La Isla Negra - DigitalCommons@Providence

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Inti: Revista de literatura hispánica
Volume 1 | Number 24
Article 21
1986
La Isla Negra
Marjorie Agosin
Citas recomendadas
Agosin, Marjorie (Otoño-Primavera 1986) "La Isla Negra," Inti: Revista de literatura hispánica: No.
24, Article 21.
Available at: http://digitalcommons.providence.edu/inti/vol1/iss24/21
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MARJORIE
AGOSIN
La Isla Negra
Y aun cuando me vendasen los ojos
amordazados
y sangrantes,
aun
cuando las navajas tan dulces, tan
temibles se acercaran a las pupilas
iluminadas de mis ojos, aun así
sabría que estoy llegando a casa
acercándome
muy cerca a Isla
Negra junto al Mar.
En la isla, al cumplir los cinco años de edad, mi madre con sus cabellos
cobrizos y esos ojos de agua clara, me dijo: en este lugar tienes parte del
universo: las rocas desafiantes pero tiernas, el mar intempestuoso pero
fiel a su majestuosa delicadeza, y todas las madreselvas de la tierra. Con
estas certezas y estos obsequios, me fui feliz, segura y triunfadora con los
bolsillos llenos de luz. Ahora entre los dolores y los hijos muertos, me
busco un tanto náufraga en los e s p e j o s del miedo, entonces, veo
aproximarse el cabello cobrizo de mi madre y mis bolsillos asomándose
junto a la luz del sol.
Esas sabidurías o mejor dicho esos trozos de vida son los legados que
adquirí en Isla Negra, sí e s a misma Isla Negra querida por Neruda y por
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tantos otros. Pero la Isla no e s isla ni e s negra, tan sólo o mucho más que
una caleta de pescadores a unos s e s e n t a kilómetros al norte de Santiago.
Nadie s a b e el motivo de e s t e extraño nombre pero tal vez aquí reside
parte de su encanto. Pablo Neruda por los a ñ o s treinta comenzó a construir
una c a s a colgada del cielo y el mar. Poco a poco, fue edificando cuartos de
m a d e r a y estrellas abiertas d e s p r e n d i é n d o s e del cielorraso, llenó la Isla
Negra de m a s c a r o n e s d e proa y misteriosas caracolas que aún guardan en
s u s corolas todos los sonidos del mar.
Crecer en Isla Negra, caminar por e s o s s e n d e r o s d e tierra fresca,
perderse en los jardines de hortalizas y más que nada aprender a perder el
tiempo en su dimensión m á s pura e imaginativa, fueron, son, seguirán
siendo los legados más entrañables d e e s t e territorio junto al mar.
No sólo Isla Negra e s t á llena d e c o s t a n e r a s b o r d e a n d o precipicios
repletos d e vuelcos i n e s p e r a d o s sino que, las m u j e r e s d e la isla son
personajes amarrados a la tierra, tienen rostros de pan y son buenas.
En Isla Negra también hay bordadoras. S e parecen al territorio que las
rodea. Son discretas en su vestuario, tienen un caminar muy lento y seguro.
Sin embargo, cuando comienzan a desplegar s u s bordados, todo en la isla
iluminada, el o c é a n o d e s a t a d o , las a r e n a s llenas d e á g a t a , las gallinas
corriendo enloquecidas por los c a m p o s , las p u e s t a s del sol — toda la
naturaleza y e s o s obsequios en mi bolsillo —, cobran un toque indescriptible
hermoso. Esta e s la Isla de Neruda, ésta e s la isla d e nosotros, é s t a e s la
isla donde los amantes regresan para hacerse las mismas promesas de los
s u e ñ o s del buen y del mal amor. Porque a la isla s e regresa como una
c o n s t a n t e inseparable d e las m a r e a s , d e las p u e s t a s de sol, d e los
diferentes y cautivantes olores a flores q u e asedian el litoral.
En la playa, cuando la luz c a e y s e desparrama en una letanía asombrosa
que me recuerda a pequeños collares d e pájaros desprendiéndose de un cielo
ancho, e s posible divisar a parejas t o m a d a s d e la mano b e s á n d o s e tan
lejanas junto al mar iracundo que también responde al abrazo crecido y
doliente. Es posible verlos frente a la c a s a d e Pablo Neruda recitando el
poema 20 o la canción desesperada.
La c a s a d e Pablo Neruda no sólo s e ha convertido en el santuario del
amor sino en el de la libertad. Duele el alma cuando e s a c a s o n a suspendida
del cielo, llena d e c a m p a n a s , flores amarillas y m a s c a r o n e s d e proa
p e r m a n e c e vacía, cerrada, c o n g e l a d a por las autoridades militares. Un
inmenso letrero colgado d e un árbol muy enfermizo dice "Casa cerrada no
s e visita". Sin embargo son millones los q u e llegan para el Santo d e Don
Pablo, para la fecha de su muerte, en septiembre de 1973, veintiún días
d e s p u é s del golpe militar.
En las rejas d e finas m a d e r a s q u e adornan su c a s a , s e inscriben
m e n s a j e s , c o s a s como, "Pablo siempre vivirá entre nosotros", "Ayúdanos
Pablo", o "Viva Chile Libre".
