Conchita Robles La muerte ronda el teatro Carlos Maza Gómez © Carlos Maza Gómez, 2015 Todos los derechos reservados 2 Índice Introducción …………….............. Tadeo y Rosita ………………….. Fernando ………………………... El bofetón de Fernando ……….... El crimen de Tadeo ……………... El juicio ………………………… Una actriz ………………………. El matrimonio ………………….. El crimen ……………………….. El juicio ………………………… Vidal y Planas …………………... Santa Isabel de Ceres …………… Los gorriones del Prado ………… El saloncillo del Eslava ………… ¿Qué sucedió? ………………….. Los motivos de Vidal …………... Juicio y cárcel …………………... Un actor de carácter …………….. Matar a un hombre ……………... Salvado de milagro ……………... 3 5 9 17 23 31 37 49 57 67 75 81 89 101 109 115 119 127 133 139 145 4 Introducción En la noche del 21 de enero de 1922 se representaba en el Teatro Cervantes de Almería la exitosa obra “Santa Isabel de Ceres”, estrenada aquella misma temporada. La actriz principal, Conchita Robles, almeriense ella misma y muy querida en su ciudad, se había retirado después del primero de los cinco actos de que se componía la obra. Tras un matrimonio desgraciado recuperaba el ánimo y el deseo de triunfo que la podía llevar hasta lo más alto del teatro español de la época, no en vano comenzó a los 25 años en la prestigiosa compañía de María Guerrero para continuar en otras desde entonces. Cuando salía de su camerino para atender a un supuesto empresario que deseaba verla, observó muy cerca al que ya casi era su ex marido empuñando un revólver. Horrorizada, se parapetó detrás de un muchacho pero éste, de apenas 16 años, mal podía defenderla. Ambos recibieron varios tiros, Conchita en el pecho. Mientras tanto, el público se sobresaltó, pero no demasiado. Habían sido advertidos de que en aquella obra había tiros y sangre, ya que se situaba en un burdel lleno de tragedias y crímenes pasionales. La actriz, tambaleante, salió al escenario por una esquina y se desplomó. Dicen que el público, impresionado pese a todo, prorrumpió en una sonora ovación. Vida y teatro, realidad y representación, se unieron por un instante. Entonces el humilde y joven empleado, herido de muerte, 5 apareció con la camisa ensangrentada gritando que aquellos tiros “eran de verdad”. Todo el teatro quedó paralizado, entre el miedo y el asombro, mientras se escuchaba otro disparo, el que dirigía contra sí mismo el asesino. El decorador de la obra quizá recordara en ese momento el crimen que él mismo había cometido cinco años antes, al disparar en el vestíbulo del teatro Apolo contra un joven aristócrata que le había ofendido, celoso de su relación con la cupletista Rosita Rodrigo. El actor Alfonso Tudela, empresario y actor principal en el reparto, saltó al escenario para calmar al público, que empezaba a sentir pánico. No podía saber que él mismo, cuatro años después, sería degollado por su suegra y estaría a punto de morir. También ignoraría el autor de la obra, el conocido dramaturgo Alfonso Vidal y Planas, que un año más tarde de saber la terrible noticia venida de Almería, él saldría en la prensa por asesinar en el teatro Eslava de Madrid a un periodista y autor dramático que además era diputado almeriense. Cuatro muertes reunidas en ese instante a modo de maldición respecto al pasado, el presente y el futuro. La muerte, como invocada por el primer crimen en la persona del aristócrata Fernando de Villamar, fijó su atención sobre Conchita Robles, Manuel Aguilar, Luis Antón del Olmet y Alfonso Tudela, para traerlos junto a sí. He querido narrar en este libro, no las posibles maldiciones ni el fantasma de Conchita que, tal como dicen en Almería, vaga sin rumbo por el teatro en la espera eterna 6 de concluir la obra que estaba representando. Deseaba recordar los hechos que realmente tuvieron lugar, las personas que los protagonizaron, presentes de un modo u otro en aquella función de hace casi un siglo. Porque fantasmas o espíritus, fueron personas de carne y hueso, con sus ambiciones, su concepto del honor, sus rivalidades, su inocencia y culpabilidad. A esos hombres y mujeres que vivieron, amaron y odiaron, prestaremos nuestra atención en esta historia, como el mejor homenaje a sus vidas truncadas. 7 8 Tadeo y Rosita El 20 de diciembre del año 2009 moría en Colmenar Viejo, provincia de Madrid, el conocido hombre de cine, propietario de la productora Alexandra Films, Tadeo “Teddy” Villalba Rodríguez. No era conocido para el gran público al no integrar la nómina de actores o directores, pero su vida había estado ligada al mundo cinematográfico desde su juventud. Cuando recibió con más de setenta años un Goya honorario en 2006 por su contribución al desarrollo contemporáneo de este arte en España, siendo como era miembro de la Junta directiva de la Academia de Cine, de la que había sido miembro fundador, tal vez recordara con emoción la figura de su padre Tadeo Villalba Ruiz, nacido en Valencia en 1910 y muerto en Madrid con solo 59 años. Con él, conocido escenógrafo y productor, se adentró en el mundo de la producción participando como ayudante en algunas de las más conocidas películas internacionales rodadas en España: Mr. Arkadin, Moby Dick, La vuelta al mundo en 80 días, Salomón y la reina de Saba, Lawrence de Arabia, Espartaco, El Cid, Doctor Zhivago… Así, colaboró con Henry Hathaway, John Huston, Stanley Kramer, David Lean, King Vidor, Orson Welles, Anthony Mann o Stanley Kubrick. En el obituario de “Teddy” Villalba se mencionaba, efectivamente, su pertenencia a una saga familiar dedicada al mundo del espectáculo, empezando por su abuelo Tadeo 9 Villalba Monasterio, constructor de escenarios, director artístico, nacido en Valencia en 1886 y que habría de morir en la misma ciudad en 1956. En calidad de lo primero fue el encargado de levantar el escenario para la obra de teatro “Santa Isabel de Ceres” y, por tanto, testigo de la muerte en la noche de estreno de la actriz Conchita Robles. Para entonces él conocía bien la muerte puesto que había sido el autor de unos disparos que acabaron con la vida de un joven aristócrata cinco años antes. Retrocedamos pues al tiempo en que sucedieron estos hechos, en concreto al 25 de febrero de 1917. Tadeo Villalba era por entonces un joven de treinta años, casado, con tres hijos: el mayor, también llamado Tadeo, tenía siete años cuando posaba para los fotógrafos de la época, sentado muy formalito haciendo como que leía una revista mientras su padre abrazaba a una hermana más pequeña y sonreía junto a su defensor legal. De él se decía entonces: “El agresor es un artista muy distinguido, que se ha especializado en el arte de la decoración, logrando labrarse, con obras muy notables, un nombre muy estimable y una reputación muy sólida. Trabajó siempre en colaboración con otro excelente artista: el Sr. Benedito. El Sr. Villalba, que no posee grandes bienes de fortuna, vivía espléndidamente con el producto de su trabajo” (El Heraldo de Madrid, 27.2.1917, p. 2). 10 Estamos ante un hombre de origen humilde, alguien hecho a sí mismo gracias a sus cualidades artísticas, lo que será un importante factor en el desarrollo del juicio al que fue sometido. Buscando información sobre él en diarios nacionales se encuentran referencias a su trabajo desde 1909, cuando contaba solo 23 años y fue autor de una celebrada carroza que desfiló frente al rey Alfonso XIII en una visita que realizó en mayo a Valencia. La descripción fue la siguiente: “«Atrevido».- Obra del pintor D. Tadeo Villalba. La escena es tan original como emocionante. Un trozo de monte, y entre peñascos un árbol, a una de cuyas ramas se agarra heroicamente un niño, en cuya espalda hizo presa con sus terribles garras una colosal ave de rapiña. El Sr. Villalba estuvo afortunado al llevar a la práctica su boceto; pues produjo la sensación de realidad que se proponía” (Época, 23.5.1909, p. 1). Para entonces ya habría comprobado, al estudiar tempranamente en la Academia de San Carlos, que su amor inicial a la pintura no era correspondido con una gran maestría en tal oficio. Fue por ello que su padre lo colocó en el trabajo que él mismo hacía: representante de casas comerciales. Sin embargo, el muchacho era infeliz y pugnaba por encontrar otro espacio para sus cualidades y gustos. 11 Fue por entonces que, tras mucha porfía, no siempre comprendida por su padre, estropeándose durante algún tiempo la relación entre ambos, fue a trabajar con el conocido tallista Estellés, en cuyo taller encontró el lugar idóneo para desarrollarse. En aquel tiempo era usual que en las fiestas de primavera hubiera desfiles de carrozas con motivo de las “Batallas de flores”, del mismo modo que cualquier evento especialmente importante, como fue la visita del rey, se salpicara de celebraciones similares. Si a ello le unimos la larga tradición de construcción de ninots durante las fallas, el arte de Tadeo Villalba encontró el marco y la justificación adecuada para hacer de él, poco a poco, una figura destacada en Valencia. Cuando sucedieron los hechos que vamos a narrar era persona muy conocida y apreciada en los mentideros artísticos de Valencia, empezando a rebasar en su labor el marco provincial. Se hablaba de él como un hombre de temperamento vehemente, impulsivo, algo que parecía asociarse a su juventud y su condición de artista. Eso no era óbice para que se hubiera casado y formara una familia, haciendo de él uno de los hombres respetados en el mundo artístico valenciano. Para organizar su vida laboral se había asociado a otro conocido artista al que conoció en la Academia de su juventud, el señor Benedito, a cuyo local acudían artistas y próceres del mundo valenciano a demandar sus servicios. Allí llegó unos años antes del crimen una artista del mundo de la farándula cuyo nombre empezaba apenas a sonar 12 en los teatros: Rosita Rodrigo. Dispongo de una foto tomada en 1912 en que posa con otras tiples (sopranos o cantantes en general) del teatro Ruzafa de Valencia. Ninguna muestra una gran belleza, aunque es cierto que tal valor ha sufrido desde entonces profundos cambios y lo que era una mujer atractiva en aquella época causa no poco asombro hoy en día, cuando aquellas mujeres que llamamos hermosas serían probablemente consideradas entonces excesivamente delgadas e insustanciales. El caso es que ahí se encuentra, riendo junto a sus compañeras de espectáculo, sobre una silla en cierto desequilibrio. Tres años antes empezó a destacar. Hija del secretario del Ayuntamiento de Almusafes, éste la había enviado nada menos que a Italia para que aprendiese bel canto. Tomó sus lecciones y, a la vuelta de aquel período de aprendizaje, se presentó en 1909 a un concurso de belleza. Tenía dieciocho años. Junto a la fotografía de otras jóvenes, su imagen se expuso en el Casino provocando que los caballeros se amontonasen para decidir su particular favorita en el concurso. No consta que lo ganara pero su imagen, no excesivamente atractiva, aunque con una mirada imperiosa que luego fue tachada de dominante, destacaba. Poco después debutaba en el teatro Apolo para cantar en una zarzuela. “Rosita Rodrigo apareció en escena y el público, para animarla, acogióla con aplausos alentadores. Pero desde el primer momento estuvo la novel tiple con un aplomo y una tal valentía, que 13 revelaban en la debutante un carácter recio y decidido. Y aquella noche triunfó la artista y fue por muchos días la nota interesante en Valencia. La señorita obscura y desconocida, hija del modesto funcionario, había desaparecido. En su lugar estaba ya la cantante, la mujer del teatro, la tiple popular, rodeada de todos los halagos y todas las adulaciones de una implacable cohorte de aduladores” (El Pueblo, 29.5.1918). Este diario republicano, defensor del artista Villalba en aquel suceso, no sabía el espléndido futuro que esperaba a Rosita, la que habría de ser una de las cantantes de “varietés” más famosa de los años veinte, cuando se la llamara la reina del Paralelo barcelonés, recibiendo en su local el “Patio del Farolillo” al propio rey, hasta propalarse rumores de amoríos con el mismo dictador Primo de Rivera. Tadeo la conoció, cuando ya era cantante pero aún muy joven, porque Rosita acudió al taller de Villalba y Benedito en demanda de una original máscara para un baile de disfraces. Se habló de amoríos entre ellos pero nunca se confirmó tal extremo, negado por ambas partes. Entonces era habitual que una joven que empezaba a despuntar en su carrera dentro del mundo de la farándula, tuviera admiradores, regalos, amantes y una fama de cierta liberalidad en las relaciones con los hombres. Una estrella emergente como ella debía siempre ir acompañada, hacer que se hablara de sus relaciones con gente enriquecida, 14 aristócratas capaces de perder la cabeza. Vemos en este breve retrato un trasunto de lo que habría de suceder con otra muchacha que llevaría una carrera paralela a la de Rosita: la propia Conchita Robles. Por un tiempo la primera pareció sentar la cabeza, casándose con uno de esos admiradores: un viudo adinerado que la seguía en todas sus representaciones. Pero el mundo del teatro era incierto, los celos debían ser continuos, el hecho de estar casada no era óbice para recibir regalos de nuevos admiradores, lo que originaría discusiones en la pareja. Poco tiempo después el matrimonio se disolvió sin que se supiera de ningún reproche entre ellos. De manera que, en el momento del suceso que traemos a colación, Rosita Rodrigo es una joven de 26 años, separada y nuevamente disponible, artista con una experiencia cada vez mayor, que se había estrenado como cantante en la que sería tierra de sus triunfos (Barcelona) y planeaba trasladarse a las Américas para aumentar su fama. Tadeo Villalba era también conocido en Valencia, apuntando la ampliación de sus trabajos. Le veremos haciendo desde la cárcel un diseño pendiente para un Casino cordobés. Sin embargo, sí llevaba una vida más ordenada desde el punto de vista familiar y, aunque estuviera distante de sus padres, disfrutaba de un cómodo hogar con su mujer y sus niños pequeños. En esta inocua relación entre ambos faltaba un tercer elemento, el que habría de provocar el suceso y padecer sus consecuencias. 15 16 Fernando Fernando Hernández de la Figuera y Ferrer de Plegamáns era hijo del ex diputado provincial Fernando Hernández, conde de Villamar, y de Teresa Ferrer de Plegamáns y Haya, condesa de Plegamáns. Largos apellidos para un “condesito”, como le llamaban sus conocidos, de 19 años y sin dedicación conocida, aparte de asistir a comidas campestres, corridas de toros, fiestas y espectáculos teatrales, según se deduce de los comentarios vertidos en los periódicos aquellos días. Hijo único y heredero del título, no parecía necesitar más que la diversión y el entretenimiento. “Tenía fama de bravucón” afirma “El Siglo Futuro”, “era aficionado a la matonería y a la continua juerga”. Cuando uno contempla su fotografía, sombrero a la cabeza, cara afilada y ojos algo saltones, no puede dejar de adjudicarle el calificativo de “lechuguino”, como persona joven demasiado arreglada y presumida. Los padres, atentos a conservar el cuestionable honor de su hijo fallecido, aseguraban que no iba a muchos bailes, que disponía de una asignación limitada y, por tanto, no podía haber comprado los vestidos lujosos que lucía Rosita, tal como afirmaban los periódicos. Es de suponer que limitarían sus gastos ante el temor de que dilapidara gran cantidad de dinero en su género de vida, pero siempre podría obtener préstamos y regalos generosos de los parientes. 17 En aquel entonces los hombres ricos como él, aristócratas, de posición social asegurada, daban por supuesto que la juventud era para disfrutarla en bailes, espectáculos y, sobre todo, manteniendo a alguna mujer que hiciese de querida y con la que poder lucir su magnificencia y posición ante otros hombres. En ese sentido, los objetivos fundamentales eran las jóvenes de los barrios bajos propicias a acompañarles en una juerga, si bien peligrosas por sus modos pasionales de querer, y las artistas del teatro, de mayor calidad y lucimiento, pero también más caras de mantener. Pasemos entonces a describir los hechos que tuvieron lugar aquel domingo 25 de febrero de 1917. No hubo ningún testimonio de una relación amorosa de Rosita con Tadeo Villalba, pese a los rumores que empezaron a correr tras el suceso para intentar justificarlo. Sin embargo, sí está constatado el interés del “condesito” hacia aquella tiple que cada vez era más conocida en el mundo de la farándula. Evidentemente, que el primogénito de un conde te hiciera la corte, te comprara vestidos y otros regalos, te rondara a la salida del teatro y bailara contigo, no era desdeñable para una artista como ella. Si estos señoritos necesitaban la compañía de estrellas del teatro, también éstas necesitaban amigos ricos que las enaltecieran dentro de la sociedad de su tiempo. Siendo una mujer separada, con veintiséis años, siete más que ese pretendiente no muy agraciado pero conde y disponiendo de dinero, suponía que podía manejarlo adecuadamente. Por eso esa mañana en que tenía otros planes, Rosita le dijo a Fernando que no iría a comer con él a 18 Torrente, donde la invitaba. El muchacho se lo tomó a mal y quiso obligarla a subir al carruaje, según manifestaron posteriormente sus amigos. Ella se opuso tan violentamente que casi estuvo a punto de arrojarse al suelo desde el asiento donde él la empujaba. La escena se recordaba como algo violenta y debió poner al condesito de muy mal humor. De hecho, hay constancia de que finalmente comió con su madre, que se encontraba algo enferma, en la casa familiar. El padre estaba cumplimentando una visita política en Áyora aquel día. ¿Qué tenía que ver Tadeo Villalba con estas relaciones? Aparentemente nada. Se consideraba buen amigo de Rosita, la saludaba con interés y cortesía cuando se encontraban y poco más. Aunque algunos periódicos de Madrid tomaron el crimen como un problema pasional entre dos hombres enamorados de la misma mujer, la realidad parecía más trivial. Es cierto que Rosita, por su condición de artista, deseaba gustar como mujer a sus admiradores y amigos. Debía de ser coqueta, algo nada inusual en su profesión, y jugar al amor atrayendo y alejando a los hombres que la admiraban. “-¿Es cierto –preguntamos- que usted bailó el primer día de Carnaval con el señor Hernández de la Figuera? -Sí; bailé con él, porque se acercó a saludarme al palco donde estaba. Bailé con él un instante, como bailé con otros varios, y hubiera bailado con usted si hubiera querido. 19 - ¿Y acerca de las causas del suceso? - Yo no sé nada. Ni me importa nada” (El Heraldo de Madrid, 27.2.1917, p. 2). Fijémonos en las frases finales. No sabe nada del crimen que ha tenido lugar pero, no contenta con afirmar su ignorancia de los hechos en los que estaba inevitablemente envuelta, sostiene con rotundidad: “Ni me importa nada”. Es cosa de hombres, viene a decir, no tiene nada que ver conmigo ni tengo interés en por qué han hecho lo que han hecho. A mí me basta, como artista, atender a mis admiradores manteniéndolos a una prudente distancia pero no tanta que se alejen de mí. Quiero jugar a gustarles, hacer que vengan como moscas a la miel para luego, según convenga, darles celos, mostrarles que no soy suya pero quizá puedo llegar a serlo. Es un juego y sé jugar a él. Para el público valenciano y madrileño que leía las noticias no cabía duda de que el origen de la afrenta de uno y la muerte del otro era Rosita Rodrigo. ¿Qué había hecho ella para provocar el crimen? ¿Qué forma de coqueteo se le había ido de las manos? ¿Quiso poner celoso al condesito sugiriendo una relación con aquel amigo pintor al que encontraba en algunas ocasiones? Los lectores, que seguían con apasionamiento el caso, así lo creyeron a pies juntillas. El mito de la “mujer fatal”, la que utilizaba y manejaba a los hombres, estaba muy extendido, sobre todo entre las artistas. No debió parecerle mal a Rosita una fama semejante que aún le habría de atraer a nuevos admiradores, sabedores del peligro de una hembra semejante pero fascinados por el 20 encanto añadido de una muerte motivada por el amor no correspondido de ella. “El Pueblo”, diario republicano que tomó partido a favor de Villalba, señaló a Rosita y sus devaneos como culpables de lo sucedido desde el principio, incluso fabulando una posible conversación en un palco con su frustrado pretendiente Fernando: - - - “ - De manera que el pintor Villalba… La cupletista exclamó con viveza: Villalba es para mí un buen amigo y nada más. ¿Nada más? –insistió el condesito. Ya te lo he dicho. Pero de repente la cupletista dijo con mimo, como deseando ser halagada por una conversación de adorador decidido e incondicional: Te digo que nada hay entre el pintor y yo… Pero … Y clavó su mirada fatal en los ojos del condesito. Pero… ¿y si hubiera algo entre Villalba y yo?... ¿qué harías tú? Fernandito nada contestó. El problema que aquella mujer le planteaba, tenía demasiada importancia al pensar del conde… Mientras tanto, la mirada, aquella extraña mirada de la cupletista, seguía envolviendo a Fernando, oprimiéndole con su influjo singular…” (El Pueblo, 29.1.1918). 21 Este relato, casi una novela decimonónica de pasiones desatadas, celos, amores de una artista y un aristócrata, es pura invención. Fue publicado en vísperas del juicio contra Villalba. Este diario denostaba de los aristócratas pero no cabía cebarse en la figura del fallecido que, a fin de cuentas, bastante había pagado la agresión que llevó a cabo contra su asesino. El retrato de lo sucedido se justificaba así afirmando que ambos hombres se habían enfrentado por las malas artes de lo que denominaban “una mujer fatal”. En todo caso, el que había efectuado los disparos era tal vez, a su juicio, el más inocente de los tres implicados. 