El concepto de libertad en la época de las Cortes de Cádiz

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EL CONCEPTO DE LIBERTAD
EN LA ÉPOCA DE LAS CORTES DE CÁDIZ∗
Antonio Rivera García
(Universidad de Murcia)
Nos proponemos abordar, en primer lugar, el concepto de libertad que triunfa en las Cortes
de Cádiz, y que, por consiguiente, podemos extraer del texto de nuestra primera Constitución.
Este concepto es el que se ha impuesto en la Ilustración y en los procesos revolucionarios del
siglo anterior. En segundo lugar veremos que el sector moderado presente en las Cortes de
Cádiz y, un poco más tarde, el pensamiento de la reacción, hace uso de una noción católica de
libertad, radicalmente opuesta al pensamiento revolucionario. Sin duda, esta doble percepción
de la libertad se encuentra en la raíz de dos tradiciones políticas muy diversas, que, a menudo,
han dividido a los españoles en dos bandos, pero me limitaré en esta ocasión a exponer los
rasgos más significativos de las dos concepciones.
1. El concepto revolucionario de libertad
1.1. Definición: la libertad como una facultad de hacer. Los hombres de la revolución
española de 1808, y como representantes más señeros voy a aludir constantemente a Canga
Argüelles y Flórez Estrada, solían distinguir, de forma similar a la tradición republicana del
siglo XVIII, entre la libertad natural y la civil; esto es, entre la absoluta o ilimitada, de la cual
gozaban los individuos en el estado de naturaleza que habían popularizado Hobbes y Locke, y
la libertad propiamente dicha, la limitada por las leyes. Los liberales, siguiendo a Jeremy
∗
Publicado en el libro M. CHUST, I. FRASQUET (eds.), La Transcendencia del Liberalismo
Doceañista en España y en América, Biblioteca Valenciana, 2004, pp. 93-114.
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Bentham, enseguida van a sostener, desde comienzos del siglo XIX, que la libertad más
genuina o auténtica es la libertad natural, la que goza el hombre que no está sometido a
ninguna ley. De ahí que la utopía liberal coincida con un mundo sin normas jurídicas; y que el
gobierno más perfecto sea el que, respetando la libertad e independencia natural del hombre, le
hace disfrutar de todas las ventajas sociales. Ahora bien, como ello no es posible, los liberales
reconocen la necesidad de sacrificar algún bien individual para gozar de otro bien mayor, el de
la seguridad.
Sin embargo, los revolucionarios españoles todavía no se han apartado demasiado de la
tradición republicana cuando rechazan radicalmente el concepto de libertad natural. Canga
Argüelles escribía en 1811 que “el goce de la libertad más absoluta no compensa al hombre
los males que le ocasiona la vida aislada y solitaria”;1 y Ramón Salas, un hombre del trienio
liberal, recoge en cierta manera el sentir del sector revolucionario cuando señala que el
hombre salvaje,2 por ser esclavo de sus necesidades físicas, “no solamente es menos libre que
el ciudadano de un pueblo regido por una constitución y leyes liberales, sino también que el
hombre sujeto a un gobierno absoluto”.3
De esta manera, el concepto de libertad que nos interesa es el civil, y no el natural. Canga
Argüelles define la libertad del hombre en sociedad como “la facultad de hacer con seguridad
quanto le pareciere más acomodado a sus deseos, siempre que con ello no dañe a los demás
hombres”.4 Parecida es la definición de Flórez Estrada: “La libertad consiste en poder hacer
todo lo que a otro no perjudica, y así el ejercicio de los derechos naturales del hombre no tiene
otros límites que los que asegura a los demás miembros de la sociedad el disfrutamiento de
estos mismos derechos, límites que sólo la ley puede determinar.”5 Para la comisión
1 CANGA ARGÜELLES, J.: Reflexiones sociales y otros escritos, Madrid, CEC, 2000, p. 19.
2 “Podría dividirse la libertad en originaria o natural, y civil o social: la libertad natural es la facultad de
hacer lo que se quiere sin otros límites que los que pone la fuerza o resistencia de los objetos externos;
la libertad civil es la misma facultad limitada o moderada por las leyes; de modo que la libertad civil es
la libertad natural menos las porciones cuyo sacrificio ha creído necesario la ley para obtener y
asegurar el fin de la asociación, que es el bienestar o felicidad común.” (SALAS, R. (1821): Lecciones
de derecho público constitucional, Madrid, CEC, 1983, p. 52).
3 Ibidem, p. 50
4 CANGA ARGÜELLES, J.: o. c., p. 20. El absolutista Peñalosa ya nos proporciona una definición de
esta libertad: “significa en general la idea de poder, según las leyes, disponer de nosotros mismos y de
cuanto nos pertenece.” (Cit. en PORTILLO, J. M.: Revolución de nación. Orígenes de la cultura
constitucional en España, 1780-1812, Madrid, CEC, 2000, p. 102).
5 Cit. en ibidem, p. 253.
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constitucional encargada de añadir un capítulo sobre los derechos fundamentales, que al final
no fue incluido en la Carta Magna, la libertad implicaba la capacidad de “poder hacer todo lo
que no perjudica a la sociedad ni ofende a los derechos de otro”. Y el artículo 40 del proyecto
de Código civil de 1821, obra a la cual nadie puede negar su vinculación con la cultura
constitucional gaditana, desglosaba la libertad civil o propiedad personal en un conjunto de
facultades y derechos cuyo objetivo era garantizar a todos los hombres la posibilidad de
alcanzar la felicidad.6
En resumen, la libertad civil no coincide con la libertad natural, la que no está limitada por
ninguna ley, ni con la libertad moral, la que juzga la autonomía de la voluntad y de las
intenciones; sino con el poder, facultad o derecho de hacer lo que se quiere, aunque, desde
luego, dentro de los límites establecidos por las leyes;7 leyes que, no obstante, eran la
expresión de la voluntad del querer de todos los ciudadanos, de forma que la limitación era
más bien una autolimitación. En contraste con esta noción revolucionaria o ilustrada, que
identifica libertad y derechos, veremos más tarde que la noción católica identifica la libertad
con el deber; y así, mientras la primera nos proporciona una concepción autónoma de la
política basada en la soberanía y autolegislación del pueblo, la segunda subordina la voluntad
de los ciudadanos a la lex naturalis (Martínez Marina) o al mandato de las clases que en cada
momento histórico encarnan el principio de la razón (Donoso Cortés).
