Karl Marx y Federico Engels Obras Escogidas

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Karl Marx y Federico Engels
Obras Escogidas
Tomo III.
Editorial Progreso
INDICE
Prólogo a la Crítica del Programa de Gotha de Marx.
5
Engels, enero de 1891.
Carta a W. Bracke.
7
(Crítica del Programa de Gotha).
9
Carta a A. Bebel.
28
Carta a C. Kautsky.
35
Introducción a la Dialéctica de la Naturaleza.
39
Viejo prólogo para el Anti-Dühring. Sobre la Dialéctica.
57
Marx, 5 de mayo de 1875.
Marx, entre abril y mayo de 1875.
Engels, 18-28 de marzo de 1875.
Engels, 23 de febrero de 1891.
Engels, entre 1875 y 1876.
Engels, entre mayo y junio de 1878.
El papel del trabajo en la transformación del mono en
hombre.
66
Carlos Marx.
80
De la carta circular a A. Bebel, W. Liebknecht, W. Bracke y
otros.
91
Del socialismo utópico al socialismo científico.
98
Proyecto de respuesta a la carta de V. I. Zasulich.
161
Discurso ante la tumba de Marx.
171
Marx y la Neue Rheinische Zeitung (1848-1849).
174
Contribución a la historia de la Liga de los Comunistas.
184
El origen de la familia la propiedad privada y el estado.
203
Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana.
353
El papel de la violencia en la historia.
396
Contribución a la crítica del proyecto de programa
socialdemocrata de 1891.
450
Prefacio a la segunda edición alemana de 1892 de La
situación de la clase obrera en Inglaterra.
462
La venidera revolución italiana y el Partido Socialista.
478
El problema campesino en Francia y en Alemania.
482
Carta a Piotr Lavrovich Lavrov.
503
Carta a Guillermo Bloss.
507
Carta a Carlos Kautsky.
507
Carta a Florence Kelley-Wischnewetzky.
508
Carta a Conrado Schmidt.
510
Carta a Otto von Boenigk.
512
Carta a Jose Bloch.
514
Engels, en 1876.
Engels, junio de 1877.
Marx y Engels, septiembre de 1879.
Engels, en 1880.
Marx, entre febero y marzo de 1881.
Engels, 17 de marzo de 1883.
Engels, entre febrero y marzo de 1884.
Engels, octubre de 1885.
Engels, 1884.
Engels, 1886.
Engels, entre 1877 y 1888.
Engels, junio de 1891.
Engels, en 1892.
Engels, enero de 1894.
Engels, noviembre de 1894.
Engels, 12-17 de noviembre de 1875.
Marx, 10 de noviembre de 1877.
Engels, 12 de septiembre de 1882.
Engels, 28 de diciembre de 1886.
Engels, 5 de agosto de 1890.
Engels, 21 de agosto de 1890.
Engels, 21-[22] de septiembre de 1890.
Carta a Conrado Schmidt,
516
Carta a Francisco Mehring.
522
Carta a Nikolai Frantsevich Danielson.
527
Carta a W. Borgius.
530
Carta a Werner Sombart.
532
Engels, 27 de octubre de 1890.
Engels, 14 de julio de 1893.
Engels, 17 de octubre de 1893.
Engels, 25 de enero de 1894.
Engels, 11 de marzo de 1895.
F. ENGELS
CRITICA DEL PROGRAMA DE GOTHA
[1]
PROLOGO DE F. ENGELS [2] En vida de Engels no se volvió a editar la "Crítica
del Programa de Gotha" y su prólogo a dicho trabajo. El texto completo de la
obra fue publicado por vez primera en 1932, en la URSS.- 5
El manuscrito que aquí publicamos —la crítica al proyecto de programa y la carta
a Bracke que la acompaña— fue enviado a Bracke en 1875, poco antes de
celebrarse el Congreso de unificación de Gotha [3], para que lo transmitiese a
Geib, Auer, Bebel y Liebknecht y se lo devolviera luego a Marx. Como el
Congreso del partido en Halle [4] había incluido en el orden del día la discusión
del programa de Gotha, me parecía un delito hurtar por más tiempo a la
publicidad este importante documento —acaso el más importante de todos—
sobre el tema que iba a ponerse a discusión.
Este trabajo tiene, además, otra significación de mayor alcance. En él se expone
por primera vez, con claridad y firmeza, la posición de Marx frente a la tendencia
trazada por Lassalle desde que se lanzó a la agitación, tanto en lo que atañe a sus
principios económicos como a su táctica.
El rigor implacable con que se desmenuza aquí el proyecto de programa, la
inexorabilidad con que se expresan los resultados obtenidos y se ponen de
relieve los errores del proyecto; todo esto, hoy, a la vuelta de quince años, ya no
puede herir a nadie. Lassalleanos específicos ya sólo quedan —ruinas aisladas—
en el extranjero, y el programa de Gotha ha sido abandonado en Halle, como
absolutamente inservible, incluso por sus propios autores.
[6]
A pesar de esto, he suprimido algunas expresiones y juicios duros sobre
personas, allí donde carecían de importancia objetiva, y los he sustituido por
puntos suspensivos [*]. El propio Marx lo haría así, si hoy publicase el
manuscrito. El lenguaje violento que a veces se advierte en él obedecía a dos
circunstancias. En primer lugar, Marx y yo estábamos más estrechamente
vinculados con el movimiento alemán que con ningún otro; por eso, el decisivo
retroceso que se manifestaba en este proyecto de programa, tenía por fuerza que
afectarnos muy seriamente. En segundo lugar, nosotros nos encontrábamos
entonces —pasados apenas dos años desde el Congreso de La Haya de la
Internacional [5]— en pleno apogeo de la lucha contra Bakunin y sus anarquistas,
que nos hacían responsables de todo lo que ocurría en el movimiento obrero de
Alemania; era, pues, de esperar que nos atribuyesen también la paternidad
secreta de este programa. Estas consideraciones ya no tienen razón de ser hoy, y
con ellas desaparece también la necesidad de los pasajes en cuestión.
Algunas frases han sido sustituidas también por puntos, a causa de la ley de
prensa. Cuando he tenido que elegir una expresión más suave, la he puesto ente
paréntesis cuadrados. Por lo demás, reproduzco literalmente el manuscrito.
Londres, 6 de enero de 1891
F. Engels
Publicado en la revista "Die Neue Zeit", Bd. I, Nº 18, 1890-1891.
Se publica de acuerdo con el texto de la revista.
Traducido del alemán.
NOTAS
[1]
1 El trabajo de Marx "Crítica del Programa de Gotha", escrito en 1875, consta de observaciones
críticas al proyecto del futuro partido obrero unificado de Alemania. El proyecto pecaba de
graves errores y hacía concesiones de principio a los lassalleanos. Marx y Engels, a la vez que
aprobaban la creación del partido socialista único de Alemania, se pronunciaron en contra del
compromiso ideológico con los lassalleanos y lo sometieron a dura crítica.- 5, 9, 450
[2] 2 Engels escribió el presente prólogo al publicar en 1891 la obra de C. Marx "Crítica del
Programa de Gotha". Al emprender la edición de este impartante documento programático,
Engels quería asestar un golpe a los elementos oportunistas que habían levantado cabeza en la
socialdemocracia alemana. Tal golpe revestía particular importancia en el momento en que el
partido se disponía a discutir y adoptar en el Congreso de Erfurt un programa nuevo en
sustitución del de Gotha. Al publicar la "Crítica del Programa de Gotha", Engels, que tropezó con
cierta resistencia por parte de los dirigentes de la socialdemocracia alemana, como también de
Dietz, editor de "Die Neue Zeit" («Tiempos Nuevos») y del redactor C. Kautsky, tuvo que hacer
algunas enmiendas y omitir ciertos pasajes del texto. El trabajo de Marx fue acogido con
satisfacción por la masa fundamental de los miembros del partido alemán y por los socialistas de
otros partidos, que vieron en él un documento programático para todo el movimiento socialista
internacional. Junto con la Crítica del Programa de Gotha, Engels publicó la carta de Marx a
Bracke del 5 de mayo de 1875, directamente relacionada con la obra.
