero en el "Progrès" [19] de Locle, después en la "Égalité" [20] de
Ginebra, periódico oficial de la Federación de la Suiza francesa, en la que se
habían deslizado, detrás de Bakunin, algunos miembros de la Alianza. El Consejo
General, que había desdeñado los ataques del "Progrès", órgano personal de
Bakunin, no podía desentenderse de los de la "Égalité", que había de creer
aprobados por el Comité federal de la Suiza francesa. [271] Entonces publicó la
circular del 1 de enero de 1870 [*]**, en la cual se dice:
«En "Égalité" del 11 de diciembre de 1869 leemos:
«Es indudable que el Consejo General desatiende cosas de la máxima
importancia. Le recordamos sus obligaciones basándonos en el primer artículo
del reglamento: El Consejo General está obligado a ejecutar las resolucianes del
Congreso, etc. Podríamos hacer al Consejo General preguntas suficientes para
que las respuestas compusiesen un boletín bastante largo. Esto lo haremos más
tarde... En espera, etc.».
El Consejo General no conoce ningún artículo, ni en los Estatutos ni en los
reglamentos, que le obligue a entrar en correspondencia o en polémica con
"Égalité" o a dar «respuestas a las preguntas» de los periódicos. Ante el Consejo
General, sólo el Comité federal de Ginebra representa a las ramas de la Suiza
francesa. Cuando el Comité federal nos dirija preguntas o reprimendas por la
única vía legítima, es decir, por medio de su secretario, el Consejo General
estará siempre dispuesto a contestar. Pero el Comité federal de la Suiza francesa
no tiene derecho ni a renunciar a sus funciones en favor de los redactores de
"Égalité" y de "Progrès", ni a dejar que esos periódicos las usurpen. En términos
generales, la correspondencia del Consejo General con los Comités nacionales y
locales no podría ser publicada sin acarrear un gran perjuicio a los intereses
generales de la Asociación. Por tanto, si los otros órganos de la Internacional
imitasen al "Progrès" y a la "Égalité", el Consejo General se encontraría ante este
dilema: o desacreditarse ante el público, callándose, o faltar a sus deberes,
contestando públicamente. La "Égalité" se ha unido al "Progrès" para invitar al
"Travail" [21] (periódico parisino) a atacar por su parte al Consejo General. Es
casi una Liga de la salud pública [22]».
Sin embargo, antes de conocer esta circular, el Comité federal de la Suiza
francesa había separado de la redacción de la "Égalité" a los partidarios de la
Alianza.
La circular del 1 de enero de 1870, como la del 22 de diciembre de 1868 y la del 9
de marzo de 1869, fueron aprobadas por todas las secciones de la Internacional.
Ni que decir tiene que ninguna de las condiciones aceptadas por la Alianza ha
sido cumplida jamás. Sus pretendidas secciones siguieron siendo un misterio
para el Consejo General. Bakunin trataba de conservar bajo su dirección
personal algunos grupos diseminados por España y por Italia y la sección de
Nápoles, que él había hecho salirse de la Internacional. En las otras ciudades de
Italia se carteaba con pequeños núcleos, compuestos, no de obreros, sino de
abogados, periodistas y otros burgueses doctrinarios. [272] En Barcelona,
algunos amigos mantenían su influencia. En algunas ciudades del Sur de Francia,
la Alianza se esforzaba por fundar secciones separatistas bajo la dirección de
Albert Richard y de Gaspard Blanc, de Lyon; de ellos volveremos a hablar más
adelante. En una palabra: la sociedad internacional dentro de la Internacional
seguía actuando.
El gran golpe de la Alianza, la intentona para apoderarse de la dirección en la
Suiza francesa, había de ser dado en el Congreso de La Chaux-de-Fonds, abierto
el 4 de abril de 1870.
La lucha se inició alrededor del derecho de los representantes de la Alianza a ser
admitidos, derecho que negaban los delegados de la federación ginebrina y de
las secciones de La Chaux-de-Fonds.
Aunque, según su propio recuento, los partidarios de la Alianza no representaban
más que a una quinta parte de los miembros de la federación, consiguieron,
merced a la repetición de las maniobras de Basilea, asegurarse una mayoría
ficticia de uno o dos votos. ¡Mayoría que, según afirmaba su propio órgano (véase
"Solidarité" [23] del 7 de mayo de 1870), no representaba más que a quince
secciones, cuando, sólo en Ginebra, había treinta! Como resultado de esta
votación, el Congreso de la Suiza francesa se dividió en dos fracciones, que
continuaron sus sesiones por separado. Los partidarios de la Alianza,
considerándose representantes legítimos de toda la federación, trasladaron a La
Chaux-de-Fonds, la sede del Comité federal de la Suiza francesa, y fundaron en
Neuchâtel su órgano oficial, "Solidarité", redactado por el ciudadano Guillaume.
La misión especial de este joven escritor consistía en difamar a los «obreros de
fábrica» de Ginebra [24], esos «burgueses» odiosos, en hacer la guerra a la
"Égalité", periódico de la federación de la Suiza francesa y en predicar el
abstencionismo político absoluto. Los autores de los artículos más destacados
sobre este último tema fueron: en Marsella, Bastelica, y en Lyon, los dos grandes
puntales de la Alianza: Albert Richard y Gaspard Blanc.
A su vuelta, los delegados de Ginebra convocaron a sus secciones a una
asamblea general que, a pesar de la oposición de Bakunin y sus amigos, aprobó
su actuación en el Congreso de La Chaux-de-Fonds. Al poco tiempo, Bakunin y
sus acólitos más activos fueron expulsados de la antigua federación de la Suiza
francesa.
Apenas clausurado el Congreso suizo-francés, el nuevo comité de La Chaux-deFonds pedía la intervención del Gonsejo General, en una carta firmada por F.
Robert, secretario, y Henri Chevalley, presidente, denunciado este último, dos
meses más tarde, como ladrón, por el órgano del Comité, "Solidarité" del 9 de
julio. Previo examen de los justificantes presentados por ambas partes, el 28 de
junio de 1870, el Consejo General decidió mantener al Comité federal de
Ginebra en sus antiguas funciones e invitar al nuevo [273] Comité federal de La
Chaux-de-Fonds a adoptar una denominación local. Ante esta decisión, que
defraudaba sus esperanzas, el Comité de La Chaux-de-Fonds denunció el
autoritarismo del Consejo General, olvidando que él había sido el primero en
reclamar su intervención. La perturbación que su persistencia en usurpar el
nombre de Consejo federal suizo-francés ocasionaba a la Federación suiza,
obligó al Consejo General a suspender toda relación oficial con este Comité.
Luis Bonaparte acababa de entregar su ejército en Sedán [25]. Por todas partes se
alzaron las protestas de los internacionalistas contra la continuación de la guerra.
El Consejo General, en el manifiesto que lanzó el 9 de septiembre [*]
denunciando los proyectos de conquista que acariciaba Prusia, hacía ver el
peligro que su triunfo representaba para la causa del proletariado y advertía a los
obreros alemanes que ellos serían las primeras víctimas de esta victoria. Celebró
en Inglaterra una serie de mítines, que sirvieron para contrarrestar las tendencias
prusófilas de la Corte. En Alemania, los obreros internacionalistas organizaron
manifestaciones reclamando el reconocimiento de la república y «una paz
honrosa para Francia»...
Por su parte, la naturaleza belicosa del ardiente Guillaume (de Neuchâtel) le
sugirió la idea luminosa de un manifiesto anónimo [26], publicado en un
suplemento bajo la cubierta del periódico oficial "Solidarité", pidiendo la
formación de unidades voluntarias suizas para ir a combatir a los prusianos; cosa
que personalmente nunca pudo hacer a causa, sin duda, de sus convicciones
abstencionistas.
Sobrevino la insurrección de Lyon [27]. Bakunin voló hacia allá y, apoyándose en
Albert Richard, Gaspard Blanc y Bastelica, se instaló el 28 de septiembre en el
Ayuntamiento, cuyos accesos se abstuvo de guardar, considerando, al parecer,
que esto hubiera sido un acto político. Unos cuantos guardias nacionales lo
echaron a la calle lastimosamente, en el momento en que, tras un parto laborioso,
acababa de dar a luz su decreto sobre la abolición del Estado.
En octubre de 1870, el Consejo General, privado de la presencia de sus
miembros franceses, incorporó a su seno al ciudadano Paul Robin, refugiado de
Brest, uno de los partidarios más notorios de la Alianza y además autor de los
ataques lanzados en la "Égalité" contra el Consejo General, en el cual, desde
aquel momento, no cesó de actuar como corresponsal oficiaso del Comité de La
Chaux-de-Fonds. E1 14 de marzo de 1871, Robin propuso la convocatoria de una
conferencia privada de la Internacional para [274] liquidar el conflicto suizo. El
Consejo General previendo que en París se preparaban grandes
acontecimientos, rehusó de plano. Robin volvió a la carga varias veces y llegó a
proponer al Consejo que adoptara una resolución definitiva sobre el conflicto. El
25 de julio, el Consejo General decidió incluir este asunto entre los problemas a
someter a la Conferencia que había de convocarse para septiembre de 1871 [28].
El 10 de agosto, la Alianza, poco deseosa de ver su actuación juzgada por una
conferencia, declaró que estaba disuelta desde el 6 del mismo mes. Pero el 15 de
septiembre reaparece y pide al Consejo su ingreso bajo el nombre de "Sección
de los ateos socialistas". Según la resolución administrativa, número V, del
Congreso de Basilea, el Consejo no hubiera podido admitir a esta sección sin
previa consulta al Comité federal de Ginebra, cansado ya de luchar durante dos
años contra las secciones sectarias. Además, el Consejo General había declarado
ya a las sociedades obreras cristianas inglesas ("Young men's Christian
Association") que la Internacional no reconocía secciones teológicas.
El 6 de agosto, fecha de la disolución de la Alianza, el Comité federal de La
Chaux-de-Fonds, al mismo tiempo que repite su petición de entrar en relaciones
oficiales con el Consejo General, le comunica su decisión de seguir ignorando la
existencia de la resolución del 28 de junio y de colocarse, respecto a Ginebra, en
la posición de Comité federal de la Suiza francesa; y agrega que «el juzgar este
asunto corresponde al Congreso General». El 4 de septiembre, el mismo Comité
envió una protesta contra la competencia de la Conferencia, cuya convocatoria
había sido él el primero en solicitar. La Conferencia hubiera podido a su vez
preguntar cuál era la competencia del Consejo federal parisino, al que este
Comité había llamado a decidir sobre el conflicto [29] suizo, antes de estar París
sitiado. La Conferencia se limitó a refrendar la decisión del Consejo General del
28 de junio de 1870. (Véase la exposición de motivos en la "Égalité" de Ginebra
del 21 de octubre de 1871.)
NOTAS
[12] 210. Se alude a la proclama de Bakunin "A todos los amigos eslavos, rusos y polacos",
publicado en el suplemento de "Kólokol" núm. 122-123, del 15 de febrero de 1862.
"Kólokol", periódico demócrata-revolucionario ruso, publicado de 1857 a 1867 por A. Herzen y N.
Ogariov en ruso y de 1868 a 1869 en francés con suplementos en ruso; salía hasta 1865 en Londres
y, luego, en Ginebra.- 266.[13]
211. La Liga de la paz y de la libertad, era una organización pacifista burguesa, fundada en 1867, en
Suiza, por republicanos burgueses y pequeñoburgueses y liberales.- 266.
[14] 212. El Congreso de la Internacional celebrado en Bruselas se reunió del 6 al 13 de
septiembre de 1868. Marx participó personalmente en la preparación del mismo, pero no asistió a
sus labores. Acudieron al Congreso alrededor de 100 delegados en representación de los
obreros de Inglaterra, Francia, Alemania, Bélgica, Suiza, Italia y España; se adoptó en él el
importante acuerdo acerca de la necesidad de que se entregasen en propiedad social los
ferrocarriles, el subsuelo, las minas, los bosques y las tierras de labor. Este acuerdo, prueba del
paso a las posiciones del colectivismo de la mayoría de los proudhonistas franceses y belgas,
significó la victoria en la Internacional de las ideas del socialismo proletario sobre el reformismo
pequeñoburgués. El Congreso adoptó igualmente la resolución propuesta por Marx acerca de la
jornada de trabajo de 8 horas, del empleo de máquinas y de la actitud respecto del Congreso de
la Liga de la paz y de la libertad (véase la nota 211) de Berna (1868), como también la resolución,
presentada por F. Lessner en nombre de la delegación alemana, recomendando a los obreros de
todos los puíses estudiar "El Capital" de Marx y contribuir a su traducción del alemán a otros
idiomas.- 266, 307.
[15] 213. Trátase del intento de Bakunin de lograr en el Congreso de la Liga de la paz y de la
libertad (véase la nota 211), celebrado en Berna en septiembre de 1868, que se adoptase un
programa socialista confuso presentado por él («igualación social y económica de las clases»,
supresión del Estado, del derecho de herencia, etc.). Rechazado su proyecto por mayoría de
votos, Bakunin salió de la Liga de la paz y fundó la Alianza Internacional de la Democracia
Socialista.- 266, 449.
[16] 214. El Congreso de la Internacional celebrado en Ginebra se reunió del 3 al 8 de septiembre
de 1866. Asistieron a él 60 delegados del Consejo General, las secciones y sociedades obreras de
Inglaterra, Francia, Alemania y Suiza. Como informe oficial del Consejo General se dio lectura a la
"Instrucción sobre diversos problemas a los delegados del Consejo Central Provisional" (véase el
presente tomo, págs. 77-86), redactada por Marx. La mayor parte de sus puntos, a despecho de
los proudhonistas que participaban en los trabajos del Congreso, fue aprobada como
resoluciones del mismo. El Congreso de Ginebra aprobó también los Estatutos y el Reglamento
de la Asociación Internacional de los Trabajadores.- 267, 440.
[17] 215. El Congreso de la Internacional celebrado en Lausanne se reunió del 2 al 8 de
septiembre de 1867. Se escucharon en él el informe del Consejo General y los informes de los
delegados, informes que probaban la consolidación de las organizaciones de la Internacional en
los distintos países. A despecho del Consejo General, los proudhonistas le impusieron su orden
del día: fueron discutidos por segunda vez los problemas de la cooperación, del trabajo femenino,
de la educación, así como varios problemas particulares que apartaron la atención del Congreso
de la discusión de problemas efectivamente candentes planteados por el Consejo General. Los
proudhonistas consiguieron que se adoptaran varias resoluciones suyas. Sin embargo, no
lograron apoderarse de la dirección de la Internacional. El Congreso reeligió al Consejo General
en su composición anterior y conservó la sede de éste en Londres.- 267.
[*] Cagliostro, Alejandro (auténtico apellido José Balsamo) (1743-1795): aventurero italiano.- 270.
[**] Próximamente se publicarán extractos del proceso Necháev {216}. El lector encontrará en
ellos un botón de muestra de las máximas, tan tontas como infames, cuya responsabilidad han
cargado a la Internacional los amigos de Bakunin.
[18] 216. El proceso Necháev, tramado contra jóvenes estudiantes acusados de actividad
revolucionaria secreta, tuvo lugar en Petersborgo en julio-agosto de 1871. Ya en 1869, Necháev
entró en contacto con Bakunin, desplegó la actividad para crear en varias ciudades de Rusia la
organización conspirativa «Venganza del pueblo», en la que se preconizaban ideas anárquicas de
«destrucción absoluta». Jóvenes estudiantes de orientación revolucionaria y elementos de la
población de procedencia plebeya entraban en la organización de Necháev atraídos por la
acerba crítica que se hacía del régimen zarista y los llamamientos a la lucha enérgica contra este
último. Valiéndose de la credencial de representante de la «Unión Revolucionaria Europea» que le
había dado Bakunin, Necháev intentó hacerse pasar por representante de la Internacional,
engañando de este modo a los miembros de la organización creada por él. En 1871, la
organización fue destruida, y en el proceso judicial se hicieron públicos los métodos aventureros
empleados por Necháev para lograr sus objetivos.
La Conferencia de Londres encargó a Utin que redactase un breve informe sobre el proceso
Necháev. En lugar del informe, Utin mandó a Marx, a fines de agosto de 1872, para el Congreso
de La Haya, un extenso informe confidencial sobre la actitud de Bakunin y Necháev, hostil a la
Asociación.- 270, 454.[19]
217. "Le Progrès" («El Progreso»), periódico bakuninista, se publicó en francés, en Locle, bajo la
redacción de Guillaume, de diciembre de 1868 a abril de 1870.- 270.
[20] 114. "L'Égalité" («La Igualdad»), hebdomadario suizo, órgano de la Federación de la
Internacional de la Suiza francesa, se publicó en francés en Ginebra de diciembre de 1868 a
diciembre de 1872. Estuvo cierto tiempo bajo la influencia de Bakunin. En enero de 1870, el
Consejo de la Federación de la Suiza francesa logró que se apartase a los bakuninistas de la
redacción, después de lo cual, el periódico pasó a apoyar la orientación del Consejo General.184, 270, 453
[***] Véase C. Marx. "El Consejo General al Comité federal de la Suiza francesa".
[21] 218. "Le Travail" («El Trabajo»), hebdomadario francés, órgano de las secciones parisinas de
la Internacional, se publicó del 3 de octubre al 12 de diciembre de 1869, en París.- 271.
[22] 219. La Liga de la salud pública era una unión de la nobleza feudal, surgida a fines de 1464 en
Francia y dirigida contra la política de creación de un Estado francés centralizado aplicada por
Luis XI. Los miembros de la Liga actuaban bajo la bandera de combatientes por la «salud» de
Francia.- 271.
[23] 220. "La Solidarité" («La Solidaridad»), hebdomadario bakuninista, se publicaba en francés
(de abril a septiembre de 1870) en Neuchâtel y (de marzo a mayo de 1871) en Ginebra.- 272.
[24] 221. A la sazón se llamaba «fábrica» a la producción de relojes y joyas en Ginebra y sus
alrededores en grandes y pequeños talleres del tipo de la manlfactura, como también en los
talleres de los obreros que trabajaban a domicilio.- 272.
[25] 106. El 2 de setiembre de 1870, el ejército francés fue derrotado en Sedán, quedando
prisioneras las tropas, con el mismo emperador. Del 5 de setiembre de 1870 al 19 de marzo de
1871, Napoleón III y el mando se hallaban en Wilhelmshöle (cerca de Kassel), castillo de los reyes
de Prusia. La catástrofe de Sedán precipitó la caída del Segundo Imperio y desembocó el 4 de
setiembre de 1870 en la proclamación de la república en Francia. Se formó un Gobierno nuevo, el
llamado «Gobierno de la Defensa Nacional».- 175, 192, 206, 216, 273
[*] Véase el presente tomo, págs. 206-213 (N. de la Edit.)
[26] 222. Trátase del llamamiento "A las secciones de la Internacional" del 5 de septiembre de
1870 redactado por los bakuninistas J. Guillaume y G. Blanc y publicado en Neuchâtel como
suplemento al núm. 22 del periódico "La Solidarité".- 273.
[27] 223. La Insurrección de Lyon comenzó el 4 de septiembre de 1870 al tenerse noticia de la
derrota en Sedán (véase la nota 106). Al llegar a Lyon el 15 de septiembre, Bakunin quiso tomar en
sus manos la dirección del movimiento y poner en práctica su programa anarquista. El 28 de
septiembre, los anarquistas hicieron un intento de golpe de Estado, fracasando debido a la
ausencia de un plan concreto de acción y de contacto de Bakunin y los anarquistas con los
obreros.- 273
[28] 202. La Conferencia de la I Internacional celebrada en Londres se reunió del 17 al 23 de
setiembre de 1871. Convocada en un ambiente de crueles represiones contra los miembros de la
Internacional después de la derrota de la Comuna de París, tuvo una representación relativamente
reducida: participaron en sus labores 22 delegados con voz y voto y 10 con voz. Los países que no
pudieron enviar delegados fueron representados por los secretarios corresponsales del Consejo
General. Marx representaba a Alemania, y Engels, a Italia.
La Conferencia de Londres significó una importante etapa en la lucha de Marx y Engels por la
creación del partido proletario. La Conferencia adoptó la resolución "Sobre la acción política de la
clase obrera", cuya parte fundamental fue incluida, por acuerdo del Congreso de la Internacional
celebrado en La Haya, en los Estatutos Generales de la Asociación Internacional de los
Trabajadores. En varias resoluciones de la Conferencia fueron formulados importantes principios
tácticos y de organización del partido proletario, asestándose un golpe al sectarismo y al
reformismo. La Conferencia de Londres desempeñó un gran papel en la victoria de los principios
del partidismo proletario sobre el oportunismo anarquista.- 260, 274, 309, 312.
[29] 224. En abril de 1870, el bakuninista Robin se dirigió al Consejo Federal de París con la
propuesta de que reconociera el Comité Federal creado por los anarquistas en el Congreso de La
Chaux-de-Fonds como Comité Federal de la Suiza Francesa. Después de que el Consejo General
explicó a los miembros del Comité Federal de París el sentido de la escisión producida en Suiza el
Consejo Federal decidió que no tenía derecho de inmiscuirse en ese asunto, el cual debía
examinarse en el Consejo General.- 274.
III
La presencia en Suiza de algunos de los proscritos franceses, que habían
encontrado allí refugio, vino a dar de nuevo un soplo de vida a la Alianza.
Los internacionalistas de Ginebra hicieron por los proscritos todo cuanto estuvo
en su mano. Desde el primer momento les aseguraron un socorro y, mediante una
fuerte agitación, impidieron a las autoridades suizas el conceder la extradición de
los refugiados, reclamada por el Gobierno de Versalles. Algunos [275]
arrostraron graves peligros yendo a Francia para ayudar a los refugiados a cruzar
la frontera. ¡Cuál no fue, pues, el asombro de los obreros ginebrinos al ver a
algunos mangoneadores como B. Malon [*] [30] ponerse en seguida en relación
con los hombres de la Alianza y, ayudados por el ex secretario de ésta N.
Zhukovski, tratar de fundar en Ginebra, al margen de la Federación de la Suiza
francesa, la nueva «Sección de propaganda y acción revolucionaria socialista»
[31]! En el primer artículo de sus Estatutos, esta sección
«declara su adhesión a los Estatutos generales de la Asociación Internacional de
los Trabajadores, reservándose toda la libertad de acción y de iniciativa que le
corresponde como consecuencia lógica del principio de autonomía y de
federación reconocido por los Estatutos y los Congresos de la Asociación».
Dicho de otro modo: se reserva toda la libertad para continuar la obra de la
Alianza.
En una carta de Malon del 20 de octubre de 1871, esta nueva sección dirigió por
tercera vez al Consejo General su petición de ingreso en la Internacional. De
acuerdo con la resolución V del Congreso de Basilea, el Consejo consultó al
Comité federal de Ginebra, el cual se manifestó, en tonos enérgicos, contra el
reconocimiento por el Consejo General de este nuevo «vivero de intrigas y de
discusiones». Y efectivamente, el Consejo fue lo bastante «autoritario» para no
querer imponer a toda una federación la voluntad de B. Malon y de N. Zhukovski,
ex secretario de la Alianza.
Habiendo dejado de existir la "Solidarité", los nuevos adeptos de la Alianza
fundaron la "Révolution Sociale" [32] bajo la alta dirección de Madame André Léo,
que acababa de declarar en el Congreso de la Paz, en Lausanne, que
[276]
«Raoul Rigault y Ferré eran las dos figuras siniestras de la Comuna, que hasta
aquel momento» (hasta la ejecución de los rehenes) «no habían cesado de
reclamar, siempre en vano, la adopción de medidas sanguinarias».
Desde su primer número, este periódico se apresuró a ponerse al nivel del
"Figaro", del "Gaulois", del "Paris-Journal" [33] y demás órganos del estercolero,
cuyas inmundicias contra el Consejo General reprodujo. Le pareció oportuno el
momento para encender, incluso en la Internacional, el fuego de los odios
nacionales. Según él, el Consejo General era un Comité alemán, dirigido por un
cerebro bismarckiano [*].
Después de haber dejado bien sentado que ciertos miembros del Consejo
General no podían envanecerse de ser «galos ante todo», la "Révolution Sociale"
no encontró cosa mejor que apoderarse de la segunda consigna puesta en
circulación por la policía europea y denunciar el autoritarismo del Consejo.
¿Y sobre qué hechos se apoyaba este griterío pueril? El Consejo General había
dejado morir a la Alianza de muerte natural y, de acuerdo con el Comité federal
de Ginebra, había impedido su resurrección. Además, había requerido al Comité
de La Chaux-de-Fonds a tomar un nombre que le permitiera vivir en paz con la
inmensa mayoría de los internacionalistas de la Suiza francesa.
Aparte de estos actos «autoritarios», ¿qué uso había hecho el Consejo General,
desde octubre de 1869 hasta octubre de 1871, de los poderes bastante amplios
que le había conferido el Congreso de Basilea?
1) El 8 de febrero de 1870, la «Sociedad de los proletarios positivistas» de París
pidió al Consejo General su ingreso. El Consejo respondió que los principios
positivistas extendidos al capital, enunciados en los Estatutos particulares de la
sociedad, estaban en flagrante contradicción con los considerandos de los
Estatutos generales [*]*; y que era, por lo tanto, preciso suprimir esta parte e
ingresar en la Internacional, no como «positivistas», sino como «proletarios»,
quedando, aparte de esto, en libertad para conciliar sus opiniones teóricas con
los principios generales de la Asociación. Habiendo reconocido la sección la
justeza de este acuerdo, ingresó en la Internacional.
2) En Lyon se había producido una escisión entre la sección de 1865 y otra de
formación reciente en la que, rodeada de obreros honrados, aparecía una
representación de la Alianza en las personas de Albert Richard y Gaspard Blanc.
Como es costumbre [277] en casos tales, el fallo emitido por un tribunal de
arbitraje, constituido en Suiza, no fue reconocido. El 15 de febrero de 1870, la
sección de formación reciente se dirigió al Consejo, no solicitando simplemente
que resolviera este conflicto según la resolución del VII Congreso de Basilea, sino
enviándole un fallo listo para su publicación, en el que se expulsaba y se ponía el
sello de la infamia a los miembros de la sección de 1865, fallo que el Consejo
había de firmar y devolver a vuelta de correo. El Consejo censuró este
procedimiento inaudito y requirió documentos justificativos. A este
requerimiento, la sección de 1865 respondió que los documentos acusadores
contra Albert Richard sometidos al tribunal de arbitraje habían caído en manos de
Bakunin el cual se negaba a devolverlos y que, por consiguiente, la sección no
podía satisfacer de un modo completo los deseos del Consejo General. La
decisión del Consejo sobre este asunto, fechada el 8 de marzo, no suscitó
objeción alguna de ninguna de las dos partes.
3) Habiendo admitido en su seno la rama francesa de Londres a elementos más
que dudosos, se había convertido poco a poco en una comandita del señor Felix
Pyat. Le servía a éste para organizar manifestaciones comprometedoras pidiendo
el asesinato de Luis Bonaparte, etc., y para difundir por Francia sus manifiestos
ridículos, publicados en nombre de la Internacional. El Consejo General se limitó
a declarar en los órganos de la Asociación que, no siendo el Sr. Pyat miembro de
la Internacional, ésta no podía responder de sus actos ni de sus genialidades.
Entonces, la rama francesa declaró no reconocer al Consejo General ni a los
congresos; pegó pasquines en las paredes de Londres, diciendo que la
Internacional, con la sola excepción de esta rama francesa, era una sociedad
antirrevolucionaria. La detención de los internacionalistas franceses la víspera del
plebiscito [34], con el pretexto de una conspiración, que en realidad había urdido
la policía y a la cual dieron visos de verosimilitud los manifiestos pyatistas, obligó
al Consejo General a publicar en la "Marseillaise" [35] y en el "Réveil" [36] su
resolución del 10 de mayo de 1870. En ella declaraba que la llamada rama
francesa no pertenecía a la Internacional desde hacía más de dos años y que su
actuación era obra de agentes policíacos. La necesidad de dar este paso está
demostrada por la declaración del Comité federal de París en los mismos
periódicos y por la de los internacionalistas parisinos durante su proceso; ambas
se apoyaban en la resolución del Consejo. La rama francesa desapareció al
principio de la guerra, pero, igual que la Alianza en Suiza, había de reaparecer
más tarde en Londres, con nuevos aliados y bajo nombres diferentes.
