Harper, además de tener cincuenta años, una barriga descomunal, una bella hija muy tímida y una montaña de dolares, tenía también una manía, era coleccionista de cosas siniestras. Fue esta manía lo que le llevo a vivir la más extraña y fantasmal aventura de su vida. La extraña e inquietante aventura de «Rancho Drácula». Todo comenzó cuando Harper decidió hacer un largo viaje hasta San Francisco para conocer a un anticuario a quien, muy apropiadamente, llamaban «Mortuorio Ferguson». Su establecimiento estaba situado en una calleja sin salida llamada Ghost Street (calle del Fantasma). Tenía un ambiente siniestro y estaba formada por varios almacenes, una funeraria y la tienda de antigüedades de Ferguson. Tras unas cortinas al fondo del establecimiento, en una pequeña y oscura estancia de paredes desnudas se encontraba un siniestro ataúd. Los ojos de Harper se dilataron con asombro fijándose en la placa de oro que había a los pies del mismo. En aquella placa y escrito con caracteres góticos se leía sencillamente un nombre: DRÁCULA. Silver Kane Rancho Drácula ePUB v1.0 chungalitos 15.07.12 Título original: Rancho Drácula Silver Kane, 1960. Editorial Bruguera Colección: Kansas - Número: 115 Editor original: chungalitos (v1.0) ePub base v2.0 CAPÍTULO PRIMERO EL COLECCIONISTA HARPER Siempre que Harper salía a la calle, montado en un costoso caballo de pura sangre o en un elegante carruaje, los comentarios eran los mismos: —Fíjate en él. Va cubierto de sortijas de pies a cabeza. Lleva encima una mina entera de plata. —Ha ganado más dinero en tres años, que el que ganarán en toda su vida todos los hombres que hoy habitan en Nevada. —Para eso encontró una mina. Tuvo suerte. —Pero presume demasiado. Se ha comprado dos nuevos carruajes y tiene unas cuadras en las que sólo admite caballos de pura sangre. —¿Y su colección? ¿Habéis oído hablar de su colección? Porque Harper, además de tener cincuenta años, una barriga monumental, una hija muy tímida y una montaña de dólares, tenía también una manía: era coleccionista. La gente sobre esto, también murmuraba lo suyo. —Dicen que ha comprado una colección entera de cuadros, y que tiene varios libros raros encuadernados en piel humana. —Aseguran que su casa esta llena de armas que pertenecieron a famosos pistoleros y asesinos. —No sé si será cierto, pero a mi me han asegurado que se ha comprado una casa con mucho terreno, una especie de rancho en mitad del desierto de Nevada, y que allí está reuniendo todas sus colecciones. —¡Habría que verlas! Es un tipo que sólo colecciona cosas siniestras. Todos estos comentarios giraban en Carson City en torno a la figura de Harper, quien, como se ha dicho, era gordo y rico. Parecía un tipo pacífico y había sido nombrado presidente por derecho propio de todas las asociaciones caritativas de la ciudad. Pero los comentarios que se habían desatado en torno a su figura eran más o menos ciertos; Harper era un maníaco coleccionista, y además sólo coleccionaba cosas siniestras. Fue esta manía lo que le llevó a vivir la más extraña y fantasmal aventura de su vida. La extraña e inquietante aventura de «Rancho Drácula». Todo comenzó cuando Harper decidió hacer un largo viaje hasta San Francisco para conocer a un anticuario a quien llamaban: MO RT UO R I O F E R G US O N «Mortuorio Ferguson» debía tener entonces unos sesenta años, y su establecimiento estaba situado en una calleja sin salida llamada Ghost Strett (calle del Fantasma) la cual desapareció como tantas otras cosas, cuando en 1906 un terremoto destruyó por completo la ciudad. Y la verdad era que con la desaparición de esa calle no se perdió gran cosa. Pero entonces existía, tenía un ambiente siniestro y estaba ocupada por varios almacenes y dos únicas tiendas abiertas al público: una funeraria y el establecimiento de antigüedades de Ferguson. Cuando Harper Se presentó allí, descendiendo de un lujoso carruaje, lo primero que hizo fue examinar con ojo crítico la tienda. —¡Hum! Me gusta —gruñó. Ferguson ya le estaba esperando. Le hizo una reverencia y le invitó a pasar al fondo del local. —Usted debe ser míster Harper, sin duda. —El mismo. ¿Me estaba esperando? —Sí. Míster Purdom me anunció su visita. —Purdom es mi anticuario —dijo ostentosamente Harper—. Le he comprado muchas cosas, y la verdad es que ha hecho buenos negocios conmigo. El me aconsejó qué viniera a verle porque tenía usted cosas interesantes para vender. —Verdaderas, maravillas, míster Harper. ¿Debo creer que para verme ha hecho ex profeso el viaje desde Carson City? Mi persona no merece tanto honor. —Pero las cosas que tiene para vender puede que lo merezcan. ¿Podemos verlas? —Claro que sí, claro que sí… Pase, por favor. Allí, al fondo del local, detrás de las cortinas. Todo lo que usted ve aquí, cérea de la puerta, son antiguallas: sin importancia para coleccionistas que no entienden gran cosa. —Pues veo unos revólveres muy antiguos y unos cráneos perfectamente conservados. —No tiene importancia, en comparación con lo que hay más adentro. Pase, por favor. Harper se frotó las manos un par de veces y murmuró: —¡Hum! Me gusta, me gusta… Pasaron a la sala que había tras las cortinas, en la cual se mostraban tapices representando escenas de torturas, un esqueleto artificial hecho de plata y, marfil, algunas figuras de cera, máquinas para tormento originarias de la Edad- Media y diversas cosas más por este estilo. Todo aquello embelesó a Harper, aunque él aún esperaba alguna otra cosa más original. —No está mal todo esto —comentó —. Por cierto, ¿por qué le llaman. «Mortuorio», míster Ferguson? —Por mi afición a vender sólo cosas macabras y porque antes de ser anticuario fui embalsamador. Soy el único que conoce la técnica de los antiguos egipcios, la que empleaban para los faraones en la Casa de los Muertos. Además mi cara tiene el aspecto de una calavera, o por lo menos eso dicen. Harper le miró bien. En efecto, a la luz espectral que penetraba por las pequeñas ventanas de la habitación, Ferguson tenía todo el aspecto de una calavera reciente, y aun oyéndole hablar nadie hubiera sido capaz de jurar si se trataba de un vivo o de un muerto. —Creo que haremos buenos negocios —dijo Harper por todo comentario. —¿Le gusta San Francisco? Esto debe resultar muy distinto da las pequeñas ciudades de Nevada, no? —No tan pequeñas, Carson City está creciendo como un hongo, y cada día puede decirse que hay allí cien habitantes más. Claro que la mayor parte son asesinos, y pronto no va a quedar sitio para las personas honradas. —¿Guarda usted allí sus colecciones? Me han dicho que tiene una casa preciosa. —Sí, la casa es muy bonita, pero va resultando pequeña. Además, a mi hija que ya tiene veinte años, no le gusta que yo guarde tantas cosas siniestras cerca do su habitación y comprendo que desde su punto de vista tiene motivos. Una mujer joven necesita cosas más alegres y risueñas. Por eso me he decidido a comprar el rancho en el desierto. —¿Qué rancho? Harper se sonrojó ligeramente. —Bueno, ya comprendo que no puede ser llamado así, puesto que no hay en él plantaciones ni cabezas de ganado. Por otra parte, esas son cosas que me importan poco puesto que yo siempre he vivido de la minería. El rancho consta de un edificio grande, que he hecho reparar bien, y allí pienso guardar todas mis colecciones. —¿En mitad del desierto? —Es un sitio solitario y que me gusta. —Pero ¿y agua? ¿De dónde va a sacarla? —Hay allí dos viejos pozos que estaban cegados y que he vuelto a poner en funcionamiento. Sale un agua muy limpia y sana en cantidad que no bastaría para regar la tierra, pero que es más que suficiente para todas las necesidades de una casa. —Veo que es usted un hombre que lo tiene en cuenta todo, míster Harper. Le felicito. —Soy muy cuidadoso, y por eso los anticuarios no consiguen engañarme — dijo míster Harper a título de advertencia. —Yo no le engañaré. —¿Todo lo que tiene está aquí? —¿Le parece poco? —Si no hubiera nada más puede que me quedase el esqueleto hecho con plata y marfil porque me parece una pieza curiosa, pero eso no justificaría mi viaje hasta San Francisco. «Mortuorio» Ferguson rió con la risa de una hiena a la que hubiesen atado junto a una sepultura. —Le aseguro que el viaje habrá valido la pena, Tengo ahí algo que no puede ni siquiera imaginar. Le señalaba otras cortinas que había al fondo de la sala, las cuales, por lo visto, daban entrada a otra pieza todavía más secreta. —Entre, por favor. Harper entró. La habitación era más pequeña y más oscura aún que las anteriores, y sus paredes y el techo estaban completamente desnudos. Sólo había allí una cosa, en el centro exacto de la estancia, y esa cosa era bien siniestra. Un ataúd. Harper lo miró un instante dubitativo. Luego se acercó a él y sus ojos se dilataron de una forma extraña, con una mezcla de curiosidad y de miedo. —¿Es cierto lo que leo ahí? — balbució. Los ojos de Ferguson brillaban como globos de cristal rojo. —Sí, es verdad lo que lee —jadeó —. No hay error. ¡Se trata…! Se trata del verdadero ataúd del Conde Drácula. CAPÍTULO II DESDE LAS VIEJAS TUMBAS Harper sintió que una especie de escalofrío le recorría toda la columna vertebral. Era un hombre experimentado, le gustaban los horrores y tenia su casa llena de ellos, pero la verdad era que nunca se había encontrado en una situación así. Con voz casi inaudible susurró. —Repita eso. —Digo —repitió Ferguson— que lo que tiene usted ante los ojos es el verdadero ataúd del Conde Drácula. Harper tragó saliva. —No lo creo. —Esperaba esta reacción, aun viniendo de una persona tan experimentada como usted. Comprendo que le ofrezco no es para mostrárselo a cualquiera, pero estoy seguro do que en cuanto lo examine comprenderá que digo la verdad. Tenga la bondad de acercarse. Harper, con cierta precaución, se acerco, y contemplo el ataúd fijándose ante todo en la placa de oro que había a los pies del mismo. En aquella placa, escrito con letras góticas, se leía sencillamente un nombre: D R Á C ULA Era lo primero que Harper había visto al entrar. Pero ahora su sentido común de viejo buscador de minas se impuso a su fantasía y, moviendo la cabeza, gruño: —Cualquiera puede haber puesto esa placa ahí. No significa nada. —Pero usted entiende de oro y de grabados. Vea la letra y las marcas del metal. ¿Qué antigüedad le parece que tienen? Harper, realmente, era un experto. Se acerco, extrajo una lupa, estuvo mirando la placa durante largos minutos y al fin tuvo que reconocer, en contra de su voluntad: —Al menos tiene una antigüedad de cuatrocientos años. —¿Y conoce usted la historia del conde Drácula? —Sí. —¿Qué antigüedad se le supone? ¿Lo recuerda? —Hay quien afirma —susurro Harper, palideciendo— que el conde Drácula, al morir, tenia de cuatrocientos a quinientos años. Mejor dicho, llevaba todo ese tiempo en el ataúd, resucitando por las noches, sembrando el terror y causando victimas. La Historia monstruosa de Drácula es una de las que mas me han impresionado en toda mi vida. —Pues aquí tiene algo que está estrechamente ligado con esa historia. Este ataúd contuvo el cuerpo del Conde Drácula, y de él partió todas las noches el horror. —Pero esa es una historia olvidada —aseguró Harper, con un sentimiento de alivio—. Yo leo los periódicos europeos, y por uno de ellos me enteré de que el Conde Drácula había sido completamente destruido por un médico, en su castillo de Transilvania, hace tres años. Por tanto, creo que está usted en un completo error. Ferguson hizo otra vez una mueca que quería ser una sonrisa. —Puede que el cuerpo del Conde Drácula fuera destruido, pero nadie ha hablado de que también lo fuera su ataúd. —Claro, es cierto —reconoció Harper, sintiendo que otra vez le envolvía aquel aire de pesadilla. —Y yo le garantizo que éste es el auténtico ataúd. Examine también la madera y las piezas de metal. Compruebe su antigüedad y dese cuenta de que en la tapa no hay huella alguna de que haya existido jamás una cruz, pues como se sabe, el símbolo sagrado era mortal para los vampiros. Eso es una prueba más de su autenticidad. —Ya me he estado fijando en todo eso —dijo Harper—. Técnicamente no puedo negar que sea verdad lo que usted dice, pero la historia me sigue pareciendo bastante extraña. ¿Cómo consiguió este ataúd? —Un anticuario logró sacarlo del castillo de Transilvania, poco antes de que los aldeanos incendiaran todo aquello completamente. Lo tuvo un año e intentó venderlo varias veces, pero en Europa la leyenda del monstruo estaba todavía demasiado reciente, y no encontró comprador Entonces decidió enviarlo al Nuevo Mundo y lo remitió a San Francisco asegurándolo antes en cien mil dólares. Hizo una breve pausa y prosiguió. —Esta es una maravillosa pieza de museo, pues, ha pasado por muy pocas manos. Se puede decir que ha venido directamente del castillo de Transilvania a este local. Como usted sabe, solo las antigüedades cuyo camino puede seguirse paso a paso, son las que ofrecen garantías de autenticidad. Harper estaba ya plenamente convencido de que aquel ataúd era auténtico, es decir, la siniestra cama en que el Conde Drácula durmió durante cuatrocientos años. Por si lo que Ferguson le explicaba fuera poco, su ojo de coleccionista le decía que se hallaba ante un verdadero Hallazgo, y que nadie en el mundo podía poseer una antigüedad como aquélla. Pero cuanto más se convencía de que el ataúd era auténtico, más sentía que el escalofrío iba subiendo y subiendo por su espalda. —Comprendo que todo esto le haya impresionado —dijo Ferguson— y hasta es posible que ver ese ataúd le dé un poco de miedo, pero comprenda que si deja pasar esta oportunidad no volverá a tener ninguna otra. —¿Está el ataúd vacío? —Claro que si, véalo. ¡Qué mas quisiera que poder vender el verdadero cuerpo del Conde Drácula! Levantó la tapa, viendo la tapicería del interior, completamente carcomida por el tiempo. Aun así se apreciaba que había sido una tapicería lujosa y bien terminada. Los estragos que presentaba no habían sido causados artificialmente, sino por el paso de los años. —¿Qué es eso que hay en el fondo? —pregunto Harper, extrañado. —Tierra. —¿Tierra? ¿De dónde? —Del lugar donde nació Drácula. Usted sabe que los vampiros necesitan descansar sobre la tierra del lugar donde nacieron. Así estaba el ataúd cuando fue sacado del castillo de Transilvania, y así lo he conservado yo cuidadosamente. —Parece como si todo estuviese preparado para que Drácula volviera… —murmuro Harper recelosamente—. Pero en fin… No puedo dejar perder esta pieza única en el mundo. ¿Cuánto pide por ella? —Solo me desprendería de una maravilla así a cambio de cincuenta mil dólares al contado. —Resulta caro —suspiro Harper—. Al fin y al cabo no es más que un ataúd. —Pero es único en el mundo, no lo olvide. Tiene más valor que la espada de Napoleón. —Está bien, me lo quedo —decidió Harper—. Le pagare con un cheque contra el banco de San Francisco, de modo que podrá cobrarlo inmediatamente. Y también inmediatamente me llevaré él ataúd, puesto que cabe en mi carruaje. —¿Lo instalará en su rancho del desierto? —Desde luego. —Muy bien. Mis empleados le ayudarán a transportarlo. Dio una palmada y aparecieron dos empleados vestidos de negro y que parecían recién sacados de una funeraria. Mientras Harper extendía el cheque, el ataúd fue transportado cuidadosamente y situado en el carruaje de Harper, a la entrada del callejón. Ferguson tomó el cheque y lo guardó amorosamente. —Ahora que todo está terminado, míster Harper —dijo—, le confieso que me duele haberme desprendido de este ataúd. Con él esperaba que algún día, me fuera posible ver al Conde Drácula. —¿Qué le fuera posible ver a quién…? —Al Conde Drácula. —¡Pero si fue destruido…! —Se equivoca, amigo. He de darle una información, que será confirmada por el tiempo. El Conde Drácula vive. —No me gaste bromas… —Bueno, ya sé que no se puede llamar vida a lo suyo, puesto que es una supervivencia monstruosa para causar el terror. Pero usted me ha entendido. He querido decir que el Conde Drácula aún se halla en el mundo y viaja infatigablemente, siempre de noche, en busca de su ataúd. Harper había palidecido y tenía los labios apretados, para no confesar a gritos que le estaba dominando el miedo. —Entonces el que fue destruido en Transilvania… —No era el Conde Drácula, sino una de sus victimas, Como usted sabe, los que mueren a manos de un vampiro se convierten en vampiros a su vez. Hubo un error por parte de aquel médico, y cuando creyó haber terminado con el Conde Drácula resultó que no había hecho más que empezar su tarea. —¿Cómo… cómo lo sabe? —Yo también recibo los periódicos que llegan de Europa y leí en uno de ellos una desconsoladora confesión de ese médico. —Oiga… ¿sabe que me parece que no voy a quedarme con ese ataúd? —La operación ya es firme. Yo le he entregado lo mercancía y usted acaba de pagármela. —No se preocupe por eso. Usted se queda los cincuenta mil dólares y yo le devuelvo su ataúd. Se lo queda y podrá venderlo otra vez. ¡Sacará al menos por él otra suma semejante! Ferguson movió la cabeza con un gesto de severa dignidad. —De ningún modo podría consentir una cosa así. Me sentiría deshonrado toda mi vida. Soy el anticuario mejor considerado de todo San Francisco, y si yo aceptara su proposición, resultaría que le habría estafado cincuenta mil dólares. —¡Pero si yo se los doy! ¡Le juro que puede quedárselos! —Una venta es una venta, señor Harper, y las sagradas leyes del comercio no pueden ser quebrantadas. Harper hizo un gesto de abatimiento y se resignó al fin. —Está bien; puesto que el ataúd es mío me lo quedaré, pero nadie podrá impedir que lo destruya prendiéndole fuego. —Haría usted mal. —¿Por qué? ¿No es de mi propiedad? —En primer lugar, quemaría usted una joya valiosísima, única en el mundo. Y en segundo lugar atraería sobre usted y sus hijos la venganza de Drácula. Dice la historia que cuando se destruye algo suyo, éste lo siente en su sangre, y el instinto le guía hacia el lugar donde está el enemigo. Créame, más vale que guarde cuidadosamente el ataúd, como he hecho yo, y es muy posible que él Conde Drácula jamás lo encuentre. Hay una cosa cierta: estamos en: América, y el Conde Drácula no puede atravesar él mar. El razonamiento pareció a Harper de una indudable fuerza. ¡Ni siquiera un vampiro podía atravesar el mar y los desiertos así como así! De pronto se sintió tranquilizado por completo. Hasta, en cierto modo, sintió deseos de reír. —Está bien —dijo—; así lo haré. —Consérvelo como una antigüedad más, y no se preocupe de otra cosa. —Gracias. Adiós, míster Ferguson. Estoy encantado de haber hecho este negocio con usted. —Cuando tenga otra cosa que valga la pena ya le avisaré, míster Harper. —No, no… ¡Ejem! Más valdrá que no me avise. De todos modos muy agradecido. Adiós. El rico propietario volvió a tener otro momento de temor cuando vio el ataúd dentro de su carruaje, tan cerca de el que casi podía tocarlo. Pero se dijo que en cuanto lo instalara en el rancho ya no habría ningún peligro. Se rodearía de pistoleros capaces de matar a su propia sombra, Y ya se vería entonces si un vampiro podía con sus seis tiros calibre 45! CAPÍTULO III VIAJEROS EN EL DESIERTO El hombre, desde lo alto de la pequeña loma, contemplo la llanura que se extendía a sus pies y dijo sencillamente: —¡Qué asco! Escupió de costado, con desprecio, y se volvió hacia sus hombres, que se inclinaban cansados sobre sus caballos cubiertos de polvo. Eran cinco individuos en total, todos bien armados con revólveres y rifles y luciendo en sus costados cuchillos «Bowie» recién afilados. Tenían aspecto de llevar muchos días viajando y estaban tan cubiertos de polvo como sus monturas, pero en sus ojos latía como una especie de maligna fiebre. El jefe repitió: —¡Qué asco! ¡Maldita tierra! ¿Y esto es Nevada? —La riqueza de Nevada no está encima, sino debajo de la superficie, Colman —dijo sentenciosamente uno de sus hombres. Colman se volvió. —Pero nosotros no somos mineros, sino hombres de gatillo. Tengo ganas de volver a Kansas. ¡Aquella es buena tierra! —Muy bien, Colman, pero de un modo u otro hemos de continuar. No encontraremos ya ninguna casa ni ningún pozo de agua hasta haber atravesado completamente el desierto. Más vale que no perdamos mucho tiempo aquí. La arena quema. —Está bien; sigamos. Excitaron a sus cansadas monturas y reemprendieron él camino. Durante una hora el sol fue todavía soportable, pero luego se convirtió en una tortura que castigaba sus espaldas y no les dejaba respira A mediodía, cuando tropezaron con otra pequeña cadena de colinas, ya no podían más. Les abrumaba además, la certidumbre de que no encontrarían ningún edificio habitado en muchas millas a la redonda. Por eso, cuando treparon a la colina más alta Colman se llevó una mano a los ojos y gruñó: —¿Qué es esto? ¿Una alucinación? Los otros jinetes le siguieron, hasta situarse el mismo punto desde donde el observaba. —No lo entendemos. Parece increíble… —Yo creo que se trata de un espejismo. —No. Es un rancho… —¿Un rancho aquí? Nos habían dicho en Carson City que no encontraríamos ningún lugar habitado después de dos horas de viajar por el desierto. —Quizá esto se encontraba abandonado hasta hace poco, y alguien lo ha arreglado ahora. —Debe ser eso. Porque es un rancho en el que aprecian magníficas reformas. Desde lo alto de la colina donde se encontraban ahora se divisaba, efectivamente, un edificio levantado en mitad de la llanura desierta. Era un edificio de gran riqueza. Parecía un lugar a donde hubiese querido ir a vivir un loco pero desde luego un loco millonario. Lo primero que se le ocurrió a Colman fue que aquella situación resultaba muy satisfactoria para él y para sus hombres. —Aquí podremos apoderarnos de dinero y de mas provisiones —dijo—. No nos costará ningún esfuerzo. Los cuatro hombres que iban tras él se pasaron la lengua por los labios resecos. —¡Quién iba a pensar que el desierto nos depararía esta oportunidad! —dijo uno de ellos con voz ronca—. Y a lo mejor hasta encontramos ahí una chica bonita. —Si encontramos alguna no será para ti —dijo bruscamente Colman. Se habían distraído un momento, hablando por anticipado del botín. Dé pronto uno de los jinetes dijo: —No será para nadie, jefe. —¿Por qué? —Mire. Varios hombres salían en este momento del rancho. Aunque estaban a gran distancia se adivinaba por sus movimientos que no eran viejos ni mucho menos. Además llevaba cada uno un rifle colgando brazo derecho. —Esto está muy bien protegido — dijo Colman apretando los puños—. No lo esperaba. —Son ocho hombres, jefe. Y armados con rifles. En esta llanura pelada nos cazarían como a liebres en cuanto nos viesen avanzar. —¡No necesito que me expliques lo que nos sucedería! —Está bien, jefe; no he querido molestarle. —¿Por qué habrán salido todos de repente? —preguntó Colman después de un momento de silencio—. No es fácil que nos hayan visto, y además no se dirigen hacia aquí sino hacia el sur. —Parece como si hubieran salido a recibir a alguien. Pero ¿a quién, en esta maldita zona pelada? De pronto uno de los jinetes señaló un punto en el horizonte. —¡Mirad! ¡Allí! Todos clavaron los ojos en aquel punto, que era un gran carruaje tirado por cuatro caballos, según pudieron ver instantes después. El vehículo avanzaba hacia el rancho a gran velocidad, y los ocho tipos de los rifles se aprestaban sin duda a recibirlo. —¿No traerá oro? —gruñó Colman —. ¿No habrán querido esconder una fortuna precisamente aquí? —Ocho, tipos bien armados así parecen asegurarlo, jefe. Uno no contrata ocho gatillos para jugar con ellos al poker. —Vamos a descabalgar y a colocarnos al abrigo de aquellas rocas. No nos han visto aún porque estaban distraídos con el carruaje, pero pueden vernos de un momento a otro. Y hay que observarlos. Se cobijaron tras unas rocas, que quemaban como, plomo derretido, en el momento en que el vehículo se detenía ante el rancho. Los ocho guardianes lo rodearon, y uno de ellos abrió la portezuela de la derecha. Del carruaje descendieron un hombre grueso, que a Colman le pareció ya bastante mayor, y una mujer que aun a aquella distancia le pareció joven y bonita. —Un vehículo demasiado, grande para dos viajeros solos —masculló entre dientes—. Esos transportan algo. Pareció confirmar su suposición el hecho de que todos, menos la muchacha, rodearan el Carruaje para abrir la portezuela posterior de éste, que sin duda daba a un departamento donde estaban los equipajes. —¡Ahora veréis sacar cajas de oro! —gritó Colman excitado—. ¡Seguro que ahora veréis sacar cajas de oro! Y en efecto, del vehículo fue sacada una caja. Pero Colman y sus hombres, al verla se quedaron blancos y sin facultad para decir una sola palabra. Porque aquella caja era ni más ni menos que un ataúd. Entre los pistoleros hubo un largo minuto de silencio. Todos se miraran incrédulos, con las manos pegadas a las rocas que los ocultaban. Los dedos les quemaron de repente y solo entonces tuvieron la sensación de que volvían a la realidad. Había sido como una pesadilla. Colman gruño: —Muy ingeniosos. No puedo negar que son muy ingeniosos… —¿Por qué, jefe? —Eso de guardar oro y joyas en un ataúd era al que no había visto todavía. —¿Por qué habían de guardar riquezas ahí? —¿Qué otra cosa van a llevar en el ataúd? ¿Un muerto? ¡Es ridículo sólo pensarlo! Dando el rodeo que han tenido que dar para llegar por esa parte han tardado por lo menos dos días desde Carson City. Y con este calor un muerto se deshace en dos días de modo que es imposible permanecer junto a él. No llevarían a una mujer joven para un viaje tan largo en estas circunstancias. Uno de los pistoleros opinó: —Sentiría quitarte las ilusiones, Colman, pero esa no me parece una razón suficiente. Puede tratarse del cadáver de un familiar al que tengan interés enterrar en esta parte del desierto. —¡No! —rió Colman, enseñando dos hileras de dientes fuertes y crueles —. ¿Es que sois idiotas todos? Supongamos que esa gente estuviera dispuesta a resistir el hedor. Pero el hedor se notaría a pesar de todo, ¿no? —¡Naturalmente! —Y los buitres se sentirían atraídos por él, ¿verdad? Los cuatro hombres escrutaron entonces el cielo silenciosamente, mientras en sus ojos brillaba una chispita de comprensión. No se veía un solo buitre. Ni un puntito en el cielo limpio como un espejo. Y era seguro que los buitres hambrientos de las Rocosas habrían seguido implacables el carruaje si éste hubiese despedido el más mínimo hedor de muerte. Los pistoleros miraron a su jefe con expresión decidida y acariciando las culatas de sus rifles. —Tienes razón Colman —susurró uno de ellos—. En ese ataúd hay algo. ¿Por qué no atacamos enseguida? Ellos son más, pero nosotros contamos con el factor sorpresa. Si galopamos a toda velocidad y entramos pronto en zona de tiro, habremos matado a tres o cuatro antes de que se parapeten. Colman movió la cabeza negativamente. —No, no lo haremos. Tenemos trabajo al otro lado del desierto, y seria una estupidez exponernos a que nos dejasen sin la piel ahora. Podemos permitirnos el lujo de tener paciencia, puesto que si han traído ese ataúd hasta aquí no será para llevárselo mañana ni pasado mañana. Cuando regresemos de Rancho Diamond habrá llegado el momento de ver cuanto oro nos corresponde a cada uno. Volvió a sonreír, mostrando sus dientes demasiado agudos, parecidos a lo de un animal carnicero… —Entonces elegiremos el momento de atacar y no dejaremos nada a la improvisación. Porque dentro de una semana, cuando estamos de regreso, no habrá lucha. Y no creo que sea tan difícil aproximarse a ese edificio en una noche oscura y sorprender a los guardianes. Lo hemos hecho otras veces. ¿Os acordáis de la cárcel de Denver? Todos lanzaron una carcajada. —Aquella fue una jugada maestra. Colman. ¡Y pensar que había once hombres vigilando las celdas! —Pues si aquello salió bien, mucho más fácil nos será atacar ese rancho aislado. Se puso en pie ordenó: —Montemos. Habrá que ir bordeando las colinas, para que no nos vean. Pero eso no hará que nos retrasemos demasiado. Al montar en los caballos, uno de ellos relincho. Colman lanzó una salvaje maldición. —¡Si nos descubren ahora va a estropearse todo! ¡Soy capaz de reventar a ese animal cuando estemos más al fondo del desierto! Desde su lugar en la llanura, Harper creyó oír aquel relincho. Se volvió lentamente. —¿No habéis oído? El aire quieto del desierto transportaba desde muy lejos los más suaves rumores, pero nadie parecía haber oído aquel relincho excepto él. —¿Qué sucede? —musitó Gladys, su hija. —Juraría haber oído el relincho de un caballo. —Yo no he oído nada, papá. Harper se secó el sudor de la frente. —Bueno, han debido ser figuraciones mías… —¡Dios mío, es ese horrible ataúd! —gimió Gladys—. Desde que lo tienes en tu poder no has hecho más que sufrir alucinaciones, temores. Es como si hubieras introducido el horror en nuestra casa, papa ¡Es como si nos hubieras convertido en cadáveres que están llamando a los buitres! —No es necesario que te pongas así, Gladys —dijo Harper con voz nerviosa —. Ahora encerraremos ese ataúd en la habitación más oculta del rancho y ni volverás a verlo. ¿Verdad, muchachos? Los tipos que habían salido a su encuentro —viejos pistoleros de toda confianza, ya experimentados en la protección de las minas de Harper— movieron la cabeza afirmativamente. Burton, el jefe de todos ellos, preguntó: —¿Qué es lo que le había parecido oír, míster Harper? ¿El relincho de un caballo? —Eso es. ¿Lo has oído tú? —No me atrevería a jurarlo, pero me parece que no. El desierto está lleno de rumores, aunque parezca mentira. Pero eso le ha puesto nervioso, míster Harper. No hay razón… Harper, desviando la mirada, supo que se sentiría mas descansado si decía lo que estaba sintiendo. —Es que por un momento he creído que el Conde Drácula se acercaba hacia aquí —confesó. Los ocho pistoleros, como un solo hombre, lanzaron una carcajada. —¿Y ha pensado que se acercaba a caballo? —Comprendo que es una tontería, pero así es. —Nosotros conocemos muy pocas cosas acerca de esa historia —dijo al fin Burton, conteniendo a duras penas su hilaridad—, e incluso algunos de los chicos no saben leer. Pero todos estamos convencidos de que el Conde Drácula nunca viajó a caballo. ¡Y menos con este sol que lo achicharra todo, diantre! ¡Los vampiros sólo pueden moverse de noche, porque la luz del sol los destruye! —Es verdad —reconoció Harper—. Parece mentira que yo que entiendo de esas cosas, me haya dejado impresionar. En fin, meted el ataúd en la habitación del fondo y cerrarla bien. Por el momento no quiero verlo, hasta que traiga otros objetos de mis colecciones. —Nos hizo mucha gracia su carta pidiendo que viniéramos aquí —dijo Burton—. No porque tuviéramos ganas de cambiar de ambiente, sino por lo decía acerca de qué iba a traer el verdadero ataúd del Conde Drácula. —Y no dije ninguna mentira. Este es. —¿Este? ¡Pues vaya antigualla! En Nevada cuando uno la diña, sabe que tendrá al menos un ataúd nuevo. —El Conde Drácula no está hecho de vuestra misma pasta. —¡Peor para él! Y todos volvieron a lanzar al unísono una nueva carcajada. —No me gustan esas risas —dijo temerosamente Harper—. Tengo la sensación de que el Conde Drácula las oye. —¡Pues entonces que venga a reírse con nosotros también! —Por favor, no habléis de esa manera. —Como usted quiera, patrón —dijo Burton—, a nosotros nos paga por obedecerle y en paz. Pero ¿qué cuerno tenemos que hacer una vez ese ataúd este en la habitación del fondo? —Vigilar. —¿Vigilar qué? —Que nadie sé acerque a él. Podréis descansar, tranquilamente durante el día, pero en cambio exijo que se monte turno de guardia riguroso, durante la noche, hasta que salga el sol. Todos vosotros iréis armados de rifles y además llevaréis cada uno una barra de hierro con la punta afilada como una lanza. —¿Y para, qué? Drácula es vulnerable solamente a la punta de una barra de hierro clavada en su corazón. —¿Y las balas? ¿Es que para él son confites? —rió Burton. —Nada se ha comprobado sobre eso. Parece ser que contra el Conde Drácula nadie disparó jamás. Pero por si las balas no le hacen efecto, ya os he dicho que tengáis preparados los rifles. Uno de los pistoleros, llamado Joe, se adelantó. —¿Debemos entender que usted tiene miedo de que venga por aquí el mismísimo Conde Drácula, patrón? — fue su pregunta. —No es miedo exactamente, pero pienso que su llegada está dentro de lo posible —contestó evasivamente Harper. —Muy bien. ¿Y qué tal «saca» ese Conde Drácula? ¿Cuántas muescas lleva en su revólver? Otra vez los pistoleros rieron hasta destornillarse, saltándoseles las lágrimas después de cada carcajada. Tuvieron que llevarse las manos a la cintura y hasta hicieron esfuerzos para no caer al suelo en el ataque de hilaridad. Sólo se fueron serenando, poco a poco al ver que Harper estaba espantosamente serio. —¡He dicho antes que no os riáis! —pidió nerviosamente. —Esta bien, patrón, no volverá a oír una carcajada. ¡Pero es que la cosa tenía gracia, cuerno! Burton mismo se cargó bien un extremo del ataúd, poniéndolo sobre sus hombros. —Bueno, muchachos, adentro con él. Y si en el interior va el Conde Drácula invitadle a whisky y luego le ponéis un revólver en los riñones. ¡Veréis como lo devuelve todo! Joe y los demás pistoleros hicieron inauditos esfuerzos para no reír, mientras llevaban su fúnebre carga al interior del rancho. Cinco minutos después salían frotándose las manos. —Ya