[3] 3 En el Congreso de Gotha, celebrado del 22 al 25 de mayo de 1875, se unieron las dos
corrientes del movimiento obrero alemán: el Partido Obrero Socialdemócrata (los eisenachianos),
dirigido por A. Bebel y W. Liebknecht, y la lassalleana Asociación General de Obreros Alemanes.
El partido unificado adoptó la denominación de Partido Obrero Socialista de Alemania. Así se
logró superar la escisión en las filas de la clase obrera alemana. El proyecto de programa del
partido unificado, propuesto al Congreso de Gotha, pese a la dura crítica que habían hecho Marx
y Engels, fue aprobado en el Congreso con insignificantes modificaciones.- 5, 98, 439
[4] 4 El Congreso del Partido Socialdemócrata Alemán, celebrado en Halle del 12 al 18 de octubre
de 1890, acordó preparar para el próximo Congreso del partido, que debía convocarse en Erfurt,
un proyecto de nuevo programa, y publicarlo tres meses antes del Congreso, con el fin de que las
organizaciones locales y la prensa del partido pudiesen discutirlo.- 5
[*]El texto se publica de acuerdo con el manuscrito de Marx, y no con la edición que preparó
Engels para la revista "Die Neue Zeit" en 1890-91.
[5] 5 El Congreso de la Asociación Internacional de los Trabajadores de La Haya se celebró del 2 al
7 de septiembre de 1872, con la asistencia de 65 delegados de 15 organizaciones nacionales.
Dirigían las labores del Congreso Marx y Engels. En él se dio cima a la lucha de largos años de
Marx y Engels y sus compañeros contra toda clase de sectarismo pequeñoburgués en el
movimiento obrero. La actuación escisionista de los anarquistas fue condenada, y sus líderes
expulsados de la Internacional. Los acuerdos del Congreso de La Haya colocaron los cimientos
para la futura fundación de partidos políticos de la clase obrera con existencia propia en los
distintos países.- 6, 85
[7]
C. MARX
CARTA A W. BRACKE
Londres, 5 de mayo de 1875
Querido Bracke:
Le ruego que, después de leerlas, transmita las adjuntas glosas críticas
marginales al programa de coalición a Geib, Auer, Bebel y Liebknecht, para que
las vean. Estoy ocupadísimo y me veo obligado a rebasar con mucho el régimen
de trabajo que me ha sido prescrito por los médicos. No ha sido, pues, ninguna
"delicia" para mí, tener que escribir una tirada tan larga. Pero era necesario
hacerlo, para que luego los amigos del partido a quienes van destinadas esas
notas no interpreten mal los pasos que habré de dar. Me refiero a que, después
de celebrado el Congreso de unificación, Engels y yo haremos pública una breve
declaración haciendo saber que no estamos de acuerdo con dicho programa de
principios y que nada tenemos que ver con él.
Es indispensable hacerlo así, pues, en el extranjero se tiene la idea,
absolutamente errónea, pero cuidadosamente fomentada por los enemigos del
partido, de que el movimiento del llamado Partido de Eisenach [1] está
estrechamente dirigido desde aquí por nosotros. Todavía en un libro [2] que ha
publicado hace poco en ruso, Bakunin, por ejemplo, me hace a mí responsable,
no sólo de todos los programas, etc., de ese partido, sino de todos los pasos
dados por Liebknecht desde el día en que inició su cooperación con el Partido
Popular [3] En 1866 al Partido Popular Alemán se adhirió el Partido Popular Sajón,
cuyo núcleo fundamental constaba de obreros. Este ala izquierda, que compartía
el deseo del Partido Popular de resolver la cuestión de la unificación del país por
vía democrática, participó en la creación, en agosto de 1869, del Partido Obrero
Socialdemócrata Alemán.- 7, 23, 29.
Aparte de esto tengo el deber de no reconocer, ni siquiera mediante un silencio
diplomático, un programa que es, en mi [8] convicción, absolutamente
inadmisible y desmoralizador para el partido.
Cada paso de movimiento real vale más que una docena de programas. Por lo
tanto, si no era posible --y las circunstancias del momento no lo consentían-- ir
más allá del programa de Eisenach, habría que haberse limitado, simplemente, a
concertar un acuerdo para la acción contra el enemigo común. Pero, cuando se
redacta un programa de principios (en vez de aplazarlo hasta el momento en que
una prolongada actuación conjunta lo prepare), se colocan ante todo el mundo los
jalones por los que se mide el nivel del movimiento del partido.
Los jefes de los lassalleanos han venido a nosotros porque las circunstancias les
obligaron a venir. Y si desde el primer momento se les hubiera hecho saber que
no se admitía ningún chalaneo con los principios, habrían tenido que contentarse
con un programa de acción o con un plan de organización para la actuación
conjunta. En vez de esto, se les consiente que se presenten armados de
mandatos, y se reconocen estos mandatos como obligatorios, rindiéndose así a la
clemencia o inclemencia de los que necesitaban ayuda. Y, para colmo y remate,
ellos celebran un congreso antes del Congreso de conciliación, mientras que el
propio partido reúne el suyo post festum *****[*]. Indudablemente, con esto se ha
querido escamotear toda crítica y no permitir que el propio partido reflexionase.
Sabido es que el mero hecho de la unificación satisface de por sí a los obreros,
pero se equivoca quien piense que este éxito efímero no ha costado demasiado
caro.
Por lo demás, aun prescindiendo de la canonización de los artículos de fe de
Lassalle, el programa no vale nada.
Próximamente, le enviaré a usted las últimas entregas de la edición francesa de
"El Capital". La marcha de la impresión se vio entorpecida largo tiempo por la
prohibición del Gobierno francés. Esta semana o a comienzos de la próxima
quedará el asunto terminado. ¿Ha recibido usted las seis entregas anteriores? Le
agradecería que me comunicase también las señas de Bernhard Becker, a quien
tengo que enviar también las últimas entregas.
La librería del «Volksstaat» [4] "Der Volksstaat" («El Estado Popular»): órgano
central del Partido Obrero Socialdemócrata Alemán (eisenachianos); se publicó
en Leipzig desde el 2 de octubre de 1869 hasta el 29 de septiembre de 1876. La
dirección general del periódico corría a cargo de G. Liebknecht. Marx y Engels
colaboraban en el periódico, ayudando constantemente en la redacción del
mismo.- 8, 29 obra a su manera. Hasta este momento, no he recibido ni un solo
ejemplar de la tirada del "Proceso de los comunistas de Colonia" [*].
Saludos cordiales. Suyo,
Carlos Marx
[1]
6 En Eisenach, en el Congreso panalemán de los socialdemóctatas de Alemania,
Austria y Suiza, celebrado del 7 al 9 de agosto de 1869, fue instituido el Partido
Obrero Socialdemócrata Alemán, conocido luego con el nombre de partido de
los eisenachianos. El programa adoptado en el Congreso respondía enteramente
al espíritu de la Internacional.- 7, 29
[2] 7 Trátase del libro de Bakunin titulado "El Estado y la Anarquía", publicado en
Suiza en 1873.- 7
[3] 8 El Partido Popular Alemán, fundado en 1865, constaba de elementos
democráticos de la pequeña burguesía y, en parte, de la burguesía,
principalmente de los Estados del Sur de Alemania. Al aplicar una política
antiprusiana y presentar consignas democráticas generales, este partido
reflejaba, al propio tiempo, tendencias particularistas de ciertos Estados
alemanes. Al hacer propaganda de la idea del Estado alemán federal, era
contraria a la unificación de Alemania bajo la forma de república democrática
centralizada única.
[******] Después de la fiesta, es decir, después de los acontecimientos. (N. de la
Edit.)
[4] 9 Se alude a la editorial del Partido Obrero Socialdemócrata que publicaba el
periódico "Der Volksstaat" y literatura socialdemocrática. El director de la
editorial era A. Bebel.
[*] Se alude a la obra de Marx, "Revelaciones acerca del proceso de los
comunistas de Colonia". (N. de la Edit.)