En los últimos días de la Conferencia, fue formada en Londres por proscritos de la
Comuna una Sección francesa de 1871, compuesta [278] de unos 35 miembros. El
primer acto «autoritario» del Consejo General consistió en denunciar
públicamente al secretario de esta sección, Gustave Durand, como espía de la
policía francesa. Los documentos que obran en nuestro poder demuestran la
intención de la policía francesa de hacer primero asistir a Durand a la
Conferencia y después introducirlo en el seno del Consejo General. Como los
Estatutos de la nueva sección exigían de sus miembros «no aceptar más
delegación al Consejo General que la de su propia sección», los ciudadanos
Theisz y Bastelica se retiraron del Consejo.
El 17 de octubre, la sección envió a dos de sus miembros como delegados al
Consejo con mandato imperativo. Uno de ellos era nada menos que M. Chautard,
ex miembro del comité de artillaría, que el Consejo no quiso aceptar sin haber
examinado antes los Estatutos de la sección de 1871 [*]. Basta recordar aquí los
puntos principales del debate promovido a causa de estos Estatutos. En el artículo
2 se dice:
«Para ser admitido como miembro de la sección, hay que justificar los medios de
vida, presentar garantías de moralidad, etc.».
En su resolución del 17 de octubre de 1871, el Consejo propuso suprimir las
palabras: justificar los medios de vida.
«En casos dudosos», decía el Consejo, «una sección puede informarse de los
medios de vida como «garantía de moralidad», mientras que en otros casos, como
los de los refugiados, obreros en huelga, etc., la ausencia de medios de vida
puede muy bien ser una garantía de moralidad. Pero pedir a los candidatos la
justificación de sus medios de vida como condición general para ser admitidos en
la Internacional sería una innovación burguesa contraria al espíritu y a la letra de
los Estatutos generales». La sección respondió
«que los Estatutos generales hacen responsables a las secciones de la moralidad
de sus miembros y les reconocen, por consiguiente, el derecho a tomar garantías
a este respecto en la forma que entiendan conveniente».
A esto, el Consejo General replicaba el 7 de noviembre:
«Siguiendo este criterio, una sección de la Internacional compuesta de teetotallers
(asociación de abstemios) podría incluir en sus Estatutos particulares un artículo
concebido en estos o parecidos términos: «Para ser admitido como miembro de
la sección, [279] hay que jurar abstenerse de toda bebida alcohólica». En una
palabra: los Estatutos particulares de las secciones podrían imponer las
condiciones más absurdas y disparatadas para el ingreso en la Internacional,
pretextando, en cada caso, que la sección entiende que de esta manera
adquieren seguridades sobre la moralidad de sus miembros... «Los medios de
existencia de los huelguistas, agrega la Sección francesa de 1871, consisten en la
caja de resistencia». A esto se puede responder en primer lugar que esa caja
suele ser ficticia... Además, encuestas oficiales británicas han demostrado que la
mayoría de los obreros ingleses... está obligada —por las huelgas, por el paro,
por la insuficiencia de los jornales, por el vencimiento del plazo de pagos y por
otras múltiples causas— a recurrir constantemente al monte de piedad y a las
deudas, medios de existencia cuya justificación no se podría exigir sin
inmiscuirse de un modo incalificable en la vida privada de los ciudadanos. Y una
de dos: o bien la sección sólo busca en los medios de existencia una garantía de
moralidad... y, en este caso, la proposición del Consejo General cubre el objetivo
deseado... o bien la sección en el artículo 2 de sus Estatutos ha hablado de la
justificación de los medios de existencia como condición de admisión, aparte de
las garantías de moralidad... y, en este caso, el Consejo afirma que es una
innovación burguesa, contraria a la letra y al espíritu de los Estatutos generales»
[*]*.
En el artículo 11 de los Estatutos, se dice:
«Serán enviados al Consejo General uno o varios delegados».
El Consejo pidió la supresión de este artículo, «porque los Estatutos generales de
la Internacional no reconocen a las secciones ningún derecho a enviar delegados
al Consejo General». «Los Estatutos generales —añadía— sólo reconocen dos
modos de elección para los miembros del Consejo General: su elección por el
Congreso o su cooptación por el Consejo...»
Bien es verdad que las diferentes secciones existentes en Londres habían sido
invitadas a enviar delegados al Consejo General, el cual, para no infringir los
Estatutos generales ha procedido siempre del modo siguiente: ha empezado por
fijar el número de delegados a enviar por cada sección, reservándose el derecho
a aceptarlos o rechazarlos según los juzgara, o no, aptos para las funciones
generales que habían de desempeñar. Estos delegados llegaban a ser miembros
del Consejo General, no en virtud de la delegación concedida por sus secciones,
sino en virtud del derecho a incorporarse nuevos miembros, concedido al
Consejo [280] General por los Estatutos. El Consejo de Londres, habiendo
funcionado, hasta la resolución tomada por la última Conferencia, como Consejo
General de la Asociación Internacional y como Consejo central para Inglaterra,
consideró útil admitir, además de los miembros que se incorporaba
directamente, miembros delegados en primera instancia por sus secciones
respectivas. Sería un craso error querer comparar el método de elección del
Consejo General con el del Consejo federal de París, que no era siquiera un
Consejo nacional, nombrado por un Congreso nacional, como por ejemplo, el
Consejo federal de Bruselas o el de Madrid. El Consejo federal de París no era
más que una delegación de las secciones parisinas... El método de elección del
Consejo General está determinado por los Estatutos generales y sus miembros no
pueden aceptar más mandato imperativo que el de los Estatutos y reglamentos
generales... Si se toma en consideración el párrafo que le antecede, el artículo 11
no tiene más sentido que el de cambiar completamente la composición del
Consejo General y convertirlo, en contra del artículo 3 de los Estatutos generales,
en una delegación de las secciones de Londres y en la que la influencia de los
grupos locales sustituiría a la de toda la Asociación Internacional de los
Trabajadores. Por fin, el Consejo General, cuyo deber primordial consiste en
ejecutar las resoluciones de los Congresos (véase el artículo I del reglamento
administrativo del Congreso de Ginebra), dijo que «considera completamente
ajenas al asunto de que se trata... las ideas emitidas por la Sección francesa de
1871, tendentes a introducir un cambio radical en los artículos de los Estatutos
generales relativos a su constitución».
Además, el Consejo General declaró que admitiría dos delegados de la sección
en las mismas condiciones que los de las restantes secciones de Londres.
Lejos de conformarse con esta respuesta, la sección de 1871 publicó el 14 de
diciembre una declaración firmada por todos sus miembros, incluido el nuevo
secretario que fue poco después expulsado de la sociedad de los refugiados,
como indigno de pertenecer a ella. Según esta declaración, el Consejo General,
al negarse a usurpar funciones legislativas, se hizo culpable «de una burda
retrogradación de la idea social».
He aquí ahora algunas muestras de la buena fe que ha presidido la elaboración de
este documento.
La Conferencia de Londres había aprobado la conducta de los obreros alemanes
durante la guerra [37]. Era evidente que esta resolución, propuesta por un
delegado suizo [*], apoyada por un [281] delegado belga y aprobada por
unanimidad, sólo se refería a los internacionalistas alemanes, que han expiado en
la cárcel, y que expían aún su conducta antichovinista durante la guerra. Además,
para salir al paso de toda interpretación malévola, el secretario del Consejo
General para Francia [*] acababa de explicar el auténtico sentido de la
resolución en una carta publicada por el "Qui Vive!", la "Constitution", "Le
Radical", "L'Emancipation", "L'Europe", etc. No obstante, ocho días después, el 20
de noviembre de 1871, quince miembros de la Sección francesa de 1871
insertaban en el "Qui Vive!" una «protesta», llena de injurias contra los obreros
alemanes y denunciando la resolución de la Conferencia como una prueba
irrecusable del «pangermanismo» del Consejo General. Por su parte, toda la
prensa feudal, liberal y policíaca de Alemania atrapó con avidez este incidente
para demostrar a los obreros alemanes la nulidad de sus sueños
internacionalistas. Después de todo esto, la protesta del 20 de noviembre fue
respaldada por toda la sección de 1871 en su declaración del 14 de diciembre.
Para poner de manifiesto «la pendiente sin fin del autoritarismo, por la que se
desliza el Consejo General», cita «la publicación por este Consejo General de una
edición oficial de los Estatutos generales, revisados por él».
¡Basta echar una ojeada a la nueva edición de los Estatutos para ver que, para
cada apartado, se encuentra en el apéndice la cita de las fuentes que atestiguan
su autenticidad! En cuanto a las palabras «edición oficial», el primer Congreso de
la Internacional había decidido que «el texto oficial y obligatorio de los Estatutos y
reglamentos generales sería publicado por el Consejo General». (Véase:
«Congreso Obrero de la Asociación Internacional de los Trabajadores, celebrado
en Ginebra del 3 al 8 de septiembre de 1866, pág. 27, nota».)
Huelga decir que la sección de 1871 estaba en constante relación con los
disidentes de Ginebra y de Neuchâtel. Uno de sus miembros, Chalain, que había
desplegado en sus ataques al Consejo General una energía que jamás había
mostrado en la defensa de la Comuna, se encontró de repente rehabilitado por B.
Malon, quien poco antes hacía acusaciones muy graves contra él en una carta
dirigida a un miembro del Consejo. Por lo demás, apenas había lanzado su
declaración la Sección francesa de 1871, cuando en sus filas estalló la guerra civil.
Empezaron por separarse de ella Theisz, Avrial y Camélinat. Desde entonces se
fraccionó en varios grupitos. Uno de ellos está dirigido por el señor Pierre
Vésinier, expulsado del Consejo General por sus calumnias contra [282] Varlin y
otros y echado después de la Internacional por la comisión belga, nombrada por
el Congreso de Bruselas de 1868. Otro de estos grupos fue fundado por B.
Landeck, a quien la fuga imprevista del prefecto de policía Pietri, el 4 de
septiembre, ha liberado de su compromiso.
«escrupulosamente cumplido de no volver a ocuparse de asuntos políticos ni de la
Internacional en Francia». (Véase: "Tercer proceso de la Asociación Internacional
de los Trabajadores de París", 1870, p. 4.)
Por otra parte, la masa de los refugiados franceses en Londres ha formado una
sección que está completamente de acuerdo con el Consejo General.
NOTAS
[*] Los amigos de B. Malon que, desde hace tres meses, en una campaña de reclamo
estereotipado, le llaman fundador de la Internacional, que anuncian su libro {226} como la única
obra independiente que se ha escrito sobre la Comuna ¿saben cuál lue la actitud adoptada por el
segundo alcalde de las Batignolles la víspera de las elecciones de febrero? En aquella época, B.
Malon no preveía aún la Comuna y, preocupándose sólo de su elección para la Asamblea, intrigó
para ser incluido en la lista de los 4 comités electorales como miembro de la Internacional. Con
este objeto, negó descaradamente la existencia del Comité federal parisino y sometió a los
comités, como si emanara de toda la Asociación, la lista de una sección fundada por él en las
Batignolles. Más tarde, el 19 de marzo, insultaba en un documento público a los promotores de la
gran revolución realizada la víspera. Hoy, este anarquista hasta la médula, imprime o deja
imprimir lo que decía ya, hace un año, a los 4 comités: «¡La Internacional soy yo!». B. Malon ha
dado con la manera de parodiar al mismo tiempo a Luis XIV y al fabricante de chocolates Perron.
¡Pero este último no ha llegado a declarar que su chocolate sea el único... comestible!
[30] 225. B. Malon. "La troisième défaite du prolétariat français («La tercera derrota del
proletariado francés»), Neuchâtel, 1871.- 275.
[31] 226. La "Sección de propaganda y acción revolucionaria socialista" fue fundada el 6 de
septiembre de 1871 en el lugar de la sección ginebrina "Alianza de la Democracia Socialista"
disuelta en agosto. En la organización de la misma, además de Zhukovski, Perrón y otros ex
miembros de la sección, tomaron parte ciertos emigrados franceses y, en particular, J. Guesdes y
B. Malon.- 275.
[32] 227. La "Révolution Sociale" («La Revolución Social»), hebdomadario, se publicó en Ginebra
en francés de octubre de 1871 a enero de 1872. Desde noviembre de 1871 fue órgano oficial de la
Federación anarquista del Jura.- 275, 453
[33] 228. "Le Figaro" («El Fígaro»), periódico reaccionario francés, se publica en París desde 1854;
estuvo ligado al Gobierno del Segundo Imperio.
"Le Gaulois" («El Galo»), diario de orientación monárquico-conservadora, órgano de la gran
burguesía y la aristocracia, se publicó en París de 1867 a 1929.
"Paris-Journal" («El periódico de París»), diario reaccionario ligado a la policía. Lo publicó en París
Henri de Pène de 1868 a 1874. Propagaba sucias calumnias acerca de la Internacional y la Comuna
de París.- 276.[*]
He aquí la composición, por nacionalidades, de este Consejo: 20 ingleses, 15 franceses, 7
alemanes (cinco de ellos fundadores de la Internacional), dos suizos, dos húngaros, un polaco, un
belga, un irlandés, un danés y un italiano.
[**] Véase el presente tomo, págs. 14-17. (N. de la Edit.)
[34] 131. El plebiscito fue organizado por Napoleón III en mayo de 1870 para ver, según se decía,
la actitud de las masas populares hacia el Imperio. Las cuestiones sometidas a plebiscito estaban
planteadas de tal forma que era imposible desaprobar la política del Segundo Imperio sin
pronunciarse, al mismo tiempo, contra toda reforma democrática. Las secciones de la I
Internacional en Francia denunciaron esta maniobra demagógica y recomendaron a todos sus
miembros que se abstuviesen de votar. La víspera del plebiscito, los miembros de la Federación
de París fueron detenidos y acusados de participar en una conspiración que se planteaba el
asesinato de Napoleón III; el Gobierno se aprovechó de dicha acusación para organizar una
amplia campaña de persecuciones contra los miembros de la Internacional en las diversas
ciudades de Francia. En el proceso judicial contra los miembros de la Federación de París,
celebrado del 22 de junio al 5 de julio de 1870, se puso al descubierto toda la falsedad de las
acusaciones; sin embargo, varios miembros de la Internacional fueron condenados a reclusión tan
sólo por pertenecer a la Asociación Internacional de Trabajadores. Las persecuciones contra la
Internacional en Francia suscitaron protestas masivas de la clase obrera.- 201, 277
[35] 134. "La Marseillaise" («La Marsellesa»), diario francés, órgano de los republicanos de
izquierda, se publicó en París de diciembre de 1869 a setiembre de 1870. Insertaba documentos
acerca de la actividad de la Internacional y del movimiento obrero.- 203, 277
[36] 133. "Le Réveil" («El Despertar»), periódico francés, órgano de los republicanos de izquierda,
se publicó bajo la redacción de C. Delécluse, en París, de julio de 1868 a enero de 1871. Insertaba
documentos de la Internacional y del movimiento obrero.- 202, 277
[*] Poco después, este Chautard, que habían querido imponer al Consejo General, era expulsado
de su sección como agente de la policía de Thiers. Sus acusadores eran los mismos que lo habían
juzgado como la persona más digna de representarlos en el Consejo General.
[**] C. Marx. Proyecto de resolución del Consejo General sobre la Sección francesa de 1871. (N.
de la Edit.)
[37] 229. Trátase de la resolución del capítulo "2 Resoluciones especiales de la Conferencia", en la
que se hacía constar que los obreros alemanes habían cumplido su deber internacionalista, acerca
de la Conferencia de Londres de 1871 véase la nota 202.- 280.
[*] N. Utin. (N. de la Edit.)
[*] A. Serrailler. (N. de la Edit.)
IV
Los hombres de la Alianza escondidos tras el Comité federal de Neuchâtel
quisieron hacer un nuevo esfuerzo, en un plano más amplio, para desorganizar la
Internacional y convocaron un Congreso de sus secciones en Sonvillier para el 12
de noviembre de 1871. Ya en julio, dos cartas del maître Guillaume a su amigo
Robin amenazaban al Consejo General con una campaña de este tipo si no
accedía a darles la razón «contra los facinerosos de Ginebra».
El Congreso de Sanvillier se componía de dieciséis delegados, que pretendían
representar en conjunto a nueve secciones, entre ellas a la nueva «Sección de
propaganda y agitación socialista» de Ginebra.
Los Dieciséis se estrenaron con el decreto anarquista que declaraba disuelta la
Federación de la Suiza francesa, la cual se apresuró a devolver a los aliancistas su
«autonomía», expulsándolos de todas las secciones. Por lo demás, el Consejo
tiene que reconocer que un destello de buen sentido les hizo aceptar el nombre
de Federación del Jura, que la Conferencia de Londres les había dado.
A continuación, el Congreso de los Dieciséis procedió a la «reorganización de la
Internacional» dirigiendo una «circular a todas las federaciones de la Asociación
Internacional de los Trabajadores» contra la Conferencia y contra el Consejo
General.
Los autores de la circular acusan en primer lugar al Consejo General de haber
convocado en 1871 una conferencia en lugar de un congreso. De las
explicaciones dadas anteriormente se deduce que esos ataques van dirigidos, de
lleno, contra toda la Internacional que, en su totalidad, había aceptado la
convocatoria. Por otra parte, en la Conferencia, la Alianza estaba debidamente
representada por los ciudadanos Robin y Bastelica.
[283]
En cada congreso, el Consejo General ha tenido sus delegados; en el Congreso
de Basilea, por ejemplo, había seis. Los Dieciséis pretenden que
«la mayoría de la Conferencia ha sido falsificada de antemano con la admisión de
seis delegados del Consejo General con voz y voto».
En realidad, entre los delegados del Consejo General a la Conferencia, los
proscritos franceses eran los representantes de la Comuna de París, mientras que
sus miembros ingleses y suizos pudieron tomar parte en las sesiones en
ocasiones muy contadas, como lo atestigua el diario de sesiones que será
sometido al próximo Congreso. Un delegado del Consejo tenía credencial de una
federación nacional. A otro, según una carta dirigida a la Conferencia, no le fue
enviada la credencial, porque los periódicos habían anunciado su muerte [*].
Queda, pues, un delegado, de modo que los belgas solos estaban respecto al
Consejo en la proporción de 6 a 1.
La policía internacional, a la que en la persona de Gustave Durand no se había
dejado asistir a la Conferencia, se quejó amargamente de que se hubieran
violado los Estatutos generales convocando una Conferencia «secreta». Ella no
estaba todavía bastante al corriente de nuestros reglamentos generales para
saber que las sesiones administrativas de los Congresos son obligatoriamente
privadas.
No obstante, sus quejas hallaron un eco de simpatía en los Dieciséis de Sonvillier
que exclamaron:
«Y, como broche, una decisión de esta Conferencia dice que el Consejo General
fijará él mismo la fecha y el lugar del próximo Congreso o de la Conferencia que
lo sustituya, de modo que henos aquí amenazados con la supresión de los
Congresos generales, esos grandes comicios públicos de la Internacional».
Los Dieciséis no han querido ver que esta decisión no tiene más finalidad que
afirmar frente a los gobiernos que, pese a todas las medidas represivas, la
Internacional está inquebrantablemente resuelta a celebrar sus reuniones
generales, sea como sea.
En la Asamblea general de las secciones ginebrinas del 2 de diciembre de 1871,
asamblea que acogía con desagrado a los ciudadanos Malon y Lefrançais, estos
últimos presentaron una proposición que tendía a confirmar los decretos dados
por los Dieciséis de Sonvillier y que encerraba una censura contra el Consejo
General y la desautorización de la Conferencia. Esta última había decidido que
«las resoluciones de la Conferencia no destinadas a la publicidad serán
comunicadas a los Consejos [284] federales de los diferentes países por los
secretarios correspondientes del Consejo General».
Esta resolución, conforme en un todo con los Estatutos y reglamentos generales,
fue falsificada por B. Malon y sus amigos del siguiente modo:
«Una parte de las resoluciones de la Conferencia sólo será comunicada a los
Consejos federales y a los secretarios correspondientes».
Acusan encima al Consejo General de haber «faltado al principio de la
sinceridad», al negarse a entregar a la policía, mediante «su publicación»,
aquellas resoluciones cuyo exclusivo objeto era la reorganización de la
Internacional en los países de donde está proscrita.
Los ciudadanos Malon y Lefrançais se quejan además de que
«la Conferencia ha atentado a la libertad de pensamiento y de expresión... dando
al Consejo General el derecho a denunciar y desautorizar todo órgano de sección
o de federación que trate, sea de los principios sobre los que descansa la
Asociación, sea de los intereses respectivos de las secciones y federaciones, sea,
en fin, de los intereses generales de toda la Asociación (véase: "Égalité" del 21 de
diciembre)».
¿Y qué encontramos en este mismo número de la "Égalité"? Una resolución de la
Conferencia en la que «recomienda que el Consejo General, de ahora en
adelante, denuncie y desautorice públicamente a todos los periódicos que,
diciéndose órganos de la Internacional y siguiendo el ejemplo del "Progrès" y de
la "Solidarité", discutan en sus columnas, ante el público burgués, problemas que
sólo se deben discutir en el seno de los comités locales, de los comités federales
y del Consejo General, o en las sesiones privadas y administrativas de los
congresos federales o generales».
Para apreciar lo que vale la lamentación agridulce de B. Malon, hay que
considerar que esa resolución acaba de una vez con las tentativas de algunos
periodistas de suplantar a los comités responsables de la Internacional y de jugar
en sus medios el mismo papel que la bohemia periodística juega en el mundo
burgués. A consecuencia de una tentativa de este tipo, el Comité federal de
Ginebra había visto a miembros de la Alianza redactar el órgano oficial de la
Federación, la "Égalité", en un sentido que le era completamente hostil.
Además, el Consejo General no necesitaba la Conferencia de Londres para
«denunciar y desautorizar públicamente» los abusos del periodismo, porque el
Congreso de Basilea ha decidido (resolución II) que:
«Todos los periódicos que contengan ataques contra la Asociación deben ser
enviados inmediatamente por las secciones al Consejo General».
[285]
«Es evidente» —dice el Comité federal de la Suiza francesa en su declaración del
20 de diciembre de 1871 ("Égalité" del 24 de diciembre)— «que este artículo no
está redactado con vistas a que el Consejo General guarde en sus archivos los
periódicos que ataquen a la Asociación, sino para que conteste y destruya, si hace
falta, el efecto pernicioso de las calumnias y de cuanto tienda malévolamente a
denigrar. Es evidente también que este artículo se refiere, en general, a todos los
periódicos y que, si no queremos tolerar gratuitamente los ataques de los
periódicos burgueses, con más razón debemos desautorizar, por medio de
nuestra delegación central, el Consejo General, a los periódicos cuyos ataques
contra nosotros se encubren con el nombre de nuestra Asociación».
Fijémonos de paso en que el "Times", ese Leviatán de la prensa capitalista, el
"Progrès" (de Lyon), periódico de la burguesía liberal, y el "Journal de Genève"
[38], periódico ultrarreaccionario, abrumaron a la Conferencia con los mismos
reproches y empleando casi los mismos términos que los ciudadanos Malon y
Lefrançais.
Después de haberse pronunciado contra la convocatoria de la Conferencia y
luego contra su composición y su pretendido carácter secreto, la circular de los
Dieciséis la emprende contra las resoluciones mismas.
Constata primero que el Congreso de Basilea hizo una dejación de poderes
«al conceder al Consejo General el derecho a rechazar, admitir o suspender a las
secciones de la Internacionab
¡y luego imputa este pecado a la Conferencia!
«¡¡Esa Conferencia... ha tomado resoluciones... tendentes a convertir la
Internacional, libre federación de secciones autónomas, en una organización
jerárquica y autoritaria de secciones disciplinadas, entregadas enteramente en
manos de un Consejo General que puede, a su antojo, rechazar su admisión o
suspender su actividad!!».
Más adelante vuelve al Congreso de Basilea que, a su entender, ha
«desnaturalizado las atribuciones del Consejo General».
Todas estas contradicciones de la circular de los Dieciséis vienen a parar a lo
siguiente: la Conferencia de 1871 es responsable de la votación del Congreso de
Basilea de 1869 y el Consejo General es culpable de haber cumplimentado los
Estatutos que le ordenan ejecutar las resoluciones de los Congresos.
En realidad, el verdadero móvil de todos estos ataques contra la Conferencia es
de naturaleza más íntima. En primer lugar, con sus resoluciones, la Conferencia
acababa de contrarrestar las intrigas de los hombres de la Alianza en Suiza.
Además, los promotores de la Alianza habían sembrado y mantenido, con
persistencia excepcional, en Italia, en España y en una parte de Suiza y de
Bélgica, una confusión calculada entre el programa de ocasión de Bakunin y el
programa de la Asociación Internacional de los Trabajadores.
[286]
La Conferencia puso de relieve este equívoco intencionado mediante sus dos
resoluciones sobre la política proletaria y sobre las secciones sectarias. La
primera, condenando en justicia el abstencionismo político predicado por el
programa bakuninista, está plenamente justificada en sus considerandos,
apoyados en los Estatutos generales, en la resolución del Congreso de Lausanne
y en otros precedentes [*].
[287]
Pasemos ahora a los grupos sectarios.
La primera etapa de la lucha del proletariado contra la burguesía se desarrolló
bajo el signo del movimiento sectario. Este tiene su razón de ser en una época en
que el proletariado no está aún suficientemente desarrollado para actuar como
clase. Pensadores individuales hacen la crítica de los antagonismos sociales y dan
para ellos soluciones fantásticas que la masa de los obreros no tiene más que
aceptar, propagar y poner en práctica. Por naturaleza, las sectas formadas por
estos iniciadores son abstencionistas, extrañas a todo movimiento real, a la
política, a las huelgas, a las coaliciones; en una palabra, a todo movimiento de
conjunto. La masa del proletariado se mantiene siempre indiferente o incluso
hostil a su propaganda. Los obreros de París y de Lyon sentían tanto despego
hacia los saint-simonianos, los fourieristas y los icaristas [39], como los cartistas y
los tradeunionistas ingleses hacia los owenistas. Estas sectas, palancas del
movimiento en sus orígenes, lo obstaculizan en cuanto las sobrepasa; entonces se
vuelven reaccionarias. Testimonio de esto dan las sectas de Francia y de
Inglaterra y últimamente los lassalleanos en Alemania, los cuales, después de
haber entorpecido durante años la organización del proletariado, han acabado
por ser simples instrumentos de la policía. En resumen, las sectas son la infancia
del movimiento proletario, como la astrología y la alquimia son la infancia de la
ciencia. Hasta que el proletariado no hubo superado esta fase, no fue posible la
fundación de la Internacional.
Frente a las organizaciones de las sectas fantaseadoras y rivales, la Internacional
es la organización real y militante de la clase proletaria en todos los países,
ligado entre sí en su lucha común contra los capitalistas y los terratenientes y
contra su poder de clase, organizado en el Estado. Así, los Estatutos de la
Internacional no reconocen más que simples sociedades «obreras», todas las
cuales persiguen el mismo objetivo y aceptan el mismo programa. Programa que
se limita a trazar los rasgos generales del movimiento proletario y deja su
elaboración teórica a cargo de las secciones, que aprovecharán para ello el
impulso dado por las necesidades de la lucha práctica y el intercambio de ideas
que se efectúa. En los órganos de las secciones y en sus congresos se admiten
indistintamente todas las convicciones socialistas.
En toda nueva etapa histórica, los viejos errores reaparecen un instante para
desaparecer poco después. Del mismo modo, la Internacional ha visto renacer en
su seno secciones sectarias, aunque en una forma poco acentuada.
