de soledad - Biblioteca

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DE SOLEDAD"
Hernán Larraín Acuña, s. j .
" . . . porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no (tienen)
segunda oportunidad sobre la tierra" (p. 3 5 í ) *
No pretenden estas líneas ser crítica literaria.
El indiscutible éxito de la novela que comentamos
—diez ediciones en la editorial sudamericana (mayo
de 1967 a noviembre de 1968)— ha obligado a los
críticos más calificados a pronunciarse sobre ella.
T.os lectores que deseen juicios acerca de su valor
literario tienen holgadamente adonde recurrir.
Lo que nos interesa en esta novela es ver como
refleja eso que tan fácilmente llamamos cultura lalino-americana, idiosincracia de nuestros pueblos,
destino histórico, alma nacional . . . y que en realidad se EOS escapa entre fárragos de documentos eruditos, datos económicos y sociológicos, diagnósticos
y pronósticos preñados de cifras.
El científico actúa en función de un método racionalmente riguroso pero no siempre adecuado para
captar la realidad profunda. Nos entrega dalos y
más datos, muchos de ellos valiosos, pero el alma se
escurre. El artista, en cambio, el verdadero artista,
ve lo que los otros no ven. y nos ayuda a bucear
en la inlimidad misma de la vida por el oscuro atajo
del mito, de la leyenda y fantasía. ¿Irrealidad? Sólu
en parte, ya que la vida no se deja aprisionar en
esquematismos fáciles sino que, echando raíces en
' EdüuriuJ Sodamerlcuu. Décln
Nov
dt
una
los temores y anhelos profundos del hombre, ¡eje
su malla con hilos de ensueño y de cotidianeidad de
modo que lo emocional —irreductible a la lógica—
penetra lo racional y objetivo dándole significación
vital, y haciendo que la leyenda sea historia y la
historia, leyenda.
Los Bucndía v Maeondu
En su novela, narra Gabriel Garfia Márquez la historia de una familia —"tos Buendfa"— enfrentada a un deslino irrevocable: la soledad, t i olvido, la muerte. Pero no
es sólo la historia y el destino de una familia sino tambión la de un pueblo, Miicondo, "la ciudad di; los espejos
o espejismos" (p. 351), y ta de (oda una raza que [eme.
ama y odia, que se inquieta y afana, que ctm&truyc y desIruye. que siembra su propia decadencia hasta morir devo
rada por la naluralczu, fecunda y despiadada, lu único que
permanece incólume nntc el tiempo, espectadora del vano
tinglado donde los hombres repiten sin cesar las mismas
farsas.
Finre pantanos y oénagas. "paraíso de humedad > i i lencio. anterior al pecado original" ip. 17), asistimos .il
nacimiento de un pueblo, "aldea feliz, donde nadie era
mayor de treinta años y donde nadie había muerio" (p. I b ) .
No hay relojes, \ el ik-mpo se diluye en un alegre y eslruen
doso cantar de p á j a r a : lurpiale?. canaria azuiejos y pelirrojos.
Atraídos por ose trinar mágico llegan los guanos > el
encantamiento de la civilización: los imanes, la lupa, el
astroiabio, la brújula, el sextante, la dentadura postiza y el
hielo. Llegan luego los comerciantes y las prostitutaperada la pesie del insomnio y de! olvido, se instala en el
pueblo, con el corregidor dun Apolinar Moscolc, l;i palluca de colores: a/ul y rujo, conservadores y liberales. Macondo se obstinaba, sin embargo, en mantener sus Fachadas blancas como IHS palomas (p. 55) pero cuando una
mujer niamdu a culaiazos marcó al pueblo con un timbre
l sangre, la soledad reconcentrada ilcl joven orfebre Aurclisno Bucndtii *e hizo rabia y ejecutivo afán de venganza. Asi empezaron sus treinta y din guerras, y de AurelHo
pasó a ser el coronel Aureliano Buendía, person¡ije real y
legendario, admirado, temido y finalmente olvidado (p. 93).
Las guerras del coronel Ruendía dejaron de ser ;ue¡¡L>
de colores y pasaron ¡i ser juego de sangre, pero cuervos
de levitón negro y político? ministertables le hicieron ver
tardíamente que sus guerras no eran sino el trampolín destinado a ascender a ambiciosos. Héroe, liberal y bandolero,
según las conveniencias de los demás, traicionado por los
políticos e incluso por IH propia muerte, el coronel Aureliano volvió a sus menesteres de antaño: cambiar pescad i tos
de oro por monedas y transformar éstas en pescudilos.
Macondo. pueblo de loa Buendía y. por consiguiente,
liberal se rehizo rápidamente de los estragos de la guerra
gracias a mamá Úrsula, la hormiguita trabajadora que aun
que nunca cantó era ternura de mujer > voluntad inquebrantable decidida a enfrentar el pavuroso destino de los
Buendfa, la cola de cerdo y el Fin.
