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Cuando hablábamos Gorostieta
Servando Ortoll*
Hace cosa de veinte años, según realizaba mi trabajo de campo en Los Altos de Jalisco
(desde Atotonilco hasta San Miguel El Alto) sobre la rebelión de los cristeros, conocí a
personas inolvidables que, ahora lo lamento, dejé de ver por cambiar bruscamente el
enfoque de mi tesis de doctorado. Recuerdo en las páginas que siguen al cura J. Jesús
González y a don Luis Valle, así como al general cristero Enrique Gorostieta, cuya
evocación a todos nos unió, durante meses.
I. El rasgo de la Parker de tinta púrpura sobre el papel blanquecino simbolizaba mucho más
de lo que a primera vista se advertía. Cuando los tres firmantes estamparon su firma ante
los ojos complacientes del Embajador y las miradas anónimas de varios militares y dos
jesuitas, la suerte estaba echada. No de la Iglesia sino de los católicos. Y no de todos, sino
de los que andaban a salto de mata por el centro de la República. Antes de que se
descorchara la Veuve de Clicquot y de que las burbujas se deslizaran con el líquido entre
las cuatro copas traídas ex profeso, un general vestido verde olivo le susurró al oído a un
subalterno: “luz verde”.
El militar giró sobre sus talones, abrió la puerta de la oficina y salió al aire puro de
la ciudad. Aspiró de manera profunda, se alzó ligeramente la gorra, bajó las escaleras de
Palacio a toda prisa y salió a la calle. Allí lo aguardaba un auto que lo conduciría a un lugar
preciso, si bien desconocido. Arriba, desde las ventanas, los dos jesuitas, los ojos
enrojecidos, vieron cómo el coche arrancaba. Lentamente le dieron la espalda a los
ventanales y se acercaron a escuchar lo que los firmantes decían. Todos parecían
complacidos: los dos obispos, el Presidente y el Embajador. A lo lejos, muy a lo lejos, se
decidía el futuro de la Patria. Era el primer día de junio de 1929.
II. Más por el azar que por la técnica, llegué a un caserío viejo encaramado sobre una loma
encrespada de Los Altos de Jalisco. Y más por intuitivo que por metodólogo arribé directo
a la parroquia de San Francisco Javier Mina: híbrido nombre que satisfacía a católicos y a
profanos: a los primeros por el “san” que habían mantenido del nombre original de su
terruño (San Francisco de Asís) y a los profanos porque tenía el nombre del histórico Javier
Mina.
San Francisco, pueblo olvidado de Los Altos –al que para llegar a sus pies, a inicios
de los ochenta, había que descender de la cinta asfáltica y conducir por varios kilómetros de
empedrado– albergaba a dos sobrevivientes de la emboscada de que fue objeto el general
cristero Enrique Gorostieta. Ex masón y general de carrera, Gorostieta con su gran
sombrero de fieltro negro -la tropa lo llamaba “gorra prieta”- accedió a encabezar el
levantamiento armado de los cristeros desde el Noreste de Jalisco. Los dirigentes de la Liga
Defensora de la Libertad Religiosa, coordinadores del alzamiento cristero y sitos en la
*
Servando Ortoll es profesor investigador de El Colegio de Sonora. El autor leyó este ensayo en el VIII
Encuentro Hispanoamericano de Escritores, Horas de junio, en Hermosillo, el viernes 6 de junio de 2003.
Pablo Torres Lima le hizo valiosas observaciones a la primera versión de este escrito.
ciudad de México, depositaron grandes esperanzas en Gorostieta. Estaban convencidos de
que ganaría la guerra.
El cura J. Jesús González -conocido en la zona por su decir de que no había nada
más bonito que dar misa con una 45 cuadrada bajo la sotana- había hablado cientos de
horas con los dos sobrevivientes de ese día fatídico, y había cotejado una y otra vez sus
versiones. Y eso era lo que repasábamos con ahínco. ¿Hubo o no hubo una traición a
Gorostieta? Cabizbajo, como si se tratara de la celada a un pariente cercano repetía: “esas
mantas rojas, colocadas en uno de los muros apartados de la propiedad... esos soldados
llegados de repente, de sorpresa, a la tienda de la hacienda...”