La Alianza, al considerar como un inmenso progreso la resurrección de las sectas,
es, en sí misma, una prueba concluyente de que el tiempo de las sectas ha
pasado. Pues, mientras las sectas, [288] en su origen, representaban elementos
de progreso, el programa de la Alianza, a remolque de un «Mahoma sin Korán»
[40], sólo representa un amasijo de ideas de ultratumba, disfrazadas con frases
sonoras y que sólo pueden asustar a burgueses idiotas o servir como piezas de
convicción contra los internacionalistas a los fiscales de Bonaparte u otros [*] [41].
La Conferencia, en la que estaban representados todos los matices socialistas,
aprobó por aclamación la resolución contra las secciones sectarias, convencida
de que esta resolución, al volver a colocar a la Internacional en su verdadero
terreno, marcaría una nueva fase en su marcha. Los partidarios de la Alianza,
sintiéndose heridos de muerte por esta resolución, la consideraron sencillamente
como una victoria del Consejo General sobre la Internacional; victoria, por medio
de la cual, según su circular, hizo «que predominara el programa especial» de
algunos de sus miembros, «su doctrina personal», «la doctrina ortodoxa», «la
teoría oficial, única que tiene derecho de ciudadanía en la Asociación». Por lo
demás, no era culpa de esos miembros, era la consecuencia necesaria, el «efecto
corruptor» de su calidad de miembros del Consejo General, pues
«es absolutamente imposible que un hombre que tiene poder» (!) «sobre sus
semejantes, siga siendo un hombre moral. El Consejo General se convierte en un
semillero de intrigas».
Según la opinión de los Dieciséis, se podría ya reprochar a los Estatutos
generales un grave defecto: el de dar al Consejo General derecho a incorporarse
nuevos miembros. Provisto de este poder, dicen:
«el Consejo podría luego incorporarse todo un personal que modificase
completamente su mayoría y sus tendencias».
Según parece, para ellos, el mero hecho de que unos hombres pertenezcan al
Consejo General, basta para modificar, no sólo su moralidad, sino también su
sentido común. De otro modo, ¿cómo se puede suponer que una mayoría se
transforme, por sí misma, en minoría mediante la incorporación voluntaria de
nuevos miembros?
Por lo demás, los mismos Dieciséis no parecen muy convencidos de todo esto,
porque, más adelante, se quejan de que el Consejo General haya estado
[289]
«compuesto, durante cinco años seguidos, por los mismos hombres que eran
siempre reelegidos».
E inmediatamente después repiten:
«la mayor parte de ellos no son nuestros mandatarios regulares, puesto que no han
sido elegidos por un Congreso».
El hecho es que el personal del Consejo General ha cambiado constantemente,
aunque algunos de los fundadores hayan permanecido siempre en él, lo mismo
que ocurre en los Consejos federales belga, suizo-francés, etc.
El Consejo General está sometido a tres condiciones esenciales para el
cumplimiento de su mandato. En primer lugar, exige un personal bastante
numeroso para ejecutar sus múltiples tareas; en segundo, una composición de
«trabajadores pertenecientes a las diferentes naciones representadas en la
Asociación Internacional» y, por último, la preponderancia del elemento obrero.
Siendo las exigencias del trabajo para el obrero una causa permanente de
cambios en el personal del Consejo General, ¿cómo podría éste reunir esas
condiciones indispensables sin el derecho de cooptación? Sin embargo, le
parece necesaria una definición más exacta de este derecho, y así, en la última
Conferencia ha expresado su deseo de que se haga esta definición.
La reelección del Consejo General, tal como estaba compuesto, por los
congresos sucesivos en los que Inglaterra estaba apenas representada, parece
que debía probar que ha cumplido su deber en la medida de sus posibilidades.
Pero no: los Dieciséis sólo ven en esto la prueba de la «confianza ciega de los
congresos», confianza llevada en Basilea
«hasta una especie de dejación voluntaria de sus derechos en manos del Consejo
General».
Según ellos, el «papel normal» del Consejo debe ser «el de una simple oficina de
correspondencia y estadística». Basan esta definición en varios artículos sacados
de una falsa traducción de los Estatutos.
En oposición a los Estatutos de todas las sociedades burguesas, los Estatutos
generales de la Internacional apenas tratan de su organización administrativa.
Encomiendan su desarrollo a la práctica y su regulación a los futuros congresos.
No obstante, como la unidad y la coordinación de actividades de las secciones de
los diferentes países son los únicos elementos que pueden darles la característica
de internacionalismo, los Estatutos se ocupan más del Consejo General que de las
otras partes de la organización.
El artículo 5 de los Estatutos originales [42] dice:
[290]
«El Consejo General funcionará como agente internacional entre los diferentes
grupos nacionales y locales».
y da a continuación algunos ejemplos del modo cómo debe actuar. Entre estos
ejemplos, se encuentra la instrucción dada al Consejo para hacer de modo
«que, cuando se exija la acción inmediata, como en el caso de los conflictos
internacionales, todas las agrupaciones de la Asociación, puedan actuar
simultáneamente y de una manera uniforme».
El artículo continúa diciendo:
«Cuando lo juzgue oportuno, el Consejo General tomará la iniciativa en las
proposiciones que haya que someter a las sociedades locales y nacionales».
Además, los Estatutos definen el papel del Consejo en la convocatoria y
preparación de los congresos y le encargan de ciertos trabajos que habrá de
someter a estos congresos. Los Estatutos originales no presentan la acción
espontánea de los grupos en contraposición con la unidad de acción de la
Asociación; hasta tal punto que el artículo 6 dice:
«Puesto que el movimiento obrero en cada país sólo puede ser asegurado
mediante la fuerza procedente de la unión y de la asociación; puesto que, por otra
parte, la acción del Consejo General será más eficaz..., los miembros de la
Internacional deberán hacer todo lo posible para reunir a las sociedades obreras
de sus respectivos países, que aún están aisladas, en asociaciones nacionales,
representadas por organismos centrales».
La primera resolución administrativa del Congreso de Ginebra (art. 1) dice:
«El Consejo General está obligado a ejecutar las resoluciones de los congresos».
Esta resolución legalizó la actitud mantenida por el Consejo desde un principio:
la de delegaciones ejecutivas de la Asociación. Sería difícil ejecutar órdenes sin
«autoridad» moral, a falta de otra «autoridad libremente consentida». El Congreso
de Ginebra, al mismo tiempo, encargó al Consejo General la publicación del
«texto oficial y obligatorio de los Estatutos».
El mismo Congreso resolvió (Resolución administrativa de Ginebra, art. 14):
«Cada sección tiene derecho a redactar sus Estatutos y reglamentos particulares,
adaptados a las circunstancias locales y a las leyes de su país pero no deben ser
contrarios en nada a los Estatutos y reglamento generales».
Fijémonos primero en que aquí no hay la más ligera alusión a declaraciones
particulares de principios, ni a misiones especiales, [291] de las que se
encargaría esta o la otra sección, aparte de las tareas encaminadas al objetivo
común de todos los grupos de la Internacional. Se trata simplemente del derecho
de las secciones a adaptar los Estatutos y reglamento generales «a las
circunstancias locales y a las leyes de sus países».
En segundo lugar, ¿quién debe comprobar la conformidad de los Estatutos
particulares con los Estatutos generales? Evidentemente, si no hubiera
«autoridad» encargada de esta función, la resolución sería nula y sin efecto. No
solamente podrían constituirse secciones policíacas u hostiles, sino que la
intrusión de sectarios desclasados y de filántropos burgueses en la Asociación
podría desvirtuar su carácter y, por el número de aquéllos, aplastar a los obreros
en los congresos.
Desde su origen, las federaciones nacionales y locales se atribuyeron en sus
países respectivos ese derecho a admitir o rechazar nuevas secciones, según sus
Estatutos estuvieran o no conformes con los Estatutos generales. El ejercicio de la
misma función por el Consejo General está previsto en el artículo 6 de los
Estatutos generales. Este artículo deja a las sociedades locales independientes, es
decir, a sociedades constituidas fuera de los lazos federales de sus países, el
derecho a ponerse en relación con el Consejo directamente. La Alianza no tuvo a
menos el ejercer este derecho a fin de reunir las condiciones que se requerían
para enviar sus delegados al Congreso de Basilea.
El artículo 6 de los Estatutos prevé también los obstáculos legales para la
formación de federaciones nacionales en ciertos países, en los cuales, por
consiguiente, el Consejo General está llamado a funcionar como Consejo federal.
(Véase: "Diario de sesiones del Congreso de Lausanne, etc.", 1867, pág. 13 [43].)
Desde la caída de la Comuna, esos obstáculos legales no han cesado de aumentar
en diversos países y de hacer en ellos aún más indispensable la actuación del
Consejo General, para mantener al margen de la Asociación a los elementos
indeseables. Así, últimamente, ha habido comités en Francia que han pedido la
intervención del Consejo General para librarse de los confidentes y, en otro gran
país [*], los internacionalistas le han pedido que no reconozca ninguna sección si
no es fundada por ellos mismos o por sus mandatarios directos. Basaban su
petición en la necesidad de apartar a los agentes provocadores, cuyo ardiente
celo se manifestaba en la precipitada formación de secciones de un radicalismo
inaudito. Por otra parte, secciones que se dicen antiautoritarias no vacilan en
requerir al Consejo, cuando surge un conflicto en su seno, ni incluso en pedirle
que aniquile de un mazazo [292] a sus adversarios, como ha ocurrido en el
conflicto lyonés. Más recientemente, después de la Conferencia, la Federación
obrera de Turín decidió declararse sección de la Internacional. A consecuencia
de una escisión, la minoría fundó la sociedad Emancipación del Proletario [44]. Se
adhirió a la Internacional y debutó con una resolución en favor de los de Jura. Su
periódico "Il Proletario" hierve en frases indignadas contra todo autoritarismo. Al
enviar las cotizaciones de la sociedad, su secretario [*]* previno al Consejo
General que la antigua federación enviaría también probablemente sus
cotizaciones, y añadía:
«Como habréis leído en el "Proletario", la sociedad Emancipación del Proletario...
ha declarado... rehusar toda solidaridad con la burguesía disfrazada con máscara
obrera que compone la "Federación obrera"».
y rogaba al Consejo General
«que comunicara esta resolución a todas las secciones y rechazara los 10
céntimos de las cotizaciones, en el caso en que les fueran enviados» [*]**.
Lo mismo que todos los grupos internacionalistas, el Consejo General tiene la
obligación de hacer propaganda. La ha cumplido mediante sus manifiestos y
mediante sus mandatarios, que han puesto las primeras piedras de la
Internacional en Norteamérica, en Alemania y en muchas ciudades de Francia.
Otra función del Consejo General consiste en prestar apoyo a las huelgas,
asegurándoles la ayuda de toda la Internacional. (Véanse los informes del
Consejo General en los diferentes congresos). El hecho siguiente, entre otros,
prueba el peso de su intervención en las huelgas: la Sociedad de resistencia de
los fundidores de hierro ingleses es, de por sí, una tradeunión internacional, con
ramas en otros países, especialmente en Norteamérica. No obstante, en una
huelga de fundidores americanos, éstos juzgaron necesaria la intervención del
Consejo General para impedir la importación de fundidores ingleses a su país.
El desarrollo de la Internacional impuso al Consejo General, así como a los
Consejos federales, la función de árbitro.
El Congreso de Bruselas resolvió:
«Los Consejos federales están obligados a enviar cada trimestre al Consejo
General un informe sobre la administración y la situación financiera de sus
secciones». (Resolución administrativa, N 3.)
[293]
Por último, el Congreso de Basilea, que provoca la furia biliosa de los Dieciséis,
no hizo sino regular las relaciones administrativas nacidas del desarrollo de la
Asociación. Si amplió excesivamente los límites de las atribuciones del Consejo
General, ¿de quién es la culpa sino de Bakunin, Schwitzgebel, F. Robert,
Guilleume y otros delegados de la Alianza que lo pidieron a gritos? ¿Se acusarán
acaso a sí mismos de «confianza ciega» en el Consejo General de Londres?
He aquí dos de las resoluciones del Congreso de Basilea:
«IV. Cada nueva sección o sociedad que se forme y quiera hacer parte de la
Internacional, debe comunicar inmediatamente al Consejo General su adhesión»
y
«V. El Consejo General tiene derecho a admitir o rechazar la adhesión de toda
nueva sociedad o grupo, a reserva de apelación al Congreso siguiente».
En cuanto a las sociedades locales independientes, formadas fuera de los lazos
federativos, estos artículos no hacen más que confirmar la práctica seguida desde
los orígenes de la Internacional, y cuyo mantenimiento es una cuestión de vida o
muerte para la Asociación. Pero se ha ido demasiado lejos al generalizar esta
práctica, aplicándola indistintamente a toda sección o sociedad en vías de
formación. En efecto, estos artículos dan al Consejo General derecho a
inmiscuirse en la vida interior de las federaciones; pero jamás los ha aplicado en
este sentido. El Consejo desafía a los Dieciséis a citar un solo caso de intromisión
suya en las cuestiones de secciones nuevas que quisieran afiliarse a grupos o
federaciones existentes.
Las resoluciones que acabamos de citar se refieren a las secciones en vías de
formación, y las resoluciones siguientes, a las secciones ya reconocidas:
«VI. El Consejo General tiene igualmente derecho a dejar en suspenso, hasta el
siguiente Congreso, a una sección de la Internacional».
«VII. Cuando se susciten diferencias entre sociedades o ramas de un grupo
nacional, o entre grupos de diferentes nacionalidades, el Consejo General tendrá
derecho a decidir en el conflicto, a reserva de la apelación ante el Congreso
siguiente, que resolverá en definitiva».
Estos dos artículos son necesarios para casos extremos, aunque hasta ahora, el
Consejo General no haya recurrido nunca a ellos. La relación de hechos que
figura en las páginas anteriores, prueba que no ha dejado en suspenso a ninguna
sección y que, en caso de conflicto, se ha limitado a actuar como árbitro invocado
por ambas partes.
Nos acercamos, en fin de cuentas, a una función impuesta al Consejo General por
las necesidades de la lucha. Por muy doloroso que sea para los partidarios de la
Alianza, el Consejo General, [294] precisamente por la persistencia con que le
atacan todos los enemigos del movimiento proletario, se halla en la vanguardia
de los defensores de la Asociación Internacional de los Trabajadores.
NOTAS
[*] Trátase de Marx. (N. de la Edit.)
[38] 230. "Journal de Genève national, politique et littéraire" («Gaceta de Ginebra nacional,
política y literaria»), periódico conservador, se publica desde 1826.- 285.
[*] He aquí la resolución de la Conferencia sobre la acción política de la clase obrera:
«Vistos los considerandos de los Estatutos originales, en los que se dice: «La emancipación
económica de los trabajadores es el gran objetivo, al cual todo movimiento político debe estar
subordinado como medio»
Visto el Manifiesto Inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores (1864) que dice:
«Los señores de la tierra y los señores del capital se valdrán siempre de sus privilegios políticos
para defender y perpetuar sus monopolios económicos. Muy lejos de contribuir a la emancipación
del trabajo, continuarán oponiéndole todos los obstáculos posibles... La conquista del poder
político ha venido a ser, por lo tanto, el gran deber de la clase obrera»;
Vista la resolución del Congreso de Lausanne (1867) a este respecto: «La emancipación social de
los trabajadores es inseparable de su emancipación política»;
Vista la declaración del Consejo General sobre el supuesto complot de los internacionalistas
franceses en la víspera del plebiscito (1870), en la que se dice: «De acuerdo con lo que se
contiene en nuestros Estatutos, ciertamente todas nuestras secciones en Inglaterra, en el
continente europeo y en América tienen la especial misión de no sólo servir como centros de la
organización militante de la clase obrera, sino también sostener en sus países respectivos todo
movimiento político que tienda a la consecución de nuestro objetivo final: la emancipación
económica de la clase obrera»;
Teniendo en cuenta que traducciones tergiversadas de los Estatutos originales han dado lugar a
falsas interpretaciones, que han sido nocivas para el desarrollo y la actividad de la Asociación
Internacional de los Trabajadores;
Encontrándonos en presencia de una reacción desenfrenada que ahoga violentamente todo
esfuerzo de emancipación hecho por parte de los trabajadores y pretende mantener por la fuerza
bruta la diferenciación de clases y la consiguiente dominación política de las clases poseedoras.
Considerando, además:
Que, contra ese poder colectivo de las clases poseedoras, el proletariado sólo puede actuar como
clase constituyéndose en partido político diferenciado, opuesto a todos los antiguos partidos
formados por las clases poseedoras;
Que esta constitución del proletariado en partido político es indispensable para asegurar el
triunfo de la revolución social y permitir alcanzar su objetivo supremo: la abolición de las clases;
Que la coalición de las fuerzas obreras, ya obtenido merced a las luchas económicas, debe servir
también como palanca en manos de esta clase, en su lucha contra el poder político de sus
explotadores.
La Conferencia recuerda a los miembros de la Internacional:
Que para la clase obrera militante, el movimiento económico y la acción política están
indisolublemente unidos».[39]
231. Los icaristas eran los adeptos del comunista utópico francés Cabet, autor de la novela "Viaje a
Icaria".- 287.
[40] 232. Trátase de M. Bakunin.- 288.
[*] Los escritos policíacos publicados en el último tiempo sobre la Internacional, incluidos la
circular de Julio Favre a las potencias extranjeras y el informe del rural Sacase sobre el proyecto
Dufaure, están repletos de citas tomadas de los pomposos manifiestos de la Alianza {233}. La
fraseología de estos sectarios, cuyo radicalismo consiste sólo en pronunciar palabras altisonantes,
sirve espléndidamente los designios de la reacción.
[41] 233. Se alude a la circular del ministro del Exterior enviada a los representantes diplomáticos
de Francia el 6 de junio de 1871, en la que Julio Favre llamaba a todos los gobiernos a la lucha
común contra la Internacional. Trátase igualmente del informe presentado por Sacase el 5 de
febrero de 1872 en nombre de la comisión encargada de examinar el proyecto de ley de Dufaure
(véase la nota 206).- 288.
[42] 234. Aquí y más adelante, Marx cita los Estatutos de la Internacional adoptados en el
Congreso de Ginebra y publicados en Londres, en inglés ("Rules of the International Working
Men's Association" 1867).- 289.
[43] 235. Es una errata. El artículo 6 de los Estatutos Generales fue adoptado en el Congreso de la
Internacional celebrado en Ginebra en 1866. Véase "Congrès ouvrier de l'Association
Internationale des Travailleurs tenu à Genève du 3 au 8 septembre 1866". («El Congreso obrero
de la Asociación Internacional de los Trabajadores celebrado en Ginebra del 3 al 8 de septiembre
de 1866»). Genève, 1866, pp. 13-14.- 291.
[*] Austria. (N. de la Edit.)
[44] 236. La Federación obrera fue fundada en Turín en otoño de 1871 y se hallaba bajo la
influencia de los partidarios de Mazzini. En enero de 1872, los elementos proletarios abandonaron
la Federación y formaron la sociedad Emancipación del Proletario, admitida luego como sección
de la Internacional. Al frente de la sociedad se hallaba hasta febrero de 1872 el agente secreto de
policía Terzaghi.
"Il Proletario" («El Proletario»), periódico italiano que se publicó en Turín de 1872 a 1874.
Defendía a los bakuninistas contra el Consejo General y los acuerdos de la Conferencia de
Londres.- 292.
[**] C. Terzaghi. (N. de la Edit.)
[***] Tales eran en aquel momento las opiniones aparentes de la sociedad Emancipación del
Proletario representada por su secretario corresponsal, amigo de Bakunin. En realidad, las
tendencias de esta sección eran bien distintas. Después de haber expulsado, por malversación de
fondos y por sus amistosas relaciones con el jefe de la policía de Turín, a este representante
doblemente infiel, esta sociedad ha hecho aclaraciones que han hecho desaparecer todo
equívoco entre ella y el Consejo General.
V
Después de haber juzgado a la Internacional tal como es, los Dieciséis nos dicen
cómo debe ser.
En primer lugar, el Consejo General sería nominalmente una simple oficina de
correspondencia y estadística. Pero, como cesarían sus funciones administrativas,
su correspondencia se reduciría necesariamente a la reproducción de los
informes ya publicados por los periódicos de la Asociación. Por lo tanto, se
acabaría por hacer desaparecer la oficina de correspondencia. En cuanto a la
estadística, es un trabajo irrealizable sin una potente organización y, sobre todo,
como dicen expresamente los Estatutos originales, sin una dirección común.
Ahora bien, como todo esto huele mucho a «autoritarismo», puede ser que haya
una oficina, pero, desde luego, no habrá estadística. En una pa]abra, el Consejo
General desaparece. Con este mismo razonamiento, se liquidan los Consejos
federales, comités locales y otros centros «autoritarios». Sólo quedan las
secciones autónomas.
¿Y cuál será la misión de estas «secciones autónomas», libremente federadas y
felizmente liberadas de toda autoridad, «incluso de una autoridad que fuera
elegido y constituida por los trabajadores»?
Aquí hay que completar la circular con el informe del Consejo del Jura sometido
al Congreso de los Dieciséis.
«Para convertir a la clase obrera en el verdadero representante de los intereses
nuevos de la humanidad», es preciso que su organización «esté guiada por la idea
que debe triunfar. Deducir esta idea de las necesidades de nuestra época, de las
tendencias íntimas de la humanidad mediante un estudio continuado de los
fenómenos de la vida social, inculcar después esta idea a nuestras organizaciones
obreras: tal debe ser el objetivo, etc.». En resumen, hay que formar, «en el seno
de nuestra población obrera, una verdadera escuela socialista revolucionaria».
Así, las secciones autónomas de obreros se convierten de golpe en escuelas,
cuyos maestros serán estos señores de la Alianza. Ellos deducen la idea,
«mediante estudios continuados», que no dejan el menor rastro; «se inculca
después a nuestras organizaciones obreras». Para ellos, la clase obrera es un
material en bruto, un caos que, para tomar forma, necesita el soplo de su Espíritu
Santo.
Todo esto no es más que una paráfrasis del antiguo programa de la Alianza, que
empezaba con estas palabras:
[295]
«La minoría socialista de la Liga de la paz y de la libertad, habiéndose separado
de esta Liga», se propone fundar «una nueva Alianza de la Democracia
Socialista... que se impone como misión especial, estudiar los problemas políticos
y filosóficos...»
¡Ya está aquí la idea «deducida»!
«Una empresa tal... dará a los demócratas socialistas sinceros de Europa y
América el medio de entenderse y de afirmar sus ideas» [*].
Así, por confesión propia, la minoría de una sociedad burguesa se ha infiltrado en
la Internacional, poco antes del Congreso de Basilea, sólo para servirse de él
como medio de situarse respecto a las masas obreras, en la categoría de
hierofantes de una ciencia oculta, una ciencia de cuatro frases, cuyo punto
culminante es «la igualdad económica y social de las clases».
Aparte de esta «misión teórica», la nueva organización propuesta para la
Internacional tiene también su aspecto práctico.
«La sociedad futura» —dice la circular de los Dieciséis— «no debe ser sino la
universalización de la organización que la Internacional se haya dado. Debemos,
pues, cuidar de que esta organización se aproxime lo más posible a nuestro
ideal».
«¿Puede concebirse que una sociedad igualitaria y libre salga de una
organización autoritaria? Esto es imposible. La Internacional, embrión de la futura
sociedad humana, tiene que ser, desde ahora, imagen fiel de nuestros principios
de libertad y de federación».
Dicho en otros términos: así como los conventos de la Edad Media representan la
imagen de la vida celestial, la Internacional debe ser la imagen de la nueva
Jerusalén, cuyo «embrión» lleva la Alianza en su seno. ¡Los confederados de París
no hubieran sucumbido si, comprendiendo que la Comuna era el «embrión de la
futura sociedad humana», hubieran arrojado lejos de sí la disciplina y las armas,
cosas ambas que deben desaparecer, pero sólo cuando se hayan acabado las
guerras!
Pero para poner bien en claro que, a pesar de sus «estudios continuados», no han
sido los Dieciséis los que han incubado este bello proyecto, que tiende a
desorganizar y desarmar a la Internacional en el momento en que lucha por su
existencia, Bakunin [296] acaba de publicar el texto original en su memoria sobre
la organización de la Internacional. (Véase: "Almanach du Peuple pour 1872",
Ginebra.)
NOTAS
[*] Los hombres de la Alianza, que no cesan de reprochar al Consejo General la convocatoria de
una conferencia reservada, en un momento en que la reunión de un congreso público hubiera
sido el colmo de la traición o de la estupidez; esos partidarios cerrados del alboroto y de hacer las
cosas a la luz del día, han organizado, desdeñando nuestros Estatutos, una verdadera sociedad
secreta en el seno de la Internacional, sociedad dirigida contra la Internacional y que aspira a
colocar a sus secciones bajo su férula, bajo la dirección sacerdotal de Bakunin.
El Consejo General se propone reclamar del próximo congreso una encuesta sobre esta
organización secreta y sobre sus promotores en ciertos países, por ejemplo, en España.
VI
Ahora leed el informe presentado por el Comité del Jura al Congreso de los
Dieciséis.
«Su lectura» —dice su periódico oficial, "La Révolution Sociale" (16 de
noviembre)— «dará la medida exacta de lo que se puede esperar de los afiliados
a la federación del Jura, en cuanto a abnegación e inteligencia práctica».
Empieza por atribuir a estos «terribles acontecimientos» (la guerra francoalemana y la guerra civil en Francia) una influencia «en parte desmoralizadora...
sobre la situación de las secciones de la Internacional».
Si bien, en efecto, la guerra franco-alemana, al enrolar a gran número de obreros
en ambos ejércitos, debió haber tendido a la desorganización de las secciones, no
es menos cierto que la caída del Imperio y la proclamación abierta de la guerra
de conquista hecha por Bismarck provocaron en Alemania y en Inglaterra una
lucha enconada entre la burguesía, que se colocó junto a los prusianos, y el
proletariado, que afirmó más que nunca sus sentimientos internacionalistas. Por
eso mismo, la Internacional había de ganar terreno en esos dos países. En
América, el mismo hecho produjo una escisión en la inmensa emigración
proletaria alemana; la fracción internacionalista se separó sin equívocos de la
chovinista.
Por otra parte, el advenimiento de la Comuna de París ha dado un impulso sin
precedentes al desarrollo exterior de la Internacional y a la reivindicación viril de
sus principios por las secciones de todas las nacionalidades. Pero de esto son una
excepción los del Jura, cuyo informe continúa así: «...desde el principio de la
gigantesca lucha... la reflexión se ha impuesto... Unos se apartan, para esconder
su debilidad... Para muchos, esta situción» (en las filas de ellos) «es un síntoma de
vejez», pero, «muy al contrario... es una situación propicia para transformar
completamente la Internacional»... a su imagen y semejanza. Este modesto deseo
se comprenderá después de examinar a fondo lo próspero de su situación.
Prescindiendo de la disuelta Alianza, reemplazada desde su disolución por la
sección de Malon, el Comité tenía que justificar la situación de veinte secciones.
De ellas, siete le vuelven limpiamente la espalda; he aquí lo que se dice de ellas
en el informe:
«La sección de engastadores y la de grabadores y pulidores de Bienne no han
contestado a ninguna de las comunicaciones que les hemos dirigido».
[297]
«Las secciones profesionales de Neuchâtel, es decir, las de carpinteros,
engastadores, grabadores y pulidores, no han enviado respuesta ninguna a las
comunicaciones del Comité federal».
«No hemos podido conseguir ninguna noticia de la sección de Val-de-Ruz».
«La sección de grabadores y pulidores del Locle no ha dado respuesta alguna a las
comunicaciones del Comité federal».
He aquí lo que se llama un comercio libre de secciones autónomas con su Comité
federal.
Otra sección,
«la de grabadores y pulidores del distrito de Courtelary, después de tres años de
tenaz persistencia... se constituye en sociedad de resistencia».
fuera de la Internacional, lo que no le impide en absoluto hacerse representar por
dos delegados en el Congreso de los Dieciséis.
Después vienen cuatro secciones bien muertas.
«La sección central de Bienne ha caído por el momento; sin embargo, uno de sus
miembros abnegados nos escribía últimemente que no se han perdido todas las
esperanzas de ver renacer la Internacional en Bienne».
«La sección en Saint-Blaise ha caído».