[9]
C. MARX
GLOSAS MARGINALES AL PROGRAMA DEL
[1]
PARTIDO OBRERO ALEMAN
I
1.- «El trabajo es la fuente de toda riqueza y de toda cultura, y como el trabajo útil
sólo es posible dentro de la sociedad y a través de ella, todos los miembros de la
sociedad tienen igual derecho a percibir el fruto íntegro del trabajo».
Primera parte del párrafo: «El trabajo es la fuente de toda riqueza y de toda
cultura».
El trabajo no es la fuente de toda riqueza. La naturaleza es la fuente de los valores
de uso (¡que son los que verdaderamente integran la riqueza material!), ni más ni
menos que el trabajo, que no es más que la manifestación de una fuerza natural,
de la fuerza de trabajo del hombre. Esa frase se encuentra en todos los silabarios
y sólo es cierta si se sobreentiende que el trabajo se efectúa con los
correspondientes objetos e instrumentos. Pero un programa socialista no debe
permitir que tales tópicos burgueses silencien aquellas condiciones sin las cuales
no tienen ningún sentido. Por cuanto el hombre se sitúa de antemano como
propietario frente a la naturaleza, primera fuente de todos los medios y objetos
de trabajo, y la trata como posesión suya, por tanto su trabajo se convierte en
fuente de valores de uso, y por consiguiente, en fuente de riqueza. Los burgueses
tienen razones muy fundadas para atribuir al trabajo una fuerza creadora
sobrenatural; pues precisamente del hecho de que el trabajo está condicionado
por la naturaleza se deduce que el hombre que no dispone de más propiedad que
su fuerza de trabajo, tiene que ser, necesariamente, en todo estado social y de
civilización, esclavo de otros hombres, de aquellos que se han adueñado de las
condiciones materiales de [10] trabajo. Y no podrá trabajar, ni, por consiguiente,
vivir, más que con su permiso.
Pero dejemos la tesis tal como está, o mejor dicho, tal como viene renqueando.
¿Qué conclusión habría debido sacarse de ella? Evidentemente, ésta:
«Como el trabajo es la fuente de toda riqueza, nadie en la sociedad puede
adquirir riqueza que no sea producto del trabajo. Si, por tanto, no trabajo él
mismo, es que vive del trabajo ajeno y adquiere también su cultura a costa del
trabajo de otros».
En vez de esto, se añade a la primera oración una segunda mediante la locución
copulativa «y como», para deducir de ella, y no de la primera, la conclusión.
Segunda parte del párrafo: «El trabajo útil sólo es posible dentro de la sociedad y
a través de ella».
Según la primera tesis, el trabajo era la fuente de toda riqueza y de toda cultura,
es decir, que sin trabajo, no era posible tampoco la existencia de una sociedad.
Ahora, nos enteramos, por el contrario, de que sin la sociedad no puede existir el
trabajo «útil».
Del mismo modo hubiera podido decirse que el trabajo inútil e incluso perjudicial
a la comunidad, sólo puede convertirse en rama industrial dentro de la sociedad,
que sólo dentro de la sociedad se puede vivir del ocio, etc., etc.; en una palabra,
copiar aquí a todo Rousseau.
¿Y qué es el trabajo «útil»? No puede ser más que uno: el trabajo que consigue el
efecto útil propuesto. Un salvaje -y el hombre es un salvaje desde el momento en
que deja de ser mono- que mata a un animal de una pedrada, que amontona
frutos, etc., ejecuta un trabajo «útil».
Tercero. Conclusión: «Y como el trabajo útil sólo es posible dentro de la sociedad
y a través de ella, todos los miembros de la sociedad tienen igual derecho a
percibir el fruto íntegro del trabajo».
¡Hermosa conclusión! Si el trabajo útil sólo es posible dentro de la sociedad y a
través de ella, el fruto del trabajo pertenecerá a la sociedad, y el trabajador
individual sólo percibirá la parte que no sea necesaria para sostener la
«condición» del trabajo, que es la sociedad.
En realidad, esa tesis la han hecho valer en todos los tiempos los defensores de
todo orden social existente. En primer lugar, vienen las pretensiones del gobierno
y de todo lo que va pegado a él, pues el gobierno es el órgano de la sociedad
para el mantenimiento del orden social; detrás de él, vienen las distintas clases
de propiedad privada, con sus pretensiones respectivas, pues las distintas clases
de propiedad privada son las bases de la sociedad, etc. [11] Como vemos, a estas
frases hueras se les puede dar las vueltas y los giros que se quiera.
La primera y la segunda parte del párrafo sólo guardarían una cierta relación
lógica redactándolas de la siguiente manera:
«El trabajo sólo es fuente de riqueza y de cultura como trabajo social», o, lo que
es lo mismo, «dentro de la sociedad y a través de ella».
Esta tesis es, indiscutiblemente, exacta, pues aunque el trabajo del individuo
aislado (presuponiendo sus condiciones materiales) también puede crear valores
de uso, no puede crear ni riqueza ni cultura.
Pero, igualmente indiscutible es esta otra tesis:
«En la medida en que el trabajo se desarrolla socialmente, convirtiéndose así en
fuente de riqueza y de cultura, se desarrollan también la pobreza y el desamparo
del obrero, y la riqueza y la cultura de los que no trabajan».
Esta es la ley de toda la historia, hasta hoy. Así pues, en vez de los tópicos
acostumbrados sobre «el trabajo» y «la sociedad», lo que procedía era señalar
concretamente cómo, en la actual sociedad capitalista, se dan ya, al fin, las
condiciones materiales, etc., que permiten y obligan a los obreros a romper esa
maldición social.
Pero de hecho, todo ese párrafo, que es falso lo mismo en cuanto a estilo que en
cuanto a contenido, no tiene más finalidad que la de inscribir como consigna en lo
alto de la bandera del partido el tópico lassalleano del «fruto íntegro del trabajo».
Volveré más adelante sobre esto del «fruto del trabajo», el «derecho igual», etc.,
ya que la misma cosa se repite luego en forma algo diferente.
2.- «En la sociedad actual, los medios de trabajo son monopolio de la clase
capitalista; el estado de dependencia de la clase obrera que de esto se deriva es
la causa de la miseria y de la esclavitud en todas sus formas».
Así, «corregida», esta tesis, tomada de los Estatutos de la Internacional, es falsa.
En la sociedad actual los medios de trabajo son monopolio de los propietarios de
tierras (el monopolio de la propiedad del suelo es, incluso, la base del monopolio
del capital) y de los capitalistas. Los Estatutos de la Internacional no mencionan,
en el pasaje correspondiente, ni una ni otra clase de monopolistas. Hablan de «los
monopolizadores de los medios de trabajo, es decir, de las fuentes de vida». Esta
adición: «fuentes de vida», señala claramente que el suelo está comprendido entre
los medios de trabajo.
[12]
Esta enmienda se introdujo porque Lassalle, por motivos que hoy son ya de todos
conocidos, sólo atacaba a la clase capitalista, y no a los propietarios de tierras. En
Inglaterra, la mayoría de las veces el capitalista no es siquiera propietario del
suelo sobre el que se levanta su fábrica.
3.- «La emancipación del trabajo exige que los medios de trabajo se eleven a
patrimonio común de la sociedad y que todo el trabajo sea regulado
colectivamente, con un reparto equitativo del fruto del trabajo».
Donde dice «que los medios de trabajo se eleven a patrimonio común», debería
decir, indudablemente, «se conviertan en patrimonio común». Pero esto sólo de
pasada.
¿Qué es el «fruto del trabajo»? ¿El producto del trabajo, o su valor? Y en este
último caso, ¿el valor total del producto, o sólo la parte de valor que el trabajo
añade al valor de los medios de producción consumidos?
Eso del «fruto del trabajo» es una idea vaga con la que Lassalle ha suplantado
conceptos económicos concretos.
¿Qué es «reparto equitativo»?
¿No afirman los burgueses que el reparto actual es «equitativo»? ¿Y no es éste, en
efecto, el único reparto «equitativo» que cabe, sobre la base del modo actual de
producción? ¿Acaso las relaciones económicas son reguladas por los conceptos
jurídicos? ¿No surgen, por el contrario, las relaciones jurídicas de las relaciones
económicas? ¿No se forjan también los sectarios socialistas las más variadas ideas
acerca del reparto «equitativo»?