1.2. La libertad en relación con la Constitución. La libertad que disfruta el hombre en
sociedad puede analizarse, como hace Montesquieu, desde un doble punto de vista: en relación
con la Constitución, y en relación con los ciudadanos. Esto es, podemos hacer referencia a las
condiciones que debe cumplir el régimen político para garantizar la libertad de sus
6 “Es libertad civil o propiedad personal: 1º., el derecho a conservar la existencia física y moral, y de
aumentar sus goces y comodidades; 2.º, el derecho de hacer todo lo que no está prohibido por la ley o
por sus emanaciones; 3.º, el derecho de manifestar las opiniones y pensamientos bajo las restricciones y
responsabilidad que prescribe la ley; 4.º, el derecho de no ser detenida la persona por ningún individuo
ni Autoridad, sino en los casos y por medios que determina la ley; 5.º, el derecho a no ser compelido al
cumplimiento de las obligaciones, sino por la Autoridad y por los medios que señaló anteriormente la
ley; 6.º, la facultad de reclamar ante el Rey y demás Autoridades competentes, y en su caso ante las
Cortes, cualquier transgresión que coarte derechos que concede la ley.” Cf. LORENTE SARIÑENA,
M.: Las infracciones a la Constitución de 1812, Madrid, CEC, 1988, pp. 210-211.
7 FLÓREZ ESTRADA, A. (1809): Constitución para la nación española, en Obras de Álvaro Flórez
Estrada II, Madrid, BAE, Atlas, 1958, p. 316.
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ciudadanos; o bien a las mismas leyes que regulan los derechos y facultades de los individuos.
Con respecto a la primera perspectiva, nuestros revolucionarios reconocen que una
Constitución libre debe cumplir básicamente dos requisitos: primero, debe ser expresión de la
voluntad de los ciudadanos, lo cual equivale a decir que el pueblo soberano detenta el poder
constituyente (autolegislación); y, segundo, debe establecer la separación de poderes como
principal medio para conservar la libertad política. Pues bien, estas dos condiciones se
cumplen en nuestra Constitución de 1812.
1.2.1. Soberanía nacional: el problema del poder constituyente. Para Canga Argüelles o
Flórez Estrada, los dos publicistas que hemos tomado como modelo de revolucionarios, la
unión en sociedad es un acto libre de los que la componen (pacto social);8 y la Constitución no
es más que la expresión de este pacto social, o sea, la ley solemne que recoge los derechos y
deberes de ciudadanos y gobierno.9 En virtud del pacto social, la soberanía o poder
constituyente reside “en todos y cada uno de los ciudadanos que componen” el cuerpo social.
Este punto de vista revolucionario se impone en las Cortes de Cádiz, como demuestra el
artículo 3, que dice así: “la soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo
pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales”. El
concepto constitucional de nación equivale aquí simplemente al conjunto de los españoles.
Son los individuos, y no una nación comprendida en un sentido romántico, o sea, como una
realidad cultural superior y transcendente a las personas que la integran en cada momento,
quienes se reunen para darse una nueva ley fundamental.10
Los moderados o realistas, capitaneados por Jovellanos, deseaban restar carácter
constituyente al sujeto nacional, y que las Cortes se limitaran a restaurar y mejorar la
constitución histórica. Lejos de propugnar una ruptura revolucionaria, defendían la vigencia de
8 “Como la unión –escribía Canga Argüelles– en sociedad es un acto libre de los que la componen,
sólo ellos podrán señalar las reglas de su conducta.” (o.c., p. 21).
9 Según Flórez Estrada, la Constitución “fija y establece los derechos y deberes del gobierno para con
la nación” (o. c., p. 316). Para Canga Argüelles es la “ley solemne con que una nación declara los
derechos y los deberes de los hombres, y las obligaciones y derechos de las personas encargadas del
gobierno, o sea del cumplimiento de sus pactos” (o. c., p. 23).
10 En este sentido se expresaba un escrito anónimo de 1805, Teoría de una constitución política para
España: “la nación española es la reunión de todas las personas que voluntariamente y libremente
viven dentro del [...] terreno español”, y, por tanto, contiene “las mismas ideas que la palabra Pueblo.”
(Cit. en PORTILLO, J. M.: o. c., p. 153).
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las antiguas leyes fundamentales, en cuyo carácter estamental u orgánico veían un serio
obstáculo contra el despotismo.11 Para ese sector partidario de modestas reformas en la
Constitución histórica, el de Jovellanos, Capmany o Borrull, la España de las Cortes de Cádiz
no era una “nación constituyente” sino una nación constituida, cuya esencia radicaba en la
religión católica y en una monarquía de carácter hereditario y estamental. Los moderados
añadían, en una línea muy parecida al pensamiento reaccionario expuesto poco más tarde en el
Manifiesto de los persas, que la nación no podía modificar los derechos del rey Fernando VII,
por cuanto la traslación de poder al príncipe, la translatio imperii, ya había tenido lugar en
épocas pasadas. Razón por la cual los diputados de las Cortes debían ser considerados simples
depositarios de la soberanía monárquica. Asimismo, los realistas, tras sentenciar que la antigua
Constitución se remontaba a la Edad Media, al pacto entre dos sujetos iguales, el príncipe y el
resto del cuerpo político, pensaban que la nación no constituía una realidad anterior a la
monarquía. Pues sin pacto de gobierno o de dominación no podía hablarse de una comunidad,
sino, como señalaba Inguanzo, de una “reunión de hombres en confuso”.12
En cambio, los diputados más revolucionarios o rupturistas negaban, basándose muchos de
ellos en los estudios históricos de Martínez Marina, que la Constitución tradicional española
siguiera vinculando a las nuevas Cortes. Por ello, a juicio del revolucionario Espiga, el primer
artículo de la ley fundamental de 1812 no definía “la nación como constituida, aunque lo
esté”, sino “en aquel estado en que, usando de los grandes derechos de establecer las leyes
fundamentales, está constituyéndose o, lo que es lo mismo, está mejorando su constitución”.13
La nación, y no el reino de España o los reinos históricos, se convertía ahora en el nuevo
titular de la soberanía. El organicismo medieval, según el cual el reino se identificaba con un
cuerpo cuya cabeza era el rey y cuyos miembros, los estamentos o los territorios, eran órganos
heterogéneos, cedió su lugar a la idea revolucionaria de una nación homogénea compuesta por
11 A pesar de esta apología de las tradiciones constitucionales, los realistas, siguiendo el modelo inglés
propuesto por Lord Holland y por el libro Insinuaciones sobre las Cortes del escocés John Allen,
deseaban introducir la novedad de dos cámaras: la cámara alta de los privilegiados, donde estarían
representados la nobleza y el clero, y la cámara baja de los comunes. Sin embargo, la opción
revolucionaria se impuso al final sobre la realista, dado que las Cortes ni fueron estamentales ni se
dividieron en dos cámaras.
12 Cit. en PORTILLO, J. M.: o. c., p. 374.
13 Ibidem.
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individuos libres e iguales.14 Las Cortes dejaron de ser una reunión de los tres estamentos o de
los distintos territorios históricos y se convirtieron en una reunión de voluntades,15 tal como
declaraba el artículo 27 de la Constitución: “Las Cortes son la reunión de todos los diputados
que representan la nación, nombrados por los ciudadanos.”
