Leer primeras páginas - La esfera de los libros

Anuncio
os
Lib
ros
almudena martínez-fornés
Las hijas de Alfonso XII
La
E
sfe
ra
de
l
El trágico destino de dos princesas huérfanas
que se casaron por amor
hijaadealfonsoxii.indd 5
17/10/15 09:01
os
Lib
ros
E
La
E
sfe
ra
de
l
stuvo toda la madrugada esperando que los rayos de sol
entraran por su ventana. A esas horas, su madre se levantaría,
se asearía y, en el momento del desayuno, podría hablar con ella.
Las dos a solas, algo que cada vez era más difícil. Mercedes trató
de borrar con agua helada la huella que había dejado en su rostro
una noche en vela. Había llorado de frustración hasta que, poco a
poco, logró poner en orden sus argumentos y estos le parecieron
tan poderosos que se sintió invencible.
Vestida, peinada, aseada, se revisó ante el espejo. Su madre
no podría encontrar ningún fallo en su aspecto que distrajera su
atención. Nunca, en sus casi veinte años de vida, había tenido una
conversación tan seria como la que estaba dispuesta a mantener.
Sin hacer ruido para no alertar a la servidumbre, la Princesa de
Asturias salió de su habitación y se dirigió a los aposentos de la
reina. María Cristina tomaba un frugal desayuno, pero la doncella
que se lo sirvió ya se había retirado. Ella tampoco había pasado
una buena noche. La reina se sorprendió al ver aparecer a su hija
a esas horas.
—Mamá, necesito hablar contigo.
Doña Cristina asintió con la cabeza.
hijaadealfonsoxii.indd 9
9
17/10/15 09:01
os
Lib
ros
La
E
sfe
ra
de
l
—Durante toda mi vida he procurado ser una buena princesa. Mi objetivo ha sido que tú, como reina, y los españoles os
sintierais orgullosos de mí. Siempre he antepuesto las razones de
Estado a cualquier otra. Cuando se me ha pedido algo, lo he hecho
y, cuando se me ha desaconsejado, he renunciado a hacerlo. No me
he limitado a dar lo que se esperaba de mí, sino que siempre he
procurado dar mucho más. He intentado ocupar discretamente el
segundo plano que me corresponde y he ayudado en todo lo posible a mi hermano.
—Nunca lo he dudado. Eres una princesa y una hija ejemplar.
—Sin embargo, mamá, esta vez no estoy dispuesta a ceder
ante las exigencias políticas. Y no estoy dispuesta a ceder porque
estoy convencida de que están equivocados. Que nadie piense
que antepongo las razones del corazón a las de Estado. Tú sabes que
nunca lo haría. Es verdad que estoy enamorada de Carlos y que no
concibo mi felicidad sin él, pero también es verdad que si no reuniera las cualidades necesarias, jamás me habría fijado en él. Tú
siempre has apoyado ese noviazgo porque desde que lo conociste
pensaste que podría ser un buen príncipe consorte. Sin embargo,
ahora lo tenemos todo en contra y, mamá, necesito saber si Nino
y yo seguimos contando con tu apoyo.
La reina nunca había oído hablar así a su hija. Pensaba que
Mercedes seguía siendo aquella niña dócil y sumisa que jamás le
había dado un disgusto y a la que había manejado a su antojo. Pero esa mañana descubrió que, tras aquella apariencia de fragilidad,
se escondía una voluntad de acero indoblegable, y esa firmeza le
hizo sentirse orgullosa como madre. A Mercedes no le movía solo
la fuerza del amor; María Cristina sabía que su hija tenía razón.
No existía en toda Europa un hombre más adecuado que Carlos
como marido y como príncipe.
—Ambos contáis con mi apoyo y te prometo que voy a hacer todo lo posible por lograr que vuestro matrimonio se celebre.
hijaadealfonsoxii.indd 10
10
17/10/15 09:01
os
Lib
ros
sfe
ra
de
l
Pero, Mercedes, también es necesario informar oficialmente a las
Cortes. Y esa va a ser una dura batalla. En los quince años que dura mi regencia, solo he visto a casi todos los partidos políticos ponerse de acuerdo en una cosa: la oposición a Nino. Ninguno tiene
nada contra él, sino contra su padre, y por eso le rechazan. Lo más
difícil va a ser convencer a cada uno de ellos de que están en un
error… Pero lo conseguiremos.
—Gracias, mamá —respondió Mercedes y, tras abrazarla,
hizo ademán de retirarse.