«La sección de Catébat, después de una asistencia brillante ha tenido que ceder
ante las intrigas urdidas por los señores» (!) «de esta localidad para disolver tan
valiente» (!) «sección»
«Por último, la sección de Corgémont también fue víctima de las intrigas
patronales».
Viene a continuación la sección central del distrito de Courtelary, que
«tomó una medida de prudencia: suspendió su actuación»;
lo cual no le impidió enviar dos delegados al Congreso de los Dieciséis.
Después vienen cuatro secciones de existencia más que problemática.
«La sección de Grange se encuentra reducida a un pequeño núcleo de obreros
socialistas... Lo reducido de su contingente paraliza su actuación en la localidad».
«Los acontecimientos han quebrantado mucho a la sección central de Neuchâtel y,
a no ser por la abnegación, por la actividad de algunos de sus miembros, su caída
hubiera sido segura».
«La sección central del Locle, despuers de pasar varios meses entre la vida y la
muerte, había acabado por disolverse. En fecha muy reciente, se ha vuelto a
constituir»;
evidentemente, con el único fin de enviar dos delegados al Congreso de los
Dieciséis.
«La sección de propaganda socialista de La Chaux-de-Fonds, está en una situación
crítica... Su posición, lejos de mejorar, tiende más bien a empeorar».
[298]
Hay a continuación dos secciones, los círculos de estudios de Saint-Imier y de
Sonvillier, que no se mencionan más que de pasada y sobre cuya situación no se
dice una palabra.
Y queda, por último, la sección modelo, la cual a juzgar por su nombre de sección
central, no es sino residuo de otras secciones desaparecidas.
«La sección central de Moutier es, sin duda, la menos quebrantada... Su Comité ha
estado constantemente en relación con el Comité federal... Todavía no se han
fundado secciones».
Y todo esto se explica así:
«La actuación de la sección de Moutier está particularmente favorecida por la
excelente disposición de una población obrera... de costumbres populares; nos
gustaría ver a la clase obrera de esta región hacerse aún más independiente de
los elementos políticos».
Se ve que, en efecto, este informe
«da la medida exacta de lo que se puede esperar de los afiliados a la federación
del Jura, en cuanto a abnegación e inteligencia práctica».
Hubieran podido completarlo añadiendo que los obreros de La Chaux-de-Fonds,
sede primitiva de su Comité, han rehusado siempre toda comunicación con ellos.
En fecha aún reciente, en la asamblea general del 18 de enero de 1872, han
contestado a la circular de los Dieciséis con votaciones unánimes confirmando las
resoluciones de la Conferencia de Londres, así como la resolución tomada por el
Congreso de la Suiza francesa en mayo de 1871
«de expulsar para siempre de la Internacional a los Bakunin, Guillaume y sus
adeptos».
¿Es preciso decir algo más sobre el peso de ese pretendido Congreso de
Sonvillier, que, según él, ha «desencadenado la guerra, la guerra abierta en el
seno de la Internacional»?
Es cierto que esos hombres que hacen más ruido cuanto más insignificantes son
han obtenido un éxito innegable. Toda la prensa liberal y policíaca se ha puesto
abiertamente de su parte. En sus calumnias personales contra el Consejo General
y en sus ataques anodinos contra la Internacional, han sido secundados por los
sedicentes reformadores de todos los países: en Inglaterra, por los republicanos
burgueses, cuyas intrigas ha frustrado el Consejo General; en Italia, por los
librepensadores dogmáticos que, bajo la bandera de Stefanoni, acaban de fundar
una «sociedad universal de los racionalistas», cuya sede obligatoria está en Roma
(organización «autoritaria» y «jerárquica» de conventos de frailes y monjas ateos
y cuyos Estatutos conceden un busto de mármol en la sala [299] del Congreso a
todo burgués que haga un donativo de diez mil francos) [45]; por último, en
Alemania, por los socialistas bismarckianos que, aparte de editar un periódico
policíaco, el "Der Neuer Social-Demokrat" [46], hacen de camisas blancas [47] del
Imperio pruso-alemán.
El cónclave de Sonvillier pide a todas las secciones internacionalistas, en un
llamamiento patético, que insistan sobre la urgencia de un Congreso «para
reprimir», como dicen los ciudadanos Malon y Lefrançais, «las constantes
extralimitaciones depresivas del Consejo de Londres»; en realidad, para sustituir
a la Internacional por la Alianza. Este llamamiento ha obtenido un eco tan
alentador, que en seguida se han visto reducidos a tener que falsificar una
votación del último Congreso belga. En su órgano oficial ("Révolution Sociale",
del 4 de enero de 1872), dicen:
«Por último, una cosa más grave: las secciones belgas se han reunido en un
congreso, en Bruselas, los días 24 y 25 de diciembre y han votado por
unanimidad una resolución idéntica a la del Congreso de Sonvillier sobre la
urgencia de convocar un Congreso General».
Hay que hacer constar que el Congreso belga ha votado todo lo contrario. Ha
encargado al próximo Congreso belga, que no se reunirá hasta junio, la
elaboración de un proyecto de nuevos Estatutos generales para someterlo al
próximo Congreso de la Internacional.
De acuerdo con la inmensa mayoría de la Internacional, el Consejo General no
convocará el Congreso anual inmediatamente, sino en septiembre de 1872.
NOTAS
[45] 237. En noviembre de 1871, el demócrata burgués Stefanoni expuso un proyecto de creación
de una «Sociedad Universal de Racionalistas», cuyo programa era una mezcla de concepciones
democrático-burguesas con ideas del socialismo utópico pequeñoburgués (organización de
colonias agrícolas para la solución del problema social, etc.). La sociedad se planteaba distraer la
atención de los obreros de la Internacional e impedir la propagación de ésta en Italia; al propio
tiempo, Stefanoni proclamaba su solidaridad con la Alianza de la Democracia Socialista. Las
intervenciones de Marx y Engels denunciando los auténticos objetivos de Stefanoni y los vínculos
directos entre los anarquistas y los demócratas burgueses, lo mismo que las intervenciones de
varios líderes del movimiento obrero italiano contra el proyecto de Stefanoni hicieron fracasar los
intentos que había hecho este último para poner el movimiento obrero de Italia bajo la influencia
burguesa.- 299.
[46] 238. "Neuer Social-Demokrat" («El Nuevo Socialdemócrata»), periódico alemán, se publicó en
Berlín de 1871 a 1876. Organo de la Asociación General de Obreros Alemanes fundada por
Lassalle. Sostenía una lucha contra la dirección marxista de la Internacional y el Partido Obrero
Socialdemócrata Alemán. Apoyaba a los bakuninistas y los representantes de otros partidos
antiproletarios.- 299, 453, 455.
[47] 239. Se denominaban «camisas blancas» o «blusas blancas» las bandas organizadas por la
Prefectura de la Policía del Segundo Imperio. Integradas por elementos desclasados, estas
bandas, que se hacían pasar por grupos obreros, organizaban manifestaciones e intervenciones a
fin de provocar pretextos para perseguir a las organizaciones auténticamente obreras.- 299.
VII
Algunas semanas después de la Conferencia, llegaron a Londres los caballeros
Albert Richard y Gaspard Blanc, los miembros más influyentes y más ardientes de
la Alianza, encargados de reclutar, entre los refugiados franceses, auxiliares
dispuestos a trabajar por la restauración del Imperio, único medio, según ellos,
de desembarazarse de Thiers y de llenar el estómago. El Consejo General
previno contra sus manejos bonapartistas a los interesados, entre otros, al
Consejo federal de Bruselas.
En enero de 1872 se quitaron la careta, publicando el folleto «E l I m p e r i o y l a n
u e v a F r a n c i a. Llamamiento del pueblo y de la juventud a la conciencia
francesa», por Albert Richard y Gaspard Blanc. Bruselas, 1872.
Con la acostumbrada modestia de los charlatanes de la Alianza, espetan el
reclamo siguiente:
[300]
«Nosotros, que habíamos formado el gran ejército del proletariado francés...
nosotros, los jefes más influyentes de la Internacional en Francia [*],
afortunadamente no hemos sido fusilados, y aquí estamos para enarbolar frente a
ellos (los parlamentarios ambiciosos, los republicanos bien cebados, los sedicentes
demócratas de toda especie), la bandera bajo cuyos pliegues combatimos y para
lanzar a la Europa atónita, a pesar de las calumnias, a pesar de las amenazas, a
pesar de los ataques de toda índole que nos esperan, este grito que emerge del
fondo de nuestra conciencia y que resonará muy pronto en el corazón de todos
los franceses: «¡Viva el emperador!»
«A Napoleón III, difamado y escarnecido, hay que rehabilitarlo con todo
esplendor».
Y los señores Albert Richard y Gaspard Blanc, pagados con cargo a los fondos
secretos de Invasión III, tienen el encargo especial de obtener esta rehabilitación.
Por lo demás, confiesan:
«El desarrollo normal de nuestras ideas nos ha hecho imperialistas».
He aquí una confesión que debe agradar a sus correligionarios de la Alianza.
Como en los dichosos días de la "Solidarité", A. Richard y G. Blanc endilgan sus
viejas frases sobre el «abstencionismo político» que, según les dicta su
«desarrollo normal» no es un hecho sino bajo el despotismo más absoluto: cuando
los trabajadores se abstienen de toda ingerencia política como el preso se
abstiene de pasearse al sol.
«El tiempo de los revolucionarios» —dicen— «ha pasado... El comunismo ha sido
desterrado a Alemania y a Inglaterra; sobre todo a Alemania. Es por cierto allí
donde ha sido elaborado seriamente, desde hace tiempo, [301] para difundirse a
continuación por toda la Internacional. Y este progreso inquietante de la
influencia alemana en la Asociación ha contribuido no poco a paralizar su
desarrollo, o más bien, a darle un nuevo curso en las secciones del centro y
mediodía de Francia que no han aceptado jamás consignas de ningún alemán».
¿No parece oír al gran hierofante [*] que, como ruso, se atribuye desde la
fundación de la Alianza la especial misión de representar a las razas latinas?, ¿o a
los «verdaderos misioneros» de la "Révolution Sociale" (2 de noviembre de 1871),
que denuncian
«la marcha atrás que tratan de imprimir a la Internacional los cerebros alemanes y
bismarckianos»?
¡Pero, afortunadamente, la verdadera tradición no se ha perdido, los señores
Albert Richard y Gaspard Blanc no han sido fusilados! Su «trabajo» personal
consiste en «dar un nuevo curso» a la Internacional en el centro y mediodía de
Francia, tratando de fundar secciones bonapartistas que, por razón de su
tendencia, son esencialmente «autónomas».
En cuanto a la constitución del proletariado en partido político, recomendada por
la Conferencia de Londres, «después de la restauración del Imperio, nosotros»
(Richard y Blanc)
«acabaremos pronto, no sólo con las teorías socialistas, sino con ese comienzo de
realización de ellas que se manifiesta en la organización revolucionaria de las
masas». En una palabra, explotando el gran «principio de la autonomía de las
secciones», que «constituye la verdadera fuerza de la Internacional... sobre todo
en los países de raza latina»... ("Révolution Sociale" del 4 de enero),
esos señores cuentan con la anarquía en la Internacional.
La anarquía: he aquí el gran caballo de batalla de su maestro Bakunin, que, de los
sistemas socialistas, no ha tomado más que las etiquetas. Todos los socialistas
entienden por anarquía lo siguiente: una vez conseguido el objetivo de la clase
obrera —la abolición de las clases—, el poder del Estado, que sirve para
mantener a la gran mayoría productora bajo el yugo de una minoría explotadora
poco numerosa, desaparece y las funciones de gobierno se transforman en
simples funciones administrativas. La Alianza toma el rábano por las hojas.
Proclama que la anarquía en las filas proletarias es el medio más infalible para
romper la potente concentración de fuerzas sociales y políticas que los
explotadores tienen en sus manos. Con este pretexto, pide a la Internacional, en
el momento en que el viejo mundo trata de aplastarla, que substituya [302] su
organización por la anarquía. La policía internacional no pide otra cosa para
eternizar la república de Thiers, cubriéndola con el manto imperial [*].
Londres, 5 de marzo de 1872
33, Rathbone Place
Escrito por C. Marx y F. Engels entre mediados de enero del folleto. y el 5 de marzo
de 1872. Se publica de acuerdo con el texto
Publicado en forma de folleto Traducido del francés. en Ginebra, en 1872.
NOTAS
[*] Bajo el título «¡A la picota!», la "Egalité" (de Ginebra) del 15 de febrero de 1872, dice: «Aún no
ha llegado la hora de contar la historia de la derrota del movimiento por la Comuna en el
mediodía de Francia. Pero, la mayor parte de nosotros hemos sido testigos de la lamentable
derrota de la insurrección del 30 de abril en Lyon y, desde ahora, podemos afirmar que el fracaso
de esta insurrección se debe en parte a la cobardía, a la traición y al robo de G. Blanc que en
todas partes se entrometía, ejecutando las órdenes de A. Richard, que se mantenía en la sombra.
Con sus maniobras intencionadas, estos miserables han conseguido comprometer a varias
personas de las que tomaban parte en los trabajos preparatorios de los Comités insurreccionales.
Además, estos traidores han conseguido desacreditar a la Internacional en Lyon, hasta tal punto
que, al estallar la revolución parisina, la Internacional inspiraba a los obreros lyoneses la mayor
desconfianza. De ahí, la ausencia total de organización. De ahí, la derrota de la insurrección,
derrota que necesariamente había de provocar la caída de la Comuna, aislada y abandonada a sus
propias fuerzas. Sólo después de esta sangrienta lección, nuestra propaganda ha conseguido
reagrupar a los obreros lyoneses bajo la bandera de la Internacional.
Albert Richard es el niño mimado, el profeta de Bakunin y consortes».
[*] M. Bakunin. (N. de la Edit.)
[*] En el informe sobre la ley Dufaure, el rural Sacase apunta, sobre todo, contra la «organización»
de la Internacional. Esta organización es su pesadilla. Después de haber constatado «el ascenso
de esta formidable Asociación», añade: «Esta Asociación rechaza las prácticas tenebrosas de las
sectas que le han antecedido. Su organización se ha hecho y se ha modificado a la luz del día.
Gracias a la potencia de esta organización... ha acrecentado progresivamente su esfera de acción
y de influencia. Se abren las puertas de todos los territorios». Después describe «sumariamente»
la organización y concluye: «Tal es, en su sabia unidad... el plan de esta amplia organización. Su
fuerza reside en su concepción misma. Reside también en la masa de sus afiliados, ligados a una
acción simultánea, y reside, por último, en el impulso invencible que puede ponerlos en
movimiento».
[303]
C. MARX
RESOLUCIONES DEL MITIN CONVOCADO PARA
CONMEMORAR EL ANIVERSARIO DE LA
[1]
COMUNA DE PARIS
El mitin convocado para conmemorar el aniversario del 18 de marzo de 1871 ha
adoptado las siguientes resoluciones:
I
Considera que el glorioso movimiento iniciado el 18 de marzo es la aurora de la
gran revolución social llamada a liberar para siempre a la humanidad de la
sociedad de clases.
II
Declara que las necedades y los crímenes de las clases burguesas, coligadas en
toda Europa por su odio hacia los trabajadores, han condenado la vieja sociedad
a la muerte, sean las que sean las formas de gobierno, monárquicas o
republicanas.
III
Proclama que la cruzada de todos los gobiernos contra la Internacional y el
terrorismo, tanto de los asesinos de Versalles como de sus vencedores prusianos,
prueban la inanidad de sus éxitos [304] y afirman que tras la heroica vanguardia
destruida por las fuerzas mancomunadas de Thiers y de Guillermo se encuentra
el amenazante ejército del proletariado universal.
13 Se publica de acuerdo con el texto del manuscrito Traducido del francés.
Escrito por C. Marx entre el. del 24 de marzo de y el 18 de marzo de 1872.
Publicado en el núm. 12 de "La Liberté", 1872 y en el núm. 3 de "The International
Herald", del 30 de marzo de 1872.
NOTAS
[1]
240. En la reunión del Consejo General del 20 de febrero de 1872 se aceptó la propuesta de Jung
de celebrar un mitin de masas en Londres el 18 de marzo para conmemorar el primer aniversario
de la Comuna de París. Pero el mitin público no tuvo lugar, ya que el dueño del local en que debía
reunirse se negó en el último momento a conceder la sala. No obstante, los miembros de la
Internacional y los ex federados organizaron el 18 de marzo una reunión solemne en homenaje al
aniversario de la primera revolución proletaria. Fueron adoptadas tres resoluciones breves
escritas especialmente por Marx para el mitin.- 303.
[305]
C. MARX
LA NACIONALIZACION DE LA TIERRA
[1]
La propiedad de la tierra es la fuente original de toda riqueza y se ha convertido
en el gran problema de cuya solución depende el porvenir de la clase obrera.
Sin plantearme la tarea de examinar aquí todos los argumentos de los defensores
de la propiedad privada sobre la tierra —jurisconsultos, filósofos y economistas—
, me limitaré nada más que a hacer constar, en primer lugar, que han hecho no
pocos esfuerzos para disimular el hecho inicial de la conquista al amparo del
«derecho natural». Si la conquista ha creado el derecho natural para una minoría,
a la mayoría no le queda más que reunir suficientes fuerzas para tener el derecho
natural de reconquistar lo que se le ha quitado.
En el curso de la historia, los conquistadores han estimado conveniente dar a su
derecho inicial, que se desprendía de la fuerza bruta, cierta estabilidad social
mediante leyes impuestas por ellos mismos.
Luego viene el filósofo y muestra que estas leyes implican y expresan el
consentimiento universal de la humanidad. Si, en efecto, la propiedad privada
sobre la tierra se basa en semejante consentimiento universal, debe,
indudablemente, desaparecer en el momento en que la mayoría de la sociedad
no quiera más reconocerla.
[306]
No obstante, dejando de lado los pretendidos «derechos» de propiedad, yo
afirmo que el desarrollo económico de la sociedad, el crecimiento y la
concentración de la población, que vienen a ser las condiciones que impulsan al
granjero capitalista a aplicar en la agricultura el trabajo colectivo y organizado, a
recurrir a las máquinas y otros inventos, harán cada día más que la
nacionalización de la tierra sea «una necesidad social», contra la que resultarán sin
efecto todos los razonamientos acerca de los derechos de propiedad. Las
necesidades imperiosas de la sociedad deben ser y serán satisfechas, los
cambios impuestos por la necesidad social se abrirán camino ellos mismos, y, a la
larga o a la corta, adaptarán la legislación a sus intereses.
Lo que nos hace falta es un crecimiento diario de la producción, y las exigencias
de ésta no pueden ser satisfechas cuando un puñado de hombres se halla en
condiciones de regularla a su antojo y con arreglo a sus intereses privados o de
agotar, por ignorancia, el suelo. Todos los métodos modernos, como, digamos, el
riego, el avenamiento, el arado de vapor, los productos químicos, etc., deben
aplicarse en grandes proporciones en la agricultura. Pero, los conocimientos
científicos que poseemos, al igual que los medios técnicos de practicar la
agricultura de que disponemos, como las máquinas, etc., sólo pueden emplearse
con éxito si se cultiva la tierra en gran escala.
Si el cultivo de la tierra en vasta escala (incluso usando los métodos capitalistas
actuales, que reducen al productor al nivel de simple bestia de carga) resulta
tanto más ventajoso desde el punto de vista económico que la hacienda en
terrenos pequeños y fraccionados, ¿acaso la agricultura a escala nacional no daría
un impulso todavía mayor a la producción?
Las demandas de la población, crecientes sin cesar, por una parte, y la constante
alza de los precios de los productos agrícolas, por otra, muestran
irrefutablemente que la nacionalización de la tierra es una necesidad social.
La disminución de la producción agrícola por abuso de uno u otro individuo será,
como es lógico, imposible cuando el cultivo de la tierra se halle bajo el control de
la nación y en beneficio de la misma.
Todos los ciudadanos a los que he oído durante los debates en torno a esta
cuestión han defendido la nacionalización de la tierra, pero lo han hecho
partiendo de muy distintos puntos de vista.
Se han hecho muchas alusiones a Francia, que con su propiedad campesina se
halla mucho más lejos de la nacionalización que Inglaterra con su sistema de gran
posesión de la tierra de los lores. Es cierto que en Francia, la tierra está al alcance
de cualquiera que esté en condiciones de comprarla, pero precisamente esta
accesibilidad [307] ha llevado al fraccionamiento de los terrenos en pequeñas
parcelas cultivadas por gentes de escasos recursos, que cuentan más que nada
con su trabajo personal y el de sus familias. Esta forma de propiedad sobre la
tierra y el cultivo de terrenos pequeños, que de ello se desprende, excluyendo
todo empleo de perfeccionamientos agrícolas modernos, hace, a la vez, que el
propio agricultor sea el más decidido enemigo del progreso social y, sobre todo,
de la nacionalización de la tierra. Este agricultor se halla aherrojado a la tierra, a
la que debe consagrar todas sus fuerzas vitales para conseguir un ingreso
relativamente pequeño, tiene que entregar la mayor parte de su producto al
Estado, en forma de impuestos, a la camarilla judiciaria, en forma de costas
judiciales y al usurero, en forma de interés; no sabe absolutamente nada del
movimiento social fuera de su limitado campo de acción y, sin emburgo, se
agarra con celo fanático a su terruño y a su derecho de propiedad puramente
nominal sobre el mismo. Así es como el campesino francés ha sido llevado al
antagonismo fatal con la clase obrera industrial.
Siendo la propiedad campesina el mayor obstáculo para la nacionalización de la
tierra, Francia, en su estado actual, no es, indiscutiblemente, el país en el que
debamos buscar la solución de ese gran problema.
La nacionalización de la tierra y su entrega en pequeñas parcelas a unos u otros
individuos o a asociaciones de trabajadores, cuando el poder se halla en manos
de la burguesía, no engendraría más que una competencia implacable entre ellos
y, como resultado, conduciría al crecimiento progresivo de la renta, lo cual, a su
vez, acarrearía nuevas posibilidades a los propietarios de tierras, que viven a
cuenta de los productores.
En el Congreso de la Internacional, celebrado en 1868 [2], en Bruselas, uno de
nuestros camaradas [*] dijo:
«La pequeña propiedad privada de la tierra está condenada por la ciencia, y la
grande, por la justicia. Por tanto, queda una de dos: la tierra debe pertenecer a
asociaciones rurales o a toda la nación. El porvenir decidirá esta cuestión».
Y yo digo lo contrario: el movimiento social llevará a la decisión de que la tierra
sólo puede ser propiedad de la nación misma. Entregar la tierra en manos de los
trabajadores rurales asociados significaría subordinar la sociedad a una sola
clase de productores.
La nacionalización de la tierra producirá un cambio completo en las relaciones
entre el trabajo y el capital y, al fin y a la postre, acabará por entero con el modo
capitalista de producción tanto en la industria como en la agricultura. Entonces
desaparecerán [308] las diferencias y los privilegios de clase juntamente con la
base económica en la que descansan. La vida a costa de trabajo ajeno será cosa
del pasado. ¡No habrá más Gobierno ni Estado separado de la sociedad! La
agricultura, la minería, la industria, en fin, todas las ramas de la producción se
organizarán gradualmente de la forma más adecuada. La centralización nacional
de los medios de producción será la base nacional de una sociedad compuesta de
la unión de productores libres e iguales, dedicados a un trabajo social con
arreglo a un plan general y racional. Tal es la meta humana a la que tiende el gran
movimiento económico del siglo XIX.
Escrito por C. Marx en marzo-abril de 1872.
Se publica de acuerdo con el texto del periódico. Traducido del inglés.
Publicado en el núm. 11 del periódico "The International Herald", del 15 de junio de
1872.
NOTAS
[1]
241. El manuscrito de Marx "La nacionalización de la tierra", uno de los más importantes
documentos del marxismo sobre el problema agrario, fue redactado con motivo de la discusión
en la sección de Manchester de la Internacional del problema de la nacionalización de la tierra. En
su carta del 3 de marzo a Engels, Dupont informó acerca de la confusión que reinaba en las
mentes de los miembros de la sección en el problema agrario y, tras de exponer 5 puntos de su
futura intervención, pidió a Marx y Engels que hicieran sus observaciones para tenerlas en cuenta
antes de intervenir en la reunión de la sección. Marx expuso una extensa argumentación de sus
puntos de vista en el problema de la nacionalización de la tierra, que Dupont utilizó enteramente
en su informe. Marx enfoca la nacionalización de la tierra, ese gran problema, según expresión de
Marx, en indestructible ligazón con las tareas de la revolución proletaria y la reorganización
socialista de la sociedad.- 305.
[2] 212. El Congreso de la Internacional celebrado en Bruselas se reunió del 6 al 13 de septiembre
de 1868. Marx participó personalmente en la preparación del mismo, pero no asistió a sus
labores. Acudieron al Congreso alrededor de 100 delegados en representación de los obreros de
Inglaterra, Francia, Alemania, Bélgica, Suiza, Italia y España; se adoptó en él el importante
acuerdo acerca de la necesidad de que se entregasen en propiedad social los ferrocarriles, el
subsuelo, las minas, los bosques y las tierras de labor. Este acuerdo, prueba del paso a las
posiciones del colectivismo de la mayoría de los proudhonistas franceses y belgas, significó la
victoria en la Internacional de las ideas del socialismo proletario sobre el reformismo
pequeñoburgués. El Congreso adoptó igualmente la resolución propuesta por Marx acerca de la
jornada de trabajo de 8 horas, del empleo de máquinas y de la actitud respecto del Congreso de
la Liga de la paz y de la libertad (véase la nota 211) de Berna (1868), como también la resolución,
presentada por F. Lessner en nombre de la delegación alemana, recomendando a los obreros de
todos los puíses estudiar "El Capital" de Marx y contribuir a su traducción del alemán a otros
idiomas.- 266, 307.
[*] César de Paepe. (N. de la Edit.)
311]
C. M A R X
EL CONGRESO DE LA HAYA
INFORMACION PERIODISTICA DEL DISCURSO PRONUNCIADO
EL 8 DE SEPTIEMBRE DE 1872 EN UN MITIN CELEBRADO EN AMSTERDAM
[1]
En el siglo XVIII —dice el orador—, los reyes y los potentados tenían la
costumbre de reunirse en La Haya para discutir los intereses de sus dinastías.
Precisamente allí hemos acordado convocar el Congreso de los trabajadores, a
despecho del miedo que se nos ha querido infundir. En medio de la población
más reaccionaria hemos querido reafirmar la existencia, la extensión y la
esperanza para el porvenir de nuestra gran Asociación.
Cuando se tuvo noticia de nuestro acuerdo se comenzó a hablar de emisarios que
habríamos enviado para preparar el terreno. Es verdad, y no lo negamos, que
tenemos emisarios por doquier, pero, en la mayoría de los casos, no los
conocemos. Nuestros emisarios en La Haya han sido los obreros, cuyo trabajo es
tan penoso, al igual que en Amsterdam, donde también son los obreros, esos
obreros que trabajan dieciséis horas al día. Tales son nuestros emisarios, otros no
tenemos; y en todos los países en los que nos presentamos están siempre
dispuestos a acogernos con simpatía, puesto que comprenden en seguida que
nuestro objetivo es el mejoramiento de su suerte.
El Congreso de La Haya ha hecho tres cosas principales:
Ha proclamado la necesidad para las clases obreras de combatir en el terreno
político, como en el terreno social, la vieja sociedad [312] que se hunde; y nos
felicitamos de ver entrar ahora en nuestros Estatutos [*] esta resolución de la
Conferencia de Londres [2].
En nuestros medios se ha formado un grupo que preconiza la abstención de los
obreros en materia política. Hemos considerado nuestro deber declarar hasta
qué punto son estos principios peligrosos y funestos para nuestra causa.
El obrero deberá conquistar un día la supremacía política para asentar la nueva
organización del trabajo; deberá dar al traste con la vieja política que sostienen
las viejas instituciones, so pena, como los antiguos cristianos —que despreciaron
y rechazaron la política—, de no ver jamás su reino de este mundo.
Pero nosotros jamás hemos pretendido que para lograr este objetivo sea preciso
emplear en todas partes medios idénticos.
