Fernando Rielo afirma que el motor de la persona humana, y por

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Instituto Id de Cristo Redentor
Misioneras y Misioneros Identes
Sede Primada
Presidente
CONFERENCIA DEL P. JESÚS FERNÁNDEZ HERNÁNDEZ A LA
FAMILIA IDENTE DE ITALIA
3 de diciembre de 2011
Fernando Rielo afirma que el motor de la persona humana, y por
tanto de la familia, de la sociedad y, en general, de toda empresa que
acometa el ser humano es el amor, única fuerza que puede superar y
disolver las fuerzas disgregadoras del egoísmo. El amor, cuya
característica es potenciar, incluir y dialogar, es la auténtica relación
genética que desenmascara cualquier atisbo ideológico, procurando y
restaurando el bienestar físico, sicológico y espiritual.
La familia, según la concepción genética de Fernando Rielo, está
constituida por la relación de un hombre y una mujer que, sirviéndose
entre sí en virtud del amor, están mutuamente abiertos a la vida integral.
Todo lo que sea cerrarse a la vida, o atentar contra ella en estos tres
niveles que constituyen a la persona humana (biológico, sicológico y
espiritual) atenta contra la salud y la realización propia de la familia, y,
por tanto, va en perjuicio de la persona humana y de todo aquello que está
constituido por ella: la religión, la sociedad, la cultura, la economía, el
arte, la ciencia, etc.
Debido a las ideologías —que reducen, excluyen y fanatizan—, el
modelo de familia ha estado siempre en cuestión en la historia del ser
humano hasta llegar a los diversos planteamientos que se hacen en las
distintas sociedades actuales. El dominio de la ciencia y de la técnica y el
influjo ideológico favorecido por los medios de comunicación arrojan dos
posiciones ideológicas extremas sobre la familia donde se solapan las
diferentes ideologías:
a) Por una parte, nos encontramos con el individualismo relativista y
escéptico, que fomenta la independencia, la irresponsabilidad y la
incomunicación del adulto, favoreciendo con ello la inmadurez y la
problematicidad del niño y del adolescente. Falta a esta posición
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ideológica la práctica de la creencia y la expectativa como estructura de
un amor o generosidad que todo lo cree y todo lo espera.
b) Por otra parte, tenemos el colectivismo dominante y hedonista
donde la omnipresencia del Estado decide y consensúa sobre el vínculo
(divorcio), la educación y el destino de los hijos y de los ancianos
(emancipación, aborto y eutanasia). Esta posición coloca al ser humano
en la actitud de responder al estímulo fácil, sensorialista, instintivo,
interesado, egoísta.
Al Estado —si lo dirige la demagogia de individuos sin escrúpulo y
de baja talla moral1— le interesa difuminar todo horizonte moral y
transcendente sustituyéndolo por el “pensamiento débil” y el
comportamiento hedonista con el objeto de poder dominar, de modo
genérico, el modo de pensar, sentir, y actuar de los ciudadanos,
organizando una sociedad consumista en la que sólo se tiene en cuenta la
dimensión biológica y sicosomática, prescindiendo de la visión espiritual,
que es la que da unidad, dirección y sentido a la persona humana y a todo
lo que ella constituye relacionalmente como la familia, la sociedad, la
cultura.
El relativismo feroz y la dictadura de la técnica que invade nuestra
sociedad se presenta con el rostro amable de la tolerancia, pero sin
embargo se muestra intolerante ante cualquier atisbo de trascendencia o
pretensión de absoluto, tanto en el campo del conocimiento como
religioso. Para el relativismo no hay ninguna verdad objetiva e inmutable.
La negación de todo valor por el que vale la pena arriesgar nuestro
egoísmo en esta sociedad materialista y hedonista —donde el placer sería
una de las realidades sólidas— hace que aparezca la intolerancia a todo
sufrimiento, contradicción o simple malestar, y facilita que las familias
pierdan sus raíces sagradas. Las leyes del Estado protegen poquísimo a la
familia y permiten una serie de contravalores que destruyen el
constitutivo natural de la unión de un hombre y una mujer, llegando a
instituir “modelos alternativos de familia”
La doctrina de la Iglesia y su antropología están en condiciones de
salvaguardar la familia “nacida del pacto de amor y de la entrega total y
sincera de un hombre y una mujer en el matrimonio” ( B. XVI, Mensaje
al II Congreso Nacional de la Familia en Ecuador. “La familia —continua
1 Asistimos hoy, como nunca, a escándalos y corrupción de jefes de gobierno, políticos y
personas públicas de alta responsabilidad social. Y esto, a fuerza de repetirse y airearse en los medios
de comunicación, está creando en general una conciencia social débil, opaca, conformista. Estos
escándalos afectan gravemente a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes, porque, inermes y
desprovistos de capacidad crítica, los contemplan pasivos en los medios de comunicación, provocando
con ello comportamientos sorprendentes.