está bien instalado, patrón. Lo hemos puesto en la habitación más recóndita del rancho, y además hemos cerrado la puerta. ¿Qué hay que hacer ahora? ¿Organizar los turnos de vigilancia para noche? —Sí, y los centinelas tendrán que estar tan atentos como si hubiera un enemigo acampado a media milla de distancia. —Descuide, todos nosotros hemos vigilado sus minas contra la peor gentuza de Nevada, y jamás hemos tenido un descuido. Y ahora, cambiando de conversación: ¿qué van a hacer ustedes? ¿Quedarse aquí? A propósito, hice traer una criada mejicana, para se lo tuviera todo a punto. —Yo no pienso estar aquí un instante mas —decidió Gladys—. Y no comprendo, papá, porqué hemos tenido que venir personalmente a traer eso. —Porque es la pieza más valiosa de mi colección Gladys, y ya sabes que de todo cuido yo mismo. Pero no temas, no estaremos mucho tiempo aquí. Sólo el necesario para que te restablezcas un poco. —El médico me recomendó aire seco, pero no necesariamente aire del desierto —dijo nerviosamente Gladys —. No estoy cansada del viaje y puedo volver enseguida. —Ten paciencia, una semana y te encontrarás mucho mejor —susurró cariñosamente Harper—. Una sola semana, hija mía. Esa pequeña afección en la garganta se te quitará con el aire del desierto. Hace milagros, de tan puro y seco como es. Luego podremos volver a Carson City, y hasta si quietes pasaremos una temporada en San Francisco. —Y el agua también es buena, señorita, aunque parezca mentira — intervino Burton—. Tenemos un pozo que da a un manantial subterráneo de primera calidad, y hasta podrá bañarse si quiere. Joe hacía tres años que no lo probaba, y el otro día le encontró tan a gusto al agua que por poco se ahoga. —Te sentirás bien, Gladys —insistió Harper—. Puedes creer que si compré este rancho en el desierto fue para guardar mis colecciones, pero fue también por ti. Nunca te ha sentado bien el clima de Carson City, tan polvoriento y tan impuro. Aquí, en una sola semana, vas a sentirte como no te has sentido nunca. Gladys le miró recelosamente. —¿Por qué no eres sincero, papá? ¿Por qué no confiesas de una vez que lo que pretendes es separarme de Tom? —Tom, ese idiota… —Quieres que no esté en Carson City cuando él vuelva, y así creerá que lo he olvidado. Sabes que va a regresar un día de estos y por eso me has traído al desierto. ¿Tan difícil te es admitir que nos queremos? ¿O es que pienses conservarme siempre a tu lado como si fuera una pieza más de tus colecciones? Harper guardó un momento de silenció; como si reflexionara ante las palabras de su hija. Los pistoleros, dándose cuenta de que aquel era un asunto privado, se retiraron discretamente. Por fin el millonario susurró: —Date cuenta, Gladys, de que eres mi única hija y de que soy viudo hace muchos años. Puede decirse que no tengo más familia que tú en el mundo. ¿Parece extraño que desee para ti lo mejor? —¿Y Tom no es lo mejor? —No lo es. —¡Porque a ti te ha entrado por él ojo izquierdo! —¡Porque es idiota, sencillamente! ¡Jamás visto un tipo igual! ¡Cree todo lo que le dicen! —¿Es que en este mundo no se puede tener buena fe? Tom es la persona más honrada qué he conocido. Por eso, en el ambiente de granujas en que nos movemos, parece a veces que no es listo. Pero sabe lo que se hace y me quiere. Eso, para mí, es lo principal. —¡Sí, muy listo! —gruñó Harper—. ¡Si a Tom le dijesen que las Montañas Rocosas se han convertido en oro puro, sería capaz de tragárselo! —¡Papá, te prohíbo que hables así de él! Padre e hija se miraron un instante al fondo los ojos, casi con ira. Luego Harper, para quien Gladys lo era todo, cedió poco a poco. Le dio un cariñoso cachetito en la mejilla y susurró: —Por una semana aquí no va a perderse nada pequeña; al contrario, tú vas a sentirte mucho mejor. Te ruego que me complazcas. —Está bien, papá, pero una semana solamente. Si-ete días na-da más. En aquel momento ninguno de los dos se acordaba ya del ataúd del Conde Drácula. Fue Burton el que, sin darse cuenta, les volvió a la realidad diciendo: —Siete días y siete noches, señorita. —¡Siete noches sabiendo que está ahí ese horrible ataúd, bajo nuestro mismo techo! —No te excites, Gladys. No lo veras. —¡Pero sé que existe! La muchacha parecía a punto de sufrir una crisis de nervios. Fue una suerte que en ese momento apareciese la criada mejicana. —Si los señores lo desean, tienen habitaciones preparadas. Y les serviré inmediatamente una suculenta comida con cerveza puesta a enfriar en el fondo del pozo. —Esta es Rita —dijo Burton, presentándola—. Si ella dice que la comida es suculenta, pueden jurar que es verdad. —Pues entonces entremos. —Yo tomaré antes un baño —dijo Gladys, resignadamente. Antes de entrar en la casa, Harper, que se había quedado el último, dirigió una mirada circular por el desierto. Era pavoroso, sobrecogedor, el silenció que allí lo rodeaba todo. Diríase que uno había llegado hasta la última frontera del mundo, que ningún enemigo podía seguirle hasta aquel lugar. Y sin embargo, Harper, cuanto mayor era el silencio más inseguro se sentía. Poco, podía imaginar que a tres millas escasas de allí, cinco jinetes bordeaban las colinas. Los cinco habían perdido de vista el rancho, lo tenían retratado en los ojos. —Dentro de unos seis días volveremos a estar aquí —dijo Colman como si hablara consigo mismo—. Seis días tan sólo para ser fabulosamente ricos. No está mal. Y levantando las manos se contempló ambas muñecas, donde los hierros de unos grilletes habían dejado su siniestra huella. —Antes tenemos trabajo —musitó —. Un trabajo muy fácil y que será muy agradable de hacer. Llegar a «Rancho Diamond», a un par de días de macha de aquí. Y una vez hayamos llegado… ¡nuestro trabajo consistirá en matar! CAPÍTULO IV EL HOMBRE DE LAS MANOS MUERTAS «Rancho Diamond» estaba al otro lado del desierto, justo en el lugar donde éste terminaba y empezaban unas tierras donde la hierba crecía tímidamente y donde era posible mantener sin esfuerzo unas cuantas vacas. La gente de aquella zona ya no era minera, sino que buscaba su fortuna en la agricultura y la ganadería. Era, por tanto, gente más estable y aparentemente más pacífica. Sólo aparentemente. Aquella zona era lugar de paso para todos los forajidos que se dirigían a Carson City, y el sheriff del condado solía vigilar día y noche en espera de cazar alguna cabeza reclamada por la Ley. Casi siempre sin resultado, esa es la verdad. A veces, cuando la recompensa era crecida, los habitantes del lugar le ayudaban. En cierto modo los forajidos podían ser un buen negocio. «Rancho Diamond» era uno de los tres o cuatro —no más— que había en la zona donde el desierto terminaba, casi en el limite de las arenas. De bonito sólo tenía el nombre. Como dependía de las lluvias, había años catastróficos, y cuando el ganado moría de hambre no quedaba dinero ni par comprar clavos con que asegurar los tablones de la casa durante las noches de viento. Sobre «Rancho Diamond» se habían cernido ya tres años de sequía, y en este momento la fortuna de su dueño no debía ascender ni siquiera a veinticinco dólares. Caso de saber que cinto hombres venían en su busca, no hubiera podido comprar balas para recibirlos. Pero Colman y sus pistoleros no pensaban ir directamente a «Rancho Diamond». Antes tenían que pasar por el pequeño poblado de Little. En donde podrían aprovisionarse y descansar unas horas. Porque si es cierto que los desiertos no tienen caminos también es verdad que casi todos los que caminan por ellos acaban parándose en los mismos sitios. Y Little Sun era parada obligatoria después de los días infernales pasados sobre la arena. La población tenía una sola calle, y aun ésta de sólo unas cien yardas de longitud nada más. Era una dé esas ciudades que cada nuevo año de sequía sé van despoblando, hasta ir quedando poco a poco casi desiertas. No había saloon sino únicamente una cantina donde los licores eran infectos. Las mujeres escaseaban mucho más que el agua. Cada vez que el sheriff del condado se veía obligado a pasar dos noches allí maldecía su estrella. Y sin embargo, Colman y sus hombres iban a pasar por Little Sun porque necesitaban descansar un poco y aprovisionarse antes del tiroteo que se avecinaba en «Rancho Diamond». Pero la noche en que iban a llegar, y poco antes de que la luna recortara sus figuras en el horizonte, ocurrió en Little Sun una cosa a la que sus habitantes no estaban acostumbrados. Lo que ocurrió fue que uno de los hombres más reclamados de todo el Territorio, Larry Percival, se paseó tranquilamente a lo largo de la calle principal de la población, con las manos quietas sobre las riendas y sin mirar sus revólveres una sola vez. Fue Kimpton, el sepulturero, quien primero lo vio. Estaba en el porche, limpiando su pala, cuando Larry pasó frente a él. Inmediatamente Kimpton parpadeo un par de veces, dejó su herramienta y penetró disimuladamente en el almacén de Korney. —Oye, ¿has visto a ese jinete que acaba de pasar? —Lo acabó de ver, Korney —estaba blanco como un papel—. Y espero que no se le ocurra entrar a llevarse nada de mi tienda. —¿Entonces no estoy equivocado? ¿Tú también lo has reconocido? —Claro que sí. Es Larry Percival. Inmediatamente entró Bud, un ganadero. —¿He visto lo mismo que vosotros, muchachos? O al revés: ¿habéis visto lo mismo que yo? —Creo que si. Y más vale que no enseñes los revólveres, Bud. Larry puede disparar contra ti si te ve armado. Bud hizo un gesto y se desprendió de su cinto con más rapidez que si fuese un anillo, de fuego. —¡Diantre lo he reconocido porque el sheriff nos mostró un retrato suyo hace una semana. Nos dijo que se pagaban cinco mil machacantes por el! ¡Y que ese tipo se pasee así, tan lentamente, por una calle donde sabe que todos somos sus enemigos! —Su caballo va a paso de tortuga, ¿eh? —Yo diría que se va exhibiendo. —¿Exhibiendo para qué? —Pues para atraer la atención, imbécil. Luego cualquier compinche suyo atracará la casa de Still el prestamista. Y se llevará todo lo que haya en ella, mientras nosotros estamos aquí, embobados mirando a su jefe. —Si queréis que os diga la verdad —gruñó el almacén— a mí no me importa nada que se lleve lo que hay en casa del prestamista. Y si además se quieren llevar a él arrastrando de una cuerda, mejor. —Pero lo que me extraña es la actitud del tipo, a pesar de lo que decís. Sabe que si alguien dispara con un rifle desde la oscuridad, puede cobrar cinco mil, dólares por su cabeza. ¿Por qué esta paseando de ese modo? ¿Por qué sé exhibe tanto? —Fíate de las exhibiciones y fíate de los rifles ¿Esperando desde la oscuridad, imbécil? Ese tipo, Larry Percival, tiene las manos más rápidas que se han conocido en Nevada. Si alguien se dispone a hacer algo contra él, seguro que antes de un segundo le habrán clavado una bala entre las cejas. —Dicen que en Elko mató a tres hombres en un solo desafío. —Y que en Denver escapó de un edificio ardiendo y que estaba rodeado por más de veinte individuos. —A ese tipo no hay quien le cace, desengañaos. Por eso se pasea con tanta seguridad. Los tres hombres estaban ahora en la puerta, viendo alejarse el caballo de Larry Percival que seguía iluminando con paso cansino e indolente, como si a su dueño no le importara llegar a ninguna parte. —Mirad: está llegando al extremo de la callé. —Va a esfumarse… El sepulturero corrió hasta el fondo de la tienda, donde sabía que su dueño guardaba el rifle, y regreso inmediatamente con él, montándolo con un movimiento instantáneo. —A ese tipo lo cazo yo. Lleva cinco mil dólares colgados del cuello y no voy a dejar que se me escapen. Apuntó a la espalda del jinete, pero estaba tan nervioso que el cañón del rifle se movía como una hoja acariciada por el viento. —No le acertarás nunca. Y si fallas y se vuelve nos matará a los tres. —¡Dejadme! ¡Ese tipo es mío! ¡Yo quiero ser el hombre que ha matado a Larry Percival! Logró serenarse. Su pulso se inmovilizó y el rifle quedó quieto. Pero en ese momento, cuando iba a disparar, Larry se volvió lentamente sobre la silla de su caballo. Debía haber oído las palabras, y sus ojos grises miraron fijamente hacia el punto exacto donde estaban los tres hombres. No hizo ningún gesto. Ni un solo dedo se movió para tocar un revólver. Parecía como si tuviera las manos muertas. Pero había en aquellos ojos algo diabólico, algo tan obsesionante que los tres hombres quedaron quietos, igual que hipnotizados, sin fuerzas ni para mover los párpados. A pesar que Larry estaba a unas quince yardas captaron con toda su fuerza la intensidad diabólica de aquella mirada. El sepulturero dejó caer poco a poco el rifle. —Ese tipo matará a todo él que quiera… —jadeó—. Ese condenado hipnotiza a sus víctimas… Larry se volvió otra vez sobre la silla, recobro la posición normal, y, sin excitar a su caballo ni rozar las armas un solo instante, se perdió entre las sombras que llenaban él extremo final de la calle. Una vez allí, ya sumido en una espesa penumbra siguió avanzando durante medio minuto. Luego una voz dijo: —Ya ha terminado el paseo, héroe. Larry Percival detuvo su montura con un suave movimiento de riendas, y miró con indiferencia hacia el lugar de donde había brotado la voz. Una silueta saltó entonces silenciosamente desde el tejado de la última casa de la calle y flexionó las piernas al tomar contacto con tierra, desviando un poco el rifle con el que le había estado apuntando hasta entonces. Ese fue el momento que se dispuso a aprovechar Larry, llevando rápidamente la mano derecha a la funda del mismo costado. Pero no llegó a tocar la culata. En ese mismo instante otra voz le previno: —Le estoy apuntando también, Percival Y mi rifle es un automático de los que no acostumbran a fallar. Larry se encogió de hombros imperceptiblemente dejando caer la mano derecha sobre un costado Acababa de perder esa fracción de segando que separa la vida de la muerte. Ahora el hombre del tejado ya había recobrado por completo el equilibrio y se acercaba a él paso a paso, con prudencia de tigre, manteniendo recta la caña de su rifle. Larry sonrió secamente, pero en la penumbra su sonrisa apenas fue visible. Su enemigo dijo: —¿Esperabas este momento, eh? Espesabas a que saltara desde el tejado al suelo porque sabías que perdería el equilibrio unos instantes… —¿Para qué voy a negarlo? Esa era mi oportunidad y pensaba, aprovecharla. —Pero ¿tan tonto me considerabas, Larry? Al fin de la calle yo contaba con ayuda. Alguien nos esperaba con un rifle cargado. Y tú te has detenido unos instantáneamente al oír su voz, ¿eh?… —Sí, pero no ha sido por lo que tú imaginas. Me he quedado quieto porque era una voz de mujer. En aquel instante, como si las palabras hubieran sido una llamarada, la figura femenina apareció entre las sombras. Larry volvió la cabeza hacia ella. —Vale la pena haberse quedado quieto —musitó. La mujer no iba vestida de amazona, sin con ropas típicamente femeninas. Un vestido de falda amplia, pero de busto apretado, hacía destacar poderosamente los relieves superiores de su cuerpo. Y las caderas también se insinuaban bajo la tela, potentes y amplias. La mujer tenía los cabellos de un color rubio oscuro, los ojos azules y los labios gruesos rojos. Larry calculo que acabaría de cumplir los veinte años. —Nunca había visto un hada con un rifle —dijo Larry—. Hasta ahora me habían explicado siempre que llevaban una varita. —¡Menos conversación y baja del caballo! —gruñó el hombre—. La comedia ha terminado. Larry, con las manos ligeramente alzadas para que viesen que nada iba a intentar, descendió. Inmediatamente el hombre y la mujer se aproximaron más, sin dejar de encañonarle. —¿Vais a entregarme ahora al sheriff? pregunto Larry. —De ningún modo. Haremos que el sheriff venga a buscarte a nuestro rancho. —¡Ah! Pero ¿tenéis un rancho y todo? —Menos palabras, Larry. A partir de ahora el cinismo no va a servirte de nada. —¿Cómo se llama el sitio a donde me vais a llevar? Al menos puedo saber eso, ¿no? —Todo condenado tiene derecho a que le digan dónde va a estar su tumba —gruñó el hombre—. El sitio al que vamos a conducirte ahora se llama «Rancho Diamond». —Bonito nombre. —No te gustará tanto cuando veas allí al sheriff. Hablaban en voz baja, de tal modo que ninguna sus palabras debía ser percibida más allá de la zona cubierta por las sombras. Y Larry no le interesaba ser oído, pero por lo visto al hombre y la mujer que le habían apresado les interesaba menos aún que a el. —¿Y cómo vais a conducirme hasta allí? No veo que llevéis caballos. —Nosotros dos montaremos en el tuyo, y tú irás atado detrás. Larry se encogió de hombros, sin una palabra de protesta. Al fin y al cabo le habían cazado. ¿De qué serviría protestar? El hombre dejó el rifle en el suelo indicando a la mujer que no descuidara la vigilancia, y con la misma cuerda que colgaba de la silla dé Larry ató sólidamente a éste, dejando, un margen de cinco yardas para que pudiera ir detrás del caballo. Hecho esto, y como una última precaución casi innecesaria, le despojó de sus dos revólveres y de su cuchillo Bowie. Luego él montó de un ágil salto y ayudó a la muchacha a montar en la grupa emprendiendo silenciosamente el camino hacia el norte. Previamente había recogido su rifle, y un instante después todo quedó en silencio. Nadie hubiera podido adivinar que allí acababa de ser capturado uno de los hombres más buscados de Nevada entera. Larry permaneció en absoluto silencio hasta qué dejaron atrás la población, perdiéndose en la llanura. Luego surgió la luna y lo alumbro todo con su fulgor plateado. Larry vio mejor los relieves rotundos de la mujer, su belleza casi insultante que una vez vista dejaba una sensación extraña, igual que si llenase el universo entero. —¿Cómo te llamas tú, campeón? — preguntó hombre. —¿Y a ti qué té importa? —Si todos tenemos derecho a saber dónde esta nuestra tumba, supongo que tenemos también derecho a saber quién será nuestro verdugo. —No te tomas mal la cosa, por lo que veo. —Yo nunca me las tomo mal. —Me llamo Halloran, Peter Halloran. —Encantado de saber tu nombre, Peter. —¿Es que quieres hacerte el simpático? Nada vas a conseguir, Larry. Te llevaremos a «Rancho Diamond» y estarás en poder del sheriff antes de veinticuatro horas. Supongo que para ahorrarse los peligros de trasladarte, te matará allí mismo. —Simpático el sheriff, ¿eh? —Nunca ha perdonado a un tipo como tú. —De todos modos vamos a hacer un viajé muy agradable, Peter. Lo único que ocurre es que lo siento por ti. Peter Halloran se volvió un poco, mirando hacia atrás por un costado de la mujer, que seguía quieta. —¿Y por qué diablos lo has de sentir por mí, si es que puede saberse? —Porque será el último viaje que hagas. En cuanto lleguemos a tu rancho te mataré. Aquellas palabras, dichas por un hombre atado y acorralado, hubieran podido tomarse a broma. Pero nada era broma saliendo de los labios de Larry Percival. Su voz tenía un algo de profético y estremecedor que por unos segundos paralizó hasta la respiración de Peter Halloran. Pero en seguida éste reaccionó, lanzando una brusca carcajada. —¿Y cómo vas a matarme, Larry? ¿Es que puedas disparar sin revólveres y con las manos atadas? —Ya tendré una oportunidad. Yo siempre estoy atento, Halloran. Y a lo largo de veinticuatro horas tendré una oportunidad de diez segundos que tú no habrás sabido adivinar. —¿Es que me consideras un novato? —No. De sobra se nota que no lo eres. Y tienes sangre fría, por lo que se ve. Cuando desde lo alto de un tejado me has amenazado a la entrada de la población y me has dicho que siguiera sin intentar nada, porque tú me apuntarías hasta el final de la calle, a través de la línea de tejados que son todos iguales, me he dado cuenta de que no eras un novato. Pero ¿por qué tanta precaución? ¿Por qué has hecho eso? —Porque no quiero que nadie en Little Sun sepa que te he cazado yo. Y por la misma razón no te entrego al sheriff inmediatamente. El vendrá a buscarte a «Rancho Diamond», me pagará la recompensa y todo quedará entre nosotros. —Eso me parece muy bien, pero lo que no adivino es el motivo de tantas precauciones. —¿No lo adivinas? Pues es fácil. Soy un hombre solo y cuando te hayan ahorcado no quiero que los de tu banda sepan a quién han de matar para vengarte. Larry sonrió en la oscuridad. —Yo no tengo banda, siempre he trabajado solo. —No me lo harás creer. Se ha dicho que mandabas un grupo de varios hombres. Y basta ya de charla. Hay todavía seis millas desde aquí hasta Rancho Diamond. —No me gusta insistir —dijo Larry —, pero tampoco me gusta que se diga que tengo una banda, si lo que temes es eso, puedes ahorrarte trabajo y entregarme ahora al sheriff. Nadie se vengará. —Pretendes engañarme —dijo Halloran, con voz que denotaba un principio de nerviosismo. —No, no es eso. Parecerá raro, pero he engañado a menos gente de lo que se cree. Lo digo para no tener que matarte. Sentiría mucho dejarla viuda a ella. Señalaba con el mentón a la muchacha, que entonces se volvió por primera vez y le envolvió durante unos segundos en la mirada llameante de sus ojos. Peter Halloran se volvió también. —No temas, no la dejaré viuda. No es mi mujer, sino mi hermana Lorna. —Lorna Halloran… Bonito nombre. Encantado de conocerla. —Cállese —musitó ella con desprecio, dejando de mirarle. —Si me sigues irritando daremos un galope con el caballo —amenazó Peter — y veremos entonces que tal le sientan las piedras del camino. Más vale no pongas dificultades. —No las he puesto ni las pondré hasta que llegue el momento de matarte, Peter. —¿Otra vez? ¿Es que crees que no tomo mis precauciones? Te he reconocido en la llanura y he llegado a la población antes que tú, teniéndolo todo preparado para la sorpresa. Te has paseado por todo Little Sun sin que yo dejara de tenerte apuntado ni un solo segundo. Lorna estaba a punto también. ¿Y aún me consideras un novato de los que dan oportunidades a su enemigo? —No. Ya se ve que esto no lo haces por primera vez. —En efecto, ya capturé a otro tipo como tú, y me pagaron cuatro mil dólares. —Bonita suma. ¿Quién era? —Se llamaba Colman. —¿Se llamaba? ¿Es que ha muerto? Peter Halloran suspiró: —¿Colman? Seguro que sí. A estas horas ya deben haberlo ahorcado en la prisión de Carson City. Justamente en aquel momento, cinco jinetes, cubiertos de polvo, entraban en Little Sun. CAPÍTULO V «RANCHO DIAMOND» Una hora después, el grupo que formaban el hombre, la mujer y su prisionero llegaban a la vista de un edificio. No habían hablado desde que Peter Halloran pronunció las palabras relativas a Colman. Ahora se volvió en la silla, miró al prisionero y gruño. —Helo aquí. Esto es «Rancho Diamond». Larry lo contempló. Podía verlo casi como si fuera de día, porque desde el cielo despejado la luna lo iluminaba con perfecta claridad. «Rancho Diamond», consistía en un solo edificio destartalado y viejo, que estaba pidiendo a gritos una reparación. Más allá había una pequeña cuadra y unas cercas. El terreno; que debía ser aceptable en años de lluvia, estaba ahora convertido en una cosa pedregosa y siniestra. No se veían rastros de ganado por ninguna parte, aunque bien podía estar más lejos, en una zona donde hubiese hierba. Larry murmuró: —No es muy bonito. —Menos va a parecértelo dentro de unas horas cuando el sheriff venga a por ti. Detuvo el caballo ante el porche de entrada, único lugar de la casa donde brillaba un farol. Descabalgaron, y al hacerlo brilló a la luz de la luna, durante unos segundos, la seda negra de las medias de la muchacha. Larry le dirigió una mirada fugaz, con los labios apretados en una mueca. Sí, era como un hada, pero se había olvidado la varita. Fue Peter Halloran el que abrió la puerta y encendió un farol de petróleo en el interior. Por dentro, el rancho era tan triste como por fuera, aun estaba limpio. La falta de dinero se advertía hasta el menor detalle. Fue desatado el extremo que ligaba a Larry a silla de su propio caballo, aunque continuó con las manos atadas a la espalda. Halloran le empujó brutalmente con el cañón de su rifle hacia el interior la casa. —Tu tumba —anunció. Larry se detuvo junto a una silla. —¿Puedo sentarme? —Claro que puedes, pero lejos de la mesa. El truquito de mover los pies y echármela de repente encima, ya lo sé de memoria. Larry se sentó. —Eres un hombre listo. —He nacido en el Oeste, y eso basta para que no me pille desprevenido, un tipo como tú. —¿Por qué me has capturado? No recuerdo haberte hecho nada, y en esta zona tampoco he cometido ningún delito. Halloran se sentó a la mesa, hizo una seña a su hermana y ésta le sirvió un vaso y una botella de cerveza que acababa de sacar de un armario. El hombre se sirvió una generosa ración. —No hace falta preguntar por qué —dijo luego, mirando a Larry—. Eres como una bolsa de oro. —¿Pretendes cobrar los cinco mil dólares? —Los cobraré. —Si yo estuviese en tu lugar me habría buscado medio menos arriesgado de ganar dinero. —Ya lo busqué: el rancho. —Y ha habido sequía ¿no? —Tú qué entiendes de sequías… —Algo. Mis padres eran agricultores. —Bonitas, cosas deben pensar de ti tus padres. —Ya no pueden pensar nada, al menos en la forma que lo hacemos nosotros. Los ahorcaron a los dos. —No está mal. Lo malo es que a tu madre debieron ahorcarla antes de que tú nacieras. En el silencio que siguió a estas palabras se oyó el rechinar de los dientes de Larry. Sus ojos brillaron otra vez de aquella forma extraña, obsesionante, que había ya inmovilizado un rifle en la ciudad de Little Sun. —Te mataré, Halloran —dijo solamente. —Pues puedes empezar a darte prisa. Voy a avisar al sheriff que dentro de una hora tiene anunciada su visita a Little Sun. Si quiere venir en seguida estaremos aquí esta misma noche. —¿Y mientras…? —Lorna te vigilará. —¿Ella…? —Si crees que vas a poder intentar algo, más va que empieces a pensar en otra cosa. Con un rifle una mujer puede matar lo mismo que un hombre. Y Lorna sabe manejarlo, te lo aseguro. El año pasado ella mató a dos pistoleros que la asediaban. Larry se encogió de hombros. —Muy bien. Pero ¿y si aun así logro cazarla por sorpresa? Loma es muy bonita. ¿Te atreves a dejarme solo con ella? Fueron ahora los dientes de Halloran los que rechinaron. Pero como él estaba libre y podía actuar no se contentó sólo con eso. Saltó sobre el prisionero y empezó a abofetearle con todas sus fuerzas, haciendo bailar la silla por el suelo. Al fin la derribó, después de un terrorífico «jab» de izquierda, y silla, y prisionero rodaron por el suelo. Una vez conseguido esto Halloran siguió, machacando a Larry a puntapiés, castigándole brutalmente el rostro hasta que éste no fue más que una máscara roja formada por las líneas de sangre. Jadeando, Peter terminó el castigo. No le convenía matar el a Larry, cosa, que hubiera sucedido caso de seguir machacándole la cabeza con las botas. Y sin embargo, Larry no había lanzado ni un solo gemido, ni un solo grito de dolor. Lorna, desde su rincón, dijo: —Ayúdale a levantarse, Peter. Le traeré un poco de agua. —No se ha desmayado. —Es para que no tenga que beberse su propia sangre. Hizo funcionar la bomba y, con gran trabajo, logró extraer medio cubo de agua, que tendió a su hermano. Este la derramó de golpe sobre el rostro de Larry Percival. Larry sacudió la cabeza y miró a la chica desde el suelo. —Gracias, chata. —¿Es que quieres que volvamos a empezar? —rugió Peter, fuera de sí—. ¿Quieres que te mate? —Mejor será que me mate ella. —¡Lo hará, si continúas mirándola de ése modo! ¡Lo hará, perro! Larry inició un gesto de resignación con la cabeza y se encogió levemente de hombros. —Está bien, no la miraré más. Pero ella se lo pierde. Seguía aún en el suelo, sin posibilidad de defenderse. Peter Halloran le propinó dos salvajes puntapiés en la cintura, buscando destrozarle el hígado, Larry se estremeció nuevamente de dolor, pero tampoco gimió esta vez. El brutal castigo hizo que Larry tuviera que lanzar una bocanada de sangre. —Más agua, Lorna. —Está bien, pero no hace falta que lo destroces. —¿Por qué no? Es sólo un perro sarnoso. Y quiero que no pueda moverse, mientras yo voy en busca del sheriff. La nueva ración de agua volvió a despabilar a Larry, aunque era evidente que éste se sentía deshecho y que no podría dar un paso, al menos en veinticuatro horas. —Debe tener una hemorragia interna —dijo Lorna sin preocuparse demasiado —. A lo mejor se muere. —Espero que viva, por lo menos hasta la llegada del sheriff. Quiero que él mismo pueda interrogarle, para que vea que no le hemos engañado y nos pague los cinco mil dólares sin chistar. —Pues entonces convendrá que vayas a buscarle en seguida. Larry hizo entonces un titánico esfuerzo y pudo sentarse en el suelo, apretando los dientes a causa del dolor. —He estado prisionero otras dos veces —susurró. —¿Ah, sí? ¿Y conseguiste escapar? —pregunto burlonamente Halloran. —No, no he querido decir eso. —¿Qué has querido decir, entonces? —Que ninguna de las dos veces he encontrado un tipo tan salvaje como tú. —Seguro, pero tienes un consuelo. —No lo veo por ninguna parte. —Muy sencillo. ¡Esta es la última vez que te atrapan! Y Halloran rió su propia gracia, llevándose ambas manos a la cintura e inclinándose para que Larry le viera reír mejor. Por fin se calmó, con una especie de irritación, al ver que Larry ni siquiera le miraba. —Está bien —dijo—; no hay por qué alargar más este asunto. Iré a buscar al sheriff. Descolgó una chaqueta de piel de una percha y se la puso, pues el vientecillo que venía del desierto era frío durante la noche. Luego dio instrucciones a Lorna. —No permitas que se ponga en pie. Que se quede ahí sentado toda la noche si le parece bien, o si no que se tumbe en el suelo. Pero en cuanto intente levantarse, lo tumbas de un culatazo. —Bien. —Yo vendré apenas localice al sheriff —No te preocupes por mí ni por éste. No se moverá. Demasiado sé que significa cinco mil dólares. Halloran, sin decir una palabra más, comprobó su rifle, se lo puso bajo el brazo y salió de la casa. Sobre ésta se hizo el silencio, interrumpido sólo a trechos por el ulular del viento que venía del desierto, el cual se iba haciendo más intenso cada vez. Larry movió la cabeza y suspiró. —Va a hacer mala noche. —Sí. —Es muy incómodo estar así sentado, con las manos atadas a la espalda. El cuerpo tiende a caer hacia atrás. —¿Es una sensación molesta? —Mucho. —Pues yo, en tu lugar, intentaría hacer durar todas las sensaciones, por molestas que fuesen. Pronto no sentirás nada. —¡Qué amable! —Lo soy mucho. No te lo puedes ni imaginar. —¿Dejas que me ponga en pie? —Tú prueba. La expresión de los ojos de Lorna era desdeñosa. El dibujo de sus labios también. —¿Sabes que estás más bonita así? —Qué emocionantes son tus palabras, cariño—Me parece qué nunca he conocido una mujer tan extraña cómo tú. Otros dijeron lo mismo y quisieron conocerme mejor. Y ahora me están llamando guapa desde el fondo de sus tumbas. Larry guardó silencio un instante, mirándola mejor. ¡Aquellos ojos azules, y sin embargo, tan crueles! ¡Aquella escultura palpitante qué era el cuerpo de la mujer! —¿Cuántos años tienes? —susurró. —Veinte. —Parece mentira que una mujer, sólo en veinte años, haya vivido tantas cosas. —Nací aquí. Aquí fueron asesinados mis padres. He luchado junto a Peter y entre los dos hemos rechazado los asaltos de varias bandas de forajidos. He enterrado a muchos hombres yo sola. —Sin embargo, para haber vivido aquí siempre no pareces una chica del todo mal educada. —También estuve en la ciudad. —¿En qué ciudad? —En Salt Lake City. —Bonito sitio. —Peter quiso que me educase allí una temporada, hay una buena institución para señoritas. —¿Y resultó bien aquello? —Psch. —¿Qué quieres decir? —En dos años aprendí muchas cosas que hacen falta para ser una señorita. Pero los hombres también aprendieron algunas cosas sobre mí; por ejemplo; que tenía una cintura estrecha y unas caderas anchas. Y que les gustaba. Pronto aquella ciudad fue demasiado peligrosa para una mujer sola. —¿Y qué hiciste? —Hubo un tipo que se puso pesado y tuve que matarle. Resultó que sabía manejar el revólver mejor que el. —Buen final para tu educación. —Pudo haber sido peor. —¿Te hizo detener el sheriff? —No se atrevió. También estaba enamorado de mí. Y éste era un buen chico. —Has causado muchos destrozos para tener sólo Veinte años. —Ya no causaré ninguno más. Larry, que estaba distrayendo a la muchacha con aquella conversación, afianzó un poco mejor su postura. —¿Y por qué no causarás ninguno más? —Porque Peter y yo estamos ya cansados de esta tierra. No queremos vivir más aquí. Pensamos irnos al este. —¿Adónde, concretamente? —¿Por qué lo preguntas? Tú, cariño, ya no nos acompañarás. —Es simple curiosidad. Lo pregunto porque da mucha envidia. —Puede que nos vayamos a Nueva York, cielo. —¿Para eso necesitáis los cinco mil dólares el sheriff va a daros por mi piel? —Sí. —¡Vaya! Es consolador saberlo. Celebro que mi piel sirva para una cosa tan estupenda! Contrajo sus poderosos músculos, dominando el dolor, y se puso en pie de un salto, vacilando duran unos segundos en un difícil equilibrio, a punto de caer otra vez. La idea que Larry tenía era muy concreta y consistía en: primero, llegar hasta Lorna. Segundo, darle un cabezazo con todas sus fuerzas y dejarla sin sentido. Tercero, aprovechando la oportunidad, aproximar sus ligaduras a una sierra que estaba colgada detrás de una puerta y empezar a cortarlas con toda rapidez posible. Pero sabía que allí se jugaba