Para saber lo que aquí hay que entender por la frase de «reparto equitativo»,
tenemos que cotejar este párrafo con el primero. El párrafo que glosamos supone
una sociedad en la cual los «medios de trabajo son patrimonio común y todo el
trabajo se regula colectivamente», mientras que en el párrafo primero vemos que
«todos los miembros de la sociedad tienen por igual derecho a percibir el fruto
íntegro del trabajo».
¿«Todos los miembros de la sociedad»? ¿También los que no trabajan? ¿Dónde se
queda, entonces, el «fruto íntegro del trabajo»? ¿O sólo los miembros de la
sociedad que trabajan? ¿Dónde dejamos, entonces, el «derecho igual» de todos
los miembros de la sociedad?
Sin embargo, lo de «todos los miembros de la sociedad» y «el derecho igual» no
son, manifiestamente, más que frases. Lo esencial del asunto está en que, en esta
sociedad comunista, todo obrero debe obtener el «fruto íntegro del trabajo»
lassalleano.
[13]
Tomemos, en primer lugar, las palabras «el fruto del trabajo» en el sentido del
producto del trabajo; entonces el fruto colectivo del trabajo será el producto
social global.
Pero, de aquí, hay que deducir:
Primero: una parte para reponer los medios de producción consumidos.
Segundo: una parte suplementaria para ampliar la producción.
Tercero: el fondo de reserva o de seguro contra accidentes, trastornos debidos a
calamidades, etc.
Estas deducciones del «fruto íntegro del trabajo» constituyen una necesidad
económica, y su magnitud se determinará según los medios y fuerzas existentes,
y en parte, por medio del cálculo de probabilidades; lo que no puede hacerse de
ningún modo es calcularlas partiendo de la equidad.
Queda la parte restante del producto global, destinada a servir de medios de
consumo.
Pero, antes de que esta parte llegue al reparto individual, de ella hay que deducir
todavía:
Primero: los gastos generales de administración, no concernientes a la producción.
En esta parte se conseguirá, desde el primer momento, una reducción
considerabilísima, en comparación con la sociedad actual, reducción que irá en
aumento a medida que la nueva sociedad se desarrolle.
Segundo: la parte que se destine a la satisfacción colectiva de las necesidades, tales
como escuelas, instituciones sanitarias, etc.
Esta parte aumentará considerablemente desde el primer momento, en
comparación con la sociedad actual, y seguirá aumentando en la medida en que
la sociedad se desarrolle.
Tercero: los fondos de sostenimiento de las personas no capacitadas para el trabajo,
etc.; en una palabra, lo que hoy compete a la llamada beneficencia oficial.
Sólo después de esto podemos proceder a la «distribución», es decir, a lo único
que, bajo la influencia de Lassalle y con una concepción estrecha, tiene presente
el programa, es decir, a la parte de los medios de consumo que se reparte entre
los productores individuales de la colectividad.
El «fruto íntegro del trabajo» se ha transformado ya, imperceptiblemente, en el
«fruto parcial», aunque lo que se le quite al productor en calidad de individuo
vuelva a él, directa o indirectamente, en calidad de miembro de la sociedad.
Y así como se ha evaporado la expresión «el fruto íntegro del trabajo», se evapora
ahora la expresión «el fruto del trabajo» en general.
En el seno de una sociedad colectivista, basada en la propiedad común de los
medios de producción, los productores no cambian [14] sus productos; el trabajo
invertido en los productos no se presenta aquí, tampoco, como valor de estos
productos, como una cualidad material, inherente a ellos, pues aquí, por
oposición a lo que sucede en la sociedad capitalista, los trabajos individuales no
forman ya parte integrante del trabajo común mediante un rodeo, sino
directamente. La expresión «el fruto del trabajo», ya hoy recusable por su
ambigüedad, pierde así todo sentido.
De lo que aquí se trata no es de una sociedad comunista que se ha desarrollado
sobre su propia base, sino de una que acaba de salir precisamente de la sociedad
capitalista y que, por tanto, presenta todavía en todos sus aspectos, en el
económico, en el moral y en el intelectual, el sello de la vieja sociedad de cuya
entraña procede. Congruentemente con esto, en ella el productor individual
obtiene de la sociedad —después de hechas las obligadas deducciones—
exactamente lo que ha dado. Lo que el productor ha dado a la sociedad es su
cuota individual de trabajo. Así, por ejemplo, la jornada social de trabajo se
compone de la suma de las horas de trabajo individual; el tiempo individual de
trabajo de cada productor por separado es la parte de la jornada social de trabajo
que él aporta, su participación en ella. La sociedad le entrega un bono
consignando que ha rendido tal o cual cantidad de trabajo (después de descontar
lo que ha trabajado para el fondo común), y con este bono saca de los depósitos
sociales de medios de consumo la parte equivalente a la cantidad de trabajo que
rindió. La misma cantidad de trabajo que ha dado a la sociedad bajo una forma, la
recibe de ésta bajo otra distinta.
Aquí reina, evidentemente, el mismo principio que regula el intercambio de
mercancías, por cuanto éste es intercambio de equivalentes. Han variado la forma
y el contenido, porque bajo las nuevas condiciones nadie puede dar sino su
trabajo, y porque, por otra parte, ahora nada puede pasar a ser propiedad del
individuo, fuera de los medios individuales de consumo. Pero, en lo que se
refiere a la distribución de éste entre los distintos productores, rige el mismo
principio que en el intercambio de mercancías equivalentes: se cambia una
cantidad de trabajo, bajo una forma, por otra cantidad igual de trabajo, bajo otra
forma distinta.
Por eso, el derecho igual sigue siendo aquí, en principio, el derecho burgués,
aunque ahora el principio y la práctica ya no se tiran de los pelos, mientras que
en el régimen de intercambio de mercancías, el intercambio de equivalentes no
se da más que como término medio, y no en los casos individuales.
A pesar de este progreso, este derecho igual sigue llevando implícita una
limitación burguesa. El derecho de los productores es proporcional al trabajo que
han rendido; la igualdad, aquí, consiste en que se mide por el mismo rasero: por
el trabajo.
[15]
Pero unos individuos son superiores física o intelectualmente a otros y rinden,
pues, en el mismo tiempo, más trabajo, o pueden trabajar más tiempo; y el
trabajo, para servir de medida, tiene que determinarse en cuanto a duración o
intensidad; de otro modo, deja de ser una medida. Este derecho igual es un
derecho desigual para trabajo desigual. No reconoce ninguna distinción de clase,
porque aquí cada individuo no es más que un obrero como los demás; pero
reconoce, tácitamente, como otros tantos privilegios naturales, las desiguales
aptitudes de los individuos, y, por consiguiente, la desigual capacidad de
rendimiento. En el fondo es, por tanto, como todo derecho, el derecho de la
desigualdad. El derecho sólo puede consistir, por naturaleza, en la aplicación de
una medida igual; pero los individuos desiguales (y no serían distintos individuos
si no fuesen desiguales) sólo pueden medirse por la misma medida siempre y
cuando se les enfoque desde un punto de vista igual, siempre y cuando que se les
mire solamente en un aspecto determinado; por ejemplo, en el caso concreto, sólo
en cuanto obreros, y no se vea en ellos ninguna otra cosa, es decir, se prescinda
de todo lo demás. Prosigamos: unos obreros están casados y otros no; unos tienen
más hijos que otros, ect., ect. A igual trabajo y, por consiguiente, a igual
participación en el fondo social de consumo, unos obtienen de hecho más que
otros, unos son más ricos que otros, ect. Para evitar todos estos inconvenientes, el
derecho no tendría que ser igual, sino desigual.
Pero estos defectos son inevitables en la primera fase de la sociedad comunista,
tal y como brota de la sociedad capitalista después de un largo y doloroso
alumbramiento. El derecho no puede ser nunca superior a la estructura
económica ni al desarrollo cultural de la sociedad por ella condicionado.
En la fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la
subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella,
la oposición entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo no
sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el
desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas
productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva, sólo
entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués,
y la sociedad podrá escribir en su bandera: ¡De cada cual, según su capacidad; a
cada cual, según sus necesidades!