III. Tres días antes de los sucesos el mayor Navarrete andaba cabizbajo y rezagado. Nada
hacía reír al otrora jovial cristero de voz chillona, vistosa chamarra y sombrero negro, de
fieltro y copa alta. Algo (o todo) le molestaba. Otros hombres que acompañaban al General
en vano trataron de animarlo. Andaba el pequeño grupo quedo, evitando el ruido,
caminando mucho de noche, escondiendo caballos y monturas donde se podía. Protegidos
por un mundo arenoso pleno de caminos tortuosos, y comiendo a hurtadillas en los pocos
ranchos habitados, los cristeros de Gorostieta peligraban y lo sabían: en Los Altos no hay
árboles frondosos que oculten a un grupo de hombres sin Norte y sin destino.
Gorostieta también se mostraba apesadumbrado. Tenía noticias terribles, difíciles de
compartir con los muchachos. “La guerra”, se decía entre dientes, “ya la perdimos. Nos
entregaron. Tenemos las horas contadas”. Despuntaron las figuras contra el caer de la tarde.
A lo lejos se adivinaba la humedad de una llovizna, mientras Los grillos inauguraban su
sinfonía. Los hombres callaban y escuchaban el rasgar de las pezuñas cuando sus bestias
pisaban la breña seca. No había otra alma.
A Gorostieta, la picazón en los ojos que había iniciado esa mañana se le hizo
insoportable con la caída de la noche. Pero había que seguir, atravesaban territorio enemigo
y los soldados estaban al acecho. Una recompensa se ceñía sobre la cabeza del General
cristero. Pero el ardor en los ojos “intensamente azules” de Gorostieta los hizo por fin parar
antes de cruzar la vía del tren, tras de la cual entrarían a una zona libre de enemigos. Entre
las 9 y 10 de la mañana ingresaron al patio de la hacienda de El Valle.
Todos recibieron órdenes de desmontar. Las bestia s exigían reposo. Todos a
quitarles las monturas y dejarlos pastando. El único caballo ensillado siempre era el de
Gorostieta: nunca se sabía. Esa mañana el General, vestido en su traje de campaña
(“pantalón de montar de paño gris verdoso, bota Chantilly de elegante corte, camisola de
lana verde oscuro [...] un saco negro de piel de borrego; al cinto una carrillera lisa de la que
pendía un revólver 38 especial en una sencilla funda de cuero; sombrero de fieltro negro, de
ala no muy ancha” 1) pidió de comer un cabrito –Gorostieta venía de Nuevo León– mientras
reposaba, los ojos cubiertos y los oídos al acecho.
1
Heriberto Navarrete, “Por Dios y por la Patria”: Memorias de mi participación en la defensa de la libertad
de conciencia y culto, durante la persecución religiosa en México de 1926 a 1929 (México: Editorial
Tradición, 1980), 162.
2
Los soldados de Cristo salieron a buscar la presa. Otros pasaron a fumar y a
conversar frente a la tienda de la hacienda, una casa contigua a la casa grande, pero no
comunicada con ésta por dentro. La mañana avanzaba. De pronto, nadie los esperaba,
llegaron los soldados por la parte trasera de la hacienda. Los muchachos, sorprendidos,
sacaron sus pistolas. Pero los soldados eran muchos, y sus balas envolvieron a la hacienda y
a todo lo que la rodeaba, dentro de un torbellino de plomo. Con el portón todavía cerrado,
Gorostieta brincó sobre su caballo. La borrasca de balas continuaba. Varias veces abrieron
y cerraron el portón: imposible salir.
Por fin, al agrietarse por unos segundos la ráfaga de metralla, se precipitó Gorostieta
con su garañón hacia la salida: brincó el parapeto de piedra que cerraba por delante el
corredor que daba a la salida y salió al espacio abierto. Tras él se arrojaron dos hombres
que no siguieron sus pasos, sino que viraron sus corceles a la derecha, hacia donde se
distinguían unas manchas rojas, sobre un muro de piedra. Antes de que las figuras se
difuminaran en la distancia, alguien gritó: “¡Ahí van Valdés y Navarrete!”