Miicondo pasa a ser municipio, tiene telégrafo y ferrocarril, y con el progreso llegan Mr. Herbert y Mr. Brown
y la compañía bananera. Otro pueblo surge al lado de la
linea del tren "con calles bordeada*, de palmeras, casa? con
ventanas de redes metálicas, mesitas blancas en las terrazas y ventiladores de aspas, y extensos prados azulea con
pHvorreales y codornices. El sector estaba cercado por una
malla metálica como un gigantesco gallinero electrificado
que en los frescos meses de verano amanecía negro de
golondrinas achicharradas" (p. 197). "Los alcaldes sin ¡nicialiva y los jueces decorativos, escogidos entre los pacíficos y cansados conservadores de Macondo" (p. 2061 fueron sustituidos por forasteros autoritarios u.ue Mr. Brown
se llevó a vivir en el sector americano, y los policías
fueron reemplazados por sicarios de machetes. Empezó asi
la violencia del dinero. L!n niño fue masacrado, un viejo
cine quiso defenderlo, decapitado. \ la sorda amenaza del
retirado coronel Aureliano significó el asesinato de sus diecisiete hijos. Con la violencia vinieron los abusos \ |osé
Arcadio Segundo encabezó lu protesta de los obreros Pero
n diferencia del coronel, que de sus treinta y dos guerras
inútiles guardó recuerdos de emoción y coraje, losé ArLudio Segundo guardó de la suya solamente una viscosa
sensación de miedo y la alroz convicción rumiada liasla el
liii de sus días de que tres mil cuatrocientos ocho obreros
—hombres, mujeres y niño?— habían sido cruelmente encañados, masacrados y arrojados al mar. pese a las negativas de los americanos, de las autoridades oficiales y del
prapio pueblo presionado por el miedo o simplemente burlado, Según todos Macondo seguía siendo íelic. ni había
pasado ni pasaría nunca natía. Y asi quedó coasignado
en I» historia Ip. 265).
Luego vinieron las lluvias —cuatro años, once ni
y dos días— y el pueblo se transformó en un montón de
burro pestilente \ Je escombros. Los afanes de Amaranta
Úrsula por restaurar la vieja casona sucumbieron a la deda pasión por el úllimo Aureliano. Sólo cuam!.
vio a su hijo recién nacido transformado en "un pellejo
hinchado y reseco, que todas las hormigas del mundo iban
arrastrando trabajosamente hacia sus madrigueras" (p. 349)
comprendió las claves definitivas del gitano Melquíades y
comprendió "que no saldría jamás de ese cuarto, pu.
toba previsto que la ciudad de los espejos v los espejismos
sería arrasado por el vicnlo y desterrada de la memoria
de los hombres en el Ínstame en que Aureliano Babilonia
acabara de descifrar los pergaminos..." (p. 3511.
La soledad
Cuando |osé Arcadio Buendia, el fundador de
Macondo, deslumhrado por las maravillas que traían
los gitanos de Melquíades decidió abrir una trocha
que pusiera al pueblo en contacto con los grandes
inventos, todos, aún los más convencidos de su locura, abandonaron trabajo y familias para seguirlo.
No encontró la ruta deseada sino la rabiosa convicción de saberse rodeado de agua —pantano, ciénaga
\ mar— y a doce kilómetros del océano, en plena
tierra, "rodeado de heléchos y palmeras, blanco y
polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, un
enorme galeón español. Toda la estructura parecía
ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y
de olvido, vedado a los vicios del tiempo y a lascostumbres de los pájaros. En el interior, que los
expedicionarios exploraron con un fervor sigiloso no
había nada más que un apretado bosque de flores"'
(p. 18).
Silencio, soledad, olvido, tiempo que se detiene:
es ésta la atmósfera que penetra toda la obra de
García Márquez y que moldea sus personajes.
l.a estirpe de los Buendia está condenada a la
soledad, pero no se trata solamente de esa soledad
que es pane de todo ser humano y que en h medida que aumenta por falta de amor o de capacidad
de amar va paralizando todo empuje y borrando
todo horizonte hasta hacerse silencio de tumba y
noche irrespirable. La soledad de los Buendia es
más bien un resultado. Se llega a ella después de
innúmeros esfuerzos, que se demuestran vanos, por
dar un sentido a la vida. La soledad es sinónimo
de fracaso vital, resignado y fatalista; de aquí que
se presenta muchas veces como un refugio, como un
93
ansia e incluso paz. Así se refugian en la soledad
los hermanos Buendía, fosé \rcadio y Aurcliano.
cuando u la alquimia prefieren los misteriosos e incitantes halagos de mujeres (p. 33). Ansioso de soledad, fosé Arcadio abandona una noche \u cama y
luego d pueblo (p. 54), Resignado a vivir sin muj a y definitivamente solitario (p. 41). Aurcliano
sólo sintió en la muerte de su pequeña Remedios
"un sordo sentimiento de rabia que paulatinamente
se disolvió en una frustración solitaria y pasiva" (p.
88), y desde entonces, y pese al intenso frío que le
procuraba (p. 146, 226), el coronel Aurcliano Buendía se acorazó en su soledad y no permitió que lo
arrancaran de ella (p. 226); había comprendido
"que el secreto de una buena vejez no es otra cosa
que un pació honrado con la soledad" (p. 174).
Del mismo modo Rebeca, tan pronto sacaron el cadáver de su esposo, "se enterró en vida, cubierta
con una gruesa costra de desdén que ninguna tentación terrenal consiguió romper" (p. 119): "después de buscarla inútilmente en el sabor de la tierra,
en tas carias perfumadas de Pietro Crespi, en la
cama tempestuosa de su marido, había encontrado
la paz en aquella casa donde los recuerdos se materializaron por la fuerza de la evocación implacable,
y se paseaban como seres humanos por los cuartos
clausurados" (p. 139). Por eso se resistió a todos
los que pretendieron protegerla. "Había necesitado
muchos años de sufrimiento y miseria para conquistar los privilegios de la soledad y no estaba dispuesta a renunciar a ellos a cambio de una vejez perturbada por los falsos encantos de la misericordia"
fp. 191).
Esto explica que la soledad sea patrimonio y
destino irrevocable de todos los Buendía, y lambién
de Macondo. y de toda raza condenada a fracasai
en sus intentos do ser ella ini.sma. No necesariamente es un castigo o tormento sino puede ser el último
rincón en que los hombres y los pueblos ocultan l¡i
humillación de haber sido vencidos y se adormecen,
resignados y fatalistas, al sordo rumor de lejanc
cuerdos y de ilusiones muertas.