la última carta, y que si fracasaba habría perdido la piel. Pero Lorna no era una débil mujer. Ni siquiera se inmutó al ver la brusca y rápida, maniobra del joven; más bien dio la sensación de que en cierto modo ya la había estado esperando. Levantó la pierna derecha y aprovecho el difícil equilibrio de Larry par a derribarlo de un puntapié. Una vez lo tuvo en el suelo, le descargó un culatazo con su rifle. Larry lo vio todo rojo, pero no acabó de perder el conocimiento. Sonrió. Supo que lo tenía todo perdido, supo que no le quedaba ninguna esperanza y, sin embargo, sonrió. Siempre, ante la muerte, hacía lo mismo. —Más valdrá que no intentes ninguna otra jugada —dijo desdeñosamente Lorna—. Si te mueves más de la cuenta acabarás con la cabeza partida a culatazos. Ya has visto que no soy tan tonta cómo creías. Ya has visto, también, que sé defenderme sola. —Te sabes defender estupendamente, preciosa. Lorna se volvió de pronto, con fantástica velocidad, como si acabara de oír tras ella el silbido de una serpiente. Porque aquella voz no había partido de Larry, sino que acababa de sonar junto a la puerta. CAPÍTULO VI DIEZ REVÓLVERES Lorna, que sujetaba el rifle por el cañón —acababa de dar con él un culatazo a Larry—, lo hizo girar instantáneamente entre sus manos y apuntó hacia la huerta con una rapidez que hubiese envidiado el mejor gunman. Pero los que estaban en la puerta no eran mancos, ni mucho menos, y tenían ya las armas a punto. Un disparo pareció brotar de la derecha, del más cercano de ellos, y la caja del rifle con que Loma apuntaba saltó Lecha pedazos. Con un movimiento reflejo, la muchacha apretó aun el gatillo, pero su gesto no sirvió de nada. O mejor dicho, solo sirvió para provocar las carcajadas de los recién llegados. Lorna los miró con ojos entrecerrados, sin dar crédito aún a lo que estaba viendo. Eran cinco hombres. Diez revólveres. Venían cubiertos de polvo, lo que indicaba un largo viaje a través del desierto. Llevaban barba de varios días, y sus sonrisas eran como muecas siniestras. —Está visto que eres un tesoro — dijo el que acababa de disparar. Lorna a lo miró entonces solamente a él, con atención, y una mueca de espantoso estupor apareció en su rostro. —¡Colman! —No te parece posible, ¿verdad? —A ti… tenían que haberte ahorcado. —Claro que sí, gracias a vosotros. Pero a Colman no ha nacido todavía quien le mate. Pude escapar de la prisión y reunirme otra vez con mí banda. Tenia ganas de vivir, preciosa. ¿No adivinas para qué? Loma no se atrevía a hablar. Estaba vencida, quizá por primera vez en su existencia. El rifle, convertido, en un trasto inútil, cayó de sus manos pesadamente. —¿Dónde está tu hermano? — preguntó Colman. —Ha ido… a Little Sun. —Puede que sea verdad, pero si nos engañas resultará peor para ti, porque nos entretendremos más contigo. Con un gesto seco ordenó a sus hombres que entraran del todo. El último de ellos cerró por completo puerta, de un taconazo. Para Lorna fue como si hubiera cerrado la tapa de su propia tumba. Pero lo que más parecía alterarla no era la presencia de la muerte, sino el que cinco hombres la hubiesen cazado de una manera tan tonta, sin que ella se hubiera dado cuenta de su presencia hasta el último minuto. —No os he oído llegar… —musitó —. No lo comprendo. —Hemos dejado nuestros caballos a distancia, acercándonos con mucha precaución, porque creíamos que habría tiroteo —explicó Colman—. Pero ha sido una bonita sorpresa poder llegar hasta la puerta sin que nadie nos hiciera caso. Estabas muy preocupada con ese. ¿No? Señalaba con el cañón a Larry Percival, en cuyo rostro habían aparecido nuevas líneas de sangre. —Quería escapar —dijo Lorna, con un hilo de voz—. Y mi hermano me había encargado que no se moviese. Colman miró a Larry con más detención. Luego volvió sus ojos relampagueantes hacia Lorna. —¿Y quién es ese? Antes de que la muchacha pudiera contestar, uno de los pistoleros señaló al caído. —¡Jefe, yo conozco a este tipo! Desde la frontera hasta aquí, he visto pasquines con su cara en todas partes. Se llama Larry Percival. Es un gun-man reclamado por tres asesinatos. —¿Larry Percival? El nombre trajo inmediatos recuerdos a la mente de Colman. Miró al caído con más atención. —Lo he oído nombrar —dijo—. En Carson City hablaban de él. Aseguraban que es un fulano que en un solo desafío mató a tres hombres. —Sí, jefe, pero no le buscan por eso. —¿Por qué, entonces? Larry, desde el suelo, bostezó ligeramente y dijo: —Por sinvergüenza. —No te hagas el gracioso. Me; dijeron que ofrecían cinco mil pavos por tu cabeza. Es una suma importante, y forzosamente has tenido que hacer algo sonado. ¿Por qué te reclaman? —¡Bah! Por poca cosa. Maté al sheriff de Denver y a dos de sus alguaciles. Hubo un silencio después de estas palabras, y los cinco hombres se miraron a los ojos con una extraña expresión. Para ninguno de ellos era una cosa nueva matar a un sheriff y mucho menos a un alguacil. Pero dicho de aquella manera… —¿Qué te había hecho el sheriff de Denver? preguntó Colman, rompiendo el silencio. —Había hecho ahorcar a mis padres. Otra vez hubo un momento de tensión, roto nuevamente por la voz ronca de Colman: —Alguna razón tendría, ¿no? —Ellos habían ocultado a un hombre herido que era enemigo mortal del sheriff y de los caciques que lo apoyaban. No les fue perdonado un hecho así; los ahorcaron inmediatamente. —¿Sabes que hablas de eso con mocha tranquilidad? —Es que yo soy un tipo tranquilo. —¿Hasta cuando peleas? —Al sheriff de Denver lo maté con una mano mientras con la otra encendía Un cigarrillo. Todos los pistoleros, menos Colman, lanzaron una carcajada. A Colman no le gustaba, encontrar un pistolero que pudiera ser considerado más rápido que el. Pero tampoco quería adoptar una actitud hostil hacia aquél hombre mientras no supiera si le iba a ser útil o no. —¿Y ahora has dejado que te capturara una mujer? —preguntó lentamente. Lorna intervino por primera vez en la conversación. —No le he capturado yo, sino Peter. —¿Sí? ¿Y por qué? —Ofrecían cinco mil dólares por su cabeza. —El mismo negocio que hicisteis conmigo, ¿no? —El mismo. Pero esta iba a ser la última vez. —¡Ah! ¿Os largabais? —Sí. Al Este. —Iban a celebrar mis funerales en Nuera York —dijo Larry, calmosamente —. Son buenos chicos. En aquel momento Lorna, quien había creído que los pistoleros estaban distraídos, se puso en movimiento. De un salto, empleando todo el impulso de su cuerpo joven y elástico, llegó hasta la mesa que se hallaba en el centro de la pieza. Tiró velozmente del cajón central y puso la mano sobre el revólver ya amartillado que siempre descansaba allí para casos de emergencia. Todos sus movimientos, ágiles y calculados, fueron una maravilla de precisión. Pero no pudo levantar del todo el revólver. Justo cuando iba a ponerlo en línea de tiro, Colman disparó negligentemente a través de la funda y lo hizo saltar en pedazos de la mano derecha de Lorna, dibujando entre, los dedos de ésta una delgada línea de sangre. Lorna se inclinó hacia adelante, a punto de caer mientras lanzaba un gemido de dolor. —¿Pensabas matarnos a los cinco? —rió Colman—. No te falta imaginación, muchacha. Ni cuerpo… Se aproximó a ella con un veloz movimiento cazándola brutalmente, casi al vuelo, cuando Lorna intentaba escapar. De un rodillazo la proyecté contra la pared, y una vez la tuvo acorralada allí, la retorció entre sus brazos y la besó en el cuello mientras ella gemía desesperadamente. Todos sus pistoleros guardaron un ominoso silenció, mirando la escena. Todos tenían los cuellos tiesos y las gargantas secas, apreciando los movimientos de tigresa de aquella mujer. Larry también lo miraba todo. Pero su expresión era distinta: aquélla luz que había en sus ojos grises era siniestra, casi mortal, como la luz que hace brillar los ojos de las fieras cuando éstas se disponen a la acometida. Sin embargo, no se movió. Era imposible saber lo que pasaba por su cabeza en estos momentos. Ante el brutal abrazo de Colman a Lorna, él permaneció mudo y quieto como una estatua. Aquello duró apenas un minuto. Sin duda hubiese durado más, pero en aquel instante, uno de los pistoleros gruñó: —Alguien se acerca. Colman soltó inmediatamente a la muchacha. De un salto se acercó a la ventana, situándose junto al hombre que acababa de dar la noticia. Escrutó la llanura bañada por la luz lunar. —Son dos hombres —dijo—. Vienen a galope. Lorna lanzó un gemido al pensar que su hermano había llegado muy pronto. ¡Demasiado pronto! —Podemos acribillarlos —dijo suavemente uno de los pistoleros—. Ni se darán cuenta de que caen. En este momento no están ni siquiera a doscientas yardas de aquí. —Si se trata de Hallaran, prefiero que me lo dejéis —dijo Larry desde el suelo—. Tengo un asunto pendiente con él. —Yo también —gruñó Colman—. Y me parece poca cosa resolverlo con un solo balazo. Lorna, en ese momento, intentó gritar. El que estaba junto a ella se dio cuenta a tiempo y la acalló brutalmente, poniéndole una mano sobre la boca. Lorna se retorció, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Ningún aviso pudo llegar a los dos jinetes que ha aproximaban velozmente. Cuando estaban a unas cincuenta yardas, la luna arrancó un destello al que venía a la izquierda. —Ese lleva algo sobre el pecho — dijo Colman—. ¡Es el sheriff! —Viene a por mí —dijo Larry, con la misma calma de siempre—. No comprendo, para pagar cinco mil dólares, por qué se ha dado tanta prisa. —¿De modo que lleva cinco mil dólares encima? —Probablemente. Los ojos de Colman brillaban. Y brillaban también, sudorosas, las facciones de sus pistoleros. —¿Disparamos? —preguntó uno de ellos, junto a la ventana—. No tendrán escapatoria. —No. Dejad que entren. Casi en el mismo instante los dos jinetes llegaron junto al porche del rancho. Descabalgaron, ataron sus monturas a la barra muy sumariamente y se dirigieron hacia la puerta de la casa a paso de carga. Halloran la abrió de un golpe. —Lorna, ya hemos podido ve… Cuando terminó la frase ya estaba dentro. El sheriff le seguía a un paso. Se dieron cuenta demasiado tarde de que estaban rodeados de enemigos. Y de que uno de estos enemigos era Colman… Fue él quien disparó. Y la víctima elegida no resultó Halloran, sino el sheriff. El disparo de Colman hecho con sangre fría y a matar, le atravesó el corazón certeramente. Sin un gemido, con la boca todavía abierta a causa del asombro, el sheriff cayó muerto. Halloran intentó «sacar», pero era ya demasiada tarde. Los pistoleros que había a sus costados le apresaron los brazos y se los retorcieron salvajemente ante de que pudiera tocar las culatas. Halloran gimió de rabia mientras era desarmado y derribado al suelo. —¡Soltadle! —gritó Colman. Y apenas Halloran estuvo libre, pero de rodillas ante él, lo derribó por completo de un salvaje puntapié al mentón que le hizo retorcerse sobre las tablas lanzando aullidos de dolor. —¡Esto no es nada, Halloran! — gritó Colman—. ¡No hemos hecho más que empezar a divertirnos! Y le propinó un puntapié a los riñones que le hizo dar dos vueltas completas sobre sí mismo. Lorna, liberada al fin de la mano que la amordazaba, lanzo también un grito de horror. —¡Cochino chivato! —bramó Colman, con los ojos inyectados en sangre—. ¡He atravesado el desierto solo para qué llegara este momento! ¡Te haré pedazos aquí mismo! ¡Nadie reconocerá tu cadáver! Un odio fanático parecía dirigir sus movimientos. Pero se detuvo de repente, como si volviera a la realidad, cuando se dio cuenta de que sus hombres parecían aturdidos y nerviosos. Con voz furiosa rugió: —¿Qué os pasa? ¿Es que tenéis miedo a este tipo? ¿No os gusta ver cómo lo aplasto? —Es por el sheriff, jefe. —¿Qué ocurre con él? ¿No está, bien muerto? —Precisamente, Colman —dijo otro —. Es seguro que al menos un alguacil está en Little Sun, y vendrá a buscarlo antes del alba. Conviene que huyamos sin dejar rastro y así no se organizará ninguna batida por el desierto. No es exceso de prudencia; es que no me gusta complicarme la vida. —A mí tampoco —dijo Colman. Hasta en sus momentos de furia sabía ser un hombre reflexivo, astuto, que aprovechaba siempre los momentos más favorables y no se dejaba llevar por los nervios. —Quiero dedicar a Halloran el tiempo que se merece —dijo—, y aquí va a ser imposible. A su hermanita también vale la pena hacerle los honores. Nos largaremos todos al desierto, y si no dejamos pistas, nadie nos perseguirá. Separó las mandíbulas y aulló de pronto: ¡Arreando…! Sus hombres se pusieron en movimiento frenéticamente. Uno corrió en busca de los caballos. Otros dos arrastraron a Lorna al exterior, y el cuarto empezó a atar a Halloran. Fue este último el que preguntó: —¿Qué haremos con Larry Percival? ¿Lo desatamos? —No —gruñó Colman—. ¿Para qué nos va a hacer falta? Déjale que se entienda él sólito con el agente del sheriff. Nosotros tenemos ya bastante trabajo en aquel rancho perdido que vimos en mitad del desierto. El del ataúd… CAPÍTULO VII EL HOMBRE DE CARSON CITY Mientras Colman y sus pistoleros se disponían a regresar al que ellos llamaban «El rancho del ataúd», llevando consigo a Peter Halloran y a su hermana Lorna, en la lejana ciudad de Carson City, al otro lado del desierto, se preparaba un acontecimiento que al parecer no tenía importancia, pero que iba a estar estrechamente ligado con los acontecimientos. Sucedía sencillamente que tres hombres aburridos estaban bebiendo en un saloon. Llevaban varias horas allí, y el calor pegajoso que hacía aquella tarde les había ido alterando los nervios. En el saloon, a aquella hora, zumbaban centenares de moscas. No actuaban bailarinas y nadie hacía funcionar la pianola. Era un verdadero asco. Aquello parecía el cuarto donde se vela a un muerto, en lugar de una casa de bebidas. Hasta el licor sabía mal aquella tarde. Y los tres hombres estaban aburridos, no deseando abandonar su mesa porque ésta se hallaba colocada muy cerca del escenario, y aquella noche iba a actuar una artista nueva que, según aseguraban, tenía las piernas más bonitas del Oeste. Los tres hombres tenían gran interés en averigua si eso era verdad, y ya se sabe que esas cosas sólo pueden comprobarse si uno está muy cerca. Tal era la causa de que no abandonaran la mesa, por la cual habría puñetazos aquella misma noche. Pero las horas se hacían insoportables, y aún parecía faltar una eternidad para que comenzase el espectáculo. Uno dijo: —Si esto sigue así, voy a tener que entretenerme contando las moscas. —Más te valdría contar las pulgas que llevas en la camisa. —Oye, tú… —Nada, hombre, ya sabemos que eres un tipo elegante y limpio. En realidad, los tres lo eran. De lo más elegante limpio que corría por Carson City. Rondarían por los veinticinco años, y no habían trabajado en toda su vida. Hijos de prósperos comerciantes de la localidad, consideraban horrible encallecerse las manos en cualquier clase de labor, y lo único que sabían hacer era vestir bien, hablar de las piernas de las mujeres y manejar el revólver. Normalmente, siempre estaban deseando gastar bromas, y su vida era de lo más divertido que se puede soñar. Pero esta tarde estaban aburridos, y habían empezado ya a maldecir en voz alta. Por fin uno de ellos encontró un tema de conversación agradable. —¿Sabéis que Harper se ha largado de la ciudad? —¿Harper? Sí, ya me ha llamado la atención no verlo últimamente. ¿Por qué se ha ido? —No lo sé con, exactitud, pero supongo, que se debe a otra manía de las suyas. —¿Algo de sus colecciones? —Seguro. Otro intervino: —¿Es verdad qué ha comprado un rancho aislado en el interior del desierto, un rancho que apenas tiene agua para lavarse la cara, y que piensa guardar allí parte de sus colecciones? —No lo sé, porque con ese loco nunca se sabe nada con certeza. Pero lo que si es seguro es que los objetos raros de las colecciones ya no le cabían en casa. —¿Y su hija? ¿Ha marchado con él? —¡Qué remedio! —Imagino que la pobre muchacha lo habrá sentido. Estaba bastante, interesada por ese imbécil de Tom Donald. —Y él por ella. Anda loco. Si le dicen que se coma un revólver por darle gusto, lo hace. —Pero estoy convencido de que es la única persona en Carson City que aún no se ha enterado de la marcha de Gladys. —Siempre es el último en enterarse de todo. No he visto un tipo igual. Es ideal para gastarle bromas. Y en ese momento, como si aquellas palabras fueran un conjuro, alguien más apareció en la puerta del semidesierto saloon. Uno de los tres que estaban sentados a la mesa advirtió a los otros: —¡Eh, mirad! Tres pares de ojos se volvieron hacia los batientes. —¡Es Tom Donald! —¡Diablos! —¡Hazle señas para que se acerque! Pero el recién llegado ya les había visto, y se acercaba a ellos sonriendo con una sonrisa cándida. Era un hombre joven, aunque un poco más que los tres que estaban ya sentados. Debía tener unos veinticuatro años. Alto y un poco cargado de espaldas, su figura debía resultar poco tranquilizadora por la noche, si no se le veía la cara. Pero su rostro simpático, franco; hasta un poco bobalicón, bastaba para disipar todos los recelos. Iba muy bien vestido, como correspondía a un joven de posición acomodada, aunque éste, a diferencia de los otros, trabajaba un poco. Su padre era dueño de la mejor funeraria de la ciudad, y Tom Donald visitaba a los familiares de difuntos antes del entierro para hacerles propaganda de tal o cual ataúd, o de tal o cual formula de embalsamiento. Pero él jamás había puesto las manos sobre un cadáver porque le daban horror. Su extraño oficio y sus continuos despistes —a veces había un muerto en una casa y él iba a hacer la visita a otra, con su catálogo de ataúdes—, era motivo de incesantes bromas por parte de todos los que lo conocían. Esta fue la causa de que ahora los tres hombres que estaban sentados a la mesa se las prometieran muy felices al verle avanzar hacia ellos. —¿Qué hay, Tom? —¿Cómo van los negocios? —¡Alegra esa cara, hombre! Tom Donald susurro: —Es que para presentarse en las casas donde hay un difunto hace falta tener una cara así. —¿Te lo aconseja tu padre? —Mi padre siempre tiene razón. —Claro, hombre, claro… ¿Y qué dice él de tu próxima boda con Gladys Harper? Los ojos de Tom brillaron ilusionados. —¿Es que hay algo decidido? ¿Sabéis alguna cosa? —Eso tendrías que saberlo tú, hombre, no nosotros. ¡Vaya novio que estás hecho, diablos! —Anda, siéntate. —Con vuestro permiso. —¿Qué quieres tomar? —Ya sabéis que nunca bebo. —Es que te conviene estar preparado para lo esta noche. Tienes que estar un poquito alegre. —¿Y qué pasa esta noche? — preguntó Tom Donald con los ojos ingenuamente abiertos. Doyle, él que acababa de hablar dio un suave golpecito con el pie, por debajo de la mesa, a las piernas de sus compañeros. —Casi nada —continuó—. Pero ¿qué estoy diciendo? No me digas que no lo sabes ya. —No lo sé, Doyle, no lo sé. ¡Habla! —Te estas burlando de nosotros. —¿Burlarme yo? —preguntó Donald, llevándose la mano al pecho, como si le hubieran acusado de un crimen. —Jura que no sabes nada. —Lo juro. —Está bien, habrá que creerte. Resulta que Harper da esta noche una gran fiesta, a la cual asistirá, como es natural, su hija. Una fiesta de disfraces, un baile… ¡En el cual, según ha anunciado, habrá grandes sorpresas! —Por ejemplo, el permiso para vuestras relaciones —dijo otro, intencionadamente. —¿De verdad creéis eso? ¿Dónde lo habéis oído decir? —En la ciudad no se habla de otra cosa. —Pues en las visitas que he hecho no me han dicho nada… —¡A ti qué te van a decir, si vas con un catálogo de ataúdes debajo del brazo! ¡Estarías perdido si no tuvieses amigos de verdad! —Sí… De verdad que sí, chicos. Os lo agradezco. El que había hablado primero, es decir Doyle, se repantigó en la silla. —Pues organizan un gran baile de disfraces —continuó—. Seguramente habrás visto la casa cerrada, pero es que no quieren que nadie moleste mientras la decoran por dentro. Será algo grandioso, algo inolvidable. —¡Y yo sin saber nada! —Precisamente teníamos que darte el recado ti nosotros. —¿Qué recado? —El que nos dio Gladys para ti. Nos dijo que su padre no quería dar el brazo a torcer fácilmente y que no te invitaría de una forma oficial, pero que están deseando veros juntos. Que quería veros juntos para de este modo hacer ver que se resignaba ante lo inevitable, pero en realidad loco de alegría por haber cedido. Ya sabes cómo son esos viejos maniáticos. Quieren refunfuñar hasta el fin sólo por guardar las apariencias. En resumen: que tienes que ir. —¡Pues claro que iré! ¡Oh, gracias, Doyle, gracias! ¡Sería capas de cualquier cosa por ti! Si alguna vez… ¡si alguna vez necesitas un ataúd, te prometo hacerte rebaja! —Bueno, hombre, no hace falta que me demuestres la gratitud de ese modo. Lo interesante es que vayas y te busques antes un buen disfraz. La fiesta empieza a las once, de modo que no tienes demasía tiempo para perderlo. Hay qué tener en cuenta muchos detalles. Tom Donald se llevó un dedo a los labios, preocupado. —Un disfraz, un disfraz… ¿Y de qué me disfraz o yo? Nunca he tenido imaginación para esas cosas. —Precisamente por ello, Gladys me pidió que transmitiera lo que ella desea, Pretende ayudarte, pobre muchacha, y evitarte complicaciones. Ya me ha dicho qué clase de disfraz ha de ser el tuyo. —¿Sí? —Sí. —¡Qué buena es! —No lo sabes tú bien. Un cielo. —Haría cualquier cosa por ella y por su amor. ¿De qué quiere que vaya disfrazado? Doyle miró a los otros dos, guardó un instante de espectacular silencio y luego tragó aire para decir: —De conde Drácula. —¿De conde qué…? —De conde Drácula, hombre. ¿No lo has oído nombrar? —Creo que sí, pero no tengo idea de cómo podía ir vestido. —Eso no es complicado. Yo lo sé bien, y la misma Gladys me hizo un boceto que recuerdo perfectamente. Verás, voy a dibujártelo. Y luego, en el mismo almacén de mi padre, compraremos las ropas. —Pero ¿de veras podré tenerlo todo listo para las once? —Claro que sí. Tú no te preocupes. Nosotros nos encargaremos de todo, y a las once de esta noche, cuando empiece el gran baile de gala en casa de los Harper, tú podrás presentarte allí y causar sensación, convertido en un auténtico conde Drácula. CAPÍTULO VIII TRAS LAS HUELLAS Por la ventana se filtraba la primera luz incierta del amanecer. Era una luz tristona y gris, como la que uno piensa que debe entrar por las rendijas de las tumbas. Larry, desde su lugar junto a la puerta, vio llegar aquel resplandor con una leve expresión de angustia. Llevaba horas intentando librarse de sus ligaduras. Y a él mismo le parecía increíble no haberlo conseguido aún. Desde que Colman y sus hombres marcharon, llevándose con ellos a Lorna y a su hermano Peter Halloran, Larry había estado intentando librarse de sus ligaduras, sabiendo que de ello dependía su propia vida. Al principio todo le había parecido muy sencillo. Ponerse en pie, cosa nada complicada, puesto que tenía los pies libres. Acercarse a la sierra que colgaba de una puerta y que ya antes había visto cuando intento saltar sobre Lorna. Y luego ir aserrando poco a poco las ligaduras con los dientes de la herramienta. Pero éstos estaban de tal modo torcidos y abollados que resultaba imposible cortar los bien trenzados nudos. Ni con diez horas de trabajo lo hubiese conseguido. Y el agente del sheriff, el que había estado esperando en Little Sun, podía llegar de un momento a otro… Buscó entonces un cuchillo en la pequeña cocina del rancho, pero el armario donde sin duda se encontraban éstos se hallaba cerrado con llave, y las llaves no aparecían por parte alguna. Todo estaba tan ordenado, tan limpio, que no aparecía ningún objeto dejado por descuido fue de su sitio. Y mucho menos un cuchillo. Maldiciendo en voz baja, Larry tuvo que descerrajar el armario, cosa nada fácil llevando las manos atadas a la espalda. En, esto consumió un tiempo precioso, pensando que lo tenía todo perdido cada vez que creía oír el galope de un caballo en la lejanía. Al fin logró descerrajar el armario, y entonces, a tientas, buscó un cuchillo de filo bien cortante. Tampoco resultó sencillo manejarlo de forma que pudiera cortar las ligaduras, porque los nudos estaban trenzados con una perfección diabólica. Pero al fin lo consiguió. Y estaba a punto de librarse del todo junto a la puerta de la casa, cuando empezó a amanecer y oyó con perfecta claridad el galope de aquel caballo. Era uno solo. Los ojos de Larry escrutaron la lechosa claridad, buscando distinguir a su nuevo enemigo. Lo vio al fin a unas doscientas yardas, galopando hacia el rancho. Usaba sombrero blanco, algo le brillaba en el pecho y llevaba un rifle cruzado sobre la silla. ¡El agente del sheriff, el que ya se había cansado después de tanto esperar en Little Sun! ¡Un tipo que dispararía sin preguntar en cuanto viese el cadáver de su jefe! Larry contempló, casi a sus pies, el cuerpo caído del sheriff. Una gran mancha de sangre pegajosa se había ya extendido alrededor suyo. Varias moscas tordas como arañas gozaban con el repulsivo festín, posándose golosas en los bordes de la herida. El agente estaba ya sólo a unas cien yardas. A cincuenta… Veía brillar claramente su chapa a la luz incierta del amanecer. Ahora Larry ya no podía salir sin ser visto, y mucho menos huir, porque no disponía de armas ni de caballo. ¡Necesitaba cortar las ligaduras inmediatamente o moriría atado como una res! Pero la perfección de los nudos era diabólica. Cortaba uno y surgía otro detrás, como si aquellas ligaduras no terminasen nunca. Hizo al fin un violento esfuerzo, segando cuerdas y piel, y al fin sus muñecas quedaron libres mientras de ellas brotaba un chorro de sangre. Era hora. El alguacil estaba ya apeándose frente al porche de la casa. Olfateó el aire con suspicacia, como si oliera a muerte, y dejó el rifle en el arzón para desenfundar su revólver. Larry vio sus ojos negros a través de la ventana y comprendió que aquel hombre estaba asustado y que tiraría a matar. La puerta fue abierta de un puntapié. Lo primero que el alguacil vio fue el cadáver sheriff. Estuvo a punto de tropezar y caer sobre el, tan cerca se encontraba de la puerta. Lanzó un grito y amartilló su revólver con un movimiento instantáneo. Larry saltó sobre él, surgiendo de las sombra. Sus dos manos volaron hacia el revólver que sujetaron como dos garfios de hierro. Inmediatamente el alguacil sintió que le doblaban el brazo, gritó de dolor y fue volteado espectacularmente, por encima de la cabeza de Larry. Pudo disparar, pero la bala se perdió en el vacío. Inmediatamente después, cayó rodando por el suelo sin soltar el arma. Larry le puso un pie sobre muñeca y apretó salvajemente. Lanzando un grito de dolor, el alguacil tuvo que soltar el «Colt», aunque intentó recuperarlo en seguida dando una vuelta completa sobre sí mismo. Larry lo alejó de un puntapié enviándolo casi sentido hasta el otro lado de la habitación. Antes de que el alguacil se recuperara, sujetó el revólver por el cañón y le propinó dos culatazos en la nuca, dejándolo sin sentido. Un minuto después lo había atado concienzudamente, empleando las mismas cuerdas de las que acababa de librarse, aunque a causa de los cortes los nudos no pudieron ser tan perfectos. Hecho esto se limpio las muñecas con agua extraída con la bomba y esperó unos minutos a que la sangre volviera a circular normalmente. En esto el alguacil volvió en sí. Lo primero que hizo fue lanzar una imprecación al verse vencido y con las manos atadas. Sus ojos cargados de fiebre miraron a Larry. —Tú eres Larry Percival —jadeó —. Te he reconocido. ¡Tú eres Larry Percival y no tendrás escapatoria ni aunque te escondas en el mismo infierno! —Creo que te equivocas, amigo. —¿Cómo vas a evitar que te denuncie? ¿Vas a matarme? El «Colt» rebrillaba en la mano derecha de Percival. Los ojos del agente brillaron con una luz nueva, una luz de miedo. De pronto se dio cuenta de que Larry sólo necesitaba una fracción de segundo para apretar el gatillo. Y de que saldría ganando con ello, puesto que en cierto modo garantizaba así su impunidad. —Tú has matado al sheriff —jadeó el alguacil desde el suelo—. No te importa demasiado matarme a mí. —Yo no he disparado contra tu jefe. —¿No? Tiene gracia… ¿Es que pretendes dártelas de buen chico antes de cerrarme la boca con un balazo? —No pretendo nada, pero no me gusta cargar con el mochuelo de otros. Cuando mataron a tu jefe, tenía las manos atadas. El agente sólo necesitó mirar las muñecas sangrantes de Larry para convencerse de que éste decía la verdad. Pero aun así la situación no cambiaba demasiado. —Todo sigue igual —dijo el alguacil con reno!—. Un sheriff más o menos en tu cuenta no importa puesto que ya mataste a uno. Igualmente serás ahorcado en cuanto te echen la mano encima. —Pero pueden no echármela. —¿Olvidas que yo puedo organizar una patrulla en cuanto salga de aquí, y buscarte con ella hasta el mismo infierno? —¿Y olvidas que yo puedo matarte y que después de eso nadie podrá seguir mi pista? El agente no lo había olvidado. Sabía que lógicamente, aquella situación tenía que terminar con una bala entre sus cejas. No había otra alternativa para Larry. Pero este no hizo el disparo. —Está bien —dijo, al cabo de unos instantes reflexión—. Me llevare tu caballo y tus armas, será todo. —¿Y crees que vas a poder llegar muy lejos? —¿Sabes que eres muy valiente? — gruñó Larry—. Pareces querer recordarme que sólo me salvaré si te clavo una bala entre las cejas. —Eso no necesito recordártelo. Lo sabes mejor que yo. Larry entornó los párpados. Claro que lo sabía. Enviar a aquel hombre al diablo y huir sería lo más sencillo del mundo. Le habían visto en Little Sun, cierto, pero nadie sabía que además había estado en «Rancho Diamond». O mejor dicho, lo sabían Lorna y Peter Halloran, pero esos no contaban, así como tampoco los de la banda de Colman. Nadie podría acusarle de aquel crimen ni explicar en qué dirección había huido, que era lo fundamental. Larry apretó los labios. —Yo no mato a hombres que tienen las manos atadas —dijo al fin. —Haces mal, Larry Percival. Porque yo te mataré a ti. —Bueno es para un hombre saber quién va a ser su verdugo. ¿Cómo te llamas, polizonte? —Buchanan. —Muy bien, Buchanan; de momento te quedas sin caballo y sin armas. Espero que para compensarlo te nombren sheriff del condado algún día. —Seguro que voy a ser el sustituto, o mejor dicho, el sucesor de Whitmore —señaló al muerto con el mentón—, en cuanto se descubra que éste es ya un cadáver. Y puede que te importe saber que te perseguiré como se persigue a un perro rabioso. Y que no tendré en cuenta que hoy no has querido matarme cuando nos volvamos a encontrar. —Entonces date prisa, Buchanan. Larry se ciñó las propias fundas del sheriff muerto, revisó las armas y se las guardó, arrojando a continuación el revólver de Buchanan dentro de un cubo de agua. Hecho esto, se dirigió hacia la puerta. —Buena Suerte —dijo. —Tú vas a necesitarla mucho más que yo, perro. —Guau, guau… —hizo Larry. Y salió al porche, junto al cual caracoleaba impaciente el caballo. Lo tranquilizó con unas caricias en el cuello y pudo montarlo al fin, encaminándose hacia el Este, para desorientar al alguacil Buchanan. Pero sabía de sobra que no iba a conseguirlo. Buchanan conocía bien el terreno, hacia el Este no se encontraban más que millas y millas de llanura sin ninguna ciudad importante. Todo eran villorrios donde un fugitivo tenía que llamar la atención por fuerza. Y en cambio hacia el Oeste estaba la importante Carson City, en la que cualquiera podía ocultarse. Pero antes, mucho antes de llegar a Carson City, se encontraba el desierto. Larry sabía bien que una patrulla enviada en su busca podía dar con él y acorralarle. Y bastaría que Buchanan reuniera a cuatro hombres para no tener escapatoria. «No creo que junte a más de cuatro o cinco individuos —pensó Larry—, pero ya serán suficientes». Y entonces comprendió que no tenía más que una solución. Si se agregaba al grupo de Colman, al menos hasta llegar a Carson City, Buchanan y los voluntarios que pudiera reunir no se atreverían a atacarles. Serían demasiados para ellos solos, sobre todo en el desierto, donde no cabe la sorpresa. Y tendría que morderse los puños de rabia viendo cómo se le escapaba la presa. Larry Percival resolvió, pues, ir en busca del grupo de Colman, que le llevaba unas horas de ventaja. El recuerdo de Lorna jugó también mucho en esta decisión, pero Larry no quiso confesárselo. Encontró las huellas de los pistoleros de Colman y al cabo de una hora había empezado a seguirlas con la astucia y la paciencia de un guerrero comanche. CAPÍTULO IX EL FUGITIVO DE CARSON CITY Tom Donald acabó de vestirse el traje lúgubremente negro y luego se puso la capa sobre los hombros. Sus tres «amigos» le contemplaron con admiración. —Oye, nunca lo hubiéramos creído… —Estás fenomenal. —Eres el autentico Conde Drácula. Tom Donald se contempló en el alto espejo de la habitación y tuvo qué reconocer que, desde luego, entre un vampiro y él debía haber muy poca diferencia. Y no era por su cara, que seguía siendo dulce, inexpresiva y un poco bobalicona, esas caras propias de los hombres que se lo creen todo y, por tanto están condenados a ser víctimas de las bromas más feroces. Pero ocurría que Tom era alto, un poco encorvado, y aquellas ropas negras y la capa le daban un aspecto innegablemente siniestro. Sus amigos le habían dibujado, además, con un tinte especial, varios mechones de canas en las sienes, para que pareciera más viejo. Y hasta una leve cicatriz junto al labio, que deformaba ligeramente su boca. Desolado, Tom Donald contemplo todo aquello en el espejo. —Tengo un aspecto muy raro —dijo —. Yo no pienso ir así. —Pero ¿por qué no, muchacho? —Yo mismo me doy miedo. —¡Caramba, vaya tontería! ¡Pero si estás hecho un auténtico caballero! ¡Un gentleman como se dice por ahí! —Me parezco demasiado al Conde Drácula. —¿Y tú qué sabes cómo era el Conde Drácula? —Me imagino que así. Vi unos dibujos hace años en un periódico. Decía que había causado números victimas en los Cárpatos, unas montañas que hay en Europa, y que tenía aterrorizada a toda la comarca. Y el dibujo presentaba un tipo exactamente igual que el que tengo yo ahora. —Mejor. Eso indica que el disfraz era perfecto. —Pero da miedo. —¡Vaya tontería! ¿Y tú eres un hombre? ¿Es que Tom Donald va a tener miedo de Tom Donald? No me hagas reír! Y los tres, Doyle principalmente, se pusieron a hacer grandes aspavientos como si acabaran de oír una barbaridad. Pero Tom, no estaba convencido. —No se trata de mi, sino de Gladys —dijo—. ¿Y si se pone a gritar en cuanto me vea? —No digas tonterías. —Es que realmente, mi aspecto es poco tranquilizador. —Aquí sí, porque la habitación está a media luz; pero en la fiesta de los Harper habrá docenas y docenas de lámparas por todas partes. ¿No te das cuenta? La sensación de que eres el Conde Drácula desaparecerá en seguida. ¡Sólo se advertirá lo maravilloso que es tu disfraz y el gran actor que hay en ti, Tom Donald! —Sí, pero… Doyle, viéndole vacilar aún, dijo como argumento decisivo: —Además, Gladys lo ha querido así. —¿De veras? —¿Por qué te crees que me he molestado en sacar esa ropa del almacén de mi padre? Por hacerte un favor, a ver si de una vez se formalizan vuestras, relaciones! ¿Gano yo algo en eso? ¡Lo único que quiero es que le gustes a Gladys, porque, soy el mejor amigo que tienes! Tom Donald, completamente convencido, con los ojos húmedos de emoción a causa de la generosidad de sus compañeros, se apartó del espejo y se cubrió mejor con la capa, lo que terminó de darle el aspecto más siniestro que hubiese podido imaginar jamás. —Está bien, muchachos. Sois de lo mejor que hay en Carson City. Voy a la fiesta. —Nosotros te acompañaremos. —¡Oh, que amables! Salieron del probador, situado al fondo del almacén de ropas de Doyle, y una vez en la calle se dirigieron por los porches más oscuros hacia el magnífico edificio que en la ciudad ocupaban los Harper. Cuando Donald llegó a verlo, suspiró con desaliento: —No está iluminado… —Es que seguramente llegamos demasiado pronto. —Entonces lo más correcto será volverse y aguardar a que la fiesta empiece. No quiero ser una persona de mala educación. —Pero ¿vas a perder esta magnífica oportunidad de estar a solas un rato con Gladys? —¿Qué queréis decir? —Pues que todo el mundo anda ocupado con los preparativos, hombre, y nadie os va a vigilar. Si eres listo puedes estar besuqueando a Gladys al menos durante media hora. —¿Con este disfraz? —A ella le gustará. —Está bien. En tal casó.. ¡Vamos! Se acercaron a la puerta, y Tom llamó. —Cuando te abran ríe un poco siniestramente —aconsejó Doyle—. Una carcajada gutural, ¡Será una entrada apoteósica! —Piensa —aconsejó otro— que esta noche todo se hace en broma. —Está bien —dijo Tom Donald. Se oyeron unos pasos tras la puerta, ésta se abrió y el rostro, un poco asustado, de una sirvienta negra apareció por el hueco. Sólo estuvo allí unos segundos. Lo que tardó Donald en abrir la boca, mostrando los dientes como un auténtico vampiro, y en lanzar una carcajada siniestra que le salió mucho mejor de lo que esperaba. Los tres bromistas se habían esfumado hacia un costado del porche, por lo cual la sirvienta negra, solo vio en la puerta aquella figura espantosa a la que no reconoció. Lanzó un chillido desgarrador, que hizo estremecer la noche, y corrió hacia el interior de la casa tropezando con todas las sillas y gritando: —¡El Conde Drácula! ¡El Conde Drácula! Tom Donald, estupefacto, se quedó inmóvil en la puerta, un poco asustado de su propio éxito. Por que él seguía considerando aquello como, un éxito que le convertiría en el rey de la fiesta. Hasta que las carcajadas estruendosas de sus «amigos» le sacaron del terrible error. Se volvió, mirándolos. Doyle y los otros dos se retorcían materialmente de risa, a punto de caer sobre las tablas del porche porque las carcajadas les hacían temblar las piernas. A cada nuevo chillido de la sirvienta dentro de la casa, sus risotadas aumentaban más y más. Tom sólo acertó a decir: —¡Dios mío!