—No obstante, Mercedes, no olvides que de la misma forma
que no concibes tu felicidad sin Nino, tampoco serás feliz si el pueblo rechaza a tu marido.
La
E
A María de las Mercedes Isabel Teresa Cristina Alfonsa Jacinta
Ana Josefa Francisca Carolina Fernanda Filomena y María de Todos los Santos, hija primogénita de los reyes Alfonso XII y María
Cristina, nada le fue fácil en la vida, aunque tenía todo a favor. De
niña era angelical y graciosa, pero cuando llegó a la adolescencia
adquirió un aire delicado, monjil y enfermizo que no desapareció
en la juventud.
Aunque en las edulcoradas crónicas periodísticas destacaban
su belleza y la de su hermana, María Teresa, la verdad es que ninguna de las dos era guapa, y ellas lo sabían. Los moños con el pelo ahuecado que se llevaban a finales del siglo xix tampoco les favorecían. Ni los flequillos rizados que estuvieron tan de moda.
Quizá si su austera madre, la reina, le hubiera dado más importancia a la belleza y a los cuidados cosméticos, Mercedes y Teresa
habrían aprendido a sacarse partido. Tenían una bonita silueta y
sus estrechas cinturas maravillaban a las doncellas que las ayudaban a ceñirse el corsé. Pero María Cristina siempre echaba por tie-
hijaadealfonsoxii.indd 11
11
17/10/15 09:01
os
Lib
ros
La
E
sfe
ra
de
l
rra cualquier atisbo de coquetería en sus hijas. Solo cuando Mercedes cumplió diecinueve años e iba a asistir a su primer baile, su
madre le consintió que se contemplara por primera vez ante un
espejo de cuerpo entero que le había regalado su tía la infanta Isabel. Hasta entonces, se peinaba cada mañana ante un pequeño tocador.
Para la reina, lo importante era que sus hijas fueran buenas
cristianas y miembros dignos de la familia real. Esa forma de pensar se traducía en ofrecer una imagen sobria y elegante y, únicamente cuando las ceremonias de palacio lo requerían, les permitía
añadir prestancia con buenas joyas y vestidos imponentes. El desprecio de la reina a la coquetería, que Teresa no tardó en asumir,
era su reacción al mal gusto de la época y a los excesos con los que
se vestían y acicalaban buena parte de las aristócratas para marcar
distancia con el pueblo.
Mercedes y Teresa nunca echaron de menos la belleza física. Habían heredado la llaneza de su familia paterna, los Borbón,
y la elegancia de la dinastía materna, los Austria, y esa curiosa
mezcla derivó en dos personalidades sorprendentes. Sabían congeniar como nadie los exquisitos modales y el saber estar con una
conversación ingeniosa, llena de chispa y de divertidas y audaces
ocurrencias. En cuanto Mercedes empezaba a hablar, se convertía
en una mujer extraordinariamente atractiva. Teresa, en cambio,
miraba a los ojos, sabía escuchar y, a diferencia de la mayoría de
los poderosos, desbordaba sencillez y cercanía. Mercedes sabía
que ella no era tan querida como Teresa, que suscitaba entusiasmo en todos los que la conocían: desde la alta aristocracia a las
más humildes cigarreras, pasando por aquella nueva burguesía
que había empezado a surgir en la España pobre y analfabeta que
le tocó vivir.
Pocos hijos han sido tan deseados como Mercedes y Teresa,
aunque la llegada al mundo de ambas provocó enormes desilusiones que nadie disimuló porque en ambos casos esperaban que el
hijaadealfonsoxii.indd 12
12
17/10/15 09:01
os
Lib
ros
sfe
ra
de
l
recién nacido fuera un niño que garantizara la continuidad de la
dinastía. Mercedes nació para ser reina, pero nunca lo fue. Cuando murió su padre, casi la coronaron, pero su madre anunció que
estaba embarazada y se dejó el trono vacante durante cuatro meses con la esperanza de que naciera el ansiado varón. Incluso cuando era una niña llegaron a prepararle matrimonios de conveniencia que nunca se celebraron, pero que pretendían acabar para
siempre con las guerras entre carlistas e isabelinos que enfrentaron a los españoles. Siendo joven, quisieron casarla con otros príncipes europeos para forjar alianzas políticas supuestamente beneficiosas para la nación, como en los viejos tiempos. También le
intentaron arrebatar, sin éxito, el título de Princesa de Asturias y
la presionaron, sin conseguirlo, para que renunciara a sus derechos
dinásticos. A punto estuvieron de arruinar su felicidad cuando casi todos los políticos de su época, convulsa y crispada, se opusieron
a uno de los amores más sólidos que han conocido los muros del
Palacio Real.
