Rancho Drácula

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Harper, además de tener cincuenta
años, una barriga descomunal, una
bella hija muy tímida y una montaña
de dolares, tenía también una
manía, era coleccionista de cosas
siniestras.
Fue esta manía lo que le llevo a vivir
la más extraña y fantasmal aventura
de su vida. La extraña e inquietante
aventura de «Rancho Drácula».
Todo comenzó cuando Harper
decidió hacer un largo viaje hasta
San Francisco para conocer a un
anticuario
a
quien,
muy
apropiadamente,
llamaban
«Mortuorio
Ferguson».
Su
establecimiento estaba situado en
una calleja sin salida llamada Ghost
Street (calle del Fantasma). Tenía
un ambiente siniestro y estaba
formada por varios almacenes, una
funeraria
y
la
tienda
de
antigüedades de Ferguson.
Tras unas cortinas al fondo del
establecimiento, en una pequeña y
oscura
estancia
de
paredes
desnudas se encontraba un siniestro
ataúd. Los ojos de Harper se
dilataron con asombro fijándose en
la placa de oro que había a los pies
del mismo. En aquella placa y
escrito con caracteres góticos se
leía sencillamente un nombre:
DRÁCULA.
Silver Kane
Rancho Drácula
ePUB v1.0
chungalitos 15.07.12
Título original: Rancho Drácula
Silver Kane, 1960.
Editorial Bruguera
Colección: Kansas - Número: 115
Editor original: chungalitos (v1.0)
ePub base v2.0
CAPÍTULO PRIMERO
EL COLECCIONISTA HARPER
Siempre que Harper salía a la calle,
montado en un costoso caballo de pura
sangre o en un elegante carruaje, los
comentarios eran los mismos:
—Fíjate en él. Va cubierto de
sortijas de pies a cabeza. Lleva encima
una mina entera de plata.
—Ha ganado más dinero en tres
años, que el que ganarán en toda su vida
todos los hombres que hoy habitan en
Nevada.
—Para eso encontró una mina. Tuvo
suerte.
—Pero presume demasiado. Se ha
comprado dos nuevos carruajes y tiene
unas cuadras en las que sólo admite
caballos de pura sangre.
—¿Y su colección? ¿Habéis oído
hablar de su colección?
Porque Harper, además de tener
cincuenta años, una barriga monumental,
una hija muy tímida y una montaña de
dólares, tenía también una manía: era
coleccionista.
La gente sobre esto, también
murmuraba lo suyo.
—Dicen que ha comprado una
colección entera de cuadros, y que tiene
varios libros raros encuadernados en
piel humana.
—Aseguran que su casa esta llena de
armas que pertenecieron a famosos
pistoleros y asesinos.
—No sé si será cierto, pero a mi me
han asegurado que se ha comprado una
casa con mucho terreno, una especie de
rancho en mitad del desierto de Nevada,
y que allí está reuniendo todas sus
colecciones.
—¡Habría que verlas! Es un tipo que
sólo colecciona cosas siniestras.
Todos estos comentarios giraban en
Carson City en torno a la figura de
Harper, quien, como se ha dicho, era
gordo y rico. Parecía un tipo pacífico y
había sido nombrado presidente por
derecho
propio
de
todas
las
asociaciones caritativas de la ciudad.
Pero los comentarios que se habían
desatado en torno a su figura eran más o
menos ciertos; Harper era un maníaco
coleccionista,
y
además
sólo
coleccionaba cosas siniestras.
Fue esta manía lo que le llevó a
vivir la más extraña y fantasmal
aventura de su vida. La extraña e
inquietante aventura de «Rancho
Drácula».
Todo comenzó cuando Harper
decidió hacer un largo viaje hasta San
Francisco para conocer a un anticuario a
quien llamaban:
MO RT UO R I O
F E R G US O N
«Mortuorio Ferguson» debía tener
entonces unos sesenta años, y su
establecimiento estaba situado en una
calleja sin salida llamada Ghost Strett
(calle del Fantasma) la cual desapareció
como tantas otras cosas, cuando en 1906
un terremoto destruyó por completo la
ciudad. Y la verdad era que con la
desaparición de esa calle no se perdió
gran cosa.
Pero entonces existía, tenía un
ambiente siniestro y estaba ocupada por
varios almacenes y dos únicas tiendas
abiertas al público: una funeraria y el
establecimiento de antigüedades de
Ferguson.
Cuando Harper Se presentó allí,
descendiendo de un lujoso carruaje, lo
primero que hizo fue examinar con ojo
crítico la tienda.
—¡Hum! Me gusta —gruñó.
Ferguson ya le estaba esperando. Le
hizo una reverencia y le invitó a pasar al
fondo del local.
—Usted debe ser míster Harper, sin
duda.
—El mismo. ¿Me estaba esperando?
—Sí. Míster Purdom me anunció su
visita.
—Purdom es mi anticuario —dijo
ostentosamente Harper—. Le he
comprado muchas cosas, y la verdad es
que ha hecho buenos negocios conmigo.
El me aconsejó qué viniera a verle
porque tenía usted cosas interesantes
para vender.
—Verdaderas, maravillas, míster
Harper. ¿Debo creer que para verme ha
hecho ex profeso el viaje desde Carson
City? Mi persona no merece tanto honor.
—Pero las cosas que tiene para
vender puede que lo merezcan.
¿Podemos verlas?
—Claro que sí, claro que sí… Pase,
por favor. Allí, al fondo del local, detrás
de las cortinas. Todo lo que usted ve
aquí, cérea de la puerta, son antiguallas:
sin importancia para coleccionistas que
no entienden gran cosa.
—Pues veo unos revólveres muy
antiguos y unos cráneos perfectamente
conservados.
—No
tiene
importancia,
en
comparación con lo que hay más
adentro. Pase, por favor.
Harper se frotó las manos un par de
veces y murmuró:
—¡Hum! Me gusta, me gusta…
Pasaron a la sala que había tras las
cortinas, en la cual se mostraban tapices
representando escenas de torturas, un
esqueleto artificial hecho de plata y,
marfil, algunas figuras de cera, máquinas
para tormento originarias de la Edad-
Media y diversas cosas más por este
estilo. Todo aquello embelesó a Harper,
aunque él aún esperaba alguna otra cosa
más original.
—No está mal todo esto —comentó
—. Por cierto, ¿por qué le llaman.
«Mortuorio», míster Ferguson?
—Por mi afición a vender sólo
cosas macabras y porque antes de ser
anticuario fui embalsamador. Soy el
único que conoce la técnica de los
antiguos egipcios, la que empleaban
para los faraones en la Casa de los
Muertos. Además mi cara tiene el
aspecto de una calavera, o por lo menos
eso dicen.
Harper le miró bien.
En efecto, a la luz espectral que
penetraba por las pequeñas ventanas de
la habitación, Ferguson tenía todo el
aspecto de una calavera reciente, y aun
oyéndole hablar nadie hubiera sido
capaz de jurar si se trataba de un vivo o
de un muerto.
—Creo que haremos buenos
negocios —dijo Harper por todo
comentario.
—¿Le gusta San Francisco? Esto
debe resultar muy distinto da las
pequeñas ciudades de Nevada, no?
—No tan pequeñas, Carson City está
creciendo como un hongo, y cada día
puede decirse que hay allí cien
habitantes más. Claro que la mayor parte
son asesinos, y pronto no va a quedar
sitio para las personas honradas.
—¿Guarda
usted
allí
sus
colecciones? Me han dicho que tiene una
casa preciosa.
—Sí, la casa es muy bonita, pero va
resultando pequeña. Además, a mi hija
que ya tiene veinte años, no le gusta que
yo guarde tantas cosas siniestras cerca
do su habitación y comprendo que desde
su punto de vista tiene motivos. Una
mujer joven necesita cosas más alegres
y risueñas. Por eso me he decidido a
comprar el rancho en el desierto.
—¿Qué rancho?
Harper se sonrojó ligeramente.
—Bueno, ya comprendo que no
puede ser llamado así, puesto que no hay
en él plantaciones ni cabezas de ganado.
Por otra parte, esas son cosas que me
importan poco puesto que yo siempre he
vivido de la minería. El rancho consta
de un edificio grande, que he hecho
reparar bien, y allí pienso guardar todas
mis colecciones.
—¿En mitad del desierto?
—Es un sitio solitario y que me
gusta.
—Pero ¿y agua? ¿De dónde va a
sacarla?
—Hay allí dos viejos pozos que
estaban cegados y que he vuelto a poner
en funcionamiento. Sale un agua muy
limpia y sana en cantidad que no
bastaría para regar la tierra, pero que es
más que suficiente para todas las
necesidades de una casa.
—Veo que es usted un hombre que lo
tiene en cuenta todo, míster Harper. Le
felicito.
—Soy muy cuidadoso, y por eso los
anticuarios no consiguen engañarme —
dijo míster Harper a título de
advertencia.
—Yo no le engañaré.
—¿Todo lo que tiene está aquí?
—¿Le parece poco?
—Si no hubiera nada más puede que
me quedase el esqueleto hecho con plata
y marfil porque me parece una pieza
curiosa, pero eso no justificaría mi viaje
hasta San Francisco.
«Mortuorio» Ferguson rió con la
risa de una hiena a la que hubiesen atado
junto a una sepultura.
—Le aseguro que el viaje habrá
valido la pena, Tengo ahí algo que no
puede ni siquiera imaginar.
Le señalaba otras cortinas que había
al fondo de la sala, las cuales, por lo
visto, daban entrada a otra pieza todavía
más secreta.
—Entre, por favor.
Harper entró.
La habitación era más pequeña y
más oscura aún que las anteriores, y sus
paredes
y
el
techo
estaban
completamente desnudos. Sólo había allí
una cosa, en el centro exacto de la
estancia, y esa cosa era bien siniestra.
Un ataúd.
Harper lo miró un instante
dubitativo. Luego se acercó a él y sus
ojos se dilataron de una forma extraña,
con una mezcla de curiosidad y de
miedo.
—¿Es cierto lo que leo ahí? —
balbució.
Los ojos de Ferguson brillaban
como globos de cristal rojo.
—Sí, es verdad lo que lee —jadeó
—. No hay error. ¡Se trata…! Se trata
del verdadero ataúd del Conde Drácula.
CAPÍTULO II
DESDE LAS VIEJAS TUMBAS
Harper sintió que una especie de
escalofrío le recorría toda la columna
vertebral.
Era un hombre experimentado, le
gustaban los horrores y tenia su casa
llena de ellos, pero la verdad era que
nunca se había encontrado en una
situación así.
Con voz casi inaudible susurró.
—Repita eso.
—Digo —repitió Ferguson— que lo
que tiene usted ante los ojos es el
verdadero ataúd del Conde Drácula.
Harper tragó saliva.
—No lo creo.
—Esperaba esta reacción, aun
viniendo
de
una
persona
tan
experimentada como usted. Comprendo
que le ofrezco no es para mostrárselo a
cualquiera, pero estoy seguro do que en
cuanto lo examine comprenderá que digo
la verdad. Tenga la bondad de
acercarse.
Harper, con cierta precaución, se
acerco, y contemplo el ataúd fijándose
ante todo en la placa de oro que había a
los pies del mismo. En aquella placa,
escrito con letras góticas, se leía
sencillamente un nombre:
D R Á C ULA
Era lo primero que Harper había
visto al entrar. Pero ahora su sentido
común de viejo buscador de minas se
impuso a su fantasía y, moviendo la
cabeza, gruño:
—Cualquiera puede haber puesto
esa placa ahí. No significa nada.
—Pero usted entiende de oro y de
grabados. Vea la letra y las marcas del
metal. ¿Qué antigüedad le parece que
tienen?
Harper, realmente, era un experto.
Se acerco, extrajo una lupa, estuvo
mirando la placa durante largos minutos
y al fin tuvo que reconocer, en contra de
su voluntad:
—Al menos tiene una antigüedad de
cuatrocientos años.
—¿Y conoce usted la historia del
conde Drácula?
—Sí.
—¿Qué antigüedad se le supone?
¿Lo recuerda?
—Hay quien afirma —susurro
Harper, palideciendo— que el conde
Drácula, al morir, tenia de cuatrocientos
a quinientos años. Mejor dicho, llevaba
todo ese tiempo en el ataúd, resucitando
por las noches, sembrando el terror y
causando
victimas.
La
Historia
monstruosa de Drácula es una de las que
mas me han impresionado en toda mi
vida.
—Pues aquí tiene algo que está
estrechamente ligado con esa historia.
Este ataúd contuvo el cuerpo del Conde
Drácula, y de él partió todas las noches
el horror.
—Pero esa es una historia olvidada
—aseguró Harper, con un sentimiento de
alivio—. Yo leo los periódicos
europeos, y por uno de ellos me enteré
de que el Conde Drácula había sido
completamente destruido por un médico,
en su castillo de Transilvania, hace tres
años. Por tanto, creo que está usted en
un completo error.
Ferguson hizo otra vez una mueca
que quería ser una sonrisa.
—Puede que el cuerpo del Conde
Drácula fuera destruido, pero nadie ha
hablado de que también lo fuera su
ataúd.
—Claro, es cierto —reconoció
Harper, sintiendo que otra vez le
envolvía aquel aire de pesadilla.
—Y yo le garantizo que éste es el
auténtico ataúd. Examine también la
madera y las piezas de metal.
Compruebe su antigüedad y dese cuenta
de que en la tapa no hay huella alguna de
que haya existido jamás una cruz, pues
como se sabe, el símbolo sagrado era
mortal para los vampiros. Eso es una
prueba más de su autenticidad.
—Ya me he estado fijando en todo
eso —dijo Harper—. Técnicamente no
puedo negar que sea verdad lo que usted
dice, pero la historia me sigue
pareciendo bastante extraña. ¿Cómo
consiguió este ataúd?
—Un anticuario logró sacarlo del
castillo de Transilvania, poco antes de
que los aldeanos incendiaran todo
aquello completamente. Lo tuvo un año e
intentó venderlo varias veces, pero en
Europa la leyenda del monstruo estaba
todavía demasiado reciente, y no
encontró comprador Entonces decidió
enviarlo al Nuevo Mundo y lo remitió a
San Francisco asegurándolo antes en
cien mil dólares.
Hizo una breve pausa y prosiguió.
—Esta es una maravillosa pieza de
museo, pues, ha pasado por muy pocas
manos. Se puede decir que ha venido
directamente del castillo de Transilvania
a este local. Como usted sabe, solo las
antigüedades cuyo camino puede
seguirse paso a paso, son las que
ofrecen garantías de autenticidad.
Harper estaba ya plenamente
convencido de que aquel ataúd era
auténtico, es decir, la siniestra cama en
que el Conde Drácula durmió durante
cuatrocientos años. Por si lo que
Ferguson le explicaba fuera poco, su ojo
de coleccionista le decía que se hallaba
ante un verdadero Hallazgo, y que nadie
en el mundo podía poseer una
antigüedad como aquélla. Pero cuanto
más se convencía de que el ataúd era
auténtico, más sentía que el escalofrío
iba subiendo y subiendo por su espalda.
—Comprendo que todo esto le haya
impresionado —dijo Ferguson— y hasta
es posible que ver ese ataúd le dé un
poco de miedo, pero comprenda que si
deja pasar esta oportunidad no volverá a
tener ninguna otra.
—¿Está el ataúd vacío?
—Claro que si, véalo. ¡Qué mas
quisiera que poder vender el verdadero
cuerpo del Conde Drácula!
Levantó la tapa, viendo la tapicería
del interior, completamente carcomida
por el tiempo. Aun así se apreciaba que
había sido una tapicería lujosa y bien
terminada. Los estragos que presentaba
no habían sido causados artificialmente,
sino por el paso de los años.
—¿Qué es eso que hay en el fondo?
—pregunto Harper, extrañado.
—Tierra.
—¿Tierra? ¿De dónde?
—Del lugar donde nació Drácula.
Usted sabe que los vampiros necesitan
descansar sobre la tierra del lugar donde
nacieron. Así estaba el ataúd cuando fue
sacado del castillo de Transilvania, y
así lo he conservado yo cuidadosamente.
—Parece como si todo estuviese
preparado para que Drácula volviera…
—murmuro Harper recelosamente—.
Pero en fin… No puedo dejar perder
esta pieza única en el mundo. ¿Cuánto
pide por ella?
—Solo me desprendería de una
maravilla así a cambio de cincuenta mil
dólares al contado.
—Resulta caro —suspiro Harper—.
Al fin y al cabo no es más que un ataúd.
—Pero es único en el mundo, no lo
olvide. Tiene más valor que la espada
de Napoleón.
—Está bien, me lo quedo —decidió
Harper—. Le pagare con un cheque
contra el banco de San Francisco, de
modo
que
podrá
cobrarlo
inmediatamente.
Y
también
inmediatamente me llevaré él ataúd,
puesto que cabe en mi carruaje.
—¿Lo instalará en su rancho del
desierto?
—Desde luego.
—Muy bien. Mis empleados le
ayudarán a transportarlo.
Dio una palmada y aparecieron dos
empleados vestidos de negro y que
parecían recién sacados de una
funeraria. Mientras Harper extendía el
cheque, el ataúd fue transportado
cuidadosamente y situado en el carruaje
de Harper, a la entrada del callejón.
Ferguson tomó el cheque y lo guardó
amorosamente.
—Ahora que todo está terminado,
míster Harper —dijo—, le confieso que
me duele haberme desprendido de este
ataúd. Con él esperaba que algún día,
me fuera posible ver al Conde Drácula.
—¿Qué le fuera posible ver a
quién…?
—Al Conde Drácula.
—¡Pero si fue destruido…!
—Se equivoca, amigo. He de darle
una información, que será confirmada
por el tiempo. El Conde Drácula vive.
—No me gaste bromas…
—Bueno, ya sé que no se puede
llamar vida a lo suyo, puesto que es una
supervivencia monstruosa para causar el
terror. Pero usted me ha entendido. He
querido decir que el Conde Drácula aún
se halla en el mundo y viaja
infatigablemente, siempre de noche, en
busca de su ataúd.
Harper había palidecido y tenía los
labios apretados, para no confesar a
gritos que le estaba dominando el
miedo.
—Entonces el que fue destruido en
Transilvania…
—No era el Conde Drácula, sino una
de sus victimas, Como usted sabe, los
que mueren a manos de un vampiro se
convierten en vampiros a su vez. Hubo
un error por parte de aquel médico, y
cuando creyó haber terminado con el
Conde Drácula resultó que no había
hecho más que empezar su tarea.
—¿Cómo… cómo lo sabe?
—Yo también recibo los periódicos
que llegan de Europa y leí en uno de
ellos una desconsoladora confesión de
ese médico.
—Oiga… ¿sabe que me parece que
no voy a quedarme con ese ataúd?
—La operación ya es firme. Yo le he
entregado lo mercancía y usted acaba de
pagármela.
—No se preocupe por eso. Usted se
queda los cincuenta mil dólares y yo le
devuelvo su ataúd. Se lo queda y podrá
venderlo otra vez. ¡Sacará al menos por
él otra suma semejante!
Ferguson movió la cabeza con un
gesto de severa dignidad.
—De ningún modo podría consentir
una cosa así. Me sentiría deshonrado
toda mi vida. Soy el anticuario mejor
considerado de todo San Francisco, y si
yo aceptara su proposición, resultaría
que le habría estafado cincuenta mil
dólares.
—¡Pero si yo se los doy! ¡Le juro
que puede quedárselos!
—Una venta es una venta, señor
Harper, y las sagradas leyes del
comercio no pueden ser quebrantadas.
Harper hizo un gesto de abatimiento
y se resignó al fin.
—Está bien; puesto que el ataúd es
mío me lo quedaré, pero nadie podrá
impedir que lo destruya prendiéndole
fuego.
—Haría usted mal.
—¿Por qué? ¿No es de mi
propiedad?
—En primer lugar, quemaría usted
una joya valiosísima, única en el mundo.
Y en segundo lugar atraería sobre usted
y sus hijos la venganza de Drácula. Dice
la historia que cuando se destruye algo
suyo, éste lo siente en su sangre, y el
instinto le guía hacia el lugar donde está
el enemigo. Créame, más vale que
guarde cuidadosamente el ataúd, como
he hecho yo, y es muy posible que él
Conde Drácula jamás lo encuentre. Hay
una cosa cierta: estamos en: América, y
el Conde Drácula no puede atravesar él
mar.
El razonamiento pareció a Harper de
una indudable fuerza. ¡Ni siquiera un
vampiro podía atravesar el mar y los
desiertos así como así! De pronto se
sintió tranquilizado por completo. Hasta,
en cierto modo, sintió deseos de reír.
—Está bien —dijo—; así lo haré.
—Consérvelo como una antigüedad
más, y no se preocupe de otra cosa.
—Gracias. Adiós, míster Ferguson.
Estoy encantado de haber hecho este
negocio con usted.
—Cuando tenga otra cosa que valga
la pena ya le avisaré, míster Harper.
—No, no… ¡Ejem! Más valdrá que
no me avise. De todos modos muy
agradecido. Adiós.
El rico propietario volvió a tener
otro momento de temor cuando vio el
ataúd dentro de su carruaje, tan cerca de
el que casi podía tocarlo. Pero se dijo
que en cuanto lo instalara en el rancho
ya no habría ningún peligro.
Se rodearía de pistoleros capaces de
matar a su propia sombra, Y ya se vería
entonces si un vampiro podía con sus
seis tiros calibre 45!
CAPÍTULO III
VIAJEROS EN EL DESIERTO
El hombre, desde lo alto de la
pequeña loma, contemplo la llanura que
se extendía a sus pies y dijo
sencillamente:
—¡Qué asco!
Escupió de costado, con desprecio,
y se volvió hacia sus hombres, que se
inclinaban cansados sobre sus caballos
cubiertos de polvo.
Eran cinco individuos en total, todos
bien armados con revólveres y rifles y
luciendo en sus costados cuchillos
«Bowie» recién afilados.
Tenían aspecto de llevar muchos
días viajando y estaban tan cubiertos de
polvo como sus monturas, pero en sus
ojos latía como una especie de maligna
fiebre.
El jefe repitió:
—¡Qué asco! ¡Maldita tierra! ¿Y
esto es Nevada?
—La riqueza de Nevada no está
encima, sino debajo de la superficie,
Colman —dijo sentenciosamente uno de
sus hombres.
Colman se volvió.
—Pero nosotros no somos mineros,
sino hombres de gatillo. Tengo ganas de
volver a Kansas. ¡Aquella es buena
tierra!
—Muy bien, Colman, pero de un
modo u otro hemos de continuar. No
encontraremos ya ninguna casa ni ningún
pozo de agua hasta haber atravesado
completamente el desierto. Más vale que
no perdamos mucho tiempo aquí. La
arena quema.
—Está bien; sigamos.
Excitaron a sus cansadas monturas y
reemprendieron él camino. Durante una
hora el sol fue todavía soportable, pero
luego se convirtió en una tortura que
castigaba sus espaldas y no les dejaba
respira A mediodía, cuando tropezaron
con otra pequeña cadena de colinas, ya
no podían más. Les abrumaba además, la
certidumbre de que no encontrarían
ningún edificio habitado en muchas
millas a la redonda.
Por eso, cuando treparon a la colina
más alta Colman se llevó una mano a los
ojos y gruñó:
—¿Qué es esto? ¿Una alucinación?
Los otros jinetes le siguieron, hasta
situarse el mismo punto desde donde el
observaba.
—No lo entendemos. Parece
increíble…
—Yo creo que se trata de un
espejismo.
—No. Es un rancho…
—¿Un rancho aquí? Nos habían
dicho en Carson City que no
encontraríamos ningún lugar habitado
después de dos horas de viajar por el
desierto.
—Quizá
esto
se
encontraba
abandonado hasta hace poco, y alguien
lo ha arreglado ahora.
—Debe ser eso. Porque es un rancho
en el que aprecian magníficas reformas.
Desde lo alto de la colina donde se
encontraban
ahora
se
divisaba,
efectivamente, un edificio levantado en
mitad de la llanura desierta. Era un
edificio de gran riqueza. Parecía un
lugar a donde hubiese querido ir a vivir
un loco pero desde luego un loco
millonario.
Lo primero que se le ocurrió a
Colman fue que aquella situación
resultaba muy satisfactoria para él y
para sus hombres.
—Aquí podremos apoderarnos de
dinero y de mas provisiones —dijo—.
No nos costará ningún esfuerzo.
Los cuatro hombres que iban tras él
se pasaron la lengua por los labios
resecos.
—¡Quién iba a pensar que el
desierto nos depararía esta oportunidad!
—dijo uno de ellos con voz ronca—. Y
a lo mejor hasta encontramos ahí una
chica bonita.
—Si encontramos alguna no será
para ti —dijo bruscamente Colman.
Se habían distraído un momento,
hablando por anticipado del botín. Dé
pronto uno de los jinetes dijo:
—No será para nadie, jefe.
—¿Por qué?
—Mire.
Varios hombres salían en este
momento del rancho. Aunque estaban a
gran distancia se adivinaba por sus
movimientos que no eran viejos ni
mucho menos. Además llevaba cada uno
un rifle colgando brazo derecho.
—Esto está muy bien protegido —
dijo Colman apretando los puños—. No
lo esperaba.
—Son ocho hombres, jefe. Y
armados con rifles. En esta llanura
pelada nos cazarían como a liebres en
cuanto nos viesen avanzar.
—¡No necesito que me expliques lo
que nos sucedería!
—Está bien, jefe; no he querido
molestarle.
—¿Por qué habrán salido todos de
repente? —preguntó Colman después de
un momento de silencio—. No es fácil
que nos hayan visto, y además no se
dirigen hacia aquí sino hacia el sur.
—Parece como si hubieran salido a
recibir a alguien. Pero ¿a quién, en esta
maldita zona pelada?
De pronto uno de los jinetes señaló
un punto en el horizonte.
—¡Mirad! ¡Allí!
Todos clavaron los ojos en aquel
punto, que era un gran carruaje tirado
por cuatro caballos, según pudieron ver
instantes después. El vehículo avanzaba
hacia el rancho a gran velocidad, y los
ocho tipos de los rifles se aprestaban sin
duda a recibirlo.
—¿No traerá oro? —gruñó Colman
—. ¿No habrán querido esconder una
fortuna precisamente aquí?
—Ocho, tipos bien armados así
parecen asegurarlo, jefe. Uno no
contrata ocho gatillos para jugar con
ellos al poker.
—Vamos a descabalgar y a
colocarnos al abrigo de aquellas rocas.
No nos han visto aún porque estaban
distraídos con el carruaje, pero pueden
vernos de un momento a otro. Y hay que
observarlos.
Se cobijaron tras unas rocas, que
quemaban como, plomo derretido, en el
momento en que el vehículo se detenía
ante el rancho.
Los ocho guardianes lo rodearon, y
uno de ellos abrió la portezuela de la
derecha.
Del carruaje descendieron un
hombre grueso, que a Colman le pareció
ya bastante mayor, y una mujer que aun a
aquella distancia le pareció joven y
bonita.
—Un vehículo demasiado, grande
para dos viajeros solos —masculló
entre dientes—. Esos transportan algo.
Pareció confirmar su suposición el
hecho de que todos, menos la muchacha,
rodearan el Carruaje para abrir la
portezuela posterior de éste, que sin
duda daba a un departamento donde
estaban los equipajes.
—¡Ahora veréis sacar cajas de oro!
—gritó Colman excitado—. ¡Seguro que
ahora veréis sacar cajas de oro!
Y en efecto, del vehículo fue sacada
una caja.
Pero Colman y sus hombres, al verla
se quedaron blancos y sin facultad para
decir una sola palabra.
Porque aquella caja era ni más ni
menos que un ataúd.
Entre los pistoleros hubo un largo
minuto de silencio. Todos se miraran
incrédulos, con las manos pegadas a las
rocas que los ocultaban. Los dedos les
quemaron de repente y solo entonces
tuvieron la sensación de que volvían a la
realidad.
Había sido como una pesadilla.
Colman gruño:
—Muy ingeniosos. No puedo negar
que son muy ingeniosos…
—¿Por qué, jefe?
—Eso de guardar oro y joyas en un
ataúd era al que no había visto todavía.
—¿Por qué habían de guardar
riquezas ahí?
—¿Qué otra cosa van a llevar en el
ataúd? ¿Un muerto? ¡Es ridículo sólo
pensarlo! Dando el rodeo que han tenido
que dar para llegar por esa parte han
tardado por lo menos dos días desde
Carson City. Y con este calor un muerto
se deshace en dos días de modo que es
imposible permanecer junto a él. No
llevarían a una mujer joven para un
viaje tan largo en estas circunstancias.
Uno de los pistoleros opinó:
—Sentiría quitarte las ilusiones,
Colman, pero esa no me parece una
razón suficiente. Puede tratarse del
cadáver de un familiar al que tengan
interés enterrar en esta parte del
desierto.
—¡No! —rió Colman, enseñando
dos hileras de dientes fuertes y crueles
—. ¿Es que sois idiotas todos?
Supongamos que esa gente estuviera
dispuesta a resistir el hedor. Pero el
hedor se notaría a pesar de todo, ¿no?
—¡Naturalmente!
—Y los buitres se sentirían atraídos
por él, ¿verdad?
Los cuatro hombres escrutaron
entonces el cielo silenciosamente,
mientras en sus ojos brillaba una
chispita de comprensión.
No se veía un solo buitre. Ni un
puntito en el cielo limpio como un
espejo. Y era seguro que los buitres
hambrientos de las Rocosas habrían
seguido implacables el carruaje si éste
hubiese despedido el más mínimo hedor
de muerte.
Los pistoleros miraron a su jefe con
expresión decidida y acariciando las
culatas de sus rifles.
—Tienes razón Colman —susurró
uno de ellos—. En ese ataúd hay algo.
¿Por qué no atacamos enseguida? Ellos
son más, pero nosotros contamos con el
factor sorpresa. Si galopamos a toda
velocidad y entramos pronto en zona de
tiro, habremos matado a tres o cuatro
antes de que se parapeten.
Colman
movió
la
cabeza
negativamente.
—No, no lo haremos. Tenemos
trabajo al otro lado del desierto, y seria
una estupidez exponernos a que nos
dejasen sin la piel ahora. Podemos
permitirnos el lujo de tener paciencia,
puesto que si han traído ese ataúd hasta
aquí no será para llevárselo mañana ni
pasado mañana. Cuando regresemos de
Rancho Diamond habrá llegado el
momento de ver cuanto oro nos
corresponde a cada uno.
Volvió a sonreír, mostrando sus
dientes demasiado agudos, parecidos a
lo de un animal carnicero…
—Entonces elegiremos el momento
de atacar y no dejaremos nada a la
improvisación. Porque dentro de una
semana, cuando estamos de regreso, no
habrá lucha. Y no creo que sea tan
difícil aproximarse a ese edificio en una
noche oscura y sorprender a los
guardianes. Lo hemos hecho otras veces.
¿Os acordáis de la cárcel de Denver?
Todos lanzaron una carcajada.
—Aquella fue una jugada maestra.
Colman. ¡Y pensar que había once
hombres vigilando las celdas!
—Pues si aquello salió bien, mucho
más fácil nos será atacar ese rancho
aislado.
Se puso en pie ordenó:
—Montemos.
Habrá
que
ir
bordeando las colinas, para que no nos
vean. Pero eso no hará que nos
retrasemos demasiado.
Al montar en los caballos, uno de
ellos relincho. Colman lanzó una salvaje
maldición.
—¡Si nos descubren ahora va a
estropearse todo! ¡Soy capaz de reventar
a ese animal cuando estemos más al
fondo del desierto!
Desde su lugar en la llanura, Harper
creyó oír aquel relincho. Se volvió
lentamente.
—¿No habéis oído?
El aire quieto del desierto
transportaba desde muy lejos los más
suaves rumores, pero nadie parecía
haber oído aquel relincho excepto él.
—¿Qué sucede? —musitó Gladys, su
hija.
—Juraría haber oído el relincho de
un caballo.
—Yo no he oído nada, papá.
Harper se secó el sudor de la frente.
—Bueno,
han
debido
ser
figuraciones mías…
—¡Dios mío, es ese horrible ataúd!
—gimió Gladys—. Desde que lo tienes
en tu poder no has hecho más que sufrir
alucinaciones, temores. Es como si
hubieras introducido el horror en nuestra
casa, papa ¡Es como si nos hubieras
convertido en cadáveres que están
llamando a los buitres!
—No es necesario que te pongas así,
Gladys —dijo Harper con voz nerviosa
—. Ahora encerraremos ese ataúd en la
habitación más oculta del rancho y ni
volverás a verlo. ¿Verdad, muchachos?
Los tipos que habían salido a su
encuentro —viejos pistoleros de toda
confianza, ya experimentados en la
protección de las minas de Harper—
movieron la cabeza afirmativamente.
Burton, el jefe de todos ellos,
preguntó:
—¿Qué es lo que le había parecido
oír, míster Harper? ¿El relincho de un
caballo?
—Eso es. ¿Lo has oído tú?
—No me atrevería a jurarlo, pero
me parece que no. El desierto está lleno
de rumores, aunque parezca mentira.
Pero eso le ha puesto nervioso, míster
Harper. No hay razón…
Harper, desviando la mirada, supo
que se sentiría mas descansado si decía
lo que estaba sintiendo.
—Es que por un momento he creído
que el Conde Drácula se acercaba hacia
aquí —confesó.
Los ocho pistoleros, como un solo
hombre, lanzaron una carcajada.
—¿Y ha pensado que se acercaba a
caballo?
—Comprendo que es una tontería,
pero así es.
—Nosotros conocemos muy pocas
cosas acerca de esa historia —dijo al
fin Burton, conteniendo a duras penas su
hilaridad—, e incluso algunos de los
chicos no saben leer. Pero todos estamos
convencidos de que el Conde Drácula
nunca viajó a caballo. ¡Y menos con este
sol que lo achicharra todo, diantre! ¡Los
vampiros sólo pueden moverse de
noche, porque la luz del sol los
destruye!
—Es verdad —reconoció Harper—.
Parece mentira que yo que entiendo de
esas cosas, me haya dejado impresionar.
En fin, meted el ataúd en la habitación
del fondo y cerrarla bien. Por el
momento no quiero verlo, hasta que
traiga otros objetos de mis colecciones.
—Nos hizo mucha gracia su carta
pidiendo que viniéramos aquí —dijo
Burton—. No porque tuviéramos ganas
de cambiar de ambiente, sino por lo
decía acerca de qué iba a traer el
verdadero ataúd del Conde Drácula.
—Y no dije ninguna mentira. Este es.
—¿Este? ¡Pues vaya antigualla! En
Nevada cuando uno la diña, sabe que
tendrá al menos un ataúd nuevo.
—El Conde Drácula no está hecho
de vuestra misma pasta.
—¡Peor para él!
Y todos volvieron a lanzar al
unísono una nueva carcajada.
—No me gustan esas risas —dijo
temerosamente Harper—. Tengo la
sensación de que el Conde Drácula las
oye.
—¡Pues entonces que venga a reírse
con nosotros también!
—Por favor, no habléis de esa
manera.
—Como usted quiera, patrón —dijo
Burton—, a nosotros nos paga por
obedecerle y en paz. Pero ¿qué cuerno
tenemos que hacer una vez ese ataúd
este en la habitación del fondo?
—Vigilar.
—¿Vigilar qué?
—Que nadie sé acerque a él.
Podréis
descansar,
tranquilamente
durante el día, pero en cambio exijo que
se monte turno de guardia riguroso,
durante la noche, hasta que salga el sol.
Todos vosotros iréis armados de rifles y
además llevaréis cada uno una barra de
hierro con la punta afilada como una
lanza.
—¿Y para, qué?
Drácula es vulnerable solamente a la
punta de una barra de hierro clavada en
su corazón.
—¿Y las balas? ¿Es que para él son
confites? —rió Burton.
—Nada se ha comprobado sobre
eso. Parece ser que contra el Conde
Drácula nadie disparó jamás. Pero por
si las balas no le hacen efecto, ya os he
dicho que tengáis preparados los rifles.
Uno de los pistoleros, llamado Joe,
se adelantó.
—¿Debemos entender que usted
tiene miedo de que venga por aquí el
mismísimo Conde Drácula, patrón? —
fue su pregunta.
—No es miedo exactamente, pero
pienso que su llegada está dentro de lo
posible
—contestó
evasivamente
Harper.
—Muy bien. ¿Y qué tal «saca» ese
Conde Drácula? ¿Cuántas muescas lleva
en su revólver?
Otra vez los pistoleros rieron hasta
destornillarse,
saltándoseles
las
lágrimas después de cada carcajada.
Tuvieron que llevarse las manos a la
cintura y hasta hicieron esfuerzos para
no caer al suelo en el ataque de
hilaridad. Sólo se fueron serenando,
poco a poco al ver que Harper estaba
espantosamente serio.
—¡He dicho antes que no os riáis!
—pidió nerviosamente.
—Esta bien, patrón, no volverá a oír
una carcajada. ¡Pero es que la cosa tenía
gracia, cuerno!
Burton mismo se cargó bien un
extremo del ataúd, poniéndolo sobre sus
hombros.
—Bueno, muchachos, adentro con él.
Y si en el interior va el Conde Drácula
invitadle a whisky y luego le ponéis un
revólver en los riñones. ¡Veréis como lo
devuelve todo!
Joe y los demás pistoleros hicieron
inauditos esfuerzos para no reír,
mientras llevaban su fúnebre carga al
interior del rancho.
Cinco minutos después salían
frotándose las manos.
—Ya está bien instalado, patrón. Lo
hemos puesto en la habitación más
recóndita del rancho, y además hemos
cerrado la puerta. ¿Qué hay que hacer
ahora? ¿Organizar los turnos de
vigilancia para noche?
—Sí, y los centinelas tendrán que
estar tan atentos como si hubiera un
enemigo acampado a media milla de
distancia.