Las soledades
Huyendo de sus recuerdos y cansado de una
travesía de años y meses, se detuvo José Arcadio
Buendía junto a un río de piedras y de aguas que
parecían "torrente de vidrio helado" (p. 28). Allí
soñó que en aquel lugar se levantaba una ciudad
ruidosa con casas de paredes de espejos, y cuando
preguntó el nombre de la ciudad, la respuesta, sin
sentido, adquirió en el sueño resonancia sobrenatural: "Macondo". Así nació el pueblo. Si^ jóvenes
amigos lo habían secundado en la empresa más que
temeraria de buscar entre pantanos y ciénagas, "[ierras que nadie había prometido" (p. 27) pero con
esto lograba José Arcadio alejarse del doliente espectro de Prudencio Aguilar, atravesado por su lanza, y que antes de morir, en la exasperación de una
riña de gallos, había puesto en duda la virilidad del
gigantesco Buendía entrabada realmente por el calzón de castidad de su mujer y prima Úrsula, temerosa d? tener retoños con cola de cerdo.
José Arcadio no era propenso a la soledad sino
"el hombre más emprendedor que se vería jamás en
la aldea" (p. 15). Exuberante de vitalidad y de
fuerza física tenía una "imaginación desaforada" que
"iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia" (p. 9 ) .
De los imanes de Melquíades quiso hacer un instrumento práctico para desentrañar el oro. Compensó
su desengaño con la lupa gigante en la que entrevio
una moderna y poderosa arma de guerra. Cansado
de la incomprensión de las autoridades cambió la
lupa por el astrolabto y el sextante y en un jadeo de
esfuerzos resdescubrió que la tierra era redonda como una naranja (p. 12). El laboratorio de alquimia
que le otorgó Melquíades sólo le trajo sinsabores 5
el deslumbramiento ante la dentadura postiza del gitano rejuvenecido lo incitó al costoso e inútil viaje
en que junto con saberse rodeado de agua sólo descubrió un galeón anclado en un tiempo de piedras y
flores. Pero la última tentación y el definitivo fracaso fue para losé Arcadio el daguerrotipo que trajo
Melquíades después de su primera muerte en los médanos de Síngapur. En ese curioso invento en que
los hombres sin saberlo quedaban grabados en una
placa, vio la evidente posibilidad de probar científicamente la existencia de Dios. Melquíades había
regresado cuando todo el pueblo se hundía irremediablemente en la peste del insomnio y de! olvido y
cuando el inderrotable José Arcadio había escrito
catorce mil fichas para su soñada máquina de la
memoria (p. 48). "En la entrada del camino de la
ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro más grande en la calle central que
decía Dios existe" (p. 47). Melquíades devolvió al
pueblo sus recuerdos y a José Arcadio su inagotable
energía, pero en la encrucijada de la soledad ambos
amigos se separaron (p. 67). El gitano terminó de
escribir el destino de los Buendía y luego murió su
segunda muerte arrastrado por el río (p. 69). José
Arcadio fracasó en su intento más importante, el
daguerrotipo de Dios (p. 52), volvió a encontrar a
Prudencio Aguilar, se detuvo en un lunes sin mañana y dispuesto a hacer marchar el tiempo con una
tranca, terminó derribado por diez hombres, amarrado por catorce y arrastrado por veinte "hasta el
castaño del patio, donde lo dejaron atado, ladrando
en lengua extraña y echando espumarajos verdes por
la boca" (p. 74). Había encontrado su soledad de
tronco, de lluvia y de espectros, de la que no saldría ni siquiera después de muerto.
Muy distinta fue la soledad del célebre y olvidado coronel Aureliano Buendía, hijo segundo del
fundador de Macondo, Desde niño fue "silencioso
y retraído. Había llorado en el vientre de su madre
y nació con los ojos abiertos" (p. 20). Años más
tarde, centenaria y ciega pero más clarividente que
nunca, su madre Úrsula comprendió "que el llanto
de los niños en el vientre de la madre no es un
anuncio de ventriloquia —como pretendía su marido— ni de facultad adivinatoria —según afirmaban
algunos vecinos— sino una señal inequívoca de incapacidad para el amor". Según Úrsula, Aureliano
no había amado a nadie, ni siquiera a su esposa Remedios y mucho menos a las incontables mujeres de
una noche que pasaron por su vida y le dejaron diecisiete hijos destinados a morir. Sus treinta y dos
guerras, sus éxitos efímeros y sus incontables derrotas no se debían a idealismo o cansancio sino simplemente a "pecaminosa soberbia" (p. 214). Pero
quizás el juicio de Urutila era excesivo. Algo amó
realmente Aureliano y fue la justicia.
En un comienzo tenía ideas confusas sobre las
diferencias entre conservadores y liberales. Su suegro, el corregidor Moscote le daba lecciones esquemáticas: "Los liberales eran masones; geníe de mala
Índole, partidaria de ahorcar a los curas, de implantar el matrimonio civil y el divorcio, de reconocer
iguales derechos a los hijos naturales que a los legítimos, y de despedazar al país en un sistema federal
que despojara de poderes a la autoridad suprema.
Los conservadores, en cambio, que habían recibido
el poder directamente de Dios, propugnaban la estabilidad del orden público y la moral familiar; eran
los defensores de la fe de Cristo, del principio de
autoridad, y no estaban dispuestos a permitir que el
país fuera descuartizado en entidades autónomas"
(p. 88).
A pesar de las lecciones, Aureliano simpatizaba
vagamente con los liberales ya que daban derechos
iguales a los hijos naturales. Luego su simpalía se
hizo más firme cuando comprobó el fraude de las
elecciones predeterminadas por las autoridades conservadoras, pero así y todo se opuso a los planes
sanguinarios y "tácticos" del doctor Noguera y juró
defender la familia Moscote a riesgo de su vida.