… Igual que un ácido corrosivo, gota a gota, penetraba en su cerebro la certidumbre de que todo aquello había sido una broma monstruosa. El, que nunca había engañado a nadie, se daba cuenta con estupor que tres hombres se habían confabulado para engañarle a él. La idea de que una maldad tan inútil pudiera existir, le hizo más daño que una docena de latigazos en la espalda. Dos gruesas lágrimas resbalaron por sus ojos. —¡Has estado genial! —gritó Doyle, riendo más y más—. ¡Genial, amigo mío! ¡El susto que se ha llevado esa pobre mujer no se le quita en diez años! ¡Hasta el pobre Conde Drácula se moriría de horror al verte! Tom sólo pudo repetir: —Dios mío… Vio que varias personas, atraídas por los gritos se acercaban viniendo de los saloons cercanos. Se dio cuenta de que toda aquella parte de la ciudad se estaba poniendo en movimiento, y de que el centro de atracción era el. Un ansia loca y desesperada de huir le acometió de repente. —¡Te vamos a pasear por la población! —gritó Doyle—. ¡Un espantajo así vale la pena lucirlo en todas partes! ¡Anímate, Tom! ¡Todas las chicas se van a enamorar de ti! Tom inició un movimiento de huida, replegándose hacia el fondo del porche. Doyle hizo entonces un gesto a sus compañeros, que se abrieron en abanico para cercarle. —¡A por él, muchachos! —¡Que no escape! Tom Donald lanzó un gemido. Se dio cuenta de no tenía salvación, de que iban a pasearle por todo Carson City con aquel disfraz, y de que incluso le obligarían a beber en los saloons más concurridos Después de aquello él tendría que marcharse avergonzado de la ciudad, y Gladys no volvería a mirarle a la cara. Este solo pensamiento le dejó sin respiración. ¡Tenía que huir! ¡Huir de allí como fuese! Vio que sus tres «amigos» iban a acorralarle, y comprendió que no tenía la menor posibilidad de defenderse contra su ataque conjunto. La única posibilidad que le quedaba era llegar hasta un amarradero que estaba a unas quince yardas y apoderarse de alguno de los caballos sujetos. Varios vaqueros se acercaban ya, entre alarmados y divertidos. Los gritos seguían resonando dentro de la casa. Doyle atacó primero. Se lanzó en tromba y pretendió sujetarle por la cintura, pero Tom era más ágil que él. Fintó hábilmente y esquivó la acometida de Doyle, que a causa de su propio impulso rodó sobre las tablas del porche. A continuación Tom Donald corrió como un gamo hacia el amarradero de los caballos. Doyle, furioso sacó un revólver de su funda sobaquera. —¡Maldito, perro! ¡Todo lo que Doyle manda se tiene que hacer! ¡Vuelve o te clavo una bala en las piernas! Tom estaba, ya desamarrando un caballo. En aquel fomento un vaquero llegaba ya corriendo por el centro de la calle. —¡Eh! ¡Ese animal es mío! ¡Si lo toca le abraso! Los gritos, en lugar de hacer reflexionar a Tom, aumentaron su terror. Era ya como un pobre perseguido y al que toda la chiquillería acosa. No sabía ya dónde estaba el bien ni dónde estaba el mal. No se daba cuenta de que estaba robando un caballo y de que eso podía significar la horca en determinados casos, según qué clase de jurado se reuniera para juzgarle. Sólo pensaba en huir, huir. De un salto montó sobre el caballo, cuando este estuvo libre. Se produjeron dos disparos, uno viniendo de Doyle y otro, del vaquero. Las balas silbaron juntó a las orejas del animal, que se enloqueció también lanzándose a un rabioso galope. Doyle, rabioso al ver que fallaba su disparo, creyó que estaba en ridículo por no saber detener a un hombre que huía. El orgullo, que siempre le había dominado, llegó a convertirle en una especie de loco furioso. —¡Te mataré! —gritó mientras Donald huía—. ¡Te mataré aunque tenga que perseguirte hasta el fondo del desierto! El vaquero, junto a él aulló: —¡Ese caballo te costará ir a la horca! Las frases llegaron con absoluta perfección a oídos de Tom Donald, aumentando su pánico. La idea de huir llegó a convertirse en la más obsesionante de su vida. Huir al desierto; enterrarse en cualquier lugar. El vaquero a quien había robado el caballo tenía ganas de iniciar una persecución. Estaba seguro de que el fugitivo, llevando la dirección que llevaba no podría ir muy lejos. Pero Doyle sí que quería perseguirlo. Doyle estaba ciego de ira por lo que consideraba un fracaso, y se apresuró a correr hacia la más cercana cuadra pública para que le dieran un caballo. —¡Llegaré hasta donde sea! —gritó —. ¡Le destrozaré con mis puños! Corría por el centro de la calle. De pronto una especie de mole se interpuso ante el. —¿A quién vas a destrozar, muchacho? Doyle alzó la cabeza. Sudoroso, jadeante y lleno de rabia, su primer impulso fue dar un empujón al intruso y seguir adelante, pero al fijarse bien en el tipo que le cortaba el paso tuvo que desistir. Aquella mole humana correspondía a un tipo alto, muy grueso, pomposamente vestido y con una gran cadena de oro cruzándole el voluminoso abdomen. Doyle le conocía bien. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, uno de los mas respetados dé Carson City, y se llamaba Orson. —¿A quién vas a destrozar? — repitió. —A un maldito renegado, un fulano que se cree que se puede desobedecer impunemente a Doyle. —¿Desobedecerte? Tu no eres ninguna autoridad, muchacho. —Para ese tipo, sí. —Ya lo he visto. Se trataba de Tom Donald. Un buena fe, un hombre del que todos se aprovechan. —¡Basta de charla y déjeme pasar! —Calma, calma, pequeño. Cuando Orson pregunta hay que contestarle. ¿De quién ha partido la idea de la broma? Doyle rechinó los dientes. Con gusto hubiera pegado un par de directos al estómago de aquel tipo, pero no podía. Orson era socio dé Harper, y estaba considerado como uno de los hombres más ricos de la ciudad. Además, prestaba dinero de vez en cuando, y Doyle, joven vicioso y que nunca tenía bastante, le adeudaba más de once mil dólares. Le convenía, por tanto, estar a bien con él, por que si Orson exigía la deuda y el padre de Doyle se enteraba, lo menos que haría sería desheredarle y enviarle a trabajar a un rancho. Por eso Doyle, improvisó una forzada sonrisa de conejo y dijo con amabilidad: —Ese tipo se me va a escapar. Le ruego que me deje libre el paso. —¿Has sido tú el inventor de esa broma? —Sí. Orson apretó los labios. —Pues eres, un miserable. —¡Oiga…! Orson le sujetó por las solapas y sin aparentar esfuerzo lo elevó dos pies sobre el suelo. —¿Algún comentario, amiguito? ¡Diablos! Doyle nunca hubiera sospechado que Orson tuviera tanta fuerza. ¡Aquel tipo era un demonio! —No… —balbució—. Asunto resuelto. —Debería darte vergüenza abusar de la buena fe de ese muchacho. —Ha sido una broma inocente. —Te he visto disparar con tu revólver, y esas cosas nunca son inocentes, amigo. —Está bien; espero que no informe usted a mi padre. —Tu padre lo sabrá todo cuando regrese de su viaje a Sacramento, pero no será por mí. Los comentarios, de la gente le advertirán. —¡Pues entonces ese condenado Tom Donald lo pagará con la vida! —Y a ti te costará once mil dólares al contado. —Después de liquidar a ese imbécil le pagaré mi deuda con mucho gusto. —Puede que te obligue a pagarla antes. Doyle. He tenido mucha paciencia ya contigo, y veo que esto va a terminar en una interesante conversación entre tu padre y yo. Ahora lárgate. Pero recuerda que lo único que mereces por tu conducta es un salivazo en plena cara. Doyle se desasió. —¿Ahora puedo largarme? Cuando ese tipo me ha tomado ya demasiada ventaja, ¿verdad? —Si eres tan buen jinete aún le alcanzarás. —Lo único que Tom sabe hacer es montar a caballo. En terreno liso y de noche no habrá quién dé con él, pero eso es lo de menos. ¡Ya le alcanzaré! ¡Tendrá que volver a Carson City o iré yo a buscarle al fondo del desierto si antes no se lo han comido los buitres! Orson hizo una mueca de desprecio, apartó a Doyle como quien aparta a un perro y siguió su camino, ocupando él solo el centro de la calle, igual que un rey. Doyle lanzó una imprecación en voz baja y se dirigió a donde le aguardaban sus dos amigos. —Esto no quedará así —masculló. —No te preocupes. El mismo, al huir, se ha condenado. Habrá una denuncia contra él por cuatrero, pero además… ¿a dónde va a ir con esas ropas y sin comida? Lo más fácil es que el desierto lo devore y dentro de unos meses encontremos sus huesos afilados por el pico de los buitres. *** Tom Donald se dio cuenta al amanecer, cuando concedió un largo descanso a su caballo: no tenía armas ni víveres, no conocía apenas el desierto y no podía volver a Carson City. En otras palabras: era un condenado que está ya al pie de la horca. El hambre le atormentaba, y decidió entonces! registrar bien la pequeña bolsa que colgaba de la silla del caballo. Confiaba encontrar allí algún arma que le permitiera cazar, aunque el desierto solo era sobrevolado por unos cuantos pajarracos. Pero lo que encontró fue mucho más satisfactorio. El vaquero dueño del caballo, tenía en aquélla bolsa un poco de pan y unos arenques, restos tal vez de un desayuno. Tom los consumió y se sintió mas confortado, aunque pronto empezó a atormentarle la sed. Y en el desierto era imposible encontrar una gota de agua… Recordó entonces lo que le habían dicho acerca del rancho comprado por Harper en mitad de la espantosa llanura. Si lograse llegar hasta él… Allí había agua y contaría con la protección de unos buenos amigos. Sólo con que le dejasen explicarles lo sucedido ya habría bastante. Comprendiendo que el caballo moriría si continuaba con él, puesto que no podía contar con hierba ni con agua, le dio una palmada y el animal regresó cansinamente a Carson City. De este modo, al verlo llegar, creerían todos que él había muerto y dejarían de perseguirle. Se puso a caminar a pie, siempre en la dirección aproximada en que calculaba encontrar el rancho de Harper. Durante veinticuatro horas anduvo sin descanso, guiado por la desesperación hasta que al amanecer cayó extenuado en el fondo de una vaguada, oyendo ya a lo lejos el siniestro aletear de los buitres que empezaban a trazar círculos sobre él. No supo cuánto tiempo había estado sin conocimiento, sí un día o una sola hora. Cuando recuperó la noción de sí mismo, el sol ya estaba en declive, y entonces se dio cuenta del mucho tiempo que había permanecido allí. Reunió sus fuerzas e intentó salir. Pero el rumor de un grupo de caballos que se acercaban le hizo ponerse instantáneamente en guardia, hundiéndose otra vez en el fondo de la vaguada. Desde allí, espió. Los que se acercaban eran seis caballos, en uno de los cuáles montaban dos personas: un hombre y una mujer. Esta iba montada delante y se estremecía a intervalos, cada vez que el hombre intentaba acariciarla. Cuando estuvieron más cerca. Tom Donald reconoció al tipo que llevaba prisionera a la chica. Era Colman, un pistolero sin entrañas a quien habían estado a punto de colgar en Carson City, logrando huir casi en el último momento. Y los otros, sin duda, formaban su banda. Todos menos uno, qué iba atado a la silla y se estremecía cada vez que Colman hacía un movimiento hacia la muchacha. Sus voces, en la calma absoluta del desierto, llegaron hasta Tom con nitidez. —Si vuelves a mover la mano, te mataré. ¡Juro que te mataré! —decía el hombre atado a la silla. —¡Ah! Pero ¿todavía tienes agallas? —Mientras yo conserve la mano derecha tu vida corre peligro, Colman. ¡Sólo necesitare un revolver y una décima de segundo para enviarte al infierno! —¿Y crees que vas a conservar la mano derecha durante mucho tiempo? —El suficiente para matarte. La voz de la muchacha imploró: —Déjalo, Peter; no te comprometas más por mi. No provoques más a esta fiera sanguinaria. —Sí que tienes buena opinión de mí, nena —rio Colman. —Basta mirarte a los ojos para saber lo eres. —Y a ti basta mirarte a la cara para saberlo también, preciosa… ¡un angelito! Peter Halloran iba a gritar algo cuando uno de los pistoleros gruñó: —No hacemos más que dar vueltas y vueltas, jefe! Los caballos están reventados y parece que no vamos a ninguna parte. —Pues vamos a una. —¿Sí? No lo parece. —¿Es que quieres dejar huellas que lleven directamente a un sitio, imbécil? Es posible que alguna patrulla nos siga desde Little Sun, y hay que desorientarla completamente. Por eso hemos estado jugando a dar vueltas sobre la arena, descansando de día y avanzando de noche. Nadie nos ha seguido, ¿verdad? ¡Pues es ahora cuando podemos considerarnos completamente libres! El pistolero que había hablado se mordió el labio inferior. —¿Y cuándo vamos a ir a aquel rancho, jefe? —preguntó después de un breve silencio. —Ahora. —Pues no estamos lejos, Llegaremos al amanecer. —Quiero acampar a cierta distancia, para que no nos vean. Detrás de las rocas donde nos ocultamos la otra vez, por ejemplo, Y cuando la oscuridad comience iniciaremos el ataque. No habrá luna, y durante el día habremos tenido oportunidad de estudiar el terreno. —¡Magnífico! ¡Allí vamos a encontrar oro para ser ricos durante toda nuestra vida! —Y una vez liquidados los guardianes, será aquel un lugar tranquilo para gozar del amor de este angelito. Al hablar, Colman miraba cínicamente a Lorna. Esta hundió la cabeza sobre el pecho y se puso a llorar, impotente para moverse. Su hermano Peter Halloran lanzó un verdadero rugido. —¡No te arriesgues a tocarle un pelo, cerdo! Porque mientras yo conserve la mano derecha tu vida correrá peligro! Colman se volvió para mirarle con rabia. —¡Ya me estoy cansando de oírte hablar de tu mano derecha! ¡Maldita seas! ¡No volverás a manejarla más! Arrojó a Lorna a tierra,, como el que tira un fardo y ya con las manos libres desenfundó su cuchillo «Bowie». Lorna, desde el suelo, estremecida de dolor, suplicó: —¡No!… ¡Haré lo que quieras!… ¡No toques a Peter…! ¡Nooo! Pero Colman acercó su caballo, rechinando dientes. Sus ojos tenían una mirada demoniaca. Peter Halloran no pestañeaba. —¡Nooo…! —gritó Lorna. Colman movió el Cuchillo. El grito desgarrador de Lorna vino a unirse al aullido de Peter Halloran, que perdió el sentido mientras la arena del desierto empezaba a mojarse con gotas dé sangre… CAPÍTULO X UN RANCHO SOLITARIO Tom Donald, estremecido aún por el horror, vio al lampo alejarse bajo las sombras de la noche, que se iban haciendo cada vez más espesas. Peter Halloran, el hombre prisionero, estaba doblado sobre el cuello de su caballo sin haber recobrado el sentido aún. No se caía porque estaba atado a la silla, pero era como un bulto inerte. Su hermana Lorna, gemía, entrecortadamente, obligada otra vez a montar junto a Colman. Las sombras de la noche se los tragaron por completo unos minutos más tarde. Pero ni aun entonces se atrevió Tom a salir de su escondite y siguió oculto en el borde de la vaguada. Su traje negro le hacía invisible en la noche, pero no tuvo alientos para salir de allí. Lo que acababa de presenciar era demasiado horrible. Lo más horrible que había visto en su vida. Necesitó varios minutos más para tomar aliento. Salió al fin y se acercó al sitio donde había tenido lugar la tragedia. Fue entonces cuando oyó el rumor de otro caballo. Un caballo solitario. Inquieto ante aquel movimiento desusado, Tom Donald dio un salto y ganó otra vez las profundidades de su escondite. Desde allí vio acercarse al hombre. Era un tipo joven, vestido como un vaquero, y a pesar de la penumbra se adivinaba su recia musculatura, su flexible Corpulencia, la expresión cruel y penetrante de sus ojos. Aquel hombre llegaba exactamente por el mismo sitio que poco antes él grupo, por lo que a Donald le pareció evidente que estaba siguiendo sus huellas. Esperanzado, intentó descubrir la estrella sobre sus ropas, pero el recién llegado no llevaba ninguna. Podía ser un pistolero más. En realidad lo parecía. Sólo dos cosas eran lógicas en aquella situación. El que seguía a los pistoleros de Colman o era un sheriff o era un granuja como ellos. Después de no ver ninguna estrella en el pecho del recién venido, Tom tuvo que inclinarse por esta última posibilidad. Convenía, pues, que no le viese. Aquel tipo, aun era joven, tenia la cara do esos fulanos que liquidan un hombre en el mes de marzo y no empiezan a preguntarle su nombre hasta el mes de abril. Quieto como una piedra del desierto, vio acercarse al jinete, que se detuvo justamente en el sitio donde el grupo de pistoleros había estado antes, es decir a unas catorce o quince yardas. Allí él recién llegado quedó como una estatua mirando el suelo. La oscuridad no era tan intensa aún que no permitiera a Tom ver las arrugas de su frente y el brillo cruel de sus ojos. Se dio cuenta de que al hombre estaba mirando las manchas de sangre que había en el suelo arenoso, y que formaban un rastro oscuro durante unas cuantas yardas. El jinete también estaba viendo lo que había horrorizado a Tom Donald, pero al parecer éste no se había dejado impresionar por aquel macabro hallazgo. Porque lo que había en el suelo, junto a las manchas de sangre, era una mano humana. Una mano derecha cortada. El hombre descendió de su caballo, descolgó el rifle que había en el arzón de la silla y con la culata hizo en la arena un hueco lo bastante grande para enterrar aquella mano. —No es necesario que te coman los buitres —dijo con voz clara. Acto seguido cubrió de arena el macabro resto y la apisonó bien, poniendo unas piedras encima para que a ningún animal del desierto se le ocurriera desenterrarla. Hecho esto el hombre volvió a montar a caballo clavó espuelas suavemente para que éste continuara siguiendo las huellas. Fue en ese momento cuando Tom Donald lo reconoció. Había visto un pasquín con su retrato en la oficina del sheriff de Carson City poco tiempo atrás. ¡Estaba seguro! ¡El tipo aquél se llamaba Larry Precival! —Tiene tanta fama de pistolero como Colman —susurró, llevándose una mano a la cabeza—. ¡De buena me he librado! ¡Si llega a verme! Pero ya Larry había desaparecido. Ya todos los peligros parecían haber cesado para Tom Donald. Claro que podía estar persiguiéndole el tipo a quién robó el caballo. Podía estar persiguiéndole también Doyle, quien había jurado matarle. Le urgía, por tanto, llegar al rancho de Harper. Tom salió de su escondite y, reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban se encaminó hacia el rancho, siguiendo las huellas de los jinetes. *** No había luna, y no vio el blanco edificio del rancho hasta que lo tuvo casi encima. Había un silencio espectral en la llanura. Un silencio extraño, porque Donald había esperado encontrarse allí con un fuerte tiroteo. Pero al parecerlos de Colman debían haber aplazado el ataque para mejor ocasión, o quizá lo efectuarían más entrada la noche. De un modo u otro convenía hablar con Harper cuanto antes. Tom examinó el edificio y le pareció grande y hermoso, aunque parte de él estaba todavía casi en ruinas. —Vaya manía ha tenido Harper al encerrase aquí —pensó Tom—. Pero para mí esto es providencial. No obstante, el rancho estaba bien vigilado, Tom fue descubierto gracias a sus vestiduras negras, pero al llegar cerca del porche oyó una voz. —¡Chist! Se pegó a una de las paredes como una sombra. La oscuridad era casi completa. Oyó el tintinear de unas espuelas y al cabo de unos segundos un hombre armado con un rifle pasó junto a él, sin verle. —¡Chist! —repitió el centinela. Al instante, otro hombre igualmente armado se reunió con el primero. —¿Qué hay, Sam? —¿No has oído un ruido? —Yo, no. ¿Por qué? —Pues yo juraría que he oído pisadas. Como si alguien se acercase. —Me parece que sufres pesadillas, Sam. —No lo niego. Desde que está ese ataúd ahí no hago más que ver vampiros por todas partes. El otro lanzó una breve carcajada. —Los vampiros no hacen ruido, Sam. —Por eso. —Pero tú has oído unas pisadas, ¿no? —Como si alguien viniera hacia aquí. —Debía ser alguna piedrecita arrastrada por el viento, idiota. —No, no es eso. Yo tengo buen oído y sé distinguir las cosas. Te aseguro que esto no me gusta. —Pues le dices al patrón que te largas y en paz. —Es que el patrón paga bien y es una excelente persona. Fastidia dejarlo por eso. Pero si no se lleva pronto ese ataúd de aquí, voy a tener que plantearle la papeleta. Tom, aprovechando la distracción de los dos hombres se fue alejando poco a poco siempre pegado a la pared. Pero aún logró oír su conversación durante unos instantes. —Lo que ocurre es que tú estás muerto de miedo Sam —decía una voz. —No lo niego. —Y crees que por todas partes va a venirte a ver ese vampiro. —Yo lo que pienso es que si ha de venir… vendrá en una maldita noche como esta. —¿Por qué? —¿No te has dado cuenta? No, hay luna. No se ve a dos pasos. —Entonces peor para él. Tropezará contigo. —¡Eso no lo digas ni en broma! La voz de Sam era temblorosa. —Sí, hombre, sí… vete con cuidado no te vaya a dejar sin sangre. —Yo lo que sé es que buscará su ataúd y que no parará hasta encontrarlo. —Se me ocurre una idea. ¿Por qué no te sientas sobré la tapa y esperas a que venga? —¡Maldito seas! ¡Me vas a hacer estar temblando toda la noche! Resonó una leve carcajada. —Muy bien… Sam. Adiós… Pero ten cuidado no tropieces con él. Como no hay luna… Se oyó una imprecación y luego los pasos de los dos hombres que se alejaban en direcciones opuestas. Pero Tom Donald casi no prestó atención a aquello Había visto algo mucho mejor. A través de la ventana juntó a la cual se encontraba, acababa de ver la gran cocina del rancho, en el techo de la cual ardía una lámpara de petróleo. Había allí grandes tinajas de agua y algunas fuentes con comida para el desayuno del día siguiente. Esas fuentes eran más preciosas a los ojos de Tom Donald que si contuviesen oro. No le costó ningún trabajo forzar la ventana, que estaba medio abierta. Hecho esto Se introdujo en la cocina y calmó su sed bebiendo hasta hartarse. Luego tomó pan y una lonja de tocino y lo devoró todo. Aquello le hizo sentirse mejor instantáneamente, como si desapareciera dé su cuerpo toda la espantosa fatiga del desierto. Pero aquello no podía durar. Oyó las pisadas de alguien que se aproximaba a la ventana. Según había oído, los centinelas estaban asustados por algo, y en tal caso dispararían primero y preguntarían después. No podía arriesgarse a que lo encontraran hasta después de haber hablado con Harper. Se pegó a una de las paredes. Vio a Sam, un centinela gordo, siempre con su Winchester bajo el brazo, pasear ante la ventana. Una vez hubo desaparecido Sam, Tom abrió sigilosamente la puerta de la cocina y vio que había otro vaquero vigilando en el pasillo. Aquello no parecía un rancho, sino un cuartel en pie de guerra. Tom lanzó una imprecación para sus adentros y volvió a salir por la ventana. La oscuridad era más absoluta cada vez, pues había nubarrones bajos. Demasiado tarde se dio cuenta Tom Donald de que Sam el centinela grueso, volvía hacia la ventana. Ya lo tenía casi allí. Lo vio confusamente entre tinieblas, y en su intento de huida, Tom tropezó con él. Oyó un ruido, y creyó que le había atravesad una bala. «He chocado con su rifle —pensó—. Han disparado sin piedad…». Vacilando, se agarró al cuerpo de Sam para no caer. El alarido espantoso de este hizo estremecer la noche entera. Y cuando Sam cayó redondo al suelo, quedan sin sentido, Tom se dijo, lleno de asombro, que no había visto una cosa más extraña en todos los días de su vida. Pero ya el rancho estaba en conmoción. Se oyeron pasos apresurados que se acercaban. El «clac» característico de varios rifles al ser montados se oyó también. Tom no podía elegir. Tenía que ocultarse y dejar las explicaciones para más tarde o aquella seria la última noche de su vida. Los pistoleros que vigilaban aquello dispararían como locos en cuanto le viesen aunque él ignoraba todavía la razón. Saltó nuevamente al interior, por la misma ventana y se lanzó a tierra cuando la puerta se abría para dar paso al centinela del pasillo, al que ya había visto antes. Este pasó junto a él, casi rozándole, sin verle se asomó por la abierta ventana. —¿Qué ocurre? Otros dos hombres, al menos, se habían acercado ya. —No sabemos. Es Sam. —¿Está herido? —No lo parece. Yo diría que se ha desmayado. —Pero ¿desmayado por qué? ¡Menudo grito! —Ni que hubiese visto al diablo en persona. —Esperad. Le echaré un poco de agua. El que estaba en el interior lleno un recipiente y lo tendió a los de fuera, qué lo derramaron de un golpe sobre el rostro de Sam. Pero ni aun así recobró este el sentido. —Llevadlo adentro. Habrá que reanimarlo con unas gotas de ron. —Vamos, levantadlo. Nadie se preocupaba ya de vigilar, y ese fue el momento que aprovechó Tom Donald para deslizarse desde la cocina al pasillo, en busca de un escondite hasta que pudiera hablar con Harper. Nadie se dio cuenta de su rápida maniobra. Pero en toda la casa se oían ruidos. El grito de Sam había sembrado la alarma, y estaría perdido si no actuaba pronto. La primera habitación que abrió correspondía a un armero donde había rifles de todas clases. «Esto será lo primero que buscarán», pensó Tom. Y cerró puerta. Al lado había otra habitación. La abrió. Y la luz del pasillo le permitió ver que era una pieza de paredes desnudas, sin ventanas, en cuyo centro había… ¡un ataúd! Por fin había encontrado Tom lo que buscaba. Nadie le encontraría allí. Suspirando con alivio entro en la habitación, dejando la puerta entornada para que se filtrase un poco de luz, levantó sin esfuerzo la tapa del ataúd y se introdujo en él tranquilamente porque parecía hecho a su medida. Tom Donald, reventado por el interminable viaje a través del desierto, se sintió la mar de a gusto allí ¡Ni que estuviera en una cama! Minutos después se había quedado profundamente dormido. CAPÍTULO XI LOS SITIADORES Colman tiró suavemente de las riendas al llegar a la altura de las rocas sobre la colina: —Aquí es —dijo. En efecto, era el mismo lugar desde el que habían estado observando el rancho unos días antes. Los otros jinetes se detuvieron tras él. Peter Halloran, que apenas había recobrado el conocimiento, se bamboleaba sobre la silla a punto de romper las ligaduras con su peso y caer a tierra. Tuvo que ser uno de los pistoleros el que detuvo su caballo con un suave golpe en el morro. Lorna lloraba en silencio. Sólo se oyó durante unos instantes el roce de los paseos y el piafar de los cansados caballos. Colman dijo entonces: —Nos quedaremos tras estas rocas. —Pero esto está demasiado lejos del rancho —gruñó uno—. Aunque nos acercáramos más, tampoco nos Verían. —Sé que no nos verán porque no hay luna, pero es que tampoco quiero que nos oigan. Ese rancho debe tener hombres que lo custodian, y es posible por el desierto merodee alguna patrulla. —¿Es que no vamos a atacar ahora? —Es pronto. —¿Quiere esperar a que estén más dormidos? —Por lo menos hasta las dos o las tres de la madrugada. Sé por experiencia que el segundo turno de guardia no se hace con tanto entusiasmo como el primero. A esa hora nos acercaremos a pie, avanzando de uno en uno, y los liquidaremos antes de que sepan lo que les ocurre. Todos guardaron silencio, comprendiendo que aquel plan era el más razonable. Por otra parte, necesitaban un descanso, después de los días de infernal galopada que habían llevado desde que salieran de Little Sun. Unas horas de quietud les sentarían bien a todos. Pero Colman no parecía tener demasiadas ganas de reposo. Con una sonrisa burlona dijo: —Además yo tengo algo que hacer. Y miró a Lorna insistentemente. A pesar de la oscuridad, ella sintió clavados en los suyos, con obsesionante, fijeza, aquellos ojos diabólicos. Y hasta ella llegaban los gemidos entrecortados de su hermano Peter, que sentía despertársele cada vez más el dolor… ¡Y sólo veía una horrible herida, un muñón de trapos ensangrentados en el lugar donde antes estuvo su mano derecha! Nunca como en aquellos momentos se había sentido Lorna tan desdichada, tan perdida. Nunca, ni cuando vio morir a sus padres. Allí abajo unas diminutas luces significaban que había un rancho, que a sólo un par de millas estaban la civilización, la ley. Pero aquí, entre estas rocas, ella no era más que una víctima indefensa ante los ojos diabólicos de Colman. Quiso gritar, pero comprendió que sería inútil. Aunque desde el rancho la oyesen, cosa que era difícil, ya estaría cien veces muerta cuando llegase ayuda. —Apéate —dijo Colman. Ella se dejó caer del caballo, intentando desesperadamente huir por entre las patas de los animales, guiada por no sabía qué loca esperanza de perderse en la oscuridad. Pero Colman, no era un novato. Lanzo una carcajada y la arrojó su caballo encima, haciéndole rodar por el suelo, casi a sus pies. Lorna sollozó desgarradoramente. —Yo te enseñaré otro día cómo se huye —dijo Colman con una sonrisa cuadrada—. Conmigo aprenderás muchas cosas, nena. —Si la tocas te mataré como a un insecto —dijo la voz ronca de Peter Halloran. Colman le miró, no dando crédito a sus oídos. —Pero ¿aún respiras tú, gusano? —Aún soy capaz de matarte, Colman. No me has destruido. —¿Y cómo