—Descuide, todos nosotros hemos
vigilado sus minas contra la peor
gentuza de Nevada, y jamás hemos
tenido un descuido. Y ahora, cambiando
de conversación: ¿qué van a hacer
ustedes? ¿Quedarse aquí? A propósito,
hice traer una criada mejicana, para se
lo tuviera todo a punto.
—Yo no pienso estar aquí un instante
mas —decidió Gladys—. Y no
comprendo, papá, porqué hemos tenido
que venir personalmente a traer eso.
—Porque es la pieza más valiosa de
mi colección Gladys, y ya sabes que de
todo cuido yo mismo. Pero no temas, no
estaremos mucho tiempo aquí. Sólo el
necesario para que te restablezcas un
poco.
—El médico me recomendó aire
seco, pero no necesariamente aire del
desierto —dijo nerviosamente Gladys
—. No estoy cansada del viaje y puedo
volver enseguida.
—Ten paciencia, una semana y te
encontrarás mucho mejor —susurró
cariñosamente Harper—. Una sola
semana, hija mía. Esa pequeña afección
en la garganta se te quitará con el aire
del desierto. Hace milagros, de tan puro
y seco como es. Luego podremos volver
a Carson City, y hasta si quietes
pasaremos una temporada en San
Francisco.
—Y el agua también es buena,
señorita, aunque parezca mentira —
intervino Burton—. Tenemos un pozo
que da a un manantial subterráneo de
primera calidad, y hasta podrá bañarse
si quiere. Joe hacía tres años que no lo
probaba, y el otro día le encontró tan a
gusto al agua que por poco se ahoga.
—Te sentirás bien, Gladys —insistió
Harper—. Puedes creer que si compré
este rancho en el desierto fue para
guardar mis colecciones, pero fue
también por ti. Nunca te ha sentado bien
el clima de Carson City, tan polvoriento
y tan impuro. Aquí, en una sola semana,
vas a sentirte como no te has sentido
nunca.
Gladys le miró recelosamente.
—¿Por qué no eres sincero, papá?
¿Por qué no confiesas de una vez que lo
que pretendes es separarme de Tom?
—Tom, ese idiota…
—Quieres que no esté en Carson
City cuando él vuelva, y así creerá que
lo he olvidado. Sabes que va a regresar
un día de estos y por eso me has traído
al desierto. ¿Tan difícil te es admitir que
nos queremos? ¿O es que pienses
conservarme siempre a tu lado como si
fuera una pieza más de tus colecciones?
Harper guardó un momento de
silenció; como si reflexionara ante las
palabras de su hija. Los pistoleros,
dándose cuenta de que aquel era un
asunto
privado,
se
retiraron
discretamente. Por fin el millonario
susurró:
—Date cuenta, Gladys, de que eres
mi única hija y de que soy viudo hace
muchos años. Puede decirse que no
tengo más familia que tú en el mundo.
¿Parece extraño que desee para ti lo
mejor?
—¿Y Tom no es lo mejor?
—No lo es.
—¡Porque a ti te ha entrado por él
ojo izquierdo!
—¡Porque es idiota, sencillamente!
¡Jamás visto un tipo igual! ¡Cree todo lo
que le dicen!
—¿Es que en este mundo no se
puede tener buena fe? Tom es la persona
más honrada qué he conocido. Por eso,
en el ambiente de granujas en que nos
movemos, parece a veces que no es
listo. Pero sabe lo que se hace y me
quiere. Eso, para mí, es lo principal.
—¡Sí, muy listo! —gruñó Harper—.
¡Si a Tom le dijesen que las Montañas
Rocosas se han convertido en oro puro,
sería capaz de tragárselo!
—¡Papá, te prohíbo que hables así
de él!
Padre e hija se miraron un instante al
fondo los ojos, casi con ira. Luego
Harper, para quien Gladys lo era todo,
cedió poco a poco. Le dio un cariñoso
cachetito en la mejilla y susurró:
—Por una semana aquí no va a
perderse nada pequeña; al contrario, tú
vas a sentirte mucho mejor. Te ruego que
me complazcas.
—Está bien, papá, pero una semana
solamente. Si-ete días na-da más.
En aquel momento ninguno de los
dos se acordaba ya del ataúd del Conde
Drácula.
Fue Burton el que, sin darse cuenta,
les volvió a la realidad diciendo:
—Siete días y siete noches, señorita.
—¡Siete noches sabiendo que está
ahí ese horrible ataúd, bajo nuestro
mismo techo!
—No te excites, Gladys. No lo
veras.
—¡Pero sé que existe!
La muchacha parecía a punto de
sufrir una crisis de nervios. Fue una
suerte que en ese momento apareciese la
criada mejicana.
—Si los señores lo desean, tienen
habitaciones preparadas. Y les serviré
inmediatamente una suculenta comida
con cerveza puesta a enfriar en el fondo
del pozo.
—Esta es Rita —dijo Burton,
presentándola—. Si ella dice que la
comida es suculenta, pueden jurar que es
verdad.
—Pues entonces entremos.
—Yo tomaré antes un baño —dijo
Gladys, resignadamente.
Antes de entrar en la casa, Harper,
que se había quedado el último, dirigió
una mirada circular por el desierto. Era
pavoroso, sobrecogedor, el silenció que
allí lo rodeaba todo. Diríase que uno
había llegado hasta la última frontera
del mundo, que ningún enemigo podía
seguirle hasta aquel lugar. Y sin
embargo, Harper, cuanto mayor era el
silencio más inseguro se sentía.
Poco, podía imaginar que a tres
millas escasas de allí, cinco jinetes
bordeaban las colinas.
Los cinco habían perdido de vista el
rancho, lo tenían retratado en los ojos.
—Dentro de unos seis días
volveremos a estar aquí —dijo Colman
como si hablara consigo mismo—. Seis
días tan sólo para ser fabulosamente
ricos. No está mal.
Y levantando las manos se
contempló ambas muñecas, donde los
hierros de unos grilletes habían dejado
su siniestra huella.
—Antes tenemos trabajo —musitó
—. Un trabajo muy fácil y que será muy
agradable de hacer. Llegar a «Rancho
Diamond», a un par de días de macha de
aquí. Y una vez hayamos llegado…
¡nuestro trabajo consistirá en matar!
CAPÍTULO IV
EL HOMBRE DE LAS MANOS
MUERTAS
«Rancho Diamond» estaba al otro
lado del desierto, justo en el lugar donde
éste terminaba y empezaban unas tierras
donde la hierba crecía tímidamente y
donde era posible mantener sin esfuerzo
unas cuantas vacas.
La gente de aquella zona ya no era
minera, sino que buscaba su fortuna en
la agricultura y la ganadería. Era, por
tanto, gente más estable y aparentemente
más pacífica.
Sólo aparentemente.
Aquella zona era lugar de paso para
todos los forajidos que se dirigían a
Carson City, y el sheriff del condado
solía vigilar día y noche en espera de
cazar alguna cabeza reclamada por la
Ley. Casi siempre sin resultado, esa es
la verdad.
A veces, cuando la recompensa era
crecida, los habitantes del lugar le
ayudaban. En cierto modo los forajidos
podían ser un buen negocio.
«Rancho Diamond» era uno de los
tres o cuatro —no más— que había en la
zona donde el desierto terminaba, casi
en el limite de las arenas.
De bonito sólo tenía el nombre.
Como dependía de las lluvias, había
años catastróficos, y cuando el ganado
moría de hambre no quedaba dinero ni
par comprar clavos con que asegurar los
tablones de la casa durante las noches
de viento. Sobre «Rancho Diamond» se
habían cernido ya tres años de sequía, y
en este momento la fortuna de su dueño
no debía ascender ni siquiera a
veinticinco dólares.
Caso de saber que cinto hombres
venían en su busca, no hubiera podido
comprar balas para recibirlos.
Pero Colman y sus pistoleros no
pensaban ir directamente a «Rancho
Diamond». Antes tenían que pasar por el
pequeño poblado de Little. En donde
podrían aprovisionarse y descansar unas
horas. Porque si es cierto que los
desiertos no tienen caminos también es
verdad que casi todos los que caminan
por ellos acaban parándose en los
mismos sitios.
Y Little Sun era parada obligatoria
después de los días infernales pasados
sobre la arena.
La población tenía una sola calle, y
aun ésta de sólo unas cien yardas de
longitud nada más. Era una dé esas
ciudades que cada nuevo año de sequía
sé van despoblando, hasta ir quedando
poco a poco casi desiertas.
No había saloon sino únicamente
una cantina donde los licores eran
infectos. Las mujeres escaseaban mucho
más que el agua. Cada vez que el sheriff
del condado se veía obligado a pasar
dos noches allí maldecía su estrella.
Y sin embargo, Colman y sus
hombres iban a pasar por Little Sun
porque necesitaban descansar un poco y
aprovisionarse antes del tiroteo que se
avecinaba en «Rancho Diamond».
Pero la noche en que iban a llegar, y
poco antes de que la luna recortara sus
figuras en el horizonte, ocurrió en Little
Sun una cosa a la que sus habitantes no
estaban acostumbrados.
Lo que ocurrió fue que uno de los
hombres más reclamados de todo el
Territorio, Larry Percival, se paseó
tranquilamente a lo largo de la calle
principal de la población, con las manos
quietas sobre las riendas y sin mirar sus
revólveres una sola vez.
Fue Kimpton, el sepulturero, quien
primero lo vio.
Estaba en el porche, limpiando su
pala, cuando Larry pasó frente a él.
Inmediatamente Kimpton parpadeo un
par de veces, dejó su herramienta y
penetró disimuladamente en el almacén
de Korney.
—Oye, ¿has visto a ese jinete que
acaba de pasar?
—Lo acabó de ver, Korney —estaba
blanco como un papel—. Y espero que
no se le ocurra entrar a llevarse nada de
mi tienda.
—¿Entonces no estoy equivocado?
¿Tú también lo has reconocido?
—Claro que sí. Es Larry Percival.
Inmediatamente entró Bud, un
ganadero.
—¿He visto lo mismo que vosotros,
muchachos? O al revés: ¿habéis visto lo
mismo que yo?
—Creo que si. Y más vale que no
enseñes los revólveres, Bud. Larry
puede disparar contra ti si te ve armado.
Bud hizo un gesto y se desprendió de
su cinto con más rapidez que si fuese un
anillo, de fuego.
—¡Diantre lo he reconocido porque
el sheriff nos mostró un retrato suyo
hace una semana. Nos dijo que se
pagaban cinco mil machacantes por el!
¡Y que ese tipo se pasee así, tan
lentamente, por una calle donde sabe
que todos somos sus enemigos!
—Su caballo va a paso de tortuga,
¿eh?
—Yo diría que se va exhibiendo.
—¿Exhibiendo para qué?
—Pues para atraer la atención,
imbécil. Luego cualquier compinche
suyo atracará la casa de Still el
prestamista. Y se llevará todo lo que
haya en ella, mientras nosotros estamos
aquí, embobados mirando a su jefe.
—Si queréis que os diga la verdad
—gruñó el almacén— a mí no me
importa nada que se lleve lo que hay en
casa del prestamista. Y si además se
quieren llevar a él arrastrando de una
cuerda, mejor.
—Pero lo que me extraña es la
actitud del tipo, a pesar de lo que decís.
Sabe que si alguien dispara con un rifle
desde la oscuridad, puede cobrar cinco
mil, dólares por su cabeza. ¿Por qué esta
paseando de ese modo? ¿Por qué sé
exhibe tanto?
—Fíate de las exhibiciones y fíate
de los rifles ¿Esperando desde la
oscuridad, imbécil? Ese tipo, Larry
Percival, tiene las manos más rápidas
que se han conocido en Nevada. Si
alguien se dispone a hacer algo contra
él, seguro que antes de un segundo le
habrán clavado una bala entre las cejas.
—Dicen que en Elko mató a tres
hombres en un solo desafío.
—Y que en Denver escapó de un
edificio ardiendo y que estaba rodeado
por más de veinte individuos.
—A ese tipo no hay quien le cace,
desengañaos. Por eso se pasea con tanta
seguridad.
Los tres hombres estaban ahora en la
puerta, viendo alejarse el caballo de
Larry Percival que seguía iluminando
con paso cansino e indolente, como si a
su dueño no le importara llegar a
ninguna parte.
—Mirad: está llegando al extremo
de la callé.
—Va a esfumarse…
El sepulturero corrió hasta el fondo
de la tienda, donde sabía que su dueño
guardaba
el
rifle,
y
regreso
inmediatamente con él, montándolo con
un movimiento instantáneo.
—A ese tipo lo cazo yo. Lleva cinco
mil dólares colgados del cuello y no voy
a dejar que se me escapen.
Apuntó a la espalda del jinete, pero
estaba tan nervioso que el cañón del
rifle se movía como una hoja acariciada
por el viento.
—No le acertarás nunca. Y si fallas
y se vuelve nos matará a los tres.
—¡Dejadme! ¡Ese tipo es mío! ¡Yo
quiero ser el hombre que ha matado a
Larry Percival!
Logró serenarse. Su pulso se
inmovilizó y el rifle quedó quieto. Pero
en ese momento, cuando iba a disparar,
Larry se volvió lentamente sobre la silla
de su caballo. Debía haber oído las
palabras, y sus ojos grises miraron
fijamente hacia el punto exacto donde
estaban los tres hombres.
No hizo ningún gesto. Ni un solo
dedo se movió para tocar un revólver.
Parecía como si tuviera las manos
muertas.
Pero había en aquellos ojos algo
diabólico, algo tan obsesionante que los
tres hombres quedaron quietos, igual que
hipnotizados, sin fuerzas ni para mover
los párpados.
A pesar que Larry estaba a unas
quince yardas captaron con toda su
fuerza la intensidad diabólica de aquella
mirada.
El sepulturero dejó caer poco a poco
el rifle.
—Ese tipo matará a todo él que
quiera… —jadeó—. Ese condenado
hipnotiza a sus víctimas…
Larry se volvió otra vez sobre la
silla, recobro la posición normal, y, sin
excitar a su caballo ni rozar las armas un
solo instante, se perdió entre las
sombras que llenaban él extremo final
de la calle.
Una vez allí, ya sumido en una
espesa penumbra siguió avanzando
durante medio minuto.
Luego una voz dijo:
—Ya ha terminado el paseo, héroe.
Larry Percival detuvo su montura
con un suave movimiento de riendas, y
miró con indiferencia hacia el lugar de
donde había brotado la voz. Una silueta
saltó entonces silenciosamente desde el
tejado de la última casa de la calle y
flexionó las piernas al tomar contacto
con tierra, desviando un poco el rifle
con el que le había estado apuntando
hasta entonces.
Ese fue el momento que se dispuso a
aprovechar Larry, llevando rápidamente
la mano derecha a la funda del mismo
costado.
Pero no llegó a tocar la culata. En
ese mismo instante otra voz le previno:
—Le estoy apuntando también,
Percival Y mi rifle es un automático de
los que no acostumbran a fallar.
Larry se encogió de hombros
imperceptiblemente dejando caer la
mano derecha sobre un costado Acababa
de perder esa fracción de segando que
separa la vida de la muerte. Ahora el
hombre del tejado ya había recobrado
por completo el equilibrio y se acercaba
a él paso a paso, con prudencia de tigre,
manteniendo recta la caña de su rifle.
Larry sonrió secamente, pero en la
penumbra su sonrisa apenas fue visible.
Su enemigo dijo:
—¿Esperabas este momento, eh?
Espesabas a que saltara desde el tejado
al suelo porque sabías que perdería el
equilibrio unos instantes…
—¿Para qué voy a negarlo? Esa era
mi oportunidad y pensaba, aprovecharla.
—Pero ¿tan tonto me considerabas,
Larry? Al fin de la calle yo contaba con
ayuda. Alguien nos esperaba con un rifle
cargado. Y tú te has detenido unos
instantáneamente al oír su voz, ¿eh?…
—Sí, pero no ha sido por lo que tú
imaginas. Me he quedado quieto porque
era una voz de mujer.
En aquel instante, como si las
palabras hubieran sido una llamarada, la
figura femenina apareció entre las
sombras.
Larry volvió la cabeza hacia ella.
—Vale la pena haberse quedado
quieto —musitó.
La mujer no iba vestida de amazona,
sin con ropas típicamente femeninas. Un
vestido de falda amplia, pero de busto
apretado, hacía destacar poderosamente
los relieves superiores de su cuerpo. Y
las caderas también se insinuaban bajo
la tela, potentes y amplias. La mujer
tenía los cabellos de un color rubio
oscuro, los ojos azules y los labios
gruesos rojos. Larry calculo que
acabaría de cumplir los veinte años.
—Nunca había visto un hada con un
rifle —dijo Larry—. Hasta ahora me
habían explicado siempre que llevaban
una varita.
—¡Menos conversación y baja del
caballo! —gruñó el hombre—. La
comedia ha terminado.
Larry, con las manos ligeramente
alzadas para que viesen que nada iba a
intentar, descendió.
Inmediatamente el hombre y la mujer
se aproximaron más, sin dejar de
encañonarle.
—¿Vais a entregarme ahora al
sheriff? pregunto Larry.
—De ningún modo. Haremos que el
sheriff venga a buscarte a nuestro
rancho.
—¡Ah! Pero ¿tenéis un rancho y
todo?
—Menos palabras, Larry. A partir
de ahora el cinismo no va a servirte de
nada.
—¿Cómo se llama el sitio a donde
me vais a llevar? Al menos puedo saber
eso, ¿no?
—Todo condenado tiene derecho a
que le digan dónde va a estar su tumba
—gruñó el hombre—. El sitio al que
vamos a conducirte ahora se llama
«Rancho Diamond».
—Bonito nombre.
—No te gustará tanto cuando veas
allí al sheriff. Hablaban en voz baja, de
tal modo que ninguna sus palabras debía
ser percibida más allá de la zona
cubierta por las sombras. Y Larry no le
interesaba ser oído, pero por lo visto al
hombre y la mujer que le habían
apresado les interesaba menos aún que a
el.
—¿Y cómo vais a conducirme hasta
allí? No veo que llevéis caballos.
—Nosotros dos montaremos en el
tuyo, y tú irás atado detrás.
Larry se encogió de hombros, sin
una palabra de protesta.
Al fin y al cabo le habían cazado.
¿De qué serviría protestar?
El hombre dejó el rifle en el suelo
indicando a la mujer que no descuidara
la vigilancia, y con la misma cuerda que
colgaba de la silla dé Larry ató
sólidamente a éste, dejando, un margen
de cinco yardas para que pudiera ir
detrás del caballo. Hecho esto, y como
una última precaución casi innecesaria,
le despojó de sus dos revólveres y de su
cuchillo Bowie.
Luego él montó de un ágil salto y
ayudó a la muchacha a montar en la
grupa emprendiendo silenciosamente el
camino hacia el norte. Previamente
había recogido su rifle, y un instante
después todo quedó en silencio. Nadie
hubiera podido adivinar que allí
acababa de ser capturado uno de los
hombres más buscados de Nevada
entera.
Larry permaneció en absoluto
silencio hasta qué dejaron atrás la
población, perdiéndose en la llanura.
Luego surgió la luna y lo alumbro todo
con su fulgor plateado. Larry vio mejor
los relieves rotundos de la mujer, su
belleza casi insultante que una vez vista
dejaba una sensación extraña, igual que
si llenase el universo entero.
—¿Cómo te llamas tú, campeón? —
preguntó hombre.
—¿Y a ti qué té importa?
—Si todos tenemos derecho a saber
dónde esta nuestra tumba, supongo que
tenemos también derecho a saber quién
será nuestro verdugo.
—No te tomas mal la cosa, por lo
que veo.
—Yo nunca me las tomo mal.
—Me llamo Halloran, Peter
Halloran.
—Encantado de saber tu nombre,
Peter.
—¿Es que quieres hacerte el
simpático? Nada vas a conseguir, Larry.
Te llevaremos a «Rancho Diamond» y
estarás en poder del sheriff antes de
veinticuatro horas. Supongo que para
ahorrarse los peligros de trasladarte, te
matará allí mismo.
—Simpático el sheriff, ¿eh?
—Nunca ha perdonado a un tipo
como tú.
—De todos modos vamos a hacer un
viajé muy agradable, Peter. Lo único que
ocurre es que lo siento por ti.
Peter Halloran se volvió un poco,
mirando hacia atrás por un costado de la
mujer, que seguía quieta.
—¿Y por qué diablos lo has de
sentir por mí, si es que puede saberse?
—Porque será el último viaje que
hagas. En cuanto lleguemos a tu rancho
te mataré.
Aquellas palabras, dichas por un
hombre atado y acorralado, hubieran
podido tomarse a broma. Pero nada era
broma saliendo de los labios de Larry
Percival. Su voz tenía un algo de
profético y estremecedor que por unos
segundos paralizó hasta la respiración
de Peter Halloran.
Pero en seguida éste reaccionó,
lanzando una brusca carcajada.
—¿Y cómo vas a matarme, Larry?
¿Es que puedas disparar sin revólveres
y con las manos atadas?
—Ya tendré una oportunidad. Yo
siempre estoy atento, Halloran. Y a lo
largo de veinticuatro horas tendré una
oportunidad de diez segundos que tú no
habrás sabido adivinar.
—¿Es que me consideras un novato?
—No. De sobra se nota que no lo
eres. Y tienes sangre fría, por lo que se
ve. Cuando desde lo alto de un tejado
me has amenazado a la entrada de la
población y me has dicho que siguiera
sin intentar nada, porque tú me
apuntarías hasta el final de la calle, a
través de la línea de tejados que son
todos iguales, me he dado cuenta de que
no eras un novato. Pero ¿por qué tanta
precaución? ¿Por qué has hecho eso?
—Porque no quiero que nadie en
Little Sun sepa que te he cazado yo. Y
por la misma razón no te entrego al
sheriff inmediatamente. El vendrá a
buscarte a «Rancho Diamond», me
pagará la recompensa y todo quedará
entre nosotros.
—Eso me parece muy bien, pero lo
que no adivino es el motivo de tantas
precauciones.
—¿No lo adivinas? Pues es fácil.
Soy un hombre solo y cuando te hayan
ahorcado no quiero que los de tu banda
sepan a quién han de matar para
vengarte.
Larry sonrió en la oscuridad.
—Yo no tengo banda, siempre he
trabajado solo.
—No me lo harás creer. Se ha dicho
que mandabas un grupo de varios
hombres. Y basta ya de charla. Hay
todavía seis millas desde aquí hasta
Rancho Diamond.
—No me gusta insistir —dijo Larry
—, pero tampoco me gusta que se diga
que tengo una banda, si lo que temes es
eso, puedes ahorrarte trabajo y
entregarme ahora al sheriff. Nadie se
vengará.
—Pretendes engañarme —dijo
Halloran, con voz que denotaba un
principio de nerviosismo.
—No, no es eso. Parecerá raro, pero
he engañado a menos gente de lo que se
cree. Lo digo para no tener que matarte.
Sentiría mucho dejarla viuda a ella.
Señalaba con el mentón a la
muchacha, que entonces se volvió por
primera vez y le envolvió durante unos
segundos en la mirada llameante de sus
ojos.
Peter Halloran se volvió también.
—No temas, no la dejaré viuda. No
es mi mujer, sino mi hermana Lorna.
—Lorna Halloran… Bonito nombre.
Encantado de conocerla.
—Cállese —musitó ella con
desprecio, dejando de mirarle.
—Si me sigues irritando daremos un
galope con el caballo —amenazó Peter
— y veremos entonces que tal le sientan
las piedras del camino. Más vale no
pongas dificultades.
—No las he puesto ni las pondré
hasta que llegue el momento de matarte,
Peter.
—¿Otra vez? ¿Es que crees que no
tomo mis precauciones? Te he
reconocido en la llanura y he llegado a
la población antes que tú, teniéndolo
todo preparado para la sorpresa. Te has
paseado por todo Little Sun sin que yo
dejara de tenerte apuntado ni un solo
segundo. Lorna estaba a punto también.
¿Y aún me consideras un novato de los
que dan oportunidades a su enemigo?
—No. Ya se ve que esto no lo haces
por primera vez.
—En efecto, ya capturé a otro tipo
como tú, y me pagaron cuatro mil
dólares.
—Bonita suma. ¿Quién era?
—Se llamaba Colman.
—¿Se llamaba? ¿Es que ha muerto?
Peter Halloran suspiró:
—¿Colman? Seguro que sí. A estas
horas ya deben haberlo ahorcado en la
prisión de Carson City.
Justamente en aquel momento, cinco
jinetes, cubiertos de polvo, entraban en
Little Sun.
CAPÍTULO V
«RANCHO DIAMOND»
Una hora después, el grupo que
formaban el hombre, la mujer y su
prisionero llegaban a la vista de un
edificio.
No habían hablado desde que Peter
Halloran pronunció las palabras
relativas a Colman.
Ahora se volvió en la silla, miró al
prisionero y gruño.
—Helo aquí. Esto es «Rancho
Diamond».
Larry lo contempló.
Podía verlo casi como si fuera de
día, porque desde el cielo despejado la
luna lo iluminaba con perfecta claridad.
«Rancho Diamond», consistía en un
solo edificio destartalado y viejo, que
estaba pidiendo a gritos una reparación.
Más allá había una pequeña cuadra y
unas cercas. El terreno; que debía ser
aceptable en años de lluvia, estaba
ahora convertido en una cosa pedregosa
y siniestra. No se veían rastros de
ganado por ninguna parte, aunque bien
podía estar más lejos, en una zona donde
hubiese hierba.
Larry murmuró:
—No es muy bonito.
—Menos va a parecértelo dentro de
unas horas cuando el sheriff venga a por
ti.
Detuvo el caballo ante el porche de
entrada, único lugar de la casa donde
brillaba un farol.
Descabalgaron, y al hacerlo brilló a
la luz de la luna, durante unos segundos,
la seda negra de las medias de la
muchacha. Larry le dirigió una mirada
fugaz, con los labios apretados en una
mueca.
Sí, era como un hada, pero se había
olvidado la varita.
Fue Peter Halloran el que abrió la
puerta y encendió un farol de petróleo en
el interior. Por dentro, el rancho era tan
triste como por fuera, aun estaba limpio.
La falta de dinero se advertía hasta el
menor detalle.
Fue desatado el extremo que ligaba a
Larry a silla de su propio caballo,
aunque continuó con las manos atadas a
la espalda. Halloran le empujó
brutalmente con el cañón de su rifle
hacia el interior la casa.
—Tu tumba —anunció.
Larry se detuvo junto a una silla.
—¿Puedo sentarme?
—Claro que puedes, pero lejos de la
mesa. El truquito de mover los pies y
echármela de repente encima, ya lo sé
de memoria.
Larry se sentó.
—Eres un hombre listo.
—He nacido en el Oeste, y eso basta
para que no me pille desprevenido, un
tipo como tú.
—¿Por qué me has capturado? No
recuerdo haberte hecho nada, y en esta
zona tampoco he cometido ningún delito.
Halloran se sentó a la mesa, hizo una
seña a su hermana y ésta le sirvió un
vaso y una botella de cerveza que
acababa de sacar de un armario. El
hombre se sirvió una generosa ración.
—No hace falta preguntar por qué
—dijo luego, mirando a Larry—. Eres
como una bolsa de oro.
—¿Pretendes cobrar los cinco mil
dólares?
—Los cobraré.
—Si yo estuviese en tu lugar me
habría buscado medio menos arriesgado
de ganar dinero.
—Ya lo busqué: el rancho.
—Y ha habido sequía ¿no?
—Tú qué entiendes de sequías…
—Algo.
Mis
padres
eran
agricultores.
—Bonitas, cosas deben pensar de ti
tus padres.
—Ya no pueden pensar nada, al
menos en la forma que lo hacemos
nosotros. Los ahorcaron a los dos.
—No está mal. Lo malo es que a tu
madre debieron ahorcarla antes de que
tú nacieras.
En el silencio que siguió a estas
palabras se oyó el rechinar de los
dientes de Larry.
Sus ojos brillaron otra vez de
aquella forma extraña, obsesionante, que
había ya inmovilizado un rifle en la
ciudad de Little Sun.
—Te mataré, Halloran —dijo
solamente.
—Pues puedes empezar a darte
prisa. Voy a avisar al sheriff que dentro
de una hora tiene anunciada su visita a
Little Sun. Si quiere venir en seguida
estaremos aquí esta misma noche.
—¿Y mientras…?
—Lorna te vigilará.
—¿Ella…?
—Si crees que vas a poder intentar
algo, más va que empieces a pensar en
otra cosa. Con un rifle una mujer puede
matar lo mismo que un hombre. Y Lorna
sabe manejarlo, te lo aseguro. El año
pasado ella mató a dos pistoleros que la
asediaban.
Larry se encogió de hombros.
—Muy bien. Pero ¿y si aun así logro
cazarla por sorpresa? Loma es muy
bonita. ¿Te atreves a dejarme solo con
ella?
Fueron ahora los dientes de Halloran
los que rechinaron. Pero como él estaba
libre y podía actuar no se contentó sólo
con eso. Saltó sobre el prisionero y
empezó a abofetearle con todas sus
fuerzas, haciendo bailar la silla por el
suelo. Al fin la derribó, después de un
terrorífico «jab» de izquierda, y silla, y
prisionero rodaron por el suelo. Una vez
conseguido esto Halloran siguió,
machacando a Larry a puntapiés,
castigándole brutalmente el rostro hasta
que éste no fue más que una máscara
roja formada por las líneas de sangre.
Jadeando, Peter terminó el castigo.
No le convenía matar el a Larry,
cosa, que hubiera sucedido caso de
seguir machacándole la cabeza con las
botas.
Y sin embargo, Larry no había
lanzado ni un solo gemido, ni un solo
grito de dolor.
Lorna, desde su rincón, dijo:
—Ayúdale a levantarse, Peter. Le
traeré un poco de agua.
—No se ha desmayado.
—Es para que no tenga que beberse
su propia sangre.
Hizo funcionar la bomba y, con gran
trabajo, logró extraer medio cubo de
agua, que tendió a su hermano. Este la
derramó de golpe sobre el rostro de
Larry Percival.
Larry sacudió la cabeza y miró a la
chica desde el suelo.
—Gracias, chata.
—¿Es que quieres que volvamos a
empezar? —rugió Peter, fuera de sí—.
¿Quieres que te mate?
—Mejor será que me mate ella.
—¡Lo hará, si continúas mirándola
de ése modo! ¡Lo hará, perro!
Larry inició un gesto de resignación
con la cabeza y se encogió levemente de
hombros.
—Está bien, no la miraré más. Pero
ella se lo pierde.
Seguía aún en el suelo, sin
posibilidad de defenderse. Peter
Halloran le propinó dos salvajes
puntapiés en la cintura, buscando
destrozarle el hígado, Larry se
estremeció nuevamente de dolor, pero
tampoco gimió esta vez.
El brutal castigo hizo que Larry
tuviera que lanzar una bocanada de
sangre.
—Más agua, Lorna.
—Está bien, pero no hace falta que
lo destroces.
—¿Por qué no? Es sólo un perro
sarnoso. Y quiero que no pueda
moverse, mientras yo voy en busca del
sheriff.
La nueva ración de agua volvió a
despabilar a Larry, aunque era evidente
que éste se sentía deshecho y que no
podría dar un paso, al menos en
veinticuatro horas.
—Debe tener una hemorragia interna
—dijo Lorna sin preocuparse demasiado
—. A lo mejor se muere.
—Espero que viva, por lo menos
hasta la llegada del sheriff. Quiero que
él mismo pueda interrogarle, para que
vea que no le hemos engañado y nos
pague los cinco mil dólares sin chistar.
—Pues entonces convendrá que
vayas a buscarle en seguida.
Larry hizo entonces un titánico
esfuerzo y pudo sentarse en el suelo,
apretando los dientes a causa del dolor.
—He estado prisionero otras dos
veces —susurró.
—¿Ah, sí? ¿Y conseguiste escapar?
—pregunto burlonamente Halloran.
—No, no he querido decir eso.
—¿Qué has querido decir, entonces?
—Que ninguna de las dos veces he
encontrado un tipo tan salvaje como tú.
—Seguro, pero tienes un consuelo.
—No lo veo por ninguna parte.
—Muy sencillo. ¡Esta es la última
vez que te atrapan!
Y Halloran rió su propia gracia,
llevándose ambas manos a la cintura e
inclinándose para que Larry le viera reír
mejor.
Por fin se calmó, con una especie de
irritación, al ver que Larry ni siquiera le
miraba.
—Está bien —dijo—; no hay por
qué alargar más este asunto. Iré a buscar
al sheriff.
Descolgó una chaqueta de piel de
una percha y se la puso, pues el
vientecillo que venía del desierto era
frío durante la noche. Luego dio
instrucciones a Lorna.
—No permitas que se ponga en pie.
Que se quede ahí sentado toda la noche
si le parece bien, o si no que se tumbe
en el suelo. Pero en cuanto intente
levantarse, lo tumbas de un culatazo.
—Bien.
—Yo vendré apenas localice al
sheriff
—No te preocupes por mí ni por
éste. No se moverá. Demasiado sé que
significa cinco mil dólares.
Halloran, sin decir una palabra más,
comprobó su rifle, se lo puso bajo el
brazo y salió de la casa.
Sobre ésta se hizo el silencio,
interrumpido sólo a trechos por el ulular
del viento que venía del desierto, el cual
se iba haciendo más intenso cada vez.
Larry movió la cabeza y suspiró.
—Va a hacer mala noche.
—Sí.
—Es muy incómodo estar así
sentado, con las manos atadas a la
espalda. El cuerpo tiende a caer hacia
atrás.
—¿Es una sensación molesta?
—Mucho.
—Pues yo, en tu lugar, intentaría
hacer durar todas las sensaciones, por
molestas que fuesen. Pronto no sentirás
nada.
—¡Qué amable!
—Lo soy mucho. No te lo puedes ni
imaginar.
—¿Dejas que me ponga en pie?
—Tú prueba.
La expresión de los ojos de Lorna
era desdeñosa. El dibujo de sus labios
también.
—¿Sabes que estás más bonita así?
—Qué emocionantes son tus
palabras, cariño—Me parece qué nunca he conocido
una mujer tan extraña cómo tú.
Otros dijeron lo mismo y quisieron
conocerme mejor. Y ahora me están
llamando guapa desde el fondo de sus
tumbas.
Larry guardó silencio un instante,
mirándola mejor.
¡Aquellos ojos azules, y sin
embargo, tan crueles! ¡Aquella escultura
palpitante qué era el cuerpo de la mujer!
—¿Cuántos años tienes? —susurró.
—Veinte.
—Parece mentira que una mujer,
sólo en veinte años, haya vivido tantas
cosas.
—Nací aquí. Aquí fueron asesinados
mis padres. He luchado junto a Peter y
entre los dos hemos rechazado los
asaltos de varias bandas de forajidos.
He enterrado a muchos hombres yo sola.
—Sin embargo, para haber vivido
aquí siempre no pareces una chica del
todo mal educada.
—También estuve en la ciudad.
—¿En qué ciudad?
—En Salt Lake City.
—Bonito sitio.
—Peter quiso que me educase allí
una temporada, hay una buena institución
para señoritas.
—¿Y resultó bien aquello?
—Psch.
—¿Qué quieres decir?
—En dos años aprendí muchas cosas
que hacen falta para ser una señorita.
Pero los hombres también aprendieron
algunas cosas sobre mí; por ejemplo;
que tenía una cintura estrecha y unas
caderas anchas. Y que les gustaba.
Pronto aquella ciudad fue demasiado
peligrosa para una mujer sola.
—¿Y qué hiciste?
—Hubo un tipo que se puso pesado
y tuve que matarle. Resultó que sabía
manejar el revólver mejor que el.
—Buen final para tu educación.
—Pudo haber sido peor.
—¿Te hizo detener el sheriff?
—No se atrevió. También estaba
enamorado de mí. Y éste era un buen
chico.
—Has causado muchos destrozos
para tener sólo Veinte años.
—Ya no causaré ninguno más.
Larry, que estaba distrayendo a la
muchacha con aquella conversación,
afianzó un poco mejor su postura.
—¿Y por qué no causarás ninguno
más?
—Porque Peter y yo estamos ya
cansados de esta tierra. No queremos
vivir más aquí. Pensamos irnos al este.
—¿Adónde, concretamente?
—¿Por qué lo preguntas? Tú, cariño,
ya no nos acompañarás.
—Es simple curiosidad. Lo pregunto
porque da mucha envidia.
—Puede que nos vayamos a Nueva
York, cielo.
—¿Para eso necesitáis los cinco mil
dólares el sheriff va a daros por mi
piel?
—Sí.
—¡Vaya! Es consolador saberlo.
Celebro que mi piel sirva para una cosa
tan estupenda!
Contrajo sus poderosos músculos,
dominando el dolor, y se puso en pie de
un salto, vacilando duran unos segundos
en un difícil equilibrio, a punto de caer
otra vez.
La idea que Larry tenía era muy
concreta y consistía en: primero, llegar
hasta Lorna. Segundo, darle un cabezazo
con todas sus fuerzas y dejarla sin
sentido. Tercero, aprovechando la
oportunidad, aproximar sus ligaduras a
una sierra que estaba colgada detrás de
una puerta y empezar a cortarlas con
toda rapidez posible.
Pero sabía que allí se jugaba la
última carta, y que si fracasaba habría
perdido la piel.
Pero Lorna no era una débil mujer.
Ni siquiera se inmutó al ver la brusca y
rápida, maniobra del joven; más bien
dio la sensación de que en cierto modo
ya la había estado esperando. Levantó la
pierna derecha y aprovecho el difícil
equilibrio de Larry par a derribarlo de
un puntapié. Una vez lo tuvo en el suelo,
le descargó un culatazo con su rifle.
Larry lo vio todo rojo, pero no
acabó de perder el conocimiento.
Sonrió.
Supo que lo tenía todo perdido, supo
que no le quedaba ninguna esperanza y,
sin embargo, sonrió.