Sólo cuando cuatro soldados al mando de un capitán
mataron a culatazos a una mujer en plena calle, Aureliano inició la primera de sus guerras. Acompañado de veintiún hombres menores de treinta años
y sin más armas que cuchillos de mesa y hierros afilados, tomó por sorpresa la guarnición y fusiló en
el patio al capitán y los cuatro soldados (p. 93).
Allí empezó el camino que lo llevó a la leyenda, a
la soledad y al olvido. "Promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diesiciete mujeres distintas,
que fueron exterminados uno tras otro en una sola
noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y
cinco años. Escapó a catorce atentados, a setenta y
tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento.
Sobrevivió a una carga de estricnina en el café que
habría bastado para matar a un caballo. Rechazó
la Orden del Mérito que le otorgó el presidente de
la república. Llegó a ser comandante general de las
fuerzas revolucionarias, con jurisdicción y mando de
una frontera a la otra, y el hombre más temido por
el gobierno, pero nunca permitió que le tomaran
una fotografía. Declinó la pensión vitalicia que le
ofrecieron después de la guerra y vivió hasta la vejez
de los pescaditos de oro que fabricaba en su taller
de Macondo. Aunque peleó siempre al frente de sus
hombres, la única herida que recibió se la produjo
él mismo después de firmar la capitulación de Neerlandia que puso término n casi veinie años de guurras civiles. Se disparó un tiro de pistola en el pecho
y el proyectil le salió por la espalda sin lastimar
ningún centro vital. Lo único que quedó de lodo
eso fue una calle con su nombre en Macondo"
(p. 94).
En la cúspide de su poder, Aureliano empezó a
sentir frío (p. 126) y a soñar con abogados de levita
negra que en lúgubres cafetines de amanecer amañaban la política (p. 120). "Los terratenientes liberales, que al principio apoyaban la revolución,
habían suscrito alianzas secretas con los terratenientes conservadores para impedir la revisión de los títulos de propiedad. Los políticos que capitalizaban
la guerra desde el exilio habían repudiado públicamente las determinaciones drásticas del coronel Aureliano Buendía" (p. 144). Fue asi como descubrió
de pronto que no estaba combatiendo sino por orgullo (p. 12J): "mientras los cabrones de] partido
estén mendigando un asiento en el congreso estamos
perdiendo el tiempo" (p, 120). Convencido de que
estaba Juchando sólo por el poder (p. 147). y sin
afán de poder, gastó sus últimas energías en "conquistar una derrota que fue mucho más difícil, mucho más sangrienta y costosa que la victoria" (p.
149).
Héroe y traidor, justiciero e inhumano, reencontró su soledad en el laboratorio de Melquíades,
aunque era el único incapaz de ver que el tiempo se
había detenido allí (p, 224). y en lugar de brisa
fresca sólo percibió aires de muladar. Transformando oro en pescaditos y pescaditos en oro, cubrió una
vastedad de años hasta que los sicarios de machete
destrozaron a un niño y decapitaron al abuelo que
lo defendía (p. 206). Era una nueva y despiadada
injusticia, y la decrepitud del coronel llegó al 'límite
de la expiación". "Miró a los grupos de curiosos que
estaban frente a la casa y con su antigua voz estentórea, restaurada por un hondo desprecio contra sí
mismo, les echó encima la carga de odio que ya no
podía soportar el corazón: ¡Un día de estos voy a
armar a mis muchachos para que acaben con estos
gringos de mierda!" (p. 207). Pero los gringos acabaron con sus hijos, y su inválido amigo de horas
pasadas lo convenció de su irremediable vejez <p.
210). La soledad estaba ya consumada. Y cuandu
retumbos de bombos y cobres lejanos le hicieron pisar la trampa de su nostalgia de niño —'el circo!"—
sólo vio un dromedario triste, un oso ridículo, payasos de maromas y su soledad miserable junto al precipicio de la incertidumbre. Ya no encontró el recuerdo, y con la frente apoyada en el tronco del
castaño donde había muerto su padre, encogido comu un pollito, quedó definitivamente inmóvil (p.
229).
S¡ la soledad de losé Arcadio. el padre, fue el
resultado de una imaginación sin rumbo y sin posibilidades, y la soledad de Aureliano, el saldo de
veinte años de guerra al servicio de abogadillos serviles y de políticos inescrupulosos, la soledad de losé
Arcadio hijo, gigante triste (p. 83), fue la estación
terminal de un desesperado afán de evasión de una
virilidad puramente física. De su potencia macha
ya se extrañó su madre que vio en ella un equivalente a la temida cola de cerdo (p. 29); se extrañó
Pilar Ternera, la profesional del amor, y se siguieron
extrañando todas las prostitutas de Macondo (p. 29,
84). Dejó un hijo, por azar, del que huyó aterrorizado —Arcudio. destinado a medrar y morir al
vaivén de los efímeros éxitos de su tío ej coronel—;
contribuyó a que Úrsula, su madre, descubriera el
camino que su esposo no había descubierto, el camino de los comerciantes. Con cuello de bisonte,
mandíbulas férreas y mirada triste volvió como un
coloso tatuado crípticamente aun en su más secreta
intimidad; conquistó violentamente la pasión de la
recóndita Rebeca y cuando parecía feliz puso fin a
sus días con un escopetazo que recorrió Macondo
en un sendero de sangre. Fue un misterio que nadie
logró decifrar y que encerró a Reboca cu ;u definitiva tumba de soledad.