11 de septiembre de 1880
La
E
Aquella calurosa tarde de finales de verano, Madrid aún se desperezaba tras la siesta cuando la noticia empezó a saltar de casa en
casa y una actividad frenética invadió la ciudad. Los grandes señores desempolvaban sus bandas y condecoraciones, las damas se
acicalaban antes de estrenar los vestidos que habían encargado para la ocasión y, en las cocinas, las criadas buscaban cualquier excusa para salir a la calle a curiosear.
A las seis de la tarde, los alabarderos de guardia habían abandonado palacio con orden de entregar las invitaciones a las doscientas cincuenta y seis personas que debían asistir al ceremonial
de presentación del recién nacido. Con su venida al mundo, mu-
hijaadealfonsoxii.indd 13
13
17/10/15 09:01
os
Lib
ros
La
E
sfe
ra
de
l
chos sentían que se reanudaba la historia de España tras el paréntesis caótico de los últimos años.
Después de tantas calamidades, la llegada al mundo de un
heredero de la Corona garantizaría la continuidad de la dinastía y
traería un poco de estabilidad a la desdichada España. Desde que
la reina Isabel II había emprendido el exilio, hacía doce años, las
cosas habían ido de mal en peor. Primero, las Cortes eligieron a
un monarca extranjero, Amadeo de Saboya, para que España siguiera siendo una monarquía, pero este rey italiano nunca contó
con el respaldo popular ni con el de la aristocracia, que le hizo la
vida imposible. Cuando, el 29 de enero de 1873, la esposa de Amadeo, Victoria, dio a luz a un infante en el Palacio Real, su llegada
no suscitó ni de lejos la alegría popular que se respiraba ahora.
Aquel niño era el tercer hijo de los reyes extranjeros y el primero
que había nacido en España. Le pusieron de nombre Luis Amadeo,
pero muy pronto tuvo que abandonar su tierra natal.
En aquella ocasión, la reina italiana se puso de parto una noche de crudo invierno y, por no molestar a esas horas a los altos
cargos y a las personalidades de edad avanzada que, según el estricto protocolo español, debían asistir a su presentación, el rey
dejó la ceremonia para el día siguiente. Aquel gesto de cortesía fue
interpretado por los políticos del momento como una transgresión
y el Parlamento estuvo dos días debatiendo agriamente esta cuestión. El monarca, que cada día se sentía más solo e incomprendido, se llevó tal disgusto que empezó a plantearse la posibilidad de
abdicar.
Trece días después del parto, el rey Amadeo bajó por última
vez la escalera de palacio con su hijo primogénito cogido de la
mano: «Me voy de este país tan hondamente perturbado», afirmó. Dos servidores bajaron en una litera a su esposa, la reina María Victoria, que aún se recuperaba del parto, y el rey la trasladó
en brazos hasta un coche mientras la nodriza llevaba a los otros
dos niños. La familia real emprendió viaje hacia Portugal tras un
hijaadealfonsoxii.indd 14
14
17/10/15 09:01
os
Lib
ros
La
E
sfe
ra
de
l
breve reinado y España se convirtió por primera vez en una república.
Después de tres años de caos y desgobierno, la monarquía
se restauró en la persona de Alfonso XII, que se había hecho un
hombre en el exilio y había conocido el sabor amargo de las estrecheces económicas. El destierro había purificado a la dinastía
tras el relajo de Isabel II. Alfonso se había comprometido desde
el extranjero a ser el rey de todos los españoles, sin distinciones
entre ricos y pobres, conservadores o liberales, y sus palabras habían devuelto la ilusión a un pueblo harto de guerras y enfrentamientos.
Al poco de regresar a España, el joven monarca se casó locamente enamorado con María de las Mercedes, pero a los cinco meses de la boda su esposa murió enferma de tifus y de tuberculosis,
lo que volvió a llenar de tristeza a una nación que no levantaba
cabeza. Apremiado por la necesidad de garantizar su descendencia,
el rey viudo se volvió a casar con una archiduquesa austriaca.
No habían pasado diez meses de la segunda boda y la nueva
reina se disponía a dar a luz. Ahora las cosas parecían arreglarse.
