TOMA DE POSESIÓN /PALABRAS DE JOSÉ ANTONIO ESCUDERO Excmo. Sr. Presidente / Excmos. Sres. Consejeros / Excmos. e Ilmos. Sres. Letrados /Señoras y Señores. Si es cierto aquel dicho de uno de nuestros clásicos de que “el pecado mayor es el que hace al hombre ingrato”, quien os habla está dispuesto a tolerarse pecados menores pero no ese mayor de la ingratitud. Sean pues así estas palabras de agradecimiento y reconocimiento. En primer lugar, al señor Presidente por su generosa amable acogida. Y a continuación a quienes me honran con su padrinazgo, o lo que es lo mismo, con su tutela y protección al entrar en esta Casa. Al Excmo. Sr. D. Landelino Lavilla, a quien conozco y admiro desde hace tantos años, y al Excmo. Sr. D. Fernando Ledesma, a quien conozco desde hace menos tiempo, pero al que admiro con pareja intensidad y fervor. Suele acontecer, señoras y señores, que en la historia de la sociedad y el Estado, cruzan el firmamento múltiples instituciones. Las más comunes, brillan ocasionalmente y enseguida se agostan y mueren: instituciones efímeras que responden a las necesidades de un momento dado y que desaparecen cuando esas necesidades se satisfacen, mudan o cambian. Otras instituciones, en cambio, las principales, resisten más el embate del tiempo y tal vez consiguen pasar de una generación a otra. Y otras, en fin, las más firmes; aquellas que aguantan el peso de los siglos y logran una especie de perdurabilidad, equivalente a la inmortalidad que ha pretendido siempre el ser humano. “Exegi monumentum aere perennius”. “He levantado un monumento más duradero que el bronce”, decía Horacio de sus propias odas. Instituciones, en fin, por utilizar ese símil del poeta de Venusia, más duraderas que el bronce. Y una de ellas, la que hoy nos acoge, el Consejo de Estado, paradigma de respetabilidad cronológica, pues desde su fundación por Carlos V en 1521 ronda ya el medio milenio de vida, y también de respetabilidad institucional, al ser un Consejo calificado siempre de “supremo”. “Supremo” en su primera y gloriosa etapa de organismo de gobierno de la monarquía, y “supremo” también en su segunda etapa, desde el siglo XIX hasta hoy, como organismo consultivo. O, según reza el artículo 107 de nuestra Constitución, como “supremo órgano consultivo del Gobierno”. Es por eso, que acercarse a un organismo “supremo”, y sobre todo si quien se acerca es un modesto trabajador intelectual sin otro equipaje que un poco de buena voluntad, produce turbación y desasosiego. Hay sin embargo, en mi caso, un par de circunstancias que atenúan esa amenazadora desproporción entre la institución y la persona. En primer lugar, el representar aquí a la muy prestigiosa Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y suceder a quien sucedo, una personalidad tan relevante en el mundo jurídico como don Luis Díez-Picazo. Y en segundo lugar el hecho de que el propio Consejo de Estado resulte para mí, en mi modesta trayectoria académica, una institución más que familiar. Efectivamente, en tiempos ya lejanos dediqué cinco años, cinco largos años, a elaborar mi tesis doctoral sobre los secretarios de aquel Consejo de Estado que fue durante tres siglos, del XVI al XVIII, el organismo político más importante de la monarquía y que era presidido por el mismo rey. De suerte que aquellos ilustres personajes, aquellos secretarios, Antonio Pérez, Francisco de los Cobos, Juan de Idiáquez, etc., se fueron convirtiendo, tras leer miles de sus cartas y papeles en tantos y tantos archivos, en personajes domésticos, en amigos de mi propio entorno vital. Y además porque cuando cierto tiempo después cometí la temeridad de dirigir la primera tesis doctoral, esa tesis, del primero de mis discípulos y hoy ilustre académico, don Feliciano Barrios, versó sobre El Consejo de Estado, convirtiéndose luego en un excelente libro editado precisamente aquí. Siento, pues, respecto al Consejo de Estado que hoy me acoge, una doble y contradictoria sensación: de respeto, y por tanto de lejanía, y de confianza, y por tanto, de proximidad. Pero permítanme que diga alguna cosa más del Consejo, pues siempre será mejor invertir en la institución los pocos minutos de que dispongo, que no desperdiciarlos en desahogos personales, a buen seguro irrelevantes para ustedes. Hablábamos de las dos grandes etapas del Consejo, de dos siglos y medio cada una, primero como supremo órgano político de gobierno, y después como supremo órgano consultivo, o, si lo prefieren ustedes, hablemos ahora, aunque la afirmación pueda parecer heterodoxa, de sus cinco siglos como supremo órgano consultivo, pues ciertamente los grandes Consejos del sistema polisinodial de los Austrias, y el de Estado en la cúspide de ellos, ejercían, a través precisamente de la llamada consulta, que era el documento de despacho y de trabajo, una alta función consultiva, pues la decisión siempre quedaba reservada al rey. Pero es que además quisiera hacer notar algo tal vez menos averiguado. Y es que esa supremacía del Consejo de Estado no la tuvo sólo el organismo en si mismo, sino también en la imagen o imágenes que proyectó. Algo así como si las figuras de diversas personas reflejadas en varios espejos, tuvieran diferente entidad óptica en función de la importancia de aquello que representaban. Y ¿qué quiero decir? Pues quiero decir que cuando en el siglo XVIII, junto a ese sistema polisinodial o de Consejos, se crea el sistema paralelo de las Secretarías del Despacho o Ministerios unipersonales, para proceder luego a trasvasar competencias de unos a otros (del Consejo de Indias, al Ministerio de Indias, del Consejo de Guerra al Ministerio de Guerra, etc.), el Ministerio de Estado (es decir, el actual de Asuntos Exteriores), como reflejo del Consejo de Estado, será también –como lo sigue siendo hoy-, el de mayor rango del nuevo régimen ministerial. El de mayor rango, no por sí mismo, pues todos los ministerios acababan de nacer, sino por la superior dignidad de aquello que reflejaba. Las imágenes de los espejos en que se proyectaban los distintos Consejos eran, pues, distintas, y la del Consejo de Estado tenía una entidad superior y egregia. Y todavía una última cosa. Cuando en 1823 se crea el Consejo de Ministros y tiene que presidirlo alguien si el rey no asiste, lo presidirá el ministro de mayor rango, es decir, el de Estado, quien al año siguiente recibirá formalmente el título de Presidente del Consejo de Ministros. En suma, el Presidente del Consejo de Ministros lo es, o comienza a serlo, por ser ministro de Estado, y el ministro de Estado lo es, o comienza a serlo, por ser titular del departamento creado a imagen del Consejo de Estado. Un sistema histórico planetario, pues, el de las más altas instituciones del Estado, con un único sol, nuestro Consejo, y diversos planetas que orbitan hasta hoy y que reciben de él luz y calor. Señor Presidente, concluyo. Gracias por el honor que se me hace al permitirme tener algo que ver, como consejero nato, con esta gloriosa institución, y gracias también por acogerme junto a vosotros, maestros de la ciencia del Derecho, colegas y amigos. He dicho.