La soledad de Amaranta, el tercer vastago de
los fundadores de Macondo. fue aparentemente una
soledad fruto de envidias, de celos, de rencores profundos y amargos. Provocó la ruina de su cuasi hermana Rebeca al impedirle el matrimonio con Pietro
Crespi, el elegante y danzarín componedor d¿ pianolas: la obligó a volver a sus alativicos impulsos
de comer tierra y cal y le abrió el camino de la
desaforada pasión de José Arcadio, el macho insuperable. Incomprensiblemente, cuando el burlado
Pietro Crespi volvió a ella, lo rechazó de tal manera
que determinó un suicidio de manos abiertas en palangana de benjuí con un fondo de luces y de música
de cajas y de relojes sincronizados (p. 99). Quemó
su mano en señal de expiación, y una venda negra
la marcó para siempre, pero rechazó también, sacudida por solitarios sollozos, los requerimientos de
ücrinaldo Márquez, el compañero inseparable ik'l
coronel Kuendía y sació turbiamente sus ardori
mujer en sus sobrinos Aureliano lose y lose Arcadio
Lcrcero, el destinado a ser Papa.
Virgen y solitaria, Amaranta empezó a lejer con
odio y amor la mortaja para Rebeca pero la muerte.
campechana y sencilla, le sugirió que tejiera más
bien su propio sudario. >in prisa, con la misma delicadeza que había confeccionado el de Rebeca, pero
sin engaño. Así empezó Arnarania un trabajo prolijo, hermoso, de muchos años y meses, bordado de
ternuras secretas, de remordimientos, de ocultas apetencias, de ensueños quebrados, al que se decidió
poner pumo final cuando "el mundo se redujo a la
superficie de su piel, y el interior quedó a salvo de
loda amargura"; había ¡legado "a la comprensión
•iin medida de la soledad" (p. 238). Anticipó su
muerte, fue correo de uhratumhíi, no aceptó la confesión que le brindaba el padre Antonio Isabel, pidió público testimonio de su virginidad y se hundió
tranquila en el olvido de lo muerte lp. 2401.
Úrsula, la madre, que en la clara noche de su
ceguera disimulada rectificó má^ de un juicio prema¡uramente hecho, comprendió que lo que había considerado dureza de corazón y amargura concentrada
no era tal, y "que las injuslas torturas a que su hija
había sometido a Pietro Crespi no eran dictadas poi
una voluntad de venganza, como todo el mundo
creía, ni el lento martirio con que frustró la vida
del coronel Gerineldo Márquez había sido determinado por la mala hiél de su amargura, como todo
el mundo creía, sino que ambas acciones habían sido
una lucha a muerte entre un amor sin medidas y una
cobardía invencible, y había triunfado finalmenie el
miedo irracional que Amaranta le tuvo siempre a su
propio y atormentado corazón" (p. 214).
José Arcadio, el patriarca, había llegado a la
soledad por el frustrado camino de los inventos;
Aureliano, por el camino de una justicia imposible;
losé Arcadio hijo, por la ruta de un amor reducido
a tempestuosidad de carne; Amaranta, por la estéril
senda de un amor no confesado y del que no quedaron sino cartas perfumadas y sin enviar (p. 65).
Con ligera? variantes, los otros Buendía —nietos, bisnietos y tataranietos— repitieron las soledades de sus antecesores, La soledad de la acción fracasada: fosé Arcadio con la promesa de un barco
que se redujo a balsa inútil arrastrando una carga
de prostitutas francesas ip. 170): Aureliano Triste
con su ferrocarril amarillo que trajo s lñ< hembras
babilónicas, a Mr. Herbert. a Mr. Brown j que finalmente borró a Macondo cié MI itinerario (p. 193,
243). La soledad de la justicia escarnecida y extirpada en sus afanes incluso de la memoria de los
hombres; José Arcadio Segundo con sus protestas
sindicales y sus tres mil cuatrocientos ocho muertos
echados al mar en una noche de pesadilla borrada
concienzudamente de iodos los textos de historia (p.
300). La soledad del apasionado y tempestuoso
desahogo de la carne: Aureliano Segundo con su mágica proliferación de vacas, sus despilfarros y sus
empachos, terminando sus días ahogado por tenazas
de angustia y de dolur y mendigando rifas en un
vaciamiento del cuerpo y del alma (p. 298); Rebeca,
la incógnita, sumergida en el torbellino tremendo
del super-macho [osé Arcadio. transformada finalmente en una vieja decrépita, alimentada de tierra
y cal y muriendo en un conmovedor y absurdo gesto
de niña que se chupa el pulgar (p. 292): Renata
Remedios persiguiendo las mariposas amarillas, premonitorias de muerte, del incitante y oliváceo Mauricio Babilonia y sepultada en vida en el claustro
de una ciudad donde sólo resonaban campanas de
muerto (p. 252); Aureliano. el último vastago, y
su joven tía Amaranta Úrsula, entregados a una pasión exlerminadora que abrió las puertas de la vieja
casona a la apetencia de la selva: a la hierba salvaje.
al comején, a las cucarachas, a los alacranes y hormigas coloradas (p. 341).
La soledad de Remedios la Bella fue. distinta.
Fue el resultado de una hermosura desubicada en
Macondo y que unida a una simplicidad que bien
podía interpretarse como retraso mental o virtud
angélica sólo logró causar estragos en los hombrea
que la contemplaban. "Es como si viniera de veinte
años de guerra" solía decir el solitario coronel Buendía con una tremendo nostalgia de esa naturalidad
pura que le estaba vedada (p. 172). Infantil, analfabeta, reacia a todo convencionalismo, maravillosamente bella y. por lo mismo, sola. Remedios fue liberada de la tierra en un '"deslumbrante aleteo de
sábanas que subían con ella, que abandonaban con
ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban
con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la larde, y se perdieron con ella para siempre
en los altos aires donde no podían alcanzarla ni lo?
más altos pájaros de la memoria" (p. 205).