El médico acababa de confirmar que María Cristina estaba de parto. La noche anterior se había sentido indispuesta y se retiró a sus
habitaciones antes de lo acostumbrado, pero una vez acostada se
sintió mejor. Aun así, se quedaron con ella hasta avanzada la noche su madre, la archiduquesa Isabel, la marquesa de Santa Cruz
y el doctor Roedel, el facultativo que se había traído de Viena tras
negarse a ser atendida por los médicos de cámara españoles, en los
que la reina no confiaba. Por la mañana, las molestias persistían y
se avisó al presidente del Consejo de Ministros, quien a su vez comunicó la noticia a su gabinete, mientras el mayordomo mayor
de palacio se ocupó de preparar las invitaciones.
Como madre primeriza, el alumbramiento se podía alargar
varias horas, pero hacía catorce años que la villa no celebraba el
nacimiento de un Borbón y, después de tantas tristezas y calami-
hijaadealfonsoxii.indd 15
15
17/10/15 09:01
os
Lib
ros
La
E
sfe
ra
de
l
dades, por fin había una noticia alegre que festejar. En las tabernas
y los cafés, en las calles próximas a palacio y en la plaza de Oriente, el gentío empezaba a amontonarse y se palpaba el entusiasmo.
En palacio se había recuperado el viejo protocolo y los ceremoniales anteriores a la república y todo estaba preparado para
recibir al heredero. Allí aguardaban las dos condecoraciones más
altas, los collares del Toisón de Oro y de la Orden de Carlos III,
para conferírselas al Príncipe de Asturias en el caso de que la reina diera a luz un varón. También se destinó una sala a la preparación de la espléndida canastilla del bebé, donde unas damas escogidas acondicionaron y ordenaron todos los paquetes que iban
llegando a palacio. Lo más selecto lo había traído de Viena la madre de la reina, pero también la madre del rey llevó primorosos
regalos comprados en París. Una preciosa cuna y un cochecito
aguardaban engalanados a la espera de que se rematara su decoración con un lazo azul o rosa.
No muy lejos de allí, en el café de Levante, un jovencísimo
reportero del periódico La Iberia, Marcelino Calleja, aguardaba
novedades junto al corresponsal del diario británico The Times,
Tom Butler.
—Esperemos que esta vez todo vaya bien. Que sea un varón
y crezca sano. Porque el último Borbón que nació en palacio, el
infante Francisco de Asís Leopoldo, falleció tres semanas después.
Y ya hemos tenido bastantes funerales con los de la reina Mercedes… —comentó el cronista español.
—No sé por qué os empeñáis en que sea un varón. En Inglaterra, estamos convencidos de que ningún hombre lo hubiera
podido hacer mejor que la reina Victoria. Además, en España no
tenéis ley sálica, como en otros países europeos. No veo ningún
problema en que nazca una niña.
—En España, como sabes, las mujeres pueden reinar, aunque
tienen preferencia los hombres en la sucesión a la Corona. Pero el
problema es que, después de las guerras carlistas, solo un varón
hijaadealfonsoxii.indd 16
16
17/10/15 09:01
os
Lib
ros
sfe
ra
de
l
garantizará la paz. Además, la última reina que tuvimos, Isabel II,
no dejó muy buen recuerdo.
—Pero no por ser mujer —le corrigió el británico—. Isabel
no tenía formación para ser reina y su comportamiento personal
dejó mucho que desear con tantos escándalos amorosos.
—Mira, Tom, en España es normal que una mujer no reciba
una buena educación. La mayoría no sabe leer ni escribir y a muy
pocos les importa que no puedan votar en las elecciones. Es más,
aquí nos burlamos de las intelectuales. Pero lo que no aceptamos
es que una mujer sea infiel a su marido. Por el contrario, un hombre es más hombre cuantas más amantes tenga.
—Como hace el rey Alfonso.
—Todo el mundo entiende que el rey, que es un maestro en
lides eróticas, tenga que buscarse señoras con curvas fuera de palacio, porque su esposa, Doña Virtudes, tiene muchas cualidades…
pero como mujer, y tú me entiendes, no vale gran cosa. Como dice
el refrán, «El pecado de la carne lo primero que requiere es carne».
Pero vámonos ya a palacio, no sea que, después de tanto esperar,
nos perdamos la noticia.
Los dos periodistas salieron a la Puerta del Sol y tomaron la
calle del Arenal hacia la plaza de Oriente, abarrotada de gente. Los
coches de plaza que habían partido de Cibeles bajaban hacia las
proximidades de palacio como en una romería. Aunque no lo quiso reconocer en voz alta, el corresponsal de The Times también
empezaba a pensar que un heredero varón lo tendría más fácil en
este país que cada día le parecía más peculiar.