22 El bofetón de Fernando “Yo apenas conocía a Fernandito de la Figuera, ni tuve jamás trato ni cuestión alguna con él” afirmaba Tadeo Villalba desde la cárcel dos días después del crimen, aunque añadía: “Con su padre, sí. A principios de Enero se enfriaron nuestras relaciones por un incidente surgido por admisión de un socio en la Peña, y por atribuirme intimidad amorosa con Rosita Rodrigo. A ésta la conozco sólo como artista, y ella a mí poquísimo” (La Nación, 28.2.1917, p. 3). De esta forma sabemos que ambos contendientes se conocían y no parecían simpatizar demasiado. No conocemos qué cuestión les había separado en lo que se refiere a la admisión de un socio en la Peña probablemente de artistas en la que Villalba tenía amplia influencia. Sin embargo, sale a relucir también que el conde de Villamar, quizá molesto por la negativa del pintor a admitir a un recomendado suyo, le achacaba relaciones amorosas con la cupletista a la que rondaba su propio hijo. ¿O fue este rumor propalado por el conde lo que motivó la negativa de Villalba a admitir a ese posible socio? El caso es que el rumor existía, fuera cierto o no, lo que debía llegar a conocimiento del condesito, además de los 23 duros términos que en la intimidad su padre el conde le adjudicaría en base a la ofensa recibida respecto de su recomendado. Todo ello fue el caldo de cultivo de la tragedia por venir. ¿Fernando de la Figuera pidió explicaciones a Rosita respecto al rumor que corría? Es más que probable. En ese contexto se entendería la folletinesca conversación que el diario republicano adjudicaba a ambos. Así pues, el mismo que había ofendido a su padre el conde, un simple pintor proveniente de un hogar pobre y sin clase, a ojos de Fernando, era el que además estaría intentando robarle la mujer que pretendía. Volvamos a los hechos de aquel domingo. Tadeo Villalba se había encontrado con varios amigos para comer en Miramar. Entre ellos dos portugueses con los que trabó intimidad y que se encontraban en Valencia de paso. Volvió con todos ellos a las cinco hasta la plaza de toros, donde el diestro Juan Belmonte se aprestaba a hacer una buena faena. Era una ocasión importante y allí estaba lo más conocido del mundo cultural y aristocrático de la capital del Turia, lo mismo que más tarde habrían de concurrir al nuevo espectáculo que se presentaba en el teatro Apolo. Una excelente forma de pasar un día festivo, todo sea dicho de paso, con dos espectáculos que eran dignos de verse. Llegados a los toros: “Allí vimos a Rosita Rodrigo en un palco. Como yo sabía que estaba contratada para Lisboa, la presenté a mis amigos, por si allí podían servirla. 24 Inmediatamente me marché a otro palco con unos amigos” (Idem). Así continuaba la escueta narración del detenido. En el juicio nadie negó la normalidad de aquella tarde. No era extraña la razón de dirigirse al palco de una artista tan conocida para presentarle a aquellos amigos portugueses, teniendo en cuenta que pocos días después la cantante marchaba a Lisboa para luego recalar en las Américas. También parece cierto que contempló la faena del diestro sevillano acompañando a sus dos más íntimos amigos, como luego se confirmará: Carlos Carles y su socio Carballeda Benedito. Sin embargo, es posible que Fernando Hernández le viera cumplimentando a Rosita cuando le presentó a sus amigos portugueses, sentado un momento con ella, charlando con animación. Podemos suponer también que, a la salida de la corrida, cuando ambos se encontraron, él le preguntara nerviosamente a ella qué había estado haciendo el pintor en su palco. La respuesta, seguimos suponiendo, no debió satisfacerle demasiado ni tranquilizarle. El primer acto del drama estaba a punto de tener lugar. “Al final de la corrida salíamos en un grupo Rosita Rodrigo, Fernandito Villamar, mis amigos portugueses y yo. Y al llegar al umbral de la puerta llamada de autoridades, sin que nada lo motivara y de la manera más inesperada, se abalanzó sobre mí Fernandito Villamar y me abofeteó. Promovióse el escándalo consiguiente; 25 todos los presentes sujetaron a Fernando y a mí, por lo cual yo no pude repeler la agresión y quedé con el bochorno que usted puede figurarse” (El Pueblo, 24.1.1918). Sin que variara sustancialmente la situación, la narración de Villalba no recoge algunas precisiones de interés. Al principio se dijo que había recibido dos bofetones, lo que en principio extraña un poco. Uno podía recibir pero dos sin defenderse resulta raro. En realidad, el primer golpe lo recibió estando Fernando detrás de él y, ciertamente, sin que mediara provocación ni altercado entre ellos. Indudablemente, el condesito iba ya “caliente” contra él probablemente por las causas comentadas. Al sentir el golpe Villalba fue a volverse, momento en que recibió el bofetón en la cara. Casi al mismo tiempo se debieron suceder empujones, gritos y los amigos se interpusieron entre ambos impidiendo, ciertamente, que se enzarzaran a golpes. En ese momento interviene el gobernador general de la provincia, señor Cortina, que se disponía a subir a su carruaje. Conocía a Villalba y se hizo cargo de él llevándolo hasta el coche para alejarlo del tumulto e impedir la contienda. Solo cuando se subió al vehículo el pintor pudo darse cuenta de quién le había golpeado, ya que hasta entonces se sentía completamente desconcertado. En el trayecto su mente empezó a asimilar la ofensa. Indudablemente comentó el hecho con el gobernador. 26 - - ¿Ha visto lo que ha sucedido? -le diría-, Fernandito me ha ofendido, no entiendo qué ha pasado pero esto es inadmisible, ni siquiera he podido responderle como merecía. Vaya usted a hablar con su padre el conde y que le meta en cintura -dicen que le respondió el gobernador. El condesito ya es mayor de edad -contestó el otro-, es responsable de lo que hace. Entonces sólo le queda a usted portarse como un caballero y enviarle sus padrinos. Ésta fue aproximadamente la conversación que algún periódico afirmó que tuvo lugar. De nuevo sólo puede suponerse, puesto que los únicos presentes eran ellos dos y el cochero del gobernador, testigo involuntario del crimen poco después, y que no haría nada por implicar a su jefe en el caso. Que es más que probable justificaría la crítica que se atrevió a pronunciar el defensor de Villalba en el juicio, acusando al gobernador de no haber sabido controlar la situación. Lo cierto es que la sugerencia no podía ser más evidente en aquellos tiempos, aunque los duelos estuvieran prohibidos y tuvieran lugar bajo cuerda. El ofendido pidió entonces al gobernador, que lo llevaba hacia el teatro Apolo, que se detuviera en el Casino Agrícola. Al descender del carruaje pasaron por allí los mismos amigos con los que hubiera ido hasta el teatro de no mediar la agresión. Carles y Benedito se interesaron por él, se ofrecieron a llevarlo para ir juntos, pero él insistió en que tenía algo que 27 hacer. Les pidió que le dejaran en taquilla una entrada a su nombre y prometió alcanzarles más tarde. Entrado en el Casino pidió papel y pluma para escribir dos cartas dirigidas precisamente a los dos amigos íntimos a los que acababa de despedir. En ellas les pedía que acudieran al domicilio de los Villamar para demandar una disculpa pública del condesito y, en caso de negarse, una satisfacción en duelo para el que habrían de servir de padrinos. Entregadas las cartas al ujier para que las enviara con premura, decidió acudir hasta la casa de Rosita Rodrigo para discutir el caso. Conocedor de los rumores que los relacionaban empezaba a comprender el porqué de la agresión y quería pedir una explicación a la artista sobre qué había sucedido exactamente y tal vez qué papel había jugado ella en el conflicto. Se sabe poco de aquella visita, que sólo se reveló en el propio juicio. Tres días después del suceso se había comentado que en la misma puerta del Casino una mujer le había gritado que era “un cobarde, un hombre indigno y sin valor” pero tal cosa parece una exageración. Ni siquiera privadamente Rosita podía adoptar una actitud semejante. En la declaración ante el tribunal Villalba no sostiene haber hablado con ella cuando llegó a su casa, pero sí que allí le dijeron “que el hijo del señor conde de Villamar tenía un temperamento muy vehemente, y que fuera despacio con él”. No sería una criada quien se lo dijera, desde luego, tuvo que ser la propia Rosita cuando supo que Villalba estaba decidido a batirse en duelo para defender su honor. 28 Es curioso observar las pocas explicaciones que da Villamar sobre la intervención de la cupletista, su insistencia en que apenas la conocía desde hacía poco (cuando en realidad su mutuo conocimiento databa de varios años), el no mencionar la visita a su amiga hasta el juicio y no a los periodistas que le habían entrevistado antes. Para entonces Rosita Rodrigo triunfaba en México y Argentina, en cuya capital, Buenos Aires, habría de residir cierto tiempo. Además, ella ya había declarado que no sabía nada de lo sucedido y que no le importaba. Todo parece exagerado en este caso, visto desde los valores actuales. Probablemente Villalba fuera un buen amigo, un amigo de mucha confianza podríamos decir. Sin llegar a mayores intimidades, los rumores de unas posibles relaciones, ese afán de ocultar su mutuo conocimiento frente a la sociedad valenciana y a su mujer, la confianza de acudir a su casa para plantear sus preguntas, indica que entre ellos había al menos bastante confianza. ¿La suficiente para provocar los celos del condesito? Probablemente. Pero si exagerados eran los celos de este último, ya que a fin de cuentas las artistas de teatro estaban frecuentemente rodeadas de admiradores, mayor exageración supone lo que sucedió a continuación: el segundo acto del drama. 29 30 El crimen de Tadeo Era poco antes de las siete de la tarde cuando Tadeo Villalba, aún convulso por la ofensa recibida, se hizo llevar hasta el teatro Apolo donde había quedado con sus amigos. Llegaba tarde a la representación, que había empezado a las cinco y media, trayendo la compañía del maestro Penella varias obras dentro del género de revista: El Chiquillo, el Barquillero y El Amor de los Amores. Habiéndose entretenido escribiendo aquellas cartas, con la visita a Rosita Rodrigo, como dijimos, encargó que le dejaran en taquilla, doblada, su entrada. Fue por eso, según manifestó, que se dirigió hacia allí. Es difícil reconstruir su trayecto desde la calle hasta el vestíbulo, pese a la poca distancia entre ambos puntos. El teatro fue derribado en 1969 para construir edificios de viviendas, dando fin a una vida que se extendía desde 1876. Las fotos de que se dispone no muestran muchos recovecos ni demasiadas formas de ocultarse a la vista de los viandantes. Pese a ello, se discutió con vehemencia durante el juicio si Tadeo Villalba había hecho un recorrido que le permitiera no ser visto (lo que indicaría premeditación) o si, sobresaltado al encontrar en la acera a Fernando Hernández de la Figuera, se ocultó en un vano que formaba el vestíbulo. El condesito se hallaba en la acera junto al cochero del gobernador, José Vila, al que llamaban “el Salao”. Ambos miraban, según manifestó este último, hacia la plaza de las 31 Barcas y solo por casualidad no vieron a Villalba, que acudía a la taquilla, junto a la cual se encontraban. El encuentro era realmente desafortunado pero tampoco imposible ya que gran parte de los asistentes a los toros marchaban después de la corrida hacia el teatro Lírico o el Apolo, los de mayor atractivo de la ciudad. Los amantes de la zarzuela al primero, los de la revista al segundo. De manera que no era extraño prever un segundo encuentro entre ambos, si bien desde la lejanía de los palcos, era de suponer. Quiso la mala suerte que, por el contrario, estuvieran a punto de encontrarse en plena acera, junto a la taquilla. ¿Qué hacer? Villalba tuvo que decidirlo en un segundo. ¿Enfrentarse otra vez y darle de bofetadas para vengar la afrenta recibida? Un caballero no haría eso sino que procedería como lo estaba haciendo hasta ese momento: enviando al ofensor sus padrinos. ¿Hacer como si no le hubiera visto? Eso, además de ridículo por la estrechez de la acera, le expondría a nuevas ofensas. El pintor optó instintivamente por ocultarse a la sombra del vestíbulo. Había otras personas caminando por el lugar, algunos retrasados como él que ingresaban al teatro a toda prisa y sin fijarse en nada. A partir de ese momento hay unos hechos que sucedieron y hasta tres testimonios diferentes de la causa de los mismos. De repente, un brazo se extendió desde el vestíbulo y se oyeron dos disparos consecutivos. El primero, al decir de los forenses y el ministerio fiscal durante el juicio, entró por la sien izquierda originando una muerte casi instantánea. El segundo, tras girar la víctima por el primer impacto, entró por 32 el maxilar superior para terminar el proyectil alojado en el cuello. Esta trayectoria descendente parecía indicar que el cuerpo estaba desplomándose en el momento de recibir el segundo disparo. Muchos se quedaron sorprendidos por las detonaciones, sin acertar a saber de dónde provenían. El primer testimonio, el de los testigos independientes, consistía en puro desconcierto. Sonaron dos disparos y Fernando, conde de Villamar, se encontraba en el suelo en medio de un charco de sangre. Un tal Vicente Cano, que se encontraba en otro lugar del vestíbulo, sólo vio un brazo extendido que sujetaba un revólver. El testigo principal resultaba ser “el Salao”, cochero del gobernador. Uno da en pensar que su jefe no deseaba verse envuelto en más habladurías o críticas como las que pronunció el defensor contra su incapacidad para controlar la situación creada. Tal vez por eso aleccionara a su empleado para que no se comprometiera en su declaración. Por ello dio una de cal y otra de arena. Afirmó genéricamente que se encontraba con el condesito hablando de toros pero que, justamente en el momento de los disparos, se hallaba distraído porque había pasado un coche y las caballerías de su carruaje se habían puesto nerviosas. Hubo de sujetarlas justo cuando se oyeron los disparos, por lo que no pudo ver nada. Esta “distracción”, que probablemente fuera real, por otra parte, resultó clave en la resolución del jurado sobre el crimen cometido. Los dos siguientes testimonios corresponden al propio Tadeo Villalba. Inicialmente, en un par de entrevistas que tuvieron lugar en la cárcel antes de la celebración del juicio, 33 manifestó que se ocultó en el vestíbulo y, desde allí, comprobó que el condesito refería al cochero lo sucedido en la plaza de toros y se jactaba del bofetón que había propinado al pintor. Eso le hizo indignarse y, ofuscado, sacó un revólver que llevaba sin funda en el bolsillo y que, según afirmó, apenas sabía utilizar. Siempre sostuvo que lo había hecho con el propósito de amedrentar a aquel impertinente, que no supo cómo disparó dos tiros ni la forma en que lo hizo. En otras palabras, que fue un gesto inconsciente, llevado a cabo en la excitación del momento. Durante el juicio su testimonio cambió en un aspecto fundamental, sin duda aleccionado por Juan Barral, su defensor. Allí afirmó que el condesito le había visto y se dirigió a él “con el semblante descompuesto y en actitud agresiva”. Visto así, habría obrado en legítima defensa. Pero eso era torcer mucho los hechos comprobados. El cochero afirmaba que antes de los disparos ambos estaban mirando hacia otro lado. Además, los forenses certificaban que el primer disparo impactó lateralmente con el fallecido. En ese sentido, el hábil defensor dejó en duda el orden de los disparos porque, si el del maxilar fue el inicial, entonces la víctima estaba de frente al asesino. Por otro lado, la distracción del cochero resultaba fundamental porque, durante unos segundos, había perdido de vista a la víctima. ¿Pudo en ese breve tiempo percatarse de la cercana presencia de Villalba y hacer ademán de dirigirse a él de forma agresiva? Todo indica que el testimonio de Villalba durante el juicio en este sentido fue una declaración preparada por su 34 defensor, a la vista de que los testimonios de los testigos dejaban margen a una interpretación semejante que exculparía a su cliente. Creemos que el crimen no fue premeditado aunque queda la duda de por qué llevaba un revólver sin funda en el bolsillo aquella tarde y quién se lo había dado. Eso se aclararía durante el juicio. Sin embargo, todo indica que el crimen fue un asesinato con alevosía, tal como señalaba el fiscal, es decir, realizado con indefensión de la víctima. Lo lógico es que éste, durante aquellos segundos cruciales, estuviera más atento al alboroto de la caballería que a mirar a su alrededor. Había estado hablando con el cochero sobre lo sucedido en voz alta, quizá presumiendo de lo gallito que podía llegar a ser y cómo había humillado al que entendía amante de la mujer que pretendía. Todo esto, escuchado en las sombras del vestíbulo por Villalba, había hecho que éste hirviera de rabia y, echando mano al arma, disparase hacia la figura que continuaba mirando hacia otro lado. En ese momento escapó del lugar. No se quedó para entregarse a la policía. Los disparos habían causado gran alarma a los que permanecían dentro del teatro. Uno de ellos, el médico forense Rafael Ferrer, salió con muchos otros para ver qué hacía sucedido y atendió a la víctima inmediatamente. Aunque el cuerpo fue conducido hasta la cercana casa de socorro de la Glorieta, ingresó cadáver y fue llevado poco después hasta el cementerio. Aprovechando la confusión inicial Villalba ingresó en el teatro, se mezcló entre la gente alarmada que preguntaba qué había sucedido y salió por la parte de atrás. Caminó 35 durante bastante rato por la Gran Vía, tiró el revólver tras unos arbustos. Luego se dirigió a casa de su amigo Carlos Carles para contarle lo sucedido y preguntar qué hacía. Su instinto le había llevado a ocultarse, a fin de cuentas estaba casi seguro de que nadie le había identificado como el autor de los disparos. Según manifestó, estuvo confuso en aquellas horas. En realidad obedecía al impulso de esconderse, tal vez hacer como que la cosa no iba con él, alejarse del lugar de su crimen. Incluso afirmaba no saber durante aquel tiempo que Fernando hubiera muerto a consecuencia de los disparos. Su amigo Carles le informó de la muerte y quiso que entrara en razón, mandó recado para que viniera su socio Benedito, su otro amigo íntimo. Entre los tres llegaron a la conclusión de que todo señalaba a Villalba como autor de los disparos y lo que tenía que hacer era entregarse. Pasadas las diez de la noche llegaron Benedito y él hasta el despacho del gobernador y amigo señor Cortinas. Allí el pintor se confesó autor de la muerte del conde por lo que el gobernador lo condujo hasta los Juzgados para que fuera detenido. 36 El juicio ¿Honor, venganza? ¿Un asesinato alevoso y criminal o un homicidio en legítima defensa? Ésta era la alternativa que tenía ante sí el jurado que quedó finalmente constituido el 29 de enero de 1918, no sin que mediara un enfrentamiento entre el fiscal Antonio Sánchez Cortés y el defensor Juan Barral en torno a la posibilidad, que hoy nos parece sorprendente, de que dos miembros de ese jurado fueran a su vez testigos en la causa. Rechazada esa posibilidad por el presidente de la Audiencia, lugar donde se celebraría el proceso, Sebastián Aguilar ordenó que las partes procediesen en sus interrogatorios. El primero en declarar extensamente fue el acusado Tadeo Villalba, que desgranó las circunstancias ya comentadas en capítulos anteriores, introduciendo la novedad de que su actuación final estuviera fundamentada en la legítima defensa. El informe de los testigos del crimen, por otra parte, no era decisivo como hubiesen querido el fiscal y el acusador privado Juan Dualde. Aquella “distracción” del cochero del gobernador impedía tener la seguridad de que la víctima estuviera indefensa y no hubiera visto en el último momento a su agresor. ¿Mientras “el Salao” controlaba a las caballerías Fernando había percibido la cercanía de Villalba y había hecho algún gesto agresivo? El defensor se cuidó de dejar en el aire la duda sobre si esto había pasado o no. De todos modos, ni el cochero ni 37 Vicente Cano, que se encontraba en el vestíbulo, vieron otra cosa que un brazo que enarbolaba un revólver. ¿Es posible que lo que no vieron los dos, en particular el cochero que se encontraba junto a la víctima, lo viera ésta con toda claridad? Es más que dudoso. Todo hace indicar que Villalba estaba agazapado ocultándose del condesito en el hueco del vestíbulo. Por otra parte, estaba el informe forense, que resultaba decisivo. Se habían efectuado dos disparos: uno había impactado en la sien izquierda y otro en el maxilar hasta que la bala se alojara en el cuello. Los médicos dieron aún más precisiones: la primera bala había sido disparada desde una distancia de metro y medio a dos metros, una distancia que confirmaba el propio acusado, mientras que la segunda bala había impactado en la cara de la víctima desde más cerca. Teniendo en cuenta la rápida sucesión de los disparos y que nadie vio a Villalba aproximarse a su víctima, no se puede dejar de reconocer imprecisión en este último detalle. Resulta imposible creer que se aproximara para efectuar el segundo disparo sin que los demás dejaran de verle con claridad. Así pues, podemos tener la certidumbre de que ambos disparos tuvieron lugar sucesivamente y a la misma distancia. El testimonio del cochero fue que, en el momento en que se distrajo con las caballerías, ambos estaban mirando hacia la plaza adyacente, no hacia el teatro y el agresor que buscaba el arma en el bolsillo derecho de su gabán. Ello concuerda con el disparo en la sien, el giro de la víctima propiciado por el sentirse herido y el recibir el segundo disparo cuando 38 empezaba a caer, lo que motivaba la trayectoria de arriba abajo del proyectil. La alternativa, que viera a su agresor y se dirigiera a él de forma agresiva para recibir la primera bala en la cara, girarse y que la segunda le diera en la sien, era posible pero mucho menos verosímil que la primera opción. A esa duda se aferró el defensor, para lo cual era necesario que Villalba cambiara su versión respecto a todas las que había dado hasta entonces, tanto en sede judicial como a los periodistas, y alegara legítima defensa. Otra cuestión que terminó por ser aclarada era la tenencia de un revólver en el bolsillo. Declaró el banquero Juan Bautista Carles, padre de su amigo, que el pintor había estado en su casa hablando de la inseguridad de las calles en Valencia debido al escaso alumbrado existente. Temía este último que el taller que regentaba con Benedito fuera objeto de algún atraco. Fue entonces cuando el banquero le enseñó el revólver con el que dispararía más tarde Villalba y éste le indicó que quería uno igual. Carles se lo prestó entonces hasta que encontrara uno similar. El fiscal dejó en el ambiente la duda de por qué lo llevaba encima aquella tarde en que solo iba a asistir a los toros y el teatro, cuál era el motivo de que lo tuviera sin la funda habitual en un arma que potencialmente era peligrosa y si era verdad, como afirmaba Villalba, que apenas sabía cómo funcionaba el seguro. La precisión de sus disparos parecía cuadrar poco con sus manifestaciones de ignorancia. El señor Sánchez Cortés consideraba que aquello solo podía calificarse de asesinato con alevosía si bien aceptaba, tras la detallada declaración de Villalba, la atenuante por 39 reivindicación de ofensa grave, algo que podría evitarle la condena a muerte pero no una larga reclusión en la cárcel. En todo caso negaba con indignación que el acusado hubiera procedido por legítima defensa, ya que la víctima estaba completamente indefensa. El defensor, en su alegato final, antes de criticar el informe pericial y sostener precisamente la legítima defensa, además de negar la intención de matar (sólo quería amedrentar a la víctima), realizó un contraste sobre el fondo social de aquel crimen: “El defensor, señor Barral, comenzó su informe, tratando de deshacer las acusaciones y procurando hacer resaltar las diferencias psicológicas entre el procesado y la víctima; el primero, de cuna humilde, que por su talento y actividad logró conquistar en la sociedad un puesto preeminente y la estimación de todos por sus excelentes cualidades; el segundo, como hijo único, mimado, de voluntad virgen y sin quehaceres reconocidos” (La Acción, 1.2.1918, p. 4). Entramos aquí en un terreno que causaría una gran polémica cuando se leyera la conclusión del jurado: las circunstancias sociales. No hay que olvidar que Valencia era una región profundamente republicana donde un escritor como Blasco Ibáñez soliviantaba a las masas en contra del régimen imperante. Así se comprende que unos diarios del 40 mismo carácter político como “El Pueblo” o “España Nueva” sostuvieran denodadamente la defensa de Villalba presentándolo como una víctima a su vez del escarnio y la humillación con que la aristocracia trataba al pueblo llano y humilde. “Tadeo Villalba había sido ofendido por el condesito de Villamar, hijo único, caprichoso y déspota. La historia galante era secundaria. Aún cuando intervino una mujer, no ha motivado ella esta tragedia. Fue la dignidad del pueblo, que se irguió una vez más frente a la aristocracia. Tadeo Villalba procedía del pueblo. Y, sin embargo, era preferido por la mujer fácil. El condesito se ofendió en su amor propio de niño mimado, y abofeteó a Villalba. El artista sintió en lo más vivo esta ofensa injustificada. Y fue después, al oír hablar de él despectivamente al condesito y a un criado, cuando quiso vengarse y se vengó. Porque era la dignidad del pueblo frente a la aristocracia déspota” (España Nueva, 3.2.1918). El mismo tribunal sentía la presión popular, enteramente favorable en sus capas más humildes y republicanas, a la causa del acusado. El primer día de febrero, tras la sesión donde el defensor enarbolara las diferencias psicológicas entre el hombre humilde hecho a sí mismo y el 41 hijo del conde, mimado y sin oficio alguno, Villalba pidió excepcionalmente ser conducido hasta la cárcel en un carruaje alquilado por él mismo. Así lo consintió el tribunal, ante el escándalo de la sociedad acomodada y bien pensante valenciana, deteniéndose a su arbitrio en la calle Santa Teresa, donde sus padres y otros parientes habían bajado para abrazarle y mostrarle su apoyo. El público que salía del cercano teatro de la Princesa rodeó al pintor que se abrazaba a su padre para ovacionarle, algo que según dijo después, le emocionó vivamente. La presión popular, como decimos, era más que considerable y no se detenía incluso ni en la misma familia que guardaba luto por su hijo muerto. La propia condesa de Plegamáns, madre de Fernando, recibió visitas y presiones para que perdonara públicamente la agresión sufrida. Ella no lo hizo pero igualmente se propagó el rumor de que el perdón se había dado. Los jurados recibían anónimos amenazantes en sus domicilios, eran increpados por la calle advirtiéndoles de consecuencias si no absolvían a Villalba. El caso se había convertido en un juicio público contra la pequeña aristocracia que dominaba tantos recursos políticos y económicos en Valencia. En esa tesitura, el presidente del tribunal realizó, como era habitual, una serie de preguntas al jurado para que las respondiera. Antes de ello aleccionó a sus miembros alertándolos de las presiones recibidas, encomiándoles que tuvieran el valor cívico suficiente para emitir libremente su 42 voto. De las respuestas emitidas se extraían varias conclusiones: 1) Se admitía que a la salida de la plaza de toros, el condesito había abofeteado al pintor sin que mediara provocación alguna por parte de este último. 