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B.XVI— entrega a la sociedad, a través de sus hijos, la riqueza humana
que ha vivido. Con razón se puede afirmar que “de la salud y calidad de
las relaciones familiares dependen la salud y calidad de las mismas
relaciones sociales”.
Un modelo de familia no puede ser sin Dios, único garante de
nuestra vida. Decir “Dios” es afirmar un compromiso vital, profundo, con
expectativa, con finalidad, con sabor a destino, alegría y no desilusión y
angustia. Decir “Dios” es unirnos a la realidad más nuestra, que nos
constituye y no sumirnos en el sin sentido de la materia, en la dispersión,
en la soledad, en el vacío. Decir “Dios” es compartir, vivir en común,
servir, ayudar, estar, proyectar, mirar al otro, lejos del egoísmo. Solo Dios
es el motor, la motivación primordial, básica y fundamental de nuestra
vida. Si quitamos a Dios, hemos eliminado los valores absolutos que
define trascendentalmente la vida de las personas humanas.
Si quitamos a Dios, la familia y la sociedad caminan a la deriva
como un barco en altamar, sin brújula y sin combustible. Si Dios esta
ausente, ocuparan su lugar, con toda su agresividad y violencia, los
intereses individuales, económicos, hedonistas, resultado del instinto y
del egoísmo personal y colectivo. Cuando Dios no está presente o sólo lo
está superficialmente, en los labios, pero no en el corazón —incluso en
personas que se dicen creyentes—, la corrupción es fácil que se apodere
de los individuos. El matrimonio, más que contrato, es una alianza —
como nos dice el derecho canónico— por la que el varón y la mujer
constituyen entre sí su íntima comunión por toda la vida” (C. 1055)
Hemos hablado de convivencia porque la familia es una comunidad
de amor entre personas. Pero convivir no es fácil. Si el vivir la propia
vida supone aciertos y errores —y esto requiere un aprendizaje—, ¿qué
será compartir nuestra vida con otras personas? No podemos dejarnos
llevar por una espontaneidad —que es más bien un automatismo— que
no ha pasado por la oración, por el silencio a todo lo inútil, inoportuno y
obsesivo.
La inteligencia y la voluntad desempeñan un papel importante en la
convivencia. Pero el fundamento de todo ello es el amor. Vivir y
compartir la plenitud del amor —con todas las miserias y flaquezas
humanas— es saber estar, ser generoso, ayudar y servir a los demás.
Tenemos que estar siempre aprendiendo de los otros, pues el aprendizaje
es cosa de toda la vida y no hay que relegarlo sólo a los niños o a los
jóvenes.
El automatismo en la convivencia es una forma de actuar irreflexiva.
La espontaneidad, cuando pasa a través del tamiz de la oración, se llama
sencillez, simplicidad —no simplismo—. La sencillez tiene como
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característica la amabilidad, la educación y el buen gusto. La
espontaneidad mal entendida causa mucho daño, destroza la ética y
fomenta el mal gusto. Esta espontaneidad automática se refleja en
expresiones comunes de este orden: Lo siento así, lo pienso así y lo digo
así. Lo cual es puro egocentrismo deformante de la realidad.
Sólo la religión cristiana nos está dando una visión bien formada de
un Dios que es amor entre personas Divinas; es un amor fiel, perseverante
y eterno del que nos hacen partícipes con su divina presencia constitutiva
en nosotros.
La persona es relación, es un ser social, comunicativo. Necesita
compartir la vida con otros. A este compartir se opone nuestro egoísmo
que quiere ser servido, dominar y poseer al otro, y convertirlo así en
esclavo.
El amor nos lleva a la honestidad de la verdad, del bien, de la
belleza; en una palabra, nos hace vivir la santidad, a la cual todos hemos
sido llamados. La verdad nos conduce a la confianza, y sin la confianza
no se puede convivir. La desconfianza lleva a la anarquía. Si la verdad —
y no la mentira o las medias verdades— fuera el canon de la convivencia,
ésta sería más fácil. La ambigüedad, la hipocresía, la falta de honradez,
las autojustificaciones hacen muy difícil la convivencia. La verdad nos
hace libres y nos acerca a los demás, nos incita a pensar bien y a querer
bien a los demás.
El desear y el hacer el bien a las personas con las que convivimos es
el punto de partida y de llegada de la convivencia. Si no existe este deseo
o anhelo de lo mejor para las personas que nos rodean, la convivencia se
convierte —tristemente— en una farsa, en puro teatro, en pura apariencia.
