Jamilis,Amalia - Aqui llega Carolina

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Amalia Jamilis
Aquí llega Carolina
Ciudad sobre el Támesis, Editorial Legasa, Buenos Aires, 1988.
El segundo visitante era uno alto, más bien joven, pero tampoco era él,
con una sonrisa estereotipada y un ramo de claveles rojos en la mano
derecha, que se sacudían un poco al andar. Como si soplara desde
algún lado una brisa. Brisa en el Old Viena, mejor dicho afuera, mejor
dicho: algo más que una brisa bajo la ventana del despacho del policía, ráfagas de nieve. En Viena, ¿hacía tanto frío? En ese momento
Rollo Cotten tuvo, debió tener, la certeza de que en la muerte de Harry
Welles, quiero decir: Rollo Martins debió tener la certeza de que, en la
muerte de Harry Lime, había algo más que turbio y ése fue el momento que eligió Carolina para decirme, para dejar de manosearme el pantalón y decirme, con la boca llena de maíz azucarado. ¨Hay que quedarse en Viena para hacer fortuna, eso lo debía pensar Joseph Cotten,
que siempre estaba lo suficientemente lúcido como para ponerse un
impermeable. Pero no era él, éste tenía unos grandes dientes de caballo, salientes, y sonreía cuando golpeó la puerta. Salió una enfermera
como un animal hostigado, pero no abrió la puerta como lo hubiese
hecho cualquiera, no. Las enfermeras. Siempre lo miran a uno como si
uno estuviera en infracción, como si se les hablara de cosas que no
existen en la tierra. Esa abrió la puerta y lo miró al hombre de los claveles de esa manera, como si se hubiera detenido bruscamente sobre
algo. En ese justo momento, porque Carolina los elegía muy especialmente, ella señaló a un actor que tenía el pelo rubio y lacio, cortado derecho sobre la nuca, se veía que era una peluca. Gritó ella:
—Es una peluca —con la boca llena de pochoclo. Se escuchó, shhh y
yo tenía miedo de que las cosas fuesen a terminar mal, porque otras
veces había sucedido, como aquella del Nickel Odeón. Sólo que después, cuando las luces se encendían, uno la perdonaba a Carolina.
Aquella vez del Nickel Odeón, había que ver la cara de los tipos: la
mandíbula caída, y ella muerta de risa, mientras la perdonaban.
El de El tercer hombre, tenía esa cosa sufrida, de los tipos que no
aceptan la calvicie como una de esas desgracias que manda la vida. El
tío Julio, sin ir más lejos. Se mojaba el pelo con agua del lado derecho
para el izquierdo y se engominaba lo de atrás, para adelante. Después
vino lo de Leopoldito y el tío Julio se olvidó del problema de su cabello.
Harry Lime se lo pasaba diciendo, tomá estos shilling por acá, tomá
los bafs por este otro lado, y Carolina, todo el tiempo, rompiendo los
esquemas en voz alta:
—¡Y eso, qué es?
—Es plata, dinero y hablá más bajo que viene el acomodador y se
pudre todo. Sí, bafs, dinero de ocupación.
Pero no, no era él. Él tenía que ser parecido a Carolina, ella me lo
había dicho.
Las manos del culpable no tiemblan necesariamente y sólo en las novelas una copa se cae y traiciona la solapada emoción que lo embarga;
¿temblaban mis manos esa noche en el Nickel Odeón, cuando ella me
lo confió, en medio de una prenda que consistía en besar las rodillas
de seis caballeros? Sí, señor, ¿de qué se sorprende?, seis caballeros, es
decir, doce rodillas, si las cuentas no me fallan, porque el que pierde,
paga. Y perder en los “flippers” no era moco de pavo, viejo. Ah, no,
esta queguida señoguita se va a agodillag enseguida y va a besag doce
godillas, ahoga mismo. Se incorporó con una expresión muy estudiada; capaz que en la penumbra de ese maldito Nickel Odeón había sacado un pincel y se había pintado una prolongación hacia abajo en las
comisuras de los ojos y de la boca, algo cuidadoso, elaborado; aunque
eso no era incorporarse, era, ¿cómo lo podgía explicag? Era voltear la
cara hacia mi lado y decirlo, como quien no quiere la cosa, como
quien dice: lávese, aféitese, póngase la ropa, o sino, yo creo que mientras exista el disyuntor, el problema de la instalación no me preocupa,
o cualquier otra cosa por el estilo. Para peor, había gente algo mayor,
que hablaba de cosas raras.