2) A Tadeo Villalba no se le consideraba culpable de haber disparado dos veces contra el hijo del conde de Villamar causándole las heridas referidas. 3) También se consideraba que, al llegar Villalba al teatro y percibiéndose de la presencia de Fernando, no se había ocultado para disparar tomando a su víctima desprevenida. 4) Al contrario, el jurado defendía que Villalba había llegado al teatro para encontrar al conde que se dirigía a él de forma agresiva, lo que le llevó a defenderse en legítima defensa. 5) ¿Tadeo Villalba Monasterio provocó en algún modo suficientemente los hechos de autos? Unánimemente el jurado dijo que no. Era la completa aceptación de la tesis del defensor, sin atender a los hechos más evidentes (como en la pregunta 2) ni a la propia declaración del acusado (pregunta 3) ni al informe forense y pericial (pregunta 4). Era la rendición del jurado 43 ante la presión popular recibida. El pintor salía absuelto de su crimen. A partir de entonces, incluso con la aureola de haber defendido su honor, el artista Tadeo Villalba siguió su carrera profesional con un éxito constante. Lo comprobamos en un amplio reportaje en que muestra su casa transformada en una auténtica exposición. “En Valencia, Tadeo Villalba, un artista 'de intuición’, un artista de un buen gusto excepcional, un artista culto, que ha buceado en el pasado extrayendo de él lo que el afán de la novedad había sustituido, ha conseguido, con su gran voluntad, dar un decisivo impulso al arte decorativo” (La Esfera, 1.11.1919, p. 21). Se habla de “la sutileza y la elegancia fabril del arte del Imperio” junto al arte vigoroso de Grecia y el de las salas de Versalles. El autor de este trabajo decorativo se muestra serio, reflexivo y más maduro que en años anteriores. Para entonces nadie habla de lo sucedido tan solo dos años antes, cuando empuñó el revólver, ni el año anterior, cuando se sometió a juicio. Su figura, si cabe, se ha hecho más popular y conocida, en su taller se suceden los encargos. Al igual que el gran maestro valenciano Joaquín Sorolla, por entonces en los últimos años de su vida, mostrará su casa como espectáculo, si bien decorativo más que pictórico. Por otro lado, no se decidiría nunca a abandonar su tierra natal como hizo aquel, será su hijo quien lo haga. 44 De todos modos, se sucederán los encargos de carrozas en fiestas valencianas para luego pasar a realizar trabajos en Madrid, como la gran exposición de coches Buick para la que construyó un amplio decorado al efecto en el número 62 de la calle Alcalá, trabajo muy celebrado. Suya sería una carroza para los festejos de otoño en la Corte en 1925, y otra representando el comercio y la industria en 1931 para festejar la llegada de la República en la capital de España. Presidente de la Casa de Levante en Madrid desde aquellos años, cuando residió cierto tiempo allí, fue nombrado durante varios años de la República “foguerero” mayor de las hogueras de San Juan en Alicante. Con la guerra civil se trasladó de nuevo a Valencia perdiéndose las referencias a su trabajo en la posguerra hasta su muerte en 1956. Mientras todo esto sucedía, la implicada en aquel crimen, aunque indirectamente, triunfaba en Barcelona. En 1922, con la compañía de Eulogio Velasco, estrenaba “Arco Iris” la revista más famosa aquel año en toda España. Cuatro años después se integraba en la compañía de Manolo Sugrañes estrenando “Joy joy” en el Teatro Cómico de Barcelona, cuando era considerada la artista más relevante del Paralelo en esta ciudad. En 1929, cansada de tantas giras tanto en España como en América, acercándose por otro lado a los cuarenta años y habiendo perdido la juventud que la hizo triunfar, Rosita Rodrigo abrió el “Patio del Farolillo” en Barcelona, tablao flamenco donde ella participaba espontáneamente y sin 45 mayores obligaciones. Lugar de moda durante mucho tiempo entre la clase burguesa catalana, allí recibía, como dijimos, al mismísimo rey o a su buen amigo Josep Mª de Segarra, el gran poeta casi de su misma edad y que triunfaba con poesías como ésta, que parece dirigida a ella: Avui només de nostra coneixença tinc el cor fresc com el celler del mas, i tota la meva ànima s'agença d'haver-te dut recolzadeta al braç. La tarda m'ha sigut traïdora i breu, més la llum era viva. Dins de l'ordi pregava el pregadéu, a la figuera s'ha aturat la griva. I jo sentia una molt gran paor de veure els ulls que feies i la cara... ¡Ai, fina pal.lidesa de l'amor, que no sap si ha d'ésser amor encara! ¡Ay, fina palidez del amor, que no sabe si ha de ser amor todavía! cantaba en sus versos como si a Rosita fuesen dirigidos. Después de la guerra ella regresó largo tiempo a Buenos Aires hasta que, disipadas las primeras consecuencias de la contienda, volvería a su Valencia natal para dar clases de canto en el Conservatorio de música. Moriría en esta ciudad tres años después que aquel pintor que mató por su honor ofendido y los celos que provocó en un muchacho que, pese a sus condiciones y forma de vida, no mereció morir. 46 Para el amante de la literatura quizá sea fácil imaginar que en esos últimos años Rosita y Tadeo se cruzarían en la Gran Vía de la capital del Turia, o acudiendo a un teatro, algo nada inusual en la vida del espectáculo que ambos escogieron para desarrollar su tarea profesional. Pasados los sesenta años casi ni recordarían aquel lance donde se mezclaron honor, celos y venganza. La tarde de enero de 1922 en que Villalba asistió a otro crimen, el de la actriz principal en el teatro de Almería, también sería casi un vago recuerdo para él. 47 48 Una actriz Dicen que cuando se cierran las puertas del teatro Cervantes de Almería, ya alejado el bullicio de una obra teatral o de un concierto, cuando finalmente se hace el silencio, éste se ve roto por leves ruidos, puertas que se cierran, pasos inconcretos. Incluso se afirma que se ve una sombra femenina recorriendo escaleras y camerinos. Es el fantasma de la actriz Conchita Robles, dicen con misterio, que aún aguarda para terminar de representar la obra que interrumpieron los disparos de su marido. Aquí no creemos en fantasmas con los que nutrir programas de televisión ni noticias para espíritus crédulos. La única utilidad de su leyenda es la de recordar la figura de aquella muchacha que fue actriz, que equivocó su camino en el matrimonio y pagó las consecuencias de manera injusta. La que tal vez podría haber sido madre o abuela de actores, como es habitual en las figuras de teatro de aquella época, a la que quebraron su vida, sus proyectos e ilusiones. En esta narración nos ocuparemos no del fantasma sino de la joven, de la mujer que fue. A pocos metros de donde recibiría los disparos mortales nació en la calle Clarín, del barrio de la Almedina almeriense, lugar donde siglos atrás se asentó la ciudad musulmana con su mezquita, también su aljama judía. Vio la luz por primera vez el 17 de octubre de 1887. Por aquellas calles creció jugando y soñando. Habría de tener cuatro hermanos más cuando la familia se trasladó a 49 Madrid en 1899. Algunas informaciones apuntan que su padre, Juan Robles, era tramoyista de teatro. Los periódicos de la época son unánimes al asignarle el papel de actor dentro de la reconocida compañía de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, su marido. Posiblemente trabajara como ayudante y tramoyista en el teatro almeriense hasta encontrar una oportunidad para cumplir su sueño: actuar. Cuando fue prosperando, el siguiente paso en una ambiciosa carrera en el teatro consistía en encontrar acomodo en una compañía madrileña. Es muy probable que éste fuera el motivo del traslado familiar cuando Conchita contaba doce años. La primera noticia de la que disponemos sobre su presencia en un escenario data de 1909, cuando ya contaba 22 años. Sin duda, las relaciones de su padre, el hecho de admirarle y verlo actuar, habían hecho crecer en su interior el deseo de emulación y triunfo. En julio de ese año aparece dentro de la compañía de Cobeña volviendo a Madrid después de una gira por provincias. Hay tres aspectos que conviene señalar dentro de la dinámica teatral de la época. En primer lugar, era bastante usual (pero no obligado) estrenar una obra en San Sebastián, Sevilla, Barcelona o Granada, por ejemplo, para llevar después la misma hasta Madrid, escenario que sólo alcanzaban actrices y actores ya curtidos con obras de ciertas garantías. Si el éxito se prolongaba se podría pensar incluso en alguna gira por las Américas, México y Argentina particularmente. En segundo lugar, las compañías estaban constituidas en su mayoría teniendo como propietarios y protagonistas a 50 actores y actrices principales. Debía de ser un mundo reducido, donde todos se conocían y nadie hacía agravio de trasladarse de una compañía a otra, sobre todo los aspirantes a actores y actrices, que nutrían así su carrera en la búsqueda del mejor camino en su profesión. Otro aspecto a señalar en las carteleras de la época era el hecho de que en Madrid, lugar donde el éxito o el fracaso podían materializarse, había numerosos teatros que anunciaban funciones dobles diarias con la particularidad de que el repertorio se cambiaba cada pocos días. Cuando uno lee los anuncios y crónicas de entonces le da la impresión de que está ante una cartelera de cine actual: las obras no duran demasiado y hay que renovarlas constantemente para seguir atrayendo al público (exigente por otra parte ante tanta oferta), además de que los periódicos incluyan la crítica el día del estreno, verdadero barómetro para saber si la obra atraería público o no los siguientes días. Por último, es preciso señalar la cuestión de los géneros en el teatro. Por una parte se aprecian las obras cantadas (zarzuelas, óperas, cuplés) y por otra habremos de fijarnos en las obras dramáticas (donde María Guerrero triunfaba, como luego lo harían Margarita Xirgu o Lola Membrives, por ejemplo) y las cómicas, las que acaparaban el mayor de los éxitos populares y garantizaban numeroso público. Había tal profusión de autores que es difícil destacar a los hermanos Quintero o Alejandro Casona, entre otros de los que sabremos en estas páginas, mientras que el llamado “drama burgués” parecía reservado a autores tan celebrados como Gregorio Martínez Sierra o Jacinto Benavente. 51 Una cuestión específica de aquel tiempo fue la irrupción en las tablas madrileñas del género francés del vaudeville, donde se alternaban piezas cantadas con trozos cómicos, habitualmente basados en infidelidades que originaban todo tipo de situaciones ridículas que seguía el público con mucho agrado. La presencia de este género híbrido estuvo motivada por la guerra europea de 1914 a 1918, cuando los teatros de París detuvieron las funciones y muchos autores buscaron el éxito en la Corte madrileña. En este mundo actuó Juan Robles y de él abrevó aquella jovencita que se vio obligada a trabajar pronto para ayudar a la familia, tras la repentina muerte de su padre. Para entonces, lo mejor que sabía hacer era, precisamente, actuar. Debía ser una muchacha guapa para la época, joven en todo caso, sabía recitar, moverse, actuar. Si en 1909 llegaba a Madrid tras una gira por provincias resulta obvio que su contratación había sido bastante anterior, ya que las giras podían durar bastante tiempo. A partir de ahí podemos seguir su carrera artística, en la que iría destacando paulatinamente, siempre a la sombra de los autores o actrices principales de la compañía. En 1912 la vemos trabajando en la de la celebrada actriz Rosario Pino, que afrontaba la recta final de su carrera. En Zaragoza se hablaba de una “dama joven de belleza y talento”. Cuando representaron D. Gil de las Calzas Verdes en Lisboa y Oporto a las ovaciones dedicadas a Rosario Pino las crónicas añadieron que Conchita Robles y Luis Echalde obtuvieron “triunfos lucidísimos”. 52 Al año siguiente están ya en el teatro Princesa de Madrid donde la compañía de Rosario Pino, antes de concluir su despedida en América, habría de estar unos meses cambiando el programa cada dos días. En una de las obras de Benavente Conchita “dio a su personaje desenfado lleno de simpatía y de gracia, una justísima medida” (ABC, 30.10.1913). Al año siguiente, tras representar varias obras de Quintero y de Jiménez Lora, “El Heraldo de Madrid” menciona “el talento y facultades de la joven actriz, que ya ocupa un puesto envidiable en la escena española”. El éxito no la perseguía sino que era ella quien lo conquistaba con su vocación para las tablas y la palabra que iba sustituyendo en las crónicas a la gracia y la simpatía: se empezaba a defender que era una actriz de talento. Así, cuando en agosto de 1914 se encuentra en el teatro Eslava dentro de su nueva compañía, la de García Ortega, el “Heraldo de Madrid” afirma que “tendrá ocasión de demostrar su talento y admirables facultades, que la colocan hoy entre las actrices jóvenes de más brillante porvenir”. Como se puede apreciar, se ha desgajado de la compañía de Rosario Pino porque no desea alejarse de Madrid, donde la espera el éxito nacional que persigue con denuedo y excelentes cualidades. En su nueva compañía, llegado el comienzo de la guerra europea, predomina el género de vaudeville pero ello no es obstáculo para ella, que se muestra capaz de representar una obra dramática, una escena cómica e incluso de cantar y bailar, si es necesario. Sin embargo, su propósito no es ése y elige integrarse en el elenco de la compañía de Enrique 53 Borrás, célebre actor de la primera mitad del siglo XX, radicado sobre todo en el teatro Español. Abordando de nuevo el género dramático debuta en diciembre de 1914 con la obra “Aben Humeya” de Villaespesa, donde comparte cartelera con los actores principales (Carmen Cobeña y Enrique Borrás) hablándose de que “dio mucho realce a su papel y destacó su gentil figura”. En marzo de 1915 Conchita tiene 28 años y sigue confirmando su valía. Se le presenta entonces la oportunidad de pasar al teatro de la Comedia para trabajar a las órdenes de María Guerrero estrenando un papel en “El Gavilán” de Francisco de Croisset. Se la describe entonces en el ABC como una “gentilísima y simpática actriz, cuyo talento en tantas ocasiones hemos tenido que celebrar”. Su éxito es inmediato, su camerino se llena de regalos, recibe una gran acogida de crítica y público. “Alcanzó muchos y merecidos aplausos… las señoras celebraron las tres elegantísimas toilettes que lució, y que eran artístico marco de su belleza”. Dos semanas después de este gran éxito que la acercaba a su consagración como actriz, tuvo lugar un espectacular incendio en el teatro, perdiéndose gran parte del atrezzo y vestuario de la compañía. Para la propietaria María Guerrero fue un enorme disgusto además de un fuerte quebranto económico, hasta el punto que la gira por América prevista para el 6 de mayo, mes y medio después, quedaba comprometida. Entonces nos encontramos con una nueva cualidad inesperada en una actriz como ella. Mientras finalmente y, tras un aplazamiento, forma parte de la gira americana, 54 presenta dos poesías originales en los Juegos Florales organizados por el Ateneo de Albacete dentro de las fiestas de aquella ciudad. No he conseguido saber por qué se dirigió a tal efecto a una convocatoria en esa ciudad ni cuáles fueron las dos poesías presentadas. Lo cierto es que fue accésit en la categoría de “Canto a la Paz” y obtuvo el primer premio en la de “Canto al Progreso”. Cuando el 14 de septiembre de 1915 se leyeron las poesías premiadas ante numeroso público fueron, al decir del “Heraldo de Madrid”, “ovacionadísimas”. Cuando vuelve de América en noviembre de aquel año se desliga de la compañía de María Guerrero buscando tal vez un mayor éxito en la temática donde entonces se alcanzaba notable popularidad: el género cómico. La vemos entonces ligada al teatro Infanta Isabel, donde se integra en la nueva compañía del actor Ernesto Vilches. Es enero de 1916. A partir ese momento se suceden las obras de Felipe Sassone, los hermanos Quintero, Muñoz Seca. Representando en mayo “Los Gabrieles” sucede una curiosa anécdota. La representación va a empezar y Conchita Robles no ha llegado. La compañía entretiene la puesta en escena, el público se impacienta… “¿Qué iba a pasar? En algunos teatros ingleses, cuando falta un personaje se encarga un buen señor de leer su papel, sin caracterizarse y aunque el ausente sea una actriz bellísima y el substituto un honorable varón calvo y barbudo, ya podía yo tener toda la flema del más bovino de los sajones, que no me resignaría a que me escamoteasen a la 55 señorita Robles, que el mirarla semeja mirar un jardín sevillano, y arrulla su voz. Ya cerca, muy cerca de la tragedia y las protestas del auditorio, surge Conchita, atraviesa el escenario, y la detienen porque va a pasar cuando se abre una puerta en la decoración. Está un poco sofocada, como si reflejase una hoguera su cara de porcelana. - Creí que no venía nunca... ¡Maldito el coche, maldito el cochero, maldito mi caballo! Ya se desfogó de su cólera -una cólera bonita y espiritual-, y se echa a reír, y se encierra en su cuarto. Pregunta a través de las paredes de cartón: —Oigan, oigan... ¿Saben que me regalaron una gata de Angora que es una preciosidad? (La Acción, 1.5.1916, p. 1). Podemos sentir el placer del éxito, la costumbre de ser homenajeada, recibir regalos como ese gato de Angora. Al tiempo, la profesionalidad de una actriz que casi ve interrumpido su trabajo por azares del tráfico a la hora de llegar al teatro. Esa mezcla de rabia que se deshace en risas casi forma parte del papel que hará poco después en el escenario. Dos meses después de esta escena algo histriónica, un poco frívola pero con un final simpático, comete el gran error de su carrera, una equivocación que le costará la felicidad y la vida. 56 El matrimonio En julio de 1916, cuando Conchita contaba 28 años, un periódico madrileño comunicaba la siguiente noticia: “La bella actriz Conchita Robles nos participa gentilmente que abandona el teatro y que contrae matrimonio el próximo día 26 con el distinguido capitán de Caballería D. Carlos Verdugo… Muchas venturas deseamos en su nuevo estado a la que fue tan inteligente y simpática actriz” (ABC, 23.7.1916, p. 12). Por aquel entonces el oficio de cómica, que abarcaba la representación dramática, los vodeviles, la zarzuela o el cuplé, por mencionar alguno de los géneros más sobresalientes, acarreaba una fama de cierta “ligereza” moral en las actrices. No todas podían ser unas señoras como María Guerrero o Rosario Pino. Muchas eran jóvenes que buscaban una ocasión de tener éxito, rodearse de admiradores, recibir de ellos regalos, tener algunos enamorados a los que entretener y de los que obtener buenos réditos o la fama de pasiones tumultuosas. Era muy usual, por ejemplo, que a la salida de las representaciones numerosos aspirantes a los amores de las jóvenes actrices esperaran con flores, regalos, para atraer la atención de las muchachas que gustaban de ser atractivas, sentirse admiradas y deseadas. 