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A e s a c a s a no la cerrarán jamás, porque s e r t a tan imposible como
guardar los sonidos del mar o e s a s c a m p a n a s que alumbran el cantar de los
vientos, o como exterminar todas las á g a t a s d e la arena.
Camino en dirección hacia arriba lejos del mar porque en toda e s a
extraña geografía d e la Isla, aparecen frondosos b o s q u e s de eucaliptus. El
olor p e r m e a t o d a s las p o r o s i d a d e s del c u e r p o y el ruido del mar
c o n s t a n t e m e n t e , a c a r i c i á n d o n o s . Soy feliz, r e c u e r d o e s t o s p a s e o s
cotidianos con un hombre a quien amó y tal vez en e s t e amor s u p e
deambular por los e s p e j o s invisibles de la Isla Negra. Aún me miro en ellos
y entre los umbrales d e la vigilia me veo.
El aún vive, pienso que no morirá jamás. Tiene cuarenta años más que
yo, su pelo e s un almohadón gigante d e sabiduría blanca y erotismo. Me
llevó un día a la Isla, nos perdimos a propósito para encontrarnos en el
bosque. Me invitó a su casa, a sus habitaciones llenas de música y colores.
Me fui quedando por muchos años en su casa, un poco lejos del mar y de mí
misma, pero cerca de los eucaliptus. P e r m a n e c í a m o s todos los v e r a n o s
muy juntos, hablándonos en silencio, riéndonos a veces, discutiendo con su
vanidad tan típica d e los h o m b r e s m a y o r e s c u a n d o el éxito les llega
demasiado tarde.
Aún ahora nos queremos, la Isla me recuerda s u s manos siempre tibias,
siempre g e n e r o s a s y dispuestas a recibir las mías porque el amor en las
s o l e d a d e s e s un p e q u e ñ o cuchillo raspándome. Las noches d e la Isla me
recuerdan a vino caliente, uvas a la medianoche y s u s pies tan g e n e r o s o s
como s u s manos. Sí e s a s manos que lavaban mi cabello y me ayudaban a
secarlo con toallas mezcladas con sabor a eucaliptus y a maderas de raulí.
Sigo a v a n z a n d o en una p e q u e ñ a huerta y d e pronto, la c a s a d e la
Teresita, la mística del pueblo cuidando su huerta d e lindas hortalizas.
Teresita tiene dos dientes d e tanto reírse y su cara azotada por los vientos
d e los s a r g a z o s , guarda una lozanía q u e r e s p l a n d e c e . E s una d e las
bordadoras más antiguas y en s u s trabajos s e transmiten los dolores del
cielo y el infierno, las p e n a s del alma como también el amor a Dios. Ella me
cuenta que lo inventa todo en el sueño y que después, al amanecer, cuando
su marido Joaquín ronca, traslada e s o s brillantes colores a la tela.
Ayer me cuenta q u e entre los velos de un s u e ñ o nebuloso vio a su
mamacita toda radiante y ésta le dijo: Tere Tere aquí estoy. Dice que había
venido muy hermosa todita vestida d e blanco como para hacer una primera
comunión y ya Teresita comienza a elaborar cómo la visita de su difunta
madre aparecerá en la tela, dice que quiere mucho amarillo para el brillo en
su vestido blanco.
Me despido de la Tere, cruzo otro camino d e piedras hasta llegar a la
c a s a de la Eudovijes que siempre tiene un comedor lleno d e hambrientos a
p e s a r d e q u e ella no siempre tiene q u é comer. Sin embargo, consigue
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porotos, repollos, gallinas y huevos frescos d e la costa q u e ella recoge, y
los celebra cubriéndolos de alimentos.
S e h a c e claro y oscuro en Isla Negra porque el cielo comienza a
adormecerse d e amarillos y anaranjados. El mar d e s p u é s d e e s a s intensas
e s c a p a d a s movedizas que tocan las rodillas d e los caminantes s e retira para
adormecer a los habitantes de la Isla y a los que s e quieren junto a los
cuartos frente al mar.
Desciendo por un camino de piedras, las luciérnagas florecen al compás
d e las flores malvas y amarillas. Me acerco c a d a vez al mar para q u e
también me cobije con e s a suavidad del oleaje.
El cielo cobra formas de alondras y mariposas del atardecer. Me acerco
c a d a vez más al mar, le toco la punta de la nariz y un gran silencio s e
apodera del espectáculo de la tarde, los que s e aman s e toman de la mano,
encienden velas en la c a s a de Don Pablo, le piden c o s a s como un beso
eterno, y una luz muy a lo lejos, no s é si será de algún faro perdido o del
dormitorio de Don Pablo, s e enciende, pestañea, ilumina.
E s a c a s a vacía con el fatídico letrero d o n d e dice "No s e visita"
permanece abierta para los que aún pueden ver con el corazón. Yo regreso
cuesta arriba a la c a s a lejos del mar y aunque las manos de aquel hombre, a
quien a m é en Isla Negra s e han empequeñecido y la d e s e s p e r a n z a ha enfriado
el candor d e los pies, él me e s t á e s p e r a n d o y s u s m a n o s comienzan a
lavarme los cabellos, a secarlos con las ramas de eucaliptus, a calentar el
vino con azúcar y canela.
Hoy nadie s e ha muerto en Isla Negra, s e han abierto las c a s a s . Hoy
todos hemos regresado y Teresita nos s u e ñ a en un bordado d e brillos.
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