Ella debía andar por la rodilla número cinco.
—Yo creo que el teatro tiene una relación fototrópica con la realidad
—dijo o pensó una voz a nuestro lado, esquivándola a Carolina, que
estaba gateando entre piernas de hombres y otros sectores de organismos.
Para Eduardo subir al escenario con nosotros, significó poder testear
como autor la respuesta directa del público. Eso lo arrebató. Para su
papel usaba en la nariz unos cojinetes pulidos en una muela de piedra
pómez.
Cuando Carolina me lo dijo, se debió dar cuenta de que el esfuerzo
por conservar la sangre fría, me había petrificado. ¿Hasta cuándo puede una persona conservar su sangre fría sin que sobrevenga el rigor
mortis? ¿Sería como la respiración, apenas unos minutos y después
una muerte ruidosa y firme? De manera que aguanté todo lo que pude
y no caí en uno de esos movimientos de imprevista locura. Sentía a
unos pasos el perfume de una cabellera, una mano me oprimió fugazmente, su mano quizá, y una voz dijo:
—Nos exigía una composición, con ábacos y togas, una mierda en
realidad.
Esta señoguita está embagazada de dos meses. No pude distinguir si
hablaba en broma a propósito, para disimular su preocupación, o porque ella era así, una chica protegida por el delirio, por esa fiesta permanente que era su vida. Entonces ella hizo eso por lo cual todos la
perdonaron cuando las luces fueron encendidas y el primer visitante
no había sido un visitante sino una visitante. Una mujercita baja, no
como Ana Schmit. Ana Schmit no. Tenía la cara de Alida Valli, pero
joven, y la ruta cubierta de nieve ondulaba como la superficie de un
lago. Aquella mujer era baja y gorda, con los cabellos negros, seguramente no iba a bailar a Chez Victor, lleno de melancólicas parejas,
con los abrigos puestos, porque la calefacción estaba descompuesta y
afuera nevaba. Pasaban manchas luminosas, se veía que el sentimiento
de la soledad angustiaba a Rollo Martins. ¿Qué es eso?, otra vez Carolina masticaba maíz azucarado o algún sustituto, porque también solía
llevar paquetes de garrapiñadas como reserva en la cartera o caramelos, o cualquier cosa, con la condición de que crujiera. “El alcohol
puro, el amor físico, sin frases” le contesté, recitando una reflexión de
alguien, que le hubiese gustado mucho a Campomanes, mi viejo compañero de bachillerato. José María Campomanes. Era como tener de
un modo permanente, insoslayable a un desequilibrado en estado de
pureza, de incontaminación ambiental. Ahora Campomanes era médico.
Cuando uno arrasa con una mesa, una mesa cubierta con un mantel,
llena de copas, significa que algo le está pasando; quiero decir que no
se puede, aunque uno ande besando rodillas, pero queguido, queguido
señog, ¿cuántas godillas tiene usted, pog favog? ¿Esto no segá alguna
otga cosa? —significa que algo le pasa, no es precisamente un gesto
conciliador. Esta situación me hacía sentir como un criminal de guerra
que vive en zona británica con falsos documentos. Pero las luces se
encendieron y se nos abalanzaron dos mozos y un individuo vestido
de traje azul, cruzado, que hizo un ademán como de sacar el revólver,
mientras que, en Viena, la gente tenía la pésima costumbre de andar
cerca del Jorefstadt o de la Kaertnerstrasse, y luego de avanzar un
corto trecho, el hombre del traje azul, cruzado, comprendí que eso que
sacaba no era un revólver precisamente, sino un trapo rejilla, para
secar el estropicio de Carolina. Colaboré con una pasión digna de
mejor causa y la primera mujer entró y se zambulló derechamente en
un rincón, sin mirar a nadie, como quien aterriza sobre almohadones o
sobre una cama, porque no hizo ningún ruido. Tenía la cara pintada
igual que una puerta y estaba sentada sobre una larga banqueta marrón. De cuando en cuando, después que pasó el primer momento, me
miraba con confusión y yo le devolvía la mirada.
—Todavía no sabe nada —dijo la voz de una enfermera, delante de
nosotros, hablando con un médico que estaba retrasado medio metro.