Los revolucionarios también subrayaban la anterioridad y superioridad de la nación soberana
sobre el monarca, el cual había dejado de ser soberano y se había convertido en un
representante sometido a la Constitución.16 Canga Argüelles, en contra de la tradicional teoría
patriarcal, escribía a este propósito que “los hombres y no la naturaleza hacen los reyes, y
éstos deben a la voluntaria sujeción de aquellos su existencia y poder”.17 Por eso, el monarca
ya no continuaba siendo gobernante y rey en virtud de un histórico derecho de sucesión, sino,
como exponían unos Preliminares a la constitución para el reino de España de 1810, por
elección especial y nombramiento nuevo de la nación. El mismo proyecto de Constitución
manifestaba que a la nación soberana le corresponde “adoptar las formas de gobierno que más
le convenga”. Y Flórez Estrada, en su Constitución para la nación española, indicaba que
cuando ésta se apruebe “será un crimen de estado llamar al rey soberano”, o que éste altere la
Constitución, pues no hay más cuerpo soberano que la nación.18
1.2.2. Separación de los poderes políticos. En segundo lugar, la libertad constitucional
requiere separación de poderes.19 Flórez Estrada, como Montesquieu, veía en la legislación de
Inglaterra el modelo más perfecto de Constitución,20 y utilizaba también el criterio del francés,
14 En opinión de Canga Argüelles, la representación estamental no tenía sentido cuando “todos los
individuos de la sociedad, como que son iguales ante la Nación”, disfrutan “sin distinción ni diferencia
alguna del derecho de concurrir con sus votos al establecimiento de las leyes”, y pueden “desempeñar
las funciones atribuidas a los poderes que componen el gobierno” (o. c, p. 37).
15 DE DIOS, S.: “Corporación y Nación. De las Cortes de Castilla a las Cortes de España”, en AA.
VV.: De la Ilustración al Liberalismo. Symposium en honor al profesor Paolo Grossi, Madrid, CEC,
1995, p. 285.
16 El monarca está sometido “a cuanto previene la Constitución” (FLÓREZ ESTRADA, A.: o. c., p.
328).
17 CANGA ARGÜELLES, J.: o. c., p. 28.
18 FLÓREZ ESTRADA, A.: o. c., pp. 322 y 328.
19 Canga Argüelles hablaba de seis poderes esenciales (legislativo, ejecutivo, judicial, defensivo,
instructivo y subventivo), y de la necesidad de su absoluta separación (o. c., p. 24), pero casi todos los
revolucionarios se centraron en la habitual separación entre los tres primeros.
20 “Si los gobiernos obrasen de buena fe, a falta de luces hubieran consultado y adoptado la política y
legislación de las naciones que han sabido ser felices y poderosas. En nuestros días hubiéramos
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la división del poder, para distinguir entre el gobierno libre y el despótico: “el gobierno
despótico es el que reune en sí toda la autoridad y poder posible y por lo mismo el más libre
será aquel que más divida la autoridad y poder, dejando, sin embargo, el suficiente para que no
caiga en el extremo opuesto a que propende todo gobierno libre, a saber: la anarquía, el mayor
de los males que puede sufrir toda sociedad.”21 Por supuesto, durante el período
revolucionario y constitucional lo que más preocupaba era la reunión despótica de todos los
poderes en la persona del monarca. Los revolucionarios españoles veían en esta concentración
del poder, en la ausencia de un poder legislativo independiente, la principal causa de las
injusticias y extravio del reinado de Carlos IV y –en palabras de Estrada– de su “estúpido
privado” Godoy.22
1.3. La libertad en relación con los ciudadanos. Para que la libertad del ciudadano sea
completa no sólo se requiere poder constituyente en manos de la nación y separación de
poderes; también se precisa que las leyes fundamentales reconozcan todos esos derechos
individuales, naturales e inalienables, que ya habían sido sancionados en los Estados Unidos y
en Francia por sus famosas Declaraciones.23
1.3.1. La corta Declaración de derechos individuales. El artículo 4 de la Constitución de
1812 contiene un escueto reconocimiento de los derechos individuales: “La Nación está
obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los
demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen”. A algunos historiadores
estudiado la legislación de Inglaterra y hubiéramos hallado que la perfección de sus artes, el progreso
de sus ciencias, el poder de esta nación, en una palabra, que todas las ventajas que disfruta sobre las
demás naciones es debido únicamente a la libertad de que gozan sus individuos.” (FLÓREZ
ESTRADA, A.: Reflexiones sobre la libertad de imprenta, en Obras de Álvaro Flórez Estrada II, cit.,
p. 348).
21 Constitución para la nación española, cit., p. 321.
22 Reflexiones sobre la libertad de imprenta, cit., p. 349. “De la falta –escribe Canga– de un cuerpo
legislativo estable, que representase a la Nación, ha nacido el recaer en manos del rey estas funciones,
porque disueltas las Cortes no había quien desempeñase sus funciones: una vez puestas en sus manos la
facultad de hacer las leyes, la execución y la fuerza; se siguió el abuso [...]” (o. c., p. 48).
23 La comisión constitucional española hacía referencia a la necesidad de esa doble libertad en los
siguientes términos: “El íntimo enlace, el recíproco apoyo que debe haber en toda la estructura de la
Constitución, exige que la libertad civil de los españoles quede no menos afianzada en la ley
fundamental del Estado, que lo está ya la libertad política de los ciudadanos.” (Cit. en PORTILLO, J.
M.: o. c., p. 424).
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esta declaración no les parece suficiente garantía. No obstante, resulta indudable que la
Constitución ordenaba garantizar los derechos individuales; derechos que, a diferencia de la
pactada comunidad nacional, se caracterizan por su índole natural, universal o preexistente.
Son, por tanto, anteriores a la constitución de la nación y del Estado, como, por lo demás,
reconoce el mismo artículo 4 cuando ordena conservarlos y protegerlos, mas no crearlos.24
Ciertamente, los diputados de las Cortes de Cádiz pensaron elaborar, inspirados por las
declaraciones francesas de 1789 y 1793, un segundo capítulo del Título I en donde, bajo el
encabezamiento “De los españoles, sus derechos y obligaciones”, debía reconocerse “la
libertad, la seguridad, la propiedad y la igualdad” como los principales derechos de todo
español. Pero, al final, se limitaron a especificar la libertad civil y la propiedad, mientras la
seguridad y la igualdad, como aclaraba el proyecto de Código Civil de 1821,25 quedaban
englobadas dentro de la fórmula “los demás derechos legítimos”.
Desde luego, algunos liberales como Valentín Foronda se quejaron de esta breve
referencia,26 mas nunca protestaron porque les pareciera erróneo el artículo 4. En cualquier
caso, su localización, dentro del primer título y capítulo, y su efectividad material durante el
breve periodo de vigencia de la Constitución, nos obligan a admitir el papel fundamental,
básico y determinante que en esta Carta Magna juegan los derechos de los individuos.