57 Se entendía perfectamente que el oficio de cómica podía llegar a ser una excelente profesión pero, sin duda, si algún pretendiente con posibles o una posición social acomodada las “retiraba” mediante el matrimonio y las hacía respetables para la sociedad burguesa de la época, esa meta merecía la pena y la profesión podría olvidarse entre los recuerdos de una alegre juventud. Carlos Berdugo (y no Verdugo como lo nombraban muchos periódicos) era, efectivamente, un oficial de Caballería destinado en puestos de cierta responsabilidad. Con 42 años en el momento del enlace, era mayor que ella y viudo. Se había casado hacía tiempo con Mª Lequerica de Polo de Bernabé, una mujer de la que sabemos poco, y que le había dado dos hijas antes de su fallecimiento. A partir de este momento contamos con cuatro testimonios que en ocasiones han sido difíciles de combinar para trazar la desgraciada historia de ese matrimonio. No obstante, los hechos básicos son coincidentes. En primer lugar, disponemos de la amplia crónica que dio el “Heraldo de Madrid” dos días después del crimen. Después, una entrevista que este mismo diario consiguió del asesino dos meses después de lo sucedido en el teatro. Como reacción, la madre de Conchita envió una carta indignada al director que fue publicada una semana después de la anterior. Por último, tenemos los hechos más fiables pero escuetos que aparecen en la relación leída en enero de 1925 ante el Consejo Supremo de Guerra y Marina, lugar donde tuvo lugar la revisión de un juicio anterior. 58 Según la madre, a los ocho días de contraer matrimonio, Conchita pudo darse cuenta del carácter “bárbaro, dominador y tiránico” de su esposo. Tachándolo de miserable en su vida cotidiana daba a su mujer seis pesetas diarias para cubrir todas las necesidades del hogar, al tiempo que se entregaba a una de las pasiones favoritas de los militares de la época: el juego. Esta afición aparece enunciada también ante el Supremo como hecho probado, del mismo modo que el fiscal del primer juicio hacía público que las mismas características (pérdidas en el juego, carácter violento) habían amargado la vida de su primera mujer. La madre afirmaba que, contra lo opinado por Berdugo en el sentido de la gran afición que tenía su mujer a las joyas, éste había vendido muebles y alhajas aportados al matrimonio por su hija, al objeto de saldar las deudas contraídas en su innoble afición. La muchacha, además, estaba casi incapacitada para hacer la más mínima vida social por cuanto se manifestaban violentamente en el marido unos celos terribles cuando ella recogía miradas admirativas o era reconocida como la antigua actriz de éxito que fue. La consecuencia es que apenas la dejaba salir de casa. En poco tiempo, pues, Conchita debió darse cuenta del enorme error cometido al ceder a la propuesta matrimonial de aquel hombre. Sin duda, entre las cuatro paredes de su casa, viviendo casi sin gastar dado el dinero que quedaba tras pagar las deudas de juego, viendo desaparecer las joyas que otrora recibiera con la alegría del triunfo escénico y la atención de sus admiradores, la actriz 59 añoraría de manera desesperada el sentimiento de triunfo, la gloria pasada, la atención del público. Las tensiones eran de tal calibre, la intervención de su madre era tan constante en medio de un despliegue de derroches e invectivas en las que ella empezó a colaborar activamente, que el matrimonio decidió separarse de común acuerdo. Él no deseaba propalar públicamente su situación por lo que se estableció un contrato privado entre ambos el 26 de diciembre de 1917. Hay que decir que Berdugo hizo su propuesta matrimonial bajo la condición expresa de que Conchita se retirara por completo de su profesión de actriz. Tal condición, como hemos visto, fue aceptada. Pero ahora la situación era otra: ella quería volver a las tablas, entre otras cosas para sostenerse y poder ayudar a su madre, que aún tenía hijos en casa. Él no deseaba que el nombre de su mujer fuera objeto de comentarios dudosos en su entorno de oficial. De ahí la condición explícita en el contrato de que podría actuar pero lejos de Madrid, al menos durante un largo período de tiempo. Los siguientes años fueron muy difíciles para Conchita. Su ausencia de los grandes teatros de Madrid dejaba su reaparición en sordina, sin que apenas trascendiera su presencia en ciudades alejadas de la Corte. Por otro lado, el marido, envuelto en unos celos crecientes ante su libertad, maniobraba todo lo posible para echar abajo los pocos contratos que ella obtenía. No era extraño que Berdugo se presentara ante el responsable de la compañía que intentaba contratarla exigiendo explicaciones, amenazando con hacer 60 caer los tribunales sobre él, detener las representaciones si ella actuaba, etc. La actuación del acosador respecto a las empresas contratantes se supo unos años después de manera pública. El 14 de abril de 1920 se presentó en una casa de huéspedes donde se alojaban por entonces Conchita y su madre, exigiendo que ella volviera a su casa. Ella se negó y él, violento e irascible, forcejeó con ella, con su madre y algunos alojados en la casa que salieron en defensa de las mujeres. Tuvieron que intervenir guardias y el sereno de la calle para reducirlo. El escándalo fue considerable. La agredida se presentó ante el Juzgado al día siguiente para denunciar a su marido y, conforme a su actuación, abrir un proceso de divorcio contra él. Al cabo de unos días el marido fue condenado en un juicio rápido de faltas y se abrió el lento camino de la separación legal definitiva entre ellos. El 23 de julio de 1921 la Audiencia de Madrid dictaminó, mientras se resolvían los trámites de divorcio, que Conchita Robles podía trabajar en el teatro dadas sus necesidades materiales (su marido le pasaba una cantidad exigua de 125 pesetas al mes) y las de sus hermanos, pero siempre con el permiso explícito del juez. De ese momento data otro de los momentos álgidos del enfrentamiento entre ambos. La nueva compañía organizada por el conocido actor Alfonso Tudela y su socio Pepe Monteagudo, le ofreció la integración en ella para una amplia gira por las provincias andaluzas. Conchita aceptó 61 viendo en ello una nueva oportunidad para relanzar su carrera. Cuando el tren llegó a Aranjuez camino del sur subieron al mismo Carlos Berdugo y un guardia que venía a garantizar el cumplimiento de la denuncia presentada por el primero para impedir que el viaje de su mujer se llevara a efecto. Acusada de abandono del hogar y sin que el juez al que apeló Berdugo estuviera enterado por completo de sentencias legales anteriores, dio orden de que se detuviera a la señora que abandonaba de esa forma a su marido. Por una vez, demos la palabra al marido: “No he de relatarle el escándalo que allí produjo ni los bochornosos insultos de que fui objeto, los que sufrí por tener empeñada la palabra de honor de que nada haría; sólo le manifestaré que una vez en el departamento en que regresábamos a Madrid, loca de despecho, me escupió una frase que ella sola hubiese bastado para justificar lo que después he hecho... ¡Me juró que en el lecho de una alta autoridad obtendría el permiso para continuar su viaje!... No sé cómo pude amarrar mi voluntad, ni cómo mis manos no se fueron solas a su garganta; ignoro también si cumplió su infame promesa; pero lo que sí puedo afirmarle es que al siguiente día tenía una autorización en regla para marchar a Sevilla” (Heraldo de Madrid, 22.3.1922, p. 1). 62 El tono posterior del periodista que le entrevistaba debió hacer hervir la indignación de la madre de la fallecida días después: “Yo siento una inmensa piedad por este hombre, a quien las concupiscencias de nuestras autoridades arrojaron en la más sombría de las desesperaciones. Casi me siento intentado a aliviarle de la tortura que le produce esta dolorosa revisión de sus desventuras” (Idem). Desde un punto de vista actual uno no sabe si sentir más indignación hacia las declaraciones calumniosas del marido o ante la “comprensión” mostrada por el reportero. En todo caso, las declaraciones de la madre dejan claro que Berdugo obtenía apoyo policial por su condición de militar de cierto rango, amén que en aquel tiempo una mujer que abandonara el hogar por la causa que fuere estaba destinada a ser detenida y pasar algunos días en prisión. Conozco casos con las mismas consecuencias sucedidos incluso tras la guerra civil española, medio siglo después. Además se añade una precisión sobre la presunta “procacidad” de la respuesta de Conchita: “Señor director: Mi hija no volvió a Madrid en el coche en que volvía su verdugo. Éste iba en un departamento con el agente que le había acompañado. Mi hija venía en otro con el Sr. 63 Tudela, con la esposa de éste, con el Sr. Roldán, con el Sr. Monteagudo y conmigo. ¿Qué calificativo hay en castellano apropiado para rechazar tamaña villanía? Mi hija no dialogó a solas con él. Todos los testigos nombrados viven. Tampoco necesitaba permiso de nadie quien, como ella, tenía en la mano la ley” (Heraldo de Madrid, 28.3.1922, p. 1). En efecto, bastó que acudieran todos a la Dirección de Seguridad y aclararan la situación jurídica de la pareja para que el comisario general les prometiera que no facilitaría nuevos agentes para hacer una detención arbitraria como aquella, reconociéndoles el derecho para marchar a Sevilla, cosa que hicieron al día siguiente. El suceso de Aranjuez pareció agotar los recursos legales de Carlos Berdugo para impedir que su mujer continuara su carrera profesional. Desde entonces asistimos a una serie de meses donde la presencia de la actriz en las páginas dedicadas a las crónicas teatrales es cada vez más frecuente. Dos motivos colaboraban a ello: las expectativas creadas por la compañía Tudela/Monteagudo siendo el primero un actor de fama y talento y el hecho de que Conchita Robles, añorada por el público, apareciese como primera actriz de la misma. Todo un mundo se abría ante ella: recuperar el tiempo perdido en la escena, su propia vida, en la que había tenido que sufrir las consecuencias de su error. Tras algunas actuaciones celebradas en Andalucía, la vemos en octubre de 64 1921 en el teatro madrileño Maravillas protagonizando números de varietés y compartiendo su tiempo con el nuevo entretenimiento popular: el cinematógrafo. En esos meses, los últimos de su vida, Conchita Robles no parece rechazar nada: tras las varietés se la encuentra, dos semanas antes de su final, en el Palace hotel interpretando cuplés con Adelina Durán, Elenita España, entre otras. Es el momento en que aparece, espléndida, en la portada del “Eco artístico” con sus atavíos de vedette capaz de cantar un cuplé y de interpretar los más intensos papeles dramáticos. En diciembre de aquel año, con 34 años muy bien llevados y mucho tiempo por delante para rehacer su vida, hallar el éxito que aparecía cercano y quizá encontrar el amor definitivo, la vemos en Granada representando obras de los hermanos Quintero. Los periódicos la acogen con respeto: “Es una actriz perfecta” dice uno, rendido a su talento. Así, alternando entre el género de variedades y la comedia o el drama, llegamos al mes de enero de 1922. Se estrena en el teatro madrileño Eslava un drama de Alfonso Vidal y Planas: “Santa Isabel de Ceres”, envuelto en la polémica por el tema escogido. Como representación de su propia vida el autor, relacionado con una prostituta como las de la calle Ceres, hace un retrato moralizante de las mujeres pecadoras que pueden llegar a encerrar en sí tanta santidad como la de la mujer más virtuosa. El público se agolpa en el estreno, buscando el morbo especial de asistir a lo que los bienpensantes calificaban de una obra escandalosa por 65 celebrar la vida inmoral de aquellas mujeres. Había pasión, sexo, violencia, escenas dramáticas, disparos, corría la sangre…, hasta llegar a un final donde se mostraba la entereza moral de aquella mujer vilipendiada que, con su sacrificio, se conseguía redimir gracias a su amor. Tras el éxito de la novela que este autor había publicado el año anterior, la obra marchaba a provincias, empezando por el teatro Cervantes de Almería. Los días anteriores al estreno todo el mundo hablaba de aquella función. El obispado alertaba de las crudas escenas inmorales que presentaba, además de los sobresaltos para el espectador que podían suponer los trozos más violentos y dramáticos, salpicados por disparos. El estreno tuvo lugar el domingo 22 de enero de 1922. El público llenaba la sala. Los periódicos aquel día se hacían eco en primera portada de la muerte del Papa Benedicto XV. Los almerienses que departían entre sí aquella noche, que miraban de un palco a otro saludándose, riendo de observar que nadie faltaba a la función entre lo más granado de la ciudad, no podían imaginar que asistirían en directo a una muerte bien distinta. 66 El crimen Mientras el éxito empezaba a sonreír de nuevo a Conchita, cuando su figura aparecía sonriente en las portadas de las revistas y se anunciaba su participación en obras de dudosa moral, el oficial de Caballería que aún era su marido permanecía en Cuenca a cargo de la Cría caballar del ejército. En su cuartel hervía de indignación. “Yo no me decidí –afirma- a disparar sobre ella hasta que vi deshecha toda posibilidad de que la perpetua difamación que de mi nombre hacía, cesara. En esta última época viví bajo el peso de las amistosas ironías de mis compañeros, de la brutal cobardía de los anónimos y del mudo reproche de cuantos me conocían. Decidí acabar de una vez con la amenaza de mi deshonor y con la bárbara angustia de los celos porque, a pesar de todo, la quería demasiado, y vine a Almería dispuesto a arrancarla de su vida en la forma que me sugiriera el momento, cualquiera que fuere. No vine a matarla, vine a salvarla…” (Heraldo de Madrid, 22.3.1922, p. 1). En esta breve declaración tenemos todo el origen de la tragedia. Carlos Berdugo recibía anónimos presuntamente crueles y burlones hacia su hombría, le gastaban bromas sus propios compañeros ante las que tenía que aguantar su coraje 67 y humillación. Su imagen como militar y aún como hombre, estaba en entredicho. Era una cuestión, finalmente, de fama, de honor tal como entonces se entendía. En su parte final miente, como quedó demostrado en la revisión del juicio. Se consideró probado que marchó a la ciudad andaluza el viernes 20, dos días antes del anunciado estreno de la obra. Lo había hecho sin el permiso de sus jefes, lo que le habría acarreado una fuerte sanción y la aparición de un borrón en su expediente militar. Pero eso no parecía importarle en ese momento. Se alojó en el hotel Simón con un nombre ficticio (Manuel Tamayo), a fin de no dar pistas a su mujer de su presencia en la ciudad. Al parecer, su propósito de “salvarla” de sí misma suponía actuar de manera subrepticia y oculta. Desde el hotel escribió cartas a sus hermanos y al juez militar anunciando su inminente suicidio. No podía estar más claro su propósito, en ningún caso dejaba descansar su objetivo en “lo que le sugiriera el momento”. Los hechos fueron, en sí mismos, sencillos de explicar. Tan solo la exacta secuencia de los disparos quedó poco clara, entre otras cosas porque dos de los testigos principales murieron y el tercero no quiso describir con detalle lo sucedido. Lo cierto es que Carlos Berdugo se presentó en la puerta de entrada de los actores y actrices. Allí pasó al muchacho que custodiaba el acceso una tarjeta con el nombre de “Fernando Roldán, empresario” para que se la entregara a Conchita. Ésta la recibió mientras se preparaba para el inminente levantamiento del telón. Luego se dijo que había 68 desconfiado de tal nombre, que dijo no recibiría a ese hombre. En realidad, no tenía motivos para tal desconfianza. Era habitual la presencia de admiradores, promotores teatrales, caballeros de todo tipo que deseaban ver y charlar con la actriz principal. Le dijo al muchacho que vería a ese empresario en el primer entreacto. Recibida esa respuesta el militar no quiso forzar su presencia en ese momento, sacó la entrada y subió hasta el gallinero del teatro, lo que se conocía como paraíso, debido a su altura. No deseaba ser visto por ella en ese momento. “Había empezado ya la representación de «Santa Isabel de Ceres», y en ella ostentaba mi señora el papel de la protagonista, haciendo todas las artes indecorosas de una ramera. Entonces se apoderó de mí una locura sangrienta…” (Heraldo de Madrid, 22.3.1922, p. 1). Así se expresa el asesino sobre los momentos previos a su crimen y no hay motivo, en este caso, para dudar de él porque se ajusta perfectamente a lo sucedido. Durante el primer acto, efectivamente, se mostraba la vida de la protagonista de la obra conocida como Isabel, una prostituta de buen corazón pero a la que había que presentar como tal. Sin mediar palabra, en cuanto acabó el primer acto el hombre abandonó su lugar como espectador y bajó adentrándose en los pasillos buscando el acceso al escenario. La actriz salió entonces del camerino para buscar a ese 69 empresario que deseaba verla. Se tropezó de frente con su marido, que la miraba furioso enarbolando un revólver. Al parecer huyó. Resulta muy dudosa la declaración del asesino en el sentido de que ella le hiciera un gesto despectivo y le diera la espalda sin más. Ante un hombre armado del que sabes que quiere matarte es casi imposible mantener un ánimo semejante. En los siguientes segundos intervino por desgracia un muchacho de 16 años, Manuel Aguilar, que andaba por allí. Era empleado de la imprenta Peláez y había sido encargado por su jefe para que llevara hasta el teatro los programas de mano y algunos carteles. Una vez entregados el chico, aficionado al teatro, se había quedado por la zona para observar el desarrollo de la obra. Para unos ella se escudó detrás de él pensando que su marido se retendría de disparar. Para otros el mismo Manuel se interpuso para defender a la mujer en apuros. Lo cierto es que su presencia no fue óbice para que Berdugo disparara entre dos y tres tiros, que eso nunca quedó aclarado. Dos impactaron sobre la mujer, otros dos sobre el chico. Teniendo en cuenta que no hubo más de tres disparos solo pudo suceder que al menos una bala los atravesara a ambos. Conchita, sabiéndose herida de muerte, se tambaleó hacia el cercano escenario, que permanecía con el telón bajado en ese momento. El público, que abarrotaba la platea, quedó sorprendido por las detonaciones, pero no demasiado. Era de sobra conocido y anunciado que en la escena tenían lugar disparos, drama, personas heridas. Cuando vieron a la actriz 70 principal salir creyeron estar ante el comienzo del segundo acto. La representación no podía ser más verídica. La mujer, al cabo de pocos pasos, envuelta en sangre, cayó pesadamente sobre un bastidor. En algún periódico se dijo que el público había aplaudido estruendosamente la supuesta interpretación. No sabemos si fue así, ya que los demás hablan sobre todo de desconcierto y sorpresa, aún no de alarma. En eso, otra mujer, la mujer del empresario Monteagudo, salió corriendo alocadamente y se lanzó desde el escenario hasta la segunda fila donde cayó pesadamente con un grito. Ahora el que irrumpió fue Manuel Aguilar, herido de muerte en el vientre, la camisa y el pantalón ensangrentados, gritando: “¡Esto es de verdad, esto es de verdad!”. Por tanto, tal vez sí hubiese algunos tímidos aplausos al menos y Conchita, en sus últimos instantes, hiciera para los espectadores una admirable representación. Se escuchó otra detonación detrás del telón. Se sabe que el mismo Monteagudo, que ya conocía al asesino desde el incidente en Aranjuez, se enfrentó a él pretendiendo desarmarle. También que la madre de Conchita, furiosa como una hetaira, agredió al criminal por la espalda abrazándole para que no siguiera disparando mientras le gritaba: “¡Canalla!¡Cobarde!¡Asesino!”. Según la versión de esta última, del arma salió una última bala en el forcejeo, impactando a Berdugo en la sien derecha. La versión de la indignada madre de la víctima es tendenciosa, como no podía ser de otra forma, y no reconocía a su antiguo yerno ni la hombría de tratar de suicidarse. 71 Sin duda, trató de hacerlo pero sin el acierto adecuado, de manera que, infligiéndose una tremenda herida en la sien, la bala penetró por la cavidad ocular haciendo casi saltar el ojo derecho. Mientras tanto, consciente el público finalmente del drama, la mayoría se arremolinaba para salir pero algunos subieron al escenario sin saber bien qué había sucedido pero pretendiendo ayudar a los dos heridos que permanecían tendidos en él. Sixto Espinosa, director del periódico “El Faro”, José Gómez, médico, y el propio gobernador civil de Almería, César Medina, llevaron el cuerpo de la infortunada Conchita hasta un sofá del atrezzo. Allí el médico comprobó que ya era cadáver. Una bala le había dañado irreversiblemente el corazón. Otros se habían encargado del inocente muchacho que aún se quejaba de sus heridas. Terminaría muriendo horas después en el hospital al que fue conducido inmediatamente. Como aún había público en la sala, renuente a marchar sin saber qué estaba ocurriendo, salió demudado el actor y empresario Alfonso Tudela: “Respetable público: Nos vemos en la necesidad de suspender la función… Acaba de ser asesinada la primera actriz doña Concepción Robles… El autor ha sido su marido” (Heraldo de Madrid, 24.1.1922, p. 3). Dicen las crónicas que el numeroso público, unos fuera del teatro y otros aún en su interior, comentaban 72 animadamente el suceso que sería el único tema de conversación en Almería aquella noche y en días sucesivos. 