—No creo que necesite ninguna excusa, nunca he visto una habitación
tan confortable. —El médico me miraba como si yo hubiese proferido
un alegato descabellado y, hasta creo, que se detuvo un momento,
como diciéndose: pero, ¿qué habla este tipo? Si sigue lo bajo de una
trompada, con los pulgares debajo de las axilas, balanceándose un
poco. Un individuo algo despeinado, con el aspecto de un estudioso
venido a menos, salió corriendo de una habitación.
—¿Qué es lo que no sé? —gritó, mientras corría detrás del médico y
de la enfermera. La mujer bajita me miró confundida, con perplejidad.
En ese momento fue que entró el segundo visitante, pero tampoco era
él. El individuo de la peluca tenía una cara con arrugas maquilladas y
leía El caballero solitario de Santa Fe, a lo mejor, no se parecía, en
realidad, a mi tío Julio, o no se parecía tanto por el pelo alisado con
agua y gomina del tío Julio, sino por lo de Leopoldito, cuando llamaron a mi padre fue a atender el teléfono y, a nosotros, los chicos, que
jugábamos alrededor, en el comedor diario, quince años atrás, nos
dijo, cállense, que es de La Plata y después la sangre fría lo había petrificado. No como a mí, en el Nickel Odeón, de otra manera y ya
Carolina había sido perdonada, yo había pagado las copas rotas y ella
me miraba con un entusiasmo que resultaba falso, mientras yo pensaba, qué le diría a la salida, como actuaba otra gente en circunstancias
parecidas. Entonces sí que entró él; me di cuenta a la primera mirada
por su parecido con Carolina y me acordé de Campomanes, de cuando
fui a verlo a su consultorio, en el jeep de mi hermano.
—Volumen — me había dicho el cínico de mi hermano—, ¿para qué
te creés que existen? ¿No sabés para qué se inventaron esas cosas?
Los venden en todas las farmacias, en todos los quioscos —y yo aceleré tanto como para juntar el jeep con el horizonte, trayecto durante el
cual estuve a punto de arrollar a un viejo que iba leyendo Crónica. El
tipo de la peluca le explicaba al policía, amigo de Rollo Martins, que
todos andaban contrabandeando cigarrillos en la Viena de posguerra,
que todos cambiaban shillings y bafs, pero que, además de eso, también eran casi humanos, también tenían su margen de sufrimiento.
Que él, por ejemplo, tenía un hijo muerto y que la sangre fría lo había
petrificado.
El cabello negro y reluciente de la mujer bajita estaba peinado en rizos
muy marcados, como si, antes de dirigirse al hospital, hubiese pasado
por la peluquería. Yo casi podía olerlo del otro lado de la sala, un olor
como a espera, por eso sabía también que era él y no otro. Ahora, desde hacía unos momentos, me preguntaba como era que se había enterado, que se lo habían dicho. Campomanes no pudo haber tenido
tiempo más que para escaparse. Podía imaginarme a Campomanes
escapándose, metiendo a ciegas ropas dentro de una valija acaso marrón, con conteras de metal, una luz de ceniza se reflejaba en las maderas del piso y Campomanes metía apresuradamente la maquinita de
afeitar, el cepillo de dientes, los cigarrillos negros, que había fumado
desde los catorce años. Mi padre no fumaba, solamente atendía el
teléfono que llamaba desde La Plata, donde la voz de mi primo Sepic,
hijo de un hermano del tío Julio, le comunicaba lo de Leopoldito. En
realidad mi primo no se llama Sepic, quién puede llamarse así y menos a los diecinueve años, pero su padre, mi tío Ernesto, leía por aquel
entonces una novela de Virgil Gheorghiu, donde había un personaje
que siempre renacía limpio de los peores apocalipsis de la guerra. El
tío Ernesto debió ilusionarse por aquellos años, en que esa materia
nueva, babeante, que la partera le estaba mostrando, saldría tan limpio
y tan tranquilo de todas sus contingencias, porque la vida todavía no
lo había engañado ni le había mentido y la sangre fría no lo había petrificado. Creo que yo había llegado a ese estado de ánimo en que uno
confía demasiado en su propio juicio, o a lo mejor era ese parecido del
hombre con Carolina, un parecido que aumentaba minuto a minuto,
esa sonrisa; quiero decir: el dibujo de la boca, que a ella le servía para
una sonrisa, confiada en la seguridad de que la suerte iba a estar siempre de su lado. En él era la mueca de uno que se encuentra a su mejor
amigo en un sótano, con un tajo en la garganta. Tenía piernas sólidas,
hombros anchos, un poco vencidos, estómago que conoce desde hace
demasiado tiempo una alimentación sobrecargada. Campomanes era,
después de diez años, no solamente el médico más sucio que yo
hubiese visto, sino también el más verborrágico mientras evaluaba a
Carolina, muy buen cuerpo, cara, pelo. No tiene mal diente este hijo
de Buda. Hasta yo le haría más de un favor y la perdonaría, porque a
Carolina todos la querían perdonar después de haberla visto una vez.