Sabemos que hay que tener en cuenta las instituciones, las costumbres y las
tradiciones de los diferentes países; y nosotros no negamos que existan países
como América, Inglaterra y, si yo conociera mejor vuestras instituciones,
agregaría Holanda, en los que los trabajadores pueden llegar a su objetivo por
medios pacíficos. Si bien esto es cierto, debemos reconocer también que en la
mayoría de los países del continente será la fuerza la que deberá servir de
palanca de nuestras revoluciones; es a la fuerza a la que habrá que recurrir por
algún tiempo a fin de establecer el reino del trabajo.
El Congreso de La Haya ha investido al Consejo General de nuevos y más
amplios poderes. En efecto, en el momento en que en Berlín se reúnen los reyes
[3] —en esta entrevista de los poderosos representantes del feudalismo y de la
época pasada deben adoptarse contra nosotros nuevas y más enérgicas medidas
de represión—, en el momento en que se organizan las persecuciones, el
Congreso de La Haya ha estimado razonable y necesario reforzar los poderes de
su Consejo General y centralizar, para la lucha que se va iniciar, la actividad que
el aislamiento habría hecho infructífero. Además, ¿a quién, si no a nuestros
enemigos, pueden alarmar los poderes del Consejo General? ¿Acaso dispone de
aparato burocrático o de policía armada para hacerse obedecer? ¿Acaso su
autoridad no es puramente moral? ¿Acaso no comunica a sus federaciones los
acuerdos que tienen que cumplir? Colocados en semejantes condiciones, sin
ejército, sin policía y sin magistratura, los reyes al verse forzados a asentar su
poder exclusivamente en la influencia moral y en el prestigio moral se verían
reducidos a insignificante obstáculo para la marcha de la revolución.
Y, finalmente, el Congreso de La Haya ha trasladado la sede del Consejo General
a Nueva York. A muchos, incluso entre nuestros [313] amigos, ha asombrado, por
lo visto, esta decisión. Es que se olvidan, por lo visto, de que América se va
erigiendo en el mundo de los trabajadores por excelencia; que cada año se
traslada a ese continente medio millón de hombres y que es necesario que la
Internacional arraigue bien hondo en esa tierra en que domina el obrero.
Además, la decisión del Congreso le da al Consejo General el derecho a incluir
en sus filas a los miembros que estime necesarios y útiles para el bien de la causa
común. Confiemos en su sensatez y en que sabrá elegir a hombres que estarán a
la altura de sus tareas y que sabrán mantener en alto en Europa la bandera de
nuestra Asociación.
Ciudadanos, pensemos en el principio fundamental de la Internacional: la
solidaridad. Lograremos la gran meta que nos proponemos si establecemos
sobre bases firmes entre los trabajadores de todos los países este principio
vivificante. La revolución debe ser solidaria, y encontramos un gran ejemplo de
ello en la Comuna de París, que ha caído porque en todos los grandes centros, en
Berlín, Madrid, etc., no se ha levantado simultáneamente un gran movimiento
revolucionario a tono con el nivel superior de la lucha del proletariado parisino.
Por lo que a mí se refiere, proseguiré mi obra, trabajaré sin fatiga para establecer
esta solidaridad fecunda para el porvenir entre todos los trabajadores. Yo no me
marcho de la Internacional, y el resto de mi vida estará consagrado, lo mismo que
mis esfuerzos pasados, al triunfo de las ideas sociales, que conducirán, tarde o
temprano, a la victoria del proletariado en todo el mundo.
Publicado en los periódicos "La Liberté", núm. 37, del 15 de septiembre de 1872 y
"Der Volksstaat", num. 79, del 2 de octubre de 1872.
Traducido del francés. Se publica de acuerdo con el texto del periódico.
NOTAS
[1]
243. Terminadas las labores del Congreso de La Haya (véase la nota 242), Marx y otros delegados
se trasladaron a Amsterdam para asistir a un encuentro con la sección local de la Internacional. El
8 de septiembre intervino en un mitin acerca de los resultados del Conereso. - 311.
[**] Véase el presente tomo, págs. 309-310. (N. de la Edit.)
[2] 202. La Conferencia de la I Internacional celebrada en Londres se reunió del 17 al 23 de
setiembre de 1871. Convocada en un ambiente de crueles represiones contra los miembros de la
Internacional después de la derrota de la Comuna de París, tuvo una representación relativamente
reducida: participaron en sus labores 22 delegados con voz y voto y 10 con voz. Los países que no
pudieron enviar delegados fueron representados por los secretarios corresponsales del Consejo
General. Marx representaba a Alemania, y Engels, a Italia.
La Conferencia de Londres significó una importante etapa en la lucha de Marx y Engels por la
creación del partido proletario. La Conferencia adoptó la resolución "Sobre la acción política de la
clase obrera", cuya parte fundamental fue incluida, por acuerdo del Congreso de la Internacional
celebrado en La Haya, en los Estatutos Generales de la Asociación Internacional de los
Trabajadores. En varias resoluciones de la Conferencia fueron formulados importantes principios
tácticos y de organización del partido proletario, asestándose un golpe al sectarismo y al
reformismo. La Conferencia de Londres desempeñó un gran papel en la victoria de los principios
del partidismo proletario sobre el oportunismo anarquista.- 260, 274, 309, 312.
[3] 244. Trátase de la entrevista de tres emperadores —Guillermo I, Francisco José y Alejandro
II— en septiembre de 1872 en Berlín.- 312.
Contribución al problema de la vivienda
Federico Engels
ÍNDICE
Prefacio a la segunda edición de 1887
Contribución al problema de la vivienda
Primera parte. Cómo resuelve Proudhon el problema de
la vivienda
Segunda parte. Cómo resuelve la burguesía el problema
de la vivienda
I.
II.
III.
Tercera parte. Suplemento sobre Proudhon y el problema
de la vivienda
I.
II.
III.
IV.
314
324
324
344
344
356
371
374
374
379
387
391
[314]
F. ENGELS
CONTRIBUCION AL PROBLEMA DE LA VIVIENDA
[1]
PREFACIO A LA SEGUNDA EDICION DE 1887
La presente obra es la reimpresión de tres artículos que escribí en 1872 para el
«Volksstaat» [2] de Leipzig. Precisamente en aquella época llovían sobre
Alemania los miles de millones de francos franceses [3], el Estado pagó sus
deudas; fueron construidas fortificaciones y cuarteles, y renovados los stocks de
armas y de municiones; el capital disponible, lo mismo que la masa de dinero en
circulación aumentaron, de repente, en enorme proporción. Y todo esto,
precisamente en el momento en que Alemania aparecía en la escena mundial, no
sólo como «Imperio unido», sino también como gran país industrial. Los miles de
millones dieron un formidable impulso a la joven gran industria; fueron ellos,
sobre todo, los que trajeron después de la guerra un corto período de
prosperidad, rico en ilusiones, e inmediatamente después, la gran bancarrota de
1873-1874, la cual demostró que Alemania era un país industrial ya maduro para
participar en el mercado mundial.
La época en que un país de vieja cultura realiza esta transición —acelerada,
además, por circunstancias tan favorables— de la manufactura y de la pequeña
producción a la gran industria, suele ser también una época de «penuria de la
vivienda». Por una parte, masas de obreros rurales son atraídas de repente a las
grandes ciudades, que se convierten en centros industriales; por otra parte, el
trazado de aquellas viejas ciudades no corresponde ya a las condiciones de la
nueva gran industria ni a su gran tráfico; las [315] calles son ensanchadas, se
abren otras nuevas, pasan por ellas ferrocarriles. En el mismo momento en que
los obreros afluyen en gran número a las ciudades, las viviendas obreras son
destruidas en masa. De aquí la repentina penuria de la vivienda, tanto para el
obrero, como para el pequeño comerciante y el artesano, que dependen de la
clientela obrera. En las ciudades que surgen desde el primer momento como
centros industriales, esta penuria de la vivienda es casi desconocida. Así son
Manchester, Leeds, Bradford, Barmen-Elberfeld. Por el contrario, en Londres,
París, Berlín, Viena, la penuria de la vivienda ha adquirido en su tiempo formas
agudas y sigue existiendo en la mayoría de los casos en un estado crónico.
Fue, pues, esa penuria aguda de la vivienda, ese síntoma de la revolución
industrial que se desarrollaba en Alemania, lo que, en aquel tiempo, llenó los
periódicos de discusiones sobre el «problema de la vivienda» y dio lugar a toda
clase de charlatanerías sociales. Una serie de artículos de este género vino a
parar al «Volksstaat». Un autor anónimo, que se dio a conocer más tarde como el
señor doctor en medicina A. Mülberger, de Wurtemberg, estimó la ocasión
favorable para aprovechar esta cuestión e ilustrar a los obreros alemanes sobre
los efectos milagrosos de la panacea social de Proudhon [4]. Cuando manifesté mi
asombro a la redacción por haber aceptado aquellos singulares artículos, me
pidieron que los contestase, y así lo hice. (Véase la primera parte: "Cómo
resuelve Proudhon el problema de la vivienda"). Poco después de aquella serie
de artículos escribí otra, en la cual, basándome en un libro del Dr. Emil Sax [5],
examiné la concepción burguesa filantrópica de la cuestión; (Vease la segunda
parte: "Cómo resuelve la burguesia el problema de la vivienda".) Después de un
silencio bastante largo, el Dr. Mülberger me hizo el honor de contestar a mis
artículos [6], lo que me obligó a publicar una contrarréplica (véase la tercera
parte: "Suplemento sobre Proudhon y el problema de la vivienda"), la cual puso
fin tanto a la polémica como a mi trabajo particular sobre esta cuestión. Tal es la
historia de aquellas tres series de artículos que se publicaron también en folleto
aparte. Si hoy es precisa una nueva edición, lo debo, sin duda alguna, a la
benévola solicitud del Gobierno del Imperio alemán, quien, al prohibirla, hizo,
como siempre, subir de un modo enorme la demanda, y le expreso aquí mi más
respetuoso agradecimiento.
Para esta nueva edición he revisado el texto, he hecho algunas adiciones, puse
algunas notas y rectifiqué en la primera parte un pequeño error económico que,
desgraciadamente, el Dr. Mülberger, mi adversario, no había descubierto.
Al hacer esta revisión, me he dado cuenta claramente de los progresos
considerables realizados por el movimiento obrero internacional [316] en el
curso de los catorce últimos años. En aquel tiempo, era todavía un hecho que «los
obreros de los países latinos no tenían otro alimento intelectual, desde hace
veinte años, que las obras de Proudhon» [*] y, a lo sumo, el proudhonismo aún
más estrecho de Bakunin, el padre del «anarquismo» que veía en Proudhon al
«maestro de todos nosotros» («notre maître à nous tous»). Aunque los
proudhonianos no constituían en Francia más que una pequeña secta entre los
obreros, eran, sin embargo, los únicos que tenían un programa concretamente
formulado y los únicos que, bajo la Comuna, podían tomar la dirección de los
asuntos económicos. En Bélgica, el proudhonismo dominaba sin disputa entre los
obreros valones, y en España e Italia, con pocas excepciones, todo lo que no era
anarquista en el movimiento obrero, era decididamente proudhoniano. ¿Y hoy?
En Francia, los obreros se han apartado por completo de Proudhon, y éste ya no
cuenta con partidarios más que entre los burgueses radicales y los pequeños
burgueses, quienes, como proudhonianos, se llaman también «socialistas», pero
son combatidos del modo más violento por los obreros socialistas. En Bélgica, los
flamencos han arrebatado a los valones la dirección del movimiento, han
rechazado el proudhonismo y han dado mucho empuje al movimiento. En España,
como en Italia, la gran oleada anarquista de la década del 70 ha refluido,
llevándose los restos del proudhonismo; si en Italia el nuevo partido está todavía
por clarificarse y constituirse, en España, el pequeño núcleo, que como Nueva
Federación Madrileña [7] había permanecido fiel al Consejo General de la
Internacional, se ha desarrollado en un partido poderoso. Este, como se puede
juzgar por la misma prensa republicana, está destruyendo la influencia de los
republicanos burgueses sobre los obreros con mucha más eficacia que pudieron
hacerlo nunca sus predecesores anarquistas, tan alborotadores. En vez de las
obras olvidadas de Proudhon, se encuentran hoy en manos de los obreros de los
países latinos "El Capital", el "Manifiesto Comunista" y una serie de otros escritos
de la escuela de Marx. Y la demanda más importante de Marx —apropiación de
todos los medios de producción, en nombre de la sociedad, por el proletariado
elevado a la dominación política exclusiva— se ha convertido hoy, también en los
países latinos, en la demanda de toda la clase obrera revolucionaria.
Si el proudhonismo ha sido rechazado definitivamente por los obreros, incluso en
los países latinos; si ahora sólo sirve, de acuerdo con su verdadero destino, a la
burguesía radical francesa, española, italiana y belga, como expresión de sus
veleidades burguesas y pequeñoburguesas, ¿por qué, pues, hoy todavía, volver a
él? [317] ¿Por qué combatir otra vez con la reimpresión de estos artículos a un
adversario desaparecido?
Primero, porque estos artículos no se limitan a una sencilla polémica contra
Proudhon y sus representantes alemanes. A consecuencia de la división del
trabajo que existía entre Marx y yo, me tocó defender nuestras opiniones en la
prensa periódica, lo que, en particular, significaba luchar contra las ideas
opuestas, a fin de que Marx tuviera tiempo de acabar su gran obra principal. Esto
me condujo a exponer nuestra concepción, en la mayoría de los casos en forma
polémica, contraponiéndola a las otras concepciones. Lo mismo aquí. La primera
y la tercera parte no solamente contienen una crítica de la concepción
proudhoniana del problema, sino también una exposición de la nuestra propia.
En segundo lugar, Proudhon representó en la historia del movimiento obrero
europeo un papel demasiado importante para caer sin más ni más en el olvido.
Teóricamente refutado y prácticamente excluido, conserva todavía su interés
histórico. Quien se dedique con cierto detalle al estudio del socialismo moderno,
debe también conocer los «puntos de vista superados» del movimiento. La
"Miseria de la Filosofía", de Marx, se publicó varios años antes de que Proudhon
hubiera expuesto sus proyectos prácticos de reforma social; entonces, Marx
podía solamente descubrir el germen y criticar el Banco de Cambio de Proudhon.
En este aspecto, su libro será completado por el mío, aunque, por desgracia, de
un modo harto insuficiente. Marx lo hubiera hecho mucho mejor y de una manera
más convincente.
Por último, aun hoy día el socialismo burgués y pequeñoburgués está
poderosamente representado en Alemania. De una parte, por los socialistas de
cátedra [8] y por filántropos de toda clase, entre los cuales el deseo de
transformar a los obreros en propietarios de sus viviendas desempeña todavía un
papel importante; contra ellos mi trabajo sigue, pues, siendo oportuno. De otra
parte, se encuentra representado en el partido socialdemócrata mismo,
comprendida la fracción del Reichstag, cierto socialismo pequeñoburgués. Y esto
en tal forma que, a pesar de reconocer la exactitud de los conceptos
fundamentales del socialismo moderno y de la demanda de que todos los medios
de producción sean transformados en propiedad social, se declara que su
realización es solamente posible en un futuro lejano, prácticamente imprevisible.
Así pues, por ahora se limitan a simples remiendos sociales, y hasta pueden,
según las circunstancias, simpatizar con las aspiraciones más reaccionarias que
pretenden «elevar a las clases laboriosas». La existencia de tal orientación es
completamente inevitable en Alemania, país pequeñoburgués por excelencia,
[318] y sobre todo en una época en la cual el desarrollo industrial desarraiga por
la violencia y en gran escala a esta pequeña burguesía tan profundamente
arraigada desde tiempos inmemoriales. Esto tampoco presenta el menor peligro
para el movimiento, gracias al admirable sentido común de nuestros obreros, del
que tan brillantes pruebas han dado precisamente en el tranccurso de los ocho
últimos años, en la lucha contra la ley antisocialista [9], contra la policía y contra
los magistrados. Pero es indispensable saber claramente que tal orientación
existe. Y si, como es necesario y hasta deseable, esta orientación llega más tarde
a tomar una forma más sólida y contornos más precisos, deberá entonces
volverse hacia sus predecesores para formular su programa, y no podrá
prescindir de Proudhon.
El fondo de la solución, tanto la burguesa como la pequeñoburguesa, del
«problema de la vivienda» es que el obrero sea propietario de su vivienda. Pero
es éste un punto que el desarrollo industrial de Alemania durante los veinte
últimos años enfoca con una luz muy particular. En ningún otro país existen tantos
trabajadores asalariados que son propietarios no sólo de su vivienda, sino
también de un huerto o un campo; además, existen muchos más que ocupan como
arrendatarios una casa, un huerto o un campo, con una posesión de hecho
bastante asegurada. La industria a domicilio rural, practicada en común con la
horticultura o el pequeño cultivo, constituye la base amplia de la joven gran
industria alemana; en el Oeste, los obreros, en su mayoría, son propietarios; en el
Este, casi todos son arrendatarios de su vivienda. Esta combinación de la
industria a domicilio con la horticultura y el cultivo de los campos y, a la vez, con
una vivienda asegurada, no solamente la encontramos en todos los lugares donde
el tejido a mano lucha todavía contra el telar mecánico, como en el Bajo Rin y en
Westfalia, en los Montes Metálicos de Sajonia y en Silesia; la encontramos
también en todos los sitios en que una u otra rama de la industria a domicilio se ha
afianzado como industria rural, por ejemplo, en la selva de Turingia y en el Rhön.
Con ocación de los debates sobre el monopolio de tabacos, se ha revelado hasta
qué grado la manufactura de cigarros se practica ya como trabajo a domicilio
rural. Y cada vez que surge una situación calamitosa entre los pequeños
campesinos, como hace algunos años en los montes Eifel [10], la prensa burguesa
se apresura inmediatamente a reclamar como único remedio la organización de
una industria a domicilio adecuada. En realidad, la miseria creciente de los
campesinos parcelarios alemanes y la situación general de la industria alemana
empujan a una extensión continua de la industria a domicilio rural. Este es un
fenómeno propio de Alemania. En Francia no se encuentra nada semejante [319]
más que excepcionalmente, por ejemplo, en las regiones de cultivo de la seda;
en Inglaterra, donde no existen pequeños campesinos, la industria a domicilio
rural descansa sobre el trabajo de las mujeres y de los niños de los jornaleros
agrícolas; solamente en Irlanda es donde vemos practicada la industria de la
confección a domicilio, lo mismo que en Alemania, por verdaderas familias
campesinas. Naturalmente, no hablamos aquí de Rusia ni tampoco de los otros
países que no están representados en el mercado industrial mundial.
De este modo, Alemania se encuentra hoy, en gran parte, en una situación
industrial que, a primera vista, corresponde a la que predominaba de una manera
general antes de la aparición de las máquinas. Pero esto sólo a primera vista.
Antes, la industria a domicilio rural, ligada a la horticultura y al pequeño cultivo,
por lo menos en los países que se desarrollaban industrialmente, era la base de
una situación material soportable y a veces acomodada entre las clases
laboriosas, pero también de su nulidad intelectual y política. El producto hecho a
mano y su costo determinaban el precio en el mcrcado; y con la productividad
del trabajo de entonces, insignificante al lado de la de nuestros días, los
mercados aumentaban, por regla general, más rápidamente que la oferta. Fue el
caso que se dio hacia la mitad del siglo pasado en Inglaterra y parcialmente en
Francia, sobre todo en la industria textil. Ocurría todo lo contrario en Alemania, la
cual, en aquel tiempo, apenas se rehacía de los destrozos causados por la guerra
de los Treinta años [11] y se esforzaba por levantar cabeza en medio de las
circunstancias menos favorables. La única industria a domicilio que trabajaba
para el mercado mundial, la que producía tejidos de lino, estaba tan oprimida por
los impuestos y las cargas feudales, que no elevó al campesino-tejedor por
encima del nivel, muy bajo por lo demás, del resto del campesinado. Sin
embargo, los trabajadores de la industria a domicilio tenían, en aquel tiempo,
asegurada hasta cierto punto su existencia.
Con la introducción de las máquinas, todo aquello camhió. Entonces, el precio fue
determinado por el producto hecho a máquina, y el salario del trabajador
industrial a domicilio descendió a la par con aquel precio. Tenía que aceptarlo o
buscarse otro trabajo, pero esto no lo podía hacer sin convertirse en proletario,
es decir, sin abandonar —fuese propietario o arrendatario— su casita, su huerto y
su parcela de tierra. Y sólo en muy contadas ocasiones se resignaba a ello. Es así
como la horticultura y el pequeño cultivo de los viejos tejedores rurales fue causa
de que la lucha del tejido a mano contra el telar mecánico —lucha que en
Alemania todavía no ha terminado— se prolongara en todas partes durante tanto
tiempo. En esta lucha se reveló por primera vez, [320] sobre todo en Inglaterra,
que la misma circunstancia que antes diera un bienestar relativo a los
trabajadores —la posesión de sus medios de producción— se había convertido
para ellos en un obstáculo y una desgracia. En la industria, el telar mecánico
reemplazó su telar manual; en la agricultura, la gran empresa agrícola eliminó su
pequeña hacienda. Pero mientras en ambos dominios de la producción, el trabajo
asociado de muchos y el empleo de las máquinas y de las ciencias se convertían
en regla social, su casita, su huerto, su parcela de tierra y su telar encadenaban al
trabajador al método anticuado de la producción individual y del trabajo a mano.
La posesión de una casa y de un huerto era ahora de un valor muy inferior a la
plena libertad de movimiento. Ningún obrero de fábrica hubiera cambiado su
situación por la del pequeño tejedor rural, que se moría de hambre, lenta, pero
seguramente.
Alemania apareció tarde en el mercado mundial. Nuestra gran industria surgió en
la década del cuarenta y recibió su primer impulso de la revolución de 1848; no
pudo desarrollarse plenamente más que cuando las revoluciones de 1866 y 1870
[12] hubieron barrido de su camino por lo menos los peores obstáculos políticos.
Pero encontró un mercado mundial en gran parte ocupado. Los artículos de gran
consumo venían de Inglaterra, y los artículos de lujo de buen gusto, de Francia.
Alemania no podía vencer a los primeros por el precio, ni a los segundos por la
calidad. No le quedaba más remedio, de momento, que seguir el camino trillado
de la producción alemana y colarse en el mercado mundial con artículos
demasiado insignificantes para los ingleses y demasiado malos para los
franceses. La práctica alemana predilecta de la estafa, que consiste en mandar
primero muestras buenas y después mercancías malas, fue rápida y duramente
reprimida en el mercado mundial, y quedó casi abandonada; por otra parte, la
competencia de la superproducción llevó poco a poco, incluso a los sólidos
ingleses, por el camino resbaladizo del empeoramiento de la calidad y favoreció
así a los alemanes, quienes en este orden no admiten competencia. Así fue cómo,
por fin, llegamos a poseer una gran industria y a representar un papel en el
mercado mundial. Pero nuestra gran industria trabaja casi exclusivamente para el
mercado interior (a excepción de la industria del hierro, cuya producción excede
en mucho las necesidades del país). El grueso de nuestra exportación se
compone de una cantidad infinita de pequeños artículos, producidos en su
mayoría por la industria a domicilio rural y para los cuales la gran industria
suministra, todo lo más, los productos semimanufacturados.
Y es aquí donde aparece en todo su esplendor la «bendición» de la propiedad de
una casa y de una parcela para el obrero moderno. [321] En ningún sitio, y
apenas se puede exceptuar la industria a domicilio irlandesa, se pagan salarios
tan infamemente bajos como en la industria a domicilio alemana. Lo que la familia
obtiene de su huerto y de su parcela de tierra, la competencia permite a los
capitalistas deducirlo del precio de la fuerza de trabajo. Los obreros deben
incluso aceptar cualquier salario a destajo, pues sin esto no recibirían nada en
absoluto, y no podrían vivir sólo del producto de su pequeño cultivo. Y como, por
otra parte, este cultivo y esta propiedad territorial les encadenan a su localidad,
les impiden con ello buscar otra ocupación. Esta es la circunstancia que permite a
Alemania competir en el mercado mundial en la venta de toda una serie de
pequeños artículos. Todo el beneficio se obtiene mediante un descuento del salario
normal, y se puede así dejar para el comprador toda la plusvalía. Tal es el secreto
de la asombrosa baratura de la mayor parte de los artículos alemanes de
exportación.
Es esta circunstancia, más que cualquier otra, la que hace que los salarios y el
nivel de vida de los obreros alemanes sean, también en las otras ramas de la
industria, inferiores a los de los países de la Europa Occidental. El peso muerto
de este precio del trabajo, mantenido tradicionalmente muy por debajo del valor
de la fuerza de trabajo, gravita igualmente sobre los salarios de los obreros de las
ciudades e incluso de las grandes ciudades, haciéndolos descender por debajo
del valor de la fuerza de trabajo, tanto más cuanto que en las ciudades,
igualmente, la industria a domicilio mal retribuida, ha sustituido al antiguo
artesanado, haciendo bajar también el nivel general de salario.
Vemos aquí claramente cómo, lo que en una etapa histórica anterior era la base
de un bienestar relativo de los obreros —la combinación del cultivo y de la
industria, la posesión de una casa, de un huerto y de un campo, la seguridad de
una vivienda—, hoy, bajo el reinado de la gran industria, se convierte no
solamente en la peor de las cadenas para el obrero, sino también en la mayor
desgracia para toda la clase obrera, en la base de un descenso sin precedentes
del salario por debajo de su nivel normal. Y esto no solamente en algunas ramas
de la industria o en regiones aisladas, sino en escala nacional. No es
sorprendente que la grande y la pequeña burguesía, que viven y se enriquecen
con estos enormes descuentos de los salarios, sueñen con la industria rural, la
posesión de una casa por cada obrero y vean en la creación de nuevas industrias
a domicilio el único remedio para todas las miserias rurales.
Este no es más que un aspecto de la cuestión; pero la medalla tiene también su
reverso. La industria a domicilio se ha convertido en la base amplia del comercio
exterior alemán, y, por lo [322] tanto, de toda la gran industria. Así se ha
extendido en numerosas regiones de Alemania y se extiende cada día más. La
ruina del pequeño campesino se hizo inevitable desde el momento en que su
trabajo industrial a domicilio para su propio consumo fue destruido por la
baratura de la confección y del producto de la máquina, y su ganadería —y, por
lo tanto, su producción de estiércol—, por la disolución del régimen comunal, por
la abolición de la Marca comunal y de la rotación obligatoria de los cultivos. Esta
ruina lleva forzosamente a los pequeños campesinos, caídos en manos del
usurero, hacia la moderna industria a domicilio. Lo mismo que en Irlanda la renta
del terrateniente, en Alemania los intereses del usurero hipotecario no pueden
pagarse con el producto del suelo, sino solamente con el salario del campesino
industrial. Pero con la extensión de la industria a domicilio, las regiones rurales
son arrastradas una tras otra al movimiento industrial de hoy. Esta revolución
operada en los distritos rurales por la industria a domicilio es la que extiende la
revolución industrial en Alemania en una escala mucho más vasta que en
Inglaterra y en Francia. El nivel relativamente bajo de nuestra industria hace tanto
más necesaria su amplia extensión. Esto explica que en Alemania, a diferencia de
lo que ocurre en Inglaterra y en Francia, el movimiento obrero revolucionario se
haya extendido tan considerablemente en la mayor parte del país, en lugar de
estar ligado exclusivamente a los centros urbanos. Y esto explica, a su vez, la
progresión reposada, segura e irresistible del movimiento. Está claro que en
Alemania un levantamiento victorioso en la capital y en las otras grandes
ciudades sólo será posible cuando la mayoría de las pequeñas ciudades y una
gran parte de las regiones rurales estén igualmente maduras para la revolución.