73 74 El juicio Todo estaba consumado. Las esperanzas de Conchita de rehacer su vida profesional y personal, el futuro prometedor que se ofrecía ante ella, la misma vida de un inocente muchacho cuya culpa fue la de llevar unos programas de mano hasta el teatro, todo ello terminó aquella noche que aún se rememora cuando se habla del fantasma del teatro, el espíritu de una actriz que no consiguió terminar la función hace casi un siglo. Pero los protagonistas, debo insistir, eran de carne y hueso: una actriz ambiciosa y con talento, un marido celoso y dolido por su fama en entredicho, un joven inocente. En sus primeras declaraciones, Berdugo presentó dos facetas complementarias que habría de mantener incólumes a lo largo del tiempo: ante el juez civil entendido en el caso, era un hombre que había actuado para defender su honor y su fama, ante los periodistas resultaba una víctima abatida por la desgracia. “Se dice que el juez tuvo que llamarle varias veces al orden por sus declaraciones exaltadas acerca de la víctima. —Mi condición de militar —dijo—, me ponía en un grave trance de honor ante mis compañeros. Mientras ella ostentara mi apellido, yo tenía que procurar por todos los medios que no lo exhibiera 75 en los escenarios” 25.1.1922, p. 3). (Heraldo de Madrid, Pese a lo que sintamos el autor de estas líneas y los lectores, no nos corresponde juzgar con valores actuales la situación de aquel entonces y las palabras de los implicados. Sin embargo, sí nos permiten comprender mejor la situación social y humana de la que venimos para llegar al día de hoy, donde la conocida como violencia de género sigue siendo, pese al tiempo transcurrido, un problema sin resolver. Por ejemplo, durante el juicio se hizo público un anónimo recibido por el capitán en torno a la conducta de su esposa. En él se vertían todo tipo de calumnias sobre el hecho de que ella se había acostado con varias altas autoridades, entre ellas el alcalde de Granada, también un dentista llamado Roldán y otros. ¿Quién envió esos anónimos que provocaron la furia del marido, su humillación, que le hicieron entender las burlas de sus propios compañeros? Al mismo tiempo ¿por qué se leyó por el defensor este anónimo que incluso implicaba a personas concretas? ¿Por justificar de algún modo la actuación de su defendido o por denigrar la conducta supuestamente inmoral y procaz de la víctima? Por otra parte y como una constante en las pocas declaraciones que hizo, Berdugo se presentó como una víctima de su mujer y de la mala fama que hacía que arrastrase su apellido por el barro. En la enfermería de la cárcel donde fue trasladado y operado al día siguiente para extraerle el globo ocular, manifestó: 76 “Se mostró en todo momento abatidísimo, pidiendo detalles de su víctima y lamentándose amargamente de que su apasionamiento le haya llevado a tal extremo. Varias veces ha intentado conversar con sus enfermeros, llegando a decir a uno de ellos: —Realmente, la bala que me ha herido a mí ha sido de suerte. Me ha privado de un ojo… ¡Para lo que me queda ya de ver en el mundo!” (Idem). En febrero de ese mismo año el caso pasó a la jurisdicción militar, dado su cargo de oficial. Conforme a ello, y ya recuperado de la intervención, fue primero trasladado a la enfermería del cuartel de la Misericordia, en Almería, de donde marchó hasta la enfermería militar de Cartagena, a la espera de su primer juicio. Fue juzgado en Valencia en mayo de 1924, presidiendo el consejo de guerra el gobernador militar de la región García Trejo. Su defensor fue Emilio Pérez, abogado madrileño, mientras que el fiscal militar fue Francisco Bosch. Cuando la sentencia fue recurrida ante instancias superiores, se celebró un nuevo juicio en enero de 1925 ante el Consejo Supremo de Guerra y Marina, con los mismos intervinientes salvo, lógicamente, el presidente del tribunal. Dado que ambos juicios se desarrollaron con los mismos argumentos, resumiremos lo sucedido englobándolos. Fiscal y defensor tenían ante sí los hechos comprobados, el crimen era obvio y la responsabilidad del 77 militar, incuestionable. La cuestión, para el defensor, era si estaba justificada la extremada actuación del marido. De manera que sus argumentos se centraron en la vida disipada de Conchita, en los numerosos amantes que se le presumían sin prueba alguna. Fue en este contexto en el que se sacó a relucir el anónimo que el capitán había conservado, así como una supuesta investigación encargada a una agencia por Berdugo en la que se detallaban las distintas amistades masculinas que giraban en torno a la actriz. El defensor incluso se permitió mencionar la presencia de la suegra (un clásico) como envenenadora del hogar familiar, además de la desmedida afición de la víctima a las joyas. Eso cuadraba mal con el hecho de que el marido hubiera vendido muchas de las que su mujer aportó al matrimonio para enjugar pérdidas en el juego. Naturalmente, el fiscal debía defender la honorabilidad de la actriz: “Los informes que los compañeros de Conchita dan respecto a ella son inmejorables, y el director de una de las compañías en que Conchita trabajó, Sr. Martínez de Tudela, llegó a decir: «Yo tengo una hija, y me daría por satisfecho si al correr de la vida fuese un espejo de moralidad como era Conchita Robles»” (Heraldo de Madrid, 12.1.1925, p. 3). El defensor reconocía los hechos, como no podía ser menos, e incluso que su defendido no había encontrado “in 78 fraganti” a su mujer en el delito de adulterio, algo que justificaría que le causara la muerte en aquel tiempo. Pero, aún recordando algunos casos en que se había absuelto al marido criminal por sospechas de adulterio más que por su certeza, recordaba al tribunal la eximente 9ª del artículo 8 del Código Penal: ante la visión de su mujer haciendo de ramera, el capitán había obrado impulsado por una fuerza irresistible. La apelación final al tribunal militar es digna de ser subrayada: “Termina pidiendo la absolución de su defendido. Todos los suyos —dice— lo esperamos anhelantes. Esperamos que ya que la justicia civil ha deshecho a este desgraciado, vosotros, que no venís con el corazón hipotecado, no olvidéis que sois hombres” (Idem). El fiscal, por el contrario, consideraba que nada justificaba haber causado la muerte de Conchita. Nada en su vida personal redundaba en mala fama para el marido y su comportamiento en las tablas haciendo el papel de prostituta no significaba en modo alguno que se tratara de tal. De manera que calificaba el crimen de parricidio, con el agravante de alevosía, y de homicidio de su segunda víctima, Manuel Aguilar, con las atenuantes de arrebato y obcecación. Conforme a ello pedía una pena de reclusión perpetua por el primer delito y 14 años de prisión por el segundo, amén de 10.000 y 5.000 pesetas para los padres de las víctimas en los respectivos casos. 79 El tribunal, a pesar de estar constituido por hombres, como recordaba el defensor, estuvo de acuerdo con la petición del fiscal. El primer día de abril de 1925 Carlos Berdugo, envejecido prematuramente al decir de los que lo vieron, embarcó para las islas Chafarinas, en cuyo penal habría de pasar el resto de su vida. Su rastro se perdió con el tiempo, merecedor del olvido. En cambio, puntualmente cada mes de enero se celebraba en la iglesia de Santo Domingo de Almería una misa funeral en memoria de los dos fallecidos aquel aciago día de estreno teatral en el teatro Cervantes. Aún se registra en los periódicos la misa celebrada el 20 de enero de 1935, trece años después de la tragedia. Por entonces España se preparaba para una tragedia mayor en todo el territorio nacional. Sin embargo, la memoria de Conchita no se ha borrado del imaginario almeriense y, aunque sea en la forma espúrea de un espíritu que vaga por el escenario de su muerte, su presencia sigue siendo merecidamente recordada en la ciudad que la vio nacer y morir. 80 Vidal y Planas Resulta difícil entender hoy en día la personalidad de Alfonso Vidal y Planas, autor de “Santa Isabel de Ceres”. Incomprensible resulta también su éxito en esta obra que, leída hoy, sabe a exageración, irrealidad y un dramatismo exaltado. El que mejor ha resumido la extraña vida de su autor en el último medio siglo quizá sea Javier Barreiro, en sus “Cruces de Bohemia”, cuando le define como: “Una especie de exaltado de buen corazón, un místico anarquista y cristiano, con pujos de redentor pasional, nervios débiles y cabeza confusa. No debe de haber otro escritor del siglo XX español con más signos de exclamación en su obra. La intensidad no la logra, como sería lo canónico, con el estilo sino con la tipografía y el latigazo de los asuntos que toca… En su favor, el que esos temas no eran buscados con el afán publicitario de atraer morbo sino intensamente vividos: novelas de la cárcel, novelas de la guerra, novelas del hampa, de la prostitución, del terrorismo… Necrofilia, sadismo, extorsión, tortura… Ningún exceso falta en la vida de este buen hombre que tuvo la suerte y la desdicha de atravesar casi todos los estados”. 81 Siguiendo en lo básico esta biografía, nos enteramos que Alfonso nace en el pueblo gerundense de Santa Coloma de Farnés el primer día de febrero de 1891. Por su crianza no olvidó este lugar, al que volvería en 1919, a punto de alcanzar el éxito literario y teatral. Fue entonces cuando organizaría, con cargo al periódico “La Jornada”, un viaje a pie desde Madrid hasta Santa Coloma contando día a día la crónica de sus pasos. Numerosos compañeros comieron con él en un restaurante el 16 de junio, despidiéndolo a los postres, cuando lo vieron marchar carretera adelante. Se sabe que tuvo siete hermanos, uno de los cuales, militar, le ayudó en momentos de apuro en Madrid. Lo que resulta algo inexplicable es el despego de sus padres con él al poco tiempo de nacer. Apenas destetado su padre, que era teniente coronel de origen leonés, fue trasladado a Barcelona y con él se fue su mujer y algunos de los hijos pero no Alfonso, que quedaría durante toda su niñez a cargo de la abuela materna. Cuando contaba ocho años le comunicaron que aquel desconocido padre había muerto en la capital catalana. Marchó entonces al funeral conociendo a su madre por primera vez, apenas durante dos días. Después de aquello lo ingresaron en el Colegio de Huérfanos de Mª Cristina, donde terminó su niñez hasta que a los 14 años (corría el año de 1905) ingresó en un seminario con el propósito de hacerse sacerdote. A tan temprana edad se cuenta de él que tenía furores místicos, que se disciplinaba duramente con el cilicio en una imposible lucha contra una fe que se le negaba. Al cabo de un 82 tiempo desde su ingreso escapó del seminario para volver con su abuela. Sin embargo, poco duró la tranquilidad porque, negándose a una solución militar como le ofrecían (no parecía capaz de ninguna disciplina) marchó a Barcelona para integrarse en lo más bajo de la sociedad, dedicándose a cargar maletas, dormir en cualquier parte, mendigar unas monedas. En Madrid prosiguió su vida errabunda, pernoctando en figones de mala muerte, pasando las noches en cualquier local de la Corredera Baja o en el café Colonial, conviviendo con otros mendigos errabundos, prostitutas y gente de mal vivir. Hacia 1909 tenía 18 años y pocas perspectivas de durar mucho en ese tipo de vida. Fue por ello que ingresó voluntariamente, según afirmaba él, en el ejército marchando a Melilla. Lo cierto es que su marcha pudo ser la consecuencia de un robo cometido cuando se encontraba en un cuartel, al arrebatar a un compañero una prenda de ropa que previamente había perdido o le habían robado. Estuvo en tierras africanas tres años, tal vez interviniendo en luchas como la del Barranco del Lobo. Volvió denostando al ejército y dispuesto a triunfar con veinte años en el periodismo madrileño, donde sólo era necesario tener buena voluntad y cierta capacidad de escritura para conseguir destacar. Nada más volver con la vitola de participante en la guerra de Marruecos, le publicaron en “España Nueva” unos artículos vitriólicos sobre la presencia militar española en África. La consecuencia fue su encarcelamiento durante un 83 año en una dura prisión militar que más tarde reflejaría en la primera de sus novelas. Cuando salió tras cumplir su condena ingresaría en el periódico clerical “El Debate”, en el que no duraría mucho, dado su espíritu rebelde y alejado de las estrictas normas editoriales de ese diario. Parece que fue entonces, tras volver nuevamente a la vida bohemia y arrastrada por las calles de Madrid, cuando conoció al que años después caería bajo su revólver: Antón del Olmet. Éste era por entonces un escritor de cierto renombre y un periodista acreditado, jefe que había sido de la secretaría personal del ministro de Gobernación Sánchez Guerra. Ex diputado a Cortes por la provincia de Almería, su afición a la letra impresa le hizo abandonar su carrera política. Pese a todo, eran característicos sus artículos de crítica al gobierno conservador de turno. En el momento en que Alfonso Vidal y Planas, un muchachito algo enclenque, exaltado pero dócil ante un hombre de fuerte carácter como Olmet, se presentó en la redacción de “El Parlamentario” supo que podría utilizarlo para pelear con los lerrouxistas enemigos integrados en la revista “Los Bárbaros”. Así, facilitó que Alfonso organizara otra llamada “El Loco” donde fustigó sin piedad ni miramientos tanto a Lerroux como a gran parte de la prensa, causando un gran revuelo en el mundo de la prensa madrileña. “Voy a obligar a esos desnaturalizados, engendrados por el ano de la madre que los 84 escupió (…) Tú, bárbaro lerrouxista, que escribiste mi nombre dignísimo para cubrirlo de oprobio con tu pluma, fuiste expulsado de tu casa por tu onceno padre (…) cuando habías metido la cabeza entre las ancas de rana de esa bestia que te echó al mundo y le lamías con tu lengua lo más íntimo y recóndito de su cuerpo…” Tras solo cuatro números de la revista, ésta fue secuestrada por la autoridad y su autor volvió por un corto período a la cárcel, de la que parecía entrar y salir. En 1917 le vemos escribiendo en “El Parlamentario”, donde le ha vuelto a acoger Olmet (quizá compensándole por los servicios prestados) aunque de nuevo utilizándolo para fustigar a los que deseaba criticar. El verbo más pulcro de Antón se transformaba, en manos de Alfonso, en una diatriba implacable que podía recurrir al insulto y la descalificación. El siguiente objetivo del periódico fueron los usureros que pululaban en torno a las casas de juegos imponiendo unos intereses fuera de la ley. La consecuencia es que el 30 de septiembre de ese año se presentó en la redacción un tal Julián Veguillas, uno de los denunciados, junto a dos matones con los que agredió a Vidal y Planas dejándolo con la cabeza vendada una temporada. Aún escribió después un libelo en la “España Republicana” por el que le volvió a perseguir la policía. Esta vez, disfrazado, huyó a Portugal, país donde esperó la oportunidad de volver, gracias a una amnistía. 85 En 1918 ya era una figura conocida en los periódicos de Madrid, bien que su extravagancia, su bohemia forma de vida, su amistad con prostitutas y gente de mal vivir, la forma exaltada de sus creencias, le daban una cierta fama de desequilibrado. Fue entonces cuando publica “Tristezas de la cárcel”, obra acogida con cierto interés por el público y donde se anuncian las características básicas de su literatura: autobiográfica, mezcla de ideales cristianos junto a miserias de la vida marginal, intensos recursos dramáticos. El libro encontró el apoyo de bastantes compañeros de prensa y literatura, revelándonos que Vidal y Planas empezaba a ser una figura reconocida: “De fiesta literaria puede calificarse el acto del martes 12 en el Restaurant Inglés. Se celebró el éxito verdadero, clamoroso, de ‘Tristezas de la cárcel’, libro bellísimo y amargo, escrito por Vidal y Planas con sangre de su noble corazón. Los comensales eran numerosos y selectos; lo mejor, lo más escogido del periodismo, de la literatura y del arte estuvo en el Inglés la noche del martes. Allí vimos a Basilio Alvarez, el fogoso; al vibrante Antón del Olmet, a Eugenio Noel, al ilustre americano de alma gaucha W. Ghiraldo, al inquieto Hoyos y Vinet, a los formidables escultores jóvenes Julio Antonio y Juan Cristóbal, a los poetas Lasso de la Vega, Olmedilla y Heliodoro Puche, al culto crítico D. 86 Alfredo de Villacián, al señor Torres Bernard y a muchos más” (El País, 14.3.1918, p. 1). Obsérvese la presencia de su “protector” Antón del Olmet, el que le había contratado para nutrir las fuerzas del periodismo más agresivo a su mando. También, como luego declararía Alfonso, el que le había utilizado a su antojo pagándole una miseria. Pero ahí estaba, presente en la vida del joven de Santa Coloma, como lo estaría hasta su muerte. Entonces, tres años antes de que Conchita Robles muriera en una representación en Almería, Alfonso Vidal y Planas publica como novela la obra que le daría fama y dinero, aquella que transformaría en obra teatral posteriormente siguiendo el consejo de Muñoz Seca, que habría de corregirle el original aunque negándose a colaborar con él en la redacción de nuevas obras. 87 88 Santa Isabel de Ceres Todo en la vida de Vidal y Planas es extremado, exagerado, fuera de todo equilibrio. Él mismo habría de darse cuenta pero, inflamado por un espíritu volcánico y disperso, en aquellos años renunciaba a cualquier camino de mayor serenidad. “Yo creo que el arte es fervor y por eso pongo en mis obras, antes que técnica, llamas de mi espiritualidad encendida” (Nuevo Mundo, 10.11.1922, p. 40). afirma tras el estreno de su obra más popular. Y continúa: “Busco, hablando ahora del Teatro en general, para hacer Teatro, un motivo estético, y cuando lo he encontrado, lo escenifico con el corazón más bien que con la cabeza. Motivos estéticos escenificables los hay en todas partes. El caso es saber encontrarlos. A veces los descubrimos en un burdel. Yo no me acobardo: desciendo al burdel y me los llevo” (Idem). Ése será siempre su objetivo: descubrir las flores que esconde el arroyo, sea entre prostitutas, maleantes o vagabundos, entre los que vivió durante tantos años. Alentado por ese fervor místico que le inundaba desde su 89 niñez, buscará entre ellos la espiritualidad sin detenerse en conveniencia burguesa alguna. Desequilibrio sí, pero en él no había trampa ni cartón. Lo demuestra su relación con Elena Manzanares, la que era su novia, testigo privilegiada de las discusiones habidas por Alfonso en sus últimos días, cuando se fue gestando la agresividad contra su antiguo amigo y protector Antón del Olmet. Durante el juicio su testimonio fue incómodo para muchos, que hubieran preferido que no se produjese. A ella debió importarle. En las pocas fotos donde aparece se la ve vestida de negro, detrás del abogado defensor, el pelo recogido pudorosamente en un moño. Tiene los labios apretados, la mirada franca. Pero no habría de faltar nunca a lo que entendía su obligación: defender a su “ángel bueno”, justificar su acción en cuanto pudiese, seguirle incluso al penal del Dueso para casarse con él. Si dicen que el amor todo lo redime quizá éste sea el caso para ambos. En el estrado de los testigos: “Manzanares cuenta su vida, que no puede ser más triste. Huérfana de padres, entró en un colegio de donde tuvo que salir a los catorce años para ganar el sustento de dos hermanos suyos pequeños y su abuela. Quiso trabajar, pero no encontró dónde ganar lo suficiente. Un caballero le ofreció protección a cambio de su entrega. Se resistió; pero tuvo que ceder. La defensa: ¿Cómo se llamaba ese caballero? ' 90 La testigo: Antón del Olmet. Sigue después su relato, y aclara que conoció a Vidal y Planas; se lo presentó el Sr. Antón del Olmet como individuo al que le podía sacar mucho dinero. Trabó relaciones íntimas con él y al Sr. Antón del Olmet le sentó mal que lo abandonara. Ella, enamorada del Sr. Vidal, trataba de defenderse. El defensor: ¿No supo nunca el Sr. Vidal y Planas este acoso de que continuaba haciéndola objeto el Sr. Antón? La testigo: No señor… (El Sr. Vidal y Planas llora con la cara entre las rodillas y un pañuelo en las manos) (El Sol, 13.5.1924, p. 8). La escena no puede ser más dramática. No es extraño que el redactor de otro periódico, “el Imparcial”, manifieste su incomodidad prefiriendo que la testigo no hubiera declarado. Sin embargo, gracias a este testimonio tenemos un atisbo más claro de la vida de Alfonso Vidal. No queda claro cuándo conoció a Elena Manzanares. El periodista Cansinos Assens, contemporáneo suyo, afirmaba que, tras un estreno teatral y para celebrarlo, Antón del Olmet le llevó hasta un prostíbulo de la calle San Marcos, donde trabajaba Elena a la que él conocía sobradamente. ¿La concepción de su obra principal, “Santa Isabel de Ceres” es anterior o posterior a ese encuentro? En el primer 91 caso, vería en aquella prostituta joven, guapa, ese espíritu soberano, esa inocencia interior, que él había reclamado para las que eran como ella. Si fue posterior, Elena Manzanares constituiría su inspiración más clara. En todo caso, el 3 de octubre de 1919 se anunciaba en el “Heraldo de Madrid” la publicación de una nueva novela de aquel periodista impetuoso, amante del peligro judicial que ya le había hecho conocer la cárcel varias veces. Incluía un tremendo capítulo donde se narraba un episodio particularmente dramático: Tres prostitutas marchan al campo con unos señoritos y, a la vuelta en carruaje, éstos deciden tirarlas a la carretera. Una resultaría herida, otra ilesa pero la tercera se agarra a la portezuela y es arrastrada hasta la muerte. En medio de un clima de intensa emoción, la madre de esta última llega al prostíbulo donde la dejaba cada día gritando “¡¡¡Hija de mi alma!!!” una y otra vez. Todo el texto se llena de triples exclamaciones y gritos de aquella madre desolada. Resulta difícil entender hoy en día un drama tan desgarrador y tremebundo como el que plantea Alfonso Vidal. Queriendo hacer una obra distinta del romanticismo trasnochado del siglo XIX, algo que aúne el drama con la realidad social que tan bien retratara, en otro nivel, Pío Baroja, el autor cae en la misma retórica que dice detestar. Isabel, o Lola en el burdel, es el nombre de una mujer de “hórrido pasado”, en palabras de Vidal. Trabaja para un chulo llamado Cataplum. Allí la conoce León, un antiguo hospiciano y aprendiz de pintor, que decide redimirla, para lo cual necesita dinero. Como no lo consigue gana dos mil 92 pesetas en un juego ilegal pero, a la salida del antro, le esperan los guardias que le despojan de las ganancias y lo llevan a la cárcel. Para salvarlo a su vez y poder sacarlo del calabozo, Isabel se pone a trabajar como prostituta independiente. Claro que Cataplum se entera y en la calle le raja la cara. Finalmente, consigue el dinero suficiente y León sale libre para irse a vivir con ella. Sin embargo, lo descubre un millonario y le contrata para que pinte un retrato de su hija. La retratada se enamora de él y el millonario presiona a León para que ambos se casen. Visto lo visto, Isabel le escribe una lacrimosa carta donde dice no haberle amado nunca. Tras este episodio se encierra en su cuarto y se da un tajo en el cuello, muriendo de resultas de la herida pero viendo a su amante feliz y casado con una millonaria. Que un argumento así, un auténtico dramón decimonónico, triunfase, puede ser desconcertante a día de hoy pero lo cierto es que la novela tuvo cierto éxito. Aunaba visiones poco burguesas (el prostíbulo) con unos valores cristianos de amor, renuncia y sacrificio, con el añadido morboso para los lectores de que esos valores estuvieran protagonizados por una mujer a la que nadie hubiera saludado entre la buena sociedad. Se defendía así que la virtud no residía solo en los niveles más acomodados de la vida madrileña sino también podían estar presentes en otros lugares donde los burgueses afirmarían que era imposible. Alfonso Vidal dio paso, como otros lo hacían por entonces con mayor calidad literaria, a la fascinación secreta 93 de las clases pudientes por aquellas manolas, mujeres de extracción baja, capaces de entregarse a un hombre por dinero o por regalos, o incluso yendo más allá hasta llegar a las auténticas prostitutas. Parte de esa burguesía quedaba atrapada por la fascinación que les provocaba una vida más intensa que la suya, apasionada, con un romanticismo que podía llegar al sacrificio propio y hasta a la muerte. Sólo así se puede entender algunas de las críticas vertidas entonces sobre la novela: “Nos hallamos ante un libro desconcertante, subyugante, inflamado por una emoción humana sin precedentes en la novela española… Se titula esta novela extraordinaria Santa Isabel de Ceres y es, desde su primera página a la última, de un sentimiento de locura y misticismo verdaderamente conmovedor. Canta ella la vida de una pobre hetaira haciendo triunfar entre todo el barrizal que la envuelve a un corazón de santa y de mártir lleno de palpitaciones generosas. Fuera de Galdós en algunas novelas, no ha habido en España un novelista de tan honda emoción, de tan profunda tortura espiritual como Vidal y Planas” (Cosmópolis, 11.1919, p. 485). Dos años después la obra le había hecho popular, produciéndole pingües