También quería que entrásemos al consultorio para ver, para revisar,
poniéndose los guantes adherentes de plástico como una segunda piel,
más oscura, mientras hurgaba entre los muslos tensos de Carolina,
que, a su vez, se encontraba en la misma posición decúbito dorsal de
Leopoldito, sólo que Leopoldito. Eso es lo que mi padre había escuchado de labios de Sepic aquella mañana, desde La Plata. La tía Zulema lo había mandado a comprar el pan; Leopoldito cruzó, teniendo a
su izquierda un ómnibus que le tapaba el campo visual, por lo tanto le
impedía ver los otros ómnibus que pasaban en estampida. Hubiera
podido, mediante un par de saltos, regresar a la seguridad de las veredas. Nadie puede estar seriamente inquieto, mirando pasar el tránsito
desde las veredas. Pero la vida es otra cosa: no es instalarse en la vereda. Y la muerte. Para qué vamos a hablar: de la muerte no se vuelve,
de manera que Leopoldito no pudo volver a la seguridad de las veredas y mi padre se fue desplomando en el comedor diario, mientras
nosotros jugábamos alrededor sin comprender por qué mi primo Luis,
digo Sepic, gritaba desde La Plata, sin que nadie atinara a contestarle
nada. Cada vez que pasaba alguien, el hombre lo seguía con la mirada,
hasta que pasó una enfermera, entonces se levantó. ¿No habría estado
tomando? Había dado dos pasos, con una especie de sangre fría que lo
petrificaba. La enfermera le dijo algo, creo que le dijo: es aquí, tiene
que esperar. Fue entonces que pensé: cuando se abran esas puertas,
donde se lee, quirófano, entrada prohibida; cuando se abran, cuando
asome, cuando una enfermera de espaldas y otra de frente, dando impulso a la camilla cromada, cuando uno o dos médicos, todavía con
los delantales, con los barbijos verdes colgando, con los borceguíes de
lienzo, flanqueando la camilla, aparezcan. Un súbdito argentino que
fuera médico, podría, digo, llevando, pongo por caso, diez mil pesos,
escaparse de Buenos Aires y pasar, cinco, seis meses, en cualquier
pueblo del interior donde tuviera amigos, hasta que los ánimos se serenasen. Me lo imaginaba a Campomanes cruzando el inmenso salón
del aeropuerto, sacando pasajes para cualquier lado. Ese sentimiento
de importancia, de orgullo, que le asomaba a la cara cuando madame
Brea lo sorprendía en el acto de prenderle un broche de colgar la ropa,
en la espalda de la gabardina. Ella solía decir: porte moi la gabardine,
eléve; eso, la gabardina, y ahí estaba Campomanes, como un boy
scout: siempre listo. O cuando sacó una sevillana y, clavándola en el
pupitre, le dijo al profesor Sívori:
—Si no me exime, me mato.
Y toda la clase vio cómo el profesor Sívori cruzaba el aula y se dirigía, profundamente conmovido, al gran Campomanes y, comprensivo,
le colocaba una mano sobre el hombro.
Nunca llegamos a convencernos de que contamos menos para los demás de lo que ellos cuentan para nosotros. Cuántas veces habremos
ido al Nautilus, a escucharlo a Bardolat. ¿Cuántas, eh? El gordo abría
el fuego, con una ovación que atronaba. Había cerca de dos mil personas de pie, subidas a los paredones de ladrillo de las inmediaciones o a
los edificios y a los árboles. No, en serio. Algunos iban. A Carolina le
gustaba pedirle “Pobre mariposa” o “Todos quieren a mi nena”, que
conocía por unos discos de su viejo. Lo miré. Él miraba, todavía, de
pie, parpadeando. Comprendí que tardaba un rato en darse cuenta de
que, la figura a la que estaba mirando, era su propio reflejo en un vidrio que iba, desde la mitad de la pared hasta el techo. Una puerta
interior se abrió con un quejido y todos nos sobresaltamos. Desde un
cubículo, donde se podía ver que alguna cosa hervía sobre una hornalla, un individuo sentado en una silla de ruedas salió empujado por
una enfermera y nos echó una mirada hostil. Después se rió y le dijo
algo, entre dientes, a la enfermera. ¿Cuántas veces habremos ido al
Nautilus?