Me he extendido sobre el «fruto íntegro del trabajo», de una parte, y de otra,
sobre «el derecho igual» y «la distribución equitativa», para demostrar en qué
grave falta se incurre, de un lado, cuando se quiere volver a imponer a nuestro
partido como dogmas [16] ideas que, si en otro tiempo tuvieron un sentido, hoy
ya no son más que tópicos en desuso, y, de otro, cuando se tergiversa la
concepción realista —que tanto esfuerzo ha costado inculcar al partido, pero que
hoy está ya enraizada— con patrañas ideológicas, jurídicas y de otro género, tan
en boga entre los demócratas y los socialistas franceses.
Aun prescindiendo de lo que queda expuesto, es equivocado, en general, tomar
como esencial la llamada distribución y hacer hincapié en ella, como si fuera lo
más importante.
La distribución de los medios de consumo es, en todo momento, un corolario de
la distribución de las propias condiciones de producción. Y esta distribución es
una característica del modo mismo de producción. Por ejemplo, el modo
capitalista de producción descansa en el hecho de que las condiciones materiales
de producción les son adjudicadas a los que no trabajan bajo la forma de
propiedad del capital y propiedad del suelo, mientras la masa sólo es propietaria
de la condición personal de producción, la fuerza de trabajo. Distribuidos de este
modo los elementos de producción, la actual distribución de los medios de
consumo es una consecuencia natural. Si las condiciones materiales de
producción fuesen propiedad colectiva de los propios obreros, esto
determinaría, por sí solo, una distribución de los medios de consumo distinta de
la actual. El socialismo vulgar (y por intermedio suyo, una parte de la
democracia) ha aprendido de los economistas burgueses a considerar y tratar la
distribución como algo independiente del modo de producción, y, por tanto, a
exponer el socialismo como una doctrina que gira principalmente en torno a la
distribución. Una vez que está dilucidada, desde hace ya mucho tiempo la
verdadera relación de las cosas, ¿por qué volver a marchar hacia atrás?
4.- «La emancipación del trabajo tiene que ser obra de la clase obrera, frente a la
cual todas las otras clases no forman más que una masa reaccionaria».
La primera estrofa está tomada del preámbulo de los Estatutos de la Internacional,
pero «corregida». Allí se dice: «La emancipación de la clase obrera debe ser obra
de los obreros mismos» [*], aquí, por el contrario, «la clase obrera», tiene que
emancipar, ¿a quién?, «al trabajo». ¡Entiéndalo quien pueda!
Para indemnizarnos, se nos da, a título de antistrofa, una cita lassalleana del más
puro estilo: «frente a la cual (a la clase [17] obrera) todas las otras clases no
forman más que una masa reaccionaria».
En el Manifiesto Comunista se dice: «De todas las clases que hoy se enfrentan con
la burguesía, sólo el proletariado es una clase verdaderamente revolucionaria. Las
demás clases van degenerando y desaparecen con el desarrollo de la gran
industria; el proletariado, en cambio, es su producto más peculiar» [*].
Aquí, se considera a la burguesía como una clase revolucionaria —vehículo de la
gran industria— frente a los señores feudales y a las capas medias, empeñados,
aquéllos y éstas, en mantener posiciones sociales que fueron creadas por modos
caducos de producción. No forman, por tanto, juntamente con la burguesía, sólo
una masa reaccionaria.
Por otra parte, el proletariado es revolucionario frente a la burguesía, porque
habiendo surgido sobre la base de la gran industria, aspira a despojar a la
producción de su carácter capitalista, que la burguesía quiere perpetuar. Pero el
Manifiesto añade que las «capas medias... se vuelven revolucionarias cuando
tienen ante sí la perspectiva de su tránsito inminente al proletariado».
Por tanto, desde este punto de vista es también absurdo decir que frente a la
clase obrera «no forman más que una masa reaccionaria», juntamente con la
burguesía, y, además —por si eso fuera poco—, con los señores feudales.
¿Es que en las últimas elecciones se ha gritado a los artesanos, a los pequeños
industriales y a los campesinos: Frente a nosotros, no formáis, juntamente con los
burgueses y los señores feudales, más que una masa reaccionaria?
Lassalle se sabía de memoria el Manifiesto Comunista, como sus devotos se saben
los evangelios compuestos por él. Así, pues, cuando lo falsificaba tan
burdamente, no podía hacerlo más que para cohonestar su alianza con los
adversarios absolutistas y feudales contra la burguesía.
Por lo demás, en el párrafo que acabamos de citar, esta sentencia lassalleana está
traída por los pelos y no guarda ninguna relación con la mal digerida y
«arreglada» cita de los Estatutos de la Internacional. El traerla aquí, es
sencillamente una impertinencia, que seguramente no le desagradará, ni mucho
menos, al señor Bismarck; una de estas impertinencias baratas en que es
especialista el Marat de Berlín *[*].
[18]
5.- «La clase obrera procura, en primer término, su emancipación dentro del
marco del Estado nacional de hoy, consciente de que el resultado necesario de sus
aspiraciones, comunes a los obreros de todos los países civilizados, será la
fraternización internacional de los pueblos».
Por oposición al Manifiesto Comunista y a todo el socialismo anterior, Lassalle
concebía el movimiento obrero desde el punto de vista nacional más estrecho. ¡Y,
después de la actividad de la Internacional, aún se siguen sus huellas en este
camino!
Naturalmente, la clase obrera, para poder luchar, tiene que organizarse como
clase en su propio país, y éste es la palestra inmediata de sus luchas. En este
sentido, su lucha de clases es nacional, no por su contenido, sino, como dice el
Manifiesto Comunista, «por su forma». Pero «el marco del Estado nacional de hoy»,
por ejemplo, del Imperio alemán, se halla a su vez, económicamente, «dentro del
marco del mercado mundial», y políticamente, «dentro del marco de un sistema
de Estados». Cualquier comerciante sabe que el comercio alemán es, al mismo
tiempo, comercio exterior, y el señor Bismarck debe su grandeza precisamente a
una política internacional sui géneris.
¿Y a qué reduce su internacionalismo el Partido Obrero Alemán? A la conciencia
de que el resultado de sus aspiraciones «será la fraternización internacional de los
pueblos», una frase tomada de la Liga burguesa por la Paz y la Libertad [2], que se
quiere hacer pasar como equivalente de la fraternidad internacional de las clases
obreras, en su lucha común contra las clases dominantes y sus gobiernos. ¡De las
funciones internacionales de la clase obrera alemana no se dice, por tanto, ni una
palabra! ¡Y esto es lo que la clase obrera alemana debe contraponer a su propia
burguesía, que ya fraterniza contra ella con los burgueses de todos los demás
países, y a la política internacional de conspiración del señor Bismarck!
La profesión de fe internacionalista del programa queda, en realidad,
infinitamente por debajo de la del partido librecambista. También éste afirma que
el resultado de sus aspiraciones será «la fraternización internacional de los
pueblos». Pero, además, hace algo por internacionalizar el comercio, y no se
contenta, ni mucho menos, con la conciencia de que todos los pueblos comercian
dentro de su propio país.
La acción internacional de las clases obreras no depende, en modo alguno, de la
existencia de la «Asociación Internacional de los Trabajadores». Esta ha sido
solamente un primer intento de dotar a aquella acción de un órgano central; un
intento que, por el impulso que ha dado, ha tenido una eficacia perdurable, pero
que [19] en su primera forma histórica no podía prolongarse después de la caída
de la Comuna de París.
La «Norddeutsche» de Bismarck tenía sobrada razón cuando, para satisfacción de
su dueño, proclamó que, en su nuevo programa, el Partido Obrero Alemán
renegaba del internacionalismo [3].
II
«Partiendo de estos principios, el Partido Obrero Alemán aspira, por todos los
medios legales, a implantar el Estado libre —y— la sociedad socialista; a abolir el
sistema del salario, con la ley de bronce —y— la explotación bajo todas sus
formas; a suprimir toda desigualdad social y política».
Sobre lo del Estado «libre», volveré más adelante.