Con un desarrollo más o menos normal, nosotros no nos encontraremos jamás en
situación de obtener victorias obreras, como los parisinos en 1848 y 1871; pero
tampoco, por esta misma razón, de sufrir derrotas de la capital revolucionaria por
las provincias reaccionarias, tales como las conoció París en los dos casos. En
Francia, el movimiento partió siempre de la capital; en Alemania, de las regiones,
de gran industria, de manufacturas y de industria a domicilio; sólo más tarde fue
conquistada la capital. Por eso, tal vez también en el porvenir, la iniciativa quede
reservada a los franceses, pero sólo en Alemania se podrá lograr la victoria
decisiva.
Ahora bien, la industria a domicilio y la manufactura rurales —que por su
extensión se han convertido en la esfera esencial de producción de Alemania y
gracias a las cuales el campesinado alemán está cada vez más revolucionado—
no representan por sí mismas más que la primera etapa de una revolución
ulterior. Como ha demostrado ya Marx ("El Capital", t. I, 3ª ed., págs. 484-495 [*]),
[323] en cierto grado de desarrollo la máquina y la fábrica harán sonar también
para ellas la hora de la decadencia. Y esta hora parece próxima. Pero la
destrucción de la industria a domicilio y de la manufactura rurales por la máquina
y la fábrica significa en Alemania la destrucción de los medios de existencia de
millones de productores rurales, la expropiación de casi la mitad del pequeño
campesinado, la transformación no solamente de la industria a domicilio en
producción fabril, sino también de la economía campesina en gran agricultura
capitalista y de la pequeña propiedad territorial en grandes dominios: una
revolución industrial y agraria en provecho del capital y de la gran propiedad
territorial y en detrimento de los campesinos. Si el destino de Alemania es pasar
también por dicha transformación en las viejas condiciones sociales, ésta
constituirá indudablemente un punto de viraje. Si la clase obrera de cualquier
otro país no toma hasta entonces la iniciativa, será Alemania, sin duda, la que
comenzará el ataque con la ayuda valerosa de los hijos campesinos del «glorioso
ejército».
Y la utopía burguesa y pequeñoburguesa de proporcionar a cada obrero una
casita en propiedad y encadenarle así a su capitalista de una manera semifeudal,
adquiere ahora un aspecto completamente distinto. La realización de esta utopía
resulta ser la transformación de todos los pequeños propietarios rurales de casas
en obreros industriales a domicilio, la desaparición del antiguo aislamiento y, por
lo tanto, de la nulidad política de los pequeños campesinos, arrastrados por la
«vorágine social»; resulta ser la extensión de la revolución industrial al campo, y
por ella, la transformación de la clase más estable, más conservadora de la
población en un vivero revolucionario; y como culminación de todo esto, la
expropiación de los campesinos dedicados a la industria a domicilio por la
máquina, lo que les empuja forzosamente a la insurrección.
Podemos dejar de buen grado a los filántropos socialistas burgueses que gocen
de su ideal tanto tiempo como, en su función social de capitalistas, continúen
realizándolo al revés para beneficio de la revolución social.
Federico Engels
Londres, 10 de enero de 1887
Publicado en el periódico "Der Sozialdemokrat", núms. 3 y 4, del 15 y 22 de enero
de 1887 y en el libro: F. Engels. "Zur Traducido del alemán. Wohnungsfrage".
Hottingen-Zurich, 1887
Se publica de acuerdo con el texto del libro.
NOTAS
[1] 245. El trabajo de Engels "Contribución al problema de la vivienda" va dirigido contra los
socialreformadores pequeñoburgueses y burgueses, que querían velar las llagas de la sociedad
burguesa. Al criticar los proyectos proudhonistas de solución del problema de la vivienda, Engels
muestra la imposibilidad de resolverlo bajo el capitalismo.- 314.
[2] 54. "Der Volksstaat" («El Estado del pueblo»), órgano central del Partido Socialdemócrata
Obrero de Alemania (los eisenachianos), se publicó en Leipzig del 2 de octubre de 1869 al 29 de
setiembre de 1876. La dirección general corría a cargo de G. Liebknecht, y el director de la
editorial era A. Bebel. Marx y Engels colaboraban en el periódico, prestándole constante ayuda
en la redacción del mismo. Hasta 1869, el periódico salía bajo el título "Demokratisches
Wochenblatt" (véase la nota 94).
Trátase del artículo de J. Dietzgen "Carlos Marx. «El Capital. Crítica de la Economía política»",
Hamburgo, 1867, publicado en "Demokratisches Wochenblatt", núms. 31, 34, 35 y 36 del año
1868.- 96, 178, 314, 324, 452, 455[3]
128. Se alude al tratado preliminar de paz entre Francia y Alemania firmado en Versalles el 26 de
febrero de 1871 por Thiers y J. Favre, de una parte, y Bismarck, de otra. Según las condiciones del
tratado, Francia cedía a Alemania el territorio de Alsacia y la parte oriental de Lorena y le pagaba
una contribución de guerra de 5 mil millones de francos. El tratado definitivo de paz fue firmado
en Francfort del Meno el 10 de mayo de 1871.- 193, 222, 314, 371
[4] 246. Los seis artículos de Mülberger bajo el título "Die Wohnungsfrage" («El problema de la
vivienda») fueron publicados sin firma en el periódico "Volksstaat" el 3, 7, 10, 14 y 21 de febrero y
el 6 de marzo de 1872; posteriormente, estos artículos fueron publicados en folleto aparte titulado
"Die Wohnungsfrage. Eine sociale Skizze. Separat-Abdruck aus dem Volkssttat» («El problema de
la vivienda. Ensayo social. Publicación del Volksstaat»). Leipzig, 1872.- 315, 324, 378, 388.
[5] 247. E. Sax. "Die Wohnungszustände der arbeitenden Classen un ihre Reform" («Las
condiciones de vivienda de las clases trabajadoras y su reforma»). Wien, 1869.- 315, 345.
[6] 248. La respuesta de Mülberger a los artículos de Engels fue publicada en el periódico
"Volksstaat" el 26 de octubre de 1872 bajo el título "Zur Wohnungsfrage (Antwort an Friedrieh
Engels von A. Mülberger)" («Contribución al problema de la vivienda (Respuesta de A. Mülberger
a Federico Engels)»).- 315, 374.
[*] Véase el presente tomo, pág. 343. (N. de la Edit.)
[7] 249. La Nueva Federación Madrileña fue fundada en julio de 1872 por los miembros de la
Internacional y los de la redacción del periódico "La Emancipación" excluidos por la mayoría
anarquista de la Federación Madrileña cuando el periódico denunció la actividad de la secreta
Alianza de la Democracia Socialista en España. La Nueva Federación Madrileña luchaba
resueltamente contra la propagación de la influencia anarquista en España, hacía propaganda de
las ideas del socialismo científico y luchaba por la creación de un partido proletario
independiente en España. En su órgano de prensa, el periódico "La Emancipación", colaboraba
Engels. Algunos miembros de la Nueva Federación Madrileña desempeñaron un gran papel en la
creación del Partido Obrero Socialista de España en 1879.- 316.
[8] 250. Socialismo de cátedra, tendencia de la ideología burguesa de los años 70-90 del siglo XIX.
Sus representantes, ante todo profesores de las universidades alemanas, predicaban desde las
cátedras universitarias el reformismo burgués presentado como socialismo. Los socialistas de
cátedra (A. Wagner, H. Schmoller, L. Brentano, W. Sombart y otros) afirmaban que el Estado era
una institución situada por encima de las clases, capaz de conciliar las clases antagónicas e
instaurar paulatinamente el «socialismo» sin lesionar los intereses de los capitalistas. Su programa
se reducía a la organización de los seguros para los obreros contra casos de enfermedad y
accidentes y a la aplicación de ciertas medidas en el dominio de la legislación fabril.
Consideraban que los sindicatos bien organizados hacían superfluos la lucha política y el partido
político de la clase obrera. El socialismo de cátedra fue una de las fuentes ideológicas del
revisionismo.- 317.
[9] 122. La Ley de Excepción contra los socialistas fue promulgada en Alemania el 21 de octubre de
1878. En virtud de la misma quedaron prohibidas todas las organizaciones del Partido
Socialdemócrata, las organizaciones obreras de masas y la prensa obrera. Fueron confiscadas las
publicaciones socialistas y se sometió a represiones a los socialdemócratas. Bajo la presión del
movimiento obrero de masas, la ley fue derogada el 1º de octubre de 1890.- 189, 318
[10] 251. Trátase del hambre de 1882, que causó el mayor daño a los campesinos de la región de
Eifel (provincia renana de Prusia).- 318.
[11] 74. La "guerra de los Treinta años" (1618-1648) fue una contienda europea provocada por la
lucha entre protestantes y católicos. Alemania fue el teatro principal de las operaciones. Saqueada
y devastada, fue también objeto de pretensiones anexionistas de los participantes de la guerra.120, 319
[12] 252. Se entienden por «revoluciones» las guerras austro-prusiana de 1866 y franco-prusiana
de 1870-1871, que terminaron unificando a Alemania «desde arriba» bajo la supremacía de
Prusia.- 320.
[*] Véase C. Marx y F. Engels. "Obras", 2ª ed. en ruso, t. 23, págs. 481-491. (N. de la Edit.)
[324]
CONTRIBUCION AL PROBLEMA DE LA VIVIENDA
PRIMERAPARTE
COMO RESUELVE PROUDHON EL PROBLEMA DE LA VIVIENDA
En los números 10 y siguientes del Volksstaat [13] ha sido publicada una serie de
seis artículos sobre el problema de la vivienda [14]. Estos artículos sólo merecen
que se les preste atención por cuanto constituyen —abstracción hecha de algunos
escritos de género seudoliterario pertenecientes a la década del cuarenta y
olvidados desde hace mucho tiempo— el primer intento de trasplantar a
Alemania la escuela de Proudhon. Hay en ello una regresión tan enorme en
relación con todo el desarrollo del socialismo alemán, el cual hace ya veinticinco
años asestó un golpe decisivo [*] precisamente a las concepciones
proudhonianas, que vale la pena oponerse inmediatamente a esta tentativa.
La llamada penuria de la vivienda, que representa hoy un papel tan grande en la
prensa, no consiste en que la clase obrera en general viva en malas viviendas,
superpobladas e insalubres. Esta penuria de la vivienda no es peculiar del
momento presente; ni siquiera es una de las miserias propias del proletariado
moderno a diferencia de todas las clases oprimidas del pasado; por el contrario,
ha afectado de una manera casi igual a todas las clases oprimidas de todos los
tiempos. Para acabar con esta penuria de la vivienda no hay más que un medio:
abolir la explotación y la opresión de las clases laboriosas por la clase dominante.
Lo que [325] hoy se entiende por penuria de la vivienda es la particular
agravación de las malas condiciones de habitación de los obreros a consecuencia
de la afluencia repentina de la población hacia las grandes ciudades; es el alza
formidable de los alquileres, una mayor aglomeración de inquilinos en cada casa
y, para algunos, la imposibilidad total de encontrar albergue. Y esta penuria de la
vivienda da tanto que hablar porque no afecta sólo a la clase obrera, sino
igualmente a la pequeña burguesía.
La penuria de la vivienda para los obreros y para una parte de la pequeña
burguesía de nuestras grandes ciudades modernas no es más que uno de los
innumerables males menores y secundarios originados por el actual modo de
producción capitalista. No es una consecuencia directa de la explotación del
obrero como tal obrero por el capitalista. Esta explotación es el mal fundamental
que la revolución social quiere suprimir mediante la abolición del modo de
producción capitalista. Más la piedra angular del modo de producción capitalista
reside en que el orden social presente permite a los capitalistas comprar por su
valor la fuerza de trabajo del obrero, pero también extraer de ella mucho más
que su valor, haciendo trabajar al obrero más tiempo de lo necesario para la
reproducción del precio pagado por la fuerza de trabajo. La plusvalía producida
de esta manera se reparte entre todos los miembros de la clase capitalista y los
propietarios territoriales, con sus servidores a sueldo, desde el Papa y el
emperador hasta el vigilante nocturno y demás. No nos interesa examinar aquí
cómo se hace este reparto; lo cierto es que todos los que no trabajan sólo pueden
vivir de la parte de esta plusvalía que de una manera o de otra les toca en suerte.
(Véase "El Capital", de Marx, donde esta cuestión se esclarece por primera vez.)
El reparto de la plusvalía producida por los obreros y que se les arranca sin
retribución, se efectúa entre las clases ociosas en medio de las más edificantes
disputas y engaños recíprocos. Como este reparto se hace por medio de la
compra y de la venta, uno de sus principales resortes es el engaño del comprador
por el vendedor, engaño que, en el comercio al por menor, y principalmente en
las ciudades grandes, se ha convertido hoy en una necesidad vital para el
vendedor. Pero cuando el obrero es engañado por su panadero o por su tendero
en el precio o en la calidad de la mercancía, esto no le ocurre por su calidad
específica de obrero. Por el contrario, tan pronto como cierto grado medio de
engaño se convierte en algún sitio en regla social, es inevitable que, con el
tiempo, este engaño quede compensado por un aumento correspondiente del
salario. El obrero aparece, frente al tendero, como un comprador, es decir, como
un poseedor de dinero o de crédito y, por consiguiente, no como un obrero,
como un vendedor de fuerza de [326] trabajo. El engaño puede afectarle, como
en general a las clases pobres, más que a las clases ricas de la sociedad, pero no
se trata de un mal que afecte sólo al obrero, que sea exclusivo de su clase.
Ocurre exactamente lo mismo con la penuria de la vivienda. La extensión de las
grandes ciudades modernas da a los terrenos, sobre todo en los barrios del
centro, un valor artificial, a veces desmesuradamente elevado; los edificios ya
construidos sobre estos terrenos, lejos de aumentar su valor, por el contrario lo
disminuyen, porque ya no corresponden a las nuevas condiciones, y son
derribados para reemplazarlos por nuevos edificios. Y esto ocurre, en primer
término, con las viviendas obreras situadas en el centro de la ciudad, cuyos
alquileres, incluso en las casas más superpobladas, nunca pueden pasar de cierto
máximo, o en todo caso sólo de una manera en extremo lenta. Por eso son
derribadas, para construir en su lugar tiendas, almacenes o edificios públicos.
Por intermedio de Haussmann, el bonapartismo explotó extremadamente esta
tendencia en París, para la estafa y el enriquecimiento privado. Pero el espíritu de
Haussmann se paseó también por Londres, Manchester y Liverpool; en Berlín y
Viena parece haberse instalado como en su propia casa. El resultado es que los
obreros van siendo desplazados del centro a la periferia; que las viviendas
obreras y, en general, las viviendas pequeñas, son cada vez más escasas y más
caras, llegando en muchos casos a ser imposible hallar una casa de ese tipo, pues
en tales condiciones, la industria de la construcción encuentra en la edificación
de casas de alquiler elevado un campo de especulación infinitamente más
favorable, y solamente por excepción construye casas para obreros.
Así pues, esta penuria de la vivienda afecta a los obreros mucho más que a las
clases acomodadas; pero, al igual que el engaño del tendero, no constituye un
mal que pesa exclusivamente sobre la clase obrera. Y en la medida en que le
concierne, al llegar a cierto grado y al cabo de cierto tiempo, deberá producirse
una compensación económica.
Son éstos, precisamente, los males comunes a la clase obrera y a las otras clases,
en particular a la pequeña burguesía, de los que prefiere ocuparse el socialismo
pequeñoburgués, al que pertenece también Proudhon. Y no es por casualidad
por lo que nuestro proudhoniano alemán [*] toma de preferencia la cuestión de la
vivienda —que, como hemos visto, no es en modo alguno una cuestión
exclusivamente obrera— y hace de ella, por el contrario, un problema puro y
exclusivamente obrero.
[327]
«El inquilino es para el propietario lo que el asalariado es para el capitalista».
Esto es absolutamente falso.
En la cuestión de la vivienda tenemos dos partes que se contraponen la una a la
otra: el inquilino y el arrendador o propietario. El primero quiere comprar al
segundo el disfrute temporal de una vivienda. Posee dinero o crédito, incluso si
ha de comprar este crédito al mismo arrendador a un precio usurario y en forma
de un aumento del alquiler. Se trata de una sencilla venta de mercancía y no de
una transacción entre un proletario y un burgués, entre un obrero y un capitalista.
El inquilino —incluso si es obrero— aparece como una persona pudiente, que ha
de haber vendido previamente su mercancía específica, la fuerza de trabajo, para
poder presentarse, con el producto de su venta, como comprador del disfrute de
una vivienda. O bien, ha de poder dar garantías sobre la venta próxima de esta
fuerza de trabajo. Los resultados peculiares de la venta de la fuerza de trabajo a
los capitalistas faltan aquí totalmente. El capitalista obliga, en primer término, a la
fuerza de trabajo comprada a reproducir su valor y, en segundo lugar, a producir
una plusvalía que queda temporalmente en sus manos, mientras es repartida
entre los miembros de la clase capitalista. Aquí se produce, pues, un valor
excedente; la suma total del valor existente resulta incrementada. Totalmente
distinto es lo que ocurre con el alquiler de una vivienda. Cualquiera que sea el
importe de la estafa sufrida por el inquilino, no puede tratarse sino de la
transferencia de un valor que ya existe, previamente producido; la suma total del
valor poseído conjuntamente por el arrendatario y el arrendador sigue siendo la
misma. El obrero, tanto si su fuerza de trabajo le es pagada por el capitalista a un
precio superior, como a un precio inferior o igual a su valor, resultará estafado en
una parte del producto de su trabajo. El arrendatario sólo resultará estafado
cuando se vea obligado a pagar su vivienda por encima de su valor. Por tanto, se
falsean totalmente las relaciones entre arrendatario y arrendador cuando se
intenta identificarlas con las que existen entre el obrero y el capitalista. En el
primer caso nos encontramos, por el contrario, frente a un intercambio
absolutamente normal de mercancías entre dos ciudadanos. Y este intercambio
se efectúa según las leyes económicas que regulan la venta de las mercancías en
general, y, en particular, la venta de la mercancía «propiedad del suelo». Los
gastos de construcción y de conservación de la casa o de su parte en cuestión han
de tenerse en cuenta en primer lugar; después, el valor del terreno,
condicionado por el emplazamiento más o menos favorable de la casa;
finalmente, y esto es lo decisivo, la [328] relación entre la oferta y la demanda en
el momento dado. Esta simple relación económica se refleja en la cabeza de
nuestro proudhoniano de la siguiente manera:
«La casa, una vez construida, sirve de título jurídico eterno sobre una parte
determinada del trabajo social, incluso si el valor real de la casa está más que
suficientemente pagado al propietario en forma de alquileres desde hace mucho
tiempo. Así ocurre que una casa construida, por ejemplo, hace cincuenta años,
llega durante este tiempo, gracias a los alquileres, a cubrir dos, tres, cinco, diez
veces, etc. su precio de coste inicial».
Aquí tenemos a Proudhon de cuerpo entero. En primer lugar, olvida que el
alquiler ha de cubrir no solamente los intereses de los gastos de construcción de
la casa, sino también las reparaciones, el término medio de las deudas
incobrables y los alquileres no pagados, así como las pérdidas ocasionadas por
las viviendas que quedan momentáneamente vacantes, y, finalmente, la
amortización anual del capital invertido en la construcción de una casa que no es
eterna, que resultará inhabitable con el tiempo y perderá, por consiguiente, todo
su valor. En segundo lugar, olvida que los alquileres han de servir igualmente
para cubrir los intereses del alza de valor del terreno sobre el cual se levanta la
casa; que una parte de los alquileres consiste, pues, en renta del suelo. Bien es
cierto que nuestro proudhoniano explica inmediatamente que, como este
aumento de valor se produce sin que el propietario contribuya a él para nada, no
le pertenece de derecho, sino que pertenece a la sociedad. Sin embargo, no se
da cuenta de que de este modo reclama, en realidad, la abolición de la propiedad
territorial. No nos extenderemos sobre esta cuestión, pues ello nos apartaría
demasiado de nuestro tema. Nuestro proudhoniano olvida, finalmente, que en
toda esta transacción no se trata en absoluto de comprar la casa a su propietario,
sino solamente de su usufructo, por un tiempo determinado. Proudhon, que no se
ha preocupado jamás de las condiciones reales, concretas, en que se
desenvuelve todo fenómeno económico, no puede, naturalmente, explicarse
cómo el precio de coste inicial de una casa puede, bajo determinadas
circunstancias, cubrirse diez veces en el término de cincuenta años en forma de
alquileres. En vez de investigar desde un punto de vista económico esta cuestión
nada complicada y de establecer si está en contradicción, y de qué modo, con las
leyes económicas, la esquiva saltando audazmente de la economía a la
jurisprudencia: «La casa, una vez construida, sirve de título jurídico eterno» sobre
un pago anual determinado. ¿Cómo ocurre esto, cómo la casa se convierte en un
título jurídico? Proudhon no dice una palabra sobre el particular. Y es esto lo que
debería, sin embargo, explicarnos. Si hubiera investigado, habría descubierto
que todos los títulos jurídicos del mundo, por muy eternos [329] que sean, no
confieren a una casa la facultad de rendir en cincuenta años diez veces su precio
de coste en forma de alquileres, sino que solamente ciertas condiciones
económicas (que pueden muy bien ser reconocidas socialmente en forma de
títulos jurídicos) pueden permitirlo. Y al llegar aquí se encontraría de nuevo en el
punto de partida.
Toda la teoría de Proudhon está basada en este salto salvador que le lleva de la
realidad económica a la fraseología jurídica. Cada vez que el valiente Proudhon
pierde de vista la conexión económica —y esto le ocurre en todas las cuestiones
serias— se refugia en el dominio del Derecho y acude a la justicia eterna.
«Proudhon va a buscar su ideal de justicia eterna —justice éternelle— en las
relaciones jurídicas correspondientes a la producción mercantil, con la que —
dicho sea de pasada— aporta la prueba, muy consoladora para todos los filisteos,
de que la producción mercantil es tan necesaria como la propia justicia. Luego,
volviendo las cosas del revés, pretende modelar la verdadera producción
mercantil y el derecho real congruente con ella sobre la norma de este ideal.
¿Qué pensaríamos de un químico que, en vez de estudiar las verdaderas leyes de
la asimilación y desasimilación de la materia, planteando y resolviendo a base de
ellas determinados problemas concretos, pretendiese modelar la asimilación y
desasimilación de la materia sobre las «ideas eternas» de la «naturalidad y de la
afinidad»? ¿Es que averiguamos algo nuevo acerca de la usura con decir que la
usura choca con la «justicia eterna» y la «eterna equidad», con la «mutualidad
eterna» y otras «verdades eternas»? No; sabemos exactamente lo mismo que
sabían los padres de la Iglesia cuando decían que chocaba con la «gracia eterna»,
la «fe eterna» y la «voluntad eterna de Dios». » (Marx, "El Capital", t. I, pág. 45)
[*].
Nuestro proudhoniano [*]* no va mucho más allá que su señor y maestro:
«El contrato de alquiler es una de las mil transacciones de trueque que son tan
necesarias en la vida de la sociedad moderna como la circulación de la sangre en
el cuerpo del animal. El interés de la sociedad exigiría, naturalmente, que todas
estas transacciones estuvieran penetradas de la idea del derecho, es decir, que
fueran siempre ultimadas según las exigencias estrictas de la justicia. En una
palabra, la vida económica de la sociedad como dice Proudhon, debería elevarse
a las alturas del derecho económico. En la realidad, como se sabe, ocurre todo lo
contrario».
¿Podría creerse que a los cinco años de haber caracterizado Marx con tan pocas
palabras y de manera tan acertada el [330] proudhonismo, y justamente en este
punto capital, hubiera sido todavía posible ver impreso en alemán tal tejido de
confusiones? ¿Qué significa, pues, este galimatías? Unicamente que los cfectos
prácticos de las leyes económicas que rigen la sociedad actual hieren de un
modo evidente el sentimiento del derecho de nuestro autor y que éste abriga el
piadoso deseo de que tal estado de cosas pueda corregirse de algún modo. ¡Así,
si los sapos tuviesen cola, no serían sapos! Y el modo de producción capitalista,
¿no está «penetrado de una idea del derecho», principalmente la de su derecho
específico a explotar a los obreros? Y si nuestro autor dice que ésta no es su idea
del derecho, ¿hemos dado un paso adelante?
Pero volvamos a la cuestión de la vivienda. Nuestro proudhoniano da ahora libre
curso a su «idea del derecho» y nos dedica esta patética declamación:
«Afirmamos sin la menor duda que no hay escarnio más terrible para toda la
cultura de nuestro famoso siglo que el hecho de que, en las grandes ciudades, el
noventa por ciento de la población y aún más no disponen de un lugar que
puedan llamar suyo. El verdadero centro de la existencia familiar y moral, la casa
y el hogar, es arrastrado a la vorágine social... En este aspecto nos encontramos
muy por debajo de los salvajes. El troglodita tiene su caverna, el australiano su
cabaña de adobe, el indio su propio hogar; el proletario moderno está
prácticamente en el aire», etc.
En esta jeremiada tenemos al proudhonismo en toda su forma reaccionaria. Para
crear la clase revolucionaria moderna del proletariado era absolutamente
necesario que fuese cortado el cordón umbilical que ligaba al obrero del pasado
a la tierra. El tejedor a mano, que poseía, además de su telar, una casita, un
pequeño huerto y una parcela de tierra, seguía siendo, a pesar de toda la miseria
y de toda la opresión política, un hombre tranquilo y satisfecho, «devoto y
respetuoso», que se quitaba el sombrero ante los ricos, los curas y los
funcionarios del Estado y que estaba imbuido de un profundo espíritu de esclavo.
Es precisamente la gran industria moderna la que ha hecho del trabajador
encadenado a la tierra un proletario proscrito, absolutamente desposeído y
liberado de todas las cadenas tradicionales; es precisamente esta revolución
económica la que ha creado las únicas condiciones bajo las cuales puede ser
abolida la explotación de la clase obrera en su última forma: la producción
capitalista. Y ahora llega nuestro plañidero proudhoniano y se lamenta, como de
un gran paso atrás, de la expulsión del obrero de su casa y hogar, cuando ésta fue
la condición primerísima de su emancipación espiritual.
Hace veintisiete años (en "La situación de la clase obrera en Inglaterra") he
descrito, en sus rasgos fundamentales, este mismo proceso de expulsión del
obrero de su hogar, tal como tuvo lugar [331] en Inglaterra en el siglo XVIII. Las
infamias cometidas durante este proceso por los propietarios de la tierra y los
fabricantes, las nocivas consecuencias morales y materiales que de ello habían
de seguirse, sobre todo en perjuicio de los obreros expropiados, hallaron su
debido reflejo en dicha obra. Pero ¿podía ocurrírseme ver en este desarrollo
histórico, absolutamente necesario en aquellas circunstancias, un paso atrás «muy
por debajo de los salvajes»? Imposible. El proletario inglés de 1872 se halla a un
nivel infinitamente más elevado que el tejedor rural de 1772, que poseía «casa y
hogar». ¿Acaso el troglodita con su caverna, el australiano con su cabaña de
adobe y el indio con su hogar propio harán una insurrección de Junio [15] o una
Comuna de París?
El burgués es el único que duda de que la situación material del obrero se haya
hecho, en general, peor a partir de la introducción en gran escala de la
producción capitalista. Pero ¿es ésta una razón para añorar las marmitas
(igualmente magras) de Egipto [16], la pequeña industria rural, que sólo ha hecho
nacer almas serviles, o los «salvajes»? Al contrario. Sólo este proletariado creado
por la gran industria moderna, liberado de todas las cadenas heredadas, incluso
de las que le ligaban a la tierra, y concentrado en las grandes ciudades, es capaz
de realizar la gran revolución social que pondrá fin a toda explotación y a toda
dominación de clase. Los antiguos tejedores rurales a mano, con su casa y su
hogar, nunca hubieran podido realizarla; no hubieran podido concebir jamás tal
idea y todavía menos hubieran querido convertirla en realidad.
Para Proudhon, por el contrario, toda la revolución industrial de los últimos cien
años, el vapor, la gran producción fabril, que reemplaza el trabajo manual por las
máquinas y multiplica por mil la productividad del trabajo, representan un
acontecimiento sumamente desagradable, algo que en verdad no hubiera debido
producirse. El pequeño burgués Proudhon desea un mundo en el que cada cual
acabe un producto concreto, independiente, que sea inmediatamente consumible
o intercambiable en el mercado. Y si cada cual recuperase todo el valor del
producto de su trabajo con otro producto, la exigencia de la «justicia eterna»
quedaría plenamente satisfecha y tendríamos el mejor de los mundos posibles.