Distinla fue también la soledad de losé Arca
dio, hijo de Aureliano Segundo y de Fernanda, y
destinado por la desesperada desconfianza de mamá
Úrsula a ser Papa. Tunlo con Aurelia no lose, dcstinadü a morir pur un error de barajas y de balas
(p. 136), saboreó las secrelas exuberancias de Amaranta la virgen (312) y q u í l ó marcado por ellas.
Fracasó en el camino de la piedad y de los honores
curiales, redujo su ambición a "un imperio de pacotilla, de gastados géneros exóticos, de perfumes
falsos y pedrería barata" (p. 311), gastó su afectividad desolada en cuatro mozalbetes que lo afeitaban, le pulían las manos y lu perfumaban con agua
florida (p. 314) y que terminaron siendo sus verdugos. La muerte lo sorprendió antes de que lograse
huir de Macondo. "Flotando en los espejos perfumados de la alberca, enorme y tumefacto, y todavía
pensando en Amaranta", (p. 317) lo encontró Aureliano una tarde que lo había echado de menos en la
cocina.
La soledad de los Buendía fue una soledad que
contagió a muchos oíros: a Gerineldo Márquez (p.
144), a Pietro Crespi (p. 99), a Mauricio Babilonia
(p. 248), pero en realidad era una soledad que corroía como un cáncer ia vida misma del pueblo, t n
los últimos años, lo único que anhelaban los más
clarividentes era escapar de Macondo pero la soledad
los perseguía como una peste. Así el sabio catalán,
que tanto ayudó a Aureliano a adquirir su recóndita
y medioeval sabiduría (''¡Todo se sabe!"), cayó, ya
reinstalado en su patria, en el aturdimiento de "dos
nostalgias enfrentadas como dos espejos, perdió su
maravilloso sentido de la irrealidad, hasta que terminó por recomendarles a lodos que se fueran de
Macondo. que olvidaran cuanto él les había enseñado del mundo y de! corazón humano, que se cagaran en Horacio, y que en cualquier lugar en que
estuvieran recordaran siempre que el pasado era
mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y
que el amor más desatinado y tenaz era de todos
modos una verdad efímera" (p. 3*59).
Olvido y fatalidad
El tema del olvido se entrelaza íntimamente en
la novela de García Márquez al de la soledad.
El galeón que en su deschavetada aventura encontró José Arcadio Buendía estaba anclado para
siempre en "un espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios del tiempo" (p. 18).
Y aunque Melquíades con sus filtros liberó a
Macondo de la peste del insomnio y del olvido e
hizo inútil el inútil proyecto de lose Arcadio de
construir una máquina de recordar (p. 4 1 )). no pudo
evitar el aciago destino del pueblo: ser desterrado
de la memoria de los hombres Ip. 351),
Ni siquiera los muertos se escapaban de este
destino y su soledad y muerte definitiva coincidía
con la muerte de los que todavía eran capaces de
recordarlos. Así Prudencio Aguilar, con su abierla
garganta, logró averiguar el paradero de su viejo
enemigo José Arcadio Buendía y lo acompañó
mente junto al castaño solitario. "Después de muchos años de muerte, era tan intensa la añoranza de
los vivos, tan apremiante la necesidad de compañía,
tan aterradora la proximidad de la otra muerte que
existía dentro de la muerte, que Prudencio Aguilar
había terminado por querer al peor de sus enemigos" (p. 73). El propio Melquíades, muerto en los
médanos de Stngapur, prefirió renunciar a sus poderes sobrehumanos con tal de permanecer junio a
sus amigos fp. 49). Su segunda muerte la tuvo en
Macondo —fue el primer entierro del pueblo—
cuando había terminado de redactar la historia sin
mañana de los Buendía. Pero sin embargo su pieza
se mantenía limpia y fresca, excepto para el coronel
Aureliano, porque había logrado astillar el tiempo
y detenerlo provisoriamente. Pero cuando el último
Aureliano empezó a descifrar los pergaminos y todos
los recuerdos habían ya muerto, Melquíades se hundió en la muerte definitiva. Se fue "esfumando en
la claridad radiante del mediodía. La última vez
que Aureliano lo sintió era apenas una presencia
invisible que murmuraba: He muerto de fiebre en
los médanos de Singapur, El cuarto se hizo entonces
vulnerable al polvo, al calor, al comején, a las hormigas coloradas, a las polillas que habían de convertir en aserrín la sabiduría de los libros y los per
gaminos" (p. 302).
Inútilmente cultivó |osé Arcadio Segundo el recuerdo de la pavorosa matanza de obreros y llegó
a lo largo de años de solitaria meditación a precisar
el número exacto de víctimas: tres mil cuatrocientos
ocho. De su miedo y asco no quedó ninguna huella
y según la historia "nada pasó en Macondo".
Incluso las interminables guerras del coronel
Buendía estaban condenadas a desaparecer en el
polvo a que el tiempo estaba reduciendo a Macondo. "La desidia de la gente contrastaba con la voracidad del olvido, que poco a poco iba carcomiendo
sin piedad los recuerdos, hasta el extremo de que
por esos tiempos, en un nuevo aniversario del tra-
tado de Neerlandia, llegaron a Macando unos emisarios del presidente de la república para entregar por
fin la condecoración varias vece¿ rechazada por el
joronel Aurelrano, y perdieron toda una tarde buscando a alguien que les indicara dónde podían encontrar a aiguno de sus descendientes" (p. 293).
Y cuando el último de los Aurelianos hacía mención de su legendario antepasado, se burlaban de
c\ y le demostraban rabiosamente que el coronel Aureliano Buendía "era un personaje inventado por el
gobierno como un pretexto para matar liberales"
ip. >29). Así se encontró Aurcliano junto con Gabriel, bisnieto de Gerineldo Márquez, en e! que tampoco nadie creta, "en la resaca de un mundo acabado, del cua] sólo quedaba la nostalgia (p, 329).