Por lo demás, el carácter liberal de nuestra Constitución de 1812 resulta evidente cuando
notamos que los únicos derechos nombrados expresamente son los dos más genuinos del
liberalismo: la libertad civil, que solía desglosarse en libertad de movimiento, libertad personal
y, sobre todo, en libertad de imprenta y de comercio, y la propiedad. También el tratamiento
de la igualdad resulta propio del pensamiento liberal, pues los constituyentes sólo hicieron
referencia a una igualdad formal o legal. Por esta razón, el proyecto de Código civil de 1821
24 Aunque Lord Holland se quejó porque nuestra ley fundamental no establecía las garantías
procesales adecuadas para hacer efectivos los derechos y libertades individuales, los españoles sí
pudieron reclamar ante diversas instituciones estatales la protección de los derechos subjetivos
mencionados de forma tan genérica por el artículo cuarto.
25 El proyecto de Código Civil de 1821, una de las consecuencias de la Constitución gaditana,
establecía en su artículo 34 que “la libertad civil, la propiedad, la seguridad judicial y la igualdad legal
componen los principales derechos legítimos de los españoles.” De este modo también se expresaba en
1820 el Catecismo político arreglado a la Constitución de la Monarquía española, el cual establecía
que, según el artículo 4, los derechos de los españoles son la libertad, la seguridad y la igualdad.
26 FORONDA, V.: Ligeras observaciones sobre el proyecto de la nueva constitución, La Coruña,
1811.
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admitía la amarga verdad de la desigualdad económica, y que todo cuanto podía hacer la ley
era “neutralizar el funesto influjo del rico sobre el menesteroso, del superior sobre el
dependiente”.27
1.3.2. La legislación penal y las libertades religiosa y de pensamiento. Entre las leyes que
garantizan la libertad o los derechos naturales de los individuos es necesario prestar atención a
las leyes que regulan los juicios criminales, a la libertad religiosa y a la libertad de
pensamiento o de imprenta.
Ya Montesquieu decía que “la libertad del ciudadano depende principalmente de que las
leyes criminales sean buenas”.28 De acuerdo con esta máxima, Canga Argüelles indica en sus
Reflexiones que la libertad dejará de ser una quimera cuando los ciudadanos sólo sean
arrestados en los casos previstos por las normas penales; cuando concurran pruebas o
documentos fiables, y no meros indicios; y cuando se supriman las penas atroces.29 Todos
ellos son principios que, junto al de la inviolabilidad del domicilio o a la prohibición de allanar
la casa, recoge la Constitución del 12 en su Título V.
En cuanto a la libertad religiosa, la mayoría de los revolucionarios intentaron hacer
compatible la tolerancia con el reconocimiento de la confesión católica como religión estatal.30
Pero la Iglesia católica a la que se refería Canga o Flórez Estrada era una Iglesia nacional,
sometida a una serie de artículos que garantizaban la fidelidad del clero a los intereses
27 Cit. en LORENTE, M.: o. c., p. 211. Diversas fuentes políticas y jurídicas prueban el tratamiento
liberal dado a la igualdad: el diario de sesiones de 16 de junio de 1813 afirma claramente la igualdad
ante la ley de todos los españoles; en el número sexto del Duende Político se puede leer que “la
igualdad civil delante de la ley no es ni puede ser otra cosa que la protección igual que deben gozar
indistintamente todos los ciudadanos”; y, según el artículo 51 del Código civil del trienio liberal, “todos
los españoles son iguales ante la ley para reclamar derechos y cumplir obligaciones, sin diferencia de
nacimiento, de calidad o de fortuna. Esta igualdad constituye el derecho que se llama igualdad legal”.
28 MONTESQUIEU, Del espíritu de las leyes, Madrid, Tecnos, 1995, p. 129.
29 CANGA ARGÜELLES, J.: o. c., pp. 31-32.
30 Flórez Estrada escribe que “ningún ciudadano será incomodado en su religión, sea la que quiera,
pero será castigado como perturbador del sosiego público cualquiera que incomode a sus
conciudadanos en el ejercicio de su religión o por sus opiniones religiosas, y el que en público dé culto
a otra religión que la católica.” (Constitución para la nación española, o. c., p. 335). En una prudente
línea, Canga Argüelles, aun reconociendo que el catolicismo era la religión del Estado, hacía referencia
a la posibilidad de examinar si esta religión debía “ser como hasta aquí tan dominante que excluya el
exercicio de otras.” (o. c., p. 61).
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estatales antes que a los de Roma.31 En concreto, la nación había de tener la facultad de exigir
a la Iglesia católica la aceptación de determinados preceptos relativos a su disciplina exterior,
y de revisar las actas de los Concilios antes de su publicación.
Según el conde de Toreno, el artículo 12, en donde se establecía el catolicismo como la
religión de la nación española, no suponía, a pesar de chocar con los principios de la tolerancia
y de la libertad de cultos, un obstáculo insalvable para lograr con el tiempo mayores cotas de
libertad religiosa. A su juicio, en las Cortes de Cádiz los diputados más afectos al principio
ilustrado de la tolerancia decidieron que lo más prudente era no hurgar en un asunto que
levantaría una excesiva oposición entre los sectores más conservadores de España, e impediría
la adopción de otras reformas.32 No obstante, para las generaciones posteriores éste sería uno
de los puntos más discutibles del liberalismo doceañista. A este respecto, merece la pena
contrastar la tesis del conde de Toreno con la opinión del republicano radical Álvaro de
Albornoz, quien, un siglo más tarde, señalaba que el gran error de los liberales del 12 fue el
negar la libertad religiosa por temor a la guerra civil: “les faltó la cuerda audacia de provocarla
oportunamente; al hacer todo lo posible por impedirla, sólo consiguieron retrasarla. Y vino
después [se refiere a las guerras carlistas], tarde y con daño, puesto que se encendió en las
turbias llamaradas del encono dinástico, y no en las ascuas vivas de la conciencia religiosa”.
Además, Albornoz, en la línea de Jellinek, señalaba que la libertad religiosa era el origen de
todas las libertades civiles: “Por no haber sido planteado y resuelto a tiempo el problema de la
libertad religiosa se hallan –escribía en la década de los veinte– en España sin resolver todos
los problemas políticos. La libertad civil no nace de la Revolución, sino de la Reforma”.33
31 Los artículos a los cuales se refería Canga son los necesarios para crear una Iglesia nacional. Por eso
señalaba que la Iglesia española únicamente ha de poseer los bienes imprescindibles para la
manutención del clero, debiendo enajenar los bienes raíces sobrantes; debe limitar su jurisdicción a los
asuntos espirituales o relativos al fuero de la conciencia; debe suprimir el derecho de asilo y otras
inmunidades de los clérigos; e incluso ha de admitir que las Cortes reduzcan el excesivo número de
eclesiásticos seculares y regulares. Por supuesto, las antiguas regalías, como el patronato real, seguían
siendo irrenunciables. Cf. CANGA ARGÜELLES, J.: o. c., pp. 61-62.