Siempre, ante la muerte, hacía lo
mismo.
—Más valdrá que no intentes
ninguna
otra
jugada
—dijo
desdeñosamente Lorna—. Si te mueves
más de la cuenta acabarás con la cabeza
partida a culatazos. Ya has visto que no
soy tan tonta cómo creías. Ya has visto,
también, que sé defenderme sola.
—Te
sabes
defender
estupendamente, preciosa.
Lorna se volvió de pronto, con
fantástica velocidad, como si acabara de
oír tras ella el silbido de una serpiente.
Porque aquella voz no había partido
de Larry, sino que acababa de sonar
junto a la puerta.
CAPÍTULO VI
DIEZ REVÓLVERES
Lorna, que sujetaba el rifle por el
cañón —acababa de dar con él un
culatazo a Larry—, lo hizo girar
instantáneamente entre sus manos y
apuntó hacia la huerta con una rapidez
que hubiese envidiado el mejor gunman.
Pero los que estaban en la puerta no
eran mancos, ni mucho menos, y tenían
ya las armas a punto.
Un disparo pareció brotar de la
derecha, del más cercano de ellos, y la
caja del rifle con que Loma apuntaba
saltó Lecha pedazos.
Con un movimiento reflejo, la
muchacha apretó aun el gatillo, pero su
gesto no sirvió de nada. O mejor dicho,
solo sirvió para provocar las carcajadas
de los recién llegados.
Lorna
los
miró
con
ojos
entrecerrados, sin dar crédito aún a lo
que estaba viendo.
Eran
cinco
hombres.
Diez
revólveres.
Venían cubiertos de polvo, lo que
indicaba un largo viaje a través del
desierto. Llevaban barba de varios días,
y sus sonrisas eran como muecas
siniestras.
—Está visto que eres un tesoro —
dijo el que acababa de disparar.
Lorna a lo miró entonces solamente
a él, con atención, y una mueca de
espantoso estupor apareció en su rostro.
—¡Colman!
—No te parece posible, ¿verdad?
—A ti… tenían que haberte
ahorcado.
—Claro que sí, gracias a vosotros.
Pero a Colman no ha nacido todavía
quien le mate. Pude escapar de la
prisión y reunirme otra vez con mí
banda. Tenia ganas de vivir, preciosa.
¿No adivinas para qué?
Loma no se atrevía a hablar. Estaba
vencida, quizá por primera vez en su
existencia. El rifle, convertido, en un
trasto inútil, cayó de sus manos
pesadamente.
—¿Dónde está tu hermano? —
preguntó Colman.
—Ha ido… a Little Sun.
—Puede que sea verdad, pero si nos
engañas resultará peor para ti, porque
nos entretendremos más contigo.
Con un gesto seco ordenó a sus
hombres que entraran del todo. El último
de ellos cerró por completo puerta, de
un taconazo. Para Lorna fue como si
hubiera cerrado la tapa de su propia
tumba.
Pero lo que más parecía alterarla no
era la presencia de la muerte, sino el
que cinco hombres la hubiesen cazado
de una manera tan tonta, sin que ella se
hubiera dado cuenta de su presencia
hasta el último minuto.
—No os he oído llegar… —musitó
—. No lo comprendo.
—Hemos dejado nuestros caballos a
distancia, acercándonos con mucha
precaución, porque creíamos que habría
tiroteo —explicó Colman—. Pero ha
sido una bonita sorpresa poder llegar
hasta la puerta sin que nadie nos hiciera
caso. Estabas muy preocupada con ese.
¿No?
Señalaba con el cañón a Larry
Percival, en cuyo rostro habían
aparecido nuevas líneas de sangre.
—Quería escapar —dijo Lorna, con
un hilo de voz—. Y mi hermano me
había encargado que no se moviese.
Colman miró a Larry con más
detención. Luego volvió sus ojos
relampagueantes hacia Lorna.
—¿Y quién es ese?
Antes de que la muchacha pudiera
contestar, uno de los pistoleros señaló al
caído.
—¡Jefe, yo conozco a este tipo!
Desde la frontera hasta aquí, he visto
pasquines con su cara en todas partes.
Se llama Larry Percival. Es un gun-man
reclamado por tres asesinatos.
—¿Larry Percival?
El
nombre
trajo
inmediatos
recuerdos a la mente de Colman. Miró al
caído con más atención.
—Lo he oído nombrar —dijo—. En
Carson City hablaban de él. Aseguraban
que es un fulano que en un solo desafío
mató a tres hombres.
—Sí, jefe, pero no le buscan por
eso.
—¿Por qué, entonces?
Larry, desde el suelo, bostezó
ligeramente y dijo:
—Por sinvergüenza.
—No te hagas el gracioso. Me;
dijeron que ofrecían cinco mil pavos por
tu cabeza. Es una suma importante, y
forzosamente has tenido que hacer algo
sonado. ¿Por qué te reclaman?
—¡Bah! Por poca cosa. Maté al
sheriff de Denver y a dos de sus
alguaciles.
Hubo un silencio después de estas
palabras, y los cinco hombres se
miraron a los ojos con una extraña
expresión. Para ninguno de ellos era una
cosa nueva matar a un sheriff y mucho
menos a un alguacil. Pero dicho de
aquella manera…
—¿Qué te había hecho el sheriff de
Denver? preguntó Colman, rompiendo el
silencio.
—Había hecho ahorcar a mis
padres.
Otra vez hubo un momento de
tensión, roto nuevamente por la voz
ronca de Colman:
—Alguna razón tendría, ¿no?
—Ellos habían ocultado a un hombre
herido que era enemigo mortal del
sheriff y de los caciques que lo
apoyaban. No les fue perdonado un
hecho
así;
los
ahorcaron
inmediatamente.
—¿Sabes que hablas de eso con
mocha tranquilidad?
—Es que yo soy un tipo tranquilo.
—¿Hasta cuando peleas?
—Al sheriff de Denver lo maté con
una mano mientras con la otra encendía
Un cigarrillo.
Todos los pistoleros, menos Colman,
lanzaron una carcajada. A Colman no le
gustaba, encontrar un pistolero que
pudiera ser considerado más rápido que
el.
Pero tampoco quería adoptar una
actitud hostil hacia aquél hombre
mientras no supiera si le iba a ser útil o
no.
—¿Y ahora has dejado que te
capturara una mujer? —preguntó
lentamente.
Lorna intervino por primera vez en
la conversación.
—No le he capturado yo, sino Peter.
—¿Sí? ¿Y por qué?
—Ofrecían cinco mil dólares por su
cabeza.
—El mismo negocio que hicisteis
conmigo, ¿no?
—El mismo. Pero esta iba a ser la
última vez.
—¡Ah! ¿Os largabais?
—Sí. Al Este.
—Iban a celebrar mis funerales en
Nuera York —dijo Larry, calmosamente
—. Son buenos chicos.
En aquel momento Lorna, quien
había creído que los pistoleros estaban
distraídos, se puso en movimiento.
De un salto, empleando todo el
impulso de su cuerpo joven y elástico,
llegó hasta la mesa que se hallaba en el
centro de la pieza. Tiró velozmente del
cajón central y puso la mano sobre el
revólver ya amartillado que siempre
descansaba allí para casos de
emergencia.
Todos sus movimientos, ágiles y
calculados, fueron una maravilla de
precisión.
Pero no pudo levantar del todo el
revólver. Justo cuando iba a ponerlo en
línea de tiro, Colman disparó
negligentemente a través de la funda y lo
hizo saltar en pedazos de la mano
derecha de Lorna, dibujando entre, los
dedos de ésta una delgada línea de
sangre.
Lorna se inclinó hacia adelante, a
punto de caer mientras lanzaba un
gemido de dolor.
—¿Pensabas matarnos a los cinco?
—rió
Colman—.
No
te
falta
imaginación, muchacha. Ni cuerpo…
Se aproximó a ella con un veloz
movimiento cazándola brutalmente, casi
al vuelo, cuando Lorna intentaba
escapar. De un rodillazo la proyecté
contra la pared, y una vez la tuvo
acorralada allí, la retorció entre sus
brazos y la besó en el cuello mientras
ella gemía desesperadamente.
Todos sus pistoleros guardaron un
ominoso silenció, mirando la escena.
Todos tenían los cuellos tiesos y las
gargantas secas, apreciando los
movimientos de tigresa de aquella
mujer.
Larry también lo miraba todo.
Pero su expresión era distinta:
aquélla luz que había en sus ojos grises
era siniestra, casi mortal, como la luz
que hace brillar los ojos de las fieras
cuando éstas se disponen a la acometida.
Sin embargo, no se movió. Era
imposible saber lo que pasaba por su
cabeza en estos momentos. Ante el
brutal abrazo de Colman a Lorna, él
permaneció mudo y quieto como una
estatua.
Aquello duró apenas un minuto. Sin
duda hubiese durado más, pero en aquel
instante, uno de los pistoleros gruñó:
—Alguien se acerca.
Colman soltó inmediatamente a la
muchacha. De un salto se acercó a la
ventana, situándose junto al hombre que
acababa de dar la noticia. Escrutó la
llanura bañada por la luz lunar.
—Son dos hombres —dijo—.
Vienen a galope.
Lorna lanzó un gemido al pensar que
su hermano había llegado muy pronto.
¡Demasiado pronto!
—Podemos acribillarlos —dijo
suavemente uno de los pistoleros—. Ni
se darán cuenta de que caen. En este
momento no están ni siquiera a
doscientas yardas de aquí.
—Si se trata de Hallaran, prefiero
que me lo dejéis —dijo Larry desde el
suelo—. Tengo un asunto pendiente con
él.
—Yo también —gruñó Colman—. Y
me parece poca cosa resolverlo con un
solo balazo.
Lorna, en ese momento, intentó
gritar.
El que estaba junto a ella se dio
cuenta a tiempo y la acalló brutalmente,
poniéndole una mano sobre la boca.
Lorna se retorció, pero sus esfuerzos
fueron inútiles. Ningún aviso pudo
llegar a los dos jinetes que ha
aproximaban velozmente.
Cuando estaban a unas cincuenta
yardas, la luna arrancó un destello al
que venía a la izquierda.
—Ese lleva algo sobre el pecho —
dijo Colman—. ¡Es el sheriff!
—Viene a por mí —dijo Larry, con
la misma calma de siempre—. No
comprendo, para pagar cinco mil
dólares, por qué se ha dado tanta prisa.
—¿De modo que lleva cinco mil
dólares encima?
—Probablemente.
Los ojos de Colman brillaban. Y
brillaban también, sudorosas, las
facciones de sus pistoleros.
—¿Disparamos? —preguntó uno de
ellos, junto a la ventana—. No tendrán
escapatoria.
—No. Dejad que entren.
Casi en el mismo instante los dos
jinetes llegaron junto al porche del
rancho. Descabalgaron, ataron sus
monturas a la barra muy sumariamente y
se dirigieron hacia la puerta de la casa a
paso de carga.
Halloran la abrió de un golpe.
—Lorna, ya hemos podido ve…
Cuando terminó la frase ya estaba
dentro. El sheriff le seguía a un paso. Se
dieron cuenta demasiado tarde de que
estaban rodeados de enemigos. Y de que
uno de estos enemigos era Colman…
Fue él quien disparó. Y la víctima
elegida no resultó Halloran, sino el
sheriff. El disparo de Colman hecho con
sangre fría y a matar, le atravesó el
corazón certeramente. Sin un gemido,
con la boca todavía abierta a causa del
asombro, el sheriff cayó muerto.
Halloran intentó «sacar», pero era
ya demasiada tarde. Los pistoleros que
había a sus costados le apresaron los
brazos y se los retorcieron salvajemente
ante de que pudiera tocar las culatas.
Halloran gimió de rabia mientras era
desarmado y derribado al suelo.
—¡Soltadle! —gritó Colman.
Y apenas Halloran estuvo libre, pero
de rodillas ante él, lo derribó por
completo de un salvaje puntapié al
mentón que le hizo retorcerse sobre las
tablas lanzando aullidos de dolor.
—¡Esto no es nada, Halloran! —
gritó Colman—. ¡No hemos hecho más
que empezar a divertirnos!
Y le propinó un puntapié a los
riñones que le hizo dar dos vueltas
completas sobre sí mismo. Lorna,
liberada al fin de la mano que la
amordazaba, lanzo también un grito de
horror.
—¡Cochino
chivato!
—bramó
Colman, con los ojos inyectados en
sangre—. ¡He atravesado el desierto
solo para qué llegara este momento! ¡Te
haré pedazos aquí mismo! ¡Nadie
reconocerá tu cadáver!
Un odio fanático parecía dirigir sus
movimientos.
Pero se detuvo de repente, como si
volviera a la realidad, cuando se dio
cuenta de que sus hombres parecían
aturdidos y nerviosos. Con voz furiosa
rugió:
—¿Qué os pasa? ¿Es que tenéis
miedo a este tipo? ¿No os gusta ver
cómo lo aplasto?
—Es por el sheriff, jefe.
—¿Qué ocurre con él? ¿No está,
bien muerto?
—Precisamente, Colman —dijo otro
—. Es seguro que al menos un alguacil
está en Little Sun, y vendrá a buscarlo
antes del alba. Conviene que huyamos
sin dejar rastro y así no se organizará
ninguna batida por el desierto. No es
exceso de prudencia; es que no me gusta
complicarme la vida.
—A mí tampoco —dijo Colman.
Hasta en sus momentos de furia
sabía ser un hombre reflexivo, astuto,
que aprovechaba siempre los momentos
más favorables y no se dejaba llevar por
los nervios.
—Quiero dedicar a Halloran el
tiempo que se merece —dijo—, y aquí
va a ser imposible. A su hermanita
también vale la pena hacerle los
honores. Nos largaremos todos al
desierto, y si no dejamos pistas, nadie
nos perseguirá.
Separó las mandíbulas y aulló de
pronto:
¡Arreando…!
Sus hombres se pusieron en
movimiento frenéticamente. Uno corrió
en busca de los caballos. Otros dos
arrastraron a Lorna al exterior, y el
cuarto empezó a atar a Halloran. Fue
este último el que preguntó:
—¿Qué haremos con Larry Percival?
¿Lo desatamos?
—No —gruñó Colman—. ¿Para qué
nos va a hacer falta? Déjale que se
entienda él sólito con el agente del
sheriff. Nosotros tenemos ya bastante
trabajo en aquel rancho perdido que
vimos en mitad del desierto. El del
ataúd…
CAPÍTULO VII
EL HOMBRE DE CARSON CITY
Mientras Colman y sus pistoleros se
disponían a regresar al que ellos
llamaban «El rancho del ataúd»,
llevando consigo a Peter Halloran y a su
hermana Lorna, en la lejana ciudad de
Carson City, al otro lado del desierto, se
preparaba un acontecimiento que al
parecer no tenía importancia, pero que
iba a estar estrechamente ligado con los
acontecimientos.
Sucedía sencillamente que tres
hombres aburridos estaban bebiendo en
un saloon.
Llevaban varias horas allí, y el calor
pegajoso que hacía aquella tarde les
había ido alterando los nervios. En el
saloon, a aquella hora, zumbaban
centenares de moscas. No actuaban
bailarinas y nadie hacía funcionar la
pianola. Era un verdadero asco.
Aquello parecía el cuarto donde se
vela a un muerto, en lugar de una casa de
bebidas.
Hasta el licor sabía mal aquella
tarde.
Y los tres hombres estaban
aburridos, no deseando abandonar su
mesa porque ésta se hallaba colocada
muy cerca del escenario, y aquella
noche iba a actuar una artista nueva que,
según aseguraban, tenía las piernas más
bonitas del Oeste.
Los tres hombres tenían gran interés
en averigua si eso era verdad, y ya se
sabe que esas cosas sólo pueden
comprobarse si uno está muy cerca.
Tal era la causa de que no
abandonaran la mesa, por la cual habría
puñetazos aquella misma noche.
Pero
las
horas
se
hacían
insoportables, y aún parecía faltar una
eternidad para que comenzase el
espectáculo.
Uno dijo:
—Si esto sigue así, voy a tener que
entretenerme contando las moscas.
—Más te valdría contar las pulgas
que llevas en la camisa.
—Oye, tú…
—Nada, hombre, ya sabemos que
eres un tipo elegante y limpio.
En realidad, los tres lo eran. De lo
más elegante limpio que corría por
Carson City.
Rondarían por los veinticinco años,
y no habían trabajado en toda su vida.
Hijos de prósperos comerciantes de la
localidad,
consideraban
horrible
encallecerse las manos en cualquier
clase de labor, y lo único que sabían
hacer era vestir bien, hablar de las
piernas de las mujeres y manejar el
revólver.
Normalmente,
siempre
estaban
deseando gastar bromas, y su vida era
de lo más divertido que se puede soñar.
Pero esta tarde estaban aburridos, y
habían empezado ya a maldecir en voz
alta.
Por fin uno de ellos encontró un tema
de conversación agradable.
—¿Sabéis que Harper se ha largado
de la ciudad?
—¿Harper? Sí, ya me ha llamado la
atención no verlo últimamente. ¿Por qué
se ha ido?
—No lo sé con, exactitud, pero
supongo, que se debe a otra manía de las
suyas.
—¿Algo de sus colecciones?
—Seguro.
Otro intervino:
—¿Es verdad qué ha comprado un
rancho aislado en el interior del
desierto, un rancho que apenas tiene
agua para lavarse la cara, y que piensa
guardar allí parte de sus colecciones?
—No lo sé, porque con ese loco
nunca se sabe nada con certeza. Pero lo
que si es seguro es que los objetos raros
de las colecciones ya no le cabían en
casa.
—¿Y su hija? ¿Ha marchado con él?
—¡Qué remedio!
—Imagino que la pobre muchacha lo
habrá
sentido.
Estaba
bastante,
interesada por ese imbécil de Tom
Donald.
—Y él por ella. Anda loco. Si le
dicen que se coma un revólver por darle
gusto, lo hace.
—Pero estoy convencido de que es
la única persona en Carson City que aún
no se ha enterado de la marcha de
Gladys.
—Siempre es el último en enterarse
de todo. No he visto un tipo igual. Es
ideal para gastarle bromas.
Y en ese momento, como si aquellas
palabras fueran un conjuro, alguien más
apareció en la puerta del semidesierto
saloon.
Uno de los tres que estaban sentados
a la mesa advirtió a los otros:
—¡Eh, mirad!
Tres pares de ojos se volvieron
hacia los batientes.
—¡Es Tom Donald!
—¡Diablos!
—¡Hazle señas para que se acerque!
Pero el recién llegado ya les había
visto, y se acercaba a ellos sonriendo
con una sonrisa cándida.
Era un hombre joven, aunque un
poco más que los tres que estaban ya
sentados. Debía tener unos veinticuatro
años.
Alto y un poco cargado de espaldas,
su figura debía resultar poco
tranquilizadora por la noche, si no se le
veía la cara. Pero su rostro simpático,
franco; hasta un poco bobalicón, bastaba
para disipar todos los recelos.
Iba muy bien vestido, como
correspondía a un joven de posición
acomodada, aunque éste, a diferencia de
los otros, trabajaba un poco.
Su padre era dueño de la mejor
funeraria de la ciudad, y Tom Donald
visitaba a los familiares de difuntos
antes del entierro para hacerles
propaganda de tal o cual ataúd, o de tal
o cual formula de embalsamiento. Pero
él jamás había puesto las manos sobre
un cadáver porque le daban horror.
Su extraño oficio y sus continuos
despistes —a veces había un muerto en
una casa y él iba a hacer la visita a otra,
con su catálogo de ataúdes—, era
motivo de incesantes bromas por parte
de todos los que lo conocían.
Esta fue la causa de que ahora los
tres hombres que estaban sentados a la
mesa se las prometieran muy felices al
verle avanzar hacia ellos.
—¿Qué hay, Tom?
—¿Cómo van los negocios?
—¡Alegra esa cara, hombre!
Tom Donald susurro:
—Es que para presentarse en las
casas donde hay un difunto hace falta
tener una cara así.
—¿Te lo aconseja tu padre?
—Mi padre siempre tiene razón.
—Claro, hombre, claro… ¿Y qué
dice él de tu próxima boda con Gladys
Harper?
Los ojos de Tom brillaron
ilusionados.
—¿Es que hay algo decidido?
¿Sabéis alguna cosa?
—Eso tendrías que saberlo tú,
hombre, no nosotros. ¡Vaya novio que
estás hecho, diablos!
—Anda, siéntate.
—Con vuestro permiso.
—¿Qué quieres tomar?
—Ya sabéis que nunca bebo.
—Es que te conviene estar
preparado para lo esta noche. Tienes
que estar un poquito alegre.
—¿Y qué pasa esta noche? —
preguntó Tom Donald con los ojos
ingenuamente abiertos.
Doyle, él que acababa de hablar dio
un suave golpecito con el pie, por
debajo de la mesa, a las piernas de sus
compañeros.
—Casi nada —continuó—. Pero
¿qué estoy diciendo? No me digas que
no lo sabes ya.
—No lo sé, Doyle, no lo sé. ¡Habla!
—Te estas burlando de nosotros.
—¿Burlarme
yo?
—preguntó
Donald, llevándose la mano al pecho,
como si le hubieran acusado de un
crimen.
—Jura que no sabes nada.
—Lo juro.
—Está bien, habrá que creerte.
Resulta que Harper da esta noche una
gran fiesta, a la cual asistirá, como es
natural, su hija. Una fiesta de disfraces,
un baile… ¡En el cual, según ha
anunciado, habrá grandes sorpresas!
—Por ejemplo, el permiso para
vuestras relaciones —dijo otro,
intencionadamente.
—¿De verdad creéis eso? ¿Dónde lo
habéis oído decir?
—En la ciudad no se habla de otra
cosa.
—Pues en las visitas que he hecho
no me han dicho nada…
—¡A ti qué te van a decir, si vas con
un catálogo de ataúdes debajo del brazo!
¡Estarías perdido si no tuvieses amigos
de verdad!
—Sí… De verdad que sí, chicos. Os
lo agradezco.
El que había hablado primero, es
decir Doyle, se repantigó en la silla.
—Pues organizan un gran baile de
disfraces —continuó—. Seguramente
habrás visto la casa cerrada, pero es que
no quieren que nadie moleste mientras la
decoran por dentro. Será algo grandioso,
algo inolvidable.
—¡Y yo sin saber nada!
—Precisamente teníamos que darte
el recado ti nosotros.
—¿Qué recado?
—El que nos dio Gladys para ti. Nos
dijo que su padre no quería dar el brazo
a torcer fácilmente y que no te invitaría
de una forma oficial, pero que están
deseando veros juntos. Que quería veros
juntos para de este modo hacer ver que
se resignaba ante lo inevitable, pero en
realidad loco de alegría por haber
cedido. Ya sabes cómo son esos viejos
maniáticos. Quieren refunfuñar hasta el
fin sólo por guardar las apariencias. En
resumen: que tienes que ir.
—¡Pues claro que iré! ¡Oh, gracias,
Doyle, gracias! ¡Sería capas de
cualquier cosa por ti! Si alguna vez…
¡si alguna vez necesitas un ataúd, te
prometo hacerte rebaja!
—Bueno, hombre, no hace falta que
me demuestres la gratitud de ese modo.
Lo interesante es que vayas y te busques
antes un buen disfraz. La fiesta empieza
a las once, de modo que no tienes
demasía tiempo para perderlo. Hay qué
tener en cuenta muchos detalles.
Tom Donald se llevó un dedo a los
labios, preocupado.
—Un disfraz, un disfraz… ¿Y de qué
me disfraz o yo? Nunca he tenido
imaginación para esas cosas.
—Precisamente por ello, Gladys me
pidió que transmitiera lo que ella desea,
Pretende ayudarte, pobre muchacha, y
evitarte complicaciones. Ya me ha dicho
qué clase de disfraz ha de ser el tuyo.
—¿Sí?
—Sí.
—¡Qué buena es!
—No lo sabes tú bien. Un cielo.
—Haría cualquier cosa por ella y
por su amor. ¿De qué quiere que vaya
disfrazado?
Doyle miró a los otros dos, guardó
un instante de espectacular silencio y
luego tragó aire para decir:
—De conde Drácula.
—¿De conde qué…?
—De conde Drácula, hombre. ¿No
lo has oído nombrar?
—Creo que sí, pero no tengo idea de
cómo podía ir vestido.
—Eso no es complicado. Yo lo sé
bien, y la misma Gladys me hizo un
boceto que recuerdo perfectamente.
Verás, voy a dibujártelo. Y luego, en el
mismo almacén de mi padre,
compraremos las ropas.
—Pero ¿de veras podré tenerlo todo
listo para las once?
—Claro que sí. Tú no te preocupes.
Nosotros nos encargaremos de todo, y a
las once de esta noche, cuando empiece
el gran baile de gala en casa de los
Harper, tú podrás presentarte allí y
causar sensación, convertido en un
auténtico conde Drácula.
CAPÍTULO VIII
TRAS LAS HUELLAS
Por la ventana se filtraba la primera
luz incierta del amanecer. Era una luz
tristona y gris, como la que uno piensa
que debe entrar por las rendijas de las
tumbas.
Larry, desde su lugar junto a la
puerta, vio llegar aquel resplandor con
una leve expresión de angustia.
Llevaba horas intentando librarse de
sus ligaduras. Y a él mismo le parecía
increíble no haberlo conseguido aún.
Desde que Colman y sus hombres
marcharon, llevándose con ellos a Lorna
y a su hermano Peter Halloran, Larry
había estado intentando librarse de sus
ligaduras, sabiendo que de ello
dependía su propia vida.
Al principio todo le había parecido
muy sencillo.
Ponerse en pie, cosa nada
complicada, puesto que tenía los pies
libres. Acercarse a la sierra que colgaba
de una puerta y que ya antes había visto
cuando intento saltar sobre Lorna. Y
luego ir aserrando poco a poco las
ligaduras con los dientes de la
herramienta.
Pero éstos estaban de tal modo
torcidos y abollados que resultaba
imposible cortar los bien trenzados
nudos. Ni con diez horas de trabajo lo
hubiese conseguido. Y el agente del
sheriff, el que había estado esperando
en Little Sun, podía llegar de un
momento a otro…
Buscó entonces un cuchillo en la
pequeña cocina del rancho, pero el
armario donde sin duda se encontraban
éstos se hallaba cerrado con llave, y las
llaves no aparecían por parte alguna.
Todo estaba tan ordenado, tan
limpio, que no aparecía ningún objeto
dejado por descuido fue de su sitio. Y
mucho menos un cuchillo.
Maldiciendo en voz baja, Larry tuvo
que descerrajar el armario, cosa nada
fácil llevando las manos atadas a la
espalda. En, esto consumió un tiempo
precioso, pensando que lo tenía todo
perdido cada vez que creía oír el galope
de un caballo en la lejanía.
Al fin logró descerrajar el armario,
y entonces, a tientas, buscó un cuchillo
de filo bien cortante.
Tampoco resultó sencillo manejarlo
de forma que pudiera cortar las
ligaduras, porque los nudos estaban
trenzados con una perfección diabólica.
Pero al fin lo consiguió. Y estaba a
punto de librarse del todo junto a la
puerta de la casa, cuando empezó a
amanecer y oyó con perfecta claridad el
galope de aquel caballo.
Era uno solo.
Los ojos de Larry escrutaron la
lechosa claridad, buscando distinguir a
su nuevo enemigo.
Lo vio al fin a unas doscientas
yardas, galopando hacia el rancho.
Usaba sombrero blanco, algo le
brillaba en el pecho y llevaba un rifle
cruzado sobre la silla.
¡El agente del sheriff, el que ya se
había cansado después de tanto esperar
en Little Sun!
¡Un tipo que dispararía sin preguntar
en cuanto viese el cadáver de su jefe!
Larry contempló, casi a sus pies, el
cuerpo caído del sheriff. Una gran
mancha de sangre pegajosa se había ya
extendido alrededor suyo. Varias moscas
tordas como arañas gozaban con el
repulsivo festín, posándose golosas en
los bordes de la herida.
El agente estaba ya sólo a unas cien
yardas. A cincuenta…
Veía brillar claramente su chapa a la
luz incierta del amanecer.
Ahora Larry ya no podía salir sin ser
visto, y mucho menos huir, porque no
disponía de armas ni de caballo.
¡Necesitaba cortar las ligaduras
inmediatamente o moriría atado como
una res!
Pero la perfección de los nudos era
diabólica. Cortaba uno y surgía otro
detrás, como si aquellas ligaduras no
terminasen nunca. Hizo al fin un violento
esfuerzo, segando cuerdas y piel, y al fin
sus muñecas quedaron libres mientras de
ellas brotaba un chorro de sangre.
Era hora.
El alguacil estaba ya apeándose
frente al porche de la casa. Olfateó el
aire con suspicacia, como si oliera a
muerte, y dejó el rifle en el arzón para
desenfundar su revólver. Larry vio sus
ojos negros a través de la ventana y
comprendió que aquel hombre estaba
asustado y que tiraría a matar.
La puerta fue abierta de un puntapié.
Lo primero que el alguacil vio fue el
cadáver sheriff. Estuvo a punto de
tropezar y caer sobre el, tan cerca se
encontraba de la puerta. Lanzó un grito y
amartilló su revólver con un movimiento
instantáneo.
Larry saltó sobre él, surgiendo de
las sombra.
Sus dos manos volaron hacia el
revólver que sujetaron como dos garfios
de hierro. Inmediatamente el alguacil
sintió que le doblaban el brazo, gritó de
dolor y fue volteado espectacularmente,
por encima de la cabeza de Larry.
Pudo disparar, pero la bala se
perdió en el vacío. Inmediatamente
después, cayó rodando por el suelo sin
soltar el arma. Larry le puso un pie
sobre muñeca y apretó salvajemente.
Lanzando un grito de dolor, el
alguacil tuvo que soltar el «Colt»,
aunque intentó recuperarlo en seguida
dando una vuelta completa sobre sí
mismo.
Larry lo alejó de un puntapié
enviándolo casi sentido hasta el otro
lado de la habitación.
Antes de que el alguacil se
recuperara, sujetó el revólver por el
cañón y le propinó dos culatazos en la
nuca, dejándolo sin sentido.
Un minuto después lo había atado
concienzudamente,
empleando
las
mismas cuerdas de las que acababa de
librarse, aunque a causa de los cortes
los nudos no pudieron ser tan perfectos.
Hecho esto se limpio las muñecas
con agua extraída con la bomba y esperó
unos minutos a que la sangre volviera a
circular normalmente.
En esto el alguacil volvió en sí.
Lo primero que hizo fue lanzar una
imprecación al verse vencido y con las
manos atadas.
Sus ojos cargados de fiebre miraron
a Larry.
—Tú eres Larry Percival —jadeó
—. Te he reconocido. ¡Tú eres Larry
Percival y no tendrás escapatoria ni
aunque te escondas en el mismo
infierno!
—Creo que te equivocas, amigo.
—¿Cómo vas a evitar que te
denuncie? ¿Vas a matarme?
El «Colt» rebrillaba en la mano
derecha de Percival.
Los ojos del agente brillaron con una
luz nueva, una luz de miedo. De pronto
se dio cuenta de que Larry sólo
necesitaba una fracción de segundo para
apretar el gatillo. Y de que saldría
ganando con ello, puesto que en cierto
modo garantizaba así su impunidad.
—Tú has matado al sheriff —jadeó
el alguacil desde el suelo—. No te
importa demasiado matarme a mí.
—Yo no he disparado contra tu jefe.
—¿No? Tiene gracia… ¿Es que
pretendes dártelas de buen chico antes
de cerrarme la boca con un balazo?
—No pretendo nada, pero no me
gusta cargar con el mochuelo de otros.
Cuando mataron a tu jefe, tenía las
manos atadas.
El agente sólo necesitó mirar las
muñecas sangrantes de Larry para
convencerse de que éste decía la
verdad. Pero aun así la situación no
cambiaba demasiado.
—Todo sigue igual —dijo el
alguacil con reno!—. Un sheriff más o
menos en tu cuenta no importa puesto
que ya mataste a uno. Igualmente serás
ahorcado en cuanto te echen la mano
encima.
—Pero pueden no echármela.
—¿Olvidas que yo puedo organizar
una patrulla en cuanto salga de aquí, y
buscarte con ella hasta el mismo
infierno?
—¿Y olvidas que yo puedo matarte y
que después de eso nadie podrá seguir
mi pista?
El agente no lo había olvidado.
Sabía que lógicamente, aquella situación
tenía que terminar con una bala entre sus
cejas. No había otra alternativa para
Larry.
Pero este no hizo el disparo.
—Está bien —dijo, al cabo de unos
instantes reflexión—. Me llevare tu
caballo y tus armas, será todo.
—¿Y crees que vas a poder llegar
muy lejos?
—¿Sabes que eres muy valiente? —
gruñó
Larry—.
Pareces
querer
recordarme que sólo me salvaré si te
clavo una bala entre las cejas.
—Eso no necesito recordártelo. Lo
sabes mejor que yo.
Larry entornó los párpados. Claro
que lo sabía. Enviar a aquel hombre al
diablo y huir sería lo más sencillo del
mundo. Le habían visto en Little Sun,
cierto, pero nadie sabía que además
había estado en «Rancho Diamond». O
mejor dicho, lo sabían Lorna y Peter
Halloran, pero esos no contaban, así
como tampoco los de la banda de
Colman. Nadie podría acusarle de aquel
crimen ni explicar en qué dirección
había huido, que era lo fundamental.
Larry apretó los labios.
—Yo no mato a hombres que tienen
las manos atadas —dijo al fin.
—Haces mal, Larry Percival.
Porque yo te mataré a ti.
—Bueno es para un hombre saber
quién va a ser su verdugo. ¿Cómo te
llamas, polizonte?
—Buchanan.
—Muy bien, Buchanan; de momento
te quedas sin caballo y sin armas.
Espero que para compensarlo te
nombren sheriff del condado algún día.
—Seguro que voy a ser el sustituto,
o mejor dicho, el sucesor de Whitmore
—señaló al muerto con el mentón—, en
cuanto se descubra que éste es ya un
cadáver. Y puede que te importe saber
que te perseguiré como se persigue a un
perro rabioso. Y que no tendré en cuenta
que hoy no has querido matarme cuando
nos volvamos a encontrar.
—Entonces date prisa, Buchanan.
Larry se ciñó las propias fundas del
sheriff muerto, revisó las armas y se las
guardó, arrojando a continuación el
revólver de Buchanan dentro de un cubo
de agua. Hecho esto, se dirigió hacia la
puerta.
—Buena Suerte —dijo.
—Tú vas a necesitarla mucho más
que yo, perro.
—Guau, guau… —hizo Larry.
Y salió al porche, junto al cual
caracoleaba impaciente el caballo. Lo
tranquilizó con unas caricias en el cuello
y pudo montarlo al fin, encaminándose
hacia el Este, para desorientar al
alguacil Buchanan.
Pero sabía de sobra que no iba a
conseguirlo.
Buchanan conocía bien el terreno,
hacia el Este no se encontraban más que
millas y millas de llanura sin ninguna
ciudad importante. Todo eran villorrios
donde un fugitivo tenía que llamar la
atención por fuerza. Y en cambio hacia
el Oeste estaba la importante Carson
City, en la que cualquiera podía
ocultarse.
Pero antes, mucho antes de llegar a
Carson City, se encontraba el desierto.
Larry sabía bien que una patrulla
enviada en su busca podía dar con él y
acorralarle. Y bastaría que Buchanan
reuniera a cuatro hombres para no tener
escapatoria.
«No creo que junte a más de cuatro o
cinco individuos —pensó Larry—, pero
ya serán suficientes».
Y entonces comprendió que no tenía
más que una solución.
Si se agregaba al grupo de Colman,
al menos hasta llegar a Carson City,
Buchanan y los voluntarios que pudiera
reunir no se atreverían a atacarles.
Serían demasiados para ellos solos,
sobre todo en el desierto, donde no cabe
la sorpresa. Y tendría que morderse los
puños de rabia viendo cómo se le
escapaba la presa.
Larry Percival resolvió, pues, ir en
busca del grupo de Colman, que le
llevaba unas horas de ventaja.
El recuerdo de Lorna jugó también
mucho en esta decisión, pero Larry no
quiso confesárselo.
Encontró las huellas de los
pistoleros de Colman y al cabo de una
hora había empezado a seguirlas con la
astucia y la paciencia de un guerrero
comanche.
CAPÍTULO IX
EL FUGITIVO DE CARSON CITY
Tom Donald acabó de vestirse el
traje lúgubremente negro y luego se puso
la capa sobre los hombros.
Sus tres «amigos» le contemplaron
con admiración.
—Oye, nunca lo hubiéramos
creído…
—Estás fenomenal.
—Eres el autentico Conde Drácula.
Tom Donald se contempló en el alto
espejo de la habitación y tuvo qué
reconocer que, desde luego, entre un
vampiro y él debía haber muy poca
diferencia.
Y no era por su cara, que seguía
siendo dulce, inexpresiva y un poco
bobalicona, esas caras propias de los
hombres que se lo creen todo y, por
tanto están condenados a ser víctimas de
las bromas más feroces.
Pero ocurría que Tom era alto, un
poco encorvado, y aquellas ropas negras
y la capa le daban un aspecto
innegablemente siniestro. Sus amigos le
habían dibujado, además, con un tinte
especial, varios mechones de canas en
las sienes, para que pareciera más viejo.
Y hasta una leve cicatriz junto al labio,
que deformaba ligeramente su boca.
Desolado, Tom Donald contemplo
todo aquello en el espejo.
—Tengo un aspecto muy raro —dijo
—. Yo no pienso ir así.
—Pero ¿por qué no, muchacho?
—Yo mismo me doy miedo.
—¡Caramba, vaya tontería! ¡Pero si
estás hecho un auténtico caballero! ¡Un
gentleman como se dice por ahí!
—Me parezco demasiado al Conde
Drácula.
—¿Y tú qué sabes cómo era el
Conde Drácula?