Como bien decia el amargado sabio catalán, la
memoria en Macondo no tenía camino de regreso
(p. 329) por la sencilla razón de que no tenia un
mañana.
F.l tiempo, en efecto, se había detenido.
El primero que sufrió esta falla del tiempo fue
losé Arcadio. Después de conversar largamente con
el espectro de Prudencio Aguüíir descubrió al dia
siguiente que seguía siendo lunes. "Pasó seis horas
examinando las cosas, tratando de encontrar una
diferencia con el aspecto que tuvieron el día anterior, pendiente de descubrir en ellas algún cambio
que revelara el transcurso del tiempo" (p. 74), pero
fracasó y se hundió en la desesperación. Años más
tarde losé Arcadio Segundo descubrió que en el cuarto de Melquíades "siempre era mnrzo y siempre era
lunes, y entonces comprendió que José Arcadio
Buendía no estaba tan loco como eoruaba \u familia,
sino que era el único que había dispuesto de bastante lucidez para vislumbrar la verdad de que también el tiempo sufría tropiezos y accidentes y podía
por tanto astillarse y dejar en un cuarto una fracción
eternizada" (p. 296).
La segunda que comprendió que el tiempo fallaba fue Úrsula. "Es como si el tiempo diera vueltas en redondo y hubiéramos vuelto al principio",
gritó exasperada cuando se enteró de los descabellados planes de José Arcadio Segundo para instalar
una línea de navegación (p. 169). Confirmó sus
sospechas cuando Aureüano Triste propuso instalar
un ferrocarril (p. 192) y tuvo la certeza profunda
de que el tiempo marchaba mal, cuando ya centenaria y ciega, empezó a ver que los días se acortaban mañosamente y no le permitían realizar MI?
anhelos de educar debidamente al candidato a Papa
(p. 211). Se rebeló incluso con Dios ya que empezaba a hacer "con lo* meses y los años las mismas
trampas que hacían los turcos al medir una yarda
de percal" (p. 216); los "años no eran los misinos",
"el tiempo era de mala clase" (p. 211).
Lo que no comprendía Úrsula era que sobre
Macondo pesaba la maldición de una vida sin incentivos reales y por lo mismo sin esperanza, y que sólo
la esperanza logra hacer que el tiempo marche hacia
adelante y no gire sobre sí mismo en un acabamiento
estéril.
Pero el tiempo giraba en Macondo porque todos
querían evadirse egoístamente de las responsabilidades que salvan a los pueblos de la muerte, buscando
un rinconcito de soledad apacible, Giraba el tiempo
hasta el punto de parecer detenido en la pieza de
Melquíades mientras éste escribía presagios y nuevas
generaciones los descifraban y volvían a descifrar:
giraba en el taller del coronel Buendía mientras éste
hacía y deshacía pescaditos de oro; giraba en la pieza de Amaranta que bordaba interminablemente su
propia mortaja; giraba en los recuerdos de Úrsula;
giraba a lo largo de las generaciones en que nuevos
Aurelianos y nuevos José Arcadios repelían lo que
otros Aurelianos y otros José Arcadios habían hecho.
El tiempo se había detenido y giraba en redondo porque en el fondo todos los Buendía y todo
Macondo se había resignado a morir; porque habían
preferido la soledad a la lucha agotadora y aparentemente sin esperanza. "No sólo Úrsula sino todo
Macondo estaba esperando que escampara para morirse" lp. 275). Mientras la humedad carcomía las
paredes, el comején socavaba los mostradores, el
musgo veteaba los géneros, las hormigas coloradas
invadían las casas, los hombres de Macondo permanecían "sentados en el mismo lugar y en la mismy
actitud de sus padres y sus abuelos, taciturnos, impávidos, invulnerables al tiempo y al desastre, tan
vivos o tan muertos como estuvieron después de la
peste del insomnio y de las treinta y dos guerras del
coronel Aureliano Buendía" (p. 281).
Religiosidad
Es cierto que en un desesperado afán de defenderse del olvido que asoló a Macondo con la peste del insomnio, se escribió en la calle central un
gran letrero que decía: "Diut. existe" (p. 471. Sin
embargo, fosé Arcadio líuendía, el fundador, no lo99
gró apresar esa existencia en el daguerrotipo, y de
hecho la historia de los Buendía y de Macondo se
desarrolla al margen de una fe capaz de alimentar
una auténtica esperanza.
Amarantu no se confiesa ya que puede atestiguar su virginidad física. Úrsula cree en los santos.
en los hijos con cola de cerdo, en los presagios, y
termina rebelándose con ira un Dios que hace trampas con el tiempo. Remedios la bella sube en cuerpo y alma a los cielos por el privilegio de su hermosura y de no haber traicionado su estado de pura
naturaleza. Fernanda reduce su fe al recuerdo de
las palmas fúnebres, al repiquetear Ü muerto de treinta y dos campanarios (p. 178) y a mantenerse fiel
al calendario que abnegadamente lo había confeccionado su director espiritual y que le permitía en e!
año "cuarenta y dos días (de amor) desperdigados
en una maraña de cruces moradas" (p. !81).
Los curas que van pasando por Macondo son
vivas expresiones de una fe también carcomida por
el tiempo y, por lo mismo, sin esperanza y sin amor.
Así el padre Nicanor Reyna "era un anciano endurecido por la ingratitud de su ministerio. Tenia la
piel triste, casi en los puros huesos, y el vientre pronunciado y redondo y una expresión de ángel viejo
que era más de inocencia que de bondad" (p. 76).
A sus afanes evangelizadores ".nadie prcsió atención.