me liquidarás? ¿Con tu mano derecha? La voz de Colman era tan despiadada, tan cruel, que Lorna lanzó otro sollozo. Pero Peter, transido por el dolor, insistió sin embargo: —Sé que algún día podré matarte, Colman. —Yo, en cambio, soy más generoso. No te mataré. —¿Es que tú has podido sentir la generosidad alguna vez? ¿Es que sabes lo que es eso? —No te mataré —insistió Colman— porque seria demasiado sencillo para ti. Una bala entre las cejas y acabar, ¿verdad? Nada de eso, mi querido Peter Halloran, nada de: eso. Tú estuviste a punto de enviarme a la horca y yo te haré sufrir cien veces la agonía que sufrí en la cárcel de Carson City. Las balas entre las cejas no hacen ningún daño, Halloran, y por eso he pensado en algo mejor para ti. Contemplaras el deshonor de tu hermana y a ti te iré convirtiendo en un gusano que se arrastra por tierra. ¿Te das cuenta de que lo que he hecho con tu mano derecha podría hacerlo, por ejemplo, con tu pie izquierdo? Las frases de Colman eran tan despiadadas qué el propio Peter, que nunca había pedido compasión a nadie, sintió en la boca un gasto desesperadamente amargo. Rechinaron los dientes de Lorna. Pero pistolero siguió hablando con una espantosa calma. —Llegará un momento en que no serás un ser humano, Halloran. Te iré destrozando poco a poco. Te dejaré mudo y te arrancaré los ojos. No vivirás, pero seguirás vivo, ¿entiendes? Para desgracia tuya seguirás vivo. Y yo aún diré: «He sido generoso puesto que tuve ocasión de matarle y no le maté». Después de estas, palabras lanzó una brutal carcajada, mientras se apeaba del caballo y se dirigía hacia Lorna. —Ven aquí, nena. Acércate a Colman. Peter intentó saltar de su caballo, en un ciego impulso, e incluso consiguió romper las ligaduras que le sujetaban a la silla. Pero estaba demasiado débil a causa do la pérdida de sangre. Cuando llegó a tierra fue sólo para lanzar un gemido y quedar exánime. Colman ordenó: —Volved a atarle. No quiero sorpresas con él, ¿entendido? Dos de vosotros montaréis guardia hasta las dos de la madrugada, haciendo un relevo cada hora Organizad los turnos. —Bien, jefe. Uno de los pistoleros había ya extendido una manta sobre el suelo arenoso, preparando así el sitio donde iba a descansar Colman. Lorna, con los ojos cerrados, mientras dos lágrimas quemaban sus mejillas, permanecía quieta como una estatua. —Ven aquí, preciosa —rió Colman. Los cuatro pistoleros que formaban su cuadrilla se habían alejado. Uno de ellos, había sujetado por los pies al inanimado Halloran y se lo llevaba a rastras. Colman repitió: —Acércate, princesa. Pero Loma siguió inmóvil. —Antes te obligaré a que me mates —dijo sencillamente. —¿Matarte? ¡Qué ridícula equivocación! Muerta, no me servirías de gran cosa. Seguirás, viva para que lleguemos a ser grandes amigos. Ven aquí. Quiero que te acerques por tu propia voluntad. Lorna, con los ojos cerrados, continuaba tan quieta como una estatua. Y Colman empezó a perder la paciencia. —¡He dicho que vengas! Dominado por la ira al ver su quietad, se puso en pie para abalanzarse sobre ella y arrastrarla a la fuerza. —Yo, en tu lugar, no lo haría, Colman. El pistolero se volvió como si detrás de él acabase de oír el silbido de una serpiente. Pero tuvo la suficiente astucia para no echar mano al revólver, por que era de suponer que el que le había hablado ya estaría apuntando. Y si veía que iba a empuñar el colt le saltaría la tapa de los sesos. A pocos pasos de él, apoyado negligentemente en una roca, vio a Larry Percival. Larry tenía los brazos cruzados y a pesar de las tinieblas casi absolutas se veía que no iba a hacer ningún gesto para tocar sus armas. En sus labios había dibujado una sonrisa. Y sus ojos seguían mirando de aquella forma cruel, casi inhumana. Lorna, al verlo, lanzó un gemido de estupor. Pero mucho mayor aún era el estupor de Colman. —¿Tú…? —musitó. —Yo mismo. Y si te parece que no me has reconocido bien, puedes encender un fósforo. —Muchas ganas tienes de bromear en la noche de tu muerte, Larry. —Mi padre decía que, desde que nacemos, todas noches morimos un poco. Celebro saber que mi padre y tú estáis de acuerdo, Colman. —¿No se te ha ocurrido pensar qué tengo cuatro hombres aquí cerca, imbécil? Seguramente nos han oído ya y se han puesto en movimiento. Te estarán rodeando en estos instantes. —Peor para ellos. —¿Sí? Tiene gracia. —Si son cuatro hombres y yo llevo doce balas en los revólveres, puedes echar la cuenta tú mismo. Corresponden a tres por cada uno. Pero no quiero matarlos porque luego me tendría que pasar abriendo sepulturas toda la noche. Colman estaba seguro de que podía matar a aquel hombre, de que tenía la partida ganada, pero aun así lengua y la garganta se le habían quedado secas. Intentó ganar unos minutos, justos los necesarios para que sus hombres pudieran acorralarle. —¿Cómo lograste escapar de la casa de Halloran? —preguntó—. Estabas bien atado… —Me costó horas librarme de los nudos. —¿Y el agente del sheriff? ¿No vino? —Claro que vino. —¿No vio el cadáver de su jefe? —Al entrar estuvo a punto de tropezar con él, y darse de narices contra el suelo. —¿Y aun así no te mató? —Es que el pobre, al salvarse de dar de narices contra el suelo, dio de narices contra mis puños. Colman abrió su boca reseca. Aquel tipo estaba loco al seguirle el juego. Seguro que sus hombres le acorralaban ya. Seguro que un minuto después podría pisar su cadáver. —Es lo único que te faltaba para redondear tu carrera, Larry —murmuró quedamente. —Eso no te importa ya. ¿No dices que vas a matarme? Pues ahí terminará todo. —Lo haré, seguro que lo haré. Pero antes quisiera saber por qué has venido en mi busca. —Es que me has caído simpático. —Pues hemos procurado no dejar demasiadas huellas, excepto en aquellos lugares, donde podíamos confundir a los que nos siguieran. —¿De verdad? Pues ni que fuerais un regimiento amigo. Hasta un niño podría seguiros. Y ahora hazme caso y deja en paz a la chica. Colman fue a contestar, pero en ese momento las palabras quedaron cortadas en su garganta y estuvo a punto de lanzar un grito de alegría. Porque uno de sus pistoleros acababa de aparecer ya por detrás del cuerpo de Larry Percival. CAPÍTULO XII UN HOMBRE EN LA NOCHE Colman gritó de repente: —¡Muy bien, Jack! ¡A por el! —y en seguida añadió—: ¡lo quiero vivo! Sabía que su pistolero sería más rápido. Sabía que Larry no iba a tener tiempo de volverse. Y, en efecto, Jack se lanzó hacia el cuello de Larry dando un salto para caer sobre él. Pero aquel salto, de pronto, quedó cortado de la manera más extraña. Pareció como si una mano invisible le hubiese detenido en el aire. Dio una voltereta y cayó estrepitosamente al suelo. Claro que antes de que cayera Larry le «ayudó» con un soberbio gancho a la mandíbula que hizo que la vuelta de campana fuera más completa. Con esto se distrajo unos segundos, los suficientes para que colman se decidiera a echar mano al revólver. No comprendía nada de lo que le había sucedido a su compañero —en el primer momento incluso le pareció algo de magia—, pero eso no le impidió aprovechar la oportunidad. Movió la derecha con una rapidez fulminante y extrajo el «Colt». Lorna gritó en ese momento: —¡Cuidado! Una llamarada brotó del costado de Larry, que apenas había logrado volverse aún, y el revólver que Colman empuñaba saltó hecho virutas de acero antes de que lograra apretar el gatillo. El pistolero abrió la boca, asombrado. Tan asombrado que ni siquiera se dio cuenta de que en su mano derecha se marcaba una roja línea de sangre! No sólo había sido portentosamente rápido movimiento de Larry, sino que su puntería era mucho más portentosa aún, a causa de la oscuridad. Con el «Colt» en su derecha, Larry trazó ahora suave movimiento que cubría todo el campo. —Si me obligáis a disparar otra vez lo haré —dijo con voz seca—. Y puede que entonces no me contente con tirar a las manos. Varios pistoleros de Colman estaban en la zona de tiro. Ninguno de ellos se atrevió ni a pestañear. Colman, era, sobre todo, un hombre astuto. Nunca arriesgaba nada cuando sabía que podía perder, por eso esbozó una forzada sonrisa. —¡Vaya! —dijo—. Veo que eres un tipo de mucho genio. Más valdrá tomar las cosas como están. —Sí. Más valdrá. —Guarda ese revólver ¿No te pesa demasiado? Larry también sonrió: —Voy a guardarlo. Colman. Pero puede que alguno de tus hombres le pese demasiado su propia piel. Y si quiere desprenderse de ella le aconsejo que se mueva cuando yo deje el «Colt» en la funda. Lo dejó. No se movió nadie. —Me gustaría saber qué es lo que ha pasado con el hombre que te atacó por la espalda —dijo Colman—. Aun no lo entiendo. —No soy tan imbécil como para andar descuidado —dijo Larry—. Tendí una cuerda a media altura entre las dos rocas que quedaban a mi espalda, con la oscuridad ese bobo no la distinguió. El «bobo», sentado en el suelo, se rascaba ahora la mandíbula cuidadosamente, con la sensación de que se la habían roto. —Tuvo que habérseme ocurrido — gruñó Colman—; estabas demasiado tranquilo. Pero con tu maldito disparo nos has echado por tierra un plan que yo había venido elaborando cuidadosamente durante toda la semana. —El disparo no lo he hecho por mi gusto. ¿Qué plan era el vuestro? Colman no contestó. Trataba desesperadamente de encontrar un punto flaco a su enemigo, pero por momento no encontró ninguno. —Ya lo imagino —dijo Larry,— Pensabais atacar ese rancho aislado en la llanura. —¿Y qué, si hubiéramos pensado atacarlo? —grullo Colman. —Confiabais en la sorpresa y os ha fallado a causa de ese estampido. —Así es. —Pero tú eres muy listo, Colman. Encontraras otros procedimientos. —Es muy fácil decirlo. ¿Sabes cuántos hombres hay guardando ese maldito rancho? —Ni idea. —El otro día conté ocho. ¡Ocho fulanos bien armados para custodiar una casa insignificante perdida en el desierto! ¿Eres lo bastante listo para imaginar lo que eso significa? —No hace falta ser un genio. —En ese rancho alguien guarda oro —gritó Colman, exaltándose—. ¡Una fortuna en oro! —¿Y por qué me lo cuentas a mi? —No tengo inconveniente, puesto que ya has llegado hasta aquí. Terminarías sabiéndolo un día u otro. —¿Un día u otro? ¿Es que penséis estar mucho tiempo aquí? —Ahora es imposible determinarlo. Todo de depende de la importancia que hayan dado a ese disparo ahí abajo. Depende también de si envían a una patrulla a investigar lo ocurrido y hemos de recibirlos a tiros. Larry dejó descansar sus brazos, que quedaron en actitud menos tensa, pero sin descuidar por eso la vigilancia. El que antes había dado la vuelta de campana se levantó al fin. —Tenemos provisiones, jefe — masculló—, podemos esperar un par de noches para el ataque si es necesario. —¡Tú te callas! —Está bien; sólo he dicho eso para que la presa no se nos escape. —No hay miedo. No se puede mover de ahí. Hubo un instante de silencio, que Colman empleó para hacerse cargo de la nueva situación. Habían variado dos cosas: la primera que el ataque ya no sería posible esta noche. La segunda que tenía enfrente a un rival demasiado peligroso. Pero lo del rancho podía esperar, y en cuanto a Larry siempre habría ocasión de clavarle una bala por la espalda si antes se le daba confianza. Todo tenía arreglo. —¿Por qué has venido aquí? — preguntó a Larry. —Casualidad. —No creo en las casualidades. —Llámalo como quieras. No tengo demasiadas ganas de hablar esta noche. Casualidad o no, ¿qué importa? —Voy a hacer suposiciones —dijo Colman—. Dejaré trabajar mi imaginación. Y mi imaginación me dice qué temes que haya salido de Little Sun una patrulla para perseguirte. Que temes verte acorralado en el desierto, y entonces has pensado que la patrulla no se atreverá a atacar a un grupo de cinco o seis hombres. —Puede que haya pensado eso. Y puede que haya pensado también que vosotros tendríais un trago de whisky. Colman hizo una seña a uno de sus hombres. —Smith, trae la cantimplora. Cuando Larry la tuvo en su mano bebió whisky hasta hartarse, hasta dejar la cantimplora medio vacía. Y mientras bebía no vigiló. Aparentemente cualquiera pudo pegarle un tiro. Pero nadie, hizo un solo movimiento porque, a pesar de todo, Larry era como una pantera que en cualquier momento puede saltar. Cuando hubo, terminado de beber, arrojó la cantimplora a Smith. —Este whisky era una porquería. Sabía a baba de caballo. —Podemos conseguir whisky mocho mejor cuando consigamos el oro —dijo Colman. —¿Qué quieres insinuar? —Que tú estás perseguido por la Ley, tan perseguido como nosotros. Y que por el momento estás sin trabajo y sin compañía. —¿Y qué? —No puedes volver a Little Sun, no puedes quedarte en el desierto ni puedes llagar a Carson City. —Nadie te ha preguntado lo que puedo hacer o lo que tengo que aguantarme. —Yo necesito dos revólveres más —dijo Colman—, sobre todo si son de la calidad de los tuyos Imagino que asaltar ese rancho no nos será fácil, y tu ayuda nos resolverá un problema. ¿Por qué no te unes a nosotros? ¿Por qué hemos de ser enemigos? Su actitud parecía sincera. Incluso inició un suave movimiento para ofrecer la mano a Larry. Este se limitó a chasquear la lengua. —Sólo hay una condición —dijo. —¿Cuál? —Que no toques a la chica. Llamearon los ojos de Colman. —Que te importa a ti eso. —Cosas de uno. —La chica es asunto mío, Larry. Yo te he ofrecido ayuda, pero si has venido aquí a buscar encontrarás. —Lo único que ya he venido a buscar aquí es whisky. Pero si hemos de trabajar juntos me que tuvieras la cabeza clara, Colman. Nada de mirar a la chica mientras no esté resuelto lo rancho. Colman apretó los puños en un gesto de ira, pero se contuvo a tiempo. Por el momento no interesaba llegar a las manos con aquella especie de máquina de disparar. Convenía darle confianza, ganar tiempo y buscar la ocasión para descerrajarle una bala por la espalda. Intentó sonreír de nuevo. —Hablas casi igual que su hermano —dijo. —¿Te refieres a ese tipo? ¿A Peter Halloran? —Veo que lo conoces bien. —¿Cómo no? En Little Sun me iba a entregar al sheriff del condado a cambio de cinco mil dólares. —¿Y aún has intentado defenderlo? —Yo no he defendido a nadie, Colman. Me he limitado a decir que no quiero escenas con mujeres mientras haya trabajo por hacer. En cuanto a ese tipo, Peter Halloran, es asunto mío. —Y mío —rió Colman. —Cuando estábamos en el «Rancho Diamond» dije que le mataría —susurro Larry—. El lo oyó, y sabe que llegaré a hacerlo. —Para que todo sea más sencillo, te lo cederé cuando no tenga apariencia humana —dijo Colman. Se oyó en aquel momento, viniendo de la oscuridad, un sollozo apenas contenido de la garganta de Lorna. —Ah, es la chica —dijo aburridamente Larry—. Habrá que dejarla dormir en paz. Lorna se acerco unos pasos, le miró fijamente a luz de las estrellase y luego le escupió en plena cara. Larry no hizo el menor gesto. Solamente, cuando ella se apartó un poco, se seco con la bocamanga. —Cuando te he visto aparecer, confiaba que quedaría en ti un resto de conciencia —musitó Lorna—. Confiaba que habías llegado hasta aquí para defenderme. Pero nunca has defendido a una mujer Tu eres tan canalla como Colman, y todo lo que has hecho ha sido para ganarte su respeto a fin de te admitiera en su grupo. ¡No eres más que un miserable! ¡Un miserable como él! Larry, dando, la sensación de que no la había escuchado siquiera, se limitó a bostezar aburridamente? —Mujeres… —dijo—. Todas son igual. Se hacen ilusiones y luego le acusan a uno de no ser como ellas habían soñado. Para mí sólo valdrían la pena si les pegasen una etiqueta y las rellenasen de whisky… CAPÍTULO XIII UN ATAÚD CON HISTORIA Harper salió precipitadamente de su dormitorio, poniéndose a toda prisa un batín qué había comprado en Chicago dos años antes, y que, según el que se lo vendió, había pertenecido a Napoleón III, a pesar de que aún llevaba la etiqueta de unos comerciantes de Nueva York dedicados a la fabricación de artículos baratos en serie. Posiblemente era la única vez que Harper se había dejado engañar. Pero no le importaba porque el color negro del batín era muy de su agrado. Al salir de su dormitorio parecía una sombra oscura. Uno de sus pistoleros, apostado en el pasillo, estuvo a punto de descerrajarle un tiro. —¡Cuidado! —gritó Harper. El pistolero bajó el revólver. —Ah, es usted… —¿Por qué? ¿Quién podía ser, sino yo? ¿Qué diablos ocurre? —Perdone. Es por esa bata negra. —¿Y qué tiene que ver mi bata negra? Continué en seguida: ¿qué infiernos está ocurriendo aquí? —Ha sido lo de Sam. —¿Y qué pasa con Sam? ¡Diablos! ¡Habla de una condenada vez! Al pistolero parecía habérsele trabado la lea mientras fuera continuaba el tumulto. —Dice… —barbotó al fin—. Dice que ha visto al Conde Drácula. —¿Al Conde queeeeé…? —¡Al Conde Drácula! Harper quedo unos instantes sin respiración, mientras aquel extraño nombre resonaba en sus oídos viniendo de las brumas de un misterioso pasado. En el primer momento ni siquiera recordó que el ataúd estaba en el rancho. Luego un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo. —Quiero ver a Sam —dijo. Sam estaba ahora en la cocina del rancho, asistido por dos compañeros empeñados en hacerle beber media botella de ron. Los otros guardianes merodeaban en torno a la casa con el rifle a punto, dispuestos a disparar contra la primera sombra que se moviera. Sam, al ver a Harper, hizo un gesto compungido. —Perdone, patrón. —¿Por qué te he de perdonar? Tú no has hecho nada malo. —Es que no he podido matarle, patrón. Se lo juro. Cuando le he visto ya estaba encima de mí. —Pero ¿quién es el que se ha echado encima de ti? Habla con calma, Sam. Tranquilízate. —Era el Conde Drácula. Los dos pistoleros miraron a Harper, como esperando que les aclarase aquello. Harper gruñó: —¿Cómo sabes que era el Conde Drácula? —Porque todos hemos oído hablar de él y sabemos de qué modo va vestido. Al principio me tomé a broma lo del ataúd, patrón, igual que todos, pero ahora ya empiezo a tener el estómago en la boca. ¡Le juro que era él! —¿Cómo iba vestido? —Completamente de negro, con capa que se extendía igual que las alas de un murciélago. —¿Llevaba sombrero? —No. Harper se mordió los labios. Sam era un tipo realista, de esos que no tienen imaginación y que, cuando sueñan, sueñan con una botella de whisky. Si decía que había visto aquello debía ser verdad. Lo del sombrero era un detalle revelador, puesto que Drácula, efectivamente, nunca había llevado cubierta la cabeza. —¿Qué más? —preguntó. —Tenía hebras plateadas en las sienes. Los ojos, brillantes y la boca, muy abierta: se le veían todos los dientes. —¿Llevaba armas? —No. Harper se frotó la mandíbula pensativamente. —¿Qué dice a todo esto, patrón? — preguntó Sam, temblando. —Me parece que puedes tener razón, muchacho, pero todo esto es demasiado increíble. No quisiera tomar una decisión sin reflexionarla antes bien. —¿Y qué clase de decisión se puede tomar en caso así? —Por lo pronto —dijo Harper calmosamente—, aumentar la vigilancia todo lo posible. —No creo que con los rifles se le haga nada a ese tipo, patrón. Se me echó encima con la rapidez de un murciélago. —Los murciélagos no son rápidos, Sam. Lo que ocurre es que le atolondran a uno. —Yo sé lo que me digo. —Tienes miedo, ¿no? —Le aprecio mucho, patrón, pero me parece que me voy a largar aunque tenga que atravesar el desierto yo solo. Uno de los que estaban junto a él intervino: —No le haga caso, Harper. Sam ha sido un miedoso toda su vida. Podemos redoblar la vigilancia si ese fulano vestido de negro vuelve a aparecer aquí le deshacemos la cabeza a balazos. —Las balas nunca han causado el menor daño al Conde Drácula. —Pero ¿qué conde ni qué niño muerto? El tipo que se ha acercado al rancho y que ha dado un susto a San es un vivo y nada más. Deje que le ponga el ojo encima y verá si entiende o no entiende él lenguaje de las balas. —Está bien —decidió Harper—, ya estoy acuerdo en redoblar la vigilancia. Pero esa es la primera medida; la segunda es mucho más importante. —¿Y en qué consiste, patrón? ¿Qué debemos hacer? —No decir si una palabra de esto a mi hija. —¿Por qué? ¿Es que ella cree en la existencia del Conde Drácula? —Me temo que sí. Fue en aquel momento cuando se oyó un gemido junto a la puerta. Harper se volvió de repente, igual que si aquel gemido hubiera sido un arañazo en su corazón. Con expresión angustiada vio a su hija Gladys, que estaba en la puerta y les contemplaba a todos con ojos de alucinada. Debía haberlo oído todo. Harper susurró sin embargo: —¿Qué te sucede, Gladys? Un par de cuatreros se han acercado al rancho y por eso estamos todos levantados. Pero no ocurre nada; es una alarma sin importancia. ¿Por qué no te vuelves a la cama? Los grandes ojos de Gladys seguían mirándole con miedo, como si estuviera viviendo una pesadilla. —No hablabais de eso —gimió—. ¡No hablabais de eso!… —¿Qué es lo que dices? Quizá es que estás muy nerviosa, muchacha. No ha ocurrido en el rancho absolutamente nada. —He oído lo que decía Sam. —Claro, claro… —dijo Harper, intentando aparentar indiferencia—. Sam precisamente se ha tropezado con un tipo vestido de negro que se le ha echado encima. Quizá sepas cómo es Sam: en cuanto no puede matar a un enemigo se pone enfermo. Pero no tiene importancia. Cuatreros los hay en todas partes, hasta en el desierto. —¡No hablabais de eso! ¡Os he oído mencionar al Conde Drácula! —Habrá sido un comentario sin importancia —musitó Harper—. De algo teníamos que hablar mientras se animaba este bruto de Sam. —No intentes engañarme, papá… Yo también se leer el miedo en tus ojos. Vinimos aquí, bien lejos de todo lugar civilizado, porqué pensaste que el Conde Drácula nunca encontraría su ataúd, si lo ocultábamos en el centro del desierto. Pero cuando llegamos a este sitio empezaste ya a temer. Pensaste que el Conde Drácula podía llegar, podía encontrar su ataúd, que había estado buscando por medio mundo. Y pensaste también qué podía convertirme en una de sus víctimas! Y ahora ha llegado, ¿verdad? ¡Ahora tienes miedo de que yo muera en primer lugar, y por eso pretendes que no sepa nada! ¡Me rodearás de pistoleros creyendo que con ello puedes librarte de la amenaza de Drácula! ¡Pero no! ¡No podrás! ¡Drácula es más poderoso que nosotros! Se apoyó en la jamba de la puerta a punto de caer, y luego susurró con un hilo de voz: —Tendrás que librarte de ese maldito ataúd. ¿Por qué no lo entierras bien lejos de aquí, en mitad del desierto? —Está bien, lo haré —decidió al cabo de unos segundos—. Lo haré sin abrirlo siquiera, hija mía. No tendrás que preocuparte nunca más por él. —Sí —musitó Gladys, sollozando —. No lo abras. *** En aquel momento se oyó un carraspeo en la puerta que daba a la parte exterior. Todos se volvieron, un poco sobresaltados, por que los nervios ya les habían dominado, aunque no quisieran confesarlo. Pero Harper se tranquilizó en seguida, al ver quien era el que acababa de llegar. —¡Orson! —exclamó—. ¿Tú aquí? La impresionante mole de Orson, el socio de Harper en alguna de sus empresas mineras, avanzó poco a poco. —Me parece que te he dado una buena sorpresa, Harper. —No voy a negarlo. A ti te gusta muy poco moverte de Carson City. Y venir a verme a estas horas y en mitad del desierto… —Como no sabía dónde estaba esto, no he podido controlar la hora de llegada. Aun así hubiera esperado en mi carruaje hasta el amanecer, por una simple cuestión de cortesía, Pero he visto luces y mucho movimiento. ¿Qué ocurre? —Nada. Nada de particular… Ya te explicaré. —Como te parezca. —¿Por qué has venido? —Me habían dicho que tenías un rancho en mitad del desierto, y yo no podía creerlo. Me parecía un capricho demasiado extraño. Pero ya veo que aquí hay agua y un poco de vegetación. Aunque maldito el provecho que puedes sacar de un sitio así… —No he comprado este rancho para explotarlo, sino para guardar mis colecciones. —Eres un tipo original, Harper, no puede negarse. Yo no estaba muy seguro de que todo eso fuese cierto, y por ello, como me aburría en Carson City, me dije: «Voy a dar una vuelta y tratar de encontrar ese rancho, a ver si es verdad lo que dicen». El tono banal y hasta un poco alegre de las palabras de Orson tuvo la virtud de disipar el clima de nerviosismo y terror que se había formado dentro del rancho. —Pero esto no es un paseo —sonrió Harper. —¡Oh, para mí sí que lo es! ¿Recuerdas qué hace tres años estuve en Nueva Guinea? Aquello sí que era sufrir; Una verdadera isla del diablo, créeme. Ir al desierto me parece ahora tan normal como pasear por la calle principal de Carson City. Bueno, y a todo esto…, ¿no hay una cama y una botella de licor para un viejo amigo? Harper sonrió al fin, contagiado por el optimismo de Orson. Hasta la misma Gladys pareció recuperar un poco el color. —Claro que sí… —Harper dio una palmada en la espalda de su socio—. Y te agradeceré que té quedes unos días con nosotros, porque nos va hacer falta un tipo optimista como tú. ¿Con cuántos hombres has venido hasta aquí? —Sólo con uno. —¿Uno? ¡Es increíble! Cualquiera pudo haberte atacado en el desierto, y con un solo hombre no habrías conseguido defenderte. A veces pareces un incauto, Orson. —¡Bah! No llevaba nada de valor. —¿Quién te ha acompañado? —Harvey. —Menos mal. Harvey es un excelente pistolero, uno de esos tipos que nunca desperdician una bala. —Y yo tampoco soy manco. ¿O es que no te acuerdas? Harper lanzó una carcajada. Había recuperado de pronto casi todo su optimismo. Siempre con una mano sobre la espalda de Orson, se dispuso a acompañarle a su despacho. —Ven —dijo—; allí podremos hablar. En cuanto a vosotros —añadió dirigiéndose a sus pistoleros—, seguid montando la guardia hasta que amanezca. Con los primeros rayos del sol podéis iros todos a dormir. Pero mientras tanto quiero un hombre en la puerta del dormitorio de mi hija y otro en la ventana. La Consigna es disparar primero y preguntar dentro de un año. Quiero que estéis con el dedo en el gatillo y los ojos bien abiertos hasta que amanezca. Gladys, medio apoyada aún en la jamba de la puerta, susurró: —¿Crees que voy a poder dormir? Me parece que es inútil que lo intente. —Debes probar, hija mía. Ya ves que no ocurre nada. Orson ha llegado hasta aquí con la compañía de un solo hombre, y no ha corrido ningún peligro. Lo ha encontrado todo normal. Puedes irte a descansar y estar absolutamente tranquila. En aquel momento, a través de la puerta exterior abierta, se oyó un disparo. Fue un disparo lejano —el que se produjo en la lucha entre Larry y Colman—, pero retumbó en los oídos de todos como un cañonazo. —¿Qué ha sido eso? —gruñó Harper. —Ha sonado a unas tres millas de aquí —dijo Sam, que tenía oídos de animal del desierto. —¿Puede haber disparado alguno de nuestros hombres? —No, seguro que no. Todos están montando guardia alrededor del rancho. Otro preguntó: —¿Organizamos una patrulla? —No creo que sea necesario — intervino Orson—. Puede ser algún viajero a quien una serpiente no quería dejar dormir. Ya sabes, una de esas alimañas de la arena que aparecen cuando uno menos se lo piensa. —Es lo más probable —concedió Harper. —Yo prefiero mil Serpientes a lo que he visto antes —gruñó temerosamente. —De un modo u otro —dijo Gladys —, ésta es una especie de noche de pesadilla. —No te inquietes más, hija mía. Vete a dormir. Ya has oído que tendrás hombres de vigilancia en la ventana y en la puerta. —Está bien, lo intentaré —dijo Gladys con abatimiento. Y desapareció. Desapareció sola, siendo tragada por la oscuridad igual que una sombra. Harper, no supo bien porqué, tuvo un estremecimiento. —Seguidla —ordenó nerviosamente a dos de pistoleros—. Revisad el dormitorio antes de que ella entre, y luego cerrad bien la puerta y la ventana. Si uno de vosotros se distrae un solo minuto, soy capaz de hacerle ahorcar. Dos hombres armados desaparecieron instantáneamente detrás de la muchacha. Harper y Orson fueron luego al despacho del primero, una pequeña pieza contigua a la habitación donde se guardaba el ataúd. Se sentaron, y Harper sacó de un cajón dos vasos y una botella del mejor whisky. —Estaba preocupado por ti, Harper —dijo Orson después de beber un buen trago. —¿Por qué? —Descuidas tus negocios y te preocupas solamente de tus colecciones, como si ellas fueran lo más importante. —Tengo más dinero del que puedo gastar, Orson, y me gusta coleccionar cosas. ¿Por qué no puedo darme ese capricho? —Pero yo soy tu socio, y me disgusta que las cosas vayan mal. —No hay nada que no esté en orden, me parece… —Podría ir todo mucho mejor. —Es que para ti lo único importante es el dinero, Orson. —Verás: tengo en el negocio una participación mucho menor que la tuya, y los dólares ingresan en mis bolsillos a una velocidad mucho más pequeña que en los tuyos. Es natural que dé al dinero más importancia que la que tú le das. Pero no he venido a hablar de eso. —¿De qué, pues? —Te he dicho que estaba preocupado por ti, y es cierto. Coleccionar cosas es algo útil e instructivo mientras no degenere en manía, y en tu caso me temo que haya sucedido eso. Has tenido que marchar de Carson City y enterrarte en el desierto a causa de tus colecciones. ¿No es eso una solemne estupidez, Harper? —No estaré aquí mucho tiempo. Veras… También quería apartar a mi hija de la compañía de un tal Tom Donald, del que según parece esté enamorada. Tom Donald es un buen muchacho, seguramente, y su padre ha sido incluso Presidente de la Junta de vecinos. Pero es una de esas personas que se lo creen todo, y en esta vida hay que andar muy listo para que a uno no le dejen sin piel. Te prometo que cuando ella haya olvidado un poco a ese joven, volveremos a Carson City. Orson hizo un gesto de comprensión, mientras servía otro vaso de licor, llenándolo hasta el borde. —Gladys parecía muy asustada — opinó. —Sí, es cierto. —¿Por qué? —Verás, preferiría no hablar de eso… —He oído decir a tus hombres que vigilarán justamente hasta el amanecer. ¿A qué se debe esa extraña orden? ¿Es que temes el ataque de alguien que solamente puede venir de noche? —Sí. —¿Por qué no eres franco conmigo y me lo explicas todo? Harper se inclinó un poco hacia su socio, dispuesto a hablar, aunque antes de hacerlo necesitó animarse con otro trago de licor. —Verás —comenzó—, ahí, en esa habitación de al lado, tras este tabique de madera que hay a mi espalda, tengo un ataúd que compré a un anticuario de San Francisco. Es el verdadero ataúd del Conde Drácula… —No me hagas reír. —Estas cosas no se pueden tomar a broma, Orson. Drácula ha existido, o mejor dicho, existe. Está buscando su ataúd, en cuyo fondo hay un puñado de tierra de su país natal. Ese es el único sitio donde puede descansar en paz después de atormentar a sus víctimas. Y estoy seguro de que ha llegado ya a este rancho. Un lugar maldito al que a partir de ahora tendremos que llamar «Rancho Drácula»… CAPÍTULO XIV TRAS LOS PEÑASCOS La muchacha, con las facciones crispadas, jadeó: —¡No eres más que un canalla! ¡Eres carne de horca igual que ellos! ¡Si a todos os atrapasen tú serías el primero a quien deberían colgar! Larry tomó la cafetera situada junto a la fogata, al abrigo de los peñascos, derramó un poco de la aromática infusión en un pocillo y lo tendió en silencio n la muchacha. —Sólo había venido a traerte un poco de café. No hay que ponerse así. ¿Tanto miedo te da que me acerque? Entre los peñascos que los abrigaban empezaban a insinuarse las primeras luces del amanecer. Todos los pistoleros, incluso Colman, reventados por el largo viaje, estaban dormidos. Sólo un centinela vigilaba atentamente desde lo alto de una roca. Larry era el que había encendido fuego valiéndose de los restos de un carromato medio sepultado en la arena, preparando luego café que obtuvo del saco de provisiones de uno de los pistoleros de Colman. Lorna, situada cerca de su hermano, le miraba con ojos llameantes. Pero estaba así mas hermosa. Lorna, cuando se dejaba llevar por la pasión, tenía algo que seguramente no tenía ninguna mujer del mundo. —No necesito tu maldito café —dijo —. Puedes darlo a beber a tu caballo. —No te dejes llevar por los nervios. Un poco de café, a pesar de lo que digan, siempre tranquiliza. —No, si eres tú quien lo ha preparado. —Me parece que he tenido mala suerte contigo. Te soy más antipático que el mismo Colman. —Sí. —Nuestros sentimientos son recíprocos. Tú y tu hermano estabais dispuestos a venderme por cinco mil dólares. ¿Tiene algo de extraño que no os desee ningún bien? —Nosotros no pusimos precio a tu cabeza. Te lo pusiste tú mismo, al situarte fuera de la Ley. —Me limité, a matar al hombre que había ahorcado a mis padres. —Es curioso ver cómo los peores granujas tratan de parecer unos angelitos. Y después de matar a aquel hombre, ¿qué pasó? ¿Es que tu fama se ha construido sola? —Me he limitado a ser más rápido que los enemigos que se me han ido poniendo delante. Quizá sepas lo que ocurre siempre en estos casos: cuando uno tiene cierta fama, no hay pueblo donde no surja un valiente o un insensato que pretende ser más rápido que él. Lorna no contestó, limitándose a contemplarle con mirada llameante. Larry le tendió el café. Ella lo aceptó. Y cuando él creía que iba a beberlo, Lorna, con un seco movimiento, le arrojó el líquido hirviente a cara. Esperaba que Larry gritase, que maldijese o que la abofeteara, pero se llevó una de las mayores sorpresas de su vida. Porque Larry Percival se limitó a lanzar una carcajada. —Tienes buen humor —dijo luego —. Eres una de esas damiselas de las que uno siempre puede esperar lo más