32 En un país donde se destruye la Inquisición, donde existe la libertad de imprenta y “se aseguran los
derechos políticos y civiles por medio de instituciones generosas” difícilmente podía imponerse el
fanatismo y la intolerancia religiosa. Por todo ello –concluye Toreno, fue muy cuerdo “no provocar una
discusión en la que hubieran sido vencidos los partidarios de la tolerancia religiosa.” (CONDE DE
TORENO: Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, Madrid, 1872, libro XVIII, p.
385).
33 ALBORNOZ, A.: La tragedia del Estado español, Madrid, Caro Raggio, 1925, pp. 133-134.
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Finalmente, la libertad de imprenta, reconocida por el artículo 371 de la Constitución de
Cádiz,34 si bien sólo se refería a materias políticas porque los escritos religiosos debían ser
sometidos a la aprobación y licencia de los obispos,35 constituye uno de esos derechos
individuales que sirven para conectar la sociedad civil con el Estado. Los publicistas de la
época, y en especial Flórez Estrada, en Reflexiones sobre la libertad de imprenta, solían
atribuirle tres funciones básicas: la primera consistía en la formación y difusión de la opinión
pública; la segunda en controlar e impedir las arbitrariedades de las autoridades públicas, en
especial las del ejecutivo;36 y la tercera, en instruir al pueblo y elevar su nivel cultural.37
En principio, esta libertad debería encuadrarse dentro de los derechos civiles. No obstante,
también se relaciona indirectamente con el poder legislativo, en cuanto éste tiene la misión, si
quiere convertirse en el portavoz de la voluntad popular, de ajustar sus leyes a la variable
opinión pública. Si a ello unimos que la publicidad, realizada a través de la imprenta, cumple
una función de control de los órganos de gobierno, no resulta extraño que esta libertad contara
con una garantía adicional, el artículo 131, que ordenaba a las Cortes su protección.
2. El concepto católico y contrarrevolucionario de libertad. En la época de las Cortes de
Cádiz también encontramos presente una concepción católica de libertad. Desde esta posición,
la libertad no es una facultad de hacer; más bien coincide con el libre albedrío, esto es, con la
potencia de todos los hombres para obedecer o desobedecer la ley natural. Para estos autores
católicos, la libertad civil de los revolucionarios sigue siendo absoluta, pues el límite
establecido por las leyes, en la medida que éstas dependen de la voluntad de los ciudadanos,
no constituye una auténtica limitación del querer individual. En el fondo, la libertad católica se
alza contra la idea de autolegislación y soberanía del pueblo, o lo que es lo mismo, contra la
34 “Todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin
necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y
responsabilidad que establezcan las leyes” (art. 371).
35 “En vano un diputado liberal, el americano Mejía, propuso que fuera suprimida también la censura
religiosa. Diputados liberales de la importancia de Argüelles y Muñoz Torrero combatieron la
proposición del diputado americano, rechazada casi por unanimidad de los representantes del país.”
(ALBORNOZ, A.: o. c., p. 133).
36 Con este propósito, Flórez Estrada aludía a la conveniencia de que los debates constitucionales se
hicieran públicos a través de la imprenta, pues veía en las sesiones secretas un nuevo camino para
convertir a los diputados en déspotas.
37 PORTILLO, J. M.: o. c., p. 437.
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autonomía completa de la esfera política. Frente a la concepción revolucionaria que acaba
relacionando la libertad con el derecho subjetivo y con el autodominio y poder de los
ciudadanos, el concepto católico subraya la relación, por paradójica que parezca en principio,
de la libertad con el deber, la obediencia o la subordinación. Las obras de Torres Flores,
Villanueva, Martínez Marina y, ya entrado el siglo, la de Donoso Cortés, constituyen un buen
ejemplo de esta tradición. Me voy a servir de estos cuatro publicistas para reconstruir
brevemente la teoría católica de la libertad.
A finales del siglo XVIII, José de Torres Flores, en su Disertación sobre la libertad natural
jurídica del hombre (1788), distingue dos tipos de libertad, una superior, absoluta y sin límites
y otra inferior, circunscrita o limitada. La primera, la infinita, sólo reside en Dios, mientras
que la segunda, la limitada, es propia del hombre, pues la acción libre de la criatura está sujeta
a la ley que le prescribe su legislador; o en otras palabras, sus actos siempre han de ser justos,
rectos y santos. Sólo en los actos indiferentes posibles, aquellos que no son prohibidos u
ordenados por leyes divinas o humanas, el hombre goza de la mayor libertad.38 En el segundo
y tercer capítulo de la Disertación, el jurista polemiza con los filósofos modernos o libertinos
que, como Mably, defienden la “absoluta libertad del hombre”. A esta libertad ilimitada, cuyo
origen podría remontarse hasta la libertad cristiana defendida por Lutero,39 opone la católica
libertad jurídica y legal; la libertad que, además de estar acotada por la ley Natural, esto es,
“por la ley suprema, que el Divino Legislador grabó” en el corazón de cada hombre, lo está
38 TORRES FLORES, J. DE: Disertación sobre la libertad natural jurídica del hombre, León,
Universidad de León, 1995, pp. 42-43 y 57.
39 Para los juristas católicos, Lutero, al defender que la libertad del cristiano implica la liberación de
toda sujeción debida a la ley, estaría suministrando una base teológica al pensamiento de los filósofos
libertinos: “Los enemigos de nuestra sagrada religión todo lo truecan, todo lo confunden y lo que se
dice con certeza de una libertad [la del cristiano], lo apropian a aquella, que si gozara de este carácter se
opondría al bien de la sociedad, como de facto contradice y repugna aquel principio fundamental que
de la libertad social presenta Lutero en su tratado de Libert. Christ. [...]: “... nullo opere, nulla lege
Christiano homini opus esse ad salutem, cum per fidem sit liber ab omni lege”. Principio del que los
nuevos filósofos de nuestros días han deducido y con sofismas han intentado sostener la libertad
absoluta del hombre, que no debe estar sujeto a ninguna ley, permaneciendo todos sin distinción en una
perfecta igualdad.” (Ibidem, p. 46). En contraste con esta versión protestante y libertina, el católico
Torres Flores sostiene que la libertad espiritual del cristiano, que la liberación de la esclavitud de la
culpa o del pecado original, no se tradujo en una absoluta libertad, ya que “Jesucristo libertó a su
Pueblo Cristiano, pero no le libertó de la [ley] divina, que obliga siempre y por siempre a toda humana
criatura. Esta ley es la que prescribe la sujeción y dependencia que debe haber entre el superior por
Naturaleza, o ley, y el inferior. Y de esta prescripción dimana la sujeción a las leyes positivas de los
supremos Príncipes terrenos.” (Ibidem, p. 48).