Así pues, de aquí en adelante, el Partido Obrero Alemán ¡tendrá que comulgar
con la «ley de bronce del salario» lassalleana! Y para que esta «ley» no vaya a
perderse, se comete el absurdo de hablar de «abolir el sistema de salario» (lo
correcto hubiera sido decir el sistema de trabajo asalariado) «con su ley de
bronce». Si suprimo el trabajo asalariado, suprimo también, evidentemente, sus
leyes, sean de «bronce» o de corcho. Lo que pasa es que la lucha de Lassalle
contra el trabajo asalariado, gira casi toda ella en torno a esa llamada ley. Por
tanto, para demostrar que la secta de Lassalle ha triunfado, hay que abolir «el
sistema del salario, con su ley de bronce», y no sin ella.
De la «ley de bronce del salario» no pertenece a Lassalle, como es sabido, más
que la expresión «de bronce», copiada de los «ewigen, ehernen grossen
Gesetzen» («las leyes eternas, las grandes leyes de bronce»), de Goethe [*]. La
expresión «de bronce» es la contraseña por la que los creyentes ortodoxos se
reconocen. Y si admitimos la ley con el cuño de Lassalle, y por tanto en el sentido
lassalleano, tenemos que admitirla también con su fundamentación. ¿Y cuál es
ésta? Es, como ya señaló Lange, poco después de la muerte de Lassalle, la teoría
de la población de Malthus (predicada por el propio Lange). Pero, si esta teoría
es exacta, la mentada ley no se podrá abolir, por mucho que se suprima el trabajo
asalariado, porque esta ley no regirá solamente para el sistema del trabajo
asalariado, sino para todo sistema social. Apoyándose precisamente en esto, los
economistas han venido demostrando, desde hace cincuenta años y aun más, que
el socialismo no puede acabar [20] con la miseria, determinada por la misma
naturaleza, ¡sino sólo generalizarla, repartirla por igual sobre toda la superficie de
la sociedad!
Pero todo esto no es lo fundamental. Aun prescindiendo plenamente de la falsa
concepción lassalleana de esta ley, el retroceso verdaderamente indignante
consiste en lo siguiente:
Después de la muerte de Lassalle, se ha abierto paso en nuestro partido la
concepción científica de que el salario no es lo que parece ser, es decir, el valor
—o el precio— del trabajo, sino sólo una forma disfrazada del valor —o del
precio— de la fuerza de trabajo. Con esto, se ha echado por la borda, de una vez
para siempre, tanto la vieja concepción burguesa del salario, como toda crítica
dirigida hasta hoy contra esta concepción, y se ha puesto en claro que el obrero
asalariado sólo está autorizado a trabajar para mantener su propia vida, es decir,
a vivir, si trabaja gratis durante cierto tiempo para el capitalista (y, por tanto,
también para los que, con él, se embolsan la plusvalía); que todo el sistema de
producción capitalista gira en torno a la prolongación de este trabajo gratuito,
alargando la jornada de trabajo o desarrollando la productividad, o sea,
acentuando la tensión de la fuerza de trabajo, etc.; que, por tanto, el sistema del
trabajo asalariado es un sistema de esclavitud, una esclavitud que se hace más
dura a medida que se desarrollan las fuerzas sociales productivas del trabajo,
aunque el obrero esté mejor o peor remunerado. Y cuando esta concepción va
ganando cada vez más terreno en el seno de nuestro partido, ¡se retrocede a los
dogmas de Lassalle, a pesar de que hoy ya nadie puede ignorar que Lassalle no
sabía lo que era el salario, sino que, yendo a la zaga de los economistas
burgueses, tomaba la apariencia por la esencia de la cosa!
Es como si, entre esclavos que al fin han descubierto el secreto de la esclavitud y
se rebelan contra ella, viniese un esclavo fanático de las ideas anticuadas y
escribiese en el programa de la rebelión: ¡la esclavitud debe ser abolida porque
el sustento de los esclavos, dentro del sistema de la esclavitud, no puede pasar
de un cierto límite, sumamente bajo!
El mero hecho que los representantes de nuestro partido fuesen capaces de
cometer un atentado tan monstruoso contra una concepción tan difundida entre la
masa del partido, prueba por sí solo la ligereza criminal, la falta de escrúpulos
con que se ha acometido la redacción de este programa de compromiso.
En vez de la vaga frase final del párrafo: «suprimir toda desigualdad social y
política», lo que debiera haberse dicho, es que con la abolición de las diferencias
de clase, desaparecen por sí mismas las desigualdades sociales y políticas que
de ellas emanan.
[21]
III
«Para preparar el camino a la solución del problema social, el Partido Obrero
Alemán exige que se creen cooperativas de producción, con la ayuda del Estado y
bajo el control democrático del pueblo trabajador. En la industria y en la
agricultura, las cooperativas de producción deberán llamarse a la vida en
proporciones tales que de ellas surja la organización socialista de todo trabajo».
Después de la «ley de bronce del salario» de Lassalle, viene la panacea del
profeta. Y se le «prepara el camino» de un modo digno. La lucha de clases
existente es sustituida por una frase de periodista «el problema social», para cuya
«solución» se «prepara el camino». La «organización socialista de todo el trabajo»
no resulta del proceso revolucionario de transformación de la sociedad, sino que
«surge» de «la ayuda del Estado», ayuda que el Estado presta a cooperativas de
producción «llamadas a la vida» por él y no por los obreros. ¡Esta fantasía de que
con empréstitos del Estado se puede construir una nueva sociedad como se
construye un nuevo ferrocarril es digna de Lassalle!
Por un resto de pudor, se coloca «la ayuda del Estado» bajo el control
democrático del «pueblo trabajador».
Pero, en primer lugar, el «pueblo trabajador», en Alemania, está compuesto, en
su mayoría, por campesinos, y no por proletarios.
En segundo lugar, «democrático» quiere decir en alemán «gobernado por el
pueblo» («volksherrschaftlich»). ¿Y qué es eso del «control gobernado por el
pueblo del pueblo trabajador»? Y, además, tratándose de un pueblo trabajador
que, por el mero hecho de plantear estas reivindicaciones al Estado, exterioriza
su plena conciencia de que ¡ni está en el poder ni se halla maduro para gobernar!
Huelga entrar aquí en la crítica de la receta prescrita por Buchez, bajo el reinado
de Luis Felipe, por oposición a los socialistas franceses, y aceptada por los
obreros reaccionarios de «L'Atelier» [4]. Lo verdaderamente escandaloso no es
tampoco el que se haya llevado al programa esta cura milagrosa específica, sino
el que se abandone el punto de vista del movimiento de clases, para retroceder al
del movimiento de sectas.
El que los obreros quieran establecer las condiciones de producción colectiva en
toda la sociedad y ante todo en su propia casa, en una escala nacional, sólo
quiere decir que laboran por subvertir las actuales condiciones de producción, y
eso nada tiene que ver con la fundación de sociedades cooperativas con la ayuda
del [22] Estado, Y, por lo que se refiere a las sociedades cooperativas actuales,
éstas sólo tienen valor en cuanto son creaciones independientes de los propios
obreros, no protegidas ni por los gobiernos, ni por los burgueses.
IV
Y ahora voy a referirme a la parte democrática.
A. «Base libre del Estado».
Ante todo, según el capítulo II, el Partido Obrero Alemán aspira «al Estado libre».
¿Qué es el Estado libre?
La misión del obrero, que se ha librado de la estrecha mentalidad del humilde
súbdito, no es, en modo alguno, hacer «libre» al Estado. En el Imperio alemán el
«Estado» es casi tan «libre» como en Rusia. La libertad consiste en convertir al
Estado de órgano que está por encima de la sociedd en un órgano
completamente subordinado a ella, y las formas del Estado siguen siendo hoy
más o menos libres en la medida en que limitan la «libertad del Estado».
El Partido Obrero Alemán —al menos, si hace suyo este programa— demuestra
cómo las ideas del socialismo no le calan siquiera la piel; ya que, en vez de tomar
a la sociedad existente (y lo mismo podemos decir de cualquier sociedad en el
futuro) como base del Estado existente (o del futuro, para una sociedad futura),
considera más bien al Estado como un ser independiente, con sus propios
«fundamentos espirituales, morales y liberales».