extraño. Me gastará que el día que me ahorquen estés junto a mí, abofeteándome con esas lindas manos. —Más me gustará a mí, puedo asegurártelo. —Los granujas siempre terminamos de la misma manera —siguió diciendo Larry—. A veces, cuando me miro en un espejo, me digo: «Muchacho, me das pena». Pero ¿qué voy a hacer? Lo único que puedo esperar es que la horca no llegue demasiado pronto. —Tendrías que largarte del Oeste. Es un consejo que te doy. Y ahora déjame en paz. Larry se puso en pie, limpiándose la cara con su pañuelo. —Lo malo —confesó— es que el Oeste me gusta. Se alejó de la muchacha, acercándose a los peñascos desde donde le vigilaba atentamente el centinela. Pasó junto a Peter Halloran, que gemía entrecortadamente, pero que tenia los ojos cerrados y estaba sumido en una especie de sopor a causa de la sangre perdida. Larry le dirigió sólo una mirada superficial y desde el borde de las rocas contemplo el desierto que se extendía un poco más abajo, la inmensa llanura pelada en el centro de la cual se encontraba aquel extraño rancho. Los primeros rayos del sol iluminaron el blanco edificio, y entonces vio como los centinelas que había en el exterior se retiraban. Pero Larry, observando la línea interminable del horizonte, vio también algo más. Un jinete solitario se acercaba al rancho, viniendo desde el oeste. Un jinete vestido de negro. CAPÍTULO XV ¡YO CONOZCO A DRÁCULA! Burton, el jefe de todos los pistoleros de Harper, también vio al jinete que se acercaba por la llanura. Se había retirado ya después del último turno de guardia, y estaba junto a una ventana tomándose su segundo pocillo de café, cuando vio a aquél tipo vestido de negro que se acercaba al rancho. Inmediatamente empuñó su rifle. Los otros pistoleros que se hallaban junto a él se acercaron también a la ventana. —¿Qué ocurre? —Alguien llega. —¡Cuerno! Hace apenas unos meses nadie se acercaba por esta maldita zona del desierto. Y desde que Harper está aquí esto parece un paseo. —No olvidéis que Harper es un hombre importante.; El fue uno de los que más influyeron en el crecimiento de Carson City. —Bueno, pero ¿quién será ese fulano que se acerca? —No sé. Aún está a más de mil yardas. Ignorante de que varios fusiles le apuntaban desde las ventanas del rancho, el jinete se fue acercando. Cuando estuvo a unas trescientas yardas y reconocible, Burton lanzó una maldición. —¡Que me aspen si ese no es Doyle, uno de tipos más presumidos y más gandules de Nevada entera! —En efecto, es él —gruñó uno de los que estaban al lado. Sam, que pese a ser el más miedoso era también el más bruto de todos, preguntó: —¿Lo liquido, Burton? —¡No seas animal! ¡Doyle puede traer al mensaje para el patrón! Poco a poco salieron todos al porche, con los «Winchester» bajo el brazo, y contemplaron desconfiadamente cómo Doyle se apeaba del caballo. Jinete y montura estaban cubiertos de polvo, pues debían llevar al menos dos días en el desierto, La bolsa de provisiones que colgaba a un lado de silla estaba ya completamente vacía. Doyle se acercó al porche y contempló a los pistoleros de Harper, a todos los cuáles conocía. —Parece que me habéis organizado una recepción ¿eh? Burton saludó: —No estamos aquí para visitas, Doyle. ¿A cuerno vienes? —Me aburría en Carson City y he pensado que estaría de más conocer el sitio donde Harper ha venido a enterrarse. —Pues has pensado mal, Doyle. —¿Es que ocurre algo? —No ocurre nada. Doyle lanzó una carcajada. —Bueno, muchachos, no he atravesado el desierto y he estado a punto de perderme una docena de veces para que me recibierais con esa cara. Soy un viejo amigo del patrón, ¿no? ¿Por qué no puedo verle? —El patrón duerme. —¿A estas horas? Pero si siempre se levantaba con el sol… —Esta noche hemos tenido verbena. —¿Os ha atacado alguien? —No preguntes tanto, Doyle. Sam intervino: —No hay que ser tan desconfiado, Burton. Al fin y al cabo un fulano que ha atravesado el desierto tiene derecho a que le den un poco de agua para él y para su caballo. —Eso digo yo —gruñó Doyle. —Está bien; pasa. El mismo Sam se encargó del caballo que estaba medio destrozado, y lo llevó a un abrevadero situado a la sombra. Burton llevó a Doyle a las cocinas por si quería desayunar. —Antes me gustaría tomar un baño —dijo Doyle—. ¿Hay agua? —La suficiente. Llevaron a Doyle junto a una gran cuba de líquido situada en el exterior, y le dejaron que se bañase tranquilo, quitándose todo el polvo y toda la suciedad del largo viaje. Mientras tanto los pistoleros se dispusieron a desayunar tranquilos, confiando que nadie más vendría ya a molestarles. Doyle se bañó, se afeitó, cambió sus ropas negras y polvorientas por otras que llevaba cuidadosamente plegadas en una bolsa tras la silla y una hora cuando volvió a entrar en el rancho después, cuando volvió a entrar en el rancho, estaba hecho un figurín. Burton, al verle, lanzó una carcajada. —¡Vaya! Ahora comprendo para qué has venido hasta aquí: ¡para recordarnos que todos nosotros somos unos guarros! —Lo sois, desde luego, pero yo he venido aquí una razón bien distinta. —¿Sí? Dila. —A vosotros no os importa. Y basta ya de tratarme con tanta familiaridad. Yo soy uno de los mas ricos herederos dé Carson City y vosotros sois tipos asquerosos que vivís de vuestro gatillo. Las facciones de Burton se ensombrecieron. —Si no estuviéramos en el rancho de Harper te acribillaría aquí mismo, Doyle, para que pudieras pasarte toda la eternidad tragándote esas palabras. Se formó durante varios segundos una inquietante tensión que Sam rompió lanzando una carcajada. —¡Dice que es un rico heredero, muchachos! ¡Ay! ¡Yo soy una pobre damisela! ¿No quieres casarte conmigo, pichón? E hizo un gesto de doncella ruborosa. Todos los pistoleros que estaban en el comedor lanzaron al unisonó una estruendosa carcajada, mientras las facciones de Doyle palidecían de rabia. En ese momento entró Harper. —¿Qué ocurre? ¿Qué broma es esta? Todos se volvieron hacia él. Harper iba bien vestido y afeitado, pero tenía cara de haber pasado una pésima noche. —Hola, Doyle —dijo al reconocerle —. ¿Qué haces aquí? —Dice que ha venido a ver el sitio donde usted se ha enterrado —gruñó Burton. —No es cierto —aseguró Doyle—; he venido hasta aquí persiguiendo a un hombre. —¿Para qué? —Para matarlo. —Esas son palabras graves, muchacho. Y no creo que a tu padre le gustara saber que vas tirando de revolver. —Se trata de un caso especial. —¿Sí? Bueno, hombre. ¿A quién quieres matar? Tal vez nosotros podamos arreglar la cosa amistosamente. —Lo dudo. —Querrá matar a algún mosquito que le picó la otra noche —opinó Burton —. Pero no sé qué pensar de un duelo semejante. Por lo pronto… ¡yo apuesto por el mosquito! Nuevamente todos se pusieron a reír, ahora con unas carcajadas tan estentóreas que Harper tuvo que hacer una seña a Doyle para que le siguiese al exterior. Una vez allí, a la sombra del largo porche que daba la vuelta completa a la casa, preguntó: —¿A qué has venido? Dime la verdad. —La he dicho ya: A matar a un hombre. Le he perseguido por todo el desierto, confiando encontrarle, y después de cabalgar en vano durante dos días me he dicho que no ha podido hacer otra cosa que refugiarse aquí. No llevaba agua ni provisiones por tanto, no ha podido llegar hasta Little Sun. O se encuentra en este rancho o está muerto. Y dudó que lo éste, porque no he visto rastro de buitres en el horizonte. —Es muy extraño lo que me dices, Doyle. Aquí el único forastero que ha llegado es mi socio, y no creo que tú quieras matar a Orson. —¿Es que está Orson aquí? — preguntó Doyle sobresaltándose. —Vino anoche. —Bueno, en tal caso… Doyle pensó en largarse inmediatamente del rancho, pero hubiera sido suicida iniciar dos o tres jornadas más a través del desierto sin dar antes descanso a su caballo y descansar él mismo. Ya que estaba allí, no tendría más remedio que aguantarse. —No querrás matar a Orson, ¿verdad? —repitió Harper. —No, no es a él. —¿A quién, entonces? —A Tom Donald. —¡Tom Donald! —bramó Harper—. ¡Ese estúpido que pretende casarse con mi hija! Si es a el a quien quieres matar yo no lo impediré; eso te lo juro. Pero dudo que lo encuentres aquí. —¿No ha llegado al rancho? —No. —Oiga, Harper, lo que me dice es casi increíble. O ese tipo ha reventado en el desierto o está en esta casa. En realidad creo que desde el primer momento pensó en dirigirse aquí, confiando en que Gladys le prestaría ayuda. —¡Sí Tom Donald se atreve algún día a una cosa así, yo mismo le clavare una bala entre las cejas! —¿Está seguro de que no ha entrado en el rancho? —¡Completamente seguro! Guardo aquí algunas colecciones valiosas, como tú mismo habrás podido Imaginar, y por ello he traído a unos cuantos hombres que defiendan este rancho. Ni una hora, desde que se ha puesto el sol, han dejado de vigilar. Si Tom Donald se hubiese acercado aquí lo habrían visto sin duda alguna. Doyle reflexionó durante unos instantes. Dominado por un estúpido y cruel deseo de venganza, no quería renunciar a su presa. —Sin embargo, me ha dicho Burton que esta noche habían tenido «verbena». ¿Qué significa eso? —Ah, nada de particular. Reconozco que por la noche me he dejado impresionar, pero ahora, a la luz del sol, no creo una palabra de esa historia. Todo deben ser fantasías de ese estúpido de Sam. —¿Qué le ha sucedido? —Pues que, según él, cuando estaba de guardia se le ha echado encima un tipo completamente vestido de negro, con una capa fantasmal, el cual ha desaparecido luego como un murciélago. Los ojos de Doyle bailaron un momento dentro de mis órbitas. —¿De veras? ¿Y no ha visto Sam la cara de ese tipo? ¿Quién ha dicho que podía ser? —Según él, el mismísimo Conde Drácula. Doyle lanzó una carcajada. Y rió con tanta alegría y al mismo tiempo con tanta crueldad, que Harper tuvo que detenerse para mirarle sorprendido. —¿Qué te sucede, muchacho? —Nada, nada… Es que recordaba una cosa. —Pues no veo que lo que te acabo de contar tenga ninguna gracia. —Perdone, Harper. Mi risa ha sido una tontería, no haga caso… ¿Por qué supone que el Conde Drácula en persona ha podido venir Justo aquí? Según la historia, ese monstruo vivió a millares de millas de Nevada, en un rincón lejano de la vieja Europa. ¿Cómo cree que ha podido llegar desde tan lejos, si sólo le es posible viajar de noche? —Dentro de su ataúd puede viajar incluso de día, si alguien lo transporta. —Muy bien. ¿Y dónde está su ataúd? —Lo tengo yo —dijo Harper, con una voz sombría. Doyle, sorprendido, se volvió para mirarle. —¿El auténtico? —El auténtico. —No puedo creerlo. Usted entiende de objetos curiosos, pero le habrán endosado una antigualla donde seguramente, hace cincuenta años estuvo enterrado un sheriff borrachín. —Yo soy un experto en antigüedades, Doyle, y no tolero que nadie lo ponga en duda. El ataúd que tengo en el rancho es el auténtico donde yació el cadáver viviente del Conde Drácula. Y ya es sabido que este, si existe aún, siente necesidad de descansar en su ataúd, por lo cual lo buscara a través de todos los países del mundo. En lo que ha dicho Sam puedo haber algo de verdad, aunque yo no lo crea. Es posible que el Conde Drácula haya llegado al rancho. Doyle dominaba a duras penas su hilaridad, luchando entre el deseo de reírse de Harper y el de confesarle que el «Conde Drácula» que Sam había visto, no era otro que el mismísimo Tom Donald. —¿Y qué piensa usted hacer? — preguntó. —Como ese ataúd no me va a producir más que intranquilidades, he decidido enterrarlo en mitad del desierto, a gran profundidad. Allí nadie va a ir a buscarlo, ni siquiera el Conde Drácula. Perderé el dinero que me costó y no volveré a acordarme más de él. —¿Y va a sepultarlo sin abrirlo antes? —Si. —¿Y si el Conde Drácula está dentro? —No digas tonterías. —Bueno, de todos modos lo notarán por el peso. —No, no lo creas. Ese ataúd es enorme, y pesa ya tanto que aunque hubiera alguien dentro no lo notaríamos. —Claro, claro… El cruel cerebro de Doyle —niño mimado de Carson City— trabajaba mientras tanto con toda actividad. Le gustaba la idea de que Tom Donald fuese enterrado vivo. Y además seria una cosa divertida, porque solo él sabría la verdad. ¡Sólo él! Y nadie podría ya molestarle cuando pusiese cerco a Gladys, la cual le convenía como esposa porque era el único procedimiento que tenía para pagar sus deudas antes de que su padre se enterara de todo. Pero ¿cómo asegurarse de que Tom Donald estala realmente dentro? Si invitaba a Harper a que abriesen el ataúd y Tom se hallaba en su interior, no iban a enterrarlo eso era seguro. Lo más que harían sería echarle con cajas destempladas del rancho, y él se quedaría sin la más deliciosa Venganza que hubiera podido imaginar. Si dejaba que enterrasen el ataúd sin abrirlo podía muy bien ser que Tom no estuviera dentro. Y entonces, ¿cómo demonios sabía él si estaba muerto o no, si debía estar buscándolo o podía volver tranquilamente a Carson City, seguro de no verlo más? Sólo había una solución. Antes trataría de abrir el ataúd él, y si Donald estaba dentro, le diría que no se moviese ni hiciera ruido porque iba a intentar algo para ayudarle y sacarlo de allí. Donald lo creería. ¡Claro que lo creería! No había en todo el Oeste un tipo más simple que el. Confiando en su amigo, no gritaría ni cuando oyese el ruido de las paletadas de tierra. Luego, al empezar a faltarle el aire, sí que gritaría. ¡Claro que sí! un desesperado. Pero ya sería demasiado tarde… Doyle se pasó la lengua por los labios, dominado por una secreta y miserable emoción. —Creo que debería usted pensar bien eso, Harper —dijo luego, con voz convincente. —¿Por qué he de pensarlo? —Verá, ese ataúd ha debido costarle una fortuna. —Más de lo que puedes imaginar. ¿Y qué? —Todo lo que usted ha oído decir son leyendas y patrañas. Deje pasar otra noche, y si mañana a esta hora sigue con la misma idea, yo mismo le ayudaré a enterrar profundamente el ataúd. —No quiero pasar otra noche teniendo eso ahí dentro. —¿Y por que no? Yo mismo lo vigilaré. No tengo ningún miedo, puesto que no creo en esas historias. Me dan una manta y me pasaré toda la noche junto a ese ataúd. No fuera, sino dentro de la habitación. Y no necesitaré que junto a la puerta pongan a nadie. Harper, que paseaba a pasitos cortos, se detuvo para contemplarle con admiración. —¿Tú serías capaz de hacer eso, Doyle? —¡Naturalmente! —Pero ¿no tienes miedo? ¿Y si realmente fuera cierto lo de Drácula? Piensa que las armas nada pueden contra él. Sus ojos hipnotizan. No tendrías ninguna posibilidad de defensa…, ¡y tu destino sería horrible! ¡Mañana estarías convertido en un vampiro más! Doyle encendió un cigarrillo calmosamente, y luego lo arrojó al suelo y lo pisó con el pie. —Esto es lo que hago yo con el Conde Drácula —dijo—: ponérmelo debajo de la bota. —Siempre me han gustado los hombres valientes, Doyle, y en tu caso aún más, puesto que no creí que lo fueras —exclamó Harper, con admiración—. En efecto, me duele tener que desprenderme de esa pieza de mi colección, que es única en el mundo. He pensado sepultarla al no saber de qué otro modo resolver la situación, pero si tú quieres hacer esa prueba… Si tú me demuestras que nuestros temores no tienen fundamento… —¡Claro que lo demostraré! Pero si veo al Conde Drácula, o tengo alguna duda, yo mismo seré el que abra el hoyo para enterrar ese ataúd. Harper le estrechó conmovido la mano. —No sabes lo feliz que me haces, muchacho. Siempre te estaré agradecido, y si algo deseas de mí… —Yo lo hago desinteresadamente… Por usted haría cualquier cosa… Claro que si me permitiera ver a Gladys con más frecuencia… —¿Es que Gladys te interesa? Nunca lo hubiera sospechado. —Naturalmente. Yo soy muy tímido. —Si sales con bien de esa prueba, te prometo darte carta blanca y que decida ella, muchacho. En el caso de que te acepte, yo me limitaré a daros mi bendición. Doyle volvió la cabeza para que Harper no pudiera ver el brillo delator de sus ojos. En ése momento salió Orson, también complemente arreglado y afeitado. Puso una cierta cara de sorpresa al ver allí a Doyle, pero no hizo ningún comentario. Doyle ya contaba con ello. Orson, quizá se porque dedicaba, a negocios medio usurarios, era un hombre extraordinariamente discreto. Jamás salía de su boca una palabra de más, mientras hubiera testigos delante. Y por eso nada diría de modo que pudiese oírle Harper. Incluso ni debía haber hablado con éste de lo del ataúd. Todo saldría a pedir de boca… Lo único que debía procurar era no quedarse solas con Orson, pues entonces éste le diría todo lo que pensaba de él. Pero en un rancho pequeño, y además lleno de gente, era muy difícil quedarse a solas con una determinada persona. De modo que Doyle se frotaba las manos satisfecho cuando todos se sentaron a desayunar. Gladys estaba pálida y parecía más triste que nunca. Ni siquiera se fijó en Doyle, limitándose a saludarle con una inclinación de cabeza. Daba la sensación de que la muchacha se encontraba a cien millas de allí. Mientras desayunaban, Burton se acercó a la mesa. —Tengo la sensación de que hay alguien más cerca del rancho, señor Harper —dijo—. No sabría explicárselo, pero según de donde viene el viento, los caballos están intranquilos. —¿Quién crees que puede divertirse estando en el desierto? Si el sol lo quema todo… —No lo sé, y por eso propongo averiguarlo. Podría organizar una patrulla dé cuatro hombres. Harper movió negativamente la cabeza. —No quiero exponerme a que por la noche no hayáis podido regresar aun, Burton. Nada hay tan engañoso como el desierto, y tú lo sabes. Os necesito a todos aquí. Otra cosa seria si estuvieras absolutamente seguro de que alguien ronda cerca. —No lo estoy, jefe… —Pues entonces olvídalo. Y ahora, Orson, Doyle y yo jugaremos una partidita. Ya estaba cansado de no tener a nadie con quién poder apostar un poco fuerte. Los tres hombres se pusieron a jugar, y prácticamente no hicieron otra cosa en todo el día. Las distracciones que podía ofrecer el rancho eran tan mínimas que estar en torno a una mesa jugando y bebiendo casi resultaba lo mejor. En cuanto a Gladys, se paso horas bordando, sin mirarles ni una sola vez. Cuando llegó la noche, Doyle se dispuso a dormir en la habitación donde estaba el ataúd. Tomó una manta y se dejó conducir por Harper. Fueron ellos dos solos los que entraron en la habitación. El ataúd, cuidadosamente cerrado, tenía un aspecto siniestro a la luz temblorosa, de la lámpara de petróleo. Doyle, sólo al verlo, tuvo un estremecimiento. En aquel ataúd había algo. No se sabía por que, pero resultaba mucho más tétrico que todos los otros ataúdes que habían existido en el mundo. Solo al verlo uno ya tenía que creer automáticamente que el Conde Drácula había reposado allí. Pero todo eso eran tonterías. Quien reposaba ahora en el ataúd, era el infeliz de Donald. —No deje a nadie junto a la puerta —insistió Doyle—. Y ocurra lo que ocurra, no entren para nada aquí. Vengan a buscarme mañana apenas salga el sol, pero no antes. Harper se dispuso a cerrar la puerta de la habitación, tras dejar en el suelo la lámpara de petróleo. Le temblaba la barbilla. —Vendré a buscarte mañana, Doyle… —susurró— si aún corre sangre por tus venas… CAPÍTULO XVI UN GRITO DE HORROR Harper fue a su despacho, extrajo una botella de whisky del cajón central de la mesa y con ella en la mano fue a sentarse en la sala destinada a comedor le los vaqueros. Todos los que estaban allí, organizando los turnos de guardia para aquella noche, se volvieron sorprendidos a mirarle. Nunca habían visto así a Harper, sentado a la mesa como un borracho, con una botella de whisky delante de los ojos. Todos cuchichearon, sorprendidos, no comprendiendo qué era lo que podía ocurrirle. Por fin fue Burton el que preguntó: —¿Hay algo nuevo, patrón? ¿Alguna preocupación más? —No, nada. —Si teme que alguien pueda entrar en el rancho y hacer daño a su hija, deseche esa idea. Nosotros montaremos una vigilancia tan perfecta que será imposible burlarla. —No, no es eso. Al menos por esta noche no creo que le vaya a ocurrir nada a mi hija. —Pues entonces… —Estoy intranquilo y al mismo tiempo tengo curiosidad por saber lo que ocurrirá a Doyle. Se ha ofrecido a pasar la noche entera junto al ataúd de Drácula. Burton palideció un instante. —Ese tipo es un gallito, y si alguien ha de palmarla por culpa del Conde Drácula, no me disgustaría que fuese él. Pero, desgraciadamente, nada le va a ocurrir. El Conde Drácula ya no existe. —Eso mismo pienso yo —dijo Harper—. Y a ti ¿qué te parece, Orson? Se había vuelto hacia su socio, que escuchaba distraídamente la conversación desde la puerta. —Me parece que tiene razón Burton. Todo lo del Conde Drácula son historias del pasado, cosas que ya no existen. Lo que ha querido Doyle es hacer méritos ante ti sin costarle ningún esfuerzo. Además, ¿qué tiene que ver Drácula con este rancho? —Creo que lo debes saber todo ya —dijo Harper. Y volvió a explicar bien la historia del ataúd y la que le había ocurrido a Sam la pasada noche. Orson esbozó una sonrisita irónica. —¿Qué te ocurre? —preguntó Harper—. ¿Por que diablos sonríes de esa manera? —Porque me parece adivinar cuál es el pensamiento de Doyle. Presencie cierto suceso en Carson City, y creo que sería capaz de enumerar detalle por detalle la idea que ha tenido ese hombre. —¿Y qué idea es esa, si puede saberse? Orson se sentó también a la mesa, ante la botella de whisky. —¡Bah, no te preocupes! Mañana mismo, según lo que diga Doyle, te explicaré lo qué sé. —¿Y por qué no me lo explicas ahora? —Porque será mucho más divertido si te lo explico mañana. Quiero saber lo que cuenta antes de hablar yo. —Eso si Doyle está mañana vivo. —Lo estará, no te preocupes. —Muy seguro pareces. —Yo opino que el Conde Drácula que se va a tropezar con él no es demasiado peligroso. —¿Cómo lo sabes? —Inspiraciones que tiene uno. —Podrías ser un poco más explícito, Orson. Con tantos secretos y misterios, no voy a poder dormir. —No duermas. Una noche en blanco no ha matado a nadie todavía. Y yo también siento curiosidad por saber si Doyle grita o no antes de que el sol aparezca. Por qué no matamos las horas continuando nuestras partidas de poker? —Me parece una excelente idea. —Pero hay que vaciar la botella, ¿eh? No debe quedar ni una gota cuando amanezca. —Nos beberemos ésta y otra más. Para empezar se bebieron dos vasos cada uno, y, ya más animados, iniciaron la partida de naipes. Burton, en pie junto a ellos, gruñó: —Y nosotros, ¿qué hacemos? ¿No se vigila el rancho esta noche? —No creo que sea necesario —dijo Harper—. Doyle es el único que está en peligro, y él mismo ha pedido que no haya nadie cerca de la puerta. —Entonces, ¿podemos ir a dormir? —Como unos benditos… Todos los pistoleros se retiraron. Sólo quedo en la gran sala Harper y su socio Orson, los dos centrados en la botella de whisky y en el juego que desarrollaban sobre el tapete verde. A ninguno de ellos se le ocurrió pensar que Colman, uno de los pistoleros más temibles de Nevada estaba a un par de millas de allí, preparando el ataque… *** Colman contempló desde su observatorio rocoso cómo las sombras cubrían completamente el rancho. El pistolero que estaba a su lado, murmuró. —Esta noche parece que no han salido los centinelas. —Puede que se hayan situado en otros lugares y con la oscuridad no los veamos. —Todo el día ha estado eso desguarnecido, durante las horas de más fuerte sol pudimos haber iniciado el ataque. Es seguro que les habríamos pillado desprevenidos. Colman, se pasó una mano por su espesa barba, tenían agua para beber un par de días más, pero no podían permitirse el lujo de afeitarse. Y aquella situación ya le estaba resultando intolerable. —He estado pensando —dijo en voz baja— y creo que, no sé porqué razón, esa gente teme que alguien les ataque de noche, y en cambio se confían extraordinariamente durante el día. Eso me ha hecho darme cuenta de que debemos variar nuestro plan. Atacaremos justamente después del amanecer, cuando todos se retiren a dormir. —Ya estoy impaciente. Además, en ese rancho deben tener agua en abundancia. —La suficiente para afeitarnos y poder organizar luego un pequeño festín. Pero eso será cosa que podremos ver dentro de pocas horas. Mientras tanto, di a los hombres que descansen y que estén listos para la salida del sol. —¿Y ese tipo llamado Larry? ¿Atacará con nosotros? —Naturalmente que sí. Lo que le interesa es el botín. Ha visto que tenemos en perspectiva un buen golpe y se nos ha unido pensando aprovecharse, de la situación. También es posible que la chica le importe algo, aunque no lo demuestra. Sin duda lo que pretende es quedarse con ella y con el oró del ataúd. Pero todavía no ha nacido el tipo capaz de engañar a Colman. —¿Qué piensas hacer? —Será fácil acabar con él cuando iniciemos el ataque al rancho. Y ahora no hablemos más, porque tengo la sensación de que los ojos de ese tipo están en todas partes. Di a los hombres que descansen y que estén preparados para cuando salga el sol. —¿Vas a descansar tú también? —Yo tengo algo mejor que hacer. —¿La chica…? Colman sonrió siniestramente, entornando sus ojitos brillantes. —Me he cansado de esperar. Llevo demasiado tiempo junto a ella para no terminar enloqueciendo. Descendieron los dos del observatorio, y mientras el pistolero transmitía a los demás las órdenes de Colman, éste se dirigía con lentitud hacia la manta donde descansaba la muchacha. Ella, que había empezado a dormirse, levantó la cabeza bruscamente al oír el ruido de sus espuelas. Una tímida luna en cuarto creciente iluminaba la expresión de Colman, cuyos ojos estaban fijos como de una serpiente en los labios de Lorna. Ella tuvo un estremecimiento y se echó instintivamente hacia atrás aunque no gritó, porque comprendió que sería inútil. Colman se acercó un poco más. Sus espuelas tintinearon. —Estás tan hermosa… —jadeó. —¡Déjame! ¡Si te atreves a…! —¿Qué es lo que va a ocurrir si me atrevo? ¿Quién crees que va a defenderte? —Yo. La voz partió rotunda a espaldas de Colman. Este se volvió, lanzando una salvaje imprecación, al reconocer que aquella voz era la de Peter Halloran. —¿Tú, muñeco…? —Me falta la mano derecha, pero todavía puedo manejar el puño izquierdo. —¿Ah, sí? ¿Y por qué no lo intentas? Los ojos de Colman brillaban de placer. Se tensaron los músculos poderosos de su cuerpo. —¿Por qué no lo intentas? —repitió. Antes de que Peter pudiera iniciar un movimiento saltó él. Con las dos manos engarfió el cuello de su adversario y lo obligó a ponerse de rodillas gritando dé dolor. Lorna gemía desesperadamente también, como si el dolor que estaba sufriendo su hermano torturara su propia carne. —¡Déjalo, Colman! ¡Haré lo que quieras…! ¡Déjalo! Pero Colman ya no la oía. Estaba dominado por la fiebre que le había convertido en un monstruo inhumano, la fiebre obsesionante de golpear y matar. Hizo un hábil movimiento, y obligó a su adversario a caer al suelo como un guiñapo. Entonces le apresó una pierna y giró sobre sí mismo retorciendo y haciendo un salvaje torniquete con ella. Peter comprendió que iba a rompérsela en varios pedazos. Gritó desesperadamente: —¡Nooo…! Colman lanzó una carcajada. Siguió apretando. Los ojos de Lorna fueron desesperadamente del rostro del pistolero al rostro de los otros, busco vanamente en alguno una huella de piedad. Pero dos contemplaban el brutal espectáculo con una expresión lejana e indiferente, como si aquello fuese lo más vulgar del mundo. Larry Percival ni siquiera prestaba atención. Con expresión distraída, mientras los lamentos de Halloran se hacían desgarradores, estaba encendiendo un cigarrillo. Lorna tuvo la sensación de que nunca olvidaría, aunque viviera cien años, aquella expresión tan despiadadamente tranquila de Larry Percival. Su odio creció como una llamarada salvaje dentro de su pecho. —¡Miserables! —aulló—. ¡Perros rabiosos del desierto! ¡Mi hermano es un inválido, un pobre inválido…! ¿Vais a consentir que…? El gemido de Peter Halloran le heló la sangre en las venas. Peter acababa de perder el conocimiento. Colman soltó entonces su pierna, que cayó como una cosa muerta. —Le dije que nunca más sería un hombre —sonrió el pistolero—, y no hago más que cumplir mi palabra. No he acabado de romperle los huesos porque tengo cosas mejores que hacer. Pero no podrá andar en mucho tiempo. Y al decir «cosas mejores que hacer», Colman dirigió su mirada maligna hacia la caída figura de Lorna. Esta se estremeció, dándose cuenta de que estaba perdida. Nada podía esperar ya, como nada puede esperar la víctima herida entre el grupo de chacales. Pero de repente vio que Colman se estremecía, ahogando un gemido, mientras su mano derecha volaba hacia sus ojos. Larry acababa de arrojarle a la cara el cigarrillo que con tanta calma encendiera unos segundos antes. CAPÍTULO XVII SOLO CONTRA TODOS EL asombro de Colman ante aquella agresión que no esperaba, le dejó paralizado unos instantes. El único gesto que hizo fue doblarse a causa del dolor, pues parte de la ceniza ardiente arrojada por Larry había penetrado en uno de sus ojos. —¡Maldito…! —jadeó. Sus cuatro pistoleros también quedaron paralizados por unos instantes, sin saber qué actitud adoptar. El deseo de ayudar a su jefe estaba frenado por el respeto que infundían los revólveres de Larry. —No he intervenido mientras maltratabas a Halloran —dijo aburridamente éste— porque yo tengo una cuenta pendiente con él y rodas las cosas malas que puedan ocurrirle no me importan. Pero lo de la chica es distinto. Me fastidia que una hiena le ponga las zarpas encima. Colman, con un violento esfuerzo, logró serenarse. Comprendía que era hombre muerto si llegaba a perder los nervios ante un pistolero como Larry. —¿De modo que te interesa la muchacha? —silabeó. —No he dicho tanto. —Por lo que veo, te gustaría que te enterrase junto a ella. —Hay compañías peores. —¿Y si antes te obligo a presenciar cómo mis hombres la matan? Larry lanzó una carcajada. —Es curioso. ¿Desde cuándo cinco cadáveres pueden matar a una mujer? Hablaba con tal seguridad, con tanto aplomo, los cinco pistoleros sintieron a la vez que un escalofrío les recorría la espalda. Larry hablaba incluso tono aburrido, como si matar a aquellos hombres fuera algo por lo que no valiera la pena dé tomarse trabajo. —¿Es que crees que puedes vencernos? —bramó Colman, fuera de sí. —¿Por qué no lo probamos? Uno de los forajidos, intentando hacer méritos delante de su jefe, movió la mano derecha con demasiada rapidez. Hubo un parpadeo veloz en los ojos Larry y un fruncimiento casi imperceptible de sus labios. Cuando aquello cesó, en su mano derecha ya había aparecido un «Colt» y ese «Colt» estaba vomitando fuego. El pistolero lanzó un gemido de horror y se llevo instantáneamente las manos a los ojos, atravesados dos balazos. La terrible exhibición dejó mudos de estupor a todos. Incluso el mismo Colman, que creía estar acostumbrado a todo, sintió que se le secaba la garganta. Bruscamente se dio cuenta de que nunca podría vencer a aquel hombre y de que estaba perdido sin remedio. Pero Larry, respondiendo a la primera agresión, había perdido unos segundos preciosos. Viendo caer a su primer enemigo no se pudo dar cuenta de que otro de los pistoleros había movido hábilmente la mano izquierda, que tenía apoyada en una roca alta como su cabeza. Sobre esa roca había un poco de arena depositada allí por el viento. Y esa arena fue a parar bruscamente a los ojos de Larry, quien por un movimiento instintivo los tuvo que cerrar mientras se encogía sobre sí mismo. Cegado por completo disparó haciendo un movimiento de abanico, para cazar a todos sus enemigos. Pero ninguno de éstos era tonto. Colman y los tres hombres que quedaban vivos ya se habían arrojado al suelo. Les bastaron unos segundos para saltar todos a la vez sobre Larry, con velocidad de gamos. Lorna lanzó un grito de aviso, pero ese grito ya llegó tarde. Tres hombres aplastaron materialmente a Larry, arrancándole las armas y golpeándole salvajemente con las culatas. No pudo defenderse. Con el rostro bañado en sangre, perdió inmediatamente el sentido. Colman se levantó jadeando. En sus ojos brillaba el odio más atroz. La pasión de la venganza le dominaba. Uno de sus hombres le puso un cuchillo en la derecha. —Ábrele en canal tú mismo, Colman, Será hermoso verlo. Pero Colman había logrado sonreír otra vez, con una cruel sonrisa cuadrada. —Ya no hay sorpresa posible para el ataque a rancho. Han tenido que oír los disparos y necesitamos obrar con rapidez. Tengo pensada una muerte me para nuestro buen amigo Larry Percival. Una muerte que nos será útil y, además, resultará mucho más sonada. El nos ayudará a vencer toda la resistencia! nos puedan hacer en el rancho. ¡Pronto! ¡Traed el caballo más veloz y todas las botellas de nitroglicerina! ¡La noticia de la muerte de Larry Percival pronto se va a «oír» en todo el desierto de Nevada! CAPÍTULO XVIII EL MISTERIO DEL ATAÚD Orson deposito las cartas sobre la mesa y dijo: —Poker de ases. En aquel momento sus dedos se tensaron. —¿No has oído? Parecen disparos. —Sí, y juraría que suenan en el mismo lugar que anoche. —Pues esos no son viajeros normales. No estarían en el mismo sitio. El desierto tiene ecos extraños. No hagas demasiado caso. Pero ya Burton y Sam se acercaban después de levantarse de la cama. Estaban a medio vestir, aunque empuñando sus armas. —¿Ha oído, jefe? —Sí. Salid al exterior y ved si divisáis alguna cosa. —¿No formamos una patrulla? —Os necesito aquí. —Bien, jefe. Orson apuró de un trago el vaso de whisky que tenía preparado sobre la mesa. —Yo también salgo. Tengo más vista que todos esos. Harper vaciló. —Oye, Orson, no me dejes solo… —Pero ¿por qué?