Le hacíamos traer una Pilsen, por el mozo, al gordo y Teté se sentaba
con nosotros. La tez oscura, la nariz y los labios finos, hermosamente
modelados en esa carota enorme, el pelo entrecano, tan denso, tan
sedoso, que le cubría el cráneo como si fuese un turbante.
Nos hablaba durante horas del Gordo Mayor, del Gran Gordo. En
Viena, mister Karas, el ejecutante de cítara, tocaba, tan taran taran
taran, y otro gordo: Orson Welles, aparecía por aquí y por allá como la
visión de un borracho, en la Klagenfurt, en tanto Rollo Cotten transcurría los mejores años de su juventud, estudiando los planos de Viena
bajo la nieve. Muda de terror, Ana Schmit se las ingeniaba para eludir
un revólver ruso, entre los pilares del puente Kaiser Friederich, siempre con la cítara del señor Karas, como fondo.
Fats Waller, el Gran Gordo de Teté Bardolat, había desarrollado una
base sólida en la mano derecha, decía Teté.
—Ha tomado de J. P. Johnson un estilo de base sólida como una piedra, que suena muy fuerte —decía.
Mientras, nuestro gordo aborigen, se tomaba la Pilsen helada, con
ingredientes.
—Que le asegura a él sólo el papel de toda una sección rítmica.
Entonces, Bardolat, para demostrar su premisa, se levantaba pesadamente, se dirigía al piano y realizaba un bordado ligero de notas simples o dobles, sobre ese piano desafinado del Nautilus.
Campomanes estaría apresurando el paso, todo lo que el maletín con
conteras de metal se lo permitiese. En el extremo de la calle los taxis
brillarían como estalagmitas, pero antes habría dejado un par de mensajes a su enfermera y después, un par de mensajes a su amante de
turno, Campomanes no se había casado, era un niño, apenas. Y después, todavía, un par de mensajes a un par de colegas compinches.
¿Frunciría el ceño? ¿Estaría contando el dinero, adentro del taxi? ¿Se
acordaría de Carolina, de la mirada vacía, vidriosa, de Carolina, mientras la enfermera invocaba a través del teléfono cierto nombre, en la
guardia de urgencia del hospital? ¿Se acordaría de los pliegues de la
sábana, del montón de gasas y algodones que taponaban el hueco sangrante entre sus muslos. Del olor al coagulante que le habían aplicado
y que impregnaba el ambiente, ese territorio desolado que terminaba
contra la pared, donde yo boqueaba para no vomitar, para no expulsar
esa abrumadora tristeza, esa sangre fría que me petrificaba?
Hay dos días en la vida de mi primo Sepic, que no tienen explicación,
dos días, casi diez años atrás, en que Sepic —tío Ernesto lo contó, por
lo menos, mil veces— se detuvo un momento en el oscuro vestíbulo
de su casa, para acomodarse la bufanda, con un extremo en el ángulo
correcto, por encima del hombro izquierdo. Cuando se sintió satisfecho de su aspecto, debió ver por el espejo que su madre y su padre
llegaban hasta la puerta de la cocina.
El vestíbulo de esa casa era un cubo angosto, lleno de libros y papeles,
en un primer piso, arriba de una sastrería. Mi tío Ernesto era un individuo flaco, de ojos brillantes en un rostro angosto, de boca apenas
dibujada. Pero mi tía Adriana. El caso es que Sepic metió una mano
en el bolsillo de su pantalón, corto hasta la rodilla, que ya le ajustaba
un poco, miró de reojo a sus padres y salió. Tío Ernesto dijo algo
acerca de los zapatos nuevos de Sepic. Quizá dijo: podrías haberle
comprado zapatos que le quedaran bien, por lo menos, o algo relacionado con zapatos. Tal vez ella le contestó que le habían gustado ésos:
tenían las suelas bien gruesas, parecían fuertes, la punta era cuadrada.
Después, cuando comprobaron que era de noche y que nadie tenía
noticias de Sepic, llamaron a la policía.