Le contestaban que durante muchos años habían
estado sin cura, arreglando los negocios de! alma
directamente con Dios, y habían perdido la malicia
del pecado mortal" tp. 77). Vanamente se empeñó
el padre Reyna en construir "el templo más grande
del mundo" con una campana "cuyo clamor sacara
a flote a los ahogados", y vanas fueron también sus
espectaculares levitaciones estimuladas por un tazón
de chocolate, puesto que losé Arcadio Buendía. ya
recluido al castaño, las desautorizó científicamente
por deberse a algo "simplicísimo" —todo esto fue
dicho en latín—, "al eslado cuarto de la materia."
(p. 78).
Al padre Reyna sucedió el padre Antonio Isabel
quien conjuntamente con dedicarse a criar gallos de
pelea y a preparar a |osé Arcadio Segundo a su
primera comunión, estructuró una extraña teología
según la cual "el diablo había ganado probablemente la rebelión contra Dios y estaba sentado en el
trono celeste, sin revelar su verdadera identidad para
atrapar incautos" (p. 162). Todo esto significó que
en pocos meses, losé Arcadio Segundo "llegó a ser
tan duchu en martingalas teulógicas para confundir
lüü
al demonio como diestro en las trampas de la gallera" (p. 163). Fue el padre Antonio Isabel quien
denunció también la presencia del "judío errante"
causante de la muerte de los pájaros (p. 291). "Lo
describió como un híbrido de macho cabrio cruzado
con hembra hereje, una bestia Inferna] cuyo aliento
calcinaba el aire y cuya visita determinaría la concepción de engendros por las recién casadas" (p.
291). Muchos dudaron de sus afirmaciones pero
Macondo se llenó de trampas y un becerro descomunal con trituradas alas de ángel sollozó su agonía y
fue colgado y quemado en la incertidumbre de ser
animal o cristiano (p. 292). Pero a partir de entonces los pájaros no siguieron orientando con sus
trinos a las trashumantes tribus de los gitanos y pese
a los desesperados esfuerzos de Amaranta Úrsula
huyeron definitivamente del pueblo (p. 320).
Cuando delegados curiales fueron a investigar
el informe sobre la extraña mortandad de los pájaros
y el sacrificio del |udío Errante, encontraron al pudre Antonio Isabel jugando con los niños a la gallina ciega. Dudaron de sus inlormes y lo internaron en un asilo. "Poco después mandaron al padre
Augusto Ángel, un cruzado de las nuevas hornadas,
intransigente, audaz, temerario, que tocaba personalmente las campanas varias veces al tila para que no
se aletargaran los espíritus, y que andaba de casa en
casa, despertando a los dormilones para que fueran
a misa, pero antes de un año estaba también vencido
por la negligencia que se respiraba en el aire, por
el polvo ardiente que todo lo envejecía y atascaba,
y por el sopor que le causaban las albóndigas del
almuerzo en el calor insoportable de la siesta" (p.
293).
Buscando el camino de los inventos, (osé Arcadio Buendía y sus jóvenes amigos descubrieron
un mundo blando y húmedo, silencioso y triste, "anterior al pecado original" (p. 17). En realidad esa
fue !a historia de Macondo: al margen de! pecado y
de la redención: a la sombra de un Dios lejano e
indiferente, y sin Cristo, el Dios hecho hombre. La
religión pasó a ser cuestión política. Los liberales
atacaban a los curas y los conservadores los defendían, pero la diferencia era sutil. Ai decir del coronel Buendía, lo único que distanciaba a los liberales y conservadores era que unos iban a misa de
cinco y los otros a misa de ocho (p. 209). Pero
para ambos la misa significaba lo mismo: un rito
mágico, cuestión de costumbre, tradición familiar,
y nada más.
Conclusión
Una novela, má> que decir, sugiere, y el lenguaje de la sugerencia no va directamente encaminado al intelecto —éste se alimenta de conceptos
claros, de cifras y de hechos irredargüibles— sino
al fondo misterioso de temores, de anhelos y de incerlidunibrcs que alienta en todo ser que pretende
i-cr humano. Este es el extraordinario valor de la
novela de García Márquez.
No hay diagnósticos ni pronósticos. Simplemente se nos présenla un trozo de vida: la de una familia, de un pueblo y de una raza.
¿Visión fatalista? Indiscutiblemente, pero también indiscutible es el fatalismo que penetra nuesira
laza y nuestra cultura —no la importada, sino la
auténtica. Pero el fatalismo no significa necesariamente entrega o abyección. Siempre queda un resquicio de esperanza. Las figuras de mamá Úrsula
y de Santa Sofía de la Piedad luchando con un callado v doloroso heroísmo contra la soledad, contra
el o l v i d a y c o n t r a e l t i e m p o ( p . 2 \ 2 . 2 8 4 . 3 0 4 ) i n dican que hay un fondo ele resistencia que desafia
iodo deslino.
Asfixiándose dentro de s\¡ descolorido chaleco
di: terciopelo, garrapateando papeles con sus minúsculas manos de gorrión, predijo Melquíades una
noche cualquiera el futuro de Macondo. Entrevio
una ciudad luminosa, con grandes casas de vidrio,
donde no quedaba ningún rastro de la estirpe de los
Buendía. "Es una equivocación, tronó (osé Arcadiu.
No serán casas de vidrio sino de hielo, como yo lo
soñé, y siempre habrá un Buendía. por los siglos
de los siglos" (p. 53). Pero Melquíades tenía razón.
Los Buendía estaban destinados a morir en la definitiva muerte del olvido porque, encerrados en sus
múltiples soledades, no habían tenido el coraje de
luchar hasta el fin. Pero Macondo, la raza, seguiría
viviendo esperando utra estirpe que le diera los incentivos para justificar su existencia; un sentido capaz de llenar la vida no de un individuo sino de
un pueblo.
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