familia en el teatro de los Siglos de Oro En cuanto a la unión matrimonial, ésta tiene como regla no escrita que un hombre puede casarse con una mujer de menor rango en la escala social, pero no al revés. César Avilés Icedo* Litografía de Ferrer para La vida es sueño, Madrid, 1881, González Porto-Bompiani, Diccionario Literario, tomo X, Barcelona, Montaner y Simón S. A., 1967, p. 623. Ruta Crítica Apuntes sobre la La estructura y los valores de la familia actual tienen sus antecedentes en tiempos remotos. El estudio de la representación de ese grupo en el teatro español de los Siglos de Oro, revela elementos ideológicos y morales que no sólo han servido como sustento de los comportamientos humanos de épocas posteriores, sino que algunos siguen vigentes hoy en día. E n las obras de teatro español de los Siglos de Oro (periodo que la mayor parte de los estudiosos han situado entre 1550 y 1680) se presentan temas más cercanos a los intereses de un receptor actual de lo que a simple vista parece. Aquella producción dramatúrgica heredó muchas de sus claves constitutivas a manifestaciones literarias y escénicas que en la actualidad encuentran lugar hasta en el cine y las telenovelas. No me interesa resaltar aquí el contraste de los valores artísticos de estos fenómenos culturales, pero sí el hecho de que por su enorme popularidad el impacto ideológico sobre sus respectivos receptores ha sido contundente, por lo cual han funcionado como un vehículo propagandístico muy efectivo de maneras específicas de entenderse en el mundo. El teatro de los Siglos de Oro modificó y fijó algunas de estas formas, provenientes de periodos históricos previos, impulsó otras nuevas, y, en todo caso, estableció un diálogo con la realidad social en la que se engendró. Se hace pertinente entonces revisar algunos aspectos de ese diálogo, como el que se establece en la representación de algunas relaciones sociales, entre las que la familia ocupa una atención preponderante. * Doctor en Literatura Hispánica por el Colegio de México. Profesor de tiempo completo del Departamento de Letras y Lingüística de la Universidad de Sonora. [email protected] Revista Universidad de Sonora El papel del padre en los Siglos de Oro se reduce a tres funciones: económica (como sustentador), biológica (como procreador) y jurídica-social (como jefe de familia), muy a diferencia de lo que se esperaría de un padre de nuestros tiempos. como imprudentes e impetuosos a los ojos de los receptores. En estas obras donde se propicia la tragedia, el personaje femenino −si sobrevive− es confinado a la vida conventual. En cuanto a las reglas implícitas del contrato matrimonial, las obras manejan una ambigüedad que es fuente de no pocos problemas. Por un lado se observa que los personajes atienden un uso heredado del Medioevo, que no requería más de que los amantes se dieran la palabra de matrimonio para considerarse casados; por otro, hay atención a una realidad histórica donde el matrimonio no sólo requiere de los testigos sino del sacerdote que legitime la unión, tal como desde el Concilio de Trento (1550-1554) se había normado. Aquí, los dramaturgos se ven más determinados por la tradición literaria que por las condiciones contextuales inmediatas, por eso siguen tan vigentes personajes como Calisto y Melibea, y aquellos de las novelle provenientes de la península itálica, escritas mucho antes de que el teatro áureo tuviera auge. Todas estas ambigüedades –y los conflictos ocasionados por éstas y otras causas− se disipan en las obras cuando los matrimonios se sancionan por la figura de autoridad más poderosa que puebla ese mundo: el rey. Una vez que el matrimonio se ha consumado, el hombre es el encargado de la hacienda, pero la mujer es la depositaria del valor más preciado, el del honor. El celo con que éste es salvaguardado puede originar terribles conflictos que a menudo sólo pueden resolverse con sangre. Aunque la mayoría de los casos hablan de una actitud pasi- Dámaso Alonso et al, Primavera y flor de la literatura hispánica, t. II, Madrid, Selecciones de Reader’s Digest, 1966, p. 219. El matrimonio. A pesar de que en la realidad histórica las relaciones matrimoniales obedecían a la conveniencia y eran dispuestas por los progenitores de los jóvenes, en el teatro áureo el sentimiento amoroso es el motor que hace que la pareja busque su unión. De hecho, los enamorados se conducen sin mucha consideración a lo que pasa fuera de la relación, preocupados más por los celos hacia el amado-amante que por lo que digan los padres, por