beneficios que malgastaba a manos llenas. No era extraño en alguien que nunca había tenido 94 dinero suficiente, que se había visto obligado a mendigar y emplearse de la forma más humilde para poder comer. Ya conocido en los cafés y tertulias literarias, el dramaturgo Pedro Muñoz Seca le comentó la posibilidad de transformar el texto de su obra para representarlo en un teatro. La idea entusiasmó tanto a Alfonso Vidal como a sus amigos más cercanos. El éxito debía prolongarse y el dinero estaría garantizado por una buena acogida en el teatro. De manera que propuso al autor consagrado que colaboraran juntos en la redacción de la obra pero Muñoz Seca, que corrigió alguno de sus borradores, declinó la oferta de aparecer como coautor. El 10 de septiembre de 1921 se anunciaba que la nueva compañía Tudela-Monteagudo se haría cargo de la representación de esta versión teatral, empezando por su estreno en Sevilla. Fue entonces cuando tuvo lugar el incidente de Aranjuez entre la primera actriz, Conchita Robles, y su marido. Subsanado finalmente el problema, “Santa Isabel de Ceres” pudo estrenarse en la capital hispalense. Días después, leemos una crónica: “El triunfo teatral de Vidal y Planas ha sido algo desacostumbrado, y las representaciones de la obra se cuentan por llenos. El joven dramaturgo ha sido objeto de un homenaje en la capital andaluza, al que concurrieron todas las autoridades, artistas, literatos, etcétera, etc., y, en 95 suma, cuanto representa la intelectualidad sevillana” (La Voz, 17.10.1921, p. 3). Comenzaba un espléndido camino de éxito para el autor, que pasaba de la bohemia y la escasez a disfrutar de una posición reconocida y muy holgada en lo económico. A ello hay que unir que el público sevillano, entusiasmado, le obligaba a salir cada noche a saludar, al tiempo que se le ofrecían banquetes, felicitaciones, por parte de todos los estamentos sociales de la ciudad. Incluso llegó pronto una petición para la traducción de la obra al portugués, a fin de representarla en Lisboa. Era el éxito rotundo, casi inesperado de esa forma. ¿Qué pensaría Alfonso Vidal? ¿Con qué euforia acompañaría la culminación de todos sus sueños él, que tenía poca sensatez y medida? Hoy sabemos que debió vivirlo de una forma exaltada, intensa, sin matices, algo que le pasaría factura más adelante, cuando el entusiasmo del público se trocara en rechazo. Pero ahora no, ni siquiera pensó que fuera posible. Alguien muy cercano a él afirmaba en letra impresa: “Siempre he creído en Vidal y Planas. Enjuto, nervioso, pasional, de una morbosidad psíquica a veces delirante, parece un intelectual ruso de los tiempos anteriores a Lenin” (La Hora, 30.10.1921, p. 3). para añadir después: 96 “Santa Isabel de Ceres, plebeya, bárbara, poética, idealista, retórica, pujante, con sus llantos, con sus alaridos, con su frenesí, irrumpe en mitad de la escena española para demostrar que el público ya no quiere técnica, eso que dicen técnica los cucos sin numen, sino, escrita así la palabra, en letras muy grandes: LITERATURA” (Idem). Quien escribía estas líneas entusiasmadas celebrando las veinte representaciones sevillanas de la obra, algo inusual cuando los estrenos no llegaban a ocupar cinco o seis días como mucho, era Antón del Olmet. Cuando la obra se estrenara en Madrid en enero de 1922 (en Almería lo haría poco después y simultáneamente) se habló elogiosamente de ella: “Inspirada en la realidad de la vida, de una vida cruel y dolorosa, tiene que ser cruda en su lenguaje y en su acción; de otra manera, la obra sería de una falsedad absoluta; Vidal, que es un hombre que tiene conciencia de escritor y sabe lo que se hace, ha hecho en esta obra lo que debía hacer: un fiel reflejo de la realidad; y aunque por esto mismo, dado el medio ambiente en que la acción se desarrolla, tiene que existir en su fondo y forma toda la crudeza amarga y dolorosa de la vida que describe, carece en absoluto de grosería y de procacidad. Vidal y Planas es escritor, es 97 literato, y ha sabido, con extraordinaria habilidad y sin quitar nada de la verdad de las situaciones, adornarla con un fondo de sentimentalismo hondamente pasional que conmueve, que emociona y que interesa muchísimo” (El Globo, 9.1.1922, p. 2). Sin embargo, no todo el mundo pensaba igual. Había voces y críticas que alertaban sobre el tipo de realismo que se encontraba en esta obra y los recursos dramáticos empleados. “Pasó un acto, dos, tres, los cinco. ¿Qué ocurría? ¿Se había sometido la obra a una previa censura eclesiástica? Aquello no era ni realista, ni crudo, ni nada que se le pareciese: allí no había nada pecaminoso, y, al contrario, todo era de un lirismo exaltado, muy exaltado, hasta no tener relación con nada de la vida” (Buen Humor, 15.1.1922, p. 8). “La obra sabe a cosa vieja que no llega a antigua. Gritos, chulerías, tipos fáciles, naturalismo inverosímil, y, sobre todo, palabras, en el vacío sentido que le diera el príncipe dinamarqués. Ninguno de los dramas de angustia espiritual o ideológica que puedan ocurrir en la triste calle de Ceres (callejuela de meretrices de Madrid) está siquiera entrevisto” (Cosmópolis, 1.1922, p. 71). 98 No consta que Alfonso Vidal respondiera a estas críticas y valoraciones, probablemente las ignorara envuelto en las mieles del éxito. Tenía una mujer a la que había sacado del arroyo para redimirla, una mujer que le adoraba, el reconocimiento de sus compañeros de profesión, el sentimiento de haber triunfado sobre la pobreza y la necesidad, sobre el hambre y la miseria. Al fin podía decir que el mundo era suyo, que lo había conquistado sin más impulso que su enorme corazón y el entusiasmo exaltado que ponía en cada acto de su vida. 99 100 Los gorriones del Prado Pese a algunas discrepancias y críticas negativas, el éxito popular de “Santa Isabel de Ceres” fue muy notable. Si en Sevilla las representaciones habían sido veinte, en el teatro Eslava de Madrid, bajo la dirección del propietario Gregorio Martínez Sierra, los llenos estuvieron garantizados durante la friolera de cien puestas en escena. En un tiempo en que las obras no duraban en cartelera más allá de dos o tres días, la de Vidal y Planas se mantuvo ininterrumpidamente desde enero a marzo con dos funciones diarias. De repente, sin que podamos saber con claridad qué sucedió, la opinión del público cambió. Tras el éxito en el Eslava, para prolongarlo en provincias y aumentar los beneficios, el mismo Vidal y Planas se erigió en propietario de una nueva compañía que agrupaba a los actores Fuente y Vargas. Con ellos se dirigió para estrenar la obra en Valencia. Como era usual, debían contar con una segunda que sirviera de complemento en la función. Vidal escogió “Mala madre”, de Antón del Olmet. Sea por la diferencia entre ambas, por la distinta interpretación de los actores respecto a los dirigidos por Martínez Sierra, el caso es que la obra de Olmet fue muy bien recibida, justo lo contrario de la tan afamada “Santa Isabel de Ceres”. El rechazo del público a la nueva puesta en escena se volvió a repetir en Barcelona, capital también muy importante para triunfar. La situación llegó a tal extremo que 101 la misma compañía de Vidal y Planas se rebeló contra su propietario negándose a volver a representarla. Aquello terminó en un profundo desencuentro entre ambas partes que podía haber quedado en ruptura artística y nada más. El problema personal que surgió es que Fuente y Vargas, viéndose sin obras, se pusieron en contacto con Olmet para que les cediese otra de las suyas, de manera que la gira, que había empezado a mayor gloria de Vidal y Planas, terminó en un triunfo de Olmet. El primero lo tomó como una traición y un insulto personal de su antiguo protector. El rifirrafe entre ambos entró finalmente en un período de reconciliación, no ajeno al hecho de que Olmet ejercía un poderoso dominio sobre su antiguo empleado, de carácter débil, apasionado pero sujeto a la voluntad del primero. De modo que cuando Olmet le propuso escribir una obra conjuntamente, un drama sobre los caciques rurales que el proponente quería denunciar, aceptó el reto. Surgió así “El señorito Ladislao”. La compañía de un señor llamado Gatuellas, cuyo actor principal era José Monteagudo, la representó en provincias el 12 de octubre de 1922. Al mes siguiente llegó al teatro madrileño de la Zarzuela con división de opiniones. Como había sucedido en “Santa Isabel de Ceres”, el tema mostraba una gran valentía política, el desarrollo era en exceso dramático pero lo que más se criticaba era el hecho de que rompía las formas teatrales al uso para diluirse en una sucesión de escenas con escasa ilación, a modo de totum revolutum que desorientaba a los espectadores. 102 “La obra, referencia casi exacta de un luctuoso episodio de la vida castellana y trágica, cuadro de la vida de esos pueblos agobiados por el caciquismo, plaga de España, responde en un todo a la psicología exaltada de los dos luchadores valientes que la escribieron. Ni tiene habilidades escénicas ni está escrita con prejuicios literarios que la diluyan en párrafos de oratoria brillante. Dijéramos que Vidal y Planas y Antón del Olmet se complacen en mostrar la llaga con toda crudeza. Desbridan la herida, enseñan la infección social, y luego, de un modo radicalísimo, procuran evidenciar que la terapéutica no es otra que la sanción personalísima... Ojo por ojo. ¿Acertaron los notabilísimos autores? Para una parte del público, sí. Otra, en cambio, creyó que el drama era demasiado crudo, que carecía de "forma teatral", que era aquello ensañarse demasiado... Cuestión de interpretaciones” (La Voz, 9.11.1922, p. 2). El mismo día salía la crítica de “La Época” y resultaba demoledora. Empezaba de la siguiente guisa: “Parece que un buen día los señores Antón del Olmet y Vidal y Planas hojearon un periódico en busca de algún suceso que fuese apto para el 103 desarrollo escénico. Y que no acertaron a hallar, por lo visto, sino el lance, por demás frecuente a las altas horas de la noche, del borracho que se sitúa en una esquina para atajar la calle y provocar al transeúnte pacífico. El suceso no suele ir nunca más allá de la Comisaría. Pero como los señores Vidal y Antón querían hacer un drama a toda costa, no hallaron medio mejor que compensar con el latiguillo político la notoria insuficiencia artística del motivo inicial. ¿Y si el borracho —debieron de pensar— fuese el hijo de un espantable cacique? ¿Y si llegase, sin motivo alguno, al homicidio? ¿Y si el muerto fuera, precisamente un muchacho simpático y honrado? De esta suerte, la prosa trivial de una corriente gacetilla de la sección de sucesos ha querido alzarse hasta el énfasis docente de un artículo de fondo a la antigua usanza. Los personajes de El señorito Ladislao no dialogan, sino discursean, y todos se mueven en función automática de la tesis prestablecida. ¿Quedó el público convencido de que los caciques son, en efecto, de una depravada índole moral? Sin duda; pero la literatura de los señores Antón y Vidal no se manifestó como de mejor calidad” (La Época, 9.11.1922, p. 1). Olmet tomó esta crítica como una ofensa personal, no en vano había sido en otro tiempo redactor de ese mismo periódico. Periodista reconocido por entonces, tras el período 104 juvenil dedicado a la política, se había entregado a su labor en periódicos como ABC, “el Debate” o “la Época”, donde fustigaba con su verbo brillante los males de la patria, labor en la que quiso que le secundara bajo su dirección aquel joven llamado Vidal y Planas. Tras un tiempo dedicado a algunas novelas de cierto éxito (“La viudita soltera”, “El hidalgo don Tirso de Guimaraes”, entre otras) se había pasado al teatro, con la misma evolución que a su amparo seguiría Vidal y Planas. Pero de carácter fuerte, dominante y controlador, no sufriría ningún recelo por el éxito del gerundense sino que vería en su escalada precisamente una oportunidad de sacar provecho propio. De ahí la colaboración en “El señorito Estanislao”. Mientras Vidal y Planas permanecía pendiente del próximo estreno de la obra en la que había puesto toda la ilusión de reeditar su éxito, Olmet escribió en “El Parlamentario” y sin consultar a su compañero un incendiario artículo contra los críticos y los que se dedicaban a reventar los estrenos ajenos. El texto, que causó un amplio revuelo en la profesión, le llegaba a Vidal y Planas a pocos meses de un nuevo estreno, lo que le causó un profundo malestar. Con el ánimo alterado por las críticas a “El señorito Estanislao” vivía con angustia la recepción por la crítica y el público del que entendía debía ser un nuevo éxito equiparable a “Santa Isabel de Ceres”. Olmet era de otra madera y no le arredraban los problemas ni las polémicas. De hecho, parecía vivir de ellas pero siempre, al contrario que Vidal, manteniéndose en el 105 terreno de la legalidad. Algo así como ese dicho actualmente en vigor: Háblese mal de mí, pero háblese. De manera que menos de tres meses después de su artículo envenenado estrenaba en Valencia su obra de denuncia política “¡Responsables!”. El lugar estaba bien escogido, ya que esta zona del país era intensamente republicana, de manera que cosechó un sonoro éxito. Pero, sin arredrarse por la posible crítica, el lanzamiento de su obra fue casi simultáneo con su representación en el teatro madrileño de la Latina. Diez días después de que la obra de Olmet fuera bien acogida en general, estrenaba Vidal y Planas “Los gorriones del Prado”, la historia de unos aspirantes a toreros que malviven en la gran ciudad sujetos a todo tipo de penalidades por cumplir el sueño que han tenido desde que eran niños. De nuevo, el esquema de bajos fondos junto a sentimientos nobles que tanto éxito le había deparado un año antes. El 16 de febrero de 1923, tras su representación en el teatro Eslava, escenario de su anterior éxito, se informa que la obra no ha tenido el favor del público. “Rechazado ruidosamente por el público y reído sin piedad en sus escenas más sentimentales” dice un periódico. El crítico Alejandro Miquis hace un análisis de los fallos de la obra bastante acertado: “Faltaban en su indispensables para producción dramática primero, que la obra obra dos condiciones el buen éxito de una en los tiempos que corren: fuese realmente dramática, 106 y en ella lo más intenso fuese la acción y no la serie peor o mejor combinada de relatos más o menos líricos, y luego, la pintura de ambientes, que fuese la acción de las masas determinando las reacciones emotivas o pasionales de los personajes que finalmente habían de determinar las del público, y con ellas, el buen éxito de la obra. Y aún hay en Los gorriones del Prado otra razón de falta de fuerza emotiva: cuando el pensamiento del dramaturgo se resuelve acertadamente en acción, ésta es de una falsedad tal que no sólo carece de fuerza en sí misma, sino que, por reflejo, amengua la que en el caso más favorable hubiesen podido tener los relatos” (Nuevo Mundo, 23.2.1923, p. 10). El diagnóstico ponía el énfasis en las limitaciones del propio autor. Mientras que en “Santa Isabel de Ceres” su conocimiento del ambiente le permitía moverse con facilidad en torno al drama, reflejar sus pasiones mediante la acción en el escenario, su nueva obra demostraba que Vidal y Planas no conocía la realidad de sus personajes y cambiaba dicha acción por relatos más o menos entretejidos llenos de buenas y líricas intenciones, restando fuerza dramática a lo que sucedía sobre las tablas. ¿Qué sentiría el autor cuando viera sus escenas más emotivas acogidas entre risas, la distracción del público, los silbidos y abucheos al final de la representación? De esa 107 humillación le era imposible escapar. Acunado por el éxito de su primera obra se creía en el olimpo del teatro, capaz de cualquier cosa. Ahora encontraba que sus defectos como autor, enmascarados antes por la intensidad con que supo mostrar un ambiente bien conocido, salían a la luz. Ni siquiera podía simularlos con una buena técnica teatral porque carecía de ella. Había creído tanto en sí mismo, en el apasionamiento de sus ideas, el misticismo y la bondad de sus creencias, que había olvidado que en el teatro también había una técnica para enlazar los cuadros, para trazar los personajes, para mostrar la acción dramática. Era el fracaso sin paliativos ante el que se mostraba vacilante por fuera, contrito y humilde, pero frente al que hervía por dentro, incapaz de comprender el porqué del mismo. Dos semanas después de que la obra fuera tan mal acogida, Vidal y Planas disparó sobre su antiguo protector y supuesto amigo, Antón del Olmet. 108 El saloncillo del Eslava Vidal y Planas vivió el fiasco de su nueva obra con mucha angustia. La expresión que empleó su novia Elena, a cuya entrevista posterior a los hechos recurriremos en este capítulo, era “acongojado, quería meterse en un convento”. Curiosa esta reacción de volver a la vida religiosa que había desechado en su juventud. Olmet no contribuyó en ningún momento a la paz de su espíritu. En el entreacto de “Los gorriones” se había pasado a ver a Vidal siendo bastante duro en sus opiniones. Por otro lado, el autor de la obra se hacía cruces de cómo era posible que fracasara el estreno de tal manera cuando había repartido casi doscientas entradas entre sus amigos. Se sentía traicionado por ellos y el primero, su antiguo protector, cuyo incendiario artículo entendía que estaba en la causa del rechazo de la crítica. “Insiste Elena Manzanares en que Vidal y Planas estaba completamente dominado por Antón del Olmet, situación de sometimiento que tenía desesperado, y a veces hacía llorar a Vidal y Planas. En una ocasión se enteró Vidal de que en presencia de Antón se cantaban por los saloncillos de algunos teatros cuplés mortificantes para él. Otra vez tuvo Alfonso que abandonar la tertulia a que ambos acudían por 109 desconsideraciones en que Antón era el principal culpable. Pues ni en el primer caso se atrevió Vidal a quejarse a Antón, ni en el segundo a decirle, aun cuando éste se lo preguntaba, que él había sido la causa de que dejase la tertulia” (La Voz, 7.3.1923, p. 3). Lo que esta mujer no aclara es que, probablemente, las coplillas y burlas de los contertulios de Olmet se debían referir específicamente a la relación que mantenía Alfonso Vidal con ella, a la que había encontrado en un burdel. En todo caso, la amistad entre ambos, basada en una morbosa dependencia psicológica, se iba deteriorando por momentos. A Elena Manzanares la vemos siempre del lado de su futuro marido, incondicional e indignada con el fallecido Antón del Olmet. De manera que quizá hubiera que matizar su subjetividad, aunque solo podemos hacerlo con otros testimonios sobre el carácter exaltado y pusilánime de Vidal y Planas frente a su compañero. Parece que ambos se encontraron, como era habitual puesto que concurrían a los mismos cafés, un par de días después del estreno de “Los gorriones”. Olmet no estuvo cordial ni consoló a su amigo del sonoro fracaso cosechado. Por el contrario, tal vez regodeándose en su superioridad, estuvo todo el rato hablando del éxito en el estreno de su nueva obra “¡Responsables!”. Al día siguiente surgió entre ellos una nueva discusión, esta vez a cuenta de “El señorito Ladislao”. Olmet 110 culpó a Vidal y Planas de su responsabilidad en la tibieza de la crítica por su excesivo y desaforado dramatismo. El aludido calló su amargura pero, al intervenir otro amigo en el mismo sentido, se enfrentó ásperamente con él y le dijo lo que no se había atrevido a decirle a Olmet. Una demostración más del dominio que ejercía su antiguo jefe sobre él. Llegamos así al día anterior al crimen. Vidal se presentó junto a Elena en el café Lyon D’Or donde habían citado a Olmet para discutir la redacción de una nueva obra conjunta. Antes de que éste llegara lo saludó un antiguo compañero de redacción, que le mencionó algunas burlas que se hacían sobre él en las tertulias. Le preguntó también si era cierto que Olmet y él ya no eran amigos. La conversación soliviantó a Alfonso, que se enfrentó a él de malos modos, obligándolo a separarse y marchar con otros amigos. Con esa alteración de ánimo llegó ante ellos Olmet y Vidal le propuso no continuar en esa cafetería marchando a otra de la calle Platerías, donde podrían hablar más tranquilos. Allí, Vidal y Planas estuvo leyendo el primer acto de la nueva obra que habían quedado en hacer conjuntamente. Estuvieron haciendo observaciones uno y otro sin que mediara disputa alguna. Olmet se llevó ese primer acto con el compromiso de ir trabajando en el segundo. Elena afirmaba que había intentado varias veces que Alfonso dejara de tratar con Olmet, al que veía dominante y avasallador con su novio, sintiéndose éste casi indefenso frente a su antiguo jefe y compañero. Hubo alguna ocasión incluso en que éste llegó a abofetear a Alfonso Vidal para que 111 se calmara en uno de sus consabidos estallidos de furor, consiguiéndolo de inmediato y sin obtener más respuesta de Alfonso salvo la claudicación. La idea de la separación bullía en su mente, no cabía duda, pero no se atrevía a enfrentarse a Olmet, que le dominaba en cuanto a carácter y hasta físicamente. Así se lo comentó al parecer a otro amigo llamado Miguel Pascual, antiguo reportero de “El Parlamentario”, al que vio a la mañana siguiente, horas antes del suceso que conmocionó al mundillo teatral madrileño. Pascual había estado ausente casi dos meses de Madrid y a la vuelta se enteró en persona del fracaso cosechado por Vidal en “Los gorriones”. Según manifestó posteriormente ambos se habían distanciado tiempo atrás pero sin malos modos. Al volverse a encontrar por la calle los ánimos se habían suavizado y quedaron aquella mañana en el café de Puerto Rico. “Yo califiqué probablemente con dureza la conducta de Alfonso para conmigo, y esto le produjo de momento bastante exaltación; pero calmado por los razonamientos, volvimos a hablar en tono amistoso, y hasta le aconsejé que cambiase de conducta con los buenos amigos como yo, que no se desvaneciera ante los éxitos... Alfonso, que es muy comprensivo, ante los razonamientos, llegó a afectarse, hasta el extremo de que en el curso de la conversación lloró alguna vez. Respondiendo también a su temperamento, 112 llegó un instante en el que, poco menos que dejándome con la palabra en la boca, se marchó del café” (La Voz, 6.3.1923, p. 3). El amigo tuvo que salir detrás de su antiguo compañero, calmarlo, llevarlo a un nuevo café para terminar la conversación. Alfonso Vidal debía estar hecho un manojo de nervios. Según Pascual, sólo hablaron de Olmet incidentalmente pero uno piensa si no estaría dulcificando la situación de cara al juicio que habría de pasar Vidal y Planas. A fin de cuentas, otro periódico había afirmado el día siguiente del crimen que Vidal le había confesado “excitadísimo, estar dispuesto a matar a Antón del Olmet”. Eso significaría premeditación, lo que agravaría una pena que Miguel Pascual no deseaba aumentar. Es posible que optara, en estas declaraciones realizadas mes y medio después, por suavizar la conversación y referirla a la amistad entre ambos. En todo caso, pasaron la mañana discutiendo hasta que se separaron hacia las dos y cuarto, con Vidal y Planas, a su juicio, más calmado y tranquilo. Le propuso almorzar juntos pero Alfonso le dijo que marchaba hasta el Eslava para hablar con Olmet. Se daba la penosa circunstancia de que en este teatro, el mismo donde su obra “Los gorriones del Prado” había sido rechazada cayendo de la cartelera tras solo cinco días, Olmet estaba ensayando su nueva obra “Capitán sin alma”. Al llegar preguntó por él al portero y éste le dijo que aún no había llegado, pero debía hacerlo en breve plazo. “Dígale que le espero en el saloncillo”, contestó. Era aquella 113 una salita junto a Contaduría, un lugar de espera y charla tranquila donde nadie les molestaría. Olmet llegó minutos después y recibió el recado, entrando donde le esperaba Alfonso Vidal. El portero escuchó voces algo destempladas pero no hizo caso hasta que, de repente, se escuchó un disparo. El actor Crespo, junto con parte de la compañía, ensayaba en ese momento sobre el escenario. Fue entonces cuando llegó hasta allí una actriz demudada gritando: “¡Por Dios! ¡Algo ocurre abajo, en el despachito! ¡He oído desde mi cuarto un disparo, y voces de socorro!”