—Me imagino que así. Vi unos
dibujos hace años en un periódico.
Decía que había causado números
victimas en los Cárpatos, unas montañas
que hay en Europa, y que tenía
aterrorizada a toda la comarca. Y el
dibujo presentaba un tipo exactamente
igual que el que tengo yo ahora.
—Mejor. Eso indica que el disfraz
era perfecto.
—Pero da miedo.
—¡Vaya tontería! ¿Y tú eres un
hombre? ¿Es que Tom Donald va a tener
miedo de Tom Donald? No me hagas
reír!
Y los tres, Doyle principalmente, se
pusieron a hacer grandes aspavientos
como si acabaran de oír una barbaridad.
Pero Tom, no estaba convencido.
—No se trata de mi, sino de Gladys
—dijo—. ¿Y si se pone a gritar en
cuanto me vea?
—No digas tonterías.
—Es que realmente, mi aspecto es
poco tranquilizador.
—Aquí sí, porque la habitación está
a media luz; pero en la fiesta de los
Harper habrá docenas y docenas de
lámparas por todas partes. ¿No te das
cuenta? La sensación de que eres el
Conde Drácula desaparecerá en seguida.
¡Sólo se advertirá lo maravilloso que es
tu disfraz y el gran actor que hay en ti,
Tom Donald!
—Sí, pero…
Doyle, viéndole vacilar aún, dijo
como argumento decisivo:
—Además, Gladys lo ha querido así.
—¿De veras?
—¿Por qué te crees que me he
molestado en sacar esa ropa del almacén
de mi padre? Por hacerte un favor, a ver
si de una vez se formalizan vuestras,
relaciones! ¿Gano yo algo en eso? ¡Lo
único que quiero es que le gustes a
Gladys, porque, soy el mejor amigo que
tienes!
Tom
Donald,
completamente
convencido, con los ojos húmedos de
emoción a causa de la generosidad de
sus compañeros, se apartó del espejo y
se cubrió mejor con la capa, lo que
terminó de darle el aspecto más
siniestro que hubiese podido imaginar
jamás.
—Está bien, muchachos. Sois de lo
mejor que hay en Carson City. Voy a la
fiesta.
—Nosotros te acompañaremos.
—¡Oh, que amables!
Salieron del probador, situado al
fondo del almacén de ropas de Doyle, y
una vez en la calle se dirigieron por los
porches más oscuros hacia el magnífico
edificio que en la ciudad ocupaban los
Harper.
Cuando Donald llegó a verlo,
suspiró con desaliento:
—No está iluminado…
—Es que seguramente llegamos
demasiado pronto.
—Entonces lo más correcto será
volverse y aguardar a que la fiesta
empiece. No quiero ser una persona de
mala educación.
—Pero ¿vas a perder esta magnífica
oportunidad de estar a solas un rato con
Gladys?
—¿Qué queréis decir?
—Pues que todo el mundo anda
ocupado con los preparativos, hombre, y
nadie os va a vigilar. Si eres listo
puedes estar besuqueando a Gladys al
menos durante media hora.
—¿Con este disfraz?
—A ella le gustará.
—Está bien. En tal casó.. ¡Vamos!
Se acercaron a la puerta, y Tom
llamó.
—Cuando te abran ríe un poco
siniestramente —aconsejó Doyle—. Una
carcajada gutural, ¡Será una entrada
apoteósica!
—Piensa —aconsejó otro— que esta
noche todo se hace en broma.
—Está bien —dijo Tom Donald.
Se oyeron unos pasos tras la puerta,
ésta se abrió y el rostro, un poco
asustado, de una sirvienta negra
apareció por el hueco.
Sólo estuvo allí unos segundos.
Lo que tardó Donald en abrir la
boca, mostrando los dientes como un
auténtico vampiro, y en lanzar una
carcajada siniestra que le salió mucho
mejor de lo que esperaba.
Los tres bromistas se habían
esfumado hacia un costado del porche,
por lo cual la sirvienta negra, solo vio
en la puerta aquella figura espantosa a la
que no reconoció.
Lanzó un chillido desgarrador, que
hizo estremecer la noche, y corrió hacia
el interior de la casa tropezando con
todas las sillas y gritando:
—¡El Conde Drácula! ¡El Conde
Drácula!
Tom Donald, estupefacto, se quedó
inmóvil en la puerta, un poco asustado
de su propio éxito. Por que él seguía
considerando aquello como, un éxito que
le convertiría en el rey de la fiesta.
Hasta que las carcajadas estruendosas
de sus «amigos» le sacaron del terrible
error.
Se volvió, mirándolos.
Doyle y los otros dos se retorcían
materialmente de risa, a punto de caer
sobre las tablas del porche porque las
carcajadas les hacían temblar las
piernas. A cada nuevo chillido de la
sirvienta dentro de la casa, sus risotadas
aumentaban más y más.
Tom sólo acertó a decir:
—¡Dios mío!…
Igual que un ácido corrosivo, gota a
gota, penetraba en su cerebro la
certidumbre de que todo aquello había
sido una broma monstruosa. El, que
nunca había engañado a nadie, se daba
cuenta con estupor que tres hombres se
habían confabulado para engañarle a él.
La idea de que una maldad tan inútil
pudiera existir, le hizo más daño que una
docena de latigazos en la espalda.
Dos gruesas lágrimas resbalaron por
sus ojos.
—¡Has estado genial! —gritó Doyle,
riendo más y más—. ¡Genial, amigo
mío! ¡El susto que se ha llevado esa
pobre mujer no se le quita en diez años!
¡Hasta el pobre Conde Drácula se
moriría de horror al verte!
Tom sólo pudo repetir:
—Dios mío…
Vio que varias personas, atraídas
por los gritos se acercaban viniendo de
los saloons cercanos. Se dio cuenta de
que toda aquella parte de la ciudad se
estaba poniendo en movimiento, y de
que el centro de atracción era el.
Un ansia loca y desesperada de huir
le acometió de repente.
—¡Te vamos a pasear por la
población! —gritó Doyle—. ¡Un
espantajo así vale la pena lucirlo en
todas partes! ¡Anímate, Tom! ¡Todas las
chicas se van a enamorar de ti!
Tom inició un movimiento de huida,
replegándose hacia el fondo del porche.
Doyle hizo entonces un gesto a sus
compañeros, que se abrieron en abanico
para cercarle.
—¡A por él, muchachos!
—¡Que no escape!
Tom Donald lanzó un gemido. Se dio
cuenta de no tenía salvación, de que iban
a pasearle por todo Carson City con
aquel disfraz, y de que incluso le
obligarían a beber en los saloons más
concurridos Después de aquello él
tendría que marcharse avergonzado de la
ciudad, y Gladys no volvería a mirarle a
la cara.
Este solo pensamiento le dejó sin
respiración.
¡Tenía que huir! ¡Huir de allí como
fuese!
Vio que sus tres «amigos» iban a
acorralarle, y comprendió que no tenía
la menor posibilidad de defenderse
contra su ataque conjunto. La única
posibilidad que le quedaba era llegar
hasta un amarradero que estaba a unas
quince yardas y apoderarse de alguno de
los caballos sujetos.
Varios vaqueros se acercaban ya,
entre alarmados y divertidos. Los gritos
seguían resonando dentro de la casa.
Doyle atacó primero.
Se lanzó en tromba y pretendió
sujetarle por la cintura, pero Tom era
más ágil que él. Fintó hábilmente y
esquivó la acometida de Doyle, que a
causa de su propio impulso rodó sobre
las tablas del porche.
A continuación Tom Donald corrió
como un gamo hacia el amarradero de
los caballos.
Doyle, furioso sacó un revólver de
su funda sobaquera.
—¡Maldito, perro! ¡Todo lo que
Doyle manda se tiene que hacer! ¡Vuelve
o te clavo una bala en las piernas!
Tom estaba, ya desamarrando un
caballo. En aquel fomento un vaquero
llegaba ya corriendo por el centro de la
calle.
—¡Eh! ¡Ese animal es mío! ¡Si lo
toca le abraso!
Los gritos, en lugar de hacer
reflexionar a Tom, aumentaron su terror.
Era ya como un pobre perseguido y al
que toda la chiquillería acosa. No sabía
ya dónde estaba el bien ni dónde estaba
el mal. No se daba cuenta de que estaba
robando un caballo y de que eso podía
significar la horca en determinados
casos, según qué clase de jurado se
reuniera para juzgarle. Sólo pensaba en
huir, huir.
De un salto montó sobre el caballo,
cuando este estuvo libre. Se produjeron
dos disparos, uno viniendo de Doyle y
otro, del vaquero. Las balas silbaron
juntó a las orejas del animal, que se
enloqueció también lanzándose a un
rabioso galope.
Doyle, rabioso al ver que fallaba su
disparo, creyó que estaba en ridículo
por no saber detener a un hombre que
huía. El orgullo, que siempre le había
dominado, llegó a convertirle en una
especie de loco furioso.
—¡Te mataré! —gritó mientras
Donald huía—. ¡Te mataré aunque tenga
que perseguirte hasta el fondo del
desierto!
El vaquero, junto a él aulló:
—¡Ese caballo te costará ir a la
horca!
Las frases llegaron con absoluta
perfección a oídos de Tom Donald,
aumentando su pánico. La idea de huir
llegó a convertirse en la más
obsesionante de su vida.
Huir al desierto; enterrarse en
cualquier lugar.
El vaquero a quien había robado el
caballo tenía ganas de iniciar una
persecución. Estaba seguro de que el
fugitivo, llevando la dirección que
llevaba no podría ir muy lejos.
Pero Doyle sí que quería
perseguirlo. Doyle estaba ciego de ira
por lo que consideraba un fracaso, y se
apresuró a correr hacia la más cercana
cuadra pública para que le dieran un
caballo.
—¡Llegaré hasta donde sea! —gritó
—. ¡Le destrozaré con mis puños!
Corría por el centro de la calle. De
pronto una especie de mole se interpuso
ante el.
—¿A quién vas a destrozar,
muchacho?
Doyle alzó la cabeza. Sudoroso,
jadeante y lleno de rabia, su primer
impulso fue dar un empujón al intruso y
seguir adelante, pero al fijarse bien en el
tipo que le cortaba el paso tuvo que
desistir.
Aquella mole humana correspondía
a un tipo alto, muy grueso,
pomposamente vestido y con una gran
cadena de oro cruzándole el voluminoso
abdomen.
Doyle le conocía bien.
Era un hombre de unos cuarenta y
cinco años, uno de los mas respetados
dé Carson City, y se llamaba Orson.
—¿A quién vas a destrozar? —
repitió.
—A un maldito renegado, un fulano
que se cree que se puede desobedecer
impunemente a Doyle.
—¿Desobedecerte? Tu no eres
ninguna autoridad, muchacho.
—Para ese tipo, sí.
—Ya lo he visto. Se trataba de Tom
Donald. Un buena fe, un hombre del que
todos se aprovechan.
—¡Basta de charla y déjeme pasar!
—Calma, calma, pequeño. Cuando
Orson pregunta hay que contestarle. ¿De
quién ha partido la idea de la broma?
Doyle rechinó los dientes.
Con gusto hubiera pegado un par de
directos al estómago de aquel tipo, pero
no podía. Orson era socio dé Harper, y
estaba considerado como uno de los
hombres más ricos de la ciudad.
Además, prestaba dinero de vez en
cuando, y Doyle, joven vicioso y que
nunca tenía bastante, le adeudaba más de
once mil dólares.
Le convenía, por tanto, estar a bien
con él, por que si Orson exigía la deuda
y el padre de Doyle se enteraba, lo
menos que haría sería desheredarle y
enviarle a trabajar a un rancho.
Por eso Doyle, improvisó una
forzada sonrisa de conejo y dijo con
amabilidad:
—Ese tipo se me va a escapar. Le
ruego que me deje libre el paso.
—¿Has sido tú el inventor de esa
broma?
—Sí.
Orson apretó los labios.
—Pues eres, un miserable.
—¡Oiga…!
Orson le sujetó por las solapas y sin
aparentar esfuerzo lo elevó dos pies
sobre el suelo.
—¿Algún comentario, amiguito?
¡Diablos! Doyle nunca hubiera
sospechado que Orson tuviera tanta
fuerza. ¡Aquel tipo era un demonio!
—No…
—balbució—.
Asunto
resuelto.
—Debería darte vergüenza abusar
de la buena fe de ese muchacho.
—Ha sido una broma inocente.
—Te he visto disparar con tu
revólver, y esas cosas nunca son
inocentes, amigo.
—Está bien; espero que no informe
usted a mi padre.
—Tu padre lo sabrá todo cuando
regrese de su viaje a Sacramento, pero
no será por mí. Los comentarios, de la
gente le advertirán.
—¡Pues entonces ese condenado
Tom Donald lo pagará con la vida!
—Y a ti te costará once mil dólares
al contado.
—Después de liquidar a ese imbécil
le pagaré mi deuda con mucho gusto.
—Puede que te obligue a pagarla
antes. Doyle. He tenido mucha paciencia
ya contigo, y veo que esto va a terminar
en una interesante conversación entre tu
padre y yo. Ahora lárgate. Pero recuerda
que lo único que mereces por tu
conducta es un salivazo en plena cara.
Doyle se desasió.
—¿Ahora puedo largarme? Cuando
ese tipo me ha tomado ya demasiada
ventaja, ¿verdad?
—Si eres tan buen jinete aún le
alcanzarás.
—Lo único que Tom sabe hacer es
montar a caballo. En terreno liso y de
noche no habrá quién dé con él, pero eso
es lo de menos. ¡Ya le alcanzaré!
¡Tendrá que volver a Carson City o iré
yo a buscarle al fondo del desierto si
antes no se lo han comido los buitres!
Orson hizo una mueca de desprecio,
apartó a Doyle como quien aparta a un
perro y siguió su camino, ocupando él
solo el centro de la calle, igual que un
rey.
Doyle lanzó una imprecación en voz
baja y se dirigió a donde le aguardaban
sus dos amigos.
—Esto no quedará así —masculló.
—No te preocupes. El mismo, al
huir, se ha condenado. Habrá una
denuncia contra él por cuatrero, pero
además… ¿a dónde va a ir con esas
ropas y sin comida? Lo más fácil es que
el desierto lo devore y dentro de unos
meses encontremos sus huesos afilados
por el pico de los buitres.
***
Tom Donald se dio cuenta al
amanecer, cuando concedió un largo
descanso a su caballo: no tenía armas ni
víveres, no conocía apenas el desierto y
no podía volver a Carson City. En otras
palabras: era un condenado que está ya
al pie de la horca.
El hambre le atormentaba, y decidió
entonces! registrar bien la pequeña
bolsa que colgaba de la silla del
caballo. Confiaba encontrar allí algún
arma que le permitiera cazar, aunque el
desierto solo era sobrevolado por unos
cuantos pajarracos. Pero lo que encontró
fue mucho más satisfactorio.
El vaquero dueño del caballo, tenía
en aquélla bolsa un poco de pan y unos
arenques, restos tal vez de un desayuno.
Tom los consumió y se sintió mas
confortado, aunque pronto empezó a
atormentarle la sed. Y en el desierto era
imposible encontrar una gota de agua…
Recordó entonces lo que le habían
dicho acerca del rancho comprado por
Harper en mitad de la espantosa llanura.
Si lograse llegar hasta él… Allí había
agua y contaría con la protección de
unos buenos amigos. Sólo con que le
dejasen explicarles lo sucedido ya
habría bastante.
Comprendiendo que el caballo
moriría si continuaba con él, puesto que
no podía contar con hierba ni con agua,
le dio una palmada y el animal regresó
cansinamente a Carson City. De este
modo, al verlo llegar, creerían todos que
él había muerto y dejarían de
perseguirle.
Se puso a caminar a pie, siempre en
la dirección aproximada en que
calculaba encontrar el rancho de Harper.
Durante veinticuatro horas anduvo
sin
descanso,
guiado
por
la
desesperación hasta que al amanecer
cayó extenuado en el fondo de una
vaguada, oyendo ya a lo lejos el
siniestro aletear de los buitres que
empezaban a trazar círculos sobre él.
No supo cuánto tiempo había estado
sin conocimiento, sí un día o una sola
hora.
Cuando recuperó la noción de sí
mismo, el sol ya estaba en declive, y
entonces se dio cuenta del mucho tiempo
que había permanecido allí. Reunió sus
fuerzas e intentó salir.
Pero el rumor de un grupo de
caballos que se acercaban le hizo
ponerse instantáneamente en guardia,
hundiéndose otra vez en el fondo de la
vaguada.
Desde allí, espió.
Los que se acercaban eran seis
caballos, en uno de los cuáles montaban
dos personas: un hombre y una mujer.
Esta iba montada delante y se estremecía
a intervalos, cada vez que el hombre
intentaba acariciarla.
Cuando estuvieron más cerca. Tom
Donald reconoció al tipo que llevaba
prisionera a la chica.
Era Colman, un pistolero sin
entrañas a quien habían estado a punto
de colgar en Carson City, logrando huir
casi en el último momento.
Y los otros, sin duda, formaban su
banda.
Todos menos uno, qué iba atado a la
silla y se estremecía cada vez que
Colman hacía un movimiento hacia la
muchacha.
Sus voces, en la calma absoluta del
desierto, llegaron hasta Tom con nitidez.
—Si vuelves a mover la mano, te
mataré. ¡Juro que te mataré! —decía el
hombre atado a la silla.
—¡Ah! Pero ¿todavía tienes agallas?
—Mientras yo conserve la mano
derecha tu vida corre peligro, Colman.
¡Sólo necesitare un revolver y una
décima de segundo para enviarte al
infierno!
—¿Y crees que vas a conservar la
mano derecha durante mucho tiempo?
—El suficiente para matarte.
La voz de la muchacha imploró:
—Déjalo, Peter; no te comprometas
más por mi. No provoques más a esta
fiera sanguinaria.
—Sí que tienes buena opinión de mí,
nena —rio Colman.
—Basta mirarte a los ojos para
saber lo eres.
—Y a ti basta mirarte a la cara para
saberlo también, preciosa… ¡un
angelito!
Peter Halloran iba a gritar algo
cuando uno de los pistoleros gruñó:
—No hacemos más que dar vueltas y
vueltas, jefe! Los caballos están
reventados y parece que no vamos a
ninguna parte.
—Pues vamos a una.
—¿Sí? No lo parece.
—¿Es que quieres dejar huellas que
lleven directamente a un sitio, imbécil?
Es posible que alguna patrulla nos siga
desde Little Sun, y hay que desorientarla
completamente. Por eso hemos estado
jugando a dar vueltas sobre la arena,
descansando de día y avanzando de
noche. Nadie nos ha seguido, ¿verdad?
¡Pues es ahora cuando podemos
considerarnos completamente libres!
El pistolero que había hablado se
mordió el labio inferior.
—¿Y cuándo vamos a ir a aquel
rancho, jefe? —preguntó después de un
breve silencio.
—Ahora.
—Pues
no
estamos
lejos,
Llegaremos al amanecer.
—Quiero acampar a cierta distancia,
para que no nos vean. Detrás de las
rocas donde nos ocultamos la otra vez,
por ejemplo, Y cuando la oscuridad
comience iniciaremos el ataque. No
habrá luna, y durante el día habremos
tenido oportunidad de estudiar el
terreno.
—¡Magnífico! ¡Allí vamos a
encontrar oro para ser ricos durante toda
nuestra vida!
—Y una vez liquidados los
guardianes, será aquel un lugar tranquilo
para gozar del amor de este angelito.
Al
hablar,
Colman
miraba
cínicamente a Lorna. Esta hundió la
cabeza sobre el pecho y se puso a llorar,
impotente para moverse. Su hermano
Peter Halloran lanzó un verdadero
rugido.
—¡No te arriesgues a tocarle un
pelo, cerdo! Porque mientras yo
conserve la mano derecha tu vida
correrá peligro!
Colman se volvió para mirarle con
rabia.
—¡Ya me estoy cansando de oírte
hablar de tu mano derecha! ¡Maldita
seas! ¡No volverás a manejarla más!
Arrojó a Lorna a tierra,, como el que
tira un fardo y ya con las manos libres
desenfundó su cuchillo «Bowie».
Lorna, desde el suelo, estremecida
de dolor, suplicó:
—¡No!… ¡Haré lo que quieras!…
¡No toques a Peter…! ¡Nooo!
Pero Colman acercó su caballo,
rechinando dientes. Sus ojos tenían una
mirada demoniaca.
Peter Halloran no pestañeaba.
—¡Nooo…! —gritó Lorna.
Colman movió el Cuchillo.
El grito desgarrador de Lorna vino a
unirse al aullido de Peter Halloran, que
perdió el sentido mientras la arena del
desierto empezaba a mojarse con gotas
dé sangre…
CAPÍTULO X
UN RANCHO SOLITARIO
Tom Donald, estremecido aún por el
horror, vio al lampo alejarse bajo las
sombras de la noche, que se iban
haciendo cada vez más espesas.
Peter
Halloran,
el
hombre
prisionero, estaba doblado sobre el
cuello de su caballo sin haber recobrado
el sentido aún. No se caía porque estaba
atado a la silla, pero era como un bulto
inerte. Su hermana Lorna, gemía,
entrecortadamente, obligada otra vez a
montar junto a Colman.
Las sombras de la noche se los
tragaron por completo unos minutos más
tarde.
Pero ni aun entonces se atrevió Tom
a salir de su escondite y siguió oculto en
el borde de la vaguada.
Su traje negro le hacía invisible en
la noche, pero no tuvo alientos para salir
de allí.
Lo que acababa de presenciar era
demasiado horrible. Lo más horrible que
había visto en su vida.
Necesitó varios minutos más para
tomar aliento. Salió al fin y se acercó al
sitio donde había tenido lugar la
tragedia.
Fue entonces cuando oyó el rumor de
otro caballo.
Un caballo solitario.
Inquieto ante aquel movimiento
desusado, Tom Donald dio un salto y
ganó otra vez las profundidades de su
escondite. Desde allí vio acercarse al
hombre.
Era un tipo joven, vestido como un
vaquero, y a pesar de la penumbra se
adivinaba su recia musculatura, su
flexible Corpulencia, la expresión cruel
y penetrante de sus ojos.
Aquel hombre llegaba exactamente
por el mismo sitio que poco antes él
grupo, por lo que a Donald le pareció
evidente que estaba siguiendo sus
huellas.
Esperanzado, intentó descubrir la
estrella sobre sus ropas, pero el recién
llegado no llevaba ninguna.
Podía ser un pistolero más. En
realidad lo parecía.
Sólo dos cosas eran lógicas en
aquella situación. El que seguía a los
pistoleros de Colman o era un sheriff o
era un granuja como ellos. Después de
no ver ninguna estrella en el pecho del
recién venido, Tom tuvo que inclinarse
por esta última posibilidad.
Convenía, pues, que no le viese.
Aquel tipo, aun era joven, tenia la cara
do esos fulanos que liquidan un hombre
en el mes de marzo y no empiezan a
preguntarle su nombre hasta el mes de
abril.
Quieto como una piedra del desierto,
vio acercarse al jinete, que se detuvo
justamente en el sitio donde el grupo de
pistoleros había estado antes, es decir a
unas catorce o quince yardas.
Allí él recién llegado quedó como
una estatua mirando el suelo. La
oscuridad no era tan intensa aún que no
permitiera a Tom ver las arrugas de su
frente y el brillo cruel de sus ojos. Se
dio cuenta de que al hombre estaba
mirando las manchas de sangre que
había en el suelo arenoso, y que
formaban un rastro oscuro durante unas
cuantas yardas.
El jinete también estaba viendo lo
que había horrorizado a Tom Donald,
pero al parecer éste no se había dejado
impresionar
por
aquel
macabro
hallazgo.
Porque lo que había en el suelo,
junto a las manchas de sangre, era una
mano humana.
Una mano derecha cortada.
El hombre descendió de su caballo,
descolgó el rifle que había en el arzón
de la silla y con la culata hizo en la
arena un hueco lo bastante grande para
enterrar aquella mano.
—No es necesario que te coman los
buitres —dijo con voz clara.
Acto seguido cubrió de arena el
macabro resto y la apisonó bien,
poniendo unas piedras encima para que
a ningún animal del desierto se le
ocurriera desenterrarla.
Hecho esto el hombre volvió a
montar a caballo clavó espuelas
suavemente para que éste continuara
siguiendo las huellas. Fue en ese
momento cuando Tom Donald lo
reconoció.
Había visto un pasquín con su retrato
en la oficina del sheriff de Carson City
poco tiempo atrás.
¡Estaba seguro! ¡El tipo aquél se
llamaba Larry Precival!
—Tiene tanta fama de pistolero
como Colman —susurró, llevándose una
mano a la cabeza—. ¡De buena me he
librado! ¡Si llega a verme!
Pero ya Larry había desaparecido.
Ya todos los peligros parecían haber
cesado para Tom Donald.
Claro que podía estar persiguiéndole
el tipo a quién robó el caballo. Podía
estar persiguiéndole también Doyle,
quien había jurado matarle.
Le urgía, por tanto, llegar al rancho
de Harper.
Tom salió de su escondite y,
reuniendo las pocas fuerzas que le
quedaban se encaminó hacia el rancho,
siguiendo las huellas de los jinetes.
***
No había luna, y no vio el blanco
edificio del rancho hasta que lo tuvo
casi encima.
Había un silencio espectral en la
llanura. Un silencio extraño, porque
Donald había esperado encontrarse allí
con un fuerte tiroteo. Pero al parecerlos
de Colman debían haber aplazado el
ataque para mejor ocasión, o quizá lo
efectuarían más entrada la noche.
De un modo u otro convenía hablar
con Harper cuanto antes.
Tom examinó el edificio y le pareció
grande y hermoso, aunque parte de él
estaba todavía casi en ruinas.
—Vaya manía ha tenido Harper al
encerrase aquí —pensó Tom—. Pero
para mí esto es providencial.
No obstante, el rancho estaba bien
vigilado, Tom fue descubierto gracias a
sus vestiduras negras, pero al llegar
cerca del porche oyó una voz.
—¡Chist!
Se pegó a una de las paredes como
una sombra. La oscuridad era casi
completa. Oyó el tintinear de unas
espuelas y al cabo de unos segundos un
hombre armado con un rifle pasó junto a
él, sin verle.
—¡Chist! —repitió el centinela.
Al instante, otro hombre igualmente
armado se reunió con el primero.
—¿Qué hay, Sam?
—¿No has oído un ruido?
—Yo, no. ¿Por qué?
—Pues yo juraría que he oído
pisadas. Como si alguien se acercase.
—Me parece que sufres pesadillas,
Sam.
—No lo niego. Desde que está ese
ataúd ahí no hago más que ver vampiros
por todas partes.
El otro lanzó una breve carcajada.
—Los vampiros no hacen ruido,
Sam.
—Por eso.
—Pero tú has oído unas pisadas,
¿no?
—Como si alguien viniera hacia
aquí.
—Debía ser alguna piedrecita
arrastrada por el viento, idiota.
—No, no es eso. Yo tengo buen oído
y sé distinguir las cosas. Te aseguro que
esto no me gusta.
—Pues le dices al patrón que te
largas y en paz.
—Es que el patrón paga bien y es
una excelente persona. Fastidia dejarlo
por eso. Pero si no se lleva pronto ese
ataúd de aquí, voy a tener que plantearle
la papeleta.
Tom, aprovechando la distracción de
los dos hombres se fue alejando poco a
poco siempre pegado a la pared. Pero
aún logró oír su conversación durante
unos instantes.
—Lo que ocurre es que tú estás
muerto de miedo Sam —decía una voz.
—No lo niego.
—Y crees que por todas partes va a
venirte a ver ese vampiro.
—Yo lo que pienso es que si ha de
venir… vendrá en una maldita noche
como esta.
—¿Por qué?
—¿No te has dado cuenta? No, hay
luna. No se ve a dos pasos.
—Entonces peor para él. Tropezará
contigo.
—¡Eso no lo digas ni en broma!
La voz de Sam era temblorosa.
—Sí, hombre, sí… vete con cuidado
no te vaya a dejar sin sangre.
—Yo lo que sé es que buscará su
ataúd y que no parará hasta encontrarlo.
—Se me ocurre una idea. ¿Por qué
no te sientas sobré la tapa y esperas a
que venga?
—¡Maldito seas! ¡Me vas a hacer
estar temblando toda la noche!
Resonó una leve carcajada.
—Muy bien… Sam. Adiós… Pero
ten cuidado no tropieces con él. Como
no hay luna…
Se oyó una imprecación y luego los
pasos de los dos hombres que se
alejaban en direcciones opuestas.
Pero Tom Donald casi no prestó
atención a aquello Había visto algo
mucho mejor.
A través de la ventana juntó a la cual
se encontraba, acababa de ver la gran
cocina del rancho, en el techo de la cual
ardía una lámpara de petróleo. Había
allí grandes tinajas de agua y algunas
fuentes con comida para el desayuno del
día siguiente. Esas fuentes eran más
preciosas a los ojos de Tom Donald que
si contuviesen oro.
No le costó ningún trabajo forzar la
ventana, que estaba medio abierta.
Hecho esto Se introdujo en la cocina y
calmó su sed bebiendo hasta hartarse.
Luego tomó pan y una lonja de tocino y
lo devoró todo. Aquello le hizo sentirse
mejor instantáneamente, como si
desapareciera dé su cuerpo toda la
espantosa fatiga del desierto.
Pero aquello no podía durar. Oyó las
pisadas de alguien que se aproximaba a
la ventana.
Según había oído, los centinelas
estaban asustados por algo, y en tal caso
dispararían primero y preguntarían
después. No podía arriesgarse a que lo
encontraran hasta después de haber
hablado con Harper.
Se pegó a una de las paredes.
Vio a Sam, un centinela gordo,
siempre con su Winchester bajo el
brazo, pasear ante la ventana.
Una vez hubo desaparecido Sam,
Tom abrió sigilosamente la puerta de la
cocina y vio que había otro vaquero
vigilando en el pasillo.
Aquello no parecía un rancho, sino
un cuartel en pie de guerra.
Tom lanzó una imprecación para sus
adentros y volvió a salir por la ventana.
La oscuridad era más absoluta cada vez,
pues había nubarrones bajos. Demasiado
tarde se dio cuenta Tom Donald de que
Sam el centinela grueso, volvía hacia la
ventana.
Ya lo tenía casi allí. Lo vio
confusamente entre tinieblas, y en su
intento de huida, Tom tropezó con él.
Oyó un ruido, y creyó que le había
atravesad una bala. «He chocado con su
rifle —pensó—. Han disparado sin
piedad…». Vacilando, se agarró al
cuerpo de Sam para no caer. El alarido
espantoso de este hizo estremecer la
noche entera.
Y cuando Sam cayó redondo al
suelo, quedan sin sentido, Tom se dijo,
lleno de asombro, que no había visto una
cosa más extraña en todos los días de su
vida.
Pero ya el rancho estaba en
conmoción.
Se
oyeron
pasos
apresurados que se acercaban. El «clac»
característico de varios rifles al ser
montados se oyó también.
Tom no podía elegir. Tenía que
ocultarse y dejar las explicaciones para
más tarde o aquella seria la última
noche de su vida. Los pistoleros que
vigilaban aquello dispararían como
locos en cuanto le viesen aunque él
ignoraba todavía la razón.
Saltó nuevamente al interior, por la
misma ventana y se lanzó a tierra cuando
la puerta se abría para dar paso al
centinela del pasillo, al que ya había
visto antes.
Este pasó junto a él, casi rozándole,
sin verle se asomó por la abierta
ventana.
—¿Qué ocurre?
Otros dos hombres, al menos, se
habían acercado ya.
—No sabemos. Es Sam.
—¿Está herido?
—No lo parece. Yo diría que se ha
desmayado.
—Pero ¿desmayado por qué?
¡Menudo grito!
—Ni que hubiese visto al diablo en
persona.
—Esperad. Le echaré un poco de
agua.
El que estaba en el interior lleno un
recipiente y lo tendió a los de fuera, qué
lo derramaron de un golpe sobre el
rostro de Sam. Pero ni aun así recobró
este el sentido.
—Llevadlo adentro. Habrá que
reanimarlo con unas gotas de ron.
—Vamos, levantadlo.
Nadie se preocupaba ya de vigilar, y
ese fue el momento que aprovechó Tom
Donald para deslizarse desde la cocina
al pasillo, en busca de un escondite
hasta que pudiera hablar con Harper.
Nadie se dio cuenta de su rápida
maniobra.
Pero en toda la casa se oían ruidos.
El grito de Sam había sembrado la
alarma, y estaría perdido si no actuaba
pronto.
La primera habitación que abrió
correspondía a un armero donde había
rifles de todas clases. «Esto será lo
primero que buscarán», pensó Tom. Y
cerró puerta.
Al lado había otra habitación.
La abrió. Y la luz del pasillo le
permitió ver que era una pieza de
paredes desnudas, sin ventanas, en cuyo
centro había… ¡un ataúd!
Por fin había encontrado Tom lo que
buscaba. Nadie le encontraría allí.
Suspirando con alivio entro en la
habitación, dejando la puerta entornada
para que se filtrase un poco de luz,
levantó sin esfuerzo la tapa del ataúd y
se introdujo en él tranquilamente porque
parecía hecho a su medida.
Tom Donald, reventado por el
interminable viaje a través del desierto,
se sintió la mar de a gusto allí ¡Ni que
estuviera en una cama!
Minutos después se había quedado
profundamente dormido.
CAPÍTULO XI
LOS SITIADORES
Colman tiró suavemente de las
riendas al llegar a la altura de las rocas
sobre la colina:
—Aquí es —dijo.
En efecto, era el mismo lugar desde
el que habían estado observando el
rancho unos días antes.
Los otros jinetes se detuvieron tras
él.
Peter Halloran, que apenas había
recobrado
el
conocimiento,
se
bamboleaba sobre la silla a punto de
romper las ligaduras con su peso y caer
a tierra. Tuvo que ser uno de los
pistoleros el que detuvo su caballo con
un suave golpe en el morro.
Lorna lloraba en silencio.
Sólo se oyó durante unos instantes el
roce de los paseos y el piafar de los
cansados caballos.
Colman dijo entonces:
—Nos quedaremos tras estas rocas.
—Pero esto está demasiado lejos
del rancho —gruñó uno—. Aunque nos
acercáramos más, tampoco nos Verían.
—Sé que no nos verán porque no
hay luna, pero es que tampoco quiero
que nos oigan. Ese rancho debe tener
hombres que lo custodian, y es posible
por el desierto merodee alguna patrulla.
—¿Es que no vamos a atacar ahora?
—Es pronto.
—¿Quiere esperar a que estén más
dormidos?
—Por lo menos hasta las dos o las
tres de la madrugada. Sé por experiencia
que el segundo turno de guardia no se
hace con tanto entusiasmo como el
primero. A esa hora nos acercaremos a
pie, avanzando de uno en uno, y los
liquidaremos antes de que sepan lo que
les ocurre.
Todos
guardaron
silencio,
comprendiendo que aquel plan era el
más razonable. Por otra parte,
necesitaban un descanso, después de los
días de infernal galopada que habían
llevado desde que salieran de Little Sun.
Unas horas de quietud les sentarían bien
a todos.
Pero Colman no parecía tener
demasiadas ganas de reposo. Con una
sonrisa burlona dijo:
—Además yo tengo algo que hacer.
Y miró a Lorna insistentemente.
A pesar de la oscuridad, ella sintió
clavados en los suyos, con obsesionante,
fijeza, aquellos ojos diabólicos.
Y hasta ella llegaban los gemidos
entrecortados de su hermano Peter, que
sentía despertársele cada vez más el
dolor… ¡Y sólo veía una horrible
herida,
un
muñón
de
trapos
ensangrentados en el lugar donde antes
estuvo su mano derecha!
Nunca como en aquellos momentos
se había sentido Lorna tan desdichada,
tan perdida. Nunca, ni cuando vio morir
a sus padres.
Allí abajo unas diminutas luces
significaban que había un rancho, que a
sólo un par de millas estaban la
civilización, la ley. Pero aquí, entre
estas rocas, ella no era más que una
víctima indefensa ante los ojos
diabólicos de Colman.
Quiso gritar, pero comprendió que
sería inútil. Aunque desde el rancho la
oyesen, cosa que era difícil, ya estaría
cien veces muerta cuando llegase ayuda.
—Apéate —dijo Colman.
Ella se dejó caer del caballo,
intentando desesperadamente huir por
entre las patas de los animales, guiada
por no sabía qué loca esperanza de
perderse en la oscuridad. Pero Colman,
no era un novato. Lanzo una carcajada y
la arrojó su caballo encima, haciéndole
rodar por el suelo, casi a sus pies.
Lorna sollozó desgarradoramente.
—Yo te enseñaré otro día cómo se
huye —dijo Colman con una sonrisa
cuadrada—.
Conmigo
aprenderás
muchas cosas, nena.
—Si la tocas te mataré como a un
insecto —dijo la voz ronca de Peter
Halloran.
Colman le miró, no dando crédito a
sus oídos.
—Pero ¿aún respiras tú, gusano?
—Aún soy capaz de matarte,
Colman. No me has destruido.
—¿Y cómo me liquidarás? ¿Con tu
mano derecha?
La voz de Colman era tan
despiadada, tan cruel, que Lorna lanzó
otro sollozo.
Pero Peter, transido por el dolor,
insistió sin embargo:
—Sé que algún día podré matarte,
Colman.
—Yo, en cambio, soy más generoso.
No te mataré.
—¿Es que tú has podido sentir la
generosidad alguna vez? ¿Es que sabes
lo que es eso?
—No te mataré —insistió Colman—
porque seria demasiado sencillo para ti.