ejemplo. Sobre este punto de partida, los hechos derivarán en dos posibilidades: la consumación del matrimonio luego de que la pareja ha debido sortear una sucesión de adversidades, o la desventura de no poder realizar las nupcias, sea por muerte de uno o de los dos amantes o por su separación irremediable. En cuanto a la unión matrimonial, ésta tiene como regla no escrita que un hombre puede casarse con una mujer de menor rango en la escala social, pero no al revés. En El perro del hortelano, de Lope de Vega, la heroína (Diana, la condesa de Belflor) no puede casarse con el hombre que ama porque es su secretario y ello va en desdoro de su categoría aristocrática, así que hasta que ellos se igualan, mediante la ingeniosa estratagema de un aliado, se celebra el enlace. En la otra vertiente −la que concluye con la imposibilidad de casarse− la desgracia de los amantes es provocada a menudo por un procedimiento inadecuado de los enamorados, es decir, porque optan por caminos ética, moral o religiosamente inapropiados, como la intervención de terceros desacreditados (sirvientes, celestinas), lo que los exhibe Grabado de la portada de La vida es sueño, Madrid, 1881, Bompiani, t. X, p. 622. Ruta Crítica va y sumisa de la mujer, no es tan extraño que nos topemos con historias en las que ella asume un papel muy activo; es el caso de la misma Diana de El perro del hortelano, que ejerce un control manipulador de su entorno, pero más aún el de dos mujeres protagónicas de sendos dramas también de Lope: Laurencia, de Fuenteovejuna, que promueve la rebelión del pueblo contra la tiranía del comendador que la ha violado, y Casandra, de El castigo sin venganza que, despechada porque el marido se ha olvidado de ella después de la noche de bodas, declara enérgica que no se resignará a convertirse en una pieza del mobiliario, y emprende acciones que así lo demuestran. Este personaje llama la atención porque su ejecución es ejemplarizante y emblemática: no sólo muere violentamente a manos de su amante sino que al momento de morir un manto cubre su cuerpo, con lo cual se lee que ha sido condenada a una muerte anónima. La moraleja implícita parece mostrar que las mujeres que se manifiestan y reclaman un lugar y una voz están proscritas y han de ser aniquiladas al punto de negárseles hasta la identidad. Una dramaturgia que otorgó al honor el valor más importante como moneda de cambio en el trato entre los individuos, abundó en historias donde un agente externo atentaba contra la armonía de la pareja de novios o de esposos. La forma de operar de este agente externo amenazante puede diversificarse. En Fuenteovejuna y Peribáñez y el comendador de Oca- ña, son comendadores los que atentan contra las mujeres ya comprometidas, es decir, son agentes de un poder (nobiliario y militar) superior al de los personajes en los que las obras se centran; aquí los desenlaces dramáticos se resuelven a favor de las víctimas restaurándoles el honor y castigando a los agresores. Sin embargo no siempre ocurre el ajusticiamiento de los agresores y la reivindicación de las víctimas; hay obras como El médico de su honra (en sus dos versiones, tanto la de Lope como la de Calderón), o Deste agua no beberé, de Andrés de Claramente (que es casi una variación temática previa a El médico…), donde el agente agresor ostenta un poder político (es príncipe) y, más notable aún, la víctima es sacrificada en aras de mantener el honor familiar. La crítica especializada ha leído en estas últimas obras una enorme ironía, y a través de ella, una crítica velada a los códigos de honor que determinaban la suerte de los cónyuges. Atenidos a esta perspectiva, los estudiosos sostienen la hipótesis de que la postura calderoniana y la de algunos de sus coetáneos estaría orientada por un nuevo humanismo, que incorpora la doctrina cristiana a favor de los individuos por encima de las rigoristas leyes institucionalizadas, como son los códigos de honor que condicionan las relaciones entre los esposos. El castigo sin venganza es una tragedia que potencia la ingerencia de los factores externos en la esfera íntima del matrimonio. Desde un principio vemos al personaje principal, el duque de Ferrara, que debe casarse por razones de Estado, pues el único hijo que tiene no puede heredarlo debido a su condición de bastardo, y aunque es bien amado por su padre los súbditos del ducado no lo aceptarían, así que debe buscar un hijo legítimo. Al final, cuando el duque se da cuenta de que madrastra e hijastro sostienen una relación amorosa, también deberá