Pero este mejor de los mundos proudhoniano está ya aplastado en embrión por el
pie del desarrollo progresivo de la industria que, en todas las ramas industriales
importantes, ha destruido hace mucho tiempo el trabajo individual y lo destruye
más cada día en las ramas más pequeñas, hasta en las menos importantes,
sustituyéndolo con un trabajo social basado en el empleo de las máquinas y de las
fuerzas dominadas de la naturaleza, y cuyo producto acabado, inmediatamente
intercambiable [332] o consumible, es obra común de numerosos individuos, por
las manos de los cuales ha tenido que pasar. Gracias precisamente a esta
revolución industrial, la fuerza productiva del trabajo humano ha alcanzado tal
nivel que, con una división racional del trabajo entre todos, existe la posibilidad
—por primera vez desde que hay hombres— de producir lo suficiente, no sólo
para asegurar un abundante consumo a cada miembro de la sociedad y constituir
un abundante fondo de reserva, sino también para que todos tengan además
suficientes ocios, de modo que todo cuanto ofrece un valor verdadero en la
cultura legada por la historia —ciencia, arte, formas de trato social, etc.— pueda
ser no solamente conservado, sino transformado de monopolio de la clase
dominante en un bien común de toda la sociedad y además enriquecido. Y
llegamos con esto al punto esencial. En cuanto la fuerza productiva del trabajo
humano ha alcanzado este nivel, desaparece todo pretexto para justificar la
existencia de una clase dominante. La razón última invocada para defender las
diferencias de clase ha sido siempre que hacía falta una clase que no se
extenuara en la producción de su subsistencia diaria, a fin de tener tiempo para
preocuparse del trabajo intelectual de la sociedad. A esta fábula, que ha
encontrado hasta ahora una gran justificación histórica, la revolución industrial de
los últimos cien años le ha cortado las raíces. El mantenimiento de una clase
dominante es cada día más un obstáculo para el desarrollo de las fuerzas
productivas industriales, así como de la ciencia, del arte y, en particular, de las
formas elevadas de trato social. Jamás ha habido mayores palurdos que nuestros
burgueses modernos.
Todo esto le tiene sin cuidado al amigo Proudhon. El quiere la «justicia eterna» y
nada más. Cada cual ha de recibir a cambio de su producto el importe total de su
trabajo, el valor íntegro de su trabajo. Pero calcular a cuánto asciende este valor
en un producto de la industria moderna, es cosa complicada. La industria
moderna oculta precisamente la parte de cada uno en el producto total, mientras
que en el antiguo trabajo individual a mano quedaba claramente expresada en el
producto elaborado. Además, la industria moderna elimina cada vez más el
intercambio individual, sobre el cual se funda todo el sistema de Proudhon: el
trueque directo entre dos productores, cada uno de los cuales toma el producto
del otro para consumirlo. Por eso, a través de todo el proudhonismo pasa, como
hilo de engarce, una aversión reaccionaria por la revolución industrial y el deseo,
unas veces manifiesto y otras oculto, de arrojar fuera toda la industria moderna,
como las máquinas de vapor, los telares mecánicos y otras calamidades, para
volver al viejo [333] y respetable trabajo manual. Que con esto perdamos
novecientas noventa y nueve milésimas de la fuerza de producción y que toda la
humanidad sea condenada a la peor esclavitud del trabajo, que el hambre se
convierta en regla general, ¿qué importa, puesto que conseguimos organizar el
intercambio de tal modo que cada cual reciba el «importe total de su trabajo» y se
realice la «justicia eterna»? Fiat justitia, pereat mundus!
¡Hágase la Justicia y húndase el mundo!
Y el mundo se hundiría con la contrarrevolución de Proudhon, si ésta fuera
realizable.
Es evidente, por otra parte, que incluso en la producción social condicionada por
la gran industria moderna, cada cual puede tener asegurado el «importe total de
su trabajo», en la medida en que estas palabras tienen sentido. Y sólo pueden
tenerlo si se entienden más ampliamente, es decir, no que cada obrero en
particular sea propietario del «importe total de su trabajo», sino que toda la
sociedad, compuesta únicamente de obreros, esté en posesión del producto total
de su trabajo, del cual una parte será distribuida para el consumo entre sus
miembros, otra será consagrada a reemplazar y acrecer sus medios de
producción y otra a constituir un fondo de reserva para la producción y el
consumo.
***
Después de lo que antecede podemos ya prever de qué modo va a resolver
nuestro proudhoniano la magna cuestión de la vivienda. De un lado, tenemos la
reivindicación de que cada obrero posea una vivienda que le pertenezca en
propiedad, a fin de que no sigamos estando por debajo de los salvajes. Del otro,
tenemos la afirmación de que el hecho, por lo demás real, de que una casa pueda
proporcionar, en forma de alquileres, dos, tres, cinco o diez veces su precio de
coste inicial, reposa sobre un título jurídico y que éste se encuentra en
contradicción con la «justicia eterna». La solución es simple. Abolimos el título
jurídico y declaramos en nombre de la justicia eterna que el alquiler constituye
una amortización del precio de la propia vivienda. Cuando han sido establecidas
unas premisas que contienen ya la conclusión a que quiera llegarse, no se precisa
una habilidad mayor que la de cualquier charlatán para sacar de la manga el
resultado preparado con anticipación y jactarse de la lógica inquebrantable de la
cual es producto.
Y esto es lo que aquí ocurre. La supresión de la vivienda de alquiler se proclama
como una necesidad en el sentido de [334] que cada arrendatario ha de
convertirse en propietario de su vivienda. ¿Cómo se consigue ésto? Es muy
sencillo:
«La vivienda de alquiler será rescatada... El antiguo propietario de la casa
recibirá su valor hasta el último céntimo. En vez de representar el alquiler como
ha ocurrido hasta ahora, el tributo pagado por el arrendatario al derecho eterno
del capital, una vez proclamado el rescate de las viviendas de alquiler, la suma
exactamente fijada y pagada por el arrendatario constituirá la anualidad por la
vivienda que ha pasado a ser propiedad suya... La sociedad... se transformará así
en un conjunto de propietarios de viviendas, libres e independientes».
El proudhoniano [*] ve un crimen cometido contra la justicia eterna en el hecho
de que un propietario, sin trabajar, pueda obtener una renta del suelo y un
interés del capital invertido en su casa. Decreta que esto debe cesar: el capital
invertido en casas no debe seguir produciendo interés y tampoco renta del suelo
en la parte que representa terreno adquirido. Pero hemos visto que con esto el
modo de producción capitalista, base fundamental de la sociedad actual, no
resulta afectado en lo más mínimo. El eje en torno al cual gira la explotación del
obrero es la venta de la fuerza de trabajo al capitalista y el uso que hace éste de
dicha transacción, obligando al obrero a producir mucho más de lo que
representa el valor pagado por la fuerza de trabajo. Es de esta transacción entre
el capitalista y el obrero de donde resulta toda la plusvalía que se reparte
después en forma de renta del suelo, de beneficio comercial, de interés del
capital, de impuestos, etc., etc., entre las diferentes categorías de capitalistas y
entre sus servidores. ¡Y he aquí ahora que nuestro proudhoniano piensa que si a
una sola de estas categorías de capitalistas —y, de hecho, a la que no compra
directamente ninguna fuerza de trabajo y, por consiguiente, no obliga a producir
ninguna plusvalía— se le prohibiera realizar un beneficio o recibir un interés,
habríamos dado un paso adelante! La masa de trabajo no pagado arrancado a la
clase obrera seguiría siendo exactamente la misma, incluso si se suprimiese
mañana la posibilidad para los propietarios de casas de reservarse una renta del
suelo y un interés. Esto no impide en absoluto a nuestro proudhoniano declarar
que:
«La abolíción de la vivienda de alquiler es así una de las aspiraciones más
fecundas y más elevadas de cuantas han surgido del seno de la idea
revolucionaria y debe transformarse en la reivindicación primerísima de la
democracia social».
Exactamente la misma vocinglería del maestro Proudhon, cuyo cacareo está
siempre en razón inversa del volumen de los huevos que pone.
[335]
¡Imaginad ahora qué bella situación tendríamos si cada obrero, cada pequeño
burgués y cada burgués estuviesen obligados, mediante el pago de anualidades,
a convertirse en propietarios, primero parciales y después totales, de su
vivienda! En las regiones industriales de Inglaterra, donde existe una gran
industria, pero pequeñas casas obreras, y donde cada obrero casado habita una
casita para él solo, esto aún podría tener sentido. Pero la pequeña industria de
París y la de la mayor parte de las grandes ciudades del continente se
complementa con grandes casas en las que viven juntas diez, veinte o treinta
familias. Supongamos que el día del decreto liberador, proclamando el rescate
de las viviendas de alquiler, Pedro trabaja en una fábrica de máquinas en Berlín.
Al cabo de un año es propietario, supongamos, de una quinceava parte de su
vivienda, que consiste en una habitación del quinto piso de una casa situada en
las proximidades de la Puerta de Hamburgo. Pierde su trabajo y no tarda en
encontrarse en una vivienda semejante, pero en Pothof, en Hannover, en un
tercer piso, con soberbias vistas al patio. Al cabo de cinco meses, cuando ya ha
entrado en posesión de una treintaiseisava parte exactamente de su propiedad,
se produce una huelga en su fábrica, y esto le obliga a marcharse a Munich. Allí,
al cabo de once meses se ve obligado a convertirse en propietario de once ciento
ochentavas partes exactamente de una planta baja bastante sombría detrás de la
Ober-Angergasse. Diversas peregrinaciones, como las que los obreros conocen a
menudo en nuestros días, le imponen, sucesivamente: siete trescientas
sesentavas partes de una vivienda no menos decente en St. Gallen, veintitrés
ciento ochentavas de otra en Leeds, y trescientas cuarenta y siete cincuenta y seis
mil doscientas veintitresavas —calculadas con toda exactitud, a fin de que la
«justicia eterna» no tenga motivo de queja— en Seraing. ¿Qué tiene, pues,
nuestro Pedro con todas estas partes de vivienda? ¿Quién le dará su valor real?
¿Dónde va a encontrar al propietario o a los propietarios de las otras partes de las
diferentes viviendas que ha habitado? ¿Y cuáles serán las relaciones de
propiedad de una gran casa cualquiera cuyos pisos contienen, supongamos
veinte viviendas, las cuales, cuando las anualidades hayan sido todas pagadas y
las viviendas de alquiler suprimidas, pertenecerán, pongamos por caso, a
trescientos propietarios parciales, dispersos por todo el mundo? Nuestro
proudhoniano nos dirá que antes de esto habrá sido fundado el Banco de Cambio
de Proudhon y que este Banco pagará por cualquier producto del trabajo, en todo
momento y a cada uno, el importe total de su trabajo y por tanto, también el pleno
valor de su parte de vivienda. Pero en primer lugar, el Banco de Cambio de
Proudhon [336] importa poco ahora, pues incluso en los artículos escritos sobre el
problema de la vivienda no aparece mencionado en parte alguna; en segundo
lugar, su concepción reposa sobre el singular error de creer que cuando alguien
quiere vender una mercancía, encuentra siempre necesariamente un comprador
por su pleno valor, y, en tercer lugar, antes de que Proudhon lo inventara, ya
había quebrado más de una vez en Inglaterra bajo el nombre de "Labour
Exchange Bazaar" [17].
Toda esta concepción de que el obrero ha de comprar su vivienda, se apoya a su
vez sobre la teoría fundamental reaccionaria de Proudhon, que ya hemos
señalado, de que las condiciones creadas por la gran industria moderna
constituyen una excrecencia enfermiza, y que la sociedad debe ser llevada por la
fuerza —es decir, oponiéndose a la corriente seguida por ella desde hace cien
años— a un estado de cosas en el cual la norma sería el antiguo y estable trabajo
manual de productores individuales. Lo cual, en términos generales, no sería más
que una restauración idealizada de la pequeña empresa, ya arruinada y que aún
sigue arruinándose. Una vez reintegrados a esta situación inerte, una vez alejada
felizmente la «vorágine social», los obreros podrían entonces, naturalmente,
recuperar su «casa y hogar», y la teoría del rescate aparecería menos absurda.
Pero Proudhon olvida simplemente que, para llevar todo esto a cabo, le es
necesario retrasar el reloj de la historia mundial en cien años y que, haciendo
esto, daría de nuevo a los obreros de hoy la misma mentalidad de esclavo, el
mismo espíritu estrecho, rastrero y servil de sus abuelos.
La solución proudhoniana del problema de la vivienda, en la medida en que
encierra un contenido racional y aplicable en la práctica, está ya siendo aplicada
hoy día. Y en verdad, no surge del «seno de la idea revolucionaria», sino... de la
propia gran burguesía. Oigamos lo que dice al respecto un excelente periódico
español, "La Emancipación" [18] de Madrid, en su número del 16 de marzo de
1872:
«Existe otro medio de resolver la cuestión de las habitaciones, medio propuesto
por Proudhon, que a primera vista deslumbra, pero que, bien examinado,
descubre su total impotencia. Proudhon proponía que los inquilinos se
convirtiesen en censatarios, es decir, que el precio del alquiler anual sirviese
como parte de pago del valor de la habitación, viniendo cada inquilino a ser
propietario de su vivienda al cabo de cierto tiempo. Esta medida, que Proudhon
creía muy revolucionaria, se halla practicada en todos los países, por compañías
de especuladores, que de este modo, aumentando el precio de los alquileres,
hacen pagar dos y tres veces el valor de la casa. El señor Dollfus y otros grandes
industriales del Noroeste de Francia han puesto en práctica este sistema, no sólo
para ganar dinero, sino con un fin político superior.
[337]
Los jefes más inteligentes de las clases imperantes han dirigido siempre sus
esfuerzos a aumentar el número de pequeños propietarios, a fin de crearse un
ejército contra el proletariado. Las revoluciones burguesas del pasado siglo,
dividiendo la gran propiedad de los nobles y del clero en pequeñas partes, como
quieren hacerlo hoy los republicanos españoles con la propiedad territorial que
se halla aún centralizada, crearon toda una clase de pequeños propietarios, que
ha sido después el elemento más reaccionario de nuestra sociedad, y que ha sido
el obstáculo incesante que ha paralizado el movimiento revolucionario del
proletariado de las ciudades. Napoleón III, dividiendo los cupones de las rentas
del Estado, intentó crear esa misma clase en las ciudades, y el señor Dollfus y sus
colegas, al vender a sus trabajadores pequeñas habitaciones pagaderas por
anualidades, han querido sofocar en ellos todo espíritu revolucionario e impedir
al mismo tiempo al obrero, ligado por la propiedad a la fábrica, que fuese a otra
parte a ofrecer su trabajo. Así pues, el proyecto de Proudhon, no sólo era
impotente para aliviar a la clase trabajadora, sino que se volvía contra ella» [*].
¿Cómo, pues, resolver el problema de la vivienda? En la sociedad actual, se
resuelve exactamente lo mismo que otro problema social cualquiera: por la
nivelación económica gradual de la oferta y la demanda, solución que reproduce
constantemente el problema y que, por tanto, no es tal solución. La forma en que
una revolución social resolvería esta cuestión no depende solamente de las
circunstancias de tiempo y lugar, sino que, además, se relaciona con cuestiones
de mucho mayor alcance, entre las cuales figura, como una de las más esenciales,
la supresión del contraste entre la ciudad y el campo. Como nosotros no nos
dedicamos a construir ningún sistema utópico para la organización de la sociedad
del futuro, sería más que ocioso detenerse en esto. Lo cierto, sin embargo, es que
ya hoy existen en las grandes ciudades edificios suficientes para remediar en
seguida, si se les diese un empleo racional, toda verdadera «penuria de la
vivienda». Esto sólo puede lograrse, naturalmente, expropiando a los actuales
poseedores y alojando en sus casas a los obreros que carecen de vivienda o que
viven hacinados [338] en la suya. Y tan pronto como el proletariado conquiste el
poder político, esta medida, impuesta por los intereses del bien público, será de
tan fácil ejecución como lo son hoy las otras expropiaciones y las requisas de
viviendas que lleva a cabo el Estado actual.
***
No obstante, nuestro proudhoniano [*] no está satisfecho con los resultados que
ha obtenido hasta ahora en la cuestión de la vivienda. Necesita sacarla de la tierra
prosaica y elevarla a los dominios del socialismo supremo para demostrar que
también allí constituye una «parte» esencial de la «cuestión social»:
«Supongamos que la productividad del capital será agarrada de verdad por los
cuernos —como ha de ocurrir tarde o temprano—, por ejemplo, mediante una ley
de transición que fijará el tipo del interés de todos los capitales en un uno por
ciento, con tendencia, nótese bien, a aproximarlo cada vez más a cero, de suerte
que, finalmente, ya no se pagará nada fuera del trabajo necesario para la rotación
del capital. Igual que todos los demás productos, las casas y las viviendas quedan
comprendidas, naturalmente, en el marco de esta ley... El mismo propietario será
el primero en querer vender, pues, de lo contrario, su casa no tendría ninguna
utilización, y el capital que hubiera invertido en ella quedaría simplemente
improductivo».
Esta proposición contiene uno de los principales artículos de fe del catecismo de
Proudhon y nos ofrece un ejemplo patente de la confusión que reina en él.
La «productividad del capital» es un absurdo que Proudhon toma de un modo
irreflexivo de los economistas burgueses. Cierto es que los economistas
burgueses empiezan también por la afirmación de que el trabajo es la fuente de
todas las riquezas y la medida de valor de todas las mercancías; pero les queda
todavía por explicar cómo es que el capitalista que anticipa un capital en un
negocio industrial o artesano recupera al final, no solamente el capital invertido,
sino, además, un beneficio. Como consecuencia, tienen que enredarse en toda
clase de contradicciones y atribuir también al capital una cierta productividad.
Nada muestra mejor en qué proporciones se halla todavía Proudhon enfangado
en el pensamiento burgués que su apropiación de la fraseología sobre la
productividad del capital. Hemos visto desde el principio que esta pretendida
«productividad del capital» no es más que su cualidad inherente (en las
relaciones sociales actuales, sin las que el capital no existiría) de poder
apropiarse el trabajo no retribuido de los asalariados.
[339]
Proudhon se distingue, sin embargo, de los economistas burgueses en que no
aprueba esta «productividad del capital», sino que descubre en ella, por el
contrario, una violación de la «justicia eterna». Es ella la que impide que el obrero
reciba todo el producto de su trabajo. Debe, pues, ser abolida. ¿Cómo?
Rebajando, mediante una legislación coactiva, el tipo del interés hasta reducirlo a
cero. Entonces, el capital dejará, según nuestro proudhoniano, de ser productivo.
El interés del capital-dinero, de préstamo, no constituye más que una parte de la
ganancia; la ganancia, ya se trate de capital industrial, ya de capital comercial, no
representa más que una parte de la plusvalía que, en forma de trabajo no
retribuido, arranca la clase capitalista a la clase obrera. Las leyes económicas que
regulan el tipo del interés son tan independientes de las leyes que fijan la cuota
de la plusvalía como pueden serlo entre sí, en general, las leyes de una misma
forma de sociedad. En lo que concierne al reparto de la plusvalía entre los
capitalistas individuales, aparece claro que para los industriales y los
comerciantes que tienen en sus negocios numerosos capitales anticipados por
otros capitalistas la cuota de ganancia ha de ascender en la misma medida —
siendo iguales todas las demás circunstancias— en que desciende el tipo del
interés. La baja y, finalmente, la supresión del tipo del interés en modo alguno
«agarraría por los cuernos» la pretendida «productividad del capital», sino que
solamente modificaría el reparto entre los capitalistas de la plusvalía no
retribuida y arrancada a la clase obrera. La ventaja no sería para el obrero
respecto al capitalista industrial, sino para este último respecto al rentista.
Desde su punto de vista jurídico, Proudhon explica el tipo del interés, como todos
los fenómenos económicos, no por las condiciones de la producción social, sino
por las leyes del Estado en que estas condiciones encuentran su expresión
general. Desde este punto de vista, que desconoce en absoluto la conexión entre
las leyes del Estado y las condiciones de producción de la sociedad, estas leyes
aparecen necesariamente como decretos puramente arbitrarios, que en cualquier
momento pueden ser perfectamente reemplazados por decretos directamente
opuestos. No hay, pues, nada más fácil para Proudhon que dictar un decreto —en
cuanto tenga poder para ello—, mediante el cual el tipo del interés quedará
rebajado al uno por ciento. Pero si todas las otras circunstancias sociales siguen
siendo las mismas, el decreto de Proudhon no podrá existir más que sobre el
papel. Pese a todos los decretos, el tipo del interés continuará siendo regulado
por las leyes económicas a las cuales se halla hoy sometido. Todas las personas
solventes, seguirán pidiendo dinero, según las [340] circunstancias, al dos, tres,
cuatro por ciento y aún más, como anteriormente. La única diferencia será que los
rentistas lo pensarán bien y no prestarán dinero más que a personas con las
cuales no hayan de tener litigios. Por lo demás, este gran plan, encaminado a
quitar al capital su «productividad», es viejísimo, tan viejo como las leyes sobre la
usura, las cuales no tenían otra finalidad que limitar el tipo del interés y están ya
en todas partes abrogadas, pues, en la práctica, han sido siempre eludidas o
infringidas y el Estado hubo de reconocer su impotencia ante las leyes de la
producción social. ¡Y es el restablecimiento de estas leyes medievales
inaplicables lo que «habrá de agarrar por los cuernos la productividad del
capital»!. Se ve que cuanto más se penetra en el proudhonismo, más reaccionario
aparece.
Y cuando, de este modo, el tipo del interés haya sido reducido a cero y el interés
del capital abolido por lo tanto, entonces «no se pagará nada fuera del trabajo
necesario para la rotación del capital». Esto significa, por consiguiente, que la
abolición del interés equivale a la supresión de la ganancia y hasta de la
plusvalía. Pero incluso si fuese realmente posible decretar la abolición del
interés, ¿cuál sería su consecuencia? La clase de los rentistas no tendría ya
estímulo para prestar sus capitales en forma de anticipos, sino únicamente para
invertirlos por su cuenta en empresas industriales propias o en sociedades por
acciones. La masa de la plusvalía arrancada a la clase obrera por la clase
capitalista seguiría siendo la misma; sólo su reparto se modificaría, y aún no
mucho.
De hecho, nuestro proudhoniano no ve que ya ahora, en la compra de mercancías
en la sociedad burguesa, no se paga más, por término medio, que «el trabajo
necesario para la rotación del capital» (es decir, necesario para la producción de
una mercancía determinada). El trabajo es la medida del valor de todas las
mercancías y es, en la sociedad actual, totalmente imposible —abstracción hecha
de las oscilaciones del mercado— que se pague por término medio por las
mercancías más que el trabajo necesario para su producción. No, no, querido
proudhoniano, no está ahí la dificultad de la cuestión; sino en el hecho de que,
simplemente, «el trabajo necesario para la rotación del capital» (para emplear sus
propios términos confusos) ¡no es trabajo totalmente pagado! Puede usted leer en
Marx cómo ocurre esto ("El Capital", t. I, págs. 128-160) [*].
Pero aún no es todo. Si queda abolido el interés del capital [341] (Kapitalzins), el
alquiler (Mietzins) [*]* queda por esto mismo igualmente abolido. Pues, «igual
que todos los demás productos, las casas y las viviendas quedan comprendidas
en el marco de esta ley». Exactamente como aquel viejo comandante que hace
llamar a uno de sus voluntarios de un año de servicio y le dice: «Oigame, dicen
que es usted doctor. Venga, pues, a verme de vez en cuando; con una mujer y
siete hijos, siempre hay algo que arreglar».
El soldado: «Perdóneme, mi comandante. Soy doctor en Filosofía».
El comandante: «Me da lo mismo. Un matasanos es siempre un matasanos».
Así ocurre a nuestro proudhoniano: alquiler (Mietzins) o interés del capital
(Kapitalzins) le da lo mismo. El interés es el interés, un matasanos es un
matasanos.
Hemos visto anteriormente que el precio del alquiler (Mietpreis), vulgo alquiler
(Mietzins), se compone: 1) en parte, de la renta del suelo; 2) en parte, del interés
del capital de construcción, comprendido el beneficio para el contratista de la
obra; 3) en parte, de gastos de reparaciones y seguros; 4) en parte, de la
amortización por anualidades del capital de construcción, comprendido el
beneficio, proporcionalmente al deterioro de la casa.
Debería, pues, resultar evidente, incluso para el más obtuso, que
«el mismo propietario será el primero en querer vender, pues, de lo contrario, su
casa no tendría ninguna utilización y el capital que hubiera invertido en ella
quedaría simplemente improductivo».
Naturalmente. Si se suprime el interés de todo capital a préstamo, ningún
propietario podrá ya recibir un céntimo de alquiler por su casa, por el solo hecho
de que al alquiler (Miete) se le puede llamar también interés de arrendamiento
(Mietzins), y porque éste contiene una parte que es realmente interés del capital.
Un matasanos es un matasanos. Si las leyes sobre la usura concernientes al interés
ordinario del capital sólo han podido hacerse ineficaces eludiéndolas, no han
afectado jamás, ni siquiera remotamente, a la tasa de alquiler de las viviendas.
Estaba reservado a Proudhon imaginarse que su nueva ley sobre la usura
regularía, pese a todo, e iría aboliendo gradualmente, no sólo el simple interés
del capital, sino también el complicado alquiler de las viviendas (Mietzins). Pero
entonces, ¿por qué habría que comprar al propietario su casa «simplemente
improductiva» a tan alto precio? ¿Por qué, en tales condiciones, el propietario no
daría él mismo dinero con tal de que se le librara de esta casa [342]
«simplemente improductiva» y no tener más gastos de reparación? Sobre esto no
se nos dice nada.
Después de haber realizado esta hazaña triunfal en los dominios del socialismo
supremo (del suprasocialismo, como dice el maestro Proudhon), nuestro
proudhoniano se cree autorizado a emprender el vuelo hacia cumbres más altas.
«No se trata ya ahora más que de obtener algunas conclusiones para que se haga
plena luz en todos los aspectos de este tema nuestro tan importante».
¿Cuáles son, pues, estas conclusiones? Cosas que derivan tan poco de lo que
precede como la depreciación de las casas de vivienda de la abolición del tipo
del interés, y que, despojadas del lenguaje pomposo y solemne de nuestro autor,
significan simplemente que para facilitar el rescate de las viviendas de alquiler
conviene tener: 1) una estadística exacta sobre el particular, 2) una buena policía
sanitaria y 3) cooperativas de obreros de la construcción capaces de emprender
la edificación de nuevas casas. He aquí, ciertamente, cosas buenas y muy bellas,
pero que, a pesar de todas esas frases vocingleras, son absolutamente incapaces
de aportar «plena luz» a las tinieblas de la confusión mental de Proudhon.
Quien ha realizado semejantes hazañas tiene el derecho de dirigir una
exhortación a los trabajadores alemanes:
«Nos parece que tales cuestiones y otras similares merecen toda la atención de la
democracia social... Deseemos que procure ilustrarse, igual que aquí en la
cuestión de la vivienda, sobre otras cuestiones no menos importantes, como el
crédito, la deuda pública, las deudas privadas, los impuestos, etc.» y así
sucesivamente.
Nuestro proudhoniano nos ofrece así la perspectiva de toda una serie de artículos
sobre «cuestiones similares», y si ha de tratarlas de una manera tan detallada
como el presente «tema tan importante», el "Volksstaat" puede estar seguro de
tener manuscritos suficientes para un año. Más podemos anticipar las soluciones,
pues todo se reducirá a lo ya expuesto: el interés del capital será abolido, por
tanto desaparecerá también el interés pagadero por la deuda del Estado y por las
deudas privadas, el crédito será gratuito, etc. La misma palabra mágica será
utilizada para todos los temas, y en todos los casos se llega al mismo resultado
sorprendente de una lógica implacable: cuando el interés del capital queda
abolido, ya no hay que pagar interés por el dinero recibido en préstamo.