. Marcharon todos en tropel hacia allí. Encontraron al encargado de la Contaduría, Acisclo Gil, inclinado sobre el cuerpo de Antón del Olmet, que jadeaba. En el pasillo se encontraba su agresor: “Vidal y Planas, con una pistola humeante en la mano, había salido al pasillo, diciendo: — He matado a Antón. Que llamen a la policía… El actor Sr. Baena arrebató la pistola a Vidal, y le dijo : — ¿Qué has hecho, Alfonso? .— Nada —contestó- , que le he matado. Se metía mucho conmigo. Decía que estaba loco... Y, excitándose, continuó: - Sí, sí... estoy loco... Perdonadme, perdonadme todos...” (El Heraldo de Madrid, 2.3.1923, p. 3). 114 ¿Qué sucedió? Mientras el cuerpo de Olmet era conducido en un carruaje hasta la Casa de Socorro de Centro, en la calle Navas de Tolosa, reclamaba a su acompañante que lo terminara de matar porque se asfixiaba. Al llegar al centro médico el doctor Bolívar, de guardia aquella tarde, poco pudo hacer además de ponerle cuatro inyecciones de aceite alcanforado. A los pocos minutos de su ingreso, el conocido periodista dejaba de existir. Vidal y Planas estaba en la comisaría cuando se enteró de la noticia. Si ya entonces se encontraba convulso y sobreexcitado, la muerte de Olmet terminó de descomponerlo hasta el delirio. Repetía una y otra vez que su víctima le había agredido, que estaba de pie cuando disparó, que lo zarandeaba agarrándole las solapas del abrigo tras la discusión. Fue lo único coherente que pudieron arrancarle antes de que se echara a llorar y balbuceara como un niño pidiendo perdón. Ante su actitud y la dificultad de obtener alguna declaración más consistente, el juez de guardia decretó su ingreso en la Cárcel Modelo en calidad de incomunicado. En la puerta de la comisaría estaban Elena, Miguel Pascual y numerosos periodistas. Se abrazó a los dos primeros al salir, visiblemente exaltado, diciendo a su novia: “¡No te asustes! ¡Seguirás viviendo como hasta aquí!”. Ella, que un año después tendría que pedir una pensión alimenticia para sobrevivir, no dijo palabra. 115 Durante el trayecto hasta la Modelo, Vidal y Planas se excitó sobremanera y tuvo que ser reducido cuando empezó a golpearse la cabeza en el cristal del carruaje. La primera noche la pasó aullando, llorando y gritando con voz espantada: “¡Abridme! ¡Abridme! ¡Que apaguen esa lucecita! ¡No se va esa lucecita! ¡Es el espíritu de ese hombre, que me busca! ¡Perdonadme!”. Uno de los primeros en declarar ante el juez fue Acisclo Gil, el contador del teatro, que estaba en un cuarto junto al saloncito en el momento del crimen. Según manifestó oyó a los dos discutir, Vidal con voz exaltada y Olmet con otra más calmada y tranquila. No percibió ruido de lucha pero, en un momento determinado, oyó exclamar al primero: “¡Tú eres un canalla y te voy a matar!”. A continuación escuchó el disparo. El testimonio de Acisclo fue decisivo, a fin de cuentas era el único testigo imparcial que había escuchado algo de lo que allí sucedió. El agresor fue coherente con sus primeras declaraciones: Habían discutido, con él pretendiendo romper la relación entre ambos y exigiendo a Olmet que le devolviera el primer acto de la nueva obra que le había entregado el día anterior. Éste se había opuesto rotundamente contestándole con menosprecio, incluso mencionando de forma solapada la relación que había mantenido con la que ahora era su novia. “Ya sabes que Elena y yo…” dijo Vidal que había dicho Olmet. Nunca se sabrá si ese insulto sería fundamental para entender lo que sucedió, como la gota de agua que colma el vaso. La autopsia confirmó que la bala había entrado por la 116 axila izquierda, que perforó un pulmón para luego adoptar una trayectoria descendente terminando en el intestino grueso. Un lugar de impacto semejante era compatible, dijeron los forenses, con la declaración del acusado: la víctima estaría de pie, con las manos sobre el cuello o los hombros de Vidal o, como mucho, estaría levantándose del asiento. Quedaba excluido en todo caso que Olmet hubiera recibido el disparo estando sentado. ¿Medió agresión por parte de éste hacia Vidal y Planas o sencillamente se levantó para impedir que su antiguo amigo consumara la amenaza que, según el contador, había proferido? En el primer caso sería un acto de legítima defensa, como sostendría su abogado durante el juicio; en el segundo, constituiría un homicidio, como mantuvo el fiscal. El tribunal se inclinaría por la segunda hipótesis atendiendo, precisamente, a la declaración del contador y a la secuencia de actos que se deducían de ella. Si bien el suceso en sí no resultaba difícil de describir, pese a las dudas que era posible plantear, lo que resultaba más complicado era saber por qué Vidal y Planas había disparado al que le había protegido en otro tiempo, utilizado también dentro de su periodismo combativo, el que había colaborado con él en el teatro e incluso planteaba seguir haciéndolo en nuevas obras. ¿Qué había podido causar la destemplada reacción de Alfonso Vidal? ¿Por qué había muerto Olmet a sus manos? Los compañeros periodistas, incluso los que estaban al tanto de sus desavenencias, de la humillación de Vidal tras su 117 fracaso teatral reciente, no acertaban a explicárselo. En el sector siempre había rencillas y mucho peores, en el teatro los estrenos se contaban por éxitos pero también por fracasos, eso era sabido. El que recibía ovaciones un día encontraba abucheos unos meses después, pero también sucedía al revés, eran gajes del oficio. ¿Qué había pasado entre ellos dos que llegase a ese irremediable punto en que uno acabara con la vida del otro? Eso se preguntaban todos los que los conocieron, pese a saber del carácter de Vidal. 118 Los motivos de Vidal Durante toda la noche del día de su muerte y en la jornada siguiente, el cadáver de Antón del Olmet permaneció en el Depósito judicial sin que se pudiera acceder a él hasta la realización de la autopsia. En la segunda noche sí se pudo velar el cuerpo del infortunado periodista, acudiendo entonces redactores del “Heraldo de Madrid”, periódico en el que colaboraba asiduamente, toda la peña de periodistas que se agrupaban en el café Lyon D’Or, así como actores del Eslava, amigos y conocidos. En la tarde siguiente fue llevado el ataúd a un coche tirado por cuatro caballos para que el cortejo fúnebre, encabezado por el ministro de Marina, llegara una hora después a la plaza de Manuel Becerra para marchar luego hasta el cementerio de la Almudena. En todo momento por las calles céntricas de Madrid el acompañamiento, como se comprueba por alguna foto, fue muy numeroso. Aunque el caso no había ocupado las primeras planas de los diarios, tuvo el suficiente eco popular para que muchos madrileños quisieran estar presentes. Indudablemente, entre los compañeros que se asombraron la primera tarde en que se supo el suceso sobrevenido, se debían hacer muchos comentarios sobre la causa de la muerte. Muchos estaban de acuerdo en que el último año había desequilibrado enormemente la vida de Alfonso Vidal. Tras el éxito de “Santa Isabel de Ceres” se encontró en las 119 manos veinte mil duros, una fortuna para la época. De repente, le surgieron amigos donde no los había y él, que nunca había gozado de fortuna alguna sino todo lo contrario, se compadecía de cada uno y se mostraba generoso con todos. En no mucho tiempo se vio casi sin blanca. De todos modos, se mostró dispuesto a estabilizar su vida afectiva, yendo a vivir a un hostal de la calle de la Cruz junto a Elena Manzanares. Al levantarse cada día, contemplaba el cuadro en que lo había retratado Julio Romero de Torres cuando era un aprendiz de periodista, bohemio y arrastrado. No sabemos en qué circunstancias tan eminente pintor quiso fijarse en él hasta el punto de regalarle su obra. La empeñó por varios miles de pesetas en tiempos de necesidad para rescatarla hacía meses y poder disfrutar de su visión cada mañana. Su vida personal, de todos modos, era tan desordenada como cuando dormía en figones de mala muerte encima de una estera. Había días, decían sus vecinos en el hostal, en que no se levantaba y dormía con los zapatos puestos. Otras veces se ponía a rugir como un león o soltar un kikirikí, algo que hacía sonreír a muchos que lo recordaban así, excéntrico y disparatado en sus reacciones. Nuevamente escaso de dinero, había acudido a sus obras para seguir cosechando éxitos y estipendios. Los dos se le negaban en el nivel del año anterior. El fracaso de “Los gorriones” fue especialmente doloroso. Si “El señorito Ladislao” había obtenido división de opiniones (buenas intenciones pero mala realización de la obra) la más personal dedicada a los torerillos que sueñan con la gloria entre 120 miserias hasta sucumbir a la desgracia, se había hundido en el fracaso más estrepitoso. Como siempre sucede, se hace leña del árbol caído y alguno de sus compañeros periodistas o autores dramáticos se alegraban del fracaso ajeno, empezando a sacar a colación en los corrillos y tertulias las irregularidades de su vida y el hecho incontestable de estar viviendo con una antigua prostituta. Esas burlas llegaban hasta sus oídos, alcanzaba a saber quiénes las pronunciaban, quiénes (como Olmet) no hacían callar a los demás sino que también reían. Tal vez entre los acompañantes del sepelio se comentara el artículo aparecido el día anterior en la primera página de “El Sol”. Lo firmaba un buen periodista, dramaturgo de escaso éxito, que sería llamado años después a ejercer un importante papel en la República española: Luis Araquistáin. Su contenido era de una claridad y una finura de pensamiento que contrastan con tantos editoriales apasionados, retóricos, cargados de palabras rimbombantes y moralidades vacías, tan usuales en aquel tiempo. Contra las opiniones que se escuchaban, a favor de uno o de otro de los desiguales contendientes en aquel suceso, el autor del artículo retrotrae lo sucedido a un mal social: “Se ha hablado de la fatalidad, y yo también quiero hablar de ella, con restringida especificación. Los hombres son juguetes de sí mismos, del corto vuelo de la visión de sus actos o del grado en que su razón pierde su propio 121 dominio; pero hay otra fatalidad, que está fuera del hombre y le gobierna, y es el conjunto de ideas, aberraciones o costumbres ambientes que muchas veces se sobreponen a la voluntad y al claro raciocinio del individuo y le arrastran a la comisión de actos que en otro medio social probablemente no cometería” (El Sol, 4.3.1923, p. 1). A continuación, se dedica a identificar esas ideas y costumbres ambientales, esas creencias insertas en la sociedad y que caracterizan a los que viven en ella hasta el punto, tocando a este caso, en que se erigen como causantes del crimen. “Una de las especies más abundantes y funestas de la sociedad española es el monomaniaco de la valentía. Cualquier delirio de ideas y sentimientos produce fatales perturbaciones en quien lo padece y en el mundo circundante. Las ideas y los sentimientos son buenos o indiferentes en tanto que se presentan con mesura, sin desbordarse con frenesí sobre la linde de la vida individual. Nadie debe molestarse porque un vecino profese la religión que más prefiera; la molestia comienza cuando su fe se transforma en fanatismo o en monomanía religiosa, invadiendo la libertad y el reposo del prójimo… 122 La valentía es un bien; pero cuando los hombres caen en la monomanía de querer serlo a todas horas, como si eso fuese la exclusiva misión de su vida, no es extraño que se engendren aberraciones delictuosas como la de un mozo tímido y desmedrado que mata para probar su valor en entredicho” (Idem). Finalmente, da el diagnóstico concreto para el caso que nos ocupa: “Puedo equivocarme, porque un acto como el de Vidal y Planas es siempre un complejo de motivaciones difíciles de desentrañar; pero sospecho que por debajo de todas las hipótesis sugeridas —celos literarios y tal vez de otro linaje—, hubo un impulso básico, del cual fueron las otras manifestaciones signos meramente externos: el impulso de un hombre físicamente débil y de fondo sentimental que, ante otro hombre de superior constitución y voluntad más enérgica, necesita demostrar su valentía, acaso puesta en duda, usando de la pistola como instrumento de ecuación trágica” (Idem). Hemos expuesto gran parte del editorial porque es difícil hacer un mejor análisis del crimen ocurrido y exponerlo de un modo más brillante que como lo hace este periodista y socialista santanderino. 123 Si alguien podía tener duda de que esto era así no tenía más que acudir a la entrevista que obtuvo “El Imparcial” con Vidal y Planas el día posterior al entierro. No fue un encuentro fácil. El preso tenía los cabellos en desorden, temblaba bajo la gabardina con que se abrigaba, hablaba de forma atropellada al principio, pedía perdón y luego insultaba al finado, gemía y se contradecía. Pese a todo, el periodista pudo extraer algunos párrafos muy reveladores de lo que, por otra parte, ya había denunciado Elena Manzanares: el carácter débil y apocado de Alfonso Vidal se veía dominado constantemente por el de Olmet. Así, manifestaba desde la cárcel que había ido al Eslava para terminar su colaboración literaria, reclamarle el acto de la nueva obra y marcharse. No quería más pero iba temblando, temiendo el carácter de su antiguo amigo y el hecho de que él no sería capaz (suficientemente valiente, diría Araquistáin) de enfrentarse a él. “Quería librarme del dominio que ejercía sobre mí” dice, “del hombre que llamándose mi amigo me despreciaba y pretendía anularme”. Hablaba de desdenes, insultos, desprecios. Él trataba de portarse bien con él pero Olmet envenenaba el ambiente contra Vidal y Planas allá donde iba para que luego él encontrara la hostilidad en torno suyo. Humillación, complejo de persecución, en que derivaba la cortedad de su carácter frente al avasallador de Olmet que, en el fondo, lo despreciaba desde que lo había conocido y utilizado como un servidor en sus campañas periodísticas. 124 “Antón me sugestionaba, mi espíritu no podía rebelarse a su mandato, a su imperio; yo era ante él un niño sin voluntad; es un fenómeno que nunca me expliqué. En mil ocasiones lloré de rabia por esta impotencia espiritual. Además yo le temía, sabía su manera de ser, reconocía su superioridad física y su carácter” (El Imparcial, 6.3.1923, p. 3). Hay hombres cobardes, mansos ante el mandato de alguien con más decisión y carácter que ellos. El problema de esa mansedumbre, tan alejada del refrán “más vale una vez colorado que ciento amarillo”, es que aguanta y aguanta la presión, las humillaciones y desprecios, los insultos, pero en un momento determinado estalla en una violencia desproporcionada, sin medida. Éste debió ser el caso de este crimen. Alfonso iba con el decidido propósito de romper las relaciones con Olmet. Acumuló desprecios recibidos, desdenes, malestar personal, todo dicho de forma excitada, confusa. Su antiguo amigo debió intentar calmarlo como otras veces, no mediante la comprensión precisamente, sino por medio del menosprecio. Tal vez le dijera: “Eres un fracasado sin mí”, quizá le recordara como manifestó durante el juicio que “Ya sabes que Elena y yo…”. Menosprecio como autor, como hombre. Alfonso Vidal se mostraba cada vez más excitado y agresivo, por lo que Olmet se levantó para asirlo por las solapas, imponerle esa superioridad física que denunciaba el primero desde la cárcel. Mientras lo zarandeaba como tantas 125 otras veces, tal vez diciendo alguna grosería más viendo que la separación era definitiva, Vidal y Planas estalló, su mansedumbre de tantos años hecha pedazos. Él no era un espíritu apocado, como le decía su novia, no era un cobarde, como le apostrofaba Olmet. Un hombre de verdad, un valiente como había que ser, no se dejaba dominar de esa forma por otro. En un atisbo de claridad se dio cuenta de que tenía un revólver en el bolsillo así que se envalentonó. Gritó: “¡Tú eres un canalla y te voy a matar!”. Quizá su oponente se riera o lo zarandeara con más fuerza. Entonces sonó el disparo. 126 Juicio y cárcel Los días 12 y 13 de mayo de 1924 tuvo lugar el juicio contra Alfonso Vidal y Planas en la Audiencia madrileña, presidido por el magistrado Mariano Pascual. Actuaba como fiscal el señor Escosura, de acusador privado contratado por la viuda el señor Teixeira, siendo el defensor el abogado Valero Martín. Durante el juicio el acusado relató los hechos poniendo especial énfasis en que el disparo había sido accidental y fruto de un forcejeo entre ambos, algo que desmentía lo declarado por él mismo inmediatamente después de cometido el crimen. Trató por todos los medios de resaltar su buena voluntad hacia Olmet, a pesar de los desdenes que sufría de él, a fin de que nadie pudiera sostener que había premeditación en sus actos. Ello iba en la línea de su defensor, que propugnaba que lo sucedido era un acto de legítima defensa o, en todo caso, como calificaría después de oídos los testimonios, un homicidio imprudente con la atenuante de miedo insuperable. En cambio, tanto el fiscal como el acusador privado sostenían que aquel homicidio se había cometido con la agravante de alevosía (indefensión de la víctima) y, para el segundo, con premeditación además. Las preguntas al acusado giraron en torno a estos puntos, sin que se consiguiera probarlos plenamente. Desde luego, razones para la premeditación había, puesto que Vidal y Planas reconocía las muchas ofensas que recibió de Olmet, su dolor ante las 127 burlas y murmuraciones propiciadas o consentidas por él, las humillaciones que sufría. Sin embargo, insistía una y otra vez que él había tenido verdadero afecto por Antón del Olmet, que siempre se había portado como un caballero con él aunque no sucediera en sentido contrario. Aguantó el interrogatorio bastante bien, pese a los breves momentos de exaltación y abatimiento que mostró. Precisamente, uno de los aspectos que el defensor quería recalcar era su aparente fragilidad de carácter. Habiendo sido examinado por los médicos forenses estos dieron su diagnóstico en el estrado: “El doctor Palancar dice que la clase de vida que ha hecho el señor Vidal ha influido notablemente en su constitución física. Esta clase de vida determinó alteraciones psíquicas que hacen del procesado un tipo que se aparta del normal. El Sr. Vidal es un hiperestésico. Expone los resultados de las observaciones que han hecho en el procesado y las pruebas a que lo han sometido. No es, sin embargo, un alienado; pero, desde luego, no es normal: está de lleno en el grupo de los que sufren desviaciones psíquicas” (El Sol, 13.5.1924, p. 8). El tribunal, reunido aquella misma tarde emitió su sentencia al día siguiente: Vidal y Planas era condenado a doce años y un día de reclusión por el cargo de homicidio con las atenuantes de arrebato y obcecación. Fue desestimada la 128 alevosía y premeditación pero también la legítima defensa o el miedo insuperable. En suma, había causado la muerte en un momento de ofuscación mental al que tan propicio era, pero ni lo planeó ni se aprovechó de la indefensión de su víctima. La sentencia incluía una indemnización de cien mil pesetas para la viuda de la víctima, pero lo cierto es que el procesado había dilapidado una cantidad similar en solo un año y ahora no le quedaba casi nada. De hecho, como mencionamos, en enero del año siguiente su mujer habría de pedir una pensión alimenticia ante su estado de pobreza. Cuando lo supo la viuda de Olmet, en un elegante y generoso gesto, renunció judicialmente a la indemnización que, de todos modos, nunca habría de recibir. Elena Manzanares, que se había casado con él el 26 de septiembre de 1923 en la misma Cárcel Modelo, pocos meses después de cometido el crimen, inició una campaña intentando que le concediera el indulto. Inicialmente se denegó y Vidal y Planas fue trasladado al penal santanderino del Dueso en marzo de 1925. Allí habría de permanecer solo un año y medio gracias a indultos parciales que iría recibiendo con el tiempo. En enero de 1926 fue entrevistado en el penal por un redactor del diario “La Libertad”. Seguía escribiendo, nuevamente sobre su experiencia carcelaria. Continuaba soñando con la poesía y el arte de la literatura: “La Poesía es la única verdad... Es la buena ley del oro. Es la Novia, Imán y puerto de todos los 129 - sueños, remanso de paz y de esperanza en toda ruta y en toda sombra. Es el hogar del corazón... Se la quiere, se la desea, se la sueña como a una mujer. Mejor que como a una mujer, como a una novia... Los escritores que cuando escriben no lo hacen con el mismo santo gozo, con la misma divina pureza humana con que se besa la boca trémula de la novia, deben dejar de escribir, deben buscar otro camino... Son como esas pobres mujeres que viven del Amor, que ofician en el Amor y que nunca saben del Amor... ¿Qué obra está usted preparando ahora? A hombros de la adversidad. Es el libro mío que yo he escrito con más fervores, con más amor y más dolor a la vez... Voy poniendo en él, en cada capítulo, en cada página, en cada línea, toda mi alma... Lo escribo con verdadera fiebre de espíritu y de carne. Tengo mucha fe en él...” (La Libertad, 15.1.1926, p. 5). Dos meses después salió a la luz dicha obra, un canto al dolor carcelario salpicado de inflamados arrebatos cercanos al misticismo. No obtuvo un gran éxito, la obra estaba llena de amargura a fin de cuentas, y trataba de una realidad que la sociedad burguesa de su tiempo no deseaba conocer en demasía. De todos modos, tuvo la virtud de mantener su nombre en el candelero de las informaciones periodísticas, algo que favorecía las constantes peticiones de su mujer para que fuese liberado. 