Una bala entre las cejas y acabar,
¿verdad? Nada de eso, mi querido Peter
Halloran, nada de: eso. Tú estuviste a
punto de enviarme a la horca y yo te
haré sufrir cien veces la agonía que sufrí
en la cárcel de Carson City. Las balas
entre las cejas no hacen ningún daño,
Halloran, y por eso he pensado en algo
mejor para ti. Contemplaras el deshonor
de tu hermana y a ti te iré convirtiendo
en un gusano que se arrastra por tierra.
¿Te das cuenta de que lo que he hecho
con tu mano derecha podría hacerlo, por
ejemplo, con tu pie izquierdo?
Las frases de Colman eran tan
despiadadas qué el propio Peter, que
nunca había pedido compasión a nadie,
sintió en la boca un gasto
desesperadamente amargo. Rechinaron
los dientes de Lorna. Pero pistolero
siguió hablando con una espantosa
calma.
—Llegará un momento en que no
serás un ser humano, Halloran. Te iré
destrozando poco a poco. Te dejaré
mudo y te arrancaré los ojos. No
vivirás, pero seguirás vivo, ¿entiendes?
Para desgracia tuya seguirás vivo. Y yo
aún diré: «He sido generoso puesto que
tuve ocasión de matarle y no le maté».
Después de estas, palabras lanzó una
brutal carcajada, mientras se apeaba del
caballo y se dirigía hacia Lorna.
—Ven aquí, nena. Acércate a
Colman.
Peter intentó saltar de su caballo, en
un ciego impulso, e incluso consiguió
romper las ligaduras que le sujetaban a
la silla. Pero estaba demasiado débil a
causa do la pérdida de sangre. Cuando
llegó a tierra fue sólo para lanzar un
gemido y quedar exánime.
Colman ordenó:
—Volved a atarle. No quiero
sorpresas con él, ¿entendido? Dos de
vosotros montaréis guardia hasta las dos
de la madrugada, haciendo un relevo
cada hora Organizad los turnos.
—Bien, jefe.
Uno de los pistoleros había ya
extendido una manta sobre el suelo
arenoso, preparando así el sitio donde
iba a descansar Colman.
Lorna, con los ojos cerrados,
mientras dos lágrimas quemaban sus
mejillas, permanecía quieta como una
estatua.
—Ven aquí, preciosa —rió Colman.
Los cuatro pistoleros que formaban
su cuadrilla se habían alejado. Uno de
ellos, había sujetado por los pies al
inanimado Halloran y se lo llevaba a
rastras.
Colman repitió:
—Acércate, princesa.
Pero Loma siguió inmóvil.
—Antes te obligaré a que me mates
—dijo sencillamente.
—¿Matarte?
¡Qué
ridícula
equivocación! Muerta, no me servirías
de gran cosa. Seguirás, viva para que
lleguemos a ser grandes amigos. Ven
aquí. Quiero que te acerques por tu
propia voluntad.
Lorna, con los ojos cerrados,
continuaba tan quieta como una estatua.
Y Colman empezó a perder la paciencia.
—¡He dicho que vengas!
Dominado por la ira al ver su
quietad, se puso en pie para abalanzarse
sobre ella y arrastrarla a la fuerza.
—Yo, en tu lugar, no lo haría,
Colman.
El pistolero se volvió como si detrás
de él acabase de oír el silbido de una
serpiente. Pero tuvo la suficiente astucia
para no echar mano al revólver, por que
era de suponer que el que le había
hablado ya estaría apuntando. Y si veía
que iba a empuñar el colt le saltaría la
tapa de los sesos.
A pocos pasos de él, apoyado
negligentemente en una roca, vio a Larry
Percival.
Larry tenía los brazos cruzados y a
pesar de las tinieblas casi absolutas se
veía que no iba a hacer ningún gesto
para tocar sus armas. En sus labios
había dibujado una sonrisa. Y sus ojos
seguían mirando de aquella forma cruel,
casi inhumana.
Lorna, al verlo, lanzó un gemido de
estupor.
Pero mucho mayor aún era el estupor
de Colman.
—¿Tú…? —musitó.
—Yo mismo. Y si te parece que no
me has reconocido bien, puedes
encender un fósforo.
—Muchas ganas tienes de bromear
en la noche de tu muerte, Larry.
—Mi padre decía que, desde que
nacemos, todas noches morimos un
poco. Celebro saber que mi padre y tú
estáis de acuerdo, Colman.
—¿No se te ha ocurrido pensar qué
tengo cuatro hombres aquí cerca,
imbécil? Seguramente nos han oído ya y
se han puesto en movimiento. Te estarán
rodeando en estos instantes.
—Peor para ellos.
—¿Sí? Tiene gracia.
—Si son cuatro hombres y yo llevo
doce balas en los revólveres, puedes
echar la cuenta tú mismo. Corresponden
a tres por cada uno. Pero no quiero
matarlos porque luego me tendría que
pasar abriendo sepulturas toda la noche.
Colman estaba seguro de que podía
matar a aquel hombre, de que tenía la
partida ganada, pero aun así lengua y la
garganta se le habían quedado secas.
Intentó ganar unos minutos, justos los
necesarios para que sus hombres
pudieran acorralarle.
—¿Cómo lograste escapar de la casa
de Halloran? —preguntó—. Estabas
bien atado…
—Me costó horas librarme de los
nudos.
—¿Y el agente del sheriff? ¿No
vino?
—Claro que vino.
—¿No vio el cadáver de su jefe?
—Al entrar estuvo a punto de
tropezar con él, y darse de narices
contra el suelo.
—¿Y aun así no te mató?
—Es que el pobre, al salvarse de
dar de narices contra el suelo, dio de
narices contra mis puños.
Colman abrió su boca reseca. Aquel
tipo estaba loco al seguirle el juego.
Seguro que sus hombres le acorralaban
ya. Seguro que un minuto después podría
pisar su cadáver.
—Es lo único que te faltaba para
redondear tu carrera, Larry —murmuró
quedamente.
—Eso no te importa ya. ¿No dices
que vas a matarme? Pues ahí terminará
todo.
—Lo haré, seguro que lo haré. Pero
antes quisiera saber por qué has venido
en mi busca.
—Es que me has caído simpático.
—Pues hemos procurado no dejar
demasiadas huellas, excepto en aquellos
lugares, donde podíamos confundir a los
que nos siguieran.
—¿De verdad? Pues ni que fuerais
un regimiento amigo. Hasta un niño
podría seguiros. Y ahora hazme caso y
deja en paz a la chica.
Colman fue a contestar, pero en ese
momento las palabras quedaron cortadas
en su garganta y estuvo a punto de lanzar
un grito de alegría.
Porque uno de sus pistoleros
acababa de aparecer ya por detrás del
cuerpo de Larry Percival.
CAPÍTULO XII
UN HOMBRE EN LA NOCHE
Colman gritó de repente:
—¡Muy bien, Jack! ¡A por el! —y en
seguida añadió—: ¡lo quiero vivo!
Sabía que su pistolero sería más
rápido. Sabía que Larry no iba a tener
tiempo de volverse.
Y, en efecto, Jack se lanzó hacia el
cuello de Larry dando un salto para caer
sobre él.
Pero aquel salto, de pronto, quedó
cortado de la manera más extraña.
Pareció como si una mano invisible le
hubiese detenido en el aire. Dio una
voltereta y cayó estrepitosamente al
suelo.
Claro que antes de que cayera Larry
le «ayudó» con un soberbio gancho a la
mandíbula que hizo que la vuelta de
campana fuera más completa.
Con esto se distrajo unos segundos,
los suficientes para que colman se
decidiera a echar mano al revólver.
No comprendía nada de lo que le
había sucedido a su compañero —en el
primer momento incluso le pareció algo
de magia—, pero eso no le impidió
aprovechar la oportunidad. Movió la
derecha con una rapidez fulminante y
extrajo el «Colt». Lorna gritó en ese
momento:
—¡Cuidado!
Una llamarada brotó del costado de
Larry, que apenas había logrado
volverse aún, y el revólver que Colman
empuñaba saltó hecho virutas de acero
antes de que lograra apretar el gatillo.
El pistolero abrió la boca,
asombrado. Tan asombrado que ni
siquiera se dio cuenta de que en su mano
derecha se marcaba una roja línea de
sangre!
No sólo había sido portentosamente
rápido movimiento de Larry, sino que su
puntería era mucho más portentosa aún,
a causa de la oscuridad.
Con el «Colt» en su derecha, Larry
trazó ahora suave movimiento que
cubría todo el campo.
—Si me obligáis a disparar otra vez
lo haré —dijo con voz seca—. Y puede
que entonces no me contente con tirar a
las manos.
Varios pistoleros de Colman estaban
en la zona de tiro. Ninguno de ellos se
atrevió ni a pestañear.
Colman, era, sobre todo, un hombre
astuto. Nunca arriesgaba nada cuando
sabía que podía perder, por eso esbozó
una forzada sonrisa.
—¡Vaya! —dijo—. Veo que eres un
tipo de mucho genio. Más valdrá tomar
las cosas como están.
—Sí. Más valdrá.
—Guarda ese revólver ¿No te pesa
demasiado? Larry también sonrió:
—Voy a guardarlo. Colman. Pero
puede que alguno de tus hombres le pese
demasiado su propia piel. Y si quiere
desprenderse de ella le aconsejo que se
mueva cuando yo deje el «Colt» en la
funda.
Lo dejó.
No se movió nadie.
—Me gustaría saber qué es lo que ha
pasado con el hombre que te atacó por
la espalda —dijo Colman—. Aun no lo
entiendo.
—No soy tan imbécil como para
andar descuidado —dijo Larry—. Tendí
una cuerda a media altura entre las dos
rocas que quedaban a mi espalda, con la
oscuridad ese bobo no la distinguió.
El «bobo», sentado en el suelo, se
rascaba
ahora
la
mandíbula
cuidadosamente, con la sensación de que
se la habían roto.
—Tuvo que habérseme ocurrido —
gruñó Colman—; estabas demasiado
tranquilo. Pero con tu maldito disparo
nos has echado por tierra un plan que yo
había
venido
elaborando
cuidadosamente durante toda la semana.
—El disparo no lo he hecho por mi
gusto. ¿Qué plan era el vuestro?
Colman no contestó. Trataba
desesperadamente de encontrar un punto
flaco a su enemigo, pero por momento
no encontró ninguno.
—Ya lo imagino —dijo Larry,—
Pensabais atacar ese rancho aislado en
la llanura.
—¿Y qué, si hubiéramos pensado
atacarlo? —grullo Colman.
—Confiabais en la sorpresa y os ha
fallado a causa de ese estampido.
—Así es.
—Pero tú eres muy listo, Colman.
Encontraras otros procedimientos.
—Es muy fácil decirlo. ¿Sabes
cuántos hombres hay guardando ese
maldito rancho?
—Ni idea.
—El otro día conté ocho. ¡Ocho
fulanos bien armados para custodiar una
casa insignificante perdida en el
desierto! ¿Eres lo bastante listo para
imaginar lo que eso significa?
—No hace falta ser un genio.
—En ese rancho alguien guarda oro
—gritó Colman, exaltándose—. ¡Una
fortuna en oro!
—¿Y por qué me lo cuentas a mi?
—No tengo inconveniente, puesto
que ya has llegado hasta aquí.
Terminarías sabiéndolo un día u otro.
—¿Un día u otro? ¿Es que penséis
estar mucho tiempo aquí?
—Ahora es imposible determinarlo.
Todo de depende de la importancia que
hayan dado a ese disparo ahí abajo.
Depende también de si envían a una
patrulla a investigar lo ocurrido y hemos
de recibirlos a tiros.
Larry dejó descansar sus brazos, que
quedaron en actitud menos tensa, pero
sin descuidar por eso la vigilancia.
El que antes había dado la vuelta de
campana se levantó al fin.
—Tenemos provisiones, jefe —
masculló—, podemos esperar un par de
noches para el ataque si es necesario.
—¡Tú te callas!
—Está bien; sólo he dicho eso para
que la presa no se nos escape.
—No hay miedo. No se puede mover
de ahí.
Hubo un instante de silencio, que
Colman empleó para hacerse cargo de la
nueva situación. Habían variado dos
cosas: la primera que el ataque ya no
sería posible esta noche. La segunda que
tenía enfrente a un rival demasiado
peligroso. Pero lo del rancho podía
esperar, y en cuanto a Larry siempre
habría ocasión de clavarle una bala por
la espalda si antes se le daba confianza.
Todo tenía arreglo.
—¿Por qué has venido aquí? —
preguntó a Larry.
—Casualidad.
—No creo en las casualidades.
—Llámalo como quieras. No tengo
demasiadas ganas de hablar esta noche.
Casualidad o no, ¿qué importa?
—Voy a hacer suposiciones —dijo
Colman—.
Dejaré
trabajar
mi
imaginación. Y mi imaginación me dice
qué temes que haya salido de Little Sun
una patrulla para perseguirte. Que temes
verte acorralado en el desierto, y
entonces has pensado que la patrulla no
se atreverá a atacar a un grupo de cinco
o seis hombres.
—Puede que haya pensado eso. Y
puede que haya pensado también que
vosotros tendríais un trago de whisky.
Colman hizo una seña a uno de sus
hombres.
—Smith, trae la cantimplora.
Cuando Larry la tuvo en su mano
bebió whisky hasta hartarse, hasta dejar
la cantimplora medio vacía. Y mientras
bebía
no
vigiló.
Aparentemente
cualquiera pudo pegarle un tiro. Pero
nadie, hizo un solo movimiento porque,
a pesar de todo, Larry era como una
pantera que en cualquier momento puede
saltar.
Cuando hubo, terminado de beber,
arrojó la cantimplora a Smith.
—Este whisky era una porquería.
Sabía a baba de caballo.
—Podemos conseguir whisky mocho
mejor cuando consigamos el oro —dijo
Colman.
—¿Qué quieres insinuar?
—Que tú estás perseguido por la
Ley, tan perseguido como nosotros. Y
que por el momento estás sin trabajo y
sin compañía.
—¿Y qué?
—No puedes volver a Little Sun, no
puedes quedarte en el desierto ni puedes
llagar a Carson City.
—Nadie te ha preguntado lo que
puedo hacer o lo que tengo que
aguantarme.
—Yo necesito dos revólveres más
—dijo Colman—, sobre todo si son de
la calidad de los tuyos Imagino que
asaltar ese rancho no nos será fácil, y tu
ayuda nos resolverá un problema. ¿Por
qué no te unes a nosotros? ¿Por qué
hemos de ser enemigos?
Su actitud parecía sincera. Incluso
inició un suave movimiento para ofrecer
la mano a Larry. Este se limitó a
chasquear la lengua.
—Sólo hay una condición —dijo.
—¿Cuál?
—Que no toques a la chica.
Llamearon los ojos de Colman.
—Que te importa a ti eso.
—Cosas de uno.
—La chica es asunto mío, Larry. Yo
te he ofrecido ayuda, pero si has venido
aquí a buscar encontrarás.
—Lo único que ya he venido a
buscar aquí es whisky. Pero si hemos de
trabajar juntos me que tuvieras la cabeza
clara, Colman. Nada de mirar a la chica
mientras no esté resuelto lo rancho.
Colman apretó los puños en un gesto
de ira, pero se contuvo a tiempo. Por el
momento no interesaba llegar a las
manos con aquella especie de máquina
de disparar. Convenía darle confianza,
ganar tiempo y buscar la ocasión para
descerrajarle una bala por la espalda.
Intentó sonreír de nuevo.
—Hablas casi igual que su hermano
—dijo.
—¿Te refieres a ese tipo? ¿A Peter
Halloran?
—Veo que lo conoces bien.
—¿Cómo no? En Little Sun me iba a
entregar al sheriff del condado a cambio
de cinco mil dólares.
—¿Y aún has intentado defenderlo?
—Yo no he defendido a nadie,
Colman. Me he limitado a decir que no
quiero escenas con mujeres mientras
haya trabajo por hacer. En cuanto a ese
tipo, Peter Halloran, es asunto mío.
—Y mío —rió Colman.
—Cuando estábamos en el «Rancho
Diamond» dije que le mataría —susurro
Larry—. El lo oyó, y sabe que llegaré a
hacerlo.
—Para que todo sea más sencillo, te
lo cederé cuando no tenga apariencia
humana —dijo Colman.
Se oyó en aquel momento, viniendo
de la oscuridad, un sollozo apenas
contenido de la garganta de Lorna.
—Ah, es la chica —dijo
aburridamente Larry—. Habrá que
dejarla dormir en paz.
Lorna se acerco unos pasos, le miró
fijamente a luz de las estrellase y luego
le escupió en plena cara.
Larry no hizo el menor gesto.
Solamente, cuando ella se apartó un
poco, se seco con la bocamanga.
—Cuando te he visto aparecer,
confiaba que quedaría en ti un resto de
conciencia —musitó Lorna—. Confiaba
que habías llegado hasta aquí para
defenderme. Pero nunca has defendido a
una mujer Tu eres tan canalla como
Colman, y todo lo que has hecho ha sido
para ganarte su respeto a fin de te
admitiera en su grupo. ¡No eres más que
un miserable! ¡Un miserable como él!
Larry, dando, la sensación de que no
la había escuchado siquiera, se limitó a
bostezar aburridamente?
—Mujeres… —dijo—. Todas son
igual. Se hacen ilusiones y luego le
acusan a uno de no ser como ellas
habían soñado. Para mí sólo valdrían la
pena si les pegasen una etiqueta y las
rellenasen de whisky…
CAPÍTULO XIII
UN ATAÚD CON HISTORIA
Harper salió precipitadamente de su
dormitorio, poniéndose a toda prisa un
batín qué había comprado en Chicago
dos años antes, y que, según el que se lo
vendió, había pertenecido a Napoleón
III, a pesar de que aún llevaba la
etiqueta de unos comerciantes de Nueva
York dedicados a la fabricación de
artículos baratos en serie.
Posiblemente era la única vez que
Harper se había dejado engañar. Pero no
le importaba porque el color negro del
batín era muy de su agrado.
Al salir de su dormitorio parecía una
sombra oscura.
Uno de sus pistoleros, apostado en
el pasillo, estuvo a punto de
descerrajarle un tiro.
—¡Cuidado! —gritó Harper.
El pistolero bajó el revólver.
—Ah, es usted…
—¿Por qué? ¿Quién podía ser, sino
yo? ¿Qué diablos ocurre?
—Perdone. Es por esa bata negra.
—¿Y qué tiene que ver mi bata
negra? Continué en seguida: ¿qué
infiernos está ocurriendo aquí?
—Ha sido lo de Sam.
—¿Y qué pasa con Sam? ¡Diablos!
¡Habla de una condenada vez!
Al pistolero parecía habérsele
trabado la lea mientras fuera continuaba
el tumulto.
—Dice… —barbotó al fin—. Dice
que ha visto al Conde Drácula.
—¿Al Conde queeeeé…?
—¡Al Conde Drácula!
Harper quedo unos instantes sin
respiración, mientras aquel extraño
nombre resonaba en sus oídos viniendo
de las brumas de un misterioso pasado.
En el primer momento ni siquiera
recordó que el ataúd estaba en el
rancho. Luego un estremecimiento le
recorrió todo el cuerpo.
—Quiero ver a Sam —dijo.
Sam estaba ahora en la cocina del
rancho, asistido por dos compañeros
empeñados en hacerle beber media
botella de ron. Los otros guardianes
merodeaban en torno a la casa con el
rifle a punto, dispuestos a disparar
contra la primera sombra que se
moviera.
Sam, al ver a Harper, hizo un gesto
compungido.
—Perdone, patrón.
—¿Por qué te he de perdonar? Tú no
has hecho nada malo.
—Es que no he podido matarle,
patrón. Se lo juro. Cuando le he visto ya
estaba encima de mí.
—Pero ¿quién es el que se ha
echado encima de ti? Habla con calma,
Sam. Tranquilízate.
—Era el Conde Drácula.
Los dos pistoleros miraron a Harper,
como esperando que les aclarase
aquello. Harper gruñó:
—¿Cómo sabes que era el Conde
Drácula?
—Porque todos hemos oído hablar
de él y sabemos de qué modo va
vestido. Al principio me tomé a broma
lo del ataúd, patrón, igual que todos,
pero ahora ya empiezo a tener el
estómago en la boca. ¡Le juro que era él!
—¿Cómo iba vestido?
—Completamente de negro, con
capa que se extendía igual que las alas
de un murciélago.
—¿Llevaba sombrero?
—No.
Harper se mordió los labios. Sam
era un tipo realista, de esos que no
tienen imaginación y que, cuando
sueñan, sueñan con una botella de
whisky. Si decía que había visto aquello
debía ser verdad. Lo del sombrero era
un detalle revelador, puesto que
Drácula, efectivamente, nunca había
llevado cubierta la cabeza.
—¿Qué más? —preguntó.
—Tenía hebras plateadas en las
sienes. Los ojos, brillantes y la boca,
muy abierta: se le veían todos los
dientes.
—¿Llevaba armas?
—No.
Harper se frotó la mandíbula
pensativamente.
—¿Qué dice a todo esto, patrón? —
preguntó Sam, temblando.
—Me parece que puedes tener
razón, muchacho, pero todo esto es
demasiado increíble. No quisiera tomar
una decisión sin reflexionarla antes bien.
—¿Y qué clase de decisión se puede
tomar en caso así?
—Por lo pronto —dijo Harper
calmosamente—, aumentar la vigilancia
todo lo posible.
—No creo que con los rifles se le
haga nada a ese tipo, patrón. Se me echó
encima con la rapidez de un murciélago.
—Los murciélagos no son rápidos,
Sam. Lo que ocurre es que le atolondran
a uno.
—Yo sé lo que me digo.
—Tienes miedo, ¿no?
—Le aprecio mucho, patrón, pero
me parece que me voy a largar aunque
tenga que atravesar el desierto yo solo.
Uno de los que estaban junto a él
intervino:
—No le haga caso, Harper. Sam ha
sido un miedoso toda su vida. Podemos
redoblar la vigilancia si ese fulano
vestido de negro vuelve a aparecer aquí
le deshacemos la cabeza a balazos.
—Las balas nunca han causado el
menor daño al Conde Drácula.
—Pero ¿qué conde ni qué niño
muerto? El tipo que se ha acercado al
rancho y que ha dado un susto a San es
un vivo y nada más. Deje que le ponga
el ojo encima y verá si entiende o no
entiende él lenguaje de las balas.
—Está bien —decidió Harper—, ya
estoy acuerdo en redoblar la vigilancia.
Pero esa es la primera medida; la
segunda es mucho más importante.
—¿Y en qué consiste, patrón? ¿Qué
debemos hacer?
—No decir si una palabra de esto a
mi hija.
—¿Por qué? ¿Es que ella cree en la
existencia del Conde Drácula?
—Me temo que sí.
Fue en aquel momento cuando se oyó
un gemido junto a la puerta.
Harper se volvió de repente, igual
que si aquel gemido hubiera sido un
arañazo en su corazón. Con expresión
angustiada vio a su hija Gladys, que
estaba en la puerta y les contemplaba a
todos con ojos de alucinada.
Debía haberlo oído todo.
Harper susurró sin embargo:
—¿Qué te sucede, Gladys? Un par
de cuatreros se han acercado al rancho y
por eso estamos todos levantados. Pero
no ocurre nada; es una alarma sin
importancia. ¿Por qué no te vuelves a la
cama?
Los grandes ojos de Gladys seguían
mirándole con miedo, como si estuviera
viviendo una pesadilla.
—No hablabais de eso —gimió—.
¡No hablabais de eso!…
—¿Qué es lo que dices? Quizá es
que estás muy nerviosa, muchacha. No
ha ocurrido en el rancho absolutamente
nada.
—He oído lo que decía Sam.
—Claro, claro… —dijo Harper,
intentando aparentar indiferencia—.
Sam precisamente se ha tropezado con
un tipo vestido de negro que se le ha
echado encima. Quizá sepas cómo es
Sam: en cuanto no puede matar a un
enemigo se pone enfermo. Pero no tiene
importancia. Cuatreros los hay en todas
partes, hasta en el desierto.
—¡No hablabais de eso! ¡Os he oído
mencionar al Conde Drácula!
—Habrá sido un comentario sin
importancia —musitó Harper—. De
algo teníamos que hablar mientras se
animaba este bruto de Sam.
—No intentes engañarme, papá…
Yo también se leer el miedo en tus ojos.
Vinimos aquí, bien lejos de todo lugar
civilizado, porqué pensaste que el
Conde Drácula nunca encontraría su
ataúd, si lo ocultábamos en el centro del
desierto. Pero cuando llegamos a este
sitio empezaste ya a temer. Pensaste que
el Conde Drácula podía llegar, podía
encontrar su ataúd, que había estado
buscando por medio mundo. Y pensaste
también qué podía convertirme en una
de sus víctimas! Y ahora ha llegado,
¿verdad? ¡Ahora tienes miedo de que yo
muera en primer lugar, y por eso
pretendes que no sepa nada! ¡Me
rodearás de pistoleros creyendo que con
ello puedes librarte de la amenaza de
Drácula! ¡Pero no! ¡No podrás! ¡Drácula
es más poderoso que nosotros!
Se apoyó en la jamba de la puerta a
punto de caer, y luego susurró con un
hilo de voz:
—Tendrás que librarte de ese
maldito ataúd. ¿Por qué no lo entierras
bien lejos de aquí, en mitad del
desierto?
—Está bien, lo haré —decidió al
cabo de unos segundos—. Lo haré sin
abrirlo siquiera, hija mía. No tendrás
que preocuparte nunca más por él.
—Sí —musitó Gladys, sollozando
—. No lo abras.
***
En aquel momento se oyó un
carraspeo en la puerta que daba a la
parte exterior.
Todos se volvieron, un poco
sobresaltados, por que los nervios ya les
habían dominado, aunque no quisieran
confesarlo.
Pero Harper se tranquilizó en
seguida, al ver quien era el que acababa
de llegar.
—¡Orson! —exclamó—. ¿Tú aquí?
La impresionante mole de Orson, el
socio de Harper en alguna de sus
empresas mineras, avanzó poco a poco.
—Me parece que te he dado una
buena sorpresa, Harper.
—No voy a negarlo. A ti te gusta
muy poco moverte de Carson City. Y
venir a verme a estas horas y en mitad
del desierto…
—Como no sabía dónde estaba esto,
no he podido controlar la hora de
llegada. Aun así hubiera esperado en mi
carruaje hasta el amanecer, por una
simple cuestión de cortesía, Pero he
visto luces y mucho movimiento. ¿Qué
ocurre?
—Nada. Nada de particular… Ya te
explicaré.
—Como te parezca.
—¿Por qué has venido?
—Me habían dicho que tenías un
rancho en mitad del desierto, y yo no
podía creerlo. Me parecía un capricho
demasiado extraño. Pero ya veo que
aquí hay agua y un poco de vegetación.
Aunque maldito el provecho que puedes
sacar de un sitio así…
—No he comprado este rancho para
explotarlo, sino para guardar mis
colecciones.
—Eres un tipo original, Harper, no
puede negarse. Yo no estaba muy seguro
de que todo eso fuese cierto, y por ello,
como me aburría en Carson City, me
dije: «Voy a dar una vuelta y tratar de
encontrar ese rancho, a ver si es verdad
lo que dicen».
El tono banal y hasta un poco alegre
de las palabras de Orson tuvo la virtud
de disipar el clima de nerviosismo y
terror que se había formado dentro del
rancho.
—Pero esto no es un paseo —sonrió
Harper.
—¡Oh, para mí sí que lo es!
¿Recuerdas qué hace tres años estuve en
Nueva Guinea? Aquello sí que era
sufrir; Una verdadera isla del diablo,
créeme. Ir al desierto me parece ahora
tan normal como pasear por la calle
principal de Carson City. Bueno, y a
todo esto…, ¿no hay una cama y una
botella de licor para un viejo amigo?
Harper sonrió al fin, contagiado por
el optimismo de Orson. Hasta la misma
Gladys pareció recuperar un poco el
color.
—Claro que sí… —Harper dio una
palmada en la espalda de su socio—. Y
te agradeceré que té quedes unos días
con nosotros, porque nos va hacer falta
un tipo optimista como tú. ¿Con cuántos
hombres has venido hasta aquí?
—Sólo con uno.
—¿Uno? ¡Es increíble! Cualquiera
pudo haberte atacado en el desierto, y
con un solo hombre no habrías
conseguido defenderte. A veces pareces
un incauto, Orson.
—¡Bah! No llevaba nada de valor.
—¿Quién te ha acompañado?
—Harvey.
—Menos mal. Harvey es un
excelente pistolero, uno de esos tipos
que nunca desperdician una bala.
—Y yo tampoco soy manco. ¿O es
que no te acuerdas?
Harper lanzó una carcajada. Había
recuperado de pronto casi todo su
optimismo.
Siempre con una mano sobre la
espalda de Orson, se dispuso a
acompañarle a su despacho.
—Ven —dijo—; allí podremos
hablar. En cuanto a vosotros —añadió
dirigiéndose a sus pistoleros—, seguid
montando la guardia hasta que
amanezca. Con los primeros rayos del
sol podéis iros todos a dormir. Pero
mientras tanto quiero un hombre en la
puerta del dormitorio de mi hija y otro
en la ventana. La Consigna es disparar
primero y preguntar dentro de un año.
Quiero que estéis con el dedo en el
gatillo y los ojos bien abiertos hasta que
amanezca.
Gladys, medio apoyada aún en la
jamba de la puerta, susurró:
—¿Crees que voy a poder dormir?
Me parece que es inútil que lo intente.
—Debes probar, hija mía. Ya ves
que no ocurre nada. Orson ha llegado
hasta aquí con la compañía de un solo
hombre, y no ha corrido ningún peligro.
Lo ha encontrado todo normal. Puedes
irte a descansar y estar absolutamente
tranquila.
En aquel momento, a través de la
puerta exterior abierta, se oyó un
disparo.
Fue un disparo lejano —el que se
produjo en la lucha entre Larry y
Colman—, pero retumbó en los oídos de
todos como un cañonazo.
—¿Qué ha sido eso? —gruñó
Harper.
—Ha sonado a unas tres millas de
aquí —dijo Sam, que tenía oídos de
animal del desierto.
—¿Puede haber disparado alguno de
nuestros hombres?
—No, seguro que no. Todos están
montando guardia alrededor del rancho.
Otro preguntó:
—¿Organizamos una patrulla?
—No creo que sea necesario —
intervino Orson—. Puede ser algún
viajero a quien una serpiente no quería
dejar dormir. Ya sabes, una de esas
alimañas de la arena que aparecen
cuando uno menos se lo piensa.
—Es lo más probable —concedió
Harper.
—Yo prefiero mil Serpientes a lo
que
he
visto
antes
—gruñó
temerosamente.
—De un modo u otro —dijo Gladys
—, ésta es una especie de noche de
pesadilla.
—No te inquietes más, hija mía. Vete
a dormir. Ya has oído que tendrás
hombres de vigilancia en la ventana y en
la puerta.
—Está bien, lo intentaré —dijo
Gladys con abatimiento.
Y desapareció. Desapareció sola,
siendo tragada por la oscuridad igual
que una sombra.
Harper, no supo bien porqué, tuvo un
estremecimiento.
—Seguidla —ordenó nerviosamente
a dos de pistoleros—. Revisad el
dormitorio antes de que ella entre, y
luego cerrad bien la puerta y la ventana.
Si uno de vosotros se distrae un solo
minuto, soy capaz de hacerle ahorcar.
Dos
hombres
armados
desaparecieron instantáneamente detrás
de la muchacha.
Harper y Orson fueron luego al
despacho del primero, una pequeña
pieza contigua a la habitación donde se
guardaba el ataúd.
Se sentaron, y Harper sacó de un
cajón dos vasos y una botella del mejor
whisky.
—Estaba preocupado por ti, Harper
—dijo Orson después de beber un buen
trago.
—¿Por qué?
—Descuidas tus negocios y te
preocupas solamente de tus colecciones,
como si ellas fueran lo más importante.
—Tengo más dinero del que puedo
gastar, Orson, y me gusta coleccionar
cosas. ¿Por qué no puedo darme ese
capricho?
—Pero yo soy tu socio, y me
disgusta que las cosas vayan mal.
—No hay nada que no esté en orden,
me parece…
—Podría ir todo mucho mejor.
—Es que para ti lo único importante
es el dinero, Orson.
—Verás: tengo en el negocio una
participación mucho menor que la tuya,
y los dólares ingresan en mis bolsillos a
una velocidad mucho más pequeña que
en los tuyos. Es natural que dé al dinero
más importancia que la que tú le das.
Pero no he venido a hablar de eso.
—¿De qué, pues?
—Te he dicho que estaba
preocupado por ti, y es cierto.
Coleccionar cosas es algo útil e
instructivo mientras no degenere en
manía, y en tu caso me temo que haya
sucedido eso. Has tenido que marchar
de Carson City y enterrarte en el
desierto a causa de tus colecciones. ¿No
es eso una solemne estupidez, Harper?
—No estaré aquí mucho tiempo.
Veras… También quería apartar a mi
hija de la compañía de un tal Tom
Donald, del que según parece esté
enamorada. Tom Donald es un buen
muchacho, seguramente, y su padre ha
sido incluso Presidente de la Junta de
vecinos. Pero es una de esas personas
que se lo creen todo, y en esta vida hay
que andar muy listo para que a uno no le
dejen sin piel. Te prometo que cuando
ella haya olvidado un poco a ese joven,
volveremos a Carson City.
Orson hizo un gesto de comprensión,
mientras servía otro vaso de licor,
llenándolo hasta el borde.
—Gladys parecía muy asustada —
opinó.
—Sí, es cierto.
—¿Por qué?
—Verás, preferiría no hablar de
eso…
—He oído decir a tus hombres que
vigilarán justamente hasta el amanecer.
¿A qué se debe esa extraña orden? ¿Es
que temes el ataque de alguien que
solamente puede venir de noche?
—Sí.
—¿Por qué no eres franco conmigo y
me lo explicas todo?
Harper se inclinó un poco hacia su
socio, dispuesto a hablar, aunque antes
de hacerlo necesitó animarse con otro
trago de licor.
—Verás —comenzó—, ahí, en esa
habitación de al lado, tras este tabique
de madera que hay a mi espalda, tengo
un ataúd que compré a un anticuario de
San Francisco. Es el verdadero ataúd
del Conde Drácula…
—No me hagas reír.
—Estas cosas no se pueden tomar a
broma, Orson. Drácula ha existido, o
mejor dicho, existe. Está buscando su
ataúd, en cuyo fondo hay un puñado de
tierra de su país natal. Ese es el único
sitio donde puede descansar en paz
después de atormentar a sus víctimas. Y
estoy seguro de que ha llegado ya a este
rancho. Un lugar maldito al que a partir
de ahora tendremos que llamar «Rancho
Drácula»…
CAPÍTULO XIV
TRAS LOS PEÑASCOS
La muchacha, con las facciones
crispadas, jadeó:
—¡No eres más que un canalla!
¡Eres carne de horca igual que ellos! ¡Si
a todos os atrapasen tú serías el primero
a quien deberían colgar!
Larry tomó la cafetera situada junto
a la fogata, al abrigo de los peñascos,
derramó un poco de la aromática
infusión en un pocillo y lo tendió en
silencio n la muchacha.
—Sólo había venido a traerte un
poco de café. No hay que ponerse así.
¿Tanto miedo te da que me acerque?
Entre los peñascos que los
abrigaban empezaban a insinuarse las
primeras luces del amanecer. Todos los
pistoleros, incluso Colman, reventados
por el largo viaje, estaban dormidos.
Sólo un centinela vigilaba atentamente
desde lo alto de una roca. Larry era el
que había encendido fuego valiéndose
de los restos de un carromato medio
sepultado en la arena, preparando luego
café que obtuvo del saco de provisiones
de uno de los pistoleros de Colman.
Lorna, situada cerca de su hermano,
le miraba con ojos llameantes.
Pero estaba así mas hermosa. Lorna,
cuando se dejaba llevar por la pasión,
tenía algo que seguramente no tenía
ninguna mujer del mundo.
—No necesito tu maldito café —dijo
—. Puedes darlo a beber a tu caballo.
—No te dejes llevar por los nervios.
Un poco de café, a pesar de lo que
digan, siempre tranquiliza.
—No, si eres tú quien lo ha
preparado.
—Me parece que he tenido mala
suerte contigo. Te soy más antipático que
el mismo Colman.
—Sí.
—Nuestros
sentimientos
son
recíprocos. Tú y tu hermano estabais
dispuestos a venderme por cinco mil
dólares. ¿Tiene algo de extraño que no
os desee ningún bien?
—Nosotros no pusimos precio a tu
cabeza. Te lo pusiste tú mismo, al
situarte fuera de la Ley.
—Me limité, a matar al hombre que
había ahorcado a mis padres.
—Es curioso ver cómo los peores
granujas tratan de parecer unos
angelitos. Y después de matar a aquel
hombre, ¿qué pasó? ¿Es que tu fama se
ha construido sola?
—Me he limitado a ser más rápido
que los enemigos que se me han ido
poniendo delante. Quizá sepas lo que
ocurre siempre en estos casos: cuando
uno tiene cierta fama, no hay pueblo
donde no surja un valiente o un insensato
que pretende ser más rápido que él.
Lorna no contestó, limitándose a
contemplarle con mirada llameante.
Larry le tendió el café.
Ella lo aceptó.
Y cuando él creía que iba a beberlo,
Lorna, con un seco movimiento, le
arrojó el líquido hirviente a cara.
Esperaba que Larry gritase, que
maldijese o que la abofeteara, pero se
llevó una de las mayores sorpresas de su
vida.
Porque Larry Percival se limitó a
lanzar una carcajada.
—Tienes buen humor —dijo luego
—. Eres una de esas damiselas de las
que uno siempre puede esperar lo más
extraño. Me gastará que el día que me
ahorquen
estés
junto
a
mí,
abofeteándome con esas lindas manos.
—Más me gustará a mí, puedo
asegurártelo.