… —Sé que no tiene sentido, pero todo esto me crispa los nervios. Creo ver ojos extraños que me miran desde todas las ventanas. —¡Bah! Lo que tienes son nervios. Y creo que no vamos a tener que luchar contra fantasmas, sino contra hombres de carne y hueso. Estaré sólo unos minutos en el porche. Salió. Los disparos habían cesado. Ahora el más espantoso silencio rodeaba el rancho donde reposaba el ataúd de Drácula. Harper, solo en la gran nave, sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca. No hubiera sabido explicar por qué, pero le dominaba la sensación de que unos extraños ojos, unos ojos siniestros y diabólicos, le vigilaban. Aquel, silencio espantoso le contrajo la garganta impulsándole a lanzar un grito de horror. La brusca aparición do Orson en la puerta, lo impidió. Sólo al verle, Harper ya se sintió más tranquilizado. —¿Qué hay, Orson? Este llevaba en la mano un «Colt Frontier», que volvió a guardar en la funda sobaquera, bajo su levita. —Simple precaución —le dijo—. No me gusta que me den sorpresas en un porche oscuro. —Pero ¿es que has visto algo? —Nada. Ni una sombra. Todo esto está más tranquilo que un cementerio. —Podías haber buscado otra comparación, cuerno. —¿Es que aún estás tan nervioso? No te quitas de la cabeza la idea de Drácula, ¿eh? —Hay momentos en que no creo, en nada de eso, pero apenas llega la noche, no sé qué me pasa. —Yo, en cambio, tengo mucho más temor a los hombres de carne y hueso. Esto se encuentra muy aislado, amigo. Y no me extrañaría que alguien merodeara por aquí, creyendo cualquier cosa. Por ejemplo, que tienes un tesoro oculto. —¡Pero si fuera de mis antigüedades aquí no hay nada! —¿Y crees que una cuadrilla de pistoleros pensaran eso a primera vista? —¿Opinas, pues, que esos disparos pueden proceder de una cuadrilla de forajidos? —¡Quién sabe! Yo no afirmo ni niego nada, pero lo que sí digo es que no tienes que temer nada de un fantasmal Conde Drácula, sino de una pandilla de granujas armados de buenos «Colt». Harper intentó animarse con un vaso de whisky, pero al llenarlo le temblaba la meno. —Sigues pensando en Doyle, ¿verdad? —preguntó Orson. —Sí, no puedo negarlo. —Pues eso tiene una solución bien sencilla. Vamos, a ver qué tal duerme. —No, no, espera… ¿Y si entramos cuando esta allí el Conde Drácula? —¡No digas idioteces! —De todos modos prefiero aguardar a que haya por lo menos, un rayo de sol. Y llevare un crucifijo. —Eso me parece bien. —¿Jugamos una partidita, entretanto? —Como quieras. Jugaron, pero Harper era incapaz de ligar una sola combinación. Orson, en cambio, estaba tan tranquilo como si se dispusiera a asistir a una boda. Burton y sus hombres fueron entrando a poco y diciendo que no habían encontrado nada. Al verlos allí, Harper ya se fue sintiendo más tranquilo, pero aun así no ligaba ninguna jugada. —Si seguimos así te voy a desplumar —dijo Orson. —¿En qué piensas? —En Doyle, y en ese maldito ataúd. —Pues hagamos lo que te dicho antes: veamos qué tal duerme. ¿También te causa tanta impresión teniendo aquí a todos tus pistoleros? —Tú piensas que estoy haciendo él ridículo, ¿verdad? —No pienso nada. Lo que me parece es que deberías salir de dudas. —Está bien; vamos a despertar a Doyle. Burton haz el favor de venir con dos de tus hombres; tened las armas preparadas. Mientras se dirigían a la habitación donde está el ataúd, Orson gruñó: —Nunca he escuchado una historia más estúpida que esa. ¡Mira que hacer caso de semejantes historias! Fue él mismo quien abrió la puerta. La escena del interior quedaba iluminada con perfecta claridad, pues la lámpara de petróleo aun continuaba en el suelo. Doyle se hallaba también allí, Tendido sobre la manta a los pies del ataúd cerrado. Estaba quieto, como dormido. Hasta hubiérase dicho que su expresión era feliz. No obstante, en él había algo. ¡Algo que hizo lanzar a Harper un gemido de horror! ¡Aquella blancura lívida de la tez de Doyle! ¡Aquellas manos tan delgadas y tan espantosamente quietas! ¡Aquellas manchas de sangre en su cuello! ¡Y aquellas siniestras señales de los dientes del vampiro, justo en el lugar por donde le había sido arrancada la vida! *** Colman contempló a su enemigo atado a la silla del caballo, el cual llevaba sólidamente sujetas a su pecho y a su cabeza varias botellas de nitroglicerina completamente llenas. Larry, que ya había recuperado el conocimiento, sonreía secamente. —¿Qué idea has tenido, Colman? ¿Por qué lleva este pobre animal botellas de nitroglicerina atadas al pecho y a la cabeza? —Porque vas a hacer con él tu último viaje. Larry suspiró aburridamente. —Bueno, no me quejó… Hay compañías mucho peores que un caballo para el último camino de un granuja, como yo. Los caballos, al fin y al cabo son animales nobles. Pero ¿para qué tantas complicaciones? ¿Por qué no me despachas de un tiro? —Irás al galope hasta el rancho, y te estrellaras contra una de las paredes. Nosotros nos ocuparemos de enloquecer al caballo disparando continuamente entre sus piernas. Y tú no podrás desviar su dirección porque estás completamente atado. —Tiene gracia. ¿Y qué vais a conseguir? —Que nuestro ataque sea tan perfecto como si lo hubiéramos hecho anunciar por una andanada de artillería. Desmoralizaremos completamente a los hombres de ahí abajo, y en la explosión morirán algunos de ellos. La sonrisa de Larry se hizo burlona. —De modo que un caballo a galope, ¿eh? ¿Y no piensas, que las botellas van a estallar mucho antes que yo llegue al rancho? —Están completamente llenas, para que el líquido no baile, y además muy bien sujetas. Siempre he llevado encima la nitro, desde que hice varios asaltos a unas minas, y nunca me han explotado si yo no quise. Pero si explotara antes de tiempo, sería igualmente eficaz. Tú saltarías en mil pedazos, que es lo que más me interesa. Y la atención de los que guardan el rancho se concentraría en la explosión, lo que me permitiría atacar por otro sitio y cazarlos a todos por sorpresa. Sólo necesitamos ocho o diez minutos de galopada para llegar hasta allí. —No es mala idea. Pero lo siento por el caballo. ¿Qué te ha hecho él? —Ningún animal me inspira compasión. —A mí tampoco, Colman. Por eso no me inspiras compasión tú. —¿Estás perdido y todavía galleas? —Aún no me has metido en el ataúd, Colman. La frase hizo gracia al forajido, que lanzó una carcajada. —¡Claro que no te he metido en el ataúd, Larry! ¡Ni podré hacerlo nunca! ¿Qué crees que va a quedar de tu maldito cuerpo cuando la nitro estalle? —Eso pregúntamelo después de la explosión. En aquel momento, Peter Halloran, arrastrándose sobre la arena, balbució mirando a Larry. —Siento haberle juzgado mal, amigo. Me gusta la gente que se ríe de sus verdugos a un paso de la tumba. Larry le miró. Realmente, el estado de Peter Halloran era más que lastimoso. Ya no parecía un hombre, sino un pobre gusano al que en cualquier momento Colman podía aplastar. —Yo no me río —dijo Larry—. ¡Estoy llorando! Halloran, a pesar de los terribles calambres que estremecían su cuerpo, logró esbozar una sonrisa. —Si intentamos entregarte al sheriff y ganar la recompensa fue porque Lorna y yo éramos más que pobres, muchacho. Pero no te explico esto para que me perdones, sino para darte a entender que me considero en deuda contigo. Colman te matará, pero yo mataré a Colman. —La próxima cosa que haga —dijo el aludido viéndose hacia él— será arrancarte la lengua. —Pero yo no te mataré con la lengua, Colman, sino con mi mano izquierda. Harás mejor preocupándote de ella en primer lugar. —De lo que me ocupo en primer lugar —dijo Colman, con una mueca— es de liquidar a Larry y apoderarme de lo que hay en ese rancho. Tú, convertido en un gusano, no me puedes hacer ningún daño. Luego cuando tenga el oro, buscaré una muerte divertida para ti y un lugar tranquilo donde poder comprobar cómo saben los labios de tu hermanita. —¡Canalla…! Larry suspiró: —Ahórrate palabras, Halloran. Lo que necesitas es reponerte y esperar tu oportunidad. Ya la tendrás descuida. Y ahora, Colman, ¿por qué no obligas a andar a este pobre caballo, a ver si terminamos de una vez con tanta comedia? Rechinaron los dientes del forajido. —Si tanta prisa tienes por acabar… Dio un violento golpe a las ancas del caballo. Este inició en seguida un trote largo descendiendo de colina hacia la parte lisa del desierto, donde estaba el rancho. Era un animal brioso y además estaba deseando galopar después de dos días de inmovilidad. Pronto su trote se convirtió en una galopada alegre hacia el rancho, donde su instinto le advertía de presencia de otros caballos y le decía que iba a encontrar una cuadra y agua en abundancia. Lorna musitó: —El caballo va hacia el edificio. Pensé que en el último momento lograría desviarlo. No tiene salvación… Colman la oyó y se volvió sonriente hacia ella. —Claro que no la tiene. Pero es necesario que ese caballo enloquezca, porque de lo contrario se detendrá ante el rancho. Nosotros nos ocuparemos de eso. ¡Vamos, muchachos, disparad con vuestros rifles contra las patas del animal! Y en seguida…, ¡todos a caballo! ¡Listos para el ataque! Tres pistoleros levantaron sus rifles. Colman gritó: —¡Fuego! Las balas restallaron entre las patas del caballo, cuyo galope se convirtió de pronto en una carrera desenfrenada y rabiosa. CAPÍTULO XIX TEMPESTAD DE VIOLENCIA Harper, al ver el cuerpo de Doyle tan espantosamente inmóvil, al darse cuenta de que en su cuello estaban las marcas de los dientes del vampiro, sintió que sus rodillas vacilaban y estuvo a punto de caer. Orson tuvo que sujetarle. —Cuidado —dijo con un soplo de voz—. Hay que tener serenidad. Pero él mismo estaba pálido como un muerto —casi tan pálido como Doyle — y necesitó apoyarse en la jamba de la puerta. —Es increíble… —balbució. Sam, que se hallaba en el umbral, lanzó un grito y se echó hacia atrás, llevándose las manos a los ojos. Burton fue, en apariencia, él que se conservé más sereno. Se acercó al cuerpo de Doyle, puso una rodilla en tierra y le tomé el pulso como si quisiera convencerse de que estaba bien muerto. Esto le fue fácil de comprobar, incluso al simple tacto, pues el cadáver empezaba a estar frío. Luego examinó las marcas del cuello. —Son dientes —dijo. Orson se arrodilló junto a él. —Dientes humanos, aunque algo más afilados, lo que es normal. ¡Los dientes de Drácula! Ante aquella sola palabra, hubo en los ojos de todos como una luz de horror. —No es posible —dijo Harper—. No puedo creerlo… —Yo tampoco lo creía hasta hace unos instantes —dijo Orson, pesadamente—, pero ahora empiezo a convencerme de lo contrario. A Doyle le ha sido chupada toda su sangre por un vampiro, por un ser de ultratumba que ha logrado dominarle, como lo prueba el que ni siquiera se ha movido ni ha intentado defenderse. No hace falta ser muy listo para comprender que ese ser de ultratumba es Drácula… ¡cuyo ataúd está precisamente aquí! Se oyó otro gemido entrecortado de Sam mientras Burton lanzaba una imprecación y desenfundó su revolver. —Muy bien. Si ese es su ataúd y él está dentro va a hacerle mal provecho la sangre de Doyle. ¡Apártense! ¡Veremos sí ese conde Drácula sabe digerir el plomo! Se disponía ya a apretar el gatillo cuando Orson le disuadió con un gesto. —No lo hagas, Burton. Drácula no puede estar ahí. No volverá a encerrarse hasta que salga el sol puesto que durante la noche entera vaga en busca de sus víctimas. —¡Pues entonces le esperare y le vaciare doce onzas de plomo en la cabeza! ¡Veremos qué tal le sientan! —No te preocupes —dijo Orson con serenidad—. Drácula puede considerarse muerto. Todos le miraron con estupor, olvidándose incluso de la presencia del cadáver de Doyle. —¿Qué dices? —susurró Harper. —Digo que la muerte de Doyle nos ha sido de mucha utilidad. Ahora sabemos con completa seguridad que Drácula está aquí. Sabemos también con certeza que sólo en un sitio se va a encerrar cuando empiece a asomar el sol, y ese sitio es el ataúd que tenemos delante de los ojos… —¡Entonces yo me largo! —gritó Sam. Orson no le hizo caso. —Cuando Drácula se encierre en su ataúd —terminó— estará completamente indefenso. Estará, tan indefenso como una rata herida y metida dentro de una jaula. Podremos hacer lo que queramos con él. —Por ejemplo, acribillarlo con nuestros rifles —sugirió gozosamente Burton. —Las balas nada podrían contra él. Pero hay dos Magníficos sistemas para acabar con ese monstruo. Uno, atravesarle el pecho con una barra de hierro; otro, sacarlo a la luz del sol. ¿Os imagináis a Drácula achicharrado por el sol del desierto? ¡Se deshará completamente, se convertirá en humo! ¡El sol destruye a los vampiros! Harper pareció convencido. —Tú eres el qué tiene más sentido común, Orson. Se hará como tú dices. ¡Pero hay tantas cosas que no me explico! ¿Cómo Drácula ha podido venir aquí? —La existencia misma de Drácula es un misterio que tú nunca te podrás explicar, Harper. Posee secretos que nosotros no conocemos. Es un ser de ultratumba, y nosotros somos simples mortales. —Pero Doyle… —Doyle ya no es un simple mortal —dijo Orson—. Todas las víctimas de Drácula se convierten en vampiros a su vez, y están condenados a un horrible vagar por el mundo de las tinieblas. Pero Doyle no empezará a ser peligroso hasta mañana por la noche para entonces ya lo habremos destruido. Sufrirá la misma suerte que Drácula, ya que no queda otro remedio: o la barra de hierro en su pecho o el sol del desierto. —Entonces, ¿debemos dejarlo todo así? —preguntó Harper. —Exacto. Harper cerró la puerta. Todo su cuerpo tembló como una llama a punto de apagarse. —Burton, reúne a todos los hombres —dijo. En aquel momento sonaron disparos, cada vez más próximos, y todos corrieron hacia el porche. Una vez allí, la luna les mostró claramente un caballo que avanzaba enloquecido hacia el rancho en línea recta. Sobre la silla iba un jinete, pero estaba tan rígido que se adivinaba que no ejercía el menor control sobre su montura. Eran ocho pistoleros los que estaban en el porche sin contar a Harper ni a Orson. Todos tenían ya las armas dispuestas, y apuntaron al caballo y al jinete. Mientras, Larry hacía esfuerzos desesperados para librarse de las cuerdas que lo mantenían sujeto a la silla, pero sabía que nada iba a conseguir. Los nudos estaban bien hechos. Tampoco podía desviar el caballo, que avanzaba en línea recta hacia el rancho. Destruiría a los diez hombres que había en el porche y daría el triunfo a Colman, cuyo plan habría resultado perfecto. Faltaban tan sólo unas treinta yardas. Veinticinco. Veinte… Los hombres le apuntaban cuidadosamente, queriendo asegurar la puntería. Pensando en ellos, no en sí mismo —puesto que su vida ya la consideraba perdida—, Larry gritó: —¡Apartaos! ¡El caballo lleva nitro! ¡Apartaos! Ante aquel simple aviso, hubo una desbandada, solo Burton, que empuñaba un rifle y estaba rodilla en tierra, no se movió. —¡Quítate de en medio, imbécil! — gritó Larry. Burton hizo un solo disparo, segando la cincha del caballo que pasaba por debajo de su vientre. A consecuencia de eso la silla saltó, y Larry, atado aún a ella, salió despedido por los aires. El caballo, levemente herido, se encabritó un instante. Burton apuntó ahora a la cabeza del animal, buscando dejarlo seco a la primera bala. —¡No tires! —aulló Larry—. ¡Cuando el animal caiga la nitro hará explosión! Estas palabras fueron unidas a una soberbia flexión de sus piernas y a un increíble salto, todavía sujeto a la silla. Cayó delante del caballo y con los dientes, sujetó las riendas, colgándose de ellas con todo su peso. Larry había hecho esto algunas veces, por simple entrenamiento, pero nunca en su vida lo había logrado con tal perfección. El caballo hundió la cabeza, intentó encabritarse otra vez y no pudo. Resoplando, dio un par de coces y se quedó clavado en el sitio. Medio minuto después, Burton, Sam y otros habían llegado junto al animal, al que inmovilizaron, mientras intentaban tranquilizarle. Larry abrió la boca y soltó las riendas. —¡Cuidado! —jadeó—. Hay que retirar esas botellas. No hagáis ni un solo movimiento en falso o todo se irá al infierno. Pero los pistoleros de Harper habían sido contratados precisamente para proteger las minas, y entendían de nitro tanto como el primero. Retiraron las botellas en un santiamén y sin peligró alguno. Luego Burton desató a Larry. —No perdáis tiempo —dijo éste—. Mientras vosotros estáis aquí, cuatro hombres van a atacar el rancho por otro lado. —¿Cómo lo sabes? —Yo estaba con ellos. —¿Si? ¿Y quiénes son? —Colman y tres de sus granujas. —Colman… El nombre había sido pronunciado por Burton con una especie de supersticioso temor. —¿Estás seguro? ¿Quién eres tú? —Me llamo Larry Percival y soy tan granuja como ellos, pero en este caso espero resultaros útil. ¡Y no perdáis ya más tiempo! ¡Disponeos para hacerles frente, diablos! Burton se dio por convencido. Aulló: —¡Eh, muchachos! ¡Todos con las armas listas detrás de las ventanas y el porche! ¡Vamos a tener una fiesta! ¡En cuanto veáis a un jinete por cualquier sitio, tirad a matar! Todos se dispusieron a obedecer la orden, deshaciendo el grupo que formaban en torno a Larry. Pero ya era demasiado tarde. Cuatro jinetes habrán aparecido en la esquina del rancho, pillándolos desprevenidos y amontonados. Y un verdadero huracán de plomo se abatió sobre Larry y los pistoleros de Harper. CAPÍTULO XX SÓLO SOY UN GUN-MAN Los primeros balazos, habían alcanzado a dos de los pistoleros de Harper. Cazados por sorpresa y sin tiempo para cubrirse, ofrecieron un blanco demasiado bueno para Colman y sus hombres. Y éstos, cuando tiraban, tiraban a matar. Pero los tipos que había contratado Harper para su defensa personal no eran unos novatos. La rapidez con que se deshizo el grupo, dejando de ofrecer blanco, fue sencillamente maravillosa. En fracciones de minutos, los granujas de Colman, sólo tuvieron delante a dos cadáveres y un solo hombre vivo, que estaba entre ellos. Aquel hombre era Larry. Larry había sentido zumbar el plomo a su alrededor, y los dos pistoleros alcanzados cayeron junto a el. Para un hombre experimentado era fácil notar al primer instante que los balazos habían sido mortales su impulso instantáneo fue arrojarse sobre el más cercano de aquellos hombres y arrancarle el arma de las manos. A pesar de la penumbra aquellos hombres acostumbrados a luchar se distinguían como a plena luz del sol. Sus disparos eran mortales. Colman reconoció a Larry. —¡Me interesa la piel de este hombre! ¡Que no se salve esta vez! Pero Larry ya tenía un revólver en la mano derecha. Tiró una décima de segundo demasiado pronto sin apuntar lo suficiente, y la bala hizo volar el sombrero de Colman y trazó una línea sangrienta entre sus cabellos, sin herirle de gravedad. Por el contrario, ese balazo le salvó la vida. Al tambalearse, estando a punto de caer de la silla, logró que el segundo disparo de Larry —que ahora había tirado sobre seguro— saliese más desviado aún. El joven lanzó una imprecación. Estaba perdido, pues ahora los cuatro jinetes se le echaban encima. Vio que dos de ellos le tenían encañonado ya. —¡Esto me gusta! —gritó Larry, mientras lanzaba una salvaje carcajada y saltaba de costado. Siempre le había parecido que sería hermoso morir de pie, acribillado a balazos por varios jinetes lanzados a galope contra él. Su revólver, entretanto, se puso a funcionar. Larry disparó con esa fría e inflexible indiferencia del que sabe que lo tiene todo perdido y aspira a llevarse por delante a unos cuantos compañeros para el último viaje. Los dos hombres que ya le estaban apuntando sintieron como un choque en sus frentes cuando apretaban los gatillos. Ninguno de los dos se dio cuenta de que su cabeza se había partido en dos mitades y dé que sus balas habían salido completamente desviadas, sin ni siquiera rozar a Larry. Los caballos, que venían lanzados, ya no pudieron frenar, y eso permitió a Larry librarse de una muerte segura cuando Colman disparó contra él. Lo que hizo fue lanzarse sobre uno de los caballos, como si fuese a montarlo, pegándose a su costado y empleándolo como parapeto. La certera bala de Colman, que debió haber matado a Larry, hirió ligeramente al animal en el anca izquierda. Entretanto, Burton y los restantes hombres —quedaban seis pistoleros vivos en total— habían reaccionado. Dispersos a lo largo y a lo ancho de una amplia zona, hubieran podido acabar fácilmente con una banda mucho más nutrida que la de Colman. Y además se dieron cuenta de que sólo tenían enfrente a dos enemigos vivos. Burton gritó: —¡Bueno, muchachos…! ¡Cuando amanezca quiero sus cadáveres puestos a secar al sol! Aquel grito hizo darse cuenta a Colman de la terrible situación en que se hallaban él y su compañero. Fue una cosa instantánea. Al ver que sólo eran dos, creyó sentir ya en su piel la quemadura lacerante de las balas. —¡Vamos! —aulló. Hizo dar vuelta a su caballo, con una fantástica rapidez, y galopó junto coa su único pistolero para huir del huracán de plomo que se les venía encima. Escogió acertadamente una zona donde las sombras eran más espesas, y eso les salvó de morir a los primeros balazos. Los proyectiles sólo les rozaron, entonando una sinfonía de muerte. Pero al escoger aquella zona para su huida, Colman debía pasar forzosamente por el porche delantero del edificio. Y los hombres de Burton no eran unos incautos. Inmediatamente se habían apostado tres de ellos en aquel lugar, con las armas dispuestas y bien protegidos por la baranda. Colman y su compañero tenían que pasar escasamente a veinte yardas. Su muerte era tan segura como si ya estuviesen metidos dentro de los ataúdes. —¡Listos! —gritó uno de los del porche—. ¡Fuego…! Colman se dio cuenta de que estaba irremediablemente perdido, de que iba a morir. No podía volver atrás porque entonces caería bajo el fuego de los que ya le cortaban la retirada. Y si pasaba por delante del porche haría el mismo papel que un muñeco de tiro al blanco. Sólo podía confiar en su endiablada buena suerte y en la rapidez de su caballo. Por eso clavó las espuelas hasta el fondo y lanzó un alarido salvaje, buscando enloquecer al animal para que franqueara de un par de saltos aquella zona de la muerte. Varias balas pasaron rozando al caballo, que encabritó… ¡deteniéndose justamente en mitad de línea de fuego! Colman lanzó un alarido de rata acorralada. Sol en aquel instante, quizá por primera ver en su vida se vio que en el fondo era un cobarde. Uno de los que estaban en el porche lanzó una carcajada y gritó: —¡Nos veremos en el otro mundo, Colman! No sabía él aún la terrible verdad que había en estas palabras. Porque en aquellos momentos los rayos lunares iluminaron para los ojos de Colman las botellas de nitro, cuidadosamente colocadas junto a la pared de la casa, a espaldas de los pistoleros. Y una idea diabólica pasó inmediatamente por su cerebro. Con su infalible puntería disparó una rociada de balas contra aquellas cuatro botellas. Y una ensordecedora explosión, se oyó entonces, obligando a él y a sus compañeros a pegarse a las sillas de sus caballos. Pedazos de madera y de cuerpo humanos pasaron sobre sus cabezas mientras Colman lanzaba una brutal carcajada. Burton cayó de rodillas y se puso a lanzar imprecaciones, viéndoles alejarse. Ni siquiera se le ocurrió que aún tenía un arma en sus manos y podía disparar. En cuanto a Larry, hizo fuego con los pocos proyectiles que le quedaban, pero el humo y la oscuridad le impidieron alcanzar a unos hombres que escapaban a endiablada velocidad. Después de la horrísona explosión, se hizo en el rancho un silencio espantoso, un silencio que casi podía palparse. Burton aulló: —¡Perseguidlos! ¡Vamos todos a los caballos! No hay un segundo que perder, infiernos! —¡No os mováis! —gritó Harper. Todos los que ya corrían hacia la cuadra, quedaron inmóviles. —Esos hombres pueden estar heridos —dijo Harper señalando hacia el porche—. Si aún es posible hacer algo por ellos voy a necesitaros a todos. Me interesa salvar su vida más que liquidar a esos granujas. —¡Pero es que volverán, jefe! — protestó Burton. —Sólo ellos quedan con vida —dijo Larry acercándose—. No creo que por el momento se les ocurra volver. Harper le dirigió apenas una mirada lejana, su atención parecía estar concentrada en el derruido porche de la casa. —Puede haber algún herido — repitió—. Vamos… Pero todas sus esperanzas resultaron vanas. Los tres hombres que se habían parapetado tras el porche no sólo estaban muertos, sino despedazados. La nitro, explotando justamente tras ellos, había volado la cabeza de dos y partido al otro en pedazos. La única ayuda material que ahora se les podía prestar era darles sepultura, y aun eso con infinitos trabajos. Burton se acercó a él. —Hubiese querido perseguirlos, patrón. ¡Pero de todos modos juro que esos tipos no se me escaparan! —Ahora sólo sois tres hombres — dijo Harper en voz baja—. Os necesito aquí; no puedo decir otra cosa. Si ese hombre era Colman ya se encargará la Ley de darle su merecido. —Me temo que en este caso yo me anticipe a la Ley —dijo una voz. Todos se volvieron para mirar a Larry, qué avanzaba haciendo voltear en su mano el revólver descargado. —¿Dijo antes que se llamaba Larry Percival? —preguntó Harper. —Sí. Y soy tan granuja como los tipos que acaban de escapar. —A nosotros nos ha prestado un servicio. —Olvídelo. —¿Por qué querían esos tipos hacerlo estallar contra el rancho? —En parte para librarse de mí, y en parte porque suponían que así les iba a ser mucho más fácil robarlo. —¿Robarlo? —preguntó Harper con una mueca de incredulidad. —Ellos suponen que si hay tantos hombres guardando esto es porque usted oculta oro aquí. Y la verdad es que esa suposición no me parece muy descabellada. —Si no hubiese por aquí tantos muertos, me echaría a reír —dijo Harper—. ¿De modo que suponen que guardo oro? Lo único qué encontrarían aquí sería antigüedades y un ataúd. ¡El ataúd del Conde Drácula! Larry torció la boca. —¿El ataúd de quién? —Del Conde Drácula. ¿No lo ha oído nombrar jamás? —Sí, claro que sí… Como todo el mundo qué sepa leer. Su historia es una de las más fantásticas e increíbles de estos últimos años. Pero ¿qué hace aquí su ataúd? —No sólo está aquí su ataúd, sino él mismo en persona. —Eso que acaba de decir es una barbaridad. —¿Sí, eh? Y con breves y precisas palabras, Harper explico a Larry todo lo que había sucedido, en líneas generales, desde que él fue a San Francisco a comprar ataúd hasta que Doyle apareció muerto y desangrentado junto a él, teniendo en el cuello las huellas vampiro. Larry escuchaba en silencio no acertando a creer nada de aquello. Pero Harper tenía en aquellos momentos aspecto de hombre que sabe lo que se dice y no fantasea. Además había ya un muerto de por medio. El vampiro había manifestado su presencia de forma más terrible que podía manifestarla. —Y esa es la razón fundamental por la cual quiero que mis hombres —los pocos que me quedan— permanezcan aquí. Harper terminó con estas palabras su historia. Luego dijo: —Pero usted ha afirmado antes que se adelantaría a la Ley. ¿Significa eso que piensa perseguir a Colman? —Desde luego. —¿Sabe que serán dos contra uno y él tendrá todas las ventajas? Imagine que logra llegar a aquellas rocas, de las cuales Imagino que ha salido con su banda. ¿Cómo piensa usted acercarse sin que le abrásenla piel? De noche es difícil, pero en cuanto amanezca, será imposible. —No debo pensar en eso. —¿En qué debe pensar pues? —En que Colman tiene prisionera a una mujer. Y en que debo salvarla si no quiero que le ocurra algo peor que la muerte. Burton lanzó una imprecación. —Si es para eso cuente con mi ayuda, amigo. Soy un poco lento, pero en cuanto agarro a un fulano lo desnuco con sólo cuatro dedos. Hay bastantes pruebas de eso repartidas por los cementerios del Oeste. —No necesitare ayuda, Burton. Gracias. —¿Sabe que me alegro de conocerlo? Tenía ganas de echar el ojo encima a Larry Percival. Me han dicho que en cierta ocasión liquidó a tres tíos a la vez, en un solo desafío. —Es cierto, pero ahora no estoy en tan buena forma. —Pues hace poco demostró lo contrario, cuernos. Atrajo hacia usted solo la atención de los pistoleros de Colman, que de otro modo nos hubieran liquidado fácilmente. Y el modo, cómo alcanzó a aquellos dos jinetes, fue de los que hacen lanzar un grito. Apuesto a que los dos llevan la bala clavada en el mismo sitio exactamente. —Es mi marca de fábrica —dijo Larry. Harper preguntó. —¿No podemos serle útiles? Nos ha ayudado muchacho. —Lo único que necesito son armas y un trago. —Eso por supuesto. Pero haré por usted algo más. Hablaré en Carson City con el gobernador, que es un gran amigo mío, y revisaremos entre los dos su situación ante la Ley. Me parece que tuvo usted algún tropiezo, pero ¿quién no los tiene en esta época? Le prometo que si vivo su situación quedará pronto resuelta. —Entonces, me interesa que viva — sonrió Larry. —Eso no depende de mí. Harper le llevó al comedor y allí le sirvió él mismo una copa del mejor brandy. Entretanto, Burton y los pistoleros vivos, se dedicaron a abrir fosas para enterrar los cadáveres, antes de que el sol empezase a atraer a los buitres. —En cuanto amanezca puedo préstale a Burton y los otros dos hombres —dijo Harper mientras, tendía la copa—. No hay peligro desde qué sale sol. Cierto que entonces será más difícil acercarse a las rocas, pero serán ustedes cuatro, y ellos dos solamente. —Lo pensaré. Gracias. Larry se llevó la copa a los labios. De pronto su movimiento quedó paralizado. El estaba de cara a la puerta que daba al pasillo mientras que Harper quedaba de espaldas a ésta. Sólo Larry, por tanto, pudo ver a la muchacha vestida con un salto de cama, que pasó junto a la puerta, deslizándose pasillo adelante como una sombra. Aquella muchacha parecía hipnotizada, como si siguiese los dictados de una lejana y extraña voz. Larry conocía la leyenda que rodeaba a Drácula, aquella leyenda según la cual atraía a sus víctimas, hipnotizándolas a distancia, hacia el lugar dónde había de destruirlas. ¡Y aquella muchacha parecía estar en aquella situación! ¡Parecía encontrarse bajo un poder de ultratumba! CAPÍTULO XXI LA SOMBRA DE DRÁCULA La copa cayó de la mano derecha de Larry, haciéndose añicos contra el suelo. Harper susurró: —¿Qué le ocurre? No se había dado cuenta de que Larry había mirado a la puerta, porque en aquel instante Harper no tenía puesta la atención en él, sino en la botella para servirse a su vez una copa. Larry desvió la mirada e hizo un gesto como disculpándose. —No sé… Me tiemblan los dedos después de la tensión de estos últimos momentos. —Es natural. Pero ¿es seguro que se encuentra usted bien? ¿No necesita nada absolutamente? —Nada, gracias. Larry no quería decir a aquel hombre lo que acababa de ver para no intranquilizarle más. Cualquier cosa que sucediese podía resolverla él, y si la resolución dependía de un buen par de revólveres, tanto mejor. —Le serviré otra copa —ofreció Harper. —Gracias. La bebió rápidamente y preguntó: —¿No podría lavarme en algún sitio? He vivido muchos días en el desierto y tengo la sensación de estar sucio como un coyote. —¡Oh, no se preocupe! En este rancho tenemos bastante agua, e incluso un cuarto de baño con una gran bomba para sacarla. Allí podrá usted arreglarse a gusto. Deje que le conduzca. Y Harper lo llevó a un cuarto de baño magníficamente decorado, donde había una gran bañera, lavabos y toda clase de servicio, además de muchas toallas limpias. Claro que Larry no se fijó apenas en eso, sino en la distribución de las habitaciones y la ruta que aproximadamente habría tenido qué seguir la muchacha. —Si hay alguna mujer aquí — preguntó como distracción— ha debido llevarse un buen susto. —La única mujer que hay aquí, es mi hija, aparte de una sirvienta — declaró Harper—. Pero, afortunadamente, están las dos en la parte posterior del rancho, y la explosión no les ha podido causar daño alguno. Sólo se han derrumbado casi todo el porche delantero y la pared del comedor de los vaqueros. Yo mismo veré ahora con Burton si hay peligro de nuevos derrumbamientos. —No es fácil. —Bueno, considérese usted en su casa, amigo. Y cerró la puerta. Larry hizo un poco dé ruido con la bomba, para fingir que se lavaba, y cuando calculó que Harper debía estar lo bastante lejos, abrió la puerta sigilosamente. Tenía la sensación de que Iba a descubrir algún misterio, algún horrible secreto que palpitaba en las entrarlas de la casa. Alrededor suyo, todo era silencio. Larry empezó a abrir las habitaciones, una por una con enorme sigilo. Pero eso le impedía ser rápido, y quizá la muchacha, en aquel mismo momento, estaba ya corriendo peligro. Efectivamente, Gladys Harper acababa de abrir la puerta de la habitación donde estaba el ataúd. Aquella horrible explosión, además de los disparos, la habían, sobresaltado minutos antes, despertándola. Pero no era eso lo que la había preocupado, sino el silencio obsesionante que luego invadió la casa. Tuvo la sensación de que toda ella estaba llena de muerte, y por eso sintió el impulso irrefrenable de levantarse y ver por sí misma qué era lo que ocurría. Tuvo la sensación de que la respuesta había de encontrarla en la habitación donde estaba el ataúd. Y por eso acababa ahora de empujar su puerta. Por eso