130 La prensa afín como la del diario republicano radical y de izquierdas “La Libertad”, clamaba por las penosas condiciones de Vidal y Planas en el penal, por su endeble constitución física que le llevaba a padecer enfermedades, insinuaba la posibilidad de que no soportase las duras condiciones de la cárcel. El gobierno, que ya había rebajado una cuarta parte de su condena en febrero de 1926, tras la entrevista mencionada, optó por ceder en julio de aquel mismo año cambiando la pena de cárcel por otra de destierro de manera que no pudiera acercarse a menos de 200 km de Madrid. Esta condición, que fue aceptada en su nombre por Elena Manzanares, se hizo oficial el 21 de julio de 1926. Radicado desde entonces en Barcelona y ayudado por su editor Artemio Precioso, otro de los hombres clave para entender su indulto, siguió escribiendo en revistas y periódicos con cierta regularidad, al menos para equilibrar su presupuesto familiar y vivir con cierta holgura. Fue haciendo incursiones en una literatura que no se recataba de causar escándalo por sus escenas truculentas y hasta sádicas: en “Mujeres malas” el protagonista se dedica a golpear con rudeza a las chicas de un burdel y el título de otra de sus obras (“Expendeduría de carne humana”) lo dice todo. Durante la guerra civil militó en el anarquismo colaborando con Angel Pestaña en “El sindicalista”, aunque admitiendo solo la posición de corrector. Viendo el rumbo que tomaba la contienda para la región catalana en 1937, se embarcó junto a su mujer en el vapor Veracruz que llegaría a México el 7 de junio de aquel año. 131 En el exilio, que duraría el resto de su vida, marchó primero a Norteamérica donde se graduó en Metafísica nada menos y dio clases hasta que fue expulsado de la docencia durante el período del macartismo, debido a sus tendencias izquierdistas. Radicado en Tijuana (México), habiendo engordado y asentado la cabeza junto a su mujer, alcanzaría una cátedra de Literatura colaborando con revistas mexicanas, al tiempo que escribía algunos libros más que, como todos los suyos, han sido olvidados. Moriría en agosto de 1965 tras padecer largamente un cáncer que terminó con su vida. Quizá sea ahora el momento de recordar estos versos que escribiera en Ellis Island en 1939, cuando aún estaba cercano el recuerdo de su tierra: Enterradme en España cuando muera (¡por caridad, hermanos en mi España!) si herido de su amor, en tierra extraña, desangrado en suspiros, me muriera. 132 Un actor de carácter Alfonso Tudela fue el actor que anunciara al alarmado público almeriense la suspensión de la obra “Santa Isabel de Ceres” debido a la tragedia que acababa de vivirse en el mismo escenario del teatro. La primera referencia encontrada a su trabajo corresponde a septiembre de 1919, cuando el teatro Lara de Madrid abría la temporada con una obra bajo el título “Febrerillo el loco”. Junto a Tudela, por entonces un actor que destacaba, actuaba algún otro como Miguel Mihura Álvarez, padre del que luego sería conocido autor de obras teatrales. Sin embargo, como sabríamos más tarde, cuando ya fuera un actor consagrado, su carrera empezó como meritorio hacia 1910, contando 19 años. Fue entonces cuando se integró en la compañía de Rosario Pino actuando en el teatro de la Zarzuela, la misma que acogería a Conchita Robles. Tal vez en aquel tiempo haya que buscar la buena relación que existió entre ambos. Tras un breve paso por el Infanta Isabel, teatro al que volvería años después con gran éxito, recaló en el Lara, como decimos, para atreverse finalmente en 1921 a formar compañía propia junto a su compañero el actor José Monteagudo. La andadura de esta nueva alianza entre ambos iba a comenzar en Sevilla, con la nueva obra de Vidal y Planas. Fue entonces cuando se atravesó Carlos Berdugo para 133 alterar el guión de la gira que, al fin, pudo recomenzar días después. Al año siguiente, tras la breve aventura como empresario, le vemos iniciar una carrera que le permitía asentarse entre los papeles destacados y polivalentes del teatro cómico de la época. En 1922 se encuentra en Barcelona estrenando en el Tívoli, dos años más tarde en el Poliorama, donde protagonizaría un enojoso asunto. Durante una representación le fue robada una valiosa sortija. Indignado por el asunto y sabedor de que los ladrones la entregarían a un perista joyero que la haría pasar como propia, denunció ante la policía a la casa López y Fernández creyendo reconocer la sortija entre el muestrario a la venta. Los propietarios se vieron obligados a demostrar fehacientemente que la que ofertaban había sido suya desde su misma fabricación y Tudela tuvo que retirar su denuncia. Dos semanas después se encontraba en Madrid de nuevo, trabajando en el teatro del Centro. De ese tiempo data uno de sus éxitos más resonantes: el papel de actor principal en “La cabeza del Bautista” de la nueva figura del teatro madrileño: Valle Inclán. Unos meses más tarde de ese intenso papel dramático que puso a prueba sus dotes de actor terminó su contrato con este teatro incorporándose a la compañía de Mimí Aguglia, que habría de embarcarse en una breve tourneé por provincias recalando después en América. De él se decía entonces: 134 “Tudela se ha colocado ya en uno de los primeros puestos de la escena española por sufragio unánime del público y la crítica. Con pena le vemos alejarse de nosotros, y deseándole los triunfos que merece, esperamos la vuelta del gracioso y admirado artista” (El Imparcial, 23.1.1925, p. 5). Quizá fuera entonces cuando mostrara los lapsos de dicción y memoria que habrían de perseguirlo a lo largo de toda su carrera, impidiéndole probablemente asumir papeles tan importantes como su vocación y técnica merecían. En cambio, se le empezaba a reconocer con asombro como un consumado actor de carácter, llamado así por saber caracterizarse cambiando radicalmente su aspecto físico, su gestualidad y comportamiento. Esta versatilidad no estaba al alcance de cualquiera. En la mayoría de los casos se decía: “Ese es fulano”, “ha entrado en escena zutano”. Con Tudela era imposible muchas veces reconocerlo gracias al cuidado extremo que ponía en una tarea de la que hoy se encargan expertos maquilladores. “Ningún actor español, ni acaso entre los extranjeros, ha creado en menos tiempo mayor cantidad de tipos totalmente distintos, porque su dominio de la caracterización alcanza límites insospechados, ya que su arte extraordinario le permite, además de cambiar su rostro, producir la sensación de ser distinto siempre, alto unas veces, 135 menudo otras, grueso o flaco, dándose el caso de que en muchas de sus caracterizaciones, ni aún después de hablar, el público se convence con facilidad de que el actor que ante él se mueve en escena es Alfonso Tudela” (Escándalo, 11.3.1926, p. 5). Por entonces no era así, de manera que el propio actor, frente al espejo en su camerino, se veía obligado a pasar mucho tiempo utilizando todo tipo de pelucas y postizos, además de maquillaje, para adoptar el papel que fuera necesario. Lo podemos encontrar de viejo, de loco, de Lenin, e incluso existe una foto muy reveladora en 1931 donde se le observa como un chimpancé bien vestido. Por una entrevista concedida a la revista barcelonesa “Escándalo” nos enteramos de que, cuando era muy joven, coqueteó con la idea de ser médico y estudió aspectos de la anatomía que ahora aplicaba a su rostro y gestos. También quiso ser pintor durante un breve tiempo, el suficiente para coger gusto a la combinación de colores estudiando su efecto sobre el observador. Todo ello lo aplicaba a sus labores de maquillaje, trazando sombras que arrugaban aparentemente su cara, jugando con efectos visuales tan sencillos como el cuello de la camisa: “¡Usted no ha advertido que si se pone un cuello ancho parece más delgado…! Pues pruebe a colocarse un cuello que le oprima la garganta, y si además lo elige muy alto para que la carne forme 136 arrugas debajo de la barba, la impresión es decisiva. Oirá usted decir: ¡Qué barbaridad, cómo ha engordado este hombre!” (Idem). Era indudable que, aunque sus pequeños defectos y su misma vocación le impedían habitualmente ostentar el puesto de actor principal, su concurso era muy apreciado por la versatilidad que mostraba en adoptar cualquier papel, por extraño que pareciese. Era uno de los más destacados actores secundarios en la escena española, aproximadamente desde 1925 hasta 1936. Lo mejor de su carrera lo desarrolló en aquellos años en que trabajaba en la compañía de Arturo Serrano dentro del teatro Infanta Isabel, en la calle Barquillo de Madrid. Actuaban con él figuras que habrían de ser muy reconocibles hasta edad avanzada: Isabel Garcés, por ejemplo, compañera del empresario, o José Isbert. Habitualmente, las obras estrenadas eran cómicas pero también las había de aquel nuevo género de la astracanada que nacía con Jardiel Poncela, además de las clásicas aportaciones de Muñoz Seca, Arniches o los hermanos Quintero. Sin embargo, el comienzo de esta andadura teatral pudo ser nefasto para Alfonso Tudela. El 5 de febrero de 1926 estrenaron con gran éxito “La mano de Alicia”, donde interpretaba con mucha gracia el papel de un inglés. Un mes después estuvieron a punto de arrebatarle la vida en su propia cama. 137 138 Matar a un hombre No es fácil matar a un hombre. No lo fue para Blasa Aranguren, de setenta años, el 5 de marzo de 1926. La noche anterior su hija Mari Carmen y ella habían acudido al teatro Infanta Isabel para llegar hasta el camerino del marido de la primera: Alfonso Tudela. Por entonces el actor tenía 35 años, comenzaba a ser un actor reconocido. Era un hombre joven, atractivo, tenía éxito entre sus admiradoras femeninas, algunas de las cuales se apelotonaban a la salida del teatro para pedirle un autógrafo o una sonrisa, tal vez algo más. María del Carmen Aranguren llevaba muchos años casada con él. Se habían conocido en el café Romea cuando él era un simple meritorio de la compañía de Rosario Pino. El flechazo fue instantáneo, el matrimonio no tardó en llegar cuando los contrayentes apenas tenían veinte años. Desde que su posición se había consolidado, hacía nueve años, el matrimonio fue a vivir a una casa propia en el número 6 de la calle San Lorenzo de Madrid. Al poco llegó su hijo Alfonso y tres años más tarde la pobre niña Carmen, muda de nacimiento. Pese a ello, la pareja podía considerarse feliz hasta el verano anterior al suceso que aquí traemos. La madre de ella había enviudado y, como era habitual, fue a vivir con su hija y su yerno. Los problemas, al parecer, menudearon entre ellos. El detonante de un cambio de actitud en Alfonso había sido el viaje realizado a San Sebastián con ocasión de un estreno teatral. Allí había 139 conocido a una joven llamada Rosario, no sabemos en qué circunstancias, dado que ella vivía también en Madrid. “Una joven agraciada” decía un periódico, “de buen tipo, bien ataviada, tocada su cabeza con elegante sombrero, que llorosa, preguntó detalle de lo sucedido”. La descripción la sitúa en la Comisaría del distrito del Hospicio, donde estaba encerrada la agresora. Era joven, guapa, más que probablemente enamorada del actor, por lo que podemos deducir de sus lágrimas. ¿Temía por él? Si se salvaba ¿tenía miedo de que la relación acabara tras el escándalo? No volveremos a saber de ella, agujeros de información que son habituales en la vida de Alfonso Tudela. Entre periodistas aún persistía un respeto al honor, una actuación propia de caballeros: “Respetamos el santuario de su vida privada y admiramos, hoy más que nunca ante la desgracia del suceso, los éxitos de Tudela: no es conmiseración, es caballerosidad, característica primera del reportero, que reconocemos en todos los camaradas informadores como nosotros, de la opinión en este enojoso asunto” (La Correspondencia militar, 6.3.1926, p. 6). No todos respetaban tanto la intimidad de los implicados en aquel “enojoso asunto” pero, indudablemente, se aprecia en todas las informaciones un respeto considerable que impide entrar en detalles, detalles que hoy en día ayudarían a entender el cuadro completo de lo sucedido y de 140 sus consecuencias para la vida matrimonial de Tudela, que desconocemos. Al parecer, la relación de la pareja cambió desde aquel verano de 1925 en que conoció a la señorita Rosario y comenzó una estrecha relación con ella. La suegra ahora en casa y defensora a ultranza del honor de su hija, no colaboró en serenar los ánimos. En la noche del día cuatro ambas, madre e hija, habían acudido como decimos hasta el teatro para volver con el actor a casa cuando terminara la función. Aquello irritó sobremanera a Tudela, que se sentía vigilado por su celosa mujer y su madre. Uno de los periódicos comentaba que ambas mujeres habían sospechado previamente que Alfonso se había atrevido incluso, aprovechando un viaje de ambas a Valencia, a introducir en su casa aquella amante. Tal vez la portera les fuera con el chisme, vete a saber. El caso es que, desde entonces, las escenas de celos, los enfrentamientos y el deseo de las dos mujeres de controlar a Alfonso Tudela había llevado la situación hasta extremos explosivos. Cuando los tres regresaron a casa cerca de las dos de la mañana, la escena se tornó violenta. Alfonso, que había maltratado meses atrás y de forma esporádica a su mujer, se peleó nuevamente con ella. La suegra, que acudió en ayuda de su hija, recibió un fuerte puntapié. Los ánimos se calmaron entre lágrimas, los gritos de él amainaron y, finalmente, terminaron por acostarse con mal sabor de boca. 141 “La agresora es una mujer de poca estatura, toda de negro, es delgada en extremo y tiene el rostro muy demacrado” (La Libertad, 6.3.1926, p. 3). Verdaderamente, la imagen de Blasa Aranguren no es muy tranquilizadora. Si uno se deja llevar por la imaginación podría pensar que es una vieja bruja. Sin embargo, los periodistas la trataron, como a todos los implicados, con un respeto exquisito. Todos los que comentaban en los cafés aquel mismo día el intento criminal lamentaban lo sucedido por cotidiano y desgraciado. Se buscaban más detalles pero no se utilizaban para criticar o denigrar a nadie. Blasa había pasado toda la noche sin dormir, llorando, según confesó. Recordaba las amenazas del actor pocos momentos antes de irse finalmente a dormir, veía las bofetadas sobre su hija, el golpe que ella misma recibió. Aquella casa era un infierno y temía por Mari Carmen, más que por ella misma. Cuando su hija despertó por la mañana y abandonó el lecho conyugal también habría pasado una mala noche. Alfonso, en cambio, dormía a pierna suelta. Se acercó al dormitorio donde estaba su madre y la oyó rebullendo. Preguntó si se encontraba bien. Blasa le dijo que no, que si era necesario que ella se fuese de casa se iba, si eso arreglaba las cosas. Su hija le contestó que se tranquilizase. Tal vez, viéndola tan agitada, añadió que todo se arreglaría aunque veía la situación muy mal. Pero otros maridos habían entrado en vereda con el tiempo, era cuestión de aguantar. 142 Luego le dijo a la criada, que ya estaba en pie, que la acompañase a hacer la compra. Eran poco más de las once y media de la mañana y Alfonso seguía durmiendo, ajeno a todo. ¿Qué pasó por la mente de esa mujer? ¿Qué escrúpulos se desvanecieron en esa noche sin sueño, obsesiva y terrible? Se levantó, tomó la navaja barbera del propio actor y entró despacio en el dormitorio donde éste dormía. Le dio entonces un tajo de entre diez y doce centímetros que llegó a interesarle la tráquea y, desde luego, le hizo sangrar abundantemente. La niña de seis años entró en el dormitorio con el ruido que hacía su padre, forcejeando con su abuela. Al ver tanta sangre salió corriendo espantada bajando las escaleras hasta la portería mientras daba gritos inarticulados y asía la manga de la alarmada portera para que la acompañase arriba. Cuando ascendía la escalera se cruzó con la mujer, que aún iba con la navaja en la mano. - ¿Sucede algo, doña Blasa? –preguntó. La aludida, muy tranquila, le contestó: - Nada, voy a casa de una amiga –y luego, casi sin transición-. Acabo de matar a Alfonso cuando estaba durmiendo. Suba y lo verá. Completamente asustada y guiada por la niña, Isidora subió hasta el piso para encontrar en una cama ensangrentada al actor que se agitaba pero era incapaz de pronunciar palabra. Bajó corriendo y dando gritos hasta la calle. Un policía que pasaba por la zona acudió enseguida y detuvo a Blasa por indicación de la portera. 143 144 Salvado de milagro No, no es fácil matar a un hombre pese a que éste se encuentre indefenso, aunque tú dispongas de una navaja en la mano y sientas desesperación en tu interior, un impulso de defender a tu hija de las amenazas de aquel hombre. Porque nunca has quitado la vida a nadie y, aunque puedas ser de muchas maneras criticables, no eres una asesina. En el momento de descargar el tajo sientes un súbito temor, un rechazo instintivo a hacer algo tan primitivo y bárbaro como segar la vida de un hombre con el que has convivido. Eso fue lo que salvó la vida y la carrera de Alfonso Tudela. El temblor en la mano de aquella vieja, su rechazo a quitarle la vida tal como estaba, sin defensa. La hoja interesó la tráquea pero levemente. No tocó grandes vasos, las arterias que hacen del cuello una zona tan frágil y por la que puede escapar la vida con tanta facilidad. Ni siquiera afectó definitivamente a la tráquea porque siguió respirando ante la herida, con el paso de los días hasta recobraría la voz para seguir declamando su parte en cualquier obra cómica. Todos coincidieron en afirmar que la rápida intervención de los doctores Gómez Ulla, Harranz y Echenique en la cercana Casa de Socorro impidió que el desgarro fuera mayor o que muriera desangrado. Mientras tanto, muy serena y sin arrepentimiento alguno, como quien se enfrenta a una desgracia irremediable, Blasa Aranguren confesaba ante el juez de guardia Fernández de Quirós, la causa de su acto y cómo lo había cometido. 145 También lo que sucediera con ella, al igual que con Rosario o Mari Carmen, quedaría discretamente en el silencio de los reporteros. El matrimonio ¿llegó a separarse? ¿volvió la convivencia, con la madre lejos, quizá encerrada un corto período de tiempo? Nadie informó de que se procesara públicamente a Blasa. ¿Fue perdonada por su víctima en aras de la reconciliación matrimonial? Casos más raros se veían por entonces. O tal vez el perdón de Alfonso viniera al tiempo que se separaba de su mujer para siempre. Lo único de lo que estamos informados es de que Tudela saldría a la calle dos semanas después, ya en claro proceso de recuperación. Se mencionaba la posibilidad de que volviera en breve plazo a reanudar su trabajo en las tablas. En julio del año siguiente lo vemos actuando en el teatro de la Comedia, en la Habana, representando una obra de autores argentinos y título muy español: “En un burro tres baturros”. Tras su presencia en otros estrenos y distintas compañías volvió finalmente a aquella donde había encontrado el éxito previamente para disfrutar de los que pueden entenderse como los mejores años de su vida profesional. El tres de octubre de 1931 estrenaba “El peligro rosa” de los hermanos Quintero en la compañía de Arturo Serrano, junto a Isabel Garcés, Eloísa Muro, José Isbert y varios actores más. Como siempre, sus prodigiosas caracterizaciones hacían de su presencia en el escenario un espectáculo. Por ello y porque el público se reía a mandíbula 146 batiente se le perdonaban los lapsus verbales y de memoria que cada vez eran más frecuentes. Cada año un nuevo estreno, obras de Arniches, Suárez de Deza, Muñoz Seca. En cada ocasión la crítica celebraba la corrección de su papel, incluso en esas obras disparatadas e histriónicas que hacían caer a sus compañeros en algunas interpretaciones cuestionables. En 1934, cuando se sube el telón para la obra “Angelina o el honor de un brigadier”, el público madrileño reacciona con entusiasmo ante ese nuevo autor llamado Jardiel Poncela y sus exageraciones y astracanadas, tan bien hilvanadas entre sí. Alfonso Tudela luce especialmente en el papel de galán que ya entra en la madurez a sus 43 años. Le llaman para dar conferencias en las que explique su técnica de caracterización, su consideración del arte escénico. No dirá como Vidal y Planas que todo reside en la Poesía con mayúsculas, en la pasión y la locura que dicta el corazón. “La caracterización se divide en dos partes: primera, creación del personaje; segunda, realización. Para la primera, para la concepción, hay que ser artista; para la segunda, para la realización, hay que ser artífice. — ¿Cómo debe empezar la concepción de un personaje; es decir, la creación, en la mente del artista? Pues verá usted. El actor o la actriz, claro está, al escuchar la lectura de una obra deben quedar impuestos ya de lo que es su papel, y de 147 inmediato, conociendo todas las características de éste, pasiones, vicios, virtudes, origen, nacionalidad, edad, estado, posición, lugar de acción, estados anímicos y fisiológicos, etcétera, ir viendo in mente la personificación de un ser real poseedor de todas esas cualidades conjuntas. Y empezar por identificarse con aquella persona inexistente: cómo hablaría, cómo accionaría, cómo vestiría. Para saberlo hay que observarlo. — ¿Dónde? En la realidad. La observación para el actor es un enorme caudal, tan importante como para el novelista” (El Heraldo de Madrid, 15.3.1934, p. 4). Al año siguiente participaría en la única película que hizo, cuando la industria cinematográfica española apenas apuntaba. Se trató de “Crisis mundial”, una comedia de Benito Perojo, donde actuaba junto a Antoñita Colomé y Miguel Ligero. Ese mismo año, en la cumbre de su carrera, celebraría en abril una comida homenaje a sus bodas de plata con el teatro. Veinticinco años como actor, presencia casi imprescindible en muchas comedias del mayor éxito, un futuro espléndido por delante. El 7 de mayo de 1936 estrenaba en el teatro Infanta Isabel la última obra de Jardiel Poncela. El empresario Arturo Serrano le cambió el nombre porque le parecía muy largo. El nuevo título sería “Morirse es un error”. Después de la guerra civil ese título se consideró inapropiado y se volvió al que 148 originalmente le había dado su autor: “Cuatro corazones con freno y marcha atrás”. El papel de Germán lo haría otro en todo caso. La presencia de Alfonso Tudela en la prensa acaba allí, dos meses antes del golpe militar del general Franco. Algunos de sus compañeros del teatro Infanta Isabel seguirían actuando después de la contienda, cosechando éxitos. Los más longevos como Isabel Garcés o Pepe Isbert interpretarían sus papeles en un nuevo medio, la televisión, o participando en espléndidas películas que los harían entrañables. Pero el recuerdo de Alfonso Tudela acabaría al empezar la guerra, donde debió encontrar la muerte. Otros en el exilio, como Vidal y Planas, encontraron alguna referencia, siquiera una necrológica. Para él no hubo nada de eso. Una búsqueda detallada en la base de datos del Centro de Documentación Teatral revela que no participó en ninguna obra desde el año 1939. La navaja de la muerte en forma de bomba, de disparo, acabó finalmente con su vida en un día indeterminado de aquellos años donde tantos cayeron y permanecen en el olvido. Como nadie merece eso, ser olvidado, él tampoco. 149 150