Mil novecientos setenta y tres Hay un hilo de niebla en

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Daniel García Florindo
Mil novecientos setenta y tres
La hierba del solar ha crecido con fuerza
Juan Antonio Bernier
Hay un hilo de niebla en el solar
donde estuvo la casa de mis padres
en mil novecientos setenta y tres.
Este cielo es la esclusa de un poema.
Una luz incipiente se atisba por el barrio
en plena proletaria construcción
más allá de la calle Caravaca
y el descampado al fondo, en la memoria,
donde aún crecen la hierba de un porvenir intacto
y una ciudad que aprende a despertarse.
Los caballos azules de Franz Marc
vinieron a pastar aquí mi infancia,
mientras yo acuartelaba sus figuras
puras y protectoras en su color quimérico.
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Las nubes transitorias
Como si continuaran respirando
con la luz transparente de aquellas acuarelas,
como el sueño de niebla interrumpida,
sucesiva y cortante entre mis años
ha de abrirse la esclusa de este cielo
que es un vientre embrionario. Acabo de nacer
y soy un pajarito –dice mi madre–
en mitad de noviembre.
Hace dos meses
partió Pablo Neruda de Isla Negra.
El corazón de Chile se prendió
cuando fue devorado por las hienas
manchadas con pavesas de sus versos.
Aquí el ultraje viejo y moribundo
que concibió un olvido imperdonable
fue contando sus meses de cárcel y cuartel
con la impunidad fría de la historia humillada.
En Viena Auden ha muerto convencido
de que su poesía era veraz,
veraz como esa niebla que traspone
un aire tan lejano:
el aliento
de una infancia feliz. ¿Son mis hermanos
quienes gritan ahora como sioux
cabalgando en los brazos del sofá?
¿Hasta dónde llegaron sus vislumbradas flechas?
¿Pudieron traspasar el blanco y negro
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Daniel García Florindo
de aquel año nuboso
para decirme algo? ¿Dónde estabas?
La mesa ya está lista. A comer antes
de que se enfríe el plato –habla quizás mi padre–,
antes de que otra flecha reviente la burbuja
ilusoria del juego que apenas sospechaste.
El recuerdo es mentira, evanescente niebla
en el poema de Auden, pero estoy de regreso,
he batido mis alas y vuelo alto
como un sueño de números que sienten
el tiempo sucedido.
Ha de cerrarse el cielo de esta esclusa.
Tengo ya treinta y siete pies de altura… y no sé…
¿Adónde regresar?, ¿a qué vida posible?,
¿a qué extraño poema?, ¿a qué verdad?,
dónde esa brizna de hierba en el solar,
las hienas que usurparon tantos sueños,
los caballos azules galopando perdidos,
esa luz incipiente que anuncia otro futuro
donde estuvo la casa de mis padres
en mil novecientos setenta y tres.
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