La santidad en el matrimonio es un llamamiento a la defensa de la
vida. El matrimonio, la familia, tiene como fundamento el mandamiento
del amor: amor a Dios y amor al prójimo. El prójimo más próximo sería
el marido para la mujer y la mujer para el marido, cuyo amor tienen que
conducirles a la perfección o santidad.
No todo lo que se puede hacer y decir debe hacerse y decirse. En el
discernir entre lo que se puede y debe hacer o decir radica el acierto de
nuestra convivencia. Hay que tomar en serio la dignidad y el respeto al
otro en la familia. Puede haber muchas diferencias entre unos y otros,
pero tenemos en común la dignidad de ser hijos de Dios. Los
sentimientos, las emociones, los prejuicios, los malentendidos pueden
impedirnos la convivencia. El ser humano no vale por lo que tiene, sino
por lo que es. El otro no es un objeto, es otro yo, que debe ser tenido en lo
que es: persona con la máxima dignidad de ser hijo de Dios.
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Cuando se huye del dolor —y no me refiero a no utilizar medios
paliativos para el dolor causado por alguna enfermedad o accidente—
causado por las dificultades propias de la vida en la pareja, se cae en el
desencanto y el desánimo. Esto lleva a las llamadas crisis en el
matrimonio, que, cuando se tiene voluntad de superarlas, hacen madurar.
De nosotros depende que se transformen en una trampa para caer en ella
o en un trampolín para saltar sobre él. Las crisis tienen su origen en
nuestro egoísmo. A medida que se supera el egoísmo, la persona crece,
madura y pasa al amor oblativo, de ofrecimiento y de servicio.
El amor se realiza pausadamente, y a golpes de crisis fructifica en su
corto o largo recorrido. Decía el siquiatra Joan Baptista Torrelli que “el
matrimonio no es un certificado de amor, sino el compromiso de amarse”.
La pareja son dos seres débiles, imperfectos, con flaquezas y limitados.
Tienen que adaptarse el uno al otro por amor, saliendo de sí mismos, de
su egoísmo e intereses de diversa índole. El mismo siquiatra decía: “Las
bodas no son el punto de arranque del amor, sino el de partida”.
Este mismo autor cuenta que “el amor nace y se nutre en el paso
monótono y grisáceo de los días, de las desilusiones más que de las
ilusiones, de la caída de los mitos que el enamoramiento había erigido, de
la demolición dolorosa y prolongada de los egoísmos personales, de las
tentaciones vencidas, de los perdones recíprocos, del ritmo y declive de la
sexualidad, de las ansias, gozos y dolores de dos existencias que tratan de
fundirse sin confundirse y anularse. Dos vidas, dos personalidades en
continuo movimiento, en constante variación en virtud del avance de la
edad, de las experiencias acumuladas, de los avatares laborales, de las
enfermedades, de las nuevas relaciones de paternidad y maternidad”.
El amor en la pareja necesita purificarse de tanta contaminación
interna y externa; desnudarse íntimamente de tantas roturas del corazón
que, a veces, son las pérdidas de nuestros sueños. Durante algún tiempo,
nos creíamos personas afortunadas, apreciadas y aspirábamos a ser
generosas, serviciales, atentas, comprensivas, educadas, amables,
pacificadores. De repente, sin saber cómo ni por qué, nos convertimos en
personas preocupadas, tendentes al malhumor, egoístas, agobiadas por el
trabajo y por el tiempo.
Pero por encima de estas pérdidas, está la perdida de la fe. Durante
un cierto tiempo fuimos capaces de soportar estas pérdidas, pero a medida
que avanza la vida, ciertas convicciones religiosas parece que han dejado
de tener utilidad para nosotros. Ahora ya no nos sentimos tan motivados.
Cristo era tan real en nuestras vidas, que no nos cuestionábamos su
presencia. Podíamos sentirlo y saborearlo y nos proporcionaba paz y
consuelo. En cierto momento, vemos que nos hemos separado de Él.
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Vivimos como atrapados por el miedo a la enfermedad, a la soledad, a la
pérdida del trabajo. La cuestión es saber si estas roturas o pérdidas dan
lugar al resentimiento o al agradecimiento. El resentimiento nos conduce
a la violencia, al odio, a la venganza, a la ira. Si elijo para mi vida, y para
los que son mi prójimo, el agradecimiento, sabemos que los frutos son la
paz, la serenidad, el equilibrio, la misericordia, la compasión, la piedad.
El resentimiento es un autoveneno que nos va destruyendo. El
resentido es una persona amargada, desconfiada, siempre está a la
defensiva, tiene un corazón duro.