Y, además, ¡qué decir del burdo abuso que hace el programa de las palabras
«Estado actual», «sociedad actual» y de la incomprensión más burda todavía que
manifiesta acerca del Estado, al que dirige sus reivindicaciones!
La «sociedad actual» es la sociedad capitalista, que existe en todos los países
civilizados, más o menos libres de aditamentos medievales, más o menos
modificada por las particularidades del desarrollo histórico de cada país, más o
menos desarrollada. Por el contrario, el «Estado actual» cambia con las fronteras
de cada país. En el Imperio prusiano-alemán es otro que en Suiza, en Inglaterra,
otro que en los Estados Unidos. El «Estado actual» es, por tanto, una ficción.
Sin embargo, los distintos Estados de los distintos países civilizados, pese a la
abigarrada diversidad de sus formas, tienen de común el que todos ellos se
asientan sobre las bases de la moderna sociedad burguesa, aunque ésta se halle
en unos sitios más desarrollada que en otros, en el sentido capitalista. Tienen
también, [23] por tanto, ciertos caracteres esenciales comunes. En este sentido,
puede hablarse del «Estado actual», por oposición al futuro, en el que su actual
raíz, la sociedad burguesa, se habrá extinguido.
Cabe, entonces, preguntarse: ¿qué transformación sufrirá el Estado en la
sociedad comunista? O, en otros términos: ¿qué funciones sociales, análogas a las
actuales funciones del Estado, subsistirán entonces? Esta pregunta sólo puede
contestarse científicamente, y por más que acoplemos de mil maneras la palabra
«pueblo» y la palabra «Estado», no nos acercaremos ni un pelo a la solución del
problema.
Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la
transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período
corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser
otro que la dictadura revolucionaria del proletariado.
Pero el programa no se ocupa de esta última ni de la futura organización estatal
de la sociedad comunista [*].
Sus reivindicaciones políticas no se salen de la vieja y consabida letanía
democrática: sufragio universal, legislación directa, derecho popular, milicia del
pueblo, etc. Son un simple eco del Partido Popular burgués, de la Liga por la Paz
y la Libertad. Son, todas ellas, reivindicaciones que, cuando no están exageradas
hasta verse convertidas en ideas fantásticas, están ya realizadas. Sólo que el
Estado que las ha puesto en práctica no cae dentro de las fronteras del Imperio
alemán, sino en Suiza, en los Estados Unidos, etc. Esta especie de «Estado del
futuro» es ya Estado actual, aunque situado fuera «del marco» del Imperio alemán.
Pero, se ha olvidado una cosa. Ya que el Partido Obrero Alemán declara
expresamente que actúa dentro del «actual Estado nacional», es decir, dentro de
su propio Estado, del Imperio prusiano-alemán —de otro modo, sus
reivindicaciones serían, en su mayor parte, absurdas, pues sólo se exige lo que
no se tiene— no debía haber olvidado lo principal, a saber: que todas estas lindas
menudencias tienen por base el reconocimiento de la llamada soberanía del
pueblo, y que, por tanto, sólo caben en una república democrática.
Y si no tenía el valor —lo cual es muy cuerdo, pues la situación exige prudencia—
de exigir la república democrática, como lo hacían los programas obreros
franceses bajo Luis Felipe y bajo Luis Napoleón, no debía haberse recurrido al
ardid, que ni es «honrado» ni es digno, de exigir cosas, que sólo tienen sentido en
una república democrática, a un Estado que no es más que un despotismo militar
de armazón burocrático y blindaje policíaco, guarnecido de formas
parlamentarias, revuelto con ingredientes feudales e influenciado ya por la
burguesía; ¡y, encima, asegurar [24] a este Estado que uno se imagina poder
conseguir eso de él «por medios legales»!
Hasta la democracia vulgar, que ve en la república democrática el reino
milenario y no tiene la menor idea de que es precisamente bajo esta última forma
de Estado de la sociedad burguesa donde se va a ventilar definitivamente por la
fuerza de las armas la lucha de clases; hasta ella misma está hoy a mil codos de
altura sobre esta especie de democratismo que se mueve dentro de los límites de
lo autorizado por la policía y vedado por la lógica.
Que por «Estado» se entiende, en realidad, la máquina de gobierno, o el Estado
en cuanto, por efecto de la división del trabajo, forma un organismo propio,
separado de la sociedad, lo indican ya estas palabras: «el Partido Obrero Alemán
exige como base económica del Estado: un impuesto único y progresivo sobre la
renta», etc. Los impuestos son la base económica de la máquina de gobierno, y
nada más. En el Estado del futuro, existente ya en Suiza, esta reivindicación está
casi realizada. El impuesto sobre la renta presupone las diferentes fuentes de
ingresos de las diferentes clases sociales, es decir, la sociedad capitalista. No
tiene, pues, nada de extraño que los Financial Reformers [*] de Liverpool —que
son burgueses, con el hermano de Gladstone al frente— planteen la misma
reivindicación que el programa.
B. «El Partido Obrero Alemán exige, como base espiritual y moral de Estado:
1. Educación popular general e igual a cargo del Estado. Asistencia escolar
obligatoria para todos. Instrucción gratuita».
¿ Educación popular igual ? ¿Qué se entiende por esto?. ¿Se cree que en la
sociedad actual (que es la de que se trata), la educación puede ser igual para
todas las clases? ¿O lo que se exige es que también las clases altas sean
obligadas por la fuerza a conformarse con la modesta educación que da la
escuela pública, la única compatible con la situación económica, no sólo del
obrero asalariado, sino también del campesino?
«Asistencia escolar obligatoria para todos. Instrucción gratuita». La primera existe
ya, incluso en Alemania; la segunda, en Suiza y en los Estados Unidos, en lo que a
las escuelas públicas se refiere. El que en algunos Estados de este último país
sean «gratuitos» también los centros de instrucción media, sólo significa, en
realidad, que allí a las clases altas se les pagan sus gastos de educación a costa
del fondo de los impuestos generales. Y —dicho [25] sea incidentalmente— esto
puede aplicarse también a la «administración de justicia con carácter gratuito»,
de que se habla en el punto A, 5 del programa. La justicia en lo criminal es
gratuita en todas partes; la justicia civil gira casi exclusivamente en torno a los
pleitos sobre la propiedad y afecta, por tanto, casi únicamente a las clases
poseedoras. ¿Se pretende que éstas ventilen sus pleitos a costa del Tesoro
público?
El párrafo sobre las escuelas debería exigir, por lo menos, escuelas técnicas
(teóricas y prácticas), combinadas con las escuelas públicas.
Eso de «educación popular a cargo del Estado» es absolutamente inadmisible.
¡Una cosa es determinar, por medio de una ley general, los recursos de las
escuelas públicas, las condiciones de capacidad del personal docente, las
materias de enseñanza, etc., y velar por el cumplimiento de estas prescripciones
legales mediante inspectores del Estado, como se hace en los Estados Unidos, y
otra cosa, completamente distinta, es nombrar al Estado educador del pueblo!
Lejos de esto lo que hay que hacer es substraer la escuela a toda influencia por
parte del Gobierno y de la Iglesia. Sobre todo en el Imperio prusiano-alemán (y
no vale salirse con el torpe subterfugio de que se habla de un «Estado futuro»; ya
hemos visto lo que es éste), es, por el contrario, el Estado el que necesita recibir
del pueblo una educación muy severa.
Pese a todo su cascabeleo democrático, el programa está todo él infestado hasta
el tuétano de la fe servil de la secta lassalleana en el Estado; o —lo que no es
mejor ni mucho menos— de la superstición democrática ; o es más bien un
compromiso entre estas dos supersticiones, ninguna de las cuales tiene nada que
ver con el socialismo.
«Libertad de la ciencia»; la estatuye ya un párrafo de la Constitución prusiana.
¿Para qué, pues, traer ésta aquí?
«¡Libertad de conciencia!» Si, en estos tiempos de Kulturkampf [5], se quería
recordar al liberalismo sus viejas consignas, sólo podía hacerse, naturalmente, de
este modo: todo el mundo tiene derecho a satisfacer sus necesidades religiosas,
lo mismo que a hacer sus necesidades físicas sin que la policía tenga que meter
las narices en ello. Pero el Partido Obrero, aprovechando la ocasión, tenía que
haber expresado aquí su convicción de que «la libertad de conciencia» burguesa
se limita a tolerar cualquier género de libertad de conciencia religiosa, mientras
que él aspira, por el contrario, a liberar la conciencia de todo fantasma religioso.