La
E
Del entusiasmo al desencanto
Pocos embarazos habían sido tan deseados como el de María Cristina. Al sentimiento maternal se sumaba la obligación de toda rei-
hijaadealfonsoxii.indd 17
17
17/10/15 09:01
os
Lib
ros
La
E
sfe
ra
de
l
na de garantizar la continuidad de la dinastía, pero María Cristina
también había llegado a pensar que si traía al mundo un heredero
se ganaría el corazón del rey, con tendencia a distraerse en lechos
ajenos. Desde que se casaron, Alfonso se mostraba solícito, pero
nada más, y ella deseaba ser querida de verdad.
A las seis de la tarde, los dolores del parto empezaron a ser
insoportables. La reina yacía en una de las dos camas de palosanto de su dormitorio, separadas por un reclinatorio con un Cristo
de marfil que se había traído de Viena. A los pies de la cruz, había
un ramillete de flores de azahar de la corona que lució el día de su
boda y otro de pequeñas rosas blancas que llevó cuando recibió la
primera comunión.
Como era costumbre, desde los templos de toda España se
habían enviado reliquias a palacio para que acompañaran a la reina parturienta en el alumbramiento. En las dependencias de doña
Cristina se encontraba expuesto uno de los brazos de san Juan
Bautista junto al rosario que utilizó san Francisco de Asís, los báculos de santo Domingo de Silos y de san Pedro Alcántara y el
bastón de santa Isabel, reina de Hungría, que se ofrecía desde 1788
a todas las reinas de España que iban a dar a luz.
María Cristina estaba acompañada por su madre, la archiduquesa Isabel; su suegra, la reina Isabel; la marquesa de Santa Cruz
y el doctor Roedel. El rey salía a la antecámara y volvía a entrar
al dormitorio, tratando de calmar sus nervios. Aunque la reina era
muy respetuosa con la vieja etiqueta protocolaria, se había negado
a dar a luz ante los altos dignatarios, como habían tenido que hacer todas sus predecesoras. Y en esa batalla la había apoyado su
cuñada, la infanta Isabel.
—Alfonso, es un disparate obligar a Crista a dar a luz delante de todos esos políticos. En la antigüedad quizá fuera necesario,
para asegurarse de que nadie cambiaba al bebé; pero ahora no tiene ningún sentido. Para eso está el médico —argumentó la hermana del rey.
hijaadealfonsoxii.indd 18
18
17/10/15 09:01
os
Lib
ros
La
E
sfe
ra
de
l
Entre las dos mujeres lograron que se cambiara el ceremonial y, por primera vez en la historia de España, el parto de la reina no fue público y los dignatarios esperaron fuera, en los salones
próximos.
El Salón de Columnas había dejado de utilizarse como comedor después de que se instalara en él la capilla ardiente de la
primera esposa de Alfonso XII, María de las Mercedes. El rey había mandado unir tres habitaciones de palacio para destinar el nuevo espacio a comedor de gala y salón de baile, pero las obras apenas habían empezado, por lo que aquella noche el Salón de
Columnas retomó su antiguo uso y sirvió de escenario para la
gran cena que se ofreció a los altos cargos y a las personalidades
que habían sido convocados para asistir a la presentación del recién nacido: los miembros del Gobierno, el cuerpo diplomático, la
jerarquía de la Iglesia y el Ejército, la Diputación de la Grandeza,
los caballeros del Toisón… Aún no habían terminado de cenar,
cuando se presentó el duque de Vistahermosa en el salón para
anunciar que había llegado el momento esperado y les invitó a pasar a la cámara, próxima al dormitorio de la reina, donde se celebraría la presentación.
A las ocho y veinte de la tarde, el doctor Roedel trajo al mundo al recién nacido y lo entregó a la archiduquesa Isabel, madre de
la reina, ante la máxima expectación de los presentes en la sala. El
médico rompió el silencio: «¡Es una niña!», y esta frase corrió como la pólvora por palacio dejando a su paso un halo de decepción
y desencanto. El duque de Sesto apareció en la cámara donde
aguardaban las personalidades convocadas y les comunicó en
nombre del rey que la reina había dado a luz a «una niña». Poco
después, se presentó don Alfonso con la pequeña en un canastillo
guateado colocado sobre una bandeja de plata y cubierta con encaje que su aya, la duquesa de Medina de las Torres, descubrió.