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por la ley civil del príncipe que, de acuerdo con el iusnaturalismo tomista, dimana de la
natural. Para Torres Flores, la libertad natural jurídica coincide, en realidad, con el libre
albedrío, el cual, a su vez, se identifica con el deber del buen cristiano, dado que “dio el Señor
al hombre el libre albedrío para su bien, no para su mal”, para que usase, y no abusase, de la
“jurídica legal libertad”.40 Por lo demás, Torres considera que el mayor peligro no procede,
como podría pensarse inicialmente, de los autores protestantes o ateos, sino de aquellos
católicos que, como Gaetano Filangieri y otros pensadores próximos a los presupuestos
jesuíticos, intentaban adaptar la confesión romana al iusnaturalismo protestante de un
Heineccius o a la nueva filosofía.41
También el jansenista Joaquín Lorenzo Villanueva, en su Catecismo del Estado según los
principios de la religión de 1793, critica la libertad civil de los libertinos o revolucionarios
que “se opone a la subordinación a la legítima autoridad, y por otro nombre se llama
independencia”. El jansenismo de este primer y contrarrevolucionario Villanueva se puede
apreciar en la acentuación de la corrupción original del hombre, en la defensa de la sumisión
de la Iglesia a toda autoridad civil, aunque el príncipe sea un tirano, y en el aprecio
demostrado en todo su catecismo por Agustín de Hipona. No sólo –escribe Villanueva en el
capítulo VII– los discípulos de este padre de la Iglesia son los “mayores defensores de la
independencia y soberanía de los príncipes”, sino que, además, Agustín de Hipona es el mayor
valedor de “la autoridad divina de las supremas potestades”, de la dependencia de la Iglesia
con respecto a la autoridad temporal, y quien más ha luchado por “hacer entender a los
miembros del Estado que no tienen poder para desatar el lazo que los une con su cabeza”.42 A
40 Ibidem, p. 52.
41 Ibidem, pp. 94 ss.; pp. 132 ss.
42 En el prólogo del catecismo, Joaquín Lorenzo Villanueva señala que “la Religión no sufre ni puede
sufrir en sus miembros independencia de la autoridad temporal: mándales que veneren las potestades,
que se sometan a ellas, y las obedezcan en lo que no se opone al orden ni a la voluntad de Dios: y que
por conciencia se sujeten a la constitución del Estado [...] tan leales quiere a los Fieles bajo el yugo de
un tirano, como en el gobierno de un buen Príncipe.” (Catecismo de Estado, Madrid, Imprenta Real,
1793). Y en el capítulo VIII añade lo siguiente para demostrar la necesaria subordinación de la Iglesia a
los mandatos civiles: “Tenían los Príncipes aun en la infidelidad toda la autoridad necesaria para
hacerse obedecer en las cosas que de ella dependían. Debían sujetárseles todos, no sólo por temor del
castigo, sino obligados por la conciencia. Nadie podía oponerse a su potestad sin resistir al orden y al
autor del orden, que es Dios. Y aunque los Príncipes no lo conocían, antes bien eran enemigos
declarados de su culto, no por eso dejaban de ser ministros de Dios [...] porque aun cuando los Reyes
no hubiesen salido de la noche de la infidelidad, y hubieran perseguido siempre la Fe, no fuera menos
digna de respeto la potestad que habían recibido de Dios para gobernar el Estado.”
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este respecto, al clérigo español no le basta con desautorizar a los nuevos filósofos y
revolucionarios franceses; como buen jansenista, también rechaza el laxismo católico –y
evidentemente está pensando en los jesuitas– que se halla en la raíz de la doctrina que
“autoriza al pueblo para juzgar al Príncipe”.43 Mas frente a la libertad revolucionaria o a la de
los católicos más laxos se alza tanto la “libertad esencial del hombre que consiste en la
naturaleza del libre albedrío”, como “la libertad de servidumbre que se opone a la esclavitud”.
Estas dos libertades, libre albedrío y libertad de servidumbre, son las únicas libertades que,
según Villanueva, son compatibles con “la sumisión y obediencia de los súbditos a las cabezas
del Estado”.44
Las obras de Martínez Marina Discurso sobre el origen de la monarquía (prólogo de la
Teoría de las Cortes de 1813) y Principios naturales de la moral, de la política y de la
legislación (1824) constituyen otro buen ejemplo de este concepto de libertad católica. Para
Marina, la libertad, en contraste con la tradición protestante y con el emergente liberalismo
europeo, “no podía en su concepto quedar reducida a una decisión voluntaria de adquisición
de una condición política, individual o colectiva. No podía fundamentarse en el verbo querer
sino en el verbo deber”. Por tanto, “ser libre no consiste en hacer lo que se quiere, sino lo que
se debe y es capaz de contribuir a la consecución de un bien sólido y permanente”.45 La
divinidad –concluye Marina– “dio al hombre la razón para conocer el bien, la conciencia para
promoverlo, y la libertad para adoptarlo”.46 De este modo, la libertad más natural es un satélite
de la razón,47 y el ciudadano goza de ella cuando puede seguir los dictados de la recta razón o
lex naturalis. Enseguida veremos que Donoso apenas se aparta de este esquema, y que el
ciudadano es libre para obedecer a un gobierno desempeñado por quienes más saben, y, por
tanto, se ajustan al derecho natural racional.
43 “[...] algunos Católicos han tenido atrevimiento para enseñar este error [...]: enseñan doctrinas
contrarias a la seguridad y a la vida del Príncipe que abusa de su potestad [...] Que el Príncipe legítimo
que abusa de su potestad, si amonestado no quiere enmendarse, puede ser depuesto por su pueblo, aun
cuando le hubiese jurado obediencia perpetua; y que dada esta sentencia, puede quien quiera ponerla en
ejecución.” (Ibidem, cap. VII).
44 Ibidem, cap. I.
45 Cit. en PORTILLO, J. M.: o. c., p. 445.
46 Cit. en ibidem, p. 446.
47 “Quede –escribe Marina en un fragmento de su obra, pues establecido como un principio que la
libertad satélite es de la razón, en cuyo torno debe rodar y describir la órbita de sus movimientos, como
los satélites en derredor de su astro principal.” (Cit. en ibidem, p. 450).