A mi primo lo trajeron, tal vez volvió solo, dos días después. Nunca
supimos qué cosa había sucedido durante esos dos días. De pie, bajo la
lluvia, mientras ayudaba a Carolina a bajar del taxi, eché un vistazo a
la ventana del consultorio de Campomanes, en la calle Apolinario
Figueroa y pagué.
La ventana estaba sucia y tenía una rajadura en una esquina.
—Tengo bastante miedo —me dijo Carolina, mientras corríamos hasta
la vereda. El nombre de Campomanes estaba abajo, en un panel de
direcciones, negro, al pie de la escalera, en letras de plástico, blancas
se leía: J. M. Campomanes, ginecólogo.
—El sitio no es muy bueno —le dije a Carolina, mientras íbamos por
el pasillo mal iluminado—. Pero Campomanes, ya vas a ver qué tipo
macanudo, te va a inspirar confianza enseguida.
La sala de espera era chica, con una alfombra que alguna vez había
sido mullida, que alguna vez se había encontrado limpia, que alguna
vez había estado entera, sin aquellos antiestéticos zurcidos y agujeros
deshilachados.
—Tardes —nos dijo una mujer, todavía joven. Después supe que era
la secretaria y enfermera de Campomanes. Tenía el pelo corto, arratonado y un cuerpo indefinido detrás del escritorio, cuando entramos.
Una de sus manos estaba apoyada en un cajón, donde, probablemente,
tenía algo para tranquilizar a las pacientes demasiado nerviosas.
—Este sorprendente efecto de balanceo lo inventó el Gran Gordo —
decía Bardolat, marcando la síncopa con la mano derecha—. Golpeando los bajos, siempre golpeando los bajos, siempre.
Me impresionó un poco, porque creí que iba a seguir toda la tarde
repitiendo eso de los bajos.
—Nunca hubo nadie que ejecutase tan variado, puede ejecutar la
misma pieza con docenas de variaciones, puede improvisar hasta el
infinito.
A las seis de la tarde, el Nautilus se iba llenando. Había en el aire un
sonido suave de tazas que se chocaban, de cucharitas que revolvían el
azúcar, un sedante murmullo de conversaciones. Las luces bajas, amarillas, arrojaban una luz tan engañosa sobre la mole de Teté Bardolat
que, por momentos, la disolvían contra el bloque oscuro del piano.
—Pero hasta las improvisaciones son música de alta elaboración y las
pulsaciones, cuando repite frases cortas, de dos compases, por lo menos diez veces, no pueden imaginarse qué es eso.
Elegí ese momento, porque lo veía tan bien dispuesto. Siempre que se
lo dejaba hablar largamente del Gran Gordo, se volvía bien dispuesto.
Me dijo:
—No hay vuelta que darle a este asunto. La única solución es tu amigo, el médico. Menos mal que esos amigos de la infancia suelen ser de
fierro, que si no. ¿Quién te hace esa gauchada?
El soplo helado debía venir del Danubio. ¿O del Ródano? Y agitaba la
nieve. El tercer hombre no aparecía y todos andaban metidos en problemas verdaderamente serios. El policía le explicaba a Rollo Martins
lo que Orson Welles hacía con la penicilina adulterada y lo que la
penicilina adulterada hacía con la gente. Luego venía la escena en el
Prater, junto a la rueda de la fortuna, que giraba lentamente sobre la
ciudad. Cuando el vagón llegaba a lo alto de la rueda, se podían ver,
allá, arriba, rostros aplastados, desfigurados, contra los vidrios. Detrás
de un quiosco, un tipo se puso a silbar la melodía de míster Karas, tan
taran taran taran.
—¿Quién te hace esa gauchada, eh? A propósito, de lo otro; ene o,
¿entendés?
Lo otro era el dinero que le había pedido a Bardolat. Para eso están los
amigos. De manera que no tuve otro remedio que ir a La Plata, donde
vivía Sepic.
Ahora lo veía al padre encogido, arrastrando los pies, cada vez que se
escuchaba alguna puerta. Entonces él, se levantaba. Cada tanto, miraba la lluvia y, por su aspecto, era como si la humedad le fuese entrando por los zapatos, le subiera por las piernas.
La primera visitante había desaparecido. ¿En qué momento pudo esfumarse de esa manera? En el sitio donde ella había estado, un viejo,
con el aspecto lívido de un monje de Zurbarán, decía:
—Le dije ¿qué, no tiene manos, acaso?