—Los granujas siempre terminamos
de la misma manera —siguió diciendo
Larry—. A veces, cuando me miro en un
espejo, me digo: «Muchacho, me das
pena». Pero ¿qué voy a hacer? Lo único
que puedo esperar es que la horca no
llegue demasiado pronto.
—Tendrías que largarte del Oeste.
Es un consejo que te doy. Y ahora
déjame en paz.
Larry se puso en pie, limpiándose la
cara con su pañuelo.
—Lo malo —confesó— es que el
Oeste me gusta.
Se alejó de la muchacha,
acercándose a los peñascos desde donde
le vigilaba atentamente el centinela.
Pasó junto a Peter Halloran, que gemía
entrecortadamente, pero que tenia los
ojos cerrados y estaba sumido en una
especie de sopor a causa de la sangre
perdida. Larry le dirigió sólo una
mirada superficial y desde el borde de
las rocas contemplo el desierto que se
extendía un poco más abajo, la inmensa
llanura pelada en el centro de la cual se
encontraba aquel extraño rancho.
Los primeros rayos del sol
iluminaron el blanco edificio, y entonces
vio como los centinelas que había en el
exterior se retiraban.
Pero Larry, observando la línea
interminable del horizonte, vio también
algo más.
Un jinete solitario se acercaba al
rancho, viniendo desde el oeste.
Un jinete vestido de negro.
CAPÍTULO XV
¡YO CONOZCO A DRÁCULA!
Burton, el jefe de todos los
pistoleros de Harper, también vio al
jinete que se acercaba por la llanura.
Se había retirado ya después del
último turno de guardia, y estaba junto a
una ventana tomándose su segundo
pocillo de café, cuando vio a aquél tipo
vestido de negro que se acercaba al
rancho.
Inmediatamente empuñó su rifle.
Los otros pistoleros que se hallaban
junto a él se acercaron también a la
ventana.
—¿Qué ocurre?
—Alguien llega.
—¡Cuerno! Hace apenas unos meses
nadie se acercaba por esta maldita zona
del desierto. Y desde que Harper está
aquí esto parece un paseo.
—No olvidéis que Harper es un
hombre importante.; El fue uno de los
que más influyeron en el crecimiento de
Carson City.
—Bueno, pero ¿quién será ese
fulano que se acerca?
—No sé. Aún está a más de mil
yardas.
Ignorante de que varios fusiles le
apuntaban desde las ventanas del
rancho, el jinete se fue acercando.
Cuando estuvo a unas trescientas
yardas y reconocible, Burton lanzó una
maldición.
—¡Que me aspen si ese no es Doyle,
uno de tipos más presumidos y más
gandules de Nevada entera!
—En efecto, es él —gruñó uno de
los que estaban al lado.
Sam, que pese a ser el más miedoso
era también el más bruto de todos,
preguntó:
—¿Lo liquido, Burton?
—¡No seas animal! ¡Doyle puede
traer al mensaje para el patrón!
Poco a poco salieron todos al
porche, con los «Winchester» bajo el
brazo, y contemplaron desconfiadamente
cómo Doyle se apeaba del caballo.
Jinete y montura estaban cubiertos
de polvo, pues debían llevar al menos
dos días en el desierto, La bolsa de
provisiones que colgaba a un lado de
silla estaba ya completamente vacía.
Doyle se acercó al porche y
contempló a los pistoleros de Harper, a
todos los cuáles conocía.
—Parece que me habéis organizado
una recepción ¿eh?
Burton saludó:
—No estamos aquí para visitas,
Doyle. ¿A cuerno vienes?
—Me aburría en Carson City y he
pensado que estaría de más conocer el
sitio donde Harper ha venido a
enterrarse.
—Pues has pensado mal, Doyle.
—¿Es que ocurre algo?
—No ocurre nada.
Doyle lanzó una carcajada.
—Bueno,
muchachos,
no
he
atravesado el desierto y he estado a
punto de perderme una docena de veces
para que me recibierais con esa cara.
Soy un viejo amigo del patrón, ¿no?
¿Por qué no puedo verle?
—El patrón duerme.
—¿A estas horas? Pero si siempre se
levantaba con el sol…
—Esta noche hemos tenido verbena.
—¿Os ha atacado alguien?
—No preguntes tanto, Doyle.
Sam intervino:
—No hay que ser tan desconfiado,
Burton. Al fin y al cabo un fulano que ha
atravesado el desierto tiene derecho a
que le den un poco de agua para él y
para su caballo.
—Eso digo yo —gruñó Doyle.
—Está bien; pasa.
El mismo Sam se encargó del
caballo que estaba medio destrozado, y
lo llevó a un abrevadero situado a la
sombra. Burton llevó a Doyle a las
cocinas por si quería desayunar.
—Antes me gustaría tomar un baño
—dijo Doyle—. ¿Hay agua?
—La suficiente.
Llevaron a Doyle junto a una gran
cuba de líquido situada en el exterior, y
le dejaron que se bañase tranquilo,
quitándose todo el polvo y toda la
suciedad del largo viaje.
Mientras tanto los pistoleros se
dispusieron a desayunar tranquilos,
confiando que nadie más vendría ya a
molestarles.
Doyle se bañó, se afeitó, cambió sus
ropas negras y polvorientas por otras
que llevaba cuidadosamente plegadas en
una bolsa tras la silla y una hora cuando
volvió a entrar en el rancho después,
cuando volvió a entrar en el rancho,
estaba hecho un figurín.
Burton, al verle, lanzó una
carcajada.
—¡Vaya! Ahora comprendo para qué
has venido hasta aquí: ¡para recordarnos
que todos nosotros somos unos guarros!
—Lo sois, desde luego, pero yo he
venido aquí una razón bien distinta.
—¿Sí? Dila.
—A vosotros no os importa. Y basta
ya de tratarme con tanta familiaridad. Yo
soy uno de los mas ricos herederos dé
Carson City y vosotros sois tipos
asquerosos que vivís de vuestro gatillo.
Las facciones de Burton se
ensombrecieron.
—Si no estuviéramos en el rancho
de Harper te acribillaría aquí mismo,
Doyle, para que pudieras pasarte toda la
eternidad tragándote esas palabras.
Se formó durante varios segundos
una inquietante tensión que Sam rompió
lanzando una carcajada.
—¡Dice que es un rico heredero,
muchachos! ¡Ay! ¡Yo soy una pobre
damisela! ¿No quieres casarte conmigo,
pichón?
E hizo un gesto de doncella
ruborosa. Todos los pistoleros que
estaban en el comedor lanzaron al
unisonó una estruendosa carcajada,
mientras las facciones de Doyle
palidecían de rabia.
En ese momento entró Harper.
—¿Qué ocurre? ¿Qué broma es esta?
Todos se volvieron hacia él. Harper
iba bien vestido y afeitado, pero tenía
cara de haber pasado una pésima noche.
—Hola, Doyle —dijo al reconocerle
—. ¿Qué haces aquí?
—Dice que ha venido a ver el sitio
donde usted se ha enterrado —gruñó
Burton.
—No es cierto —aseguró Doyle—;
he venido hasta aquí persiguiendo a un
hombre.
—¿Para qué?
—Para matarlo.
—Esas son palabras graves,
muchacho. Y no creo que a tu padre le
gustara saber que vas tirando de
revolver.
—Se trata de un caso especial.
—¿Sí? Bueno, hombre. ¿A quién
quieres matar? Tal vez nosotros
podamos
arreglar
la
cosa
amistosamente.
—Lo dudo.
—Querrá matar a algún mosquito
que le picó la otra noche —opinó Burton
—. Pero no sé qué pensar de un duelo
semejante. Por lo pronto… ¡yo apuesto
por el mosquito!
Nuevamente todos se pusieron a reír,
ahora con unas carcajadas tan
estentóreas que Harper tuvo que hacer
una seña a Doyle para que le siguiese al
exterior.
Una vez allí, a la sombra del largo
porche que daba la vuelta completa a la
casa, preguntó:
—¿A qué has venido? Dime la
verdad.
—La he dicho ya: A matar a un
hombre. Le he perseguido por todo el
desierto, confiando encontrarle, y
después de cabalgar en vano durante dos
días me he dicho que no ha podido hacer
otra cosa que refugiarse aquí. No
llevaba agua ni provisiones por tanto, no
ha podido llegar hasta Little Sun. O se
encuentra en este rancho o está muerto.
Y dudó que lo éste, porque no he visto
rastro de buitres en el horizonte.
—Es muy extraño lo que me dices,
Doyle. Aquí el único forastero que ha
llegado es mi socio, y no creo que tú
quieras matar a Orson.
—¿Es que está Orson aquí? —
preguntó Doyle sobresaltándose.
—Vino anoche.
—Bueno, en tal caso…
Doyle
pensó
en
largarse
inmediatamente del rancho, pero hubiera
sido suicida iniciar dos o tres jornadas
más a través del desierto sin dar antes
descanso a su caballo y descansar él
mismo. Ya que estaba allí, no tendría
más remedio que aguantarse.
—No querrás matar a Orson,
¿verdad? —repitió Harper.
—No, no es a él.
—¿A quién, entonces?
—A Tom Donald.
—¡Tom Donald! —bramó Harper—.
¡Ese estúpido que pretende casarse con
mi hija! Si es a el a quien quieres matar
yo no lo impediré; eso te lo juro. Pero
dudo que lo encuentres aquí.
—¿No ha llegado al rancho?
—No.
—Oiga, Harper, lo que me dice es
casi increíble. O ese tipo ha reventado
en el desierto o está en esta casa. En
realidad creo que desde el primer
momento pensó en dirigirse aquí,
confiando en que Gladys le prestaría
ayuda.
—¡Sí Tom Donald se atreve algún
día a una cosa así, yo mismo le clavare
una bala entre las cejas!
—¿Está seguro de que no ha entrado
en el rancho?
—¡Completamente seguro! Guardo
aquí algunas colecciones valiosas, como
tú mismo habrás podido Imaginar, y por
ello he traído a unos cuantos hombres
que defiendan este rancho. Ni una hora,
desde que se ha puesto el sol, han
dejado de vigilar. Si Tom Donald se
hubiese acercado aquí lo habrían visto
sin duda alguna.
Doyle reflexionó durante unos
instantes. Dominado por un estúpido y
cruel deseo de venganza, no quería
renunciar a su presa.
—Sin embargo, me ha dicho Burton
que esta noche habían tenido «verbena».
¿Qué significa eso?
—Ah, nada de particular. Reconozco
que por la noche me he dejado
impresionar, pero ahora, a la luz del sol,
no creo una palabra de esa historia.
Todo deben ser fantasías de ese estúpido
de Sam.
—¿Qué le ha sucedido?
—Pues que, según él, cuando estaba
de guardia se le ha echado encima un
tipo completamente vestido de negro,
con una capa fantasmal, el cual ha
desaparecido luego como un murciélago.
Los ojos de Doyle bailaron un
momento dentro de mis órbitas.
—¿De veras? ¿Y no ha visto Sam la
cara de ese tipo? ¿Quién ha dicho que
podía ser?
—Según él, el mismísimo Conde
Drácula.
Doyle lanzó una carcajada. Y rió con
tanta alegría y al mismo tiempo con tanta
crueldad, que Harper tuvo que detenerse
para mirarle sorprendido.
—¿Qué te sucede, muchacho?
—Nada, nada… Es que recordaba
una cosa.
—Pues no veo que lo que te acabo
de contar tenga ninguna gracia.
—Perdone, Harper. Mi risa ha sido
una tontería, no haga caso… ¿Por qué
supone que el Conde Drácula en persona
ha podido venir Justo aquí? Según la
historia, ese monstruo vivió a millares
de millas de Nevada, en un rincón lejano
de la vieja Europa. ¿Cómo cree que ha
podido llegar desde tan lejos, si sólo le
es posible viajar de noche?
—Dentro de su ataúd puede viajar
incluso de día, si alguien lo transporta.
—Muy bien. ¿Y dónde está su ataúd?
—Lo tengo yo —dijo Harper, con
una voz sombría.
Doyle, sorprendido, se volvió para
mirarle.
—¿El auténtico?
—El auténtico.
—No puedo creerlo. Usted entiende
de objetos curiosos, pero le habrán
endosado
una
antigualla
donde
seguramente, hace cincuenta años estuvo
enterrado un sheriff borrachín.
—Yo
soy
un
experto
en
antigüedades, Doyle, y no tolero que
nadie lo ponga en duda. El ataúd que
tengo en el rancho es el auténtico donde
yació el cadáver viviente del Conde
Drácula. Y ya es sabido que este, si
existe aún, siente necesidad de
descansar en su ataúd, por lo cual lo
buscara a través de todos los países del
mundo. En lo que ha dicho Sam puedo
haber algo de verdad, aunque yo no lo
crea. Es posible que el Conde Drácula
haya llegado al rancho.
Doyle dominaba a duras penas su
hilaridad, luchando entre el deseo de
reírse de Harper y el de confesarle que
el «Conde Drácula» que Sam había
visto, no era otro que el mismísimo Tom
Donald.
—¿Y qué piensa usted hacer? —
preguntó.
—Como ese ataúd no me va a
producir más que intranquilidades, he
decidido enterrarlo en mitad del
desierto, a gran profundidad. Allí nadie
va a ir a buscarlo, ni siquiera el Conde
Drácula. Perderé el dinero que me costó
y no volveré a acordarme más de él.
—¿Y va a sepultarlo sin abrirlo
antes?
—Si.
—¿Y si el Conde Drácula está
dentro?
—No digas tonterías.
—Bueno, de todos modos lo notarán
por el peso.
—No, no lo creas. Ese ataúd es
enorme, y pesa ya tanto que aunque
hubiera alguien dentro no lo notaríamos.
—Claro, claro…
El cruel cerebro de Doyle —niño
mimado de Carson City— trabajaba
mientras tanto con toda actividad.
Le gustaba la idea de que Tom
Donald fuese enterrado vivo. Y además
seria una cosa divertida, porque solo él
sabría la verdad. ¡Sólo él! Y nadie
podría ya molestarle cuando pusiese
cerco a Gladys, la cual le convenía
como esposa porque era el único
procedimiento que tenía para pagar sus
deudas antes de que su padre se enterara
de todo.
Pero ¿cómo asegurarse de que Tom
Donald estala realmente dentro?
Si invitaba a Harper a que abriesen
el ataúd y Tom se hallaba en su interior,
no iban a enterrarlo eso era seguro. Lo
más que harían sería echarle con cajas
destempladas del rancho, y él se
quedaría sin la más deliciosa Venganza
que hubiera podido imaginar.
Si dejaba que enterrasen el ataúd sin
abrirlo podía muy bien ser que Tom no
estuviera dentro. Y entonces, ¿cómo
demonios sabía él si estaba muerto o no,
si debía estar buscándolo o podía volver
tranquilamente a Carson City, seguro de
no verlo más?
Sólo había una solución.
Antes trataría de abrir el ataúd él, y
si Donald estaba dentro, le diría que no
se moviese ni hiciera ruido porque iba a
intentar algo para ayudarle y sacarlo de
allí. Donald lo creería. ¡Claro que lo
creería! No había en todo el Oeste un
tipo más simple que el. Confiando en su
amigo, no gritaría ni cuando oyese el
ruido de las paletadas de tierra. Luego,
al empezar a faltarle el aire, sí que
gritaría. ¡Claro que sí! un desesperado.
Pero ya sería demasiado tarde…
Doyle se pasó la lengua por los
labios, dominado por una secreta y
miserable emoción.
—Creo que debería usted pensar
bien eso, Harper —dijo luego, con voz
convincente.
—¿Por qué he de pensarlo?
—Verá, ese ataúd ha debido costarle
una fortuna.
—Más de lo que puedes imaginar.
¿Y qué?
—Todo lo que usted ha oído decir
son leyendas y patrañas. Deje pasar otra
noche, y si mañana a esta hora sigue con
la misma idea, yo mismo le ayudaré a
enterrar profundamente el ataúd.
—No quiero pasar otra noche
teniendo eso ahí dentro.
—¿Y por que no? Yo mismo lo
vigilaré. No tengo ningún miedo, puesto
que no creo en esas historias. Me dan
una manta y me pasaré toda la noche
junto a ese ataúd. No fuera, sino dentro
de la habitación. Y no necesitaré que
junto a la puerta pongan a nadie.
Harper, que paseaba a pasitos
cortos, se detuvo para contemplarle con
admiración.
—¿Tú serías capaz de hacer eso,
Doyle?
—¡Naturalmente!
—Pero ¿no tienes miedo? ¿Y si
realmente fuera cierto lo de Drácula?
Piensa que las armas nada pueden contra
él. Sus ojos hipnotizan. No tendrías
ninguna posibilidad de defensa…, ¡y tu
destino sería horrible! ¡Mañana estarías
convertido en un vampiro más!
Doyle encendió un cigarrillo
calmosamente, y luego lo arrojó al suelo
y lo pisó con el pie.
—Esto es lo que hago yo con el
Conde Drácula —dijo—: ponérmelo
debajo de la bota.
—Siempre me han gustado los
hombres valientes, Doyle, y en tu caso
aún más, puesto que no creí que lo
fueras
—exclamó
Harper,
con
admiración—. En efecto, me duele tener
que desprenderme de esa pieza de mi
colección, que es única en el mundo. He
pensado sepultarla al no saber de qué
otro modo resolver la situación, pero si
tú quieres hacer esa prueba… Si tú me
demuestras que nuestros temores no
tienen fundamento…
—¡Claro que lo demostraré! Pero si
veo al Conde Drácula, o tengo alguna
duda, yo mismo seré el que abra el hoyo
para enterrar ese ataúd.
Harper le estrechó conmovido la
mano.
—No sabes lo feliz que me haces,
muchacho. Siempre te estaré agradecido,
y si algo deseas de mí…
—Yo lo hago desinteresadamente…
Por usted haría cualquier cosa… Claro
que si me permitiera ver a Gladys con
más frecuencia…
—¿Es que Gladys te interesa? Nunca
lo hubiera sospechado.
—Naturalmente. Yo soy muy tímido.
—Si sales con bien de esa prueba, te
prometo darte carta blanca y que decida
ella, muchacho. En el caso de que te
acepte, yo me limitaré a daros mi
bendición.
Doyle volvió la cabeza para que
Harper no pudiera ver el brillo delator
de sus ojos.
En ése momento salió Orson,
también complemente arreglado y
afeitado.
Puso una cierta cara de sorpresa al
ver allí a Doyle, pero no hizo ningún
comentario.
Doyle ya contaba con ello. Orson,
quizá se porque dedicaba, a negocios
medio usurarios, era un hombre
extraordinariamente discreto. Jamás
salía de su boca una palabra de más,
mientras hubiera testigos delante. Y por
eso nada diría de modo que pudiese
oírle Harper. Incluso ni debía haber
hablado con éste de lo del ataúd. Todo
saldría a pedir de boca…
Lo único que debía procurar era no
quedarse solas con Orson, pues entonces
éste le diría todo lo que pensaba de él.
Pero en un rancho pequeño, y además
lleno de gente, era muy difícil quedarse
a solas con una determinada persona.
De modo que Doyle se frotaba las
manos satisfecho cuando todos se
sentaron a desayunar.
Gladys estaba pálida y parecía más
triste que nunca. Ni siquiera se fijó en
Doyle, limitándose a saludarle con una
inclinación de cabeza. Daba la
sensación de que la muchacha se
encontraba a cien millas de allí.
Mientras desayunaban, Burton se
acercó a la mesa.
—Tengo la sensación de que hay
alguien más cerca del rancho, señor
Harper
—dijo—.
No
sabría
explicárselo, pero según de donde viene
el
viento,
los
caballos
están
intranquilos.
—¿Quién crees que puede divertirse
estando en el desierto? Si el sol lo
quema todo…
—No lo sé, y por eso propongo
averiguarlo. Podría organizar una
patrulla dé cuatro hombres.
Harper movió negativamente la
cabeza.
—No quiero exponerme a que por la
noche no hayáis podido regresar aun,
Burton. Nada hay tan engañoso como el
desierto, y tú lo sabes. Os necesito a
todos aquí. Otra cosa seria si estuvieras
absolutamente seguro de que alguien
ronda cerca.
—No lo estoy, jefe…
—Pues entonces olvídalo. Y ahora,
Orson, Doyle y yo jugaremos una
partidita. Ya estaba cansado de no tener
a nadie con quién poder apostar un poco
fuerte.
Los tres hombres se pusieron a jugar,
y prácticamente no hicieron otra cosa en
todo el día. Las distracciones que podía
ofrecer el rancho eran tan mínimas que
estar en torno a una mesa jugando y
bebiendo casi resultaba lo mejor. En
cuanto a Gladys, se paso horas
bordando, sin mirarles ni una sola vez.
Cuando llegó la noche, Doyle se
dispuso a dormir en la habitación donde
estaba el ataúd.
Tomó una manta y se dejó conducir
por Harper. Fueron ellos dos solos los
que entraron en la habitación. El ataúd,
cuidadosamente cerrado, tenía un
aspecto siniestro a la luz temblorosa, de
la lámpara de petróleo.
Doyle, sólo al verlo, tuvo un
estremecimiento.
En aquel ataúd había algo. No se
sabía por que, pero resultaba mucho más
tétrico que todos los otros ataúdes que
habían existido en el mundo. Solo al
verlo uno ya tenía que creer
automáticamente que el Conde Drácula
había reposado allí.
Pero todo eso eran tonterías. Quien
reposaba ahora en el ataúd, era el infeliz
de Donald.
—No deje a nadie junto a la puerta
—insistió Doyle—. Y ocurra lo que
ocurra, no entren para nada aquí. Vengan
a buscarme mañana apenas salga el sol,
pero no antes.
Harper se dispuso a cerrar la puerta
de la habitación, tras dejar en el suelo la
lámpara de petróleo. Le temblaba la
barbilla.
—Vendré a buscarte mañana,
Doyle… —susurró— si aún corre
sangre por tus venas…
CAPÍTULO XVI
UN GRITO DE HORROR
Harper fue a su despacho, extrajo
una botella de whisky del cajón central
de la mesa y con ella en la mano fue a
sentarse en la sala destinada a comedor
le los vaqueros.
Todos los que estaban allí,
organizando los turnos de guardia para
aquella
noche,
se
volvieron
sorprendidos a mirarle.
Nunca habían visto así a Harper,
sentado a la mesa como un borracho,
con una botella de whisky delante de los
ojos.
Todos cuchichearon, sorprendidos,
no comprendiendo qué era lo que podía
ocurrirle.
Por fin fue Burton el que preguntó:
—¿Hay algo nuevo, patrón? ¿Alguna
preocupación más?
—No, nada.
—Si teme que alguien pueda entrar
en el rancho y hacer daño a su hija,
deseche esa idea. Nosotros montaremos
una vigilancia tan perfecta que será
imposible burlarla.
—No, no es eso. Al menos por esta
noche no creo que le vaya a ocurrir nada
a mi hija.
—Pues entonces…
—Estoy intranquilo y al mismo
tiempo tengo curiosidad por saber lo
que ocurrirá a Doyle. Se ha ofrecido a
pasar la noche entera junto al ataúd de
Drácula.
Burton palideció un instante.
—Ese tipo es un gallito, y si alguien
ha de palmarla por culpa del Conde
Drácula, no me disgustaría que fuese él.
Pero, desgraciadamente, nada le va a
ocurrir. El Conde Drácula ya no existe.
—Eso mismo pienso yo —dijo
Harper—. Y a ti ¿qué te parece, Orson?
Se había vuelto hacia su socio, que
escuchaba
distraídamente
la
conversación desde la puerta.
—Me parece que tiene razón Burton.
Todo lo del Conde Drácula son historias
del pasado, cosas que ya no existen. Lo
que ha querido Doyle es hacer méritos
ante ti sin costarle ningún esfuerzo.
Además, ¿qué tiene que ver Drácula con
este rancho?
—Creo que lo debes saber todo ya
—dijo Harper.
Y volvió a explicar bien la historia
del ataúd y la que le había ocurrido a
Sam la pasada noche.
Orson esbozó una sonrisita irónica.
—¿Qué te ocurre? —preguntó
Harper—. ¿Por que diablos sonríes de
esa manera?
—Porque me parece adivinar cuál es
el pensamiento de Doyle. Presencie
cierto suceso en Carson City, y creo que
sería capaz de enumerar detalle por
detalle la idea que ha tenido ese hombre.
—¿Y qué idea es esa, si puede
saberse?
Orson se sentó también a la mesa,
ante la botella de whisky.
—¡Bah, no te preocupes! Mañana
mismo, según lo que diga Doyle, te
explicaré lo qué sé.
—¿Y por qué no me lo explicas
ahora?
—Porque será mucho más divertido
si te lo explico mañana. Quiero saber lo
que cuenta antes de hablar yo.
—Eso si Doyle está mañana vivo.
—Lo estará, no te preocupes.
—Muy seguro pareces.
—Yo opino que el Conde Drácula
que se va a tropezar con él no es
demasiado peligroso.
—¿Cómo lo sabes?
—Inspiraciones que tiene uno.
—Podrías ser un poco más explícito,
Orson. Con tantos secretos y misterios,
no voy a poder dormir.
—No duermas. Una noche en blanco
no ha matado a nadie todavía. Y yo
también siento curiosidad por saber si
Doyle grita o no antes de que el sol
aparezca. Por qué no matamos las horas
continuando nuestras partidas de poker?
—Me parece una excelente idea.
—Pero hay que vaciar la botella,
¿eh? No debe quedar ni una gota cuando
amanezca.
—Nos beberemos ésta y otra más.
Para empezar se bebieron dos vasos
cada uno, y, ya más animados, iniciaron
la partida de naipes.
Burton, en pie junto a ellos, gruñó:
—Y nosotros, ¿qué hacemos? ¿No se
vigila el rancho esta noche?
—No creo que sea necesario —dijo
Harper—. Doyle es el único que está en
peligro, y él mismo ha pedido que no
haya nadie cerca de la puerta.
—Entonces, ¿podemos ir a dormir?
—Como unos benditos…
Todos los pistoleros se retiraron.
Sólo quedo en la gran sala Harper y su
socio Orson, los dos centrados en la
botella de whisky y en el juego que
desarrollaban sobre el tapete verde.
A ninguno de ellos se le ocurrió
pensar que Colman, uno de los
pistoleros más temibles de Nevada
estaba a un par de millas de allí,
preparando el ataque…
***
Colman contempló desde su
observatorio rocoso cómo las sombras
cubrían completamente el rancho.
El pistolero que estaba a su lado,
murmuró.
—Esta noche parece que no han
salido los centinelas.
—Puede que se hayan situado en
otros lugares y con la oscuridad no los
veamos.
—Todo el día ha estado eso
desguarnecido, durante las horas de más
fuerte sol pudimos haber iniciado el
ataque. Es seguro que les habríamos
pillado desprevenidos.
Colman, se pasó una mano por su
espesa barba, tenían agua para beber un
par de días más, pero no podían
permitirse el lujo de afeitarse. Y aquella
situación ya le estaba resultando
intolerable.
—He estado pensando —dijo en voz
baja— y creo que, no sé porqué razón,
esa gente teme que alguien les ataque de
noche, y en cambio se confían
extraordinariamente durante el día. Eso
me ha hecho darme cuenta de que
debemos
variar
nuestro
plan.
Atacaremos justamente después del
amanecer, cuando todos se retiren a
dormir.
—Ya estoy impaciente. Además, en
ese rancho deben tener agua en
abundancia.
—La suficiente para afeitarnos y
poder organizar luego un pequeño festín.
Pero eso será cosa que podremos ver
dentro de pocas horas. Mientras tanto, di
a los hombres que descansen y que estén
listos para la salida del sol.
—¿Y ese tipo llamado Larry?
¿Atacará con nosotros?
—Naturalmente que sí. Lo que le
interesa es el botín. Ha visto que
tenemos en perspectiva un buen golpe y
se nos ha unido pensando aprovecharse,
de la situación. También es posible que
la chica le importe algo, aunque no lo
demuestra. Sin duda lo que pretende es
quedarse con ella y con el oró del ataúd.
Pero todavía no ha nacido el tipo capaz
de engañar a Colman.
—¿Qué piensas hacer?
—Será fácil acabar con él cuando
iniciemos el ataque al rancho. Y ahora
no hablemos más, porque tengo la
sensación de que los ojos de ese tipo
están en todas partes. Di a los hombres
que descansen y que estén preparados
para cuando salga el sol.
—¿Vas a descansar tú también?
—Yo tengo algo mejor que hacer.
—¿La chica…?
Colman
sonrió
siniestramente,
entornando sus ojitos brillantes.
—Me he cansado de esperar. Llevo
demasiado tiempo junto a ella para no
terminar enloqueciendo.
Descendieron
los
dos
del
observatorio, y mientras el pistolero
transmitía a los demás las órdenes de
Colman, éste se dirigía con lentitud
hacia la manta donde descansaba la
muchacha.
Ella, que había empezado a
dormirse, levantó la cabeza bruscamente
al oír el ruido de sus espuelas.
Una tímida luna en cuarto creciente
iluminaba la expresión de Colman,
cuyos ojos estaban fijos como de una
serpiente en los labios de Lorna. Ella
tuvo un estremecimiento y se echó
instintivamente hacia atrás aunque no
gritó, porque comprendió que sería
inútil.
Colman se acercó un poco más. Sus
espuelas tintinearon.
—Estás tan hermosa… —jadeó.
—¡Déjame! ¡Si te atreves a…!
—¿Qué es lo que va a ocurrir si me
atrevo? ¿Quién crees que va a
defenderte?
—Yo.
La voz partió rotunda a espaldas de
Colman. Este se volvió, lanzando una
salvaje imprecación, al reconocer que
aquella voz era la de Peter Halloran.
—¿Tú, muñeco…?
—Me falta la mano derecha, pero
todavía puedo manejar el puño
izquierdo.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué no lo
intentas?
Los ojos de Colman brillaban de
placer. Se tensaron los músculos
poderosos de su cuerpo.
—¿Por qué no lo intentas? —repitió.
Antes de que Peter pudiera iniciar un
movimiento saltó él. Con las dos manos
engarfió el cuello de su adversario y lo
obligó a ponerse de rodillas gritando dé
dolor.
Lorna gemía desesperadamente
también, como si el dolor que estaba
sufriendo su hermano torturara su propia
carne.
—¡Déjalo, Colman! ¡Haré lo que
quieras…! ¡Déjalo!
Pero Colman ya no la oía. Estaba
dominado por la fiebre que le había
convertido en un monstruo inhumano, la
fiebre obsesionante de golpear y matar.
Hizo un hábil movimiento, y obligó a su
adversario a caer al suelo como un
guiñapo. Entonces le apresó una pierna y
giró sobre sí mismo retorciendo y
haciendo un salvaje torniquete con ella.
Peter comprendió que iba a
rompérsela en varios pedazos. Gritó
desesperadamente:
—¡Nooo…!
Colman lanzó una carcajada.
Siguió apretando.
Los ojos de Lorna fueron
desesperadamente del rostro del
pistolero al rostro de los otros, busco
vanamente en alguno una huella de
piedad. Pero dos contemplaban el brutal
espectáculo con una expresión lejana e
indiferente, como si aquello fuese lo
más vulgar del mundo. Larry Percival ni
siquiera prestaba atención. Con
expresión distraída, mientras los
lamentos de Halloran se hacían
desgarradores, estaba encendiendo un
cigarrillo.
Lorna tuvo la sensación de que
nunca olvidaría, aunque viviera cien
años,
aquella
expresión
tan
despiadadamente tranquila de Larry
Percival.
Su odio creció como una llamarada
salvaje dentro de su pecho.
—¡Miserables! —aulló—. ¡Perros
rabiosos del desierto! ¡Mi hermano es
un inválido, un pobre inválido…! ¿Vais
a consentir que…?
El gemido de Peter Halloran le heló
la sangre en las venas.
Peter acababa de perder el
conocimiento. Colman soltó entonces su
pierna, que cayó como una cosa muerta.
—Le dije que nunca más sería un
hombre —sonrió el pistolero—, y no
hago más que cumplir mi palabra. No he
acabado de romperle los huesos porque
tengo cosas mejores que hacer. Pero no
podrá andar en mucho tiempo.
Y al decir «cosas mejores que
hacer», Colman dirigió su mirada
maligna hacia la caída figura de Lorna.
Esta se estremeció, dándose cuenta
de que estaba perdida.
Nada podía esperar ya, como nada
puede esperar la víctima herida entre el
grupo de chacales.
Pero de repente vio que Colman se
estremecía, ahogando un gemido,
mientras su mano derecha volaba hacia
sus ojos.
Larry acababa de arrojarle a la cara
el cigarrillo que con tanta calma
encendiera unos segundos antes.
CAPÍTULO XVII
SOLO CONTRA TODOS
EL asombro de Colman ante aquella
agresión que no esperaba, le dejó
paralizado unos instantes. El único gesto
que hizo fue doblarse a causa del dolor,
pues parte de la ceniza ardiente arrojada
por Larry había penetrado en uno de sus
ojos.
—¡Maldito…! —jadeó.
Sus cuatro pistoleros también
quedaron paralizados por unos instantes,
sin saber qué actitud adoptar.
El deseo de ayudar a su jefe estaba
frenado por el respeto que infundían los
revólveres de Larry.
—No he intervenido mientras
maltratabas
a
Halloran
—dijo
aburridamente éste— porque yo tengo
una cuenta pendiente con él y rodas las
cosas malas que puedan ocurrirle no me
importan. Pero lo de la chica es distinto.
Me fastidia que una hiena le ponga las
zarpas encima.
Colman, con un violento esfuerzo,
logró serenarse. Comprendía que era
hombre muerto si llegaba a perder los
nervios ante un pistolero como Larry.
—¿De modo que te interesa la
muchacha? —silabeó.
—No he dicho tanto.
—Por lo que veo, te gustaría que te
enterrase junto a ella.
—Hay compañías peores.
—¿Y si antes te obligo a presenciar
cómo mis hombres la matan?
Larry lanzó una carcajada.
—Es curioso. ¿Desde cuándo cinco
cadáveres pueden matar a una mujer?
Hablaba con tal seguridad, con tanto
aplomo, los cinco pistoleros sintieron a
la vez que un escalofrío les recorría la
espalda. Larry hablaba incluso tono
aburrido, como si matar a aquellos
hombres fuera algo por lo que no valiera
la pena dé tomarse trabajo.
—¿Es que crees que puedes
vencernos? —bramó Colman, fuera de
sí.
—¿Por qué no lo probamos?
Uno de los forajidos, intentando
hacer méritos delante de su jefe, movió
la mano derecha con demasiada rapidez.
Hubo un parpadeo veloz en los ojos
Larry y un fruncimiento
casi
imperceptible de sus labios. Cuando
aquello cesó, en su mano derecha ya
había aparecido un «Colt» y ese «Colt»
estaba vomitando fuego.
El pistolero lanzó un gemido de
horror y se llevo instantáneamente las
manos a los ojos, atravesados dos
balazos.
La terrible exhibición dejó mudos de
estupor a todos. Incluso el mismo
Colman, que creía estar acostumbrado a
todo, sintió que se le secaba la garganta.
Bruscamente se dio cuenta de que nunca
podría vencer a aquel hombre y de que
estaba perdido sin remedio.
Pero Larry, respondiendo a la
primera agresión, había perdido unos
segundos preciosos. Viendo caer a su
primer enemigo no se pudo dar cuenta
de que otro de los pistoleros había
movido hábilmente la mano izquierda,
que tenía apoyada en una roca alta como
su cabeza.
Sobre esa roca había un poco de
arena depositada allí por el viento. Y
esa arena fue a parar bruscamente a los
ojos de Larry, quien por un movimiento
instintivo los tuvo que cerrar mientras se
encogía sobre sí mismo.
Cegado por completo disparó
haciendo un movimiento de abanico,
para cazar a todos sus enemigos. Pero
ninguno de éstos era tonto. Colman y los
tres hombres que quedaban vivos ya se
habían arrojado al suelo.
Les bastaron unos segundos para
saltar todos a la vez sobre Larry, con
velocidad de gamos. Lorna lanzó un
grito de aviso, pero ese grito ya llegó
tarde.
Tres
hombres
aplastaron
materialmente a Larry, arrancándole las
armas y golpeándole salvajemente con
las culatas.
No pudo defenderse. Con el rostro
bañado
en
sangre,
perdió
inmediatamente el sentido.
Colman se levantó jadeando. En sus
ojos brillaba el odio más atroz. La
pasión de la venganza le dominaba.
Uno de sus hombres le puso un
cuchillo en la derecha.
—Ábrele en canal tú mismo,
Colman, Será hermoso verlo.
Pero Colman había logrado sonreír
otra vez, con una cruel sonrisa cuadrada.
—Ya no hay sorpresa posible para
el ataque a rancho. Han tenido que oír
los disparos y necesitamos obrar con
rapidez. Tengo pensada una muerte me
para nuestro buen amigo Larry Percival.
Una muerte que nos será útil y, además,
resultará mucho más sonada. El nos
ayudará a vencer toda la resistencia! nos
puedan hacer en el rancho. ¡Pronto!
¡Traed el caballo más veloz y todas las
botellas de nitroglicerina! ¡La noticia de
la muerte de Larry Percival pronto se va
a «oír» en todo el desierto de Nevada!
CAPÍTULO XVIII
EL MISTERIO DEL ATAÚD
Orson deposito las cartas sobre la
mesa y dijo:
—Poker de ases.
En aquel momento sus dedos se
tensaron.
—¿No has oído? Parecen disparos.
—Sí, y juraría que suenan en el
mismo lugar que anoche.
—Pues esos no son viajeros
normales. No estarían en el mismo sitio.
El desierto tiene ecos extraños. No
hagas demasiado caso.
Pero ya Burton y Sam se acercaban
después de levantarse de la cama.
Estaban a medio vestir, aunque
empuñando sus armas.
—¿Ha oído, jefe?
—Sí. Salid al exterior y ved si
divisáis alguna cosa.
—¿No formamos una patrulla?