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Marina no nos habla de libertad natural48 porque se desarrolle plenamente, como piensa
Bentham, en el estado natural, allí donde no hay leyes ni deberes sociales, sino porque el
hombre ostenta por naturaleza la capacidad suficiente para seguir el derecho natural positivo
que, por lo demás, ha de influir materialmente en las Constituciones humanas. Incluso, en caso
de contradicción, el deber del hombre católico siempre primará sobre el del ciudadano.49 Por
eso, el sabio legislador católico, si desea la paz social, tiene la misión de armonizar la libertad
civil con la libertad natural, lo permitido por las leyes del Estado con lo exigido por la ley
natural preceptiva.
Martínez Marina pertenece a esa tendencia moderada cuyo principal objetivo residía en
integrar catolicismo y revolución, Tomás de Aquino y Rousseau. Ya en su Discurso sobre el
origen de la monarquía sostenía que había sido el Aquinate quien estableciera, cinco siglos
antes que el ginebrino, el contrato como fundamento de la sociedad política.50 Pero
probablemente sea Joaquín Lorenzo Villanueva quien, una vez superada su anterior etapa
absolutista, nos proporcione con Las angélicas fuentes o el Tomista en las Cortes (Cádiz,
1811) la obra más representativa de esta tendencia.51
48 Para Marina, la libertad es natural “porque precede a todas las instituciones humanas, a todas las
leyes positivas, a todos los pactos y convenciones facticias, y a todos los gobiernos políticos; natural,
porque es inseparable del hombre y le acompaña en todas las circunstancias y situaciones de su vida.”
(Cit. en ibidem, pp. 447-448).
49 “El hombre libre –escribe Martínez Marina en otro fragmento– no siempre puede hacer lo que las
leyes positivas no prohiben, pues hay muchas cosas y acciones toleradas y positivas por la ley política,
que reprueban y condenan la razón y la moral.” (Cit. en ibidem, p. 449).
50 MARTÍNEZ MARINA, F.: Discurso sobre el origen de la monarquía y sobre la naturaleza del
gobierno español, Madrid, CEC, 1988, p. 103.
51 En este libro, en donde el autor recrea una conversación entre un obispo, un fraile y un abogado, el
primero de estos personajes, haciéndose eco del pensamiento de Villanueva y basándose en la
autoridad de Tomás de Aquino, defendía la labor constitucional de las Cortes de Cádiz. En cambio, el
personaje de fray Silvestre, en representación de la escolástica más rancia, temía que “de esas palabras
mal entendidas se quiera colegir que Santo Tomás defendió también el contrato social de Rousseau”.
Mas no había peligro, pues el obispo de Villanueva no se apartaba de la ortodoxia católica cuando
decía que “no le basta a la ley civil ser expresión de la voluntad del legislador, sea quien fuere, sino que
además debe ser justa y ordenada al bien común de la sociedad para quien se sanciona” (cit. en
PORTILLO, J. M.: o. c., p. 334). Como era de prever, el obispo sólo encontraba en el Evangelio los
criterios adecuados para decidir la justicia de la ley. Ahora bien, resultaba muy difícil conciliar
catolicismo y liberalismo doceañista mientras la voluntad del soberano estuviera limitada por unas
Escrituras cuyos más autorizados intérpretes siempre habían sido los prelados. Villanueva, más allá de
su defensa de los cambios constitucionales y de su firme política regalista a favor de la lectura de la
Biblia en la lengua del pueblo, y en contra de la Inquisición, del reconocimiento del Papa como obispo
universal, del pago de dinero a Roma en concepto de bulas o de las injerencias de la curia papal,
acababa otorgando a la Iglesia nacional una influencia decisiva, si bien indirecta, en el nuevo Estado.
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El Donoso Cortés de su etapa liberal o doctrinaria, el de las Lecciones de derecho político de
1836-37, será el último ejemplo que voy a exponer de esta concepción de libertad católica
ajena al sentido liberal o ilustrado de la Constitución de Cádiz. Si enunciamos la tesis de
Donoso Cortés sin ninguna explicación, puede parecer absurda: la libertad hace al súbdito, y
no al soberano. Pero esta completa inversión de la libertad revolucionaria adquiere sentido
cuando seguimos la argumentación de Donoso. El liberal doctrinario parte así de la esencial
distinción en el ser humano entre razón y voluntad, entre entendimiento y libertad. La
inteligencia es universal y sirve para comprender a Dios, al mundo, a los demás hombres y a sí
mismo; la voluntad es lo particular de cada ser, lo que lleva a la libertad, pero también al
individualismo y al aislamiento. Esta tensión entre razón y voluntad explica el eterno combate
entre la autoridad, en la cual se encarna la inteligencia, y la libertad individual generada por la
voluntad.
Según Donoso, “para la existencia de la sociedad dos condiciones son absolutamente
necesarias: que sea posible el Gobierno y que sea posible el súbdito”.52 La misión del gobierno
consiste en defender a la sociedad contra las invasiones de la individualidad humana que
conduce a la anarquía, sin que ello suponga caer en el despotismo. Pues bien, mientras “la
inteligencia hace posible el Gobierno, la libertad hace posible el súbdito”; o en otras palabras,
“el hombre manda porque está dotado de inteligencia y obedece porque está dotado de
libertad, porque la libertad no es otra cosa que la facultad de obedecer”.53 Una vez más nos
encontramos con una noción de libertad afín a nuestra tradición católica, pues coincide con el
libre albedrío para obedecer y desobedecer el ordenamiento jurídico creado por los más
inteligentes. Digámoslo con las palabras de Donoso Cortés: “un ser libre es el que
desobedeciendo puede prestar obediencia, el que prestando obediencia puede desobedecer”;54
el hombre –añade un poco más adelante– “como ser libre, nunca es más que un súbdito
sumiso o un súbdito rebelde”.55
Si la inteligencia está relacionada con el mando, y la voluntad o la libertad con la obediencia,
lógicamente la soberanía, el mando supremo, no puede localizarse en la voluntad, pues ello
52 DONOSO CORTÉS, J.: Lecciones de derecho político, Madrid, CEC, 1984, p. 64.
53 Ibidem.
54 Ibidem.
55 Ibidem, p. 66.
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significaría fundar la soberanía en la insurrección.56 Y, sin embargo, esto hace tanto el
despotismo como el liberalismo democrático o revolucionario: “los que han localizado –
vuelvo a citar a Donoso– la soberanía en la voluntad de los pueblos o en la voluntad de los
reyes han confundido en el hombre la soberanía con la desobediencia y en los pueblos la
soberanía con la insurrección”. Aún más: “todos los hechos que sirvan de base para localizar
la soberanía en la voluntad del hombre han de ser forzosamente crímenes morales o crímenes
políticos, crímenes públicos o crímenes privados”.57
Donoso Cortés distingue entre la soberanía de derecho y la de hecho, entre la divina y la
humana. La soberanía de derecho es ilimitada, absoluta u omnipotente y sólo la posee
inicialmente la divinidad. Se caracteriza esta soberanía por su espontaneidad e infalibilidad. La
acción del soberano de derecho es espontánea porque mientras el súbdito debe cumplir con un
precepto del soberano, la acción de este último no está determinada por ninguna otra norma. Y
resulta infalible porque “es ley del mundo moral que todo poder ofrezca al súbdito en su
constitución una garantía proporcionada a la importancia de las atribuciones de que se halla
revestido”.58 En cambio, la soberanía de hecho, la que existe entre los hombres, es relativa
porque la inteligencia humana ni es infalible, sino tan sólo un pálido reflejo de la razón
absoluta, ni espontánea, sino un poder sometido a la ley divina. Donoso rechaza de esta forma
tanto el derecho divino de los reyes como la revolucionaria soberanía popular, ya que, cuando
se atribuye a un sujeto mortal, que carece del don de la infalibilidad, las facultades ilimitadas
de la soberanía de derecho, tal gobernante se convierte inevitablemente en un déspota.