El matrimonio consiste en un viaje conjunto en el que cada etapa es
diferente a la anterior. El amor requiere por parte de todos un nuevo
esfuerzo cada día. El de los novios no es igual que el de los recién
casados y es distinto al de los de mediana edad o al de las personas
mayores.
El amor requiere fidelidad hasta el fin. La fidelidad no es rigidez, ni
regreso al pasado. El amor es creativo, imaginativo, lleno de matices y de
una gran sensibilidad. La fidelidad es renovación constante, es
adecuación del uno al otro.
Las preocupaciones familiares y económicas, las enfermedades,
tienden a que el amor en la pareja pierda frescor. El amor inicial es el
descubrimiento y esta experiencia primera no puede durar igual toda la
vida. Con el tiempo se hacen presentes los defectos que ya estaban
solapados desde el principio: mediocridades, mentiras más o menos
conscientes, dudas… Desaparecen mitos y cada cónyuge se siente
insatisfecho. Aparece en el horizonte la infidelidad. Con ello, viene la
tentación de querer “rehacer la vida” a costa de deshacer la vida de los
hijos más pequeños y débiles. Este “rehacer la vida” es una falsa salida al
aburrimiento o rutina y a la “búsqueda de un afecto más profundo”.
Todo es consecuencia del egoísmo que, como es habitual, termina en
desilusión. Se cae en la tibieza o en el distanciamiento de la pareja que
trata de ocultar el desengaño. Se añora un pasado irrecuperable. Aparece
un hogar sin amor, sin afecto, donde la educación se realiza en un
ambiente de falso autodominio, que los hijos captan inmediatamente. De
este modo, “los niños desconfían de la vida y se vuelven suspicaces”.
El amor hay que transformarlo, sin que deje de ser amor. Es un amor
más íntimo, más sereno. La ternura crece alcanzando cotas altísimas. La
donación del uno al otro es cada vez más delicada y más profunda. Crece
el respeto, la comprensión, el entendimiento, la amabilidad, la alegría, el
silencio que expresa paciencia y felicidad llena de pequeños detalles o
matices. En definitiva, la felicidad se desarrolla en “el dolor del amor”.
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La naturaleza humana está herida por el pecado original, pero “no
corrompida”. Se dice que la raíz de todas las crisis conyugales es el
egoísmo que constituye la base de todo desequilibrio caracterológico. “Se
trata de un pliegue espontáneo, cargado de emotividad, surgido
habitualmente en la primera infancia, estimulado con frecuencia por
educaciones erróneas que vinculan al respeto con el propio yo, con una
peculiar convulsión que tiende a viciar cualquier relación vital” (Joan
Baptista Torrello, psiquiatra)
El egocentrismo indica carencia de vida espiritual. Este es el punto
crucial o la raíz común de los conflictos matrimoniales.
En muchas parejas, la culpa de la falta de felicidad la tiene el “otro”,
o se echa la culpa a las “circunstancias” y, al final, parece que no se
puede hacer nada. Algunas veces hay reconciliación, pero de nuevo
comienzan a atormentarse. Si el problema es, como he dicho antes, el
egoísmo, la solución es bien fácil: intentar ser generosos y ayudarse
mutuamente sin pensar en el pasado. O renunciamos a nuestro egoísmo o
sólo nos queda “sufrir y más sufrir”. Esta tortura, a la que nos somete
nuestro egoísmo, se denomina “masoquismo”.
Amigos míos: vivid vuestro matrimonio con auténtica generosidad,
porque una falta de amor, nacida de un espontáneo carácter, hace
malograr por meses —y años— “un ambiente hogareño, sereno y
constructivo”, como afirma Benedicto XVI.
Insistamos a Cristo, unámonos a Cristo y a María, abracémonos a Él
con toda nuestra mente y voluntad. Digámosle con verdadera pasión:
“Cristo, hermano mío, Redentor mío, ayúdanos, sálvanos, santifícanos”.
Tengamos la confianza y el sentimiento que, con la ayuda de la
gracia, haremos grandes cosas.
¿Por qué ser cristiano? Porque quiero a Cristo.
¿Por qué lo confieso? Porque lo quiero.
Éste debiera ser el grito, la oración de nuestro corazón. Hay que
tener hambre y sed de esta Persona, que es Cristo.
Os ruego a todos, empezando por mí mismo, que mostréis la pasión
y el amor a la Santísima Trinidad que rompe toda mediocridad y rutina.
No vivamos una vida “somnolienta”, como afirmaba B XVI. En realidad,
el matrimonio cristiano, verdadero sacramento, es un voto de amor, de
amarse para siempre. Tengamos con nuestro prójimo unas conversaciones
familiares sobre Dios, que es el sentido de nuestra vida, nuestra esperanza
y nuestro celestial destino.
He terminado.
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