Por lo demás, nuestro proudhoniano nos amenaza con bonitas cuestiones: ¡el
crédito! ¿De qué crédito puede tener necesidad el obrero, si no es el de sábado a
sábado o el del monte [343] de piedad? Ya sea ese crédito gratuito o a interés, o
bien usurario como el del monte de piedad, ¿qué diferencia puede haber para él?
Y si, considerado en general, debía obtener de él una ventaja y, por
consiguiente, se redujesen los gastos de producción de la fuerza de trabajo, ¿no
había de descender igualmente el precio de la fuerza de trabajo? Pero, para el
burgués, y más especialmente para el pequeño burgués, el crédito es una
cuestión importante. Sobre todo para el pequeño burgués hubiese sido una gran
cosa poder recibir crédito en cualquier momento, particularmente sin tener que
pagar interés. ¡«Las deudas del Estado»! La clase obrera sabe que no es ella quien
las ha contraído, y cuando llegue al poder, dejará su pago a los que las
contrajeron. !«Deudas privadas»! Véase el crédito. ¡«Impuestos»!. Estas son cosas
que interesan mucho a la burguesía y muy poco a los obreros: a la larga lo que el
obrero paga como impuestos entra en los gastos de producción de la fuerza de
trabajo y debe, por tanto, ser restituido por los capitalistas. Todos estos puntos
que se nos presentan como del mayor interés para la clase obrera no interesan
esencialmente más que al burgués y sobre todo al pequeño burgués. Y nosotros
afirmamos, a pesar de Proudhon, que no es misión de la clase obrera velar por los
intereses de estas clases.
De la gran cuestión que verdaderamente interesa a los obreros, la relación entre
capitalistas y asalariados, la cuestión de cómo el capitalista puede enriquecerse
con el trabajo de sus obreros, de todo esto no dice una palabra nuestro
proudhoniano. Bien es verdad que su amo y maestro, Proudhon, se ha ocupado
de este asunto, pero no ha aportado ninguna luz, y hasta en sus últimos escritos no
se encuentra, en lo esencial, más adelante que en su "Filosofia de la miseria", de
la cual ya demostró Marx [*] en 1847, de un modo contundente, toda la vaciedad.
Es muy triste que desde hace vienticinco años los obreros de los países latinos
casi no hayan tenido más alimento espiritual socialista que los escritos de este
«socialista del Segundo Imperio». Sería una doble desgracia que la teoría
proudhoniana se desbordase ahora también por Alemania. Pero no hay tal
peligro. El punto de vista teórico del obrero alemán está cincuenta años más
adelantado que las teorías de Proudhon, y bastará tener en cuenta este solo
ejemplo de la cuestión de la vivienda para quedar relevado de nuevos esfuerzos
a este propósito.
NOTAS
[13] 54. "Der Volksstaat" («El Estado del pueblo»), órgano central del Partido Socialdemócrata
Obrero de Alemania (los eisenachianos), se publicó en Leipzig del 2 de octubre de 1869 al 29 de
setiembre de 1876. La dirección general corría a cargo de G. Liebknecht, y el director de la
editorial era A. Bebel. Marx y Engels colaboraban en el periódico, prestándole constante ayuda
en la redacción del mismo. Hasta 1869, el periódico salía bajo el título "Demokratisches
Wochenblatt" (véase la nota 94).
Trátase del artículo de J. Dietzgen "Carlos Marx. «El Capital. Crítica de la Economía política»",
Hamburgo, 1867, publicado en "Demokratisches Wochenblatt", núms. 31, 34, 35 y 36 del año
1868.- 96, 178, 314, 324, 452, 455[14]
246. Los seis artículos de Mülberger bajo el título "Die Wohnungsfrage" («El problema de la
vivienda») fueron publicados sin firma en el periódico "Volksstaat" el 3, 7, 10, 14 y 21 de febrero y
el 6 de marzo de 1872; posteriormente, estos artículos fueron publicados en folleto aparte titulado
"Die Wohnungsfrage. Eine sociale Skizze. Separat-Abdruck aus dem «Volksstaat»" («El problema
de la vivienda. Ensayo social. Publicación del Volksstaat») Leipzig, 1872.- 315, 324, 378, 388.
[*] Con el libro de Marx "Miseria de la Filosofía", Bruselas y París, 1847.
[*] A. Mülberger. (N. de la Edit.)
[*] Véase C. Marx y F. Engels. "Obras", 2ª ed. en ruso, t. 23, págs. 94-95. (N. de la Edit.)
[**] A. Mülberger. (N. de la Edit.)
[15] 19. La insurrección de Junio, heroica insurrección de los obreros de París el 23-26 de junio de
1848, reprimida con inaudita crueldad por la burguesía francesa, fue la primera gran guerra civil
entre el proletariado y la burguesía.- 25, 172, 190, 212, 219, 331
[16] 253. Engels emplea aquí con ironía la expresión «añorar las marmitas de Egipto» tomada de
la leyenda bíblica. Durante la huida de los hebreos del cautiverio egipcio, los pusilánimes que
había entre ellos, bajo la influencia de las dificultades del camino y del hambre, empezaron a
recordar con nostalgia los días de la cautividad, cuando, por lo menos, satisfacían su hambre.331.
[*] A. Mülberger. (N. de la Edit.)
[17] 254. Engels se refiere a los llamados bazares para el intercambio equitativo de los productos
del trabajo, fundados por las sociedades cooperativas owenistas de los obreros en diversas
ciudades de Inglaterra. En dichos bazares, los productos del trabajo se cambiaban con ayuda de
bonos de trabajo, empleándose como unidad la hora de trabajo. Dichas empresas no tardaron en
quebrar.- 336.
[18] 255. "La Emancipación", era un semanario obrero que se publicaba en Madrid de 1871 a
1873, órgano de las secciones de la Internacional; en septiembre de 1871-abril de 1872 fue órgano
del Consejo Federal de España; luchó contra la influencia anarquista en el país. En 1872-1873
publicó trabajos de Marx y de Engels.- 336.
[*] Podemos ver cómo esta solución del problema de la vivienda mediante el encadenamiento del
obrero a su propio «hogar» surge espontáneamente en los alrededores de las grandes ciudades o
bien de las ciudades en desarrollo norteamericanas, a través del siguiente párrafo tomado de una
carta de Eleanora Marx-Eveling, escrita desde Indianópolis el 28 de noviembre de 1886: «En
Kansas City, o mejor dicho, en sus alrededores, hemos visto miserables barracas de madera,
compuestas aproximadamente de tres habitaciones y situadas en terrenos completamente
incultos. Un pedazo de terreno apenas suficiente para una casita pequeña cuesta 600 dólares; la
barraca misma cuesta otros 600 dólares, o sea, en total 4.800 marcos por una casa miserable, a
una hora de la ciudad y en un desierto de lodo». Y así, los obreros deben cargarse de deudas
hipotecarias muy pesadas para poder entrar en posesión de estas habitaciones y convertirse más
que nunca en esclavos de sus amos, pues están atados a sus casas, no pueden dejarlas y han de
aceptar todas las condiciones de trabajo que les ofrezcan. (Nota de F. Engels para la edición de
1887.)
[*] A. Mülberger. (N. de la Edit.)
[*] Véase C. Marx y F. Engels. "Obras", 2ª ed. en ruso, t. 23, págs. 176-206. (N. de la Edit.)
[**] Literalmente: «interés de arrendamiento». (N. de la Edit.)
[*] Véase C. Marx. "Miseria de la Filosofía. Respuesta a la «Filosofía de la miseria» del señor
Proudhon". (N. de la Edit.)
[344]
SEGUNDAPARTE
COMO RESUELVE LA BURGUESIA EL PROBLEMA DE LA VIVIENDA
I
En la parte consagrada a la solución proudhoniana del problema de la vivienda
hemos mostrado cuán directamente interesada está la pequeña burguesía en esta
cuestión. Pero la gran burguesía también está muy interesada en ella, aunque de
una manera indirecta. Las ciencias naturales modernas han demostrado que los
llamados «barrios insalubres», donde están hacinados los obreros, constituyen los
focos de origen de las epidemias que invaden nuestras ciudades de cuando en
cuando. El cólera, el tifus, la fiebre tifoidea, la viruela y otras enfermedades
devastadoras esparcen sus gérmenes en el aire pestilente y en las aguas
contaminadas de estos barrios obreros. Aquí no desaparecen casi nunca y se
desarrollan en forma de grandes epidemias cada vez que las circunstancias les
son propicias. Estas epidemias se extienden entonces a los otros barrios más
aireados y más sanos en que habitan los señores capitalistas. La clase capitalista
dominante no puede permitirse impunemente el placer de favorecer las
enfermedades epidémicas en el seno de la clase obrera, pues sufriría ella misma
las consecuencias, ya que el ángel exterminador es tan implacable con los
capitalistas como con los obreros.
Desde el momento en que eso quedó científicamente establecido, los burgueses
humanitarios se encendieron en noble emulación por ver quién se preocupaba
más por la salud de sus obreros. Para acabar con los focos de epidemias, que no
cesan de reanudarse, fundaron sociedades, publicaron libros, proyectaron
planes, discutieron y promulgaron leyes. Se investigaron las condiciones de
habitación de los obreros y se hicieron intentos para remediar los males más
escandalosos. Principalmente en Inglaterra, donde había mayor número de
ciudades importantes y donde, por tanto, los grandes burgueses corrían el mayor
peligro, se desarrolló una poderosa actividad; fueron designadas comisiones
gubernamentales para estudiar las condiciones sanitarias de las clases
trabajadoras; sus informes, que, por su exactitud, amplitud e imparcialidad,
superaban a todos los del continente, sirvieron de base a nuevas leyes más o
menos radicales. Por imperfectas que estas leyes hayan sido, sobrepasaron
infinitamente cuanto hasta ahora se hizo en el continente en este sentido. Y a
pesar de esto, el régimen social capitalista sigue reproduciendo [345] las plagas
que se trata de curar, con tal inevitabilidad que, incluso en Inglalerra, la curación
apenas ha podido avanzar un solo paso.
Alemania necesitó, como de costumbre, un tiempo mucho mayor para que los
focos de epidemias que existían en estado crónico adquirieran la agudeza
necesaria para despertar a la gran burguesía somnolienta. Pero, quien anda
despacio, llega lejos, y, por fin, se creó también entre nosotros toda una literatura
burguesa sobre la sanidad pública y sobre la cuestión de la vivienda: un extracto
insípido de los precursores extranjeros, sobre todo ingleses, al cual se dio la
apariencia engañosa de una concepción más elevada con ayuda de frases sonoras
y solemnes. A esta literatura pertenece el libro del Dr. Emil Sax: "Las condiciones
de vivienda de las clases trabajadoras y su reforma", Viena, 1869 [19].
He escogido este libro para exponer la concepción burguesa de la cuestión de la
vivienda, únicamente porque en él se intenta resumir en lo posib]e toda la
literatura burguesa sobre este tema. Pero, ¡bonita literatura la que utiliza nuestro
autor como «fuente»! De los informes parlamentarios ingleses, verdaderas fuentes
principales, se limita a citar los títulos de tres de los más viejos; todo el libro
demuestra que el autor jamás a hojeado uno solo de estos informes. Cita, en
cambio, toda una serie de escritos llenos de banalidades burguesas, de buenas
intenciones pequeñoburguesas y de hipocresías filantrópicas: Ducpétiaux,
Roberts, Hole, Huber, las actas del Congreso inglés de ciencias sociales (de
absurdos sociales, mejor dicho), la revista de la Asociación Protectora de las
Clases Trabajadoras de Prusia, el informe oficial austriaco sobre la Exposición
Universal de París, los informes oficiales bonapartistas sobre esta misma
exposición, el "Ilustrated London News" [20], "Ueber Land und Meer" [21] y,
finalmente, una «autoridad reconocida», un hombre de «agudo sentido práctico»
y de «palabra penetrante y convincente»:... ¡Julius Faucher! En esta lista de fuentes
informativas no faltan más que el "Gartenlaube" [22], el "Kladderadatsch" [23] y el
fusilero Kutschke [24].
A fin de que no pueda caber ninguna incomprensión acerca de sus puntos de
vista, el Sr. Sax declara en la pág. 22:
«Entendemos por economía social la doctrina de la economía nacional aplicada a
las cuestiones sociales; más exactamente, el conjunto de los caminos y medios,
que nos ofrece esta ciencia para, sobre la base de sus «férreas» leyes y en el marco
del orden social que hoy predomina, elevar a las pretendidas (!) clases desposeídas
al nivel de las clases poseyentes».
No insistiremos sobre esta concepción confusa de que la «doctrina de la
economía nacional» o Economía política puede, en general, ocuparse de
cuestiones que no sean «sociales». [346] Examinaremos inmediatamente el punto
principal. El Dr. Sax exige que las «férreas leyes» de la economía burguesa, «el
marco del orden social que hoy predomina», o, en otras palabras, que el modo de
producción capitalista permanezca invariable y que, sin embargo, «las
pretendidas clases desposeídas» sean elevadas «al nivel de las clases
poseyentes». De hecho, una premisa absolutamente indispensable del modo de
producción capitalista es la existencia de una verdadera y no pretendida clase
desposeída, una clase que no tenga otra cosa que vender sino su fuerza de
trabajo y que, por consecuencia, esté obligada a vender esta fuerza de trabajo a
los capitalistas industriales. La tarea asignada a la «economía social», esa nueva
ciencia inventada por el Sr. Sax, consiste, pues, en hallar los caminos y medios,
en un estado social fundado sobre la oposición entre los capitalistas, propietarios
de todas las materias primas, de todos los medios de producción y de existencia,
de una parte, y, de la otra, los obreros asalariados, sin propiedad, que no poseen
nada más que su fuerza de trabajo; hallar, pues, los caminos y medios, en el
marco de este estado social, para que todos los trabajadores asalariados puedan
ser transformados en capitalistas sin dejar de ser asalariados. El Sr. Sax cree
haber resuelto la cuestión. Pero, ¿tendría la bondad de indicarnos cómo se podría
transformar en mariscales de campo a todos los soldados del ejército francés —
cada uno de los cuales, desde Napoleón el viejo, lleva el bastón de mariscal en su
mochila— sin que dejasen por esto de ser simples soldados? O bien, ¿cómo se
podría hacer un emperador alemán de cada uno de los cuarenta millones de
súbditos del Imperio germánico?
La característica esencial del socialismo burgués es que pretende conservar la
base de todos los males de la sociedad presente, queriendo al mismo tiempo
poner fin a estos males. Los socialistas burgueses quieren, como ya dice el
"Manifiesto Comunista", «remediar los males sociales con el fin de consolidar la
sociedad burguesa», quieren la «burguesía sin el proletariado» [*]. Hemos visto
que es así exactamente como el señor Sax plantea el problema. Y ve la solución
en la solución del problema de la vivienda. Opina que
«mediante el mejoramiento de las viviendas de las clases laboriosas se podría
remediar con éxito la miseria física y espiritual que hemos descrito y así —
mediante el considerable mejoramiento de las solas condiciones de vivienda—
podría sacarse a la mayor parte de estas clases del marasmo de su existencia, a
menudo apenas humana, y elevarla a las límpidas alturas del bienestar material y
espiritual» (pág. 14).
Hagamos notar, de pasada, que interesa a la burguesía ocultar la existencia del
proletariado, fruto de las relaciones burguesas [347] de producción y condición
de su ulterior existencia. Por esto el Sr. Sax nos dice en la pág. 21 que por clases
laboriosas hay que entender todas las «clases de la sociedad desprovistas de
medios», la «gente modesta en general, tales como los artesanos, las viudas, los
pensionistas (!), los funcionarios subalternos, etc.», al lado de los obreros
propiamente dichos. El socialismo burgués tiende la mano al socialismo
pequeñoburgués.
Pero, ¿de dónde procede la penuria de la vivienda? ¿Cómo ha nacido? Como
buen burgués, el Sr. Sax debe ignorar que es un producto necesario del régimen
social burgués; que no podría existir sin penuria de la vivienda una sociedad en
la cual la gran masa trabajadora no puede contar más que con un salario y, por
tanto, exclusivamente con la suma de medios indispensables para su existencia y
para la reproducción de su especie; una sociedad donde los perfeccionamientos
de la maquinaria, etc., privan continuamente de trabajo a masas de obreros;
donde el retorno regular de violentas fluctuaciones industriales condiciona, por
un lado, la existencia de un gran ejército de reserva de obreros desocupados y,
por otro lado, echa a la calle periódicamente a grandes masas de obreros sin
trabajo; donde los trabajadores se amontonan en las grandes ciudades y de
hecho mucho más de prisa de lo que, en las circunstancias presentes, se edifica
para ellos, de suerte que pueden siempre encontrarse arrendatarios para la más
infecta de las pocilgas; en fin, una sociedad en la cual el propietario de una casa
tiene, en su calidad de capitalista, no solamente el derecho, sino también, en
cierta medida y a causa de la concurrencia, hasta el deber de exigir sin
consideración los alquileres más elevados. En semejante sociedad, la penuria de
la vivienda no es en modo alguno producto del azar; es una institución necesaria
que no podrá desaparecer, con sus repercusiones sobre la salud, etc., más que
cuando todo el orden social que la ha hecho nacer sea transformado de raíz. Pero
esto no tiene por qué saberlo el socialismo burgués. No se atreve en modo alguno
a explicar la penuria de la vivienda por razón de las condiciones actuales. No le
queda, pues, otra manera de explicarla que por medio de sermones sobre la
maldad de los hombres, o por decirlo así, por medio del pecado original.
«Y aquí tenemos que reconocer —y, por tanto, no podemos negar» (¡audaz
deducción!)— «que una parte de la culpa... recae sobre los obreros mismos, los
cuales piden viviendas, y la otra, mucho más grande, sobre los que asumen la
obligación de satisfacer esa necesidad, o sobre los que, aún teniendo los medios
precisos, ni siquiera asumen esa obligación: sobre las clases poseedoras o
superiores de la sociedad. La culpa de esos últimos... consiste en que no hacen
nada por procurar una oferta suficiente de buenas viviendas».
[348]
Del mismo modo como Proudhon nos remite de la Economía al Derecho, así
nuestro socialista burgués nos remite aquí de la Economía a la moral. Nada más
lógico. Quien pretende que el modo de producción capitalista, las «férreas leyes»
de la sociedad burguesa de hoy sean intangibles, y, sin embargo, quiere abolir
sus consecuencias desagradables pero necesarias, no puede hacer otra cosa más
que predicar moral a los capitalistas. El efecto sentimental de estas prédicas se
evapora inmediatamente bajo la acción del interés privado y, si es necesario, de
la concurrencia. Se parecen a los sermones que la gallina lanza desde la orilla del
estanque a los patitos que acaba de empollar y que nadan alegremente. Se lanzan
al agua aunque no haya terreno firme, y los capitalistas se precipitan sobre el
beneficio aunque no tenga entrañas. «En cuestiones de dinero sobran los
sentimientos», como ya decía el viejo Hansemann, que de estas cosas entendía
más que el Sr. Sax.
«Las buenas viviendas son tan caras que la mayor parte de los obreros está
absolutamente imposibilitada de utilizarlas. El gran capital... evita cauteloso
construir viviendas para las clases trabajadoras. Y así éstas, llevadas por la
necesidad de encontrar vivienda, acaban en su mayor parte cayendo en manos
de la especulación».
¡Abominable especulación! ¡El gran capital, naturalmente, no especula nunca!
Pero no es la mala voluntad, sino solamente la ignorancia, lo que impide al gran
capital especular con las viviendas obreras.
«Los propietarios ignoran totalmente el enorme e importante papel... que juega la
satisfacción normal de la necesidad de habitación; no saben lo que hacen a la
gente cuando con tanta irresponsabilidad le ofrecen, por regla general, viviendas
malas e insalubres; no saben, en fin, cuánto daño se hacen con esto a sí mismos»
(pág. 27).
Pero, para que pueda darse la penuria de la vivienda, la ignorancia de los
capitalistas necesita el complemento de la ignorancia de los obreros. Después de
haber convenido en que las «capas inferiores» de los obreros, «para no quedarse
sin refugio, se ven obligadas (!) a buscar constantemente, de un modo o de otro y
dondequiera que sea, un asilo para la noche, y que en este aspecto se encuentran
absolutamente sin ayuda ni defensa», el Sr. Sax nos cuenta que:
«Es un hecho reconocido por todos que muchos de ellos» (los obreros) «por
despreocupación, pero sobre todo por ignorancia, privan a sus organismos —
podríamos decir que con virtuosismo— de las condiciones de un desarrollo físico
normal y de una existencia sana, por el hecho de que no tienen la menor idea de
una higiene racional y principalmente de la enorme importancia que en este
aspecto tiene la vivienda» (pág. 27).
[349]
Aquí aparecen las orejas de burro del burgués. Mientras que la «culpa» de los
capitalistas se reducía a la ignorancia, la ignorancia de los obreros es la propia
causa de su culpa. Escuchad:
«De aquí resulta» (de la ignorancia) «que, con tal de economizar algo en el
alquiler, habitan viviendas sombrías, húmedas, insuficientes, que constituyen, en
una palabra, un verdadero escarnio a todas las exigencias de la higiene..., que
con frecuencia varias familias alquilan conjuntamente una misma vivienda o
incluso una misma habitación, todo esto para gastar lo menos posible en alquiler,
mientras que derrochan sus ingresos de una manera verdaderamente pecaminosa
en beber y en toda suerte de placeres frívolos»
El dinero que el obrero «malgasta en vino y en tabaco» (pág. 28), «vida de
taberna con todas sus lamentables consecuencias, y que como una plomada,
hunde más y más en el fango a la clase obrera», todo esto hace que el Sr. Sax
sienta como si él tuviese la plomada en el estómago. El Sr. Sax debe ignorar
naturalmente, que entre los obreros la afición a la bebida es, en las circunstancias
actuales, un producto necesario de sus condiciones de vida, tan necesario como
el tifus, el crimen, los parásitos, el alguacil y las otras enfermedades sociales; tan
necesario que se puede calcular por anticipado el término medio de borrachos.
Por lo demás, mi viejo maestro, en la escuela pública, nos enseñaba ya que «la
gente vulgar va a la taberna y la gente de bien, al club». Y como yo he ido a los
dos sitios, puedo confirmar que esto es verdad.
Toda esta palabrería sobre la «ignorancia» de las dos partes se reduce a las viejas
peroraciones sobre la armonía entre los intereses del capital y del trabajo. Si los
capitalistas conocieran su verdadero interés, ofrecerían a los obreros buenas
viviendas y mejorarían en general su situación. Y si los obreros comprendieran su
verdadero interés, no harían huelgas, no se sentirían empujados hacia la
socialdemocracia, no se mezclarían en política, sino que seguirían
obedientemente a sus superiores, los capitalistas. Por desgracia, ambas partes
encuentran su interés en cualquier lugar menos en las prédicas del Sr. Sax y de
sus innumerables precursores. El evangelio de la armonía entre el capital y el
trabajo lleva ya predicándose cerca de cincuenta años; la filantropía burguesa ha
realizado enormes dispendios para demostrar esta armonía mediante
instituciones modelo. Pero, como veremos a continuación, no hemos adelantado
nada en estos cincuenta años.
Nuestro autor aborda ahora la solución práctica del problema. El carácter poco
revolucionario de la solución preconizada por Proudhon, quien quería hacer de
los obreros propietarios de su vivienda, se manifiesta ya en el hecho de que el
[350] socialismo burgués, aún antes que él, había intentado, e intenta todavía,
realizar prácticamente esta proposición. El Sr. Sax también declara que la
cuestión de la vivienda sólo puede ser enteramente resuelta mediante la
transferencia de la propiedad de la vivienda a los obreros (págs. 58-59). Más aún,
se sume en un éxtasis poético ante esta idea y da libre curso a sus sentimientos en
esta parrafada llena de inspiración:
«Hay algo peculiar en esa nostalgia de la propiedad de la tierra que es inherente
al hombre, en ese afán que ni siquiera ha conseguido debilitar la moderna vida de
negocios de pulso febril. Es el centimiento inconsciente de la importancia de la
conquista económica que representa la propiedad de la tierra. Gracias a ella, el
hombre alcanza una posición segura, echa raíces sólidas en la tierra, por decirlo
así, y toda economía (!) encuentra en ella su base más firme. Pero la fuerza
bendita de la propiedad de la tierra se extiende mucho más allá de estas ventajas
materiales. Quien tiene la felicidad de poder designar como suya una parcela de
tierra, ha alcanzado el más alto grado de independencia económica que pueda
imaginarse; posee un territorio sobre el cual puede gobernar con poder
soberano, es su propio dueño, goza de un cierto poder y dispone de un refugio
seguro para los días adversos; su conciencia de sí mismo se eleva, y con ella su
fuerza moral. De ahí, la profunda significación de la propiedad en la cuestión
presente... El obrero expuesto sin defensa a las variaciones de la coyuntura, en
continua dependencia del patrono, estaría de este modo, y en cierta medida,
asegurado contra esta situación precaria; se transformaría en capitalista y estaría
asegurado contra los peligros del paro o de la incapacidad de trabajo, gracias al
crédito hipotecario que tendría siempre abierto. Sería elevado de este modo de la
clase de los no poseyentes a la de los poseedores» (pág. 63).
El Sr. Sax parece suponer que el hombre es esencialmente campesino; de lo
contrario, no atribuiría al obrero de nuestras grandes ciudades una nostalgia de
la tierra propia que nadie había descubierto en ellos. Para nuestros obreros de
las grandes ciudades la libertad de movimiento es la primera condición vital, y la
propiedad de la tierra no puede resultarles más que una cadena. Proporcionadles
casas que les pertenezcan en propiedad, encadenadlos de nuevo a la tierra, y
romperéis su fuerza de resistencia a la baja de los salarios por los fabricantes. Un
obrero aislado puede, llegado el caso, vender su casita; pero en una huelga seria
o una crisis industrial general, todas las casas pertenecientes a los obreros
afectados habrían de presentarse en el mercado para ser vendidas, y, por
consiguiente, no encontrarían comprador, o, en todo caso, tendrían que venderse
a un precio muy inferior a su precio de coste. E incluso si todas ellas encontraran
comprador, toda la gran reforma del Sr. Sax se reduciría a la nada y tendría que
volver a empezar desde el principio. Por lo demás, los poetas viven en un mundo
imaginario lo mismo que el Sr. Sax, el cual imagina que el propietario rural «ha
alcanzado el más alto grado de independencia económica», que posee «un
refugio seguro», que «se transformaría en capitalista y estaría [351] garantizado
contra los peligros del paro o de la incapacidad de trabajo, gracias al crédito
hipotecario que tendría siempre abierto», etc. Pero observe el Sr. Sax a los
pequeños campesinos franceses y a nuestros propios pequeños campesinos
renanos: sus casas y sus campos están gravados con hipotecas a más no poder;
sus cosechas pertenecen a sus acreedores aún antes de la siega, y sobre su
«territorio» no son ellos quienes gobiernan con poder soberano, sino el usurero,
el abogado y el alguacil. Es este, en efecto, el más alto grado de independencia
económica que puede imaginarse... para el usurero. Y para que los obreros
coloquen lo antes posible sus casitas bajo esa misma soberanía del usurero, el
bien intencionado Sr. Sax les indica, previsor, el crédito hipotecario que tendría
siempre asegurado en época de paro o cuando fuesen incapaces para el trabajo,
en vez de vivir a costa de la Asistencia Pública.
De todos modos, el Sr. Sax ha resuelto, pues, la cuestión planteada al principio: el
obrero «se transformaría en capitalista» mediante la adquisición de una casita en
propiedad.
El capital es el dominio sobre el trabajo ajeno no pagado. La casita del obrero no
será capital más que cuando la haya alquilado a un tercero y se apropie, en forma
de alquiler, una parte del producto del trabajo de este tercero. Por el hecho de
habitarla él mismo, impide precisamente que la casa se convierta en capital, por
lo mismo que el traje deja de ser capital
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