Pero Donoso también admite en situaciones excepcionales la omnipotencia social, esto es,
una soberanía humana semejante a la de Dios. En los períodos de revolución, “cuando los que
obedecen se insurreccionan con los que mandan”, “cuando el poder constituido y limitado
desaparece de la sociedad”, o “cuando el soberano y el súbdito se confunden”, “un poder
omnipotente es entonces necesario para que pueda decir a la revolución como Dios a la mar
embravecida: «No pasarás de aquí...».”59 Esta es la situación en la que hace su aparición el
dictador soberano, quien, dotado de la mayor potestad, esto es, del poder constituyente, ha de
56 “La voluntad –sentencia Donoso– no es soberana nunca: ni cuando obedece, porque la soberanía no
puede fundarse en la obediencia, ni cuando desobedece, porque la soberanía no puede fundarse en la
insurrección.” (Ibidem, pp. 65-66).
57 Ibidem, p. 65.
58 Ibidem, p. 67.
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poner fin a la crisis social y devolver a la sociedad a su estado normal. En estos casos, “sólo la
victoria confiere el derecho y legitima el poder”, pues el hombre fuerte e inteligente, el
dictador soberano provisto de un poder espontáneo, es alguien que las Constituciones no
pueden prever.60
Donoso Cortés concluye manifestando, de modo similar a Martínez Marina, que la voluntad
debe estar subordinada, ha de obedecer, a la razón. Por ello, el poder soberano de hecho ha de
predicarse forzosamente de la inteligencia; o lo que es igual, tan sólo “los más inteligentes
tienen derecho a mandar”.61 Esto, a comienzos del siglo XIX, significa que “las clases
propietarias, comerciales e industriosas”, en la medida que encarnan el principio de la razón,
son quienes deben gobernar. Si ser conservador es –como señalaba Cánovas en un discurso
parlamentario de 1872– “defender los intereses de la propiedad en general y los especiales de
las clases propietarias”, así como “los intereses de la religión”,62 está claro que la noción de
libertad de Donoso, más que liberal, es conservadora.
Esta noción católica o conservadora de libertad y de soberanía se acerca bastante al
absolutismo expuesto dos décadas antes de las Lecciones de Donoso en el Manifiesto de los
Persas. Pues en este famoso texto contrarrevolucionario, la monarquía absoluta “es una obra –
leemos en el parágrafo 134– de la razón y de la inteligencia: está subordinada a la ley divina, a
la justicia y a las reglas fundamentales del Estado”. El gobierno absoluto del Manifiesto, en
contraste con el decisionismo protestante de Hobbes, es tan limitado como el soberano de
59 Ibidem, p. 71.
60 “Él no pertenece al dominio de las leyes escritas, no pertenece al dominio de las teorías filosóficas;
es una protesta contra aquellas leyes y contra estas teorías [...] El poder constituyente no puede
localizarse por el legislador ni puede ser formulado por el filósofo, porque no cabe en los libros y
rompe el cuadro de las Constituciones.” (Ibidem, p. 72).
61 “[...] pero no todos deberán gozar de derechos iguales, porque no todos están dotados de un grado
igual de inteligencia, y no estando dotados todos de un grado igual de inteligencia, no pueden ofrecer
todos una misma probabilidad de acierto, un grado igual de garantía. Si esto es así, señores, los más
inteligentes tienen derecho a mandar; los menos inteligentes tienen obligación de obedecer.” (Ibidem,
p. 70).
62 CÁNOVAS DEL CASTILLO, A.: Diario de Sesiones del Congreso de 11-6-1872, en ESCUDERO,
J. M. (estudio y antología): Cánovas. Un hombre para nuestro tiempo, Madrid, Fundación Cánovas del
Castillo, 1998, p. 85. También para Cánovas libertad quiere decir libre albedrío, pues sólo así se puede
armonizar libertad y orden: “La libertad, que, rectamente interpretada, quiere decir respeto al libre
albedrío, de donde se deriva la responsabilidad humana, así como el reconocimiento de la
individualidad que aquél constituye en todo hombre y el ejercicio de la actividad espontánea con que
Dios nos ha dotado a todos para cumplir altísimos fines peculiares a la par que imprescindibles fines
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hecho de Donoso, ya que “en un gobierno absoluto las personas son libres, la propiedad de los
bienes es tan legítima e inviolable que subsiste aun contra el mismo Soberano que aprueba el
ser compelido ante los tribunales, y que su mismo Consejo decida sobre las pretensiones que
tienen contra él sus vasallos. El Soberano no puede disponer de la vida de sus súbditos, sino
conformarse con el orden de justicia establecido en su Estado”.63 Con este peculiar
absolutismo, el Manifiesto de los persas rechaza la unión, tan esencial para la tradición
republicana y revolucionaria, de libertad política y derechos naturales del ciudadano.
A modo de conclusión, quisiera subrayar que en las páginas anteriores he pretendido poner
de relieve que en la época de las Cortes de Cádiz convergen dos tradiciones sobre el concepto
de libertad: la revolucionaria, que, a mi juicio, es sancionada por el texto constitucional, y una
concepción católica o conservadora, de la cual tenemos una versión liberal moderada, la de
Martínez Marina, que conecta con los doctrinarios católicos españoles, y otra absolutista, la
del Manifiesto.64 Sin duda, son dos conceptos de libertad que jugarán un papel esencial en la
vida política del siglo XIX, e incluso, me atrevería a decir, más allá de él.
comunes.” (Extremadura en el reinado de Isabel la católica, Disc. en la Academia de la Historia
(1872), cit. en ibidem, p. 109).
63 El Manifiesto de 1814, en DIZ-LOIS, M. C.: El manifiesto de 1814, Pamplona, Ediciones
Universidad de Navarra, 1967, p. 265.
64 El manifiesto de los persas utiliza, pese a todo, la Teoría de las Cortes (1813) de Martínez Marina
como una de sus principales fuentes históricas. Así lo han visto Miguel Artola y M. C. Diz-Lois (o. c.,
pp. 146-161).
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