proceder por razones de Estado y por ello, pese al gran amor que les tiene, deberá condenarlos a una muerte secreta que no implique una venganza personal. Relaciones entre padres e hijos. En la literatura y el teatro que aquí tocamos, es un valor entendido que los hijos deben comportarse como lo manda la ley mo- En El castigo sin venganza, de Lope de Vega, la moraleja implícita parece mostrar que las mujeres que se manifiestan y reclaman un lugar y una voz están proscritas y han de ser aniquiladas al punto de negárseles hasta la identidad. Revista Universidad de Sonora saica. La escena teatral de aquellos siglos ni siquiera se atreve a cuestionarlo. En Las tres justicias en una, de Calderón, el rey castiga a un hombre con la muerte sólo bajo el argumento de que aquél no ha sabido honrar a su padre. Por lo demás, es muy claro que las relaciones entre padres e hijos son valoradas positivamente en la armonía que éstas pueden presentar; de hecho, los dramaturgos propician una recepción de simpatía con personajes que muestran respeto a la institución familiar y amor filial a quienes se deben. En esos términos destaca El caballero de Olmedo, de Lope de Vega, cuyo personaje manifiesta siempre una devoción amorosa por sus padres. Desde el lado opuesto, el del conflicto padre-hijo, que es algo muy importante en esta dramaturgia, surge en la mayor parte de los casos porque los individuos no cumplen con lo que se espera de ellos –esta vez en su desempeño como hijos o como ciudadanos: rectitud y comportamiento honorable. Los padres reprenden entonces al hijo y lo conminan a ser “quien debe ser” de acuerdo con el linaje al que pertenece. Esto posibilita la reactivación del tópico del hijo pródigo que tanta resonancia tendrá luego en el teatro decimonónico. En las obras calderonianas, el conflicto filial es utilizado precisamente para reforzar la idea del cumplimiento doctrinal. En obras como La vida es sueño y La devoción de la cruz, las confrontaciones filiales se dan casi como un accidente pues, como pasa generalmente en ese teatro, los personajes desconocen su condición de hijos de quienes son. En una, Segismundo enfrenta a Basilio sin saber que es su padre; en la otra, Eusebio hace lo propio con Curcio. El develamiento de la verdad reacomoda la situación y restaura el orden que durante el desarrollo de las obras se había perdido. Es notable la ausencia de la madre en la mayoría de estas obras; consecuentemente, la carga recae exclusivamente en el padre; ello da lugar a que éste intente encauzar a los hijos, sin importar que a veces no incida en la raíz sino en los efectos de sus conductas erráticas. Eso ocurre con don Beltrán, de La verdad sospechosa, de Juan Ruiz de Alarcón. Y esto es así porque el papel del padre en los Siglos de Oro se reduce a tres funciones: económica (como sustentador), biológica (como procreador) y jurídica-social (como jefe de familia), muy a diferencia de lo que se esperaría de un padre de nuestros tiempos, a quien se atribuyen dos funciones que entonces no aparecían pero que ahora serían las más importantes: la afectiva (como amigo/compañero) y la pedagógica (como educador). En el mundo del teatro áureo, como en la realidad que lo contextualiza, la herencia se sujeta al mayorazgo. Esto marca una jerarquía de los hermanos mayores y la posibilidad de heredar la hacienda; ante realidades que rompen con este escenario –es decir, que el hermano mayor muera, por ejemplo- el menor asume los derechos y responsabilidades que estaban destinadas a aquél. Un dramaturgo tan agudo como Ruiz de Alarcón supo sacar provecho de esta virtualidad en la comedia que acabamos de citar al plantear un personaje que miente compulsivamente, y la única razón de esa conducta reiterada, inferimos, es que como nunca ha dejado de ser el ‘segundón’ no ha sabido acomodarse a su nueva condición de heredero por sucesión. Así, como hijo segundo (lo que en la realidad vendría a traducirse como ‘hijo de segunda’) se siente menos y trata de compensar ese sentimiento mintiendo. Si bien estos apuntes no agotan un tema tan amplio, sí dejan ver que aquella producción teatral significa un estadio muy importante en los modos de representación de la pareja y la relación con los hijos, y que no somos tan diferentes en cuanto a mentalidades, a pesar de que ya hayan pasado cuatro siglos. Los recursos de transmisión de los mensajes podrán haber evolucionado, pero la esencia sigue ahí, impregnando algunas manifestaciones artísticas y los epifenómenos de cultura masiva con los que nos topamos a diario.