—Os necesito aquí.
—Bien, jefe.
Orson apuró de un trago el vaso de
whisky que tenía preparado sobre la
mesa.
—Yo también salgo. Tengo más vista
que todos esos.
Harper vaciló.
—Oye, Orson, no me dejes solo…
—Pero ¿por qué?…
—Sé que no tiene sentido, pero todo
esto me crispa los nervios. Creo ver
ojos extraños que me miran desde todas
las ventanas.
—¡Bah! Lo que tienes son nervios. Y
creo que no vamos a tener que luchar
contra fantasmas, sino contra hombres
de carne y hueso. Estaré sólo unos
minutos en el porche.
Salió.
Los disparos habían cesado. Ahora
el más espantoso silencio rodeaba el
rancho donde reposaba el ataúd de
Drácula.
Harper, solo en la gran nave, sintió
cómo se le erizaban los pelos de la
nuca.
No hubiera sabido explicar por qué,
pero le dominaba la sensación de que
unos extraños ojos, unos ojos siniestros
y diabólicos, le vigilaban.
Aquel, silencio espantoso le
contrajo la garganta impulsándole a
lanzar un grito de horror.
La brusca aparición do Orson en la
puerta, lo impidió. Sólo al verle, Harper
ya se sintió más tranquilizado.
—¿Qué hay, Orson?
Este llevaba en la mano un «Colt
Frontier», que volvió a guardar en la
funda sobaquera, bajo su levita.
—Simple precaución —le dijo—.
No me gusta que me den sorpresas en un
porche oscuro.
—Pero ¿es que has visto algo?
—Nada. Ni una sombra. Todo esto
está más tranquilo que un cementerio.
—Podías haber buscado otra
comparación, cuerno.
—¿Es que aún estás tan nervioso?
No te quitas de la cabeza la idea de
Drácula, ¿eh?
—Hay momentos en que no creo, en
nada de eso, pero apenas llega la noche,
no sé qué me pasa.
—Yo, en cambio, tengo mucho más
temor a los hombres de carne y hueso.
Esto se encuentra muy aislado, amigo. Y
no me extrañaría que alguien merodeara
por aquí, creyendo cualquier cosa. Por
ejemplo, que tienes un tesoro oculto.
—¡Pero si fuera de mis antigüedades
aquí no hay nada!
—¿Y crees que una cuadrilla de
pistoleros pensaran eso a primera vista?
—¿Opinas, pues, que esos disparos
pueden proceder de una cuadrilla de
forajidos?
—¡Quién sabe! Yo no afirmo ni
niego nada, pero lo que sí digo es que no
tienes que temer nada de un fantasmal
Conde Drácula, sino de una pandilla de
granujas armados de buenos «Colt».
Harper intentó animarse con un vaso
de whisky, pero al llenarlo le temblaba
la meno.
—Sigues pensando en Doyle,
¿verdad? —preguntó Orson.
—Sí, no puedo negarlo.
—Pues eso tiene una solución bien
sencilla. Vamos, a ver qué tal duerme.
—No, no, espera… ¿Y si entramos
cuando esta allí el Conde Drácula?
—¡No digas idioteces!
—De todos modos prefiero aguardar
a que haya por lo menos, un rayo de sol.
Y llevare un crucifijo.
—Eso me parece bien.
—¿Jugamos
una
partidita,
entretanto?
—Como quieras.
Jugaron, pero Harper era incapaz de
ligar una sola combinación. Orson, en
cambio, estaba tan tranquilo como si se
dispusiera a asistir a una boda. Burton y
sus hombres fueron entrando a poco y
diciendo que no habían encontrado nada.
Al verlos allí, Harper ya se fue
sintiendo más tranquilo, pero aun así no
ligaba ninguna jugada.
—Si seguimos así te voy a
desplumar —dijo Orson.
—¿En qué piensas?
—En Doyle, y en ese maldito ataúd.
—Pues hagamos lo que te dicho
antes: veamos qué tal duerme. ¿También
te causa tanta impresión teniendo aquí a
todos tus pistoleros?
—Tú piensas que estoy haciendo él
ridículo, ¿verdad?
—No pienso nada. Lo que me parece
es que deberías salir de dudas.
—Está bien; vamos a despertar a
Doyle. Burton haz el favor de venir con
dos de tus hombres; tened las armas
preparadas.
Mientras se dirigían a la habitación
donde está el ataúd, Orson gruñó:
—Nunca he escuchado una historia
más estúpida que esa. ¡Mira que hacer
caso de semejantes historias!
Fue él mismo quien abrió la puerta.
La escena del interior quedaba
iluminada con perfecta claridad, pues la
lámpara de petróleo aun continuaba en
el suelo. Doyle se hallaba también allí,
Tendido sobre la manta a los pies del
ataúd cerrado. Estaba quieto, como
dormido. Hasta hubiérase dicho que su
expresión era feliz.
No obstante, en él había algo.
¡Algo que hizo lanzar a Harper un
gemido de horror!
¡Aquella blancura lívida de la tez de
Doyle! ¡Aquellas manos tan delgadas y
tan espantosamente quietas! ¡Aquellas
manchas de sangre en su cuello! ¡Y
aquellas siniestras señales de los
dientes del vampiro, justo en el lugar
por donde le había sido arrancada la
vida!
***
Colman contempló a su enemigo
atado a la silla del caballo, el cual
llevaba sólidamente sujetas a su pecho y
a su cabeza varias botellas de
nitroglicerina completamente llenas.
Larry, que ya había recuperado el
conocimiento, sonreía secamente.
—¿Qué idea has tenido, Colman?
¿Por qué lleva este pobre animal
botellas de nitroglicerina atadas al
pecho y a la cabeza?
—Porque vas a hacer con él tu
último viaje.
Larry suspiró aburridamente.
—Bueno, no me quejó… Hay
compañías mucho peores que un caballo
para el último camino de un granuja,
como yo. Los caballos, al fin y al cabo
son animales nobles. Pero ¿para qué
tantas complicaciones? ¿Por qué no me
despachas de un tiro?
—Irás al galope hasta el rancho, y te
estrellaras contra una de las paredes.
Nosotros nos ocuparemos de enloquecer
al caballo disparando continuamente
entre sus piernas. Y tú no podrás desviar
su
dirección
porque
estás
completamente atado.
—Tiene gracia. ¿Y qué vais a
conseguir?
—Que nuestro ataque sea tan
perfecto como si lo hubiéramos hecho
anunciar por una andanada de artillería.
Desmoralizaremos completamente a los
hombres de ahí abajo, y en la explosión
morirán algunos de ellos.
La sonrisa de Larry se hizo burlona.
—De modo que un caballo a galope,
¿eh? ¿Y no piensas, que las botellas van
a estallar mucho antes que yo llegue al
rancho?
—Están completamente llenas, para
que el líquido no baile, y además muy
bien sujetas. Siempre he llevado encima
la nitro, desde que hice varios asaltos a
unas minas, y nunca me han explotado si
yo no quise. Pero si explotara antes de
tiempo, sería igualmente eficaz. Tú
saltarías en mil pedazos, que es lo que
más me interesa. Y la atención de los
que guardan el rancho se concentraría en
la explosión, lo que me permitiría atacar
por otro sitio y cazarlos a todos por
sorpresa. Sólo necesitamos ocho o diez
minutos de galopada para llegar hasta
allí.
—No es mala idea. Pero lo siento
por el caballo. ¿Qué te ha hecho él?
—Ningún animal me inspira
compasión.
—A mí tampoco, Colman. Por eso
no me inspiras compasión tú.
—¿Estás perdido y todavía galleas?
—Aún no me has metido en el ataúd,
Colman.
La frase hizo gracia al forajido, que
lanzó una carcajada.
—¡Claro que no te he metido en el
ataúd, Larry! ¡Ni podré hacerlo nunca!
¿Qué crees que va a quedar de tu
maldito cuerpo cuando la nitro estalle?
—Eso pregúntamelo después de la
explosión.
En aquel momento, Peter Halloran,
arrastrándose sobre la arena, balbució
mirando a Larry.
—Siento haberle juzgado mal,
amigo. Me gusta la gente que se ríe de
sus verdugos a un paso de la tumba.
Larry le miró. Realmente, el estado
de Peter Halloran era más que
lastimoso. Ya no parecía un hombre,
sino un pobre gusano al que en cualquier
momento Colman podía aplastar.
—Yo no me río —dijo Larry—.
¡Estoy llorando!
Halloran, a pesar de los terribles
calambres que estremecían su cuerpo,
logró esbozar una sonrisa.
—Si intentamos entregarte al sheriff
y ganar la recompensa fue porque Lorna
y yo éramos más que pobres, muchacho.
Pero no te explico esto para que me
perdones, sino para darte a entender que
me considero en deuda contigo. Colman
te matará, pero yo mataré a Colman.
—La próxima cosa que haga —dijo
el aludido viéndose hacia él— será
arrancarte la lengua.
—Pero yo no te mataré con la
lengua, Colman, sino con mi mano
izquierda. Harás mejor preocupándote
de ella en primer lugar.
—De lo que me ocupo en primer
lugar —dijo Colman, con una mueca—
es de liquidar a Larry y apoderarme de
lo que hay en ese rancho. Tú, convertido
en un gusano, no me puedes hacer ningún
daño. Luego cuando tenga el oro,
buscaré una muerte divertida para ti y un
lugar tranquilo donde poder comprobar
cómo saben los labios de tu hermanita.
—¡Canalla…! Larry suspiró:
—Ahórrate palabras, Halloran. Lo
que necesitas es reponerte y esperar tu
oportunidad. Ya la tendrás descuida. Y
ahora, Colman, ¿por qué no obligas a
andar a este pobre caballo, a ver si
terminamos de una vez con tanta
comedia?
Rechinaron los dientes del forajido.
—Si tanta prisa tienes por acabar…
Dio un violento golpe a las ancas del
caballo. Este inició en seguida un trote
largo descendiendo de colina hacia la
parte lisa del desierto, donde estaba el
rancho. Era un animal brioso y además
estaba deseando galopar después de dos
días de inmovilidad. Pronto su trote se
convirtió en una galopada alegre hacia
el rancho, donde su instinto le advertía
de presencia de otros caballos y le decía
que iba a encontrar una cuadra y agua en
abundancia.
Lorna musitó:
—El caballo va hacia el edificio.
Pensé que en el último momento lograría
desviarlo. No tiene salvación…
Colman la oyó y se volvió sonriente
hacia ella.
—Claro que no la tiene. Pero es
necesario que ese caballo enloquezca,
porque de lo contrario se detendrá ante
el rancho. Nosotros nos ocuparemos de
eso. ¡Vamos, muchachos, disparad con
vuestros rifles contra las patas del
animal! Y en seguida…, ¡todos a
caballo! ¡Listos para el ataque!
Tres pistoleros levantaron sus rifles.
Colman gritó:
—¡Fuego!
Las balas restallaron entre las patas
del caballo, cuyo galope se convirtió de
pronto en una carrera desenfrenada y
rabiosa.
CAPÍTULO XIX
TEMPESTAD DE VIOLENCIA
Harper, al ver el cuerpo de Doyle
tan espantosamente inmóvil, al darse
cuenta de que en su cuello estaban las
marcas de los dientes del vampiro,
sintió que sus rodillas vacilaban y
estuvo a punto de caer.
Orson tuvo que sujetarle.
—Cuidado —dijo con un soplo de
voz—. Hay que tener serenidad.
Pero él mismo estaba pálido como
un muerto —casi tan pálido como Doyle
— y necesitó apoyarse en la jamba de la
puerta.
—Es increíble… —balbució.
Sam, que se hallaba en el umbral,
lanzó un grito y se echó hacia atrás,
llevándose las manos a los ojos.
Burton fue, en apariencia, él que se
conservé más sereno.
Se acercó al cuerpo de Doyle, puso
una rodilla en tierra y le tomé el pulso
como si quisiera convencerse de que
estaba bien muerto. Esto le fue fácil de
comprobar, incluso al simple tacto, pues
el cadáver empezaba a estar frío. Luego
examinó las marcas del cuello.
—Son dientes —dijo.
Orson se arrodilló junto a él.
—Dientes humanos, aunque algo más
afilados, lo que es normal. ¡Los dientes
de Drácula!
Ante aquella sola palabra, hubo en
los ojos de todos como una luz de
horror.
—No es posible —dijo Harper—.
No puedo creerlo…
—Yo tampoco lo creía hasta hace
unos
instantes
—dijo
Orson,
pesadamente—, pero ahora empiezo a
convencerme de lo contrario. A Doyle le
ha sido chupada toda su sangre por un
vampiro, por un ser de ultratumba que ha
logrado dominarle, como lo prueba el
que ni siquiera se ha movido ni ha
intentado defenderse. No hace falta ser
muy listo para comprender que ese ser
de ultratumba es Drácula… ¡cuyo ataúd
está precisamente aquí!
Se oyó otro gemido entrecortado de
Sam mientras Burton lanzaba una
imprecación y desenfundó su revolver.
—Muy bien. Si ese es su ataúd y él
está dentro va a hacerle mal provecho la
sangre de Doyle. ¡Apártense! ¡Veremos
sí ese conde Drácula sabe digerir el
plomo!
Se disponía ya a apretar el gatillo
cuando Orson le disuadió con un gesto.
—No lo hagas, Burton. Drácula no
puede estar ahí. No volverá a encerrarse
hasta que salga el sol puesto que durante
la noche entera vaga en busca de sus
víctimas.
—¡Pues entonces le esperare y le
vaciare doce onzas de plomo en la
cabeza! ¡Veremos qué tal le sientan!
—No te preocupes —dijo Orson con
serenidad—.
Drácula
puede
considerarse muerto.
Todos le miraron con estupor,
olvidándose incluso de la presencia del
cadáver de Doyle.
—¿Qué dices? —susurró Harper.
—Digo que la muerte de Doyle nos
ha sido de mucha utilidad. Ahora
sabemos con completa seguridad que
Drácula está aquí. Sabemos también con
certeza que sólo en un sitio se va a
encerrar cuando empiece a asomar el
sol, y ese sitio es el ataúd que tenemos
delante de los ojos…
—¡Entonces yo me largo! —gritó
Sam.
Orson no le hizo caso.
—Cuando Drácula se encierre en su
ataúd —terminó— estará completamente
indefenso. Estará, tan indefenso como
una rata herida y metida dentro de una
jaula. Podremos hacer lo que queramos
con él.
—Por ejemplo, acribillarlo con
nuestros rifles —sugirió gozosamente
Burton.
—Las balas nada podrían contra él.
Pero hay dos Magníficos sistemas para
acabar con ese monstruo. Uno,
atravesarle el pecho con una barra de
hierro; otro, sacarlo a la luz del sol. ¿Os
imagináis a Drácula achicharrado por el
sol del desierto? ¡Se deshará
completamente, se convertirá en humo!
¡El sol destruye a los vampiros!
Harper pareció convencido.
—Tú eres el qué tiene más sentido
común, Orson. Se hará como tú dices.
¡Pero hay tantas cosas que no me
explico! ¿Cómo Drácula ha podido venir
aquí?
—La existencia misma de Drácula
es un misterio que tú nunca te podrás
explicar, Harper. Posee secretos que
nosotros no conocemos. Es un ser de
ultratumba, y nosotros somos simples
mortales.
—Pero Doyle…
—Doyle ya no es un simple mortal
—dijo Orson—. Todas las víctimas de
Drácula se convierten en vampiros a su
vez, y están condenados a un horrible
vagar por el mundo de las tinieblas.
Pero Doyle no empezará a ser peligroso
hasta mañana por la noche para entonces
ya lo habremos destruido. Sufrirá la
misma suerte que Drácula, ya que no
queda otro remedio: o la barra de hierro
en su pecho o el sol del desierto.
—Entonces, ¿debemos dejarlo todo
así? —preguntó Harper.
—Exacto.
Harper cerró la puerta. Todo su
cuerpo tembló como una llama a punto
de apagarse.
—Burton, reúne a todos los hombres
—dijo.
En aquel momento sonaron disparos,
cada vez más próximos, y todos
corrieron hacia el porche.
Una vez allí, la luna les mostró
claramente un caballo que avanzaba
enloquecido hacia el rancho en línea
recta. Sobre la silla iba un jinete, pero
estaba tan rígido que se adivinaba que
no ejercía el menor control sobre su
montura.
Eran ocho pistoleros los que estaban
en el porche sin contar a Harper ni a
Orson. Todos tenían ya las armas
dispuestas, y apuntaron al caballo y al
jinete.
Mientras, Larry hacía esfuerzos
desesperados para librarse de las
cuerdas que lo mantenían sujeto a la
silla, pero sabía que nada iba a
conseguir. Los nudos estaban bien
hechos.
Tampoco podía desviar el caballo,
que avanzaba en línea recta hacia el
rancho. Destruiría a los diez hombres
que había en el porche y daría el triunfo
a Colman, cuyo plan habría resultado
perfecto.
Faltaban tan sólo unas treinta yardas.
Veinticinco.
Veinte…
Los
hombres
le
apuntaban
cuidadosamente, queriendo asegurar la
puntería. Pensando en ellos, no en sí
mismo —puesto que su vida ya la
consideraba perdida—, Larry gritó:
—¡Apartaos! ¡El caballo lleva nitro!
¡Apartaos!
Ante aquel simple aviso, hubo una
desbandada, solo Burton, que empuñaba
un rifle y estaba rodilla en tierra, no se
movió.
—¡Quítate de en medio, imbécil! —
gritó Larry.
Burton hizo un solo disparo, segando
la cincha del caballo que pasaba por
debajo de su vientre. A consecuencia de
eso la silla saltó, y Larry, atado aún a
ella, salió despedido por los aires. El
caballo, levemente herido, se encabritó
un instante.
Burton apuntó ahora a la cabeza del
animal, buscando dejarlo seco a la
primera bala.
—¡No tires! —aulló Larry—.
¡Cuando el animal caiga la nitro hará
explosión!
Estas palabras fueron unidas a una
soberbia flexión de sus piernas y a un
increíble salto, todavía sujeto a la silla.
Cayó delante del caballo y con los
dientes, sujetó las riendas, colgándose
de ellas con todo su peso.
Larry había hecho esto algunas
veces, por simple entrenamiento, pero
nunca en su vida lo había logrado con tal
perfección.
El caballo hundió la cabeza, intentó
encabritarse otra vez y no pudo.
Resoplando, dio un par de coces y se
quedó clavado en el sitio.
Medio minuto después, Burton, Sam
y otros habían llegado junto al animal, al
que inmovilizaron, mientras intentaban
tranquilizarle.
Larry abrió la boca y soltó las
riendas.
—¡Cuidado! —jadeó—. Hay que
retirar esas botellas. No hagáis ni un
solo movimiento en falso o todo se irá al
infierno.
Pero los pistoleros de Harper habían
sido contratados precisamente para
proteger las minas, y entendían de nitro
tanto como el primero. Retiraron las
botellas en un santiamén y sin peligró
alguno.
Luego Burton desató a Larry.
—No perdáis tiempo —dijo éste—.
Mientras vosotros estáis aquí, cuatro
hombres van a atacar el rancho por otro
lado.
—¿Cómo lo sabes?
—Yo estaba con ellos.
—¿Si? ¿Y quiénes son?
—Colman y tres de sus granujas.
—Colman…
El nombre había sido pronunciado
por Burton con una especie de
supersticioso temor.
—¿Estás seguro? ¿Quién eres tú?
—Me llamo Larry Percival y soy tan
granuja como ellos, pero en este caso
espero resultaros útil. ¡Y no perdáis ya
más tiempo! ¡Disponeos para hacerles
frente, diablos!
Burton se dio por convencido.
Aulló:
—¡Eh, muchachos! ¡Todos con las
armas listas detrás de las ventanas y el
porche! ¡Vamos a tener una fiesta! ¡En
cuanto veáis a un jinete por cualquier
sitio, tirad a matar!
Todos se dispusieron a obedecer la
orden, deshaciendo el grupo que
formaban en torno a Larry.
Pero ya era demasiado tarde.
Cuatro jinetes habrán aparecido en
la esquina del rancho, pillándolos
desprevenidos y amontonados.
Y un verdadero huracán de plomo se
abatió sobre Larry y los pistoleros de
Harper.
CAPÍTULO XX
SÓLO SOY UN GUN-MAN
Los primeros balazos, habían
alcanzado a dos de los pistoleros de
Harper. Cazados por sorpresa y sin
tiempo para cubrirse, ofrecieron un
blanco demasiado bueno para Colman y
sus hombres.
Y éstos, cuando tiraban, tiraban a
matar.
Pero los tipos que había contratado
Harper para su defensa personal no eran
unos novatos. La rapidez con que se
deshizo el grupo, dejando de ofrecer
blanco, fue sencillamente maravillosa.
En fracciones de minutos, los granujas
de Colman, sólo tuvieron delante a dos
cadáveres y un solo hombre vivo, que
estaba entre ellos.
Aquel hombre era Larry.
Larry había sentido zumbar el plomo
a su alrededor, y los dos pistoleros
alcanzados cayeron junto a el. Para un
hombre experimentado era fácil notar al
primer instante que los balazos habían
sido mortales su impulso instantáneo fue
arrojarse sobre el más cercano de
aquellos hombres y arrancarle el arma
de las manos.
A pesar de la penumbra aquellos
hombres acostumbrados a luchar se
distinguían como a plena luz del sol. Sus
disparos eran mortales.
Colman reconoció a Larry.
—¡Me interesa la piel de este
hombre! ¡Que no se salve esta vez!
Pero Larry ya tenía un revólver en la
mano derecha. Tiró una décima de
segundo demasiado pronto sin apuntar lo
suficiente, y la bala hizo volar el
sombrero de Colman y trazó una línea
sangrienta entre sus cabellos, sin herirle
de gravedad.
Por el contrario, ese balazo le salvó
la vida.
Al tambalearse, estando a punto de
caer de la silla, logró que el segundo
disparo de Larry —que ahora había
tirado sobre seguro— saliese más
desviado aún. El joven lanzó una
imprecación.
Estaba perdido, pues ahora los
cuatro jinetes se le echaban encima. Vio
que dos de ellos le tenían encañonado
ya.
—¡Esto me gusta! —gritó Larry,
mientras lanzaba una salvaje carcajada y
saltaba de costado.
Siempre le había parecido que sería
hermoso morir de pie, acribillado a
balazos por varios jinetes lanzados a
galope contra él.
Su revólver, entretanto, se puso a
funcionar.
Larry disparó con esa fría e
inflexible indiferencia del que sabe que
lo tiene todo perdido y aspira a llevarse
por delante a unos cuantos compañeros
para el último viaje.
Los dos hombres que ya le estaban
apuntando sintieron como un choque en
sus frentes cuando apretaban los
gatillos. Ninguno de los dos se dio
cuenta de que su cabeza se había partido
en dos mitades y dé que sus balas habían
salido completamente desviadas, sin ni
siquiera rozar a Larry.
Los caballos, que venían lanzados,
ya no pudieron frenar, y eso permitió a
Larry librarse de una muerte segura
cuando Colman disparó contra él.
Lo que hizo fue lanzarse sobre uno
de los caballos, como si fuese a
montarlo, pegándose a su costado y
empleándolo como parapeto. La certera
bala de Colman, que debió haber matado
a Larry, hirió ligeramente al animal en el
anca izquierda.
Entretanto, Burton y los restantes
hombres —quedaban seis pistoleros
vivos en total— habían reaccionado.
Dispersos a lo largo y a lo ancho de
una amplia zona, hubieran podido
acabar fácilmente con una banda mucho
más nutrida que la de Colman. Y además
se dieron cuenta de que sólo tenían
enfrente a dos enemigos vivos.
Burton gritó:
—¡Bueno, muchachos…! ¡Cuando
amanezca quiero sus cadáveres puestos
a secar al sol!
Aquel grito hizo darse cuenta a
Colman de la terrible situación en que se
hallaban él y su compañero. Fue una
cosa instantánea. Al ver que sólo eran
dos, creyó sentir ya en su piel la
quemadura lacerante de las balas.
—¡Vamos! —aulló.
Hizo dar vuelta a su caballo, con una
fantástica rapidez, y galopó junto coa su
único pistolero para huir del huracán de
plomo que se les venía encima. Escogió
acertadamente una zona donde las
sombras eran más espesas, y eso les
salvó de morir a los primeros balazos.
Los proyectiles sólo les rozaron,
entonando una sinfonía de muerte.
Pero al escoger aquella zona para su
huida, Colman debía pasar forzosamente
por el porche delantero del edificio.
Y los hombres de Burton no eran
unos incautos. Inmediatamente se habían
apostado tres de ellos en aquel lugar,
con las armas dispuestas y bien
protegidos por la baranda.
Colman y su compañero tenían que
pasar escasamente a veinte yardas. Su
muerte era tan segura como si ya
estuviesen metidos dentro de los
ataúdes.
—¡Listos! —gritó uno de los del
porche—. ¡Fuego…!
Colman se dio cuenta de que estaba
irremediablemente perdido, de que iba a
morir.
No podía volver atrás porque
entonces caería bajo el fuego de los que
ya le cortaban la retirada. Y si pasaba
por delante del porche haría el mismo
papel que un muñeco de tiro al blanco.
Sólo podía confiar en su endiablada
buena suerte y en la rapidez de su
caballo. Por eso clavó las espuelas
hasta el fondo y lanzó un alarido salvaje,
buscando enloquecer al animal para que
franqueara de un par de saltos aquella
zona de la muerte.
Varias balas pasaron rozando al
caballo, que encabritó… ¡deteniéndose
justamente en mitad de línea de fuego!
Colman lanzó un alarido de rata
acorralada. Sol en aquel instante, quizá
por primera ver en su vida se vio que en
el fondo era un cobarde.
Uno de los que estaban en el porche
lanzó una carcajada y gritó:
—¡Nos veremos en el otro mundo,
Colman!
No sabía él aún la terrible verdad
que había en estas palabras.
Porque en aquellos momentos los
rayos lunares iluminaron para los ojos
de Colman las botellas de nitro,
cuidadosamente colocadas junto a la
pared de la casa, a espaldas de los
pistoleros. Y una idea diabólica pasó
inmediatamente por su cerebro.
Con su infalible puntería disparó una
rociada de balas contra aquellas cuatro
botellas.
Y
una
ensordecedora
explosión, se oyó entonces, obligando a
él y a sus compañeros a pegarse a las
sillas de sus caballos.
Pedazos de madera y de cuerpo
humanos pasaron sobre sus cabezas
mientras Colman lanzaba una brutal
carcajada.
Burton cayó de rodillas y se puso a
lanzar
imprecaciones,
viéndoles
alejarse. Ni siquiera se le ocurrió que
aún tenía un arma en sus manos y podía
disparar. En cuanto a Larry, hizo fuego
con los pocos proyectiles que le
quedaban, pero el humo y la oscuridad
le impidieron alcanzar a unos hombres
que escapaban a endiablada velocidad.
Después de la horrísona explosión,
se hizo en el rancho un silencio
espantoso, un silencio que casi podía
palparse.
Burton aulló:
—¡Perseguidlos! ¡Vamos todos a los
caballos! No hay un segundo que perder,
infiernos!
—¡No os mováis! —gritó Harper.
Todos los que ya corrían hacia la
cuadra, quedaron inmóviles.
—Esos hombres pueden estar
heridos —dijo Harper señalando hacia
el porche—. Si aún es posible hacer
algo por ellos voy a necesitaros a todos.
Me interesa salvar su vida más que
liquidar a esos granujas.
—¡Pero es que volverán, jefe! —
protestó Burton.
—Sólo ellos quedan con vida —dijo
Larry acercándose—. No creo que por
el momento se les ocurra volver.
Harper le dirigió apenas una mirada
lejana, su atención parecía estar
concentrada en el derruido porche de la
casa.
—Puede haber algún herido —
repitió—. Vamos…
Pero todas sus esperanzas resultaron
vanas. Los tres hombres que se habían
parapetado tras el porche no sólo
estaban muertos, sino despedazados. La
nitro, explotando justamente tras ellos,
había volado la cabeza de dos y partido
al otro en pedazos. La única ayuda
material que ahora se les podía prestar
era darles sepultura, y aun eso con
infinitos trabajos.
Burton se acercó a él.
—Hubiese querido perseguirlos,
patrón. ¡Pero de todos modos juro que
esos tipos no se me escaparan!
—Ahora sólo sois tres hombres —
dijo Harper en voz baja—. Os necesito
aquí; no puedo decir otra cosa. Si ese
hombre era Colman ya se encargará la
Ley de darle su merecido.
—Me temo que en este caso yo me
anticipe a la Ley —dijo una voz.
Todos se volvieron para mirar a
Larry, qué avanzaba haciendo voltear en
su mano el revólver descargado.
—¿Dijo antes que se llamaba Larry
Percival? —preguntó Harper.
—Sí. Y soy tan granuja como los
tipos que acaban de escapar.
—A nosotros nos ha prestado un
servicio.
—Olvídelo.
—¿Por qué querían esos tipos
hacerlo estallar contra el rancho?
—En parte para librarse de mí, y en
parte porque suponían que así les iba a
ser mucho más fácil robarlo.
—¿Robarlo? —preguntó Harper con
una mueca de incredulidad.
—Ellos suponen que si hay tantos
hombres guardando esto es porque usted
oculta oro aquí. Y la verdad es que esa
suposición no me parece muy
descabellada.
—Si no hubiese por aquí tantos
muertos, me echaría a reír —dijo
Harper—. ¿De modo que suponen que
guardo oro? Lo único qué encontrarían
aquí sería antigüedades y un ataúd. ¡El
ataúd del Conde Drácula!
Larry torció la boca.
—¿El ataúd de quién?
—Del Conde Drácula. ¿No lo ha
oído nombrar jamás?
—Sí, claro que sí… Como todo el
mundo qué sepa leer. Su historia es una
de las más fantásticas e increíbles de
estos últimos años. Pero ¿qué hace aquí
su ataúd?
—No sólo está aquí su ataúd, sino él
mismo en persona.
—Eso que acaba de decir es una
barbaridad.
—¿Sí, eh?
Y con breves y precisas palabras,
Harper explico a Larry todo lo que
había sucedido, en líneas generales,
desde que él fue a San Francisco a
comprar ataúd hasta que Doyle apareció
muerto y desangrentado junto a él,
teniendo en el cuello las huellas
vampiro.
Larry escuchaba en silencio no
acertando a creer nada de aquello. Pero
Harper tenía en aquellos momentos
aspecto de hombre que sabe lo que se
dice y no fantasea. Además había ya un
muerto de por medio. El vampiro había
manifestado su presencia de forma más
terrible que podía manifestarla.
—Y esa es la razón fundamental por
la cual quiero que mis hombres —los
pocos que me quedan— permanezcan
aquí.
Harper terminó con estas palabras su
historia. Luego dijo:
—Pero usted ha afirmado antes que
se adelantaría a la Ley. ¿Significa eso
que piensa perseguir a Colman?
—Desde luego.
—¿Sabe que serán dos contra uno y
él tendrá todas las ventajas? Imagine que
logra llegar a aquellas rocas, de las
cuales Imagino que ha salido con su
banda. ¿Cómo piensa usted acercarse sin
que le abrásenla piel? De noche es
difícil, pero en cuanto amanezca, será
imposible.
—No debo pensar en eso.
—¿En qué debe pensar pues?
—En que Colman tiene prisionera a
una mujer. Y en que debo salvarla si no
quiero que le ocurra algo peor que la
muerte.
Burton lanzó una imprecación.
—Si es para eso cuente con mi
ayuda, amigo. Soy un poco lento, pero
en cuanto agarro a un fulano lo desnuco
con sólo cuatro dedos. Hay bastantes
pruebas de eso repartidas por los
cementerios del Oeste.
—No necesitare ayuda, Burton.
Gracias.
—¿Sabe que me alegro de
conocerlo? Tenía ganas de echar el ojo
encima a Larry Percival. Me han dicho
que en cierta ocasión liquidó a tres tíos
a la vez, en un solo desafío.
—Es cierto, pero ahora no estoy en
tan buena forma.
—Pues hace poco demostró lo
contrario, cuernos. Atrajo hacia usted
solo la atención de los pistoleros de
Colman, que de otro modo nos hubieran
liquidado fácilmente. Y el modo, cómo
alcanzó a aquellos dos jinetes, fue de los
que hacen lanzar un grito. Apuesto a que
los dos llevan la bala clavada en el
mismo sitio exactamente.
—Es mi marca de fábrica —dijo
Larry.
Harper preguntó.
—¿No podemos serle útiles? Nos ha
ayudado muchacho.
—Lo único que necesito son armas y
un trago.
—Eso por supuesto. Pero haré por
usted algo más. Hablaré en Carson City
con el gobernador, que es un gran amigo
mío, y revisaremos entre los dos su
situación ante la Ley. Me parece que
tuvo usted algún tropiezo, pero ¿quién
no los tiene en esta época? Le prometo
que si vivo su situación quedará pronto
resuelta.
—Entonces, me interesa que viva —
sonrió Larry.
—Eso no depende de mí.
Harper le llevó al comedor y allí le
sirvió él mismo una copa del mejor
brandy. Entretanto, Burton y los
pistoleros vivos, se dedicaron a abrir
fosas para enterrar los cadáveres, antes
de que el sol empezase a atraer a los
buitres.
—En cuanto amanezca puedo
préstale a Burton y los otros dos
hombres —dijo Harper mientras, tendía
la copa—. No hay peligro desde qué
sale sol. Cierto que entonces será más
difícil acercarse a las rocas, pero serán
ustedes cuatro, y ellos dos solamente.
—Lo pensaré. Gracias.
Larry se llevó la copa a los labios.
De pronto su movimiento quedó
paralizado.
El estaba de cara a la puerta que
daba al pasillo mientras que Harper
quedaba de espaldas a ésta. Sólo Larry,
por tanto, pudo ver a la muchacha
vestida con un salto de cama, que pasó
junto a la puerta, deslizándose pasillo
adelante como una sombra.
Aquella
muchacha
parecía
hipnotizada, como si siguiese los
dictados de una lejana y extraña voz.
Larry conocía la leyenda que
rodeaba a Drácula, aquella leyenda
según la cual atraía a sus víctimas,
hipnotizándolas a distancia, hacia el
lugar dónde había de destruirlas.
¡Y aquella muchacha parecía estar
en
aquella
situación!
¡Parecía
encontrarse bajo un poder de ultratumba!
CAPÍTULO XXI
LA SOMBRA DE DRÁCULA
La copa cayó de la mano derecha de
Larry, haciéndose añicos contra el suelo.
Harper susurró:
—¿Qué le ocurre?
No se había dado cuenta de que
Larry había mirado a la puerta, porque
en aquel instante Harper no tenía puesta
la atención en él, sino en la botella para
servirse a su vez una copa. Larry desvió
la mirada e hizo un gesto como
disculpándose.
—No sé… Me tiemblan los dedos
después de la tensión de estos últimos
momentos.
—Es natural. Pero ¿es seguro que se
encuentra usted bien? ¿No necesita nada
absolutamente?
—Nada, gracias.
Larry no quería decir a aquel
hombre lo que acababa de ver para no
intranquilizarle más. Cualquier cosa que
sucediese podía resolverla él, y si la
resolución dependía de un buen par de
revólveres, tanto mejor.
—Le serviré otra copa —ofreció
Harper.
—Gracias.
La bebió rápidamente y preguntó:
—¿No podría lavarme en algún
sitio? He vivido muchos días en el
desierto y tengo la sensación de estar
sucio como un coyote.
—¡Oh, no se preocupe! En este
rancho tenemos bastante agua, e incluso
un cuarto de baño con una gran bomba
para sacarla. Allí podrá usted arreglarse
a gusto. Deje que le conduzca.
Y Harper lo llevó a un cuarto de
baño magníficamente decorado, donde
había una gran bañera, lavabos y toda
clase de servicio, además de muchas
toallas limpias. Claro que Larry no se
fijó apenas en eso, sino en la
distribución de las habitaciones y la ruta
que aproximadamente habría tenido qué
seguir la muchacha.
—Si hay alguna mujer aquí —
preguntó como distracción— ha debido
llevarse un buen susto.
—La única mujer que hay aquí, es
mi hija, aparte de una sirvienta —
declaró
Harper—.
Pero,
afortunadamente, están las dos en la
parte posterior del rancho, y la
explosión no les ha podido causar daño
alguno. Sólo se han derrumbado casi
todo el porche delantero y la pared del
comedor de los vaqueros. Yo mismo
veré ahora con Burton si hay peligro de
nuevos derrumbamientos.
—No es fácil.
—Bueno, considérese usted en su
casa, amigo.
Y cerró la puerta.
Larry hizo un poco dé ruido con la
bomba, para fingir que se lavaba, y
cuando calculó que Harper debía estar
lo bastante lejos, abrió la puerta
sigilosamente.
Tenía la sensación de que Iba a
descubrir algún misterio, algún horrible
secreto que palpitaba en las entrarlas de
la casa.
Alrededor suyo, todo era silencio.
Larry empezó a abrir
las
habitaciones, una por una con enorme
sigilo. Pero eso le impedía ser rápido, y
quizá la muchacha, en aquel mismo
momento, estaba ya corriendo peligro.
Efectivamente,
Gladys
Harper
acababa de abrir la puerta de la
habitación donde estaba el ataúd.
Aquella horrible explosión, además
de los disparos, la habían, sobresaltado
minutos antes, despertándola. Pero no
era eso lo que la había preocupado, sino
el silencio obsesionante que luego
invadió la casa. Tuvo la sensación de
que toda ella estaba llena de muerte, y
por eso sintió el impulso irrefrenable de
levantarse y ver por sí misma qué era lo
que ocurría. Tuvo la sensación de que la
respuesta había de encontrarla en la
habitación donde estaba el ataúd.
Y por eso acababa ahora de empujar
su puerta. Por eso estaba ahora allí.