estaba ahora allí. Vio la habitación iluminada por la lámpara de petróleo —que se hallaba todavía en el suelo— y el cadáver de Doyle a los pies del ataúd. Vio las manchas de sangre y las marcas del vampiro en su cuello. Una angustia irrefrenable, un ansia terrible de gritar la dominó por completo. Pero su garganta agarrotada le impidió gritar. Sólo una sorda exclamación logró brotar de sus labios. Y en aquel momento, sus ojos se dilataron, sus dedos se contrajeron de miedo y todo su cuerpo, fue sacudido por un espasmo. ¡Porque la tapa del ataúd se estaba levantando! ¡Y porque una mano humana, horriblemente engarfiada, acababa de brotar dé allí! CAPÍTULO XXII LLEVO DOCE BALAS Gladys, se tambaleó, a punto de caer, mientras la tapa del ataúd se corría un poco más, hacia un lado y la mano de dedos engarfiados, era seguida por un brazo enfundado en una manga negra. La muchacha trató desesperadamente de huir, volviendo la espalda a aquella visión horrible, pero las fuerzas la abandonaron y sus piernas quedaron clavadas en el suelo. Como hipnotizada, con los ojos desencajados por el temor, quedó quieta a cinco pasos del ataúd, viendo cómo la tapa se levantaba ahora para dar salida al cuerpo humano que había en el interior. ¿Cuerpo humano o visión de ultratumba? Gladys no pudo darse cuenta naturalmente de que alguien había aparecido a su espalda. Sus ojos estaban obsesionados por la visión horripilante del ataúd, sin poder apartarse de allí. El hombre que había aparecido a espaldas de Gladys, era Larry Percival. Larry, oculto en una zona de sombras del pasillo, se dispuso a intervenir. Todo aquello le pareció sobrenatural en el primer momento, y no pudo evitar que unas gotitas de sudor helado perlaran sus sienes, pero se dispuso a intervenir inmediatamente, aunque no llevaba armas. Por muy Drácula que fuese el que estaba a punto de salir del ataúd, él le enseñaría con sus puños como se puede convertir en pulpa a un hombre y arrancarle la sangre por entre los jirones de su piel. Tensó los músculos, y en el instante en que se disponía a saltar hacia el interior de la habitación, la tapa del ataúd terminó de levantarse por completo y un hombre vestido de negro, espantosamente pálido, salió del interior. Larry quedó inmovilizado durante unos instantes. Si aquél era el poderoso Conde Drácula, la verdad era que no parecía tan temible. Daba la sensación de que al primer «upper-cut» iba a quedar desmontado y de que sus colmillos de vampiro iban a saltar por los aires convertidos en harina de arroz. Pero no fue eso sólo lo que le detuvo, sino la aptitud inesperada de Gladys. Gladys no lanzó un grito de horror, sino que si arrojó inverosímilmente en brazos del fantasmal aparecido, exclamando: —¡Amor mío…! Larry tragó saliva. ¿Qué diablos era aquello? ¿A tal extremo hipnotizaba Drácula a sus víctimas? ¿Es que éstas estaban tan contentas o eran tan idiotas que hasta le echaban los brazos al cuello? —Gladys… —suspiró el aparecido. —Para ser un vampiro está bastante enterado —gruñó para sí Larry, mientras entrecerraba los ojos. Y entonces, bruscamente, toda la verdad se desveló ante sus ojos. El hombre que acababa de salir del ataúd no era el Conde Drácula ni tenía qué ver nada con éste. Era un pobre joven a quien las circunstancias habían obligado a vestirse con aquellas ropas y ocultarse en aquel siniestro lugar. Estaba tan destrozado que, de no haberle sujetado los brazos de Gladys, hubiese seguramente caído al suelo antes que ella. —Tom… —musitó la muchacha, con lágrimas en los ojos—. Tom… ¿qué hacías aquí? —Estaba oculto y esperando una oportunidad, hasta ver cómo se resolvían las cosas. Me perseguían, ¿sabes? —¿Quién te perseguía? —Doyle. Se dio entonces cuenta de que Doyle estaba a sus pies, desangrado, y lanzó un gemido. Sus ojos se nublaron un instante, pero, al parecer, la presencia de Gladys allí le dio nuevas fuerzas. —¿Está… muerto? —Sí, está muerto, pero no es él quien nos importa ahora, Tom. Somos nosotros dos los que importamos, y es urgente arreglar nuestra situación ante papá porque veo que tú estás destrozado. ¿Por qué llevas esas vestiduras? —Doyle y otros dos me gastaron una broma. Me dijeron que dabas un baile de disfraces en tu casa de Carson City, y que querías que yo fuese disfrazado precisamente así. Cuando me di cuenta de lo que pretendían, no quise seguir la broma. Entonces Doyle dominado por el orgullo, dijo que me mataría, y yo tuve que huir. No supe lo que quería, en realidad, excepto que necesitaba verte. Llegué a este rancho, uno de los centinelas me sorprendió y para evitar males mayores, me oculté aquí. Este me pareció de momento el sitio más seguro. —Pero ¿por qué no has salido antes? Debes estar medio asfixiado. —La tapa parece ajustada, pero no lo está de todo. Eso me ha salvado, aunque el aire estaba tan enrarecido ahí dentro que varias veces he estado a punto de salir. Pero cada vez que lo intentaba, había disparos, y hace poco he oído una horrible explosión No sabía qué hacer, Gladys, te lo juro. Además, Doyle me había dicho que no saliera. —¿Doyle?… Larry, que estaba detrás de los dos, pero invisible a sus ojos porque le cubría una zona de sombra, prestó absoluta atención a estas palabras. Por fin había preguntado Gladys lo que tenía preguntar. Tom había tenido que ser testigo forzosamente de la muerte de Doyle. ¡El tenía que conocer punto por punto los detalles de aquel horrible misterio! —Sí, Doyle —dijo Tom trabajosamente—. Él abrió el ataúd hace unas horas, sabiendo ya que yo estaba encerrado aquí. No comprendo cómo lo adivino, pero lo qué digo es cierto. Parecía muy amable y daba la sensación de haber olvidado todo su rencor. Me dijo que había venido a ayudarme, que oyera lo que oyera me estuviese quieto, y que unas horas después él ya vería el modo de sacarme de aquí. Yo le prometí obedecer. ¿Qué otra cosa podía hacer en mis circunstancias? —Pero entonces tú sabes lo que ha ocurrido, Tom. Tú has sido testigo de la extraña muerte de Doyle. ¿Qué es lo que has visto? —Nada. —Claro, ya comprendo. La pesada tapa del ataúd no te permitía ver, desde luego. Pero ¿qué oíste? —Nada. —¿Nada? —Te lo prometo. Yo no estaba dormido ni mucho menos. El que estaba dormido era él. Oía sus ronquidos perfectamente. Eso fue lo único. —Entonces… ¡han bebido su sangre mientras dormía! —¿Cómo… cómo dices? —Digo… ¡Dios mío! ¡Digo que esto no ha podido hacerlo más que el Conde Drácula! —Oye, Gladys… No hagas bromas… ¿Quieres decir que yo estaba ahí… quieto… en su propio ataúd… mientras Drácula asesinaba a una de sus víctimas? —No puedo creer otra cosa, Tom; ¡No puedo creer otra cosa! A Doyle lo mató un vampiro, de eso no hay duda alguna. Y si lo hizo mientras dormía, sin que él se diera cuenta. ¡Sólo pudo tratarse del propio Drácula! Tom Donald estaba tan pálido y tan asustado que apenas lograba sostenerse en pie. Y en cuanto a Larry, a pesar de su fría serenidad, no pudo evitar que las gotitas de sudor volvieran a aparecer en su frente. Porque, desde Juego, los razonamientos de la mucha parecían irrefutables ¡Drácula tenía que ser el causante de aquel crimen! —Pero ¿tú no oíste nada? —insistió angustiosamente Gladys, sujetando por las solapas a Tom. —Nada… Bueno, es decir… Oí la respiración Doyle, que desde luego estaba dormido. Y también alguien que abría la puerta y la cerraba instantáneamente. —¿Alguien que abría la puerta? —Sí. —Tuvo que ser el vampiro… —Gladys, si sigues hablando de eso, me voy a tener que quedar en el ataúd, pero ahora para siempre. —¿No oíste nada más? ¿La puerta no volvió a abrirse? —Sí, al cabo de bastante rato. Por cierto, ya extrañaba tanto silencio… De pronto la puerta se abrió, sé oyó un suavísimo silbido y en seguida volvió a cerrarse. —¡Eso fue cuando Drácula salió! ¡Entonces es que él está aquí! —Gladys, si yo llego a sospechar que… Bueno si yo llego a imaginar siquiera que Drácula, estaba dos pasos de mi cuerpo, no encontráis aquí sólo cadáver de Doyle. Encontráis el mío también. —Lo cierto es que a ti no te ha hecho nada, Tom No se ha dado cuenta de que estabas en el ataúd, por alguna razón que ignoramos, ha decidido respetar tu vida. Ahora, probablemente, hasta que amanezca, él no volverá a esta habitación. Para entonces tienes que haber hablado con papá y aclararlo todo. —Pero ¿cómo voy a hablar? El me odia o me desprecia, que es peor. —Yo prepararé el terreno. ¿Olvidas que siempre nos hemos querido, Tom? ¿No voy a hacer ese pequeño sacrificio? —¿Y mientras tanto cuál debe ser mi actitud, Gladys? Lo que tú me digas, haré. Ella sacó de su escote, separando los pliegues de su salto de cama, un pequeño revólver de cañón chato, adornado con marfil y plata. —Toma; mi padre me regaló esta arma hace dos años, por si alguna vez necesitaba defenderme. Es pequeña, pero dispara con gran precisión y emplea balas de grueso calibre. Está cargada. Tú tienes que quedarte de momento al fondo del pasillo, en la oscuridad, y venir a mi habitación dentro de media hora. Yo ya habré tenido tiempo de hablar con papá, y entonces te diré de qué forma debes plantear la cuestión. —Muy bien, yo me quedo al fondo del pasillo, entre las sombras. Pero ¿qué sucederá si entretanto se me acerca Drácula? —Disparas en seguida. —¿Y crees qué las balas van a hacerle alguna cosa? —Qué poco imaginativo eres a veces, mi querido Tom… Las balas puede que no le hagan nada, pero pondrán en conmoción a todo el rancho. Hay aquí varios hombres, a quienes los vampiros importan menos que un buey fuera de su manada. Te ayudarán. Tom, conmovido, estrechó con fuerza las manos de la muchacha. —Eres un ángel, Gladys. Así lo haré. —Entonces no lo olvides. Dentro de media hora o cuarenta y cinco minutos vienes a mi habitación. Entra sin llamar; yo estaré vestida. Y entonces te diré cómo conviene que te presentes a papá. Mientras tanto ojo avizor y el dedo sobre el gatillo. Larry comprendió que había llegado el momento de levantar el campo. La muchacha podía verle en cualquier momento, al retirarse, y además se oía ya los pasos de Harper, que sin duda extrañando su tardanza iba a buscarle al cuarto de baño. Antes de que Gladys saliera al pasillo para señalar dónde estaba su habitación se evaporó entre las sombras, logró llegar al cuarto de baño y mojarse y se estaba secando ya, cuando Harper llamó a la puerta. —¿Necesita algo, Percival? Larry abrió. —Sólo dos revólveres. —Los traigo ya. Y son de lo mejorcito. Mostraba dos magníficos Colt enfundados en cartucheras nuevas, y los correspondientes cintos canana. Larry se los ciñó con dos secos movimientos. —Ahora necesito un buen caballo. —¿Es que va a ir esta noche al encuentro de Colman? —Sí. —Pero ¿no comprende que está en desventaja? Larry tocó suavemente los revólveres, comprobando que salían bien de las fundas, y luego miró a Harper. —Tengo dos cinturones canana llenos de plomo y dos revólveres con doce balas en sus cilindros. ¿Qué más puedo necesitar? ¿No bastan seis balas para cada hombre? Harper quedó callado, sin atreverse a hablar, observando la extraña expresión que había en los ojos de Larry. —Sí —dijo—. Creo que seis balas disparadas por usted serán suficientes para hacerlos bajar hasta el sexto infierno. Vamos a por su caballo. CAPÍTULO XXIII DUELO EN EL DESIERTO Larry dio con su caballo un largo rodeo para llegar a la colina rocosa, donde sabía que Colman habría vuelto a ocultarse, junto con su compinche y los prisioneros. No fue hacia ellos en línea recta, porque al menor rumor le hubieran descubierto. Y desde su parapeto, contando con buenos rifles, Colman hubiera hecho imposible que un solo hombre se acercara a el. Larry pensaba cazarlos por la espalda. Al llegar a la pequeña zona rocosa que era como un mirador sobre el desierto, Larry contempló el cielo. Sólo un tímido cuarto creciente alumbraba los relieves de las cosas. —Amanecerá dentro de una hora — pensó—. Tengo que darme prisa. Dejó su caballo atado, a una gruesa piedra vertical, y él inició la subida a pie, tanteando cada palmo de terreno antes de dedicarse a dar un nuevo paso. Colman y su único pistolero estarían ahora con todos los nervios alerta, atentos al menor rumor. Y así era, en efecto. Tan atentos estaban, que Larry fue el sorprendido en lugar de dar él la sorpresa. Le avisó el leve rumor del cañón de un rifle al rozar un peñasco. El tiempo que cualquier otro hombre hubiera necesitado para identificar aquel ruido y localizarlo le bastó a Larry para darse cuenta del peligro, dar un salto de costado y ponerse fuera del alcance de la bala. Aun así ésta casi rozó su mejilla antes de aplastarse contra una roca. Larry levantó la cabeza y vio a su enemigo casi encima de él, de rodillas sobre un peñasco, apuntándole de nuevo. Hizo una pirueta, dejándose caer entre dos rocas y la bala le arrancó ahora un pedazo de tela de su camisa. Oyó arriba el grito de Colman. —¿Qué ocurre, Pat? —¡Es Larry! —¡Maldito condenado! ¡Vamos a achicharrarle! —Tú preocúpate de los prisioneros, Colman. Yo lo tengo a tiro… —Los prisioneros no tiene caballos ni armas a su alcance, no te preocupes por ellos. ¿Dónde está ese perro? Larry, desde una hendedura entre las rocas, gritó: —¡Aquí estoy! Y dejó caer inmediatamente un peñasco que tenía a sus pies. El hombre del rifle, situado a unas yardas por encima suyo, hizo fuego instantáneamente. Después de esto necesitó unos cinco segundos para cargar la recámara y volver a apuntar de nuevo. Esos cinco segundos los aprovechó Larry moviéndose a una velocidad diabólica. Cuando Pat le tuvo apuntado, Larry ya estaba frente a él, con el revólver amartillado. Y la vida, sencillamente, fue del qué disparó primero. Apretando el gatillo, no había nadie tan veloz como Larry en todo el desierto de Nevada. Pat recibió dos balazos —uno en el cuello y otro en la frente— antes de poder hacer un solo disparo. Lanzó un aullido, soltando el rifle, y cayó desde los peñascos abajo. Colman, que iba a asomarse ya con el rifle preparado, tuvo un brutal estremecimiento al ver caer al último compinche que le quedaba con vida. Lanzó un sordo gruñido de fiera acorralada y corrió con toda la velocidad de sus pies hacia el lugar donde tenía a los dos prisioneros. Estos estaban atados de espaldas a una roca vertical de las que abundaban en aquella zona del desierto. Cerca de ellos no había más que una espantosa soledad; ni armas, ni caballos, ni nada que les sirviera para huir. Por eso los nudos que les sujetaban no estaban demasiado prietos. Cuando Colman llegó, la muchacha ya había logrado desatarse. Eso no preocupó demasiado al pistolero. Por el contrario, le ahorraba un trabajo. Cayó sobre ella, cuando ya una bala disparada por Larry aullaba encima de su cabeza. Parapetándose tras la muchacha, empuñó el rifle con una mano, Colman vio acercarse a Larry. Éste se hallaba a unas treinta yardas, y llevaba empuñados los dos revólveres. Avanzando entre la penumbra, era para Colman como la propia silueta de la muerte. —¡Si disparas, acribillaré a la muchacha! —aulló Colman—. ¡Tira los revólveres y te juro que yo no haré fuego tampoco! ¡Sólo pretendo huir! Pero antes de que Larry pudiera contestar, Colman creyendo ver un momento favorable, hizo fuego ya. La bala alcanzó a Larry, hiriéndole en un costado. Inmediatamente notó el joven que no era una herida grave, pero su respiración quedó cortada. Cayo de rodillas a tierra mientras balbucía: —¡Trai… dor! Colman hizo fuego otra vez, pero en el ultimo segundo, Lorna logró desviar el rifle con un movimiento de su cintura. La bala se hundió en la arena, a unas tres yardas de Larry. Este apretó alternativamente los gatillos de sus dos revólveres, y una de las balas paso rozando la cabeza de Colman. Fue todo lo que éste necesitaba para que el terror le dominase. Soltó a Lorna y, haciendo fuego de cobertura al azar, corrió en zigzag hacia los peñascos; donde estaba su caballo. Larry pudo haberle matado fácilmente durante esos segundos, pero la bala le había cortado la respiración y sentía un dolor agudísimo en el costado. Materialmente no podía levantar el cuerpo. Hundiendo la cabeza, intentó serenarse y recuperar el ritmo de la respiración, mientras con un pañuelo se apretaba la herida para, que no brotase demasiada sangre. Lorna corrió junto a él. —Larry… Tienes que vivir… ¡Dios mío! ¡Tienes que vivir! —La herida no es grave. Preocúpate de tu hermano… Lorna alzó la cabeza. Lanzó entonces un grito al vez que su hermano Peter había conseguido desatarse también y corría hacia Colman, quien a lomos de su caballo iba ya a tomar, galopando, el sendero que le conduciría a la parte lisa del desierto. Peter intentó derribar a Colman de su caballo para luchar con él cuerpo a cuerpo, pero el forajido le golpeó con su culata dos veces. Luego, con una flexión de sus poderosos músculos, cargó el inanimado cuerpo sobre la silla y aceleró su galope. Todo ocurrió en breves segundos, mientras duraba el grito de Lorna. —¡Aún me servirá como parapeto! —aulló Colman mientras se perdía de vista, llevando consigo al inanimado Peter. Una de las lágrimas de Lorna cayó sobre la mejilla de Larry. Este se puso trabajosamente en pie. —Debe quedar un caballo —dijo—. Y quiero que al amanecer, Colman esté ya enterrado en el desierto. Vamos allá. *** Calculó que aún faltaba una hora para el amanecer. Y los nervios de Tom Donald no podían resistir más aquella tensión insoportable. Le daba miedo incluso el contacto frío del revólver en sus manos. Temblaba al pensar que pudiera disparársele, atrayendo la atención de Drácula. Resolvió entonces no permanecer más tiempo allí, al fondo del pasillo, y para deshacerse del revólver lo depositó en el ataúd. Luego fue hacia el comedor pensando que así podría encontrar a Harper y hablar directamente con él. Pero en ningún sitio se veía a nadie. Parecía como si el rancho estuviese desierto. Tom, dominado por la sed, fue a la cocina, busco una jarra de agua y se puso a beber ansiosamente. *** Gladys, había entrado en su habitación un rato antes, se había despojado del salto de cama y había empezado a vestirse para ir en busca de su padre. Después de ajustarse las medias, se puso los zapatos, sentada en su cama. Una sola lámpara de petróleo alumbraba la habitación, que estaba sumida en una deliciosa penumbra. Pero aquel silencio era inquietante. No se oía el menor rumor. Era como si Harper y los demás hombres hubiesen desaparecido. Gladys pensó: —Quizá es demasiado pronto… Papá vendrá dentro de unos instantes a ver si me encuentro bien… Le diré que estoy desconsolada, y ese será el mejor momento para pedirle que acepte mis relaciones con Tom. Si voy a buscarle ahora y esta ocupado quizá no me comprenderá y… Reclinó la cabeza en la almohada. Se sentía rendida, deshecha por las últimas emociones. Cerró los ojos y la invadió un extraño sopor, una lejana sensación de abandono, como si nada tuviera importancia. *** Despertó bruscamente, incorporándose, con la sensación de que acababa de cerrar los ojos. Al sentarse en la cama tuvo como un vahído y estuvo a punto de desvanecerse. Se llevó la mano a la frente, tragó saliva y se puso difícilmente en pie. Pero de pronto una sonrisa distendió sus labios, e inmediatamente se sintió mejor. Debía haber pasado ya media hora, o quizá más, puesto que Tom Donald ya estaba allí. Podía ver su figura vestida de negro, junto a la puerta. —He debido dormirme… —susurró casi sin voz, Gladys—. Perdona, Tom, aún no he hablado con papá… Me sentía tan destrozada, tan… Tom seguía inmóvil. No se veía su rostro, sino solo su figura negra junto a la puerta. Gladys musitó: —¿Por qué no me contestas?… Se oía ahora, fuera del rancho, como el lejano rumor de un caballo al acercarse. Pero ese rumor apenas llegaba hasta la habitación de Gladys. Esta tenía los ojos inmóviles, obsesionados, clavados en la figura negra de la puerta. —Tom… —susurró—. ¿Por qué no contestas? Tom… Gladys se acercó a la figura negra. Esta se movió un poco. Se acerco también a ella, silenciosamente, caminando como un espectro. La muchacha, al aproximarse más, pasó por delante del espejo de su tocador. Lo miró sólo de soslayo, inconscientemente, y de pronto lanzó un gemido… Acababa de ver en su cuello las huellas de unos dientes. Y acababa de ver las pequeñas manchas de sangre en su piel. ¡El vampiro la había estado atacando hasta unos minutos antes, mientras dormía! Gladys lanzó un alarido desgarrador, mientras la figura negra avanzaba hacía ella. El alarido se repitió, mientras los ojos desorbitados de Gladys giraban dentro de sus órbitas. Porque aquel no era Tom Donald. No era ningún ser humano. Era… ¡DRÁCULA! Gladys cayó al suelo, sintiéndose perdida. Vio la sombra avanzar hacia ella. En aquel momento una puerta se abrió. —¿Desde cuándo los vampiros matan con un cuchillo «Bowie», Drácula? —pregunto una voz. La figura negra se volvió instantáneamente hacia la puerta, mientras lanzaba su cuchillo contra el intruso con una rapidez fantástica. Pero aquel intruso no era un novato ni un incauto. Se ladeó en el momento preciso, y la hoja de acero pasó a un palmo de distancia de él. Mientras tanto, Larry, que era el que acababa de aparecer en la puerta, apretó dos veces gatillo. La figura negra se contorsionó, giró sobre sí misma tratando de no caer, y al fin se desplomó de bruces. Harper, que había aparecido tras Larry, corrió hacia el caído mientras lanzaba un grito. Pero ese grito se transformó en un auténtico alarido cuando descubrió el rostro de aquel hombre, que era ya un cadáver. —¡ORSON! Vestido completamente de negro, con una siniestra capa encima de sus hombros, Orson tenía aún en sus labios una mueca diabólica, a pesar de estar muerto. Larry disparó otra vez, ahora hacia el techo, y un extraño pajarraco que revoloteaba por la habitación cayó muerto a los pies de Harper. Este lo miró incrédulo, sin dar crédito a sus ojos. El pájaro tenía una cabeza parecida a la de los lobos, pero más cuadrada. Su cuerpo, repugnante y grande, era de rata, y sus alas de murciélago. Dos afiladísimos colmillos, sobresalían dé su boca. —He aquí el auténtico vampiro — dijo Larry—. Orson debe tener más en su carruaje, por supuesto. Estos repugnantes animales se crían a miles en las selvas de Nueva Guinea, y tres o cuatro de ellos son capaces de dejar sin sangre a un hombre mientras éste duerme sin que note la menor molestia. Eso debió pasar con Doyle, y probablemente lo mismo hubiera pasado con su hija si no llega a despertar. Dos siniestros pájaros más se movían con batir de alas en la penumbra de la habitación. Un suave movimiento de la muñeca derecha de Larry, dos disparos más y los pájaros cayeron abatidos. —Orson había estado en Nueva Guinea… —dijo Harper con un soplo de voz—. No es extraño que trajera por curiosidad algunos de estos animales y lograra alimentarlos. Ahora recuerdo, además, que antes de que descubriéramos a Doyle, él salió un momento. Debió hacerlo para retirar a los vampiros la habitación, una vez realizado su trabajo. —¿Era su socio, no? —preguntó Larry. —Sí, y le había perdonado ya muchas irregularidades. Sin duda debió pensar que si moría mi hija yo me consideraba perseguido por Drácula, huiría al otro extremo del mundo y las minas caerían inevitablemente en sus manos. Pero nunca hubiese creído una cosa tan espantosa… ¡nunca! —Sin duda se le debió ocurrir la idea en Carson City, cuando Doyle hizo que Tom se disfrazara de Drácula — sugirió temblorosamente. —Seguro, aunque yo no conozco bien toda la historia. Y en cuanto a ese muchacho, Gladys… En cuanto a ese muchacho… Ya no quiero ser más un padre intransigente. Si esa es tu voluntad, cásate con él. El color afloró inmediatamente a las mejillas Gladys. E iba a iniciar una sonrisa, cuando alguien gritó: —¡Cuidado! Era la voz de Burton. Larry se volvió instantáneamente y pudo ver al hombre que estaba tras él, con revólver ya preparado. Hizo fuego en fracciones de segundo, mientras Burton disparaba también a su vez. Alcanzado mortalmente en dos sitios, el hombre se desplomó para no levantarse más. Burton se acerco a el. —Era Harvey, el pistolero de confianza de Orson —dijo desdeñosamente—. Siempre le tuve manía. Una vez me ganó diez dólares a los naipes. —Mirad su carruaje y liquidad a balazos a todos los pájaros vampiro que encontraréis en él, dentro de cajas especiales —ordenó Larry—. Y creo que con eso podréis dar el asunto por terminado. —Terminado gracias a usted — musitó Harper, acercándose—. Llegó oportunamente en un caballo, con esa mujer, y sé precipitó hacia el dormitorio al oír el grito de Gladys. Sólo un hombre tan rápido como usted podía salvarla. Sin duda, Orson pensaba cortarle hábilmente la yugular para que quedase sin sangre y nosotros pensáramos que habían sido los dientes del vampiro. No sé cómo agradecerle. O mejor, sí que lo sé. A esa muchacha a la que ha traído, la están atendiendo ahora, pero usted también necesita cuidados. Está herido. —El balazo no tiene importancia. Ha sido un rasguño solamente, pero al principio el choque me ha dejado sin respiración. ¿Qué piensa hacer después de lo sucedido, Harper? —Lo primero hacer que le limpien a usted la herida para que no baya infección. Lo segundo, preparar los equipajes y los coches en un santiamén. Y lo tercero, dejar esto abandonado, con todas las antigüedades dentro, incluso ese maldito ataúd, para que la arena del desierto lo vaya enterrando todo. Sin hombres que lo cuiden, el rancho no tardará seis meses en haber sido tragado por la arena. Ahora viene, precisamente el tiempo de las tempestades. —Creo que hace usted bien —dijo Larry—. La manía de coleccionar, a veces puede ser peligrosa. Y usted tiene ahora una hija por cuya felicidad debe preocuparse, Harper. Harper susurró: —Lo haré. Pero me parece que habrá alguien ayudándome en esa tarea. En efecto, a poca distancia de allí, Gladys y Tom se estaban abrazando. Alguien había prestado a Tom ropas de vaquero, después de encontrarlo en la cocina poco antes, y ahora el muchacho volvía a tener su aspecto inocente y bondadoso de siempre. Harper sonrió. —Bueno, no hay tiempo que perder. Cuanto antes olvide este rancho mejor. Manos a la obra. Poco después los carruajes estaban listos, y la herida de Larry había sido desinfectada gracias a los cuidados de Lorna. Esta, cuando hubo terminado, se puso a llorar en brazos de Larry. —Estás llorando por tu hermano, ¿verdad, Lorna? —Por él… y por ti. —¿Has adivinado que yo no voy a marchar con vosotros? ¿Que voy a rastrear el desierto entero hasta dar con Colman? Ella le miró a los ojos. —Sí, Larry, lo he adivinado. Y sé también que estás en desventaja. Vas herido, has perdido sangre y fuerzas… Deja que Burton y sus hombres te ayuden. —El desierto es una ratonera, y muchos hombres estorban en él. Un solo perro basta para seguir las huellas de una fiera. Déjame a mí. —Yo iré contigo. —No. Tú marcharás con todos. Serías un estorbo en el desierto, Lorna, y además necesitas descansar. Harper apareció en aquel momento. —¿Quiere venir, señorita? Está todo dispuesto. Y usted, Larry, ¿de veras no quiere la ayuda de Burton y alguno más? Están pidiendo a gritos que les deje acompañarle. —No, Harper, gracias. Ustedes necesitan estar protegidos por si tienen alguna sorpresa en el desierto. Y a mí me gusta más trabajar solo. Toda la vida he sido un lobo solitario. Fue en ese momento, cuando Lorna, con los labios entreabiertos, se acercó a él. —Yo —jadeó— quiero ser tu loba. El beso rabioso de aquellos dos seres, hizo estremecer a Harper. Volvió la cabeza lentamente, mientras tragaba saliva poco a poco. Luego, Lorna volvió junto a él. Lloraba. Los dos echaron a andar silenciosamente. Larry, con dos revólveres cargados, quedó sólo en «Rancho Drácula». EPÍLOGO Sí, era el principio de la época de las tormentas. Cuando el sol se elevó, un viento que ululaba a ras del suelo, empezó a lanzar partículas de arena contra las paredes del rancho. Larry, montado a caballo, maldijo aquella circunstancia que borraría las huellas de Colman. Pero, según la vieja técnica de los rastreadores, empezó a trazar círculos concéntricos cada vez más anchos. Sabía que Colman no podía estar lejos y que terminaría por encontrarle. Si Colman se ponía nervioso y disparaba desde cualquier sitio, tanto peor para él. Colman, en efecto, no estaba lejos. Medio oculto en una vaguada, había visto como todos marchaban. Había visto también que Larry quedaba solo, y que sin duda para buscarle se alejaba del rancho cada, vez más. Colman, burlonamente, miró a Halloran sólidamente atado como un fardo y cruzado sobre su silla. Cuando él se haya alejado lo suficiente, iremos al rancho —musitó Colman—. Allí quedarán víveres y agua, seguro. Te clavaré una bala entre las cejas y en vez de ir a Carson City galoparé hacia Little Sun. Si Halloran lo oyó, no pareció demostrarlo. Permaneció tan quieto y silencioso corno un muerto. Colman excitó suavemente a su cansado caballo. Había visto que Larry estaba ya lo bastante lejos. Procurando que el rancho mismo le cubriese, Colman se aproximó a él. Descendió en la parte posterior, y de un golpe hizo bajar a Peter Halloran. Este tenía los labios apretados y en sus ojos latía un odio que estaba más allá de lo humano. —Te mataré aquí, Halloran —sonrió siniestramente, Colman—. Te quedan apenas cuatro minutos de vida. ¿Tienes algo que pedirme antes de que te clave la última bala? —Sí, una sola cosa: quiero morir de frente a ti y desatado. —No hay inconveniente. Vuélvete. Peter obedeció. Y Colman le rompió las ligaduras con su cuchillo, procurando también que la hoja se llevase pedazos de tela y de piel. Prolongó aquel martirio un buen rato, sin que Halloran se quejara. —Y ahora vamos —ordenó. Entraron en el rancho. Peter delante, sin armas, y Colman detrás, con su revólver ya amartillado. A lo lejos, a más de tres millas de distancia, Larry volvió la cabeza para mirar hacia el edificio. No vio nada especial, salvo una cosa. Un caballo había asomado por la parte posterior y ahora olisqueaba en torno a las cuadras. Y según recordaba Larry, ningún caballo había quedado allí. ¡Eso significaba que Colman estaba en el rancho! Clavando espuelas hasta el fondo, Larry emprendió un rabioso galope. Sabía que iba a tardar unos seis minutos en llegar al edificio. Tiempo más que suficiente para que Colman se parapetara y le tumbara cómodamente de un balazo. Pero él le acribillaría también. Moriría matando. Al pensar en esto rechinaban furiosamente los dientes de Larry Percival. Colman oyó el galope del caballo, y por una de las ventanas lo vio. Estaba ahora justamente frente a la puerta abierta de la habitación del ataúd. Una fría sonrisa distendió sus labios. —No pensaba que todo fuera tan divertido —dijo a Peter—. Morirás cuando un hombre corre inútilmente en tu ayuda; será mucho más hermoso acribillarte así. Y además veo que ya tienes preparado el ataúd. ¡Métete en él! Peter obedeció. Apartó un poco mas la tapa. Se introdujo en el ataúd. Colman apuntaba. Una sonrisa diabólica deformaba su boca. —¡Ahora! —gritó. Lanzó un rugido de horror cuando el primer balazo le atravesó los dientes y penetró hasta el fondo de su boca. Inmediatamente ese rugido se transformó en un estertor. Con ojos desencajados vio que ahora la sangre brotaba también de su pecho. Peter acababa de clavarle una bala en la tetilla izquierda. Quiso mantenerse en pie y giró sobre sí mismo, en postura grotesca. Otra bala le atravesó la cadera derecha. Cayó, escupiendo su propia sangre, y entonces dos balas más le atravesaron la cabeza. Peter Halloran arrojó pesadamente a tierra el revolver que había encontrado dentro del ataúd, aquel revólver adornado con marfil y plata que Tom Donald ocultara poco antes. Luego, con la mano izquierda, se secó el sudor que cubría su frente. En ese momento llegó Larry. Saltó del caballo todavía en marcha y con el revólver amartillado apareció en la puerta de la habitación un par de segundos más tarde. —¡Peter! —exclamó. Peter le miró como si acabase de llegar del otro mundo. —Había un revólver en el ataúd — dijo. Y luego miró el cadáver retorcido de Colman. —Ya te dije que te mataría — susurró. Los dos hombres salieron. Larry montó en su caballo, y Peter en el de Colman. Emprendieron en silencio el trote corto, siguiendo la misma dirección que los carruajes de Harper. Al cabo de unos minutos, Halloran dijo: —Habrá tempestad de arena. Si nadie cuida ese rancho, pronto quedará cubierto. —Sí. —Oye, Larry. —¿Qué? —Nada. Me gustaría tenerte por cuñado. Sólo eso. Larry sonrió. —¿Y qué crees qué pienso yo? ¿Sabes a dónde vamos ahora? —¿A dónde? —Tú —dijo Larry poco a poco— vas a recibir la ayuda que necesitas para emprender una nueva vida. Y yo… yo… un lobo solitario… voy en busca de mi loba. FIN SILVER KANE (Francisco González Ledesma) es licenciado en Derecho, profesión que ejerció durante unos años compaginándola con la escritura. De muy joven, escribió historietas para tebeos y posteriormente novelas del oeste bajo el seudónimo de Silver Kane. En sus dos primeras novelas utilizó el seudónimo de de Enrique Muriel. Se dedicó al periodismo trabajando en El Correo de Cataluña y después en La Vanguardia, donde llegó a ser redactor jefe. Su género es la novela policíaca de corte social, con un personaje central, el detective Méndez y que se desarrollan en Barcelona. Su estilo es ágil y fluido con narraciones basadas en frases breves. Ha conseguido numerosos premios, destacando el Planeta de Novela en 1984 por Crónica sentimental en rojo.