Era una voz enorme, ronca. La mujer lo escuchaba, levantando unos
ojos de agua, celestes, inmóviles.
De golpe, el padre de Carolina me miró fija, frontalmente, por primera
vez. Me miraba desde más atrás de la mirada, como un hombre que
tiene la urgente necesidad de hablar con alguien. De un vistazo abarqué la distancia que había hasta la escalera: no más de diez pasos.
Campomanes me sondeaba, un poco irónico:
—Andá, viejo, dónde está ese coraje. Mirá: te vas a la sala de espera.
En menos de media hora esto estará listo. Dentro de un par de días la
traés, para que la controle, ¿sabés? Cuando Amalia, mi enfermera,
abra la puerta y te diga: aquí llega Carolina, señal de que todo se terminó. Después la dejás descansar un rato y se van.
Parecía extraño que ese fuera Sepic, después de tantos años. Tenía un
aire de azoramiento. Era evidente que no estaba seguro de la oportunidad de mi visita, porque festejaban algo, no sé qué, esa tarde.
—¿Cómo te habías perdido? —me dijo— pero no te quedés ahí, pasá,
viejo.
Sobre una mesa había platos y botellas. Desde un rincón, donde un
grupo tomaba whisky, partían carcajadas estrepitosas. Una mujercita
rubia, un poco desteñida, lavada, se nos acercaba, cubierto su paso por
el ruido de las risotadas.
—Mi mujer —la presentó él—. Pero cuántos años, ¿decime qué te
sirvo?
Le pedí que hablásemos a solas. Yo debía de tener un aspecto desesperado, cansado, enfermo, polvoriento. Por lo menos él me miraba
como si lo tuviera. Primero levantó la cabeza, sorprendido, después
empezó a aprobar, como si aquello tuviera un costado divertido, que
yo no le encontraba.
Mientras le hablaba, yo especulaba acerca del problema de la identidad desdoblada. En Sepic me encontraba a mí mismo: el mismo pelo,
los mismos labios, un corte parecido de mandíbula. Los hombros de
Sepic se movieron:
—No te preocupes más, por favor —me dijo, con una voz parecida a
mi voz—, te doy todo lo que te haga falta.
Me hubiera gustado preguntarle acerca de esos dos días, casi doce
años atrás, después de lo cual se habían mudado a La Plata. Solía imaginarlo, vagando por calles, desoladas como cementerios, con ventanas de luces altas, fluorescentes, como de una ciudad extranjera, con
alguna iglesia de estilo normando a mitad de cuadra, gris y baja. Una
torre con un reloj sin manecillas en alguna esquina. Una ciudad donde
Sepic no entendía los nombres, las señales de tránsito, con sólo un
oscuro vacío por delante.
Sepic abrió la puerta del escritorio, que olía a sustancias químicas. Un
individuo con un vaso en la mano se nos cruzó:
—Siéntese —me invitó. Pero no había dónde sentarse, excepto en el
piso y, además, yo tenía apuro por irme. Otro día le preguntaría a Sepic.
El viejo de Carolina seguía mirando la lluvia, a través de la ventana.
Yo no veía nada desde mi rincón, pero podía imaginar un cielo desoladamente blanco, las lívidas fachadas de las casas.
Alcancé a levantarme de un salto y me dije: despacio, no hay por qué
asustarse, pero ya estaba pegado a la pared, como una sombra, cerca
de la escalera.
De golpe, desde el quirófano, salió un médico, con la cara contraída,
como si tuviera una cuña en el entrecejo: esa mueca piadosa y solemne que yo había reconstruido miles de veces durante aquella hora. Se
quedó ahí, parado, indeciso, perplejo por un momento.
El padre, desencajado, atemorizado, se le acercó. ¿A qué distancia de
Buenos Aires se encontraría Campomanes en ese momento?, ¿dicho
en millas, en decámetros?
Derrumbado, con el pelo caído sobre la frente, el padre escuchaba al
médico, que le apoyaba una mano sobre el hombro encogido. Algún
día me dedicaría a interrogar en profundidad a Sepic, pensé, mientras
volaba escalera abajo.
Al lado del quirófano quedaba el padre de Carolina, quizá pensando
en el carácter irrisorio de la vida, sosteniéndose un poco en el médico,
comenzando a llorar.
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