Vio la habitación iluminada por la
lámpara de petróleo —que se hallaba
todavía en el suelo— y el cadáver de
Doyle a los pies del ataúd. Vio las
manchas de sangre y las marcas del
vampiro en su cuello.
Una angustia irrefrenable, un ansia
terrible de gritar la dominó por
completo.
Pero su garganta agarrotada le
impidió gritar. Sólo una sorda
exclamación logró brotar de sus labios.
Y en aquel momento, sus ojos se
dilataron, sus dedos se contrajeron de
miedo y todo su cuerpo, fue sacudido
por un espasmo.
¡Porque la tapa del ataúd se estaba
levantando! ¡Y porque una mano
humana,
horriblemente
engarfiada,
acababa de brotar dé allí!
CAPÍTULO XXII
LLEVO DOCE BALAS
Gladys, se tambaleó, a punto de
caer, mientras la tapa del ataúd se corría
un poco más, hacia un lado y la mano de
dedos engarfiados, era seguida por un
brazo enfundado en una manga negra.
La muchacha trató desesperadamente
de huir, volviendo la espalda a aquella
visión horrible, pero las fuerzas la
abandonaron y sus piernas quedaron
clavadas en el suelo. Como hipnotizada,
con los ojos desencajados por el temor,
quedó quieta a cinco pasos del ataúd,
viendo cómo la tapa se levantaba ahora
para dar salida al cuerpo humano que
había en el interior.
¿Cuerpo humano o visión de
ultratumba?
Gladys no pudo darse cuenta
naturalmente de que alguien había
aparecido a su espalda. Sus ojos estaban
obsesionados por la visión horripilante
del ataúd, sin poder apartarse de allí.
El hombre que había aparecido a
espaldas de Gladys, era Larry Percival.
Larry, oculto en una zona de sombras
del pasillo, se dispuso a intervenir. Todo
aquello le pareció sobrenatural en el
primer momento, y no pudo evitar que
unas gotitas de sudor helado perlaran
sus sienes, pero se dispuso a intervenir
inmediatamente, aunque no llevaba
armas.
Por muy Drácula que fuese el que
estaba a punto de salir del ataúd, él le
enseñaría con sus puños como se puede
convertir en pulpa a un hombre y
arrancarle la sangre por entre los jirones
de su piel.
Tensó los músculos, y en el instante
en que se disponía a saltar hacia el
interior de la habitación, la tapa del
ataúd terminó de levantarse por
completo y un hombre vestido de negro,
espantosamente pálido, salió del
interior.
Larry quedó inmovilizado durante
unos instantes.
Si aquél era el poderoso Conde
Drácula, la verdad era que no parecía
tan temible. Daba la sensación de que al
primer «upper-cut» iba a quedar
desmontado y de que sus colmillos de
vampiro iban a saltar por los aires
convertidos en harina de arroz.
Pero no fue eso sólo lo que le
detuvo, sino la aptitud inesperada de
Gladys.
Gladys no lanzó un grito de horror,
sino que si arrojó inverosímilmente en
brazos del fantasmal aparecido,
exclamando:
—¡Amor mío…!
Larry tragó saliva. ¿Qué diablos era
aquello? ¿A tal extremo hipnotizaba
Drácula a sus víctimas? ¿Es que éstas
estaban tan contentas o eran tan idiotas
que hasta le echaban los brazos al
cuello?
—Gladys… —suspiró el aparecido.
—Para ser un vampiro está bastante
enterado —gruñó para sí Larry, mientras
entrecerraba los ojos.
Y entonces, bruscamente, toda la
verdad se desveló ante sus ojos.
El hombre que acababa de salir del
ataúd no era el Conde Drácula ni tenía
qué ver nada con éste. Era un pobre
joven a quien las circunstancias habían
obligado a vestirse con aquellas ropas y
ocultarse en aquel siniestro lugar. Estaba
tan destrozado que, de no haberle
sujetado los brazos de Gladys, hubiese
seguramente caído al suelo antes que
ella.
—Tom… —musitó la muchacha, con
lágrimas en los ojos—. Tom… ¿qué
hacías aquí?
—Estaba oculto y esperando una
oportunidad, hasta ver cómo se
resolvían las cosas. Me perseguían,
¿sabes?
—¿Quién te perseguía?
—Doyle.
Se dio entonces cuenta de que Doyle
estaba a sus pies, desangrado, y lanzó un
gemido. Sus ojos se nublaron un
instante, pero, al parecer, la presencia
de Gladys allí le dio nuevas fuerzas.
—¿Está… muerto?
—Sí, está muerto, pero no es él
quien nos importa ahora, Tom. Somos
nosotros dos los que importamos, y es
urgente arreglar nuestra situación ante
papá porque veo que tú estás
destrozado. ¿Por qué llevas esas
vestiduras?
—Doyle y otros dos me gastaron una
broma. Me dijeron que dabas un baile
de disfraces en tu casa de Carson City, y
que querías que yo fuese disfrazado
precisamente así. Cuando me di cuenta
de lo que pretendían, no quise seguir la
broma. Entonces Doyle dominado por el
orgullo, dijo que me mataría, y yo tuve
que huir. No supe lo que quería, en
realidad, excepto que necesitaba verte.
Llegué a este rancho, uno de los
centinelas me sorprendió y para evitar
males mayores, me oculté aquí. Este me
pareció de momento el sitio más seguro.
—Pero ¿por qué no has salido antes?
Debes estar medio asfixiado.
—La tapa parece ajustada, pero no
lo está de todo. Eso me ha salvado,
aunque el aire estaba tan enrarecido ahí
dentro que varias veces he estado a
punto de salir. Pero cada vez que lo
intentaba, había disparos, y hace poco
he oído una horrible explosión No sabía
qué hacer, Gladys, te lo juro. Además,
Doyle me había dicho que no saliera.
—¿Doyle?…
Larry, que estaba detrás de los dos,
pero invisible a sus ojos porque le
cubría una zona de sombra, prestó
absoluta atención a estas palabras.
Por fin había preguntado Gladys lo
que tenía preguntar. Tom había tenido
que ser testigo forzosamente de la
muerte de Doyle. ¡El tenía que conocer
punto por punto los detalles de aquel
horrible misterio!
—Sí,
Doyle
—dijo
Tom
trabajosamente—. Él abrió el ataúd hace
unas horas, sabiendo ya que yo estaba
encerrado aquí. No comprendo cómo lo
adivino, pero lo qué digo es cierto.
Parecía muy amable y daba la sensación
de haber olvidado todo su rencor. Me
dijo que había venido a ayudarme, que
oyera lo que oyera me estuviese quieto,
y que unas horas después él ya vería el
modo de sacarme de aquí. Yo le prometí
obedecer. ¿Qué otra cosa podía hacer en
mis circunstancias?
—Pero entonces tú sabes lo que ha
ocurrido, Tom. Tú has sido testigo de la
extraña muerte de Doyle. ¿Qué es lo que
has visto?
—Nada.
—Claro, ya comprendo. La pesada
tapa del ataúd no te permitía ver, desde
luego. Pero ¿qué oíste?
—Nada.
—¿Nada?
—Te lo prometo. Yo no estaba
dormido ni mucho menos. El que estaba
dormido era él. Oía sus ronquidos
perfectamente. Eso fue lo único.
—Entonces… ¡han bebido su sangre
mientras dormía!
—¿Cómo… cómo dices?
—Digo… ¡Dios mío! ¡Digo que esto
no ha podido hacerlo más que el Conde
Drácula!
—Oye,
Gladys…
No
hagas
bromas… ¿Quieres decir que yo estaba
ahí… quieto… en su propio ataúd…
mientras Drácula asesinaba a una de sus
víctimas?
—No puedo creer otra cosa, Tom;
¡No puedo creer otra cosa! A Doyle lo
mató un vampiro, de eso no hay duda
alguna. Y si lo hizo mientras dormía, sin
que él se diera cuenta. ¡Sólo pudo
tratarse del propio Drácula!
Tom Donald estaba tan pálido y tan
asustado que apenas lograba sostenerse
en pie. Y en cuanto a Larry, a pesar de
su fría serenidad, no pudo evitar que las
gotitas de sudor volvieran a aparecer en
su frente. Porque, desde Juego, los
razonamientos de la mucha parecían
irrefutables ¡Drácula tenía que ser el
causante de aquel crimen!
—Pero ¿tú no oíste nada? —insistió
angustiosamente Gladys, sujetando por
las solapas a Tom.
—Nada… Bueno, es decir… Oí la
respiración Doyle, que desde luego
estaba dormido. Y también alguien que
abría la puerta y la cerraba
instantáneamente.
—¿Alguien que abría la puerta?
—Sí.
—Tuvo que ser el vampiro…
—Gladys, si sigues hablando de eso,
me voy a tener que quedar en el ataúd,
pero ahora para siempre.
—¿No oíste nada más? ¿La puerta no
volvió a abrirse?
—Sí, al cabo de bastante rato. Por
cierto, ya extrañaba tanto silencio… De
pronto la puerta se abrió, sé oyó un
suavísimo silbido y en seguida volvió a
cerrarse.
—¡Eso fue cuando Drácula salió!
¡Entonces es que él está aquí!
—Gladys, si yo llego a sospechar
que… Bueno si yo llego a imaginar
siquiera que Drácula, estaba dos pasos
de mi cuerpo, no encontráis aquí sólo
cadáver de Doyle. Encontráis el mío
también.
—Lo cierto es que a ti no te ha
hecho nada, Tom No se ha dado cuenta
de que estabas en el ataúd, por alguna
razón que ignoramos, ha decidido
respetar tu vida. Ahora, probablemente,
hasta que amanezca, él no volverá a esta
habitación. Para entonces tienes que
haber hablado con papá y aclararlo
todo.
—Pero ¿cómo voy a hablar? El me
odia o me desprecia, que es peor.
—Yo prepararé el terreno. ¿Olvidas
que siempre nos hemos querido, Tom?
¿No voy a hacer ese pequeño sacrificio?
—¿Y mientras tanto cuál debe ser mi
actitud, Gladys? Lo que tú me digas,
haré.
Ella sacó de su escote, separando
los pliegues de su salto de cama, un
pequeño revólver de cañón chato,
adornado con marfil y plata.
—Toma; mi padre me regaló esta
arma hace dos años, por si alguna vez
necesitaba defenderme. Es pequeña,
pero dispara con gran precisión y
emplea balas de grueso calibre. Está
cargada. Tú tienes que quedarte de
momento al fondo del pasillo, en la
oscuridad, y venir a mi habitación
dentro de media hora. Yo ya habré
tenido tiempo de hablar con papá, y
entonces te diré de qué forma debes
plantear la cuestión.
—Muy bien, yo me quedo al fondo
del pasillo, entre las sombras. Pero ¿qué
sucederá si entretanto se me acerca
Drácula?
—Disparas en seguida.
—¿Y crees qué las balas van a
hacerle alguna cosa?
—Qué poco imaginativo eres a
veces, mi querido Tom… Las balas
puede que no le hagan nada, pero
pondrán en conmoción a todo el rancho.
Hay aquí varios hombres, a quienes los
vampiros importan menos que un buey
fuera de su manada. Te ayudarán. Tom,
conmovido, estrechó con fuerza las
manos de la muchacha.
—Eres un ángel, Gladys. Así lo
haré.
—Entonces no lo olvides. Dentro de
media hora o cuarenta y cinco minutos
vienes a mi habitación. Entra sin llamar;
yo estaré vestida. Y entonces te diré
cómo conviene que te presentes a papá.
Mientras tanto ojo avizor y el dedo
sobre el gatillo.
Larry comprendió que había llegado
el momento de levantar el campo. La
muchacha podía verle en cualquier
momento, al retirarse, y además se oía
ya los pasos de Harper, que sin duda
extrañando su tardanza iba a buscarle al
cuarto de baño.
Antes de que Gladys saliera al
pasillo para señalar dónde estaba su
habitación se evaporó entre las sombras,
logró llegar al cuarto de baño y mojarse
y se estaba secando ya, cuando Harper
llamó a la puerta.
—¿Necesita algo, Percival?
Larry abrió.
—Sólo dos revólveres.
—Los traigo ya. Y son de lo
mejorcito.
Mostraba dos magníficos Colt
enfundados en cartucheras nuevas, y los
correspondientes cintos canana.
Larry se los ciñó con dos secos
movimientos.
—Ahora necesito un buen caballo.
—¿Es que va a ir esta noche al
encuentro de Colman?
—Sí.
—Pero ¿no comprende que está en
desventaja?
Larry
tocó
suavemente
los
revólveres, comprobando que salían
bien de las fundas, y luego miró a
Harper.
—Tengo dos cinturones canana
llenos de plomo y dos revólveres con
doce balas en sus cilindros. ¿Qué más
puedo necesitar? ¿No bastan seis balas
para cada hombre?
Harper quedó callado, sin atreverse
a hablar, observando la extraña
expresión que había en los ojos de
Larry.
—Sí —dijo—. Creo que seis balas
disparadas por usted serán suficientes
para hacerlos bajar hasta el sexto
infierno. Vamos a por su caballo.
CAPÍTULO XXIII
DUELO EN EL DESIERTO
Larry dio con su caballo un largo
rodeo para llegar a la colina rocosa,
donde sabía que Colman habría vuelto a
ocultarse, junto con su compinche y los
prisioneros.
No fue hacia ellos en línea recta,
porque al menor rumor le hubieran
descubierto. Y desde su parapeto,
contando con buenos rifles, Colman
hubiera hecho imposible que un solo
hombre se acercara a el.
Larry pensaba cazarlos por la
espalda.
Al llegar a la pequeña zona rocosa
que era como un mirador sobre el
desierto, Larry contempló el cielo. Sólo
un tímido cuarto creciente alumbraba los
relieves de las cosas.
—Amanecerá dentro de una hora —
pensó—. Tengo que darme prisa.
Dejó su caballo atado, a una gruesa
piedra vertical, y él inició la subida a
pie, tanteando cada palmo de terreno
antes de dedicarse a dar un nuevo paso.
Colman y su único pistolero estarían
ahora con todos los nervios alerta,
atentos al menor rumor.
Y así era, en efecto.
Tan atentos estaban, que Larry fue el
sorprendido en lugar de dar él la
sorpresa.
Le avisó el leve rumor del cañón de
un rifle al rozar un peñasco. El tiempo
que cualquier otro hombre hubiera
necesitado para identificar aquel ruido y
localizarlo le bastó a Larry para darse
cuenta del peligro, dar un salto de
costado y ponerse fuera del alcance de
la bala.
Aun así ésta casi rozó su mejilla
antes de aplastarse contra una roca.
Larry levantó la cabeza y vio a su
enemigo casi encima de él, de rodillas
sobre un peñasco, apuntándole de nuevo.
Hizo una pirueta, dejándose caer
entre dos rocas y la bala le arrancó
ahora un pedazo de tela de su camisa.
Oyó arriba el grito de Colman.
—¿Qué ocurre, Pat?
—¡Es Larry!
—¡Maldito condenado! ¡Vamos a
achicharrarle!
—Tú preocúpate de los prisioneros,
Colman. Yo lo tengo a tiro…
—Los prisioneros no tiene caballos
ni armas a su alcance, no te preocupes
por ellos. ¿Dónde está ese perro?
Larry, desde una hendedura entre las
rocas, gritó:
—¡Aquí estoy!
Y dejó caer inmediatamente un
peñasco que tenía a sus pies. El hombre
del rifle, situado a unas yardas por
encima
suyo,
hizo
fuego
instantáneamente. Después de esto
necesitó unos cinco segundos para
cargar la recámara y volver a apuntar de
nuevo.
Esos cinco segundos los aprovechó
Larry moviéndose a una velocidad
diabólica. Cuando Pat le tuvo apuntado,
Larry ya estaba frente a él, con el
revólver amartillado. Y la vida,
sencillamente, fue del qué disparó
primero.
Apretando el gatillo, no había nadie
tan veloz como Larry en todo el desierto
de Nevada.
Pat recibió dos balazos —uno en el
cuello y otro en la frente— antes de
poder hacer un solo disparo. Lanzó un
aullido, soltando el rifle, y cayó desde
los peñascos abajo.
Colman, que iba a asomarse ya con
el rifle preparado, tuvo un brutal
estremecimiento al ver caer al último
compinche que le quedaba con vida.
Lanzó un sordo gruñido de fiera
acorralada y corrió con toda la
velocidad de sus pies hacia el lugar
donde tenía a los dos prisioneros.
Estos estaban atados de espaldas a
una roca vertical de las que abundaban
en aquella zona del desierto. Cerca de
ellos no había más que una espantosa
soledad; ni armas, ni caballos, ni nada
que les sirviera para huir. Por eso los
nudos que les sujetaban no estaban
demasiado prietos. Cuando Colman
llegó, la muchacha ya había logrado
desatarse.
Eso no preocupó demasiado al
pistolero. Por el contrario, le ahorraba
un trabajo. Cayó sobre ella, cuando ya
una bala disparada por Larry aullaba
encima de su cabeza.
Parapetándose tras la muchacha,
empuñó el rifle con una mano, Colman
vio acercarse a Larry. Éste se hallaba a
unas treinta yardas, y llevaba
empuñados
los
dos
revólveres.
Avanzando entre la penumbra, era para
Colman como la propia silueta de la
muerte.
—¡Si disparas, acribillaré a la
muchacha! —aulló Colman—. ¡Tira los
revólveres y te juro que yo no haré fuego
tampoco! ¡Sólo pretendo huir!
Pero antes de que Larry pudiera
contestar, Colman creyendo ver un
momento favorable, hizo fuego ya.
La bala alcanzó a Larry, hiriéndole
en un costado. Inmediatamente notó el
joven que no era una herida grave, pero
su respiración quedó cortada. Cayo de
rodillas a tierra mientras balbucía:
—¡Trai… dor!
Colman hizo fuego otra vez, pero en
el ultimo segundo, Lorna logró desviar
el rifle con un movimiento de su cintura.
La bala se hundió en la arena, a unas tres
yardas
de
Larry.
Este
apretó
alternativamente los gatillos de sus dos
revólveres, y una de las balas paso
rozando la cabeza de Colman.
Fue todo lo que éste necesitaba para
que el terror le dominase. Soltó a Lorna
y, haciendo fuego de cobertura al azar,
corrió en zigzag hacia los peñascos;
donde estaba su caballo.
Larry
pudo
haberle
matado
fácilmente durante esos segundos, pero
la bala le había cortado la respiración y
sentía un dolor agudísimo en el costado.
Materialmente no podía levantar el
cuerpo. Hundiendo la cabeza, intentó
serenarse y recuperar el ritmo de la
respiración, mientras con un pañuelo se
apretaba la herida para, que no brotase
demasiada sangre.
Lorna corrió junto a él.
—Larry… Tienes que vivir… ¡Dios
mío! ¡Tienes que vivir!
—La herida no es grave. Preocúpate
de tu hermano…
Lorna alzó la cabeza. Lanzó entonces
un grito al vez que su hermano Peter
había conseguido desatarse también y
corría hacia Colman, quien a lomos de
su caballo iba ya a tomar, galopando, el
sendero que le conduciría a la parte lisa
del desierto.
Peter intentó derribar a Colman de
su caballo para luchar con él cuerpo a
cuerpo, pero el forajido le golpeó con su
culata dos veces. Luego, con una flexión
de sus poderosos músculos, cargó el
inanimado cuerpo sobre la silla y
aceleró su galope.
Todo ocurrió en breves segundos,
mientras duraba el grito de Lorna.
—¡Aún me servirá como parapeto!
—aulló Colman mientras se perdía de
vista, llevando consigo al inanimado
Peter.
Una de las lágrimas de Lorna cayó
sobre la mejilla de Larry. Este se puso
trabajosamente en pie.
—Debe quedar un caballo —dijo—.
Y quiero que al amanecer, Colman esté
ya enterrado en el desierto. Vamos allá.
***
Calculó que aún faltaba una hora
para el amanecer. Y los nervios de Tom
Donald no podían resistir más aquella
tensión insoportable.
Le daba miedo incluso el contacto
frío del revólver en sus manos.
Temblaba al pensar que pudiera
disparársele, atrayendo la atención de
Drácula.
Resolvió entonces no permanecer
más tiempo allí, al fondo del pasillo, y
para deshacerse del revólver lo
depositó en el ataúd. Luego fue hacia el
comedor pensando que así podría
encontrar
a
Harper
y
hablar
directamente con él.
Pero en ningún sitio se veía a nadie.
Parecía como si el rancho estuviese
desierto. Tom, dominado por la sed, fue
a la cocina, busco una jarra de agua y se
puso a beber ansiosamente.
***
Gladys, había entrado en su
habitación un rato antes, se había
despojado del salto de cama y había
empezado a vestirse para ir en busca de
su padre.
Después de ajustarse las medias, se
puso los zapatos, sentada en su cama.
Una sola lámpara de petróleo alumbraba
la habitación, que estaba sumida en una
deliciosa penumbra. Pero aquel silencio
era inquietante. No se oía el menor
rumor. Era como si Harper y los demás
hombres hubiesen desaparecido.
Gladys pensó:
—Quizá es demasiado pronto…
Papá vendrá dentro de unos instantes a
ver si me encuentro bien… Le diré que
estoy desconsolada, y ese será el mejor
momento para pedirle que acepte mis
relaciones con Tom. Si voy a buscarle
ahora y esta ocupado quizá no me
comprenderá y…
Reclinó la cabeza en la almohada.
Se sentía rendida, deshecha por las
últimas emociones. Cerró los ojos y la
invadió un extraño sopor, una lejana
sensación de abandono, como si nada
tuviera importancia.
***
Despertó
bruscamente,
incorporándose, con la sensación de que
acababa de cerrar los ojos. Al sentarse
en la cama tuvo como un vahído y estuvo
a punto de desvanecerse. Se llevó la
mano a la frente, tragó saliva y se puso
difícilmente en pie.
Pero de pronto una sonrisa distendió
sus labios, e inmediatamente se sintió
mejor. Debía haber pasado ya media
hora, o quizá más, puesto que Tom
Donald ya estaba allí. Podía ver su
figura vestida de negro, junto a la puerta.
—He debido dormirme… —susurró
casi sin voz, Gladys—. Perdona, Tom,
aún no he hablado con papá… Me sentía
tan destrozada, tan…
Tom seguía inmóvil. No se veía su
rostro, sino solo su figura negra junto a
la puerta. Gladys musitó:
—¿Por qué no me contestas?…
Se oía ahora, fuera del rancho, como
el lejano rumor de un caballo al
acercarse. Pero ese rumor apenas
llegaba hasta la habitación de Gladys.
Esta tenía los ojos inmóviles,
obsesionados, clavados en la figura
negra de la puerta.
—Tom… —susurró—. ¿Por qué no
contestas? Tom…
Gladys se acercó a la figura negra.
Esta se movió un poco. Se acerco
también a ella, silenciosamente,
caminando como un espectro.
La muchacha, al aproximarse más,
pasó por delante del espejo de su
tocador. Lo miró sólo de soslayo,
inconscientemente, y de pronto lanzó un
gemido…
Acababa de ver en su cuello las
huellas de unos dientes. Y acababa de
ver las pequeñas manchas de sangre en
su piel. ¡El vampiro la había estado
atacando hasta unos minutos antes,
mientras dormía!
Gladys lanzó un alarido desgarrador,
mientras la figura negra avanzaba hacía
ella.
El alarido se repitió, mientras los
ojos desorbitados de Gladys giraban
dentro de sus órbitas.
Porque aquel no era Tom Donald.
No era ningún ser humano. Era…
¡DRÁCULA!
Gladys cayó al suelo, sintiéndose
perdida. Vio la sombra avanzar hacia
ella. En aquel momento una puerta se
abrió.
—¿Desde cuándo los vampiros
matan con un cuchillo «Bowie»,
Drácula? —pregunto una voz.
La figura negra se volvió
instantáneamente hacia la puerta,
mientras lanzaba su cuchillo contra el
intruso con una rapidez fantástica. Pero
aquel intruso no era un novato ni un
incauto. Se ladeó en el momento
preciso, y la hoja de acero pasó a un
palmo de distancia de él. Mientras tanto,
Larry, que era el que acababa de
aparecer en la puerta, apretó dos veces
gatillo.
La figura negra se contorsionó, giró
sobre sí misma tratando de no caer, y al
fin se desplomó de bruces. Harper, que
había aparecido tras Larry, corrió hacia
el caído mientras lanzaba un grito.
Pero ese grito se transformó en un
auténtico alarido cuando descubrió el
rostro de aquel hombre, que era ya un
cadáver.
—¡ORSON!
Vestido completamente de negro, con
una siniestra capa encima de sus
hombros, Orson tenía aún en sus labios
una mueca diabólica, a pesar de estar
muerto. Larry disparó otra vez, ahora
hacia el techo, y un extraño pajarraco
que revoloteaba por la habitación cayó
muerto a los pies de Harper.
Este lo miró incrédulo, sin dar
crédito a sus ojos.
El pájaro tenía una cabeza parecida
a la de los lobos, pero más cuadrada. Su
cuerpo, repugnante y grande, era de rata,
y sus alas de murciélago. Dos
afiladísimos colmillos, sobresalían dé
su boca.
—He aquí el auténtico vampiro —
dijo Larry—. Orson debe tener más en
su carruaje, por supuesto. Estos
repugnantes animales se crían a miles en
las selvas de Nueva Guinea, y tres o
cuatro de ellos son capaces de dejar sin
sangre a un hombre mientras éste duerme
sin que note la menor molestia. Eso
debió pasar con Doyle, y probablemente
lo mismo hubiera pasado con su hija si
no llega a despertar.
Dos siniestros pájaros más se
movían con batir de alas en la penumbra
de la habitación. Un suave movimiento
de la muñeca derecha de Larry, dos
disparos más y los pájaros cayeron
abatidos.
—Orson había estado en Nueva
Guinea… —dijo Harper con un soplo de
voz—. No es extraño que trajera por
curiosidad algunos de estos animales y
lograra alimentarlos. Ahora recuerdo,
además,
que
antes
de
que
descubriéramos a Doyle, él salió un
momento. Debió hacerlo para retirar a
los vampiros la habitación, una vez
realizado su trabajo.
—¿Era su socio, no? —preguntó
Larry.
—Sí, y le había perdonado ya
muchas irregularidades. Sin duda debió
pensar que si moría mi hija yo me
consideraba perseguido por Drácula,
huiría al otro extremo del mundo y las
minas caerían inevitablemente en sus
manos. Pero nunca hubiese creído una
cosa tan espantosa… ¡nunca!
—Sin duda se le debió ocurrir la
idea en Carson City, cuando Doyle hizo
que Tom se disfrazara de Drácula —
sugirió temblorosamente.
—Seguro, aunque yo no conozco
bien toda la historia. Y en cuanto a ese
muchacho, Gladys… En cuanto a ese
muchacho… Ya no quiero ser más un
padre intransigente. Si esa es tu
voluntad, cásate con él.
El color afloró inmediatamente a las
mejillas Gladys. E iba a iniciar una
sonrisa, cuando alguien gritó:
—¡Cuidado!
Era la voz de Burton. Larry se
volvió instantáneamente y pudo ver al
hombre que estaba tras él, con revólver
ya preparado. Hizo fuego en fracciones
de segundo, mientras Burton disparaba
también a su vez. Alcanzado
mortalmente en dos sitios, el hombre se
desplomó para no levantarse más.
Burton se acerco a el.
—Era Harvey, el pistolero de
confianza
de
Orson
—dijo
desdeñosamente—. Siempre le tuve
manía. Una vez me ganó diez dólares a
los naipes.
—Mirad su carruaje y liquidad a
balazos a todos los pájaros vampiro que
encontraréis en él, dentro de cajas
especiales —ordenó Larry—. Y creo
que con eso podréis dar el asunto por
terminado.
—Terminado gracias a usted —
musitó Harper, acercándose—. Llegó
oportunamente en un caballo, con esa
mujer, y sé precipitó hacia el dormitorio
al oír el grito de Gladys. Sólo un
hombre tan rápido como usted podía
salvarla. Sin duda, Orson pensaba
cortarle hábilmente la yugular para que
quedase sin sangre y nosotros
pensáramos que habían sido los dientes
del vampiro. No sé cómo agradecerle. O
mejor, sí que lo sé. A esa muchacha a la
que ha traído, la están atendiendo ahora,
pero usted también necesita cuidados.
Está herido.
—El balazo no tiene importancia.
Ha sido un rasguño solamente, pero al
principio el choque me ha dejado sin
respiración. ¿Qué piensa hacer después
de lo sucedido, Harper?
—Lo primero hacer que le limpien a
usted la herida para que no baya
infección. Lo segundo, preparar los
equipajes y los coches en un santiamén.
Y lo tercero, dejar esto abandonado, con
todas las antigüedades dentro, incluso
ese maldito ataúd, para que la arena del
desierto lo vaya enterrando todo. Sin
hombres que lo cuiden, el rancho no
tardará seis meses en haber sido tragado
por la arena. Ahora viene, precisamente
el tiempo de las tempestades.
—Creo que hace usted bien —dijo
Larry—. La manía de coleccionar, a
veces puede ser peligrosa. Y usted tiene
ahora una hija por cuya felicidad debe
preocuparse, Harper.
Harper susurró:
—Lo haré. Pero me parece que
habrá alguien ayudándome en esa tarea.
En efecto, a poca distancia de allí,
Gladys y Tom se estaban abrazando.
Alguien había prestado a Tom ropas de
vaquero, después de encontrarlo en la
cocina poco antes, y ahora el muchacho
volvía a tener su aspecto inocente y
bondadoso de siempre. Harper sonrió.
—Bueno, no hay tiempo que perder.
Cuanto antes olvide este rancho mejor.
Manos a la obra.
Poco después los carruajes estaban
listos, y la herida de Larry había sido
desinfectada gracias a los cuidados de
Lorna. Esta, cuando hubo terminado, se
puso a llorar en brazos de Larry.
—Estás llorando por tu hermano,
¿verdad, Lorna?
—Por él… y por ti.
—¿Has adivinado que yo no voy a
marchar con vosotros? ¿Que voy a
rastrear el desierto entero hasta dar con
Colman?
Ella le miró a los ojos.
—Sí, Larry, lo he adivinado. Y sé
también que estás en desventaja. Vas
herido, has perdido sangre y fuerzas…
Deja que Burton y sus hombres te
ayuden.
—El desierto es una ratonera, y
muchos hombres estorban en él. Un solo
perro basta para seguir las huellas de
una fiera. Déjame a mí.
—Yo iré contigo.
—No. Tú marcharás con todos.
Serías un estorbo en el desierto, Lorna,
y además necesitas descansar.
Harper apareció en aquel momento.
—¿Quiere venir, señorita? Está todo
dispuesto. Y usted, Larry, ¿de veras no
quiere la ayuda de Burton y alguno más?
Están pidiendo a gritos que les deje
acompañarle.
—No, Harper, gracias. Ustedes
necesitan estar protegidos por si tienen
alguna sorpresa en el desierto. Y a mí
me gusta más trabajar solo. Toda la vida
he sido un lobo solitario.
Fue en ese momento, cuando Lorna,
con los labios entreabiertos, se acercó a
él.
—Yo —jadeó— quiero ser tu loba.
El beso rabioso de aquellos dos
seres, hizo estremecer a Harper. Volvió
la cabeza lentamente, mientras tragaba
saliva poco a poco. Luego, Lorna volvió
junto a él. Lloraba. Los dos echaron a
andar silenciosamente.
Larry, con dos revólveres cargados,
quedó sólo en «Rancho Drácula».
EPÍLOGO
Sí, era el principio de la época de
las tormentas.
Cuando el sol se elevó, un viento
que ululaba a ras del suelo, empezó a
lanzar partículas de arena contra las
paredes del rancho. Larry, montado a
caballo, maldijo aquella circunstancia
que borraría las huellas de Colman.
Pero, según la vieja técnica de los
rastreadores, empezó a trazar círculos
concéntricos cada vez más anchos.
Sabía que Colman no podía estar lejos y
que terminaría por encontrarle. Si
Colman se ponía nervioso y disparaba
desde cualquier sitio, tanto peor para él.
Colman, en efecto, no estaba lejos.
Medio oculto en una vaguada, había
visto como todos marchaban. Había
visto también que Larry quedaba solo, y
que sin duda para buscarle se alejaba
del rancho cada, vez más.
Colman, burlonamente, miró a
Halloran sólidamente atado como un
fardo y cruzado sobre su silla.
Cuando él se haya alejado lo
suficiente, iremos al rancho —musitó
Colman—. Allí quedarán víveres y
agua, seguro. Te clavaré una bala entre
las cejas y en vez de ir a Carson City
galoparé hacia Little Sun.
Si Halloran lo oyó, no pareció
demostrarlo. Permaneció tan quieto y
silencioso corno un muerto.
Colman excitó suavemente a su
cansado caballo. Había visto que Larry
estaba ya lo bastante lejos.
Procurando que el rancho mismo le
cubriese, Colman se aproximó a él.
Descendió en la parte posterior, y de
un golpe hizo bajar a Peter Halloran.
Este tenía los labios apretados y en sus
ojos latía un odio que estaba más allá de
lo humano.
—Te mataré aquí, Halloran —sonrió
siniestramente, Colman—. Te quedan
apenas cuatro minutos de vida. ¿Tienes
algo que pedirme antes de que te clave
la última bala?
—Sí, una sola cosa: quiero morir de
frente a ti y desatado.
—No hay inconveniente. Vuélvete.
Peter obedeció. Y Colman le rompió
las ligaduras con su cuchillo,
procurando también que la hoja se
llevase pedazos de tela y de piel.
Prolongó aquel martirio un buen rato, sin
que Halloran se quejara.
—Y ahora vamos —ordenó.
Entraron en el rancho. Peter delante,
sin armas, y Colman detrás, con su
revólver ya amartillado.
A lo lejos, a más de tres millas de
distancia, Larry volvió la cabeza para
mirar hacia el edificio.
No vio nada especial, salvo una
cosa. Un caballo había asomado por la
parte posterior y ahora olisqueaba en
torno a las cuadras. Y según recordaba
Larry, ningún caballo había quedado
allí. ¡Eso significaba que Colman estaba
en el rancho!
Clavando espuelas hasta el fondo,
Larry emprendió un rabioso galope.
Sabía que iba a tardar unos seis minutos
en llegar al edificio. Tiempo más que
suficiente para que Colman se
parapetara y le tumbara cómodamente de
un balazo.
Pero él le acribillaría también.
Moriría matando. Al pensar en esto
rechinaban furiosamente los dientes de
Larry Percival.
Colman oyó el galope del caballo, y
por una de las ventanas lo vio. Estaba
ahora justamente frente a la puerta
abierta de la habitación del ataúd.
Una fría sonrisa distendió sus labios.
—No pensaba que todo fuera tan
divertido —dijo a Peter—. Morirás
cuando un hombre corre inútilmente en
tu ayuda; será mucho más hermoso
acribillarte así. Y además veo que ya
tienes preparado el ataúd. ¡Métete en él!
Peter obedeció. Apartó un poco mas
la tapa. Se introdujo en el ataúd.
Colman apuntaba. Una sonrisa
diabólica deformaba su boca.
—¡Ahora! —gritó.
Lanzó un rugido de horror cuando el
primer balazo le atravesó los dientes y
penetró hasta el fondo de su boca.
Inmediatamente ese rugido se transformó
en un estertor. Con ojos desencajados
vio que ahora la sangre brotaba también
de su pecho. Peter acababa de clavarle
una bala en la tetilla izquierda. Quiso
mantenerse en pie y giró sobre sí mismo,
en postura grotesca. Otra bala le
atravesó la cadera derecha.
Cayó, escupiendo su propia sangre,
y entonces dos balas más le atravesaron
la cabeza.
Peter Halloran arrojó pesadamente a
tierra el revolver que había encontrado
dentro del ataúd, aquel revólver
adornado con marfil y plata que Tom
Donald ocultara poco antes. Luego, con
la mano izquierda, se secó el sudor que
cubría su frente.
En ese momento llegó Larry. Saltó
del caballo todavía en marcha y con el
revólver amartillado apareció en la
puerta de la habitación un par de
segundos más tarde.
—¡Peter! —exclamó.
Peter le miró como si acabase de
llegar del otro mundo.
—Había un revólver en el ataúd —
dijo. Y luego miró el cadáver retorcido
de Colman.
—Ya te dije que te mataría —
susurró.
Los dos hombres salieron. Larry
montó en su caballo, y Peter en el de
Colman. Emprendieron en silencio el
trote corto, siguiendo la misma
dirección que los carruajes de Harper.
Al cabo de unos minutos, Halloran dijo:
—Habrá tempestad de arena. Si
nadie cuida ese rancho, pronto quedará
cubierto.
—Sí.
—Oye, Larry.
—¿Qué?
—Nada. Me gustaría tenerte por
cuñado. Sólo eso. Larry sonrió.
—¿Y qué crees qué pienso yo?
¿Sabes a dónde vamos ahora?
—¿A dónde?
—Tú —dijo Larry poco a poco—
vas a recibir la ayuda que necesitas para
emprender una nueva vida. Y yo… yo…
un lobo solitario… voy en busca de mi
loba.
FIN
SILVER KANE (Francisco González
Ledesma) es licenciado en Derecho,
profesión que ejerció durante unos años
compaginándola con la escritura. De
muy joven, escribió historietas para
tebeos y posteriormente novelas del
oeste bajo el seudónimo de Silver Kane.
En sus dos primeras novelas utilizó el
seudónimo de de Enrique Muriel. Se
dedicó al periodismo trabajando en El
Correo de Cataluña y después en La
Vanguardia, donde llegó a ser redactor
jefe.
Su género es la novela policíaca de
corte social, con un personaje central, el
detective Méndez y que se desarrollan
en Barcelona. Su estilo es ágil y fluido
con narraciones basadas en frases
breves. Ha conseguido numerosos
premios, destacando el Planeta de
Novela en 1984 por Crónica
sentimental en rojo.
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