Todos los presentes pasaron de uno en uno a saludar al rey
y a la niña, encabezados por el ministro de Gracia y Justicia, que
hijaadealfonsoxii.indd 19
19
17/10/15 09:01
os
Lib
ros
La
E
sfe
ra
de
l
fue el primero en pronunciar la palabra «infanta» con todo su significado legal. Sí, había nacido una infanta. Aunque era la primera y única hija del rey, el Gobierno quiso dejar claro desde el primer momento que la recién nacida recibiría el título de infanta,
no el de Princesa de Asturias, como le habría correspondido. Haciendo una excepción a las milenarias normas de la monarquía, el
título vinculado al heredero de la Corona desde hacía casi cinco
siglos lo seguiría ostentando la hermana de Alfonso XII, Isabel,
conocida como la Chata.
Al pueblo se le anunció el alumbramiento de la niña mediante el izado de una bandera blanca, un farol del mismo color
en la Punta del Diamante del palacio y las quince salvas prescritas
por el ceremonial, pero la multitud ansiaba escuchar los veintiún
cañonazos que se habrían disparado si hubiera nacido un niño. A
la vez, el telégrafo envió la novedad a las provincias españolas, a
las embajadas y a todas las cortes europeas, y en la capilla real se
ofició un tedeum.
La noticia cayó como un jarro de agua fría dentro y fuera de
palacio. La inmensa alegría que sintió la reina cuando le devolvieron el bebé y pudo darle su primer beso, pronto se convirtió en
una brutal decepción. Sin disimulo alguno, todas las personas de
su entorno le mostraron el desencanto. Esperaban un varón que
garantizara la continuidad de la monarquía por la que tanto habían luchado. El rey era joven aún, pues solo tenía veintitrés años,
pero la tuberculosis ya había empezado a desgarrar sus pulmones,
lo que hacía más urgente aún el nacimiento de un heredero.
En sus diez meses de casada, la reina no había logrado suscitar demasiadas simpatías. En el entorno del rey la trataban como
extranjera y procuraban mantenerla alejada del pueblo. María
Cristina tenía una cultura superior a todas las reinas que la precedieron y a las aristócratas que la rodeaban, pero en aquel momento nadie lo consideró una ventaja, sino un muro que la alejaba aún más. Para colmo, había introducido algunos cambios en
hijaadealfonsoxii.indd 20
20
17/10/15 09:01
os
Lib
ros
La
E
sfe
ra
de
l
palacio que no agradaron a los sectores más inmovilistas, partidarios de restaurar los principios anticuados de la vieja monarquía.
Celosa de su privacidad, María Cristina procuró suavizar las reglas
de la antigua etiqueta española para reforzar la intimidad familiar e instauró nuevas normas de higiene y comodidad en el viejo
alcázar.
Para decepción de las aristócratas, la reina vestía siempre con
extrema sencillez y sin apenas joyas y mostraba escaso entusiasmo por las fiestas. Prefería la intimidad del hogar, que solo interrumpía para asistir a las grandes ceremonias. Por las tardes, salía
a pasear por la Casa de Campo o, cuando la acompañaba Alfonso,
por el Retiro, y casi todas las noches acudía a las funciones del
Teatro Real. Pero tampoco allí disfrutaba plenamente de la música, atormentada por las infidelidades de su marido con no pocas
divas. Organizaba con mucha frecuencia conciertos en sus salones
privados, a los que acudían los mejores músicos del momento, españoles y extranjeros, y ella misma tocaba el piano. Pero María
Cristina siempre echó de menos en Madrid la gran cultura musical que se respiraba en su tierra natal, Austria. Mientras la reina
se distraía en conciertos, gran parte de la aristocracia recordaba
con nostalgia los divertidos y frívolos tiempos de la reina Isabel II
y encontraba a la austriaca demasiado severa y aburrida.
En su soledad, la reina cogía a la niña, la besaba y la mecía,
como si quisiera compensar el desafecto de los demás, pero pronto la asaltaban las lágrimas. Le dolía enormemente que se quisiera negar a la pequeña el título de Princesa de Asturias; a su hija,
que reunía los dos apellidos más ilustres de las dinastías europeas:
Borbón y Habsburgo. En un nuevo intento desesperado por demostrar su amor al rey y compensarle por la decepción, le sugirió
que la pequeña se llamara igual que su primera mujer, María de
las Mercedes, a la que Alfonso había amado de verdad. Después,
en el bautizo, le siguieron otros doce nombres. Casi tantos como
los amoríos de su querido esposo.
hijaadealfonsoxii.indd 21
21
17/10/15 09:01
Descargar