IV. Era de día y me tocó llevar al cura González a una de las lomas cercanas a San
Francisco Javier Mina. El cielo estallaba con su azul radiante, y las camionetas de viejos
cristeros nos seguían en caravana. Íbamos a rememorar a los caídos. Atrás, llevábamos a un
hombre armado –después lo supe– que era nuestro guardaespaldas, “por si regresan los
traidores”. “Todos los años”, me explicó el cura, “vienen los sobrevivientes armados, a la
espera que se aparezcan los dos confabulados, los que saltaron a sus caballos esa mañana y
se dirigieron a las cobijas rojas de los muros de la hacienda. Si se exhiben, los matan”.
En la misa, entre mezquites secos por meses sin gota de agua, nos pidió el cura que
rezáramos y pidiéramos por la lluvia que tanto necesitábamos. Alcé la vista no para
dirigirme al Todopoderoso, sino para otear el horizonte. Ni una nube asomaba sobre
nosotros. Cerré los ojos y sonreí. Cuando los abrí, la tormenta nos lanzó a carrera abierta
cerro abajo, buscando dónde refugiarnos. Nadie pareció sorprendido ni dijo palabra alguna.
El agua nos había calado hasta lo más hondo, pero todos actuaron como si nada anormal
hubiera ocurrido.
De regreso en la parroquia, con una taza de café y unos huevos revueltos con papa,
discutimos de nuevo a Gorostieta, aquel hombre de barba cerrada tirando a rubia, que traía
un enorme Cristo colgado al cuello y que adoraba comer cabrito tatemado. Acompañaba a
la noche una brisa suave, llana, y en la distancia se escuchaban los bramidos de los torton,
que cuesta abajo corrían rumbo a Atotonilco, provenientes a buen seguro de San Francisco
del Rincón. En esa noche tibia de junio, pese a que hizo llover de la nada, el cura González
se veía desanimado. A lo lejos se oyeron truenos, como de bala.
V. El garañón de Gorostieta había caíd o y el General trató, sin fortuna, de escapar a pie
disparando sobre los soldados. De pronto el ciclón de metralla que envolvía la hacienda
terminó como había empezado. El silencio ensordecía. Adentro, en la hacienda, nadie
entendía nada. Los cristeros estaban a la espera de otro ataque cuando oyeron un “¡ríndanse
cabrones, ya se acabó todo!” A ese ríndanse siguió el desconcierto. Unos soldados
mostraron las alforjas del General, empapadas en sangre (del caballo, después se supo) y
uno a uno sus fieles cristeros depusieron las armas. Como a las 5 de la tarde, los aviones
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militares arrojaron millares de volantes por todo Los Altos con la nueva de que en el pueblo
de Arandas se exhibiría el cadáver de Gorostieta.2
Pero en la hacienda de El Valle, fuera de saber de la muerte del General, las noticias
no cundían. Treinta y tantas horas pasaron arrestados los colaboradores cercanos de
Gorostieta, dentro de un tanque de agua. Horas que dañaron para siempre las piernas de
muchos de los detenidos. Luego vinieron los interrogatorios. Durante semanas vivieron los
prisioneros horas inmensurables. A fines de junio los periódicos trajeron a Los Altos las
noticias: ¡los “arreglos” habían llegado! Los detenidos no tardaron en ser amnistiados. La
guerra había terminado.
Epílogo. De don Luis Valle, uno de los sobrevivientes a cargo del garañón de Gorostieta,
guardo recuerdos íntimos. Su mujer, que barría el patio de su casa a oscuras, me invitaba a
comer calabacitas con crema y tortillas. Con don Luis, como con el cura, hablamos mucho
de Gorostieta. Las noches frescas de verano, sobre las lomas, se alzaba la figura opaca del
General errante con su gran sombrero de fieltro negro a escudriñar los campos en busca de
sus delatores.
Yo escuchaba una y otra vez los relatos de esa mañana imprecisa de junio cuando el
militar cristero, cegado por unos ojos al rojo que le quemaban y con un afán de cabrito
tatemado que le perforaba las entrañas, se enfrentó a su último destino. Todo eso, y que se
puede hacer llover si uno se empecina, lo aprendí en esa zona de Los Altos de Jalisco,
mientras hablábamos Gorostieta.
2
4
Ibid., 243.
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