Pero, se ha preferido no salirse de los límites «burgueses».
Y con esto, llego al final, pues el apéndice que viene después del programa, no
constituye una parte característica del mismo. Por tanto, procuraré ser muy
breve.
[26]
2. «Jornada normal de trabajo».
En ningún país se limita el Partido Obrero a formular una reivindicación tan vaga,
sino que fija siempre la duración de la jornada de trabajo que, bajo las
condiciones concretas, se considera normal.
3. «Restricción del trabajo de la mujer y prohibición del trabajo infantil».
La reglamentación de la jornada de trabajo debe incluir ya la restricción del
trabajo de la mujer, en cuanto se refiere a la duración, descansos, etc., de la
jornada; de no ser así, sólo puede equivaler a la prohibición del trabajo de la
mujer en las ramas de producción que sean especialmente nocivas para el
organismo femenino o inconvenientes, desde el punto de vista moral, para este
sexo. Si es esto lo que se ha querido decir, debió haberse dicho.
«Prohibición del trabajo infantil». Aquí, era absolutamente necesario señalar el
límite de la edad.
La prohibición general del trabajo infantil es incompatible con la existencia de la
gran industria y, por tanto, un piadoso deseo, pero nada más.
El poner en práctica esta prohibición —suponiendo que fuese factible— sería
reaccionario, ya que, reglamentada severamente la jornada de trabajo según las
distintas edades y aplicando las demás medidas preventivas para la protección
de los niños, la combinación del trabajo productivo con la enseñanza desde una
edad temprana es uno de los más potentes medios de transformación de la
sociedad actual.
4. «Inspección por el Estado de la industria en las fábricas, en los talleres y a
domicilio».
Tratándose del Estado prusiano-alemán, debía exigirse, taxativamente, que los
inspectores sólo pudieran ser destituidos por sentencia judicial; que todo obrero
pudiera denunciarlos a los tribunales por transgresiones en el cumplimiento de
su deber; y que perteneciesen a la profesión médica.
5. «Reglamentación del trabajo en las prisiones».
Mezquina reivindicación, en un programa general obrero. En todo caso, debió
proclamarse claramente que no se quería, por celos de competencia, ver tratados
a los delincuentes comunes [27] como a bestias, y, sobre todo, que no se les
quería privar de su único medio de corregirse: el trabajo productivo. Era lo
menos que podía esperarse de socialistas.
6. «Una ley eficaz de responsabilidad civil».
Había que haber dicho qué se entiende por ley «eficaz» de responsabilidad civil.
Diremos de paso que, al hablar de la jornada normal de trabajo, no se ha tenido
en cuenta la parte de la legislación fabril que se refiere a las medidas sanitarias y
medios de protección contra los accidentes, etc. La ley de responsabilidad civil
sólo entra en acción después de infringidas estas prescripciones.
En una palabra, también el apéndice se caracteriza por su descuidada redacción.
Dixi et salvavi animan meam [*]
Escrito por C. Marx en abril y a principios de mayo de 1875. Se publica de acuerdo
con el manuscrito.
Publicado (con ciertas omisiones) en la revista "Die Neue Zeit", Bd. 1, Nº 18, 18901891.
Traducido del alemán.
NOTAS
[1]
1 El trabajo de Marx "Crítica del Programa de Gotha", escrito en 1875, consta de observaciones
críticas al proyecto del futuro partido obrero unificado de Alemania. El proyecto pecaba de
graves errores y hacía concesiones de principio a los lassalleanos. Marx y Engels, a la vez que
aprobaban la creación del partido socialista único de Alemania, se pronunciaron en contra del
compromiso ideológico con los lassalleanos y lo sometieron a dura crítica.- 5, 9, 450
[*] Véase la presente edición, t. 2, pág. 14 (N. de la Edit.)
[*] Véase la presente edición, t. 1, pág. 120. (N. de la Edit.)
[**]Por lo visto, Hasselmann, redactor jefe de "Neuer Sozial-Demokrat" («Nuevo
Socialdemócrata»). (N. de la Edit.)
[2] 10 La Liga por la Paz y la Libertad era una organización burguesa pacifista fundada en 1867 en
Suiza por republicanos y liberales pequeñoburgueses. Con sus declaraciones acerca de la
posibilidad de acabar con la guerra mediante la creación de los «Estados Unidos de Europa», la
Liga sembraba entre las masas falsas ilusiones y apartaba al proletariado de la lucha de clase.- 18,
30
[3] 11 "Norddeutsche Allgemeine Zeitung" («Periódico General de Alemania del Norte»): diario
reaccionario que se publicó en Berlín desde 1861 hasta 1918; en los años 60-80 fue órgano oficial
del Gobierno de Bismarck; Marx se refiere al artículo aparecido en el periódico del 20 de marzo
de 1875.- 19
[*]De la poesía de Goethe "Lo Divino". (N. de la Edit.)
[4] 12 "L'Atelier" («El Taller»): revista mensual francesa que se publicaba en París desde 1840
hasta 1850; órgano de artesanos y obreros influenciados por el socialismo cristiano.- 21
[*]Staatswesen (organización estatal) es la palabra que utiliza Marx en este caso. Para justificar
sus puntos de vista, la camarilla revisionista de Jruschov afirmó que esa Staatwesen en la sociedad
comunista a que se refería Marx, «ya no es la dictadura del proletariado», sino otro tipo de estado
como podía serlo el «estado de todo el pueblo». El Presidente Mao Tsetung rebatió esa
tergiversación en el artículo de la polémica "Acerca del falso comunismo de Jruschov y sus
lecciones históricas para el mundo", en el capítulo dedicado especialmente a refutar el llamado
«estado de todo el pueblo». En este edición de las Obras Escogidas de Marx y Engels, fechada en
Moscú en 1974, se sustituye el término «organización estatal» por él de «Estado», «Estado futuro de
la sociedad comunista». La falsificación es evidente.
[*]Partidarios de la reforma financiera. (N. de la Edit.)
[5] 13 "Kulturkampf" («Lucha por la cultura»): denominación dada por los liberales burgueses al
sistema de medidas legislativas del Gobierno de Bismarck en los años 70 del siglo XIX llevadas a
la práctica bajo la bandera de la lucha por la cultura laica. En Ios años 80, Bismarck abolió la
mayor parte de estas medidas, con el fin de unir las fuerzas reaccionarias.- 25, 410, 448
[*] He dicho y salvado mi alma. (N. de la Edit.)
[28]
F. Engels
CARTA A A. BEBEL
Londres, 18-28 de marzo de 1875.
Querido Bebel:
He recibido su carta del 23 de febrero, y me alegra que su estado de salud sea tan
satisfactorio.
Me pregunta usted cuál es nuestro criterio sobre la historia de la unificación.
Desgraciadamente, nos ha pasado lo mismo que a usted. Ni Liebknecht ni nadie
nos ha dado ninguna noticia, por lo cual tampoco nosotros sabemos más que lo
que dicen los periódicos, que no trajeron nada, hasta que hace unos ocho días
recibimos el proyecto de programa. Este nos ha causado, ciertamente, bastante
asombro.
Nuestro partido ha tendido con tanta frecuencia la mano a los partidarios de
Lassalle para la conciliación, o cuando menos para llegar a algún acuerdo, y los
Hasenclever, Hasselmann y Tölcke la han rechazado siempre de un modo tan
persistente y desdeñoso que hasta a un niño podría ocurrírsele que si ahora esos
señores vienen a nosotros por sí solos y nos ofrecen la conciliación, es porque
deben encontrarse en una situación muy apurada. Dado el carácter,
sobradamente conocido, de esta gente, el deber de todos nosotros era el de
aprovechar este apuro para arrancar toda clase de garantías y no permitir que
esta gente afianzase de nuevo su insegura posición ante la opinión obrera a costa
de nuestro partido. Había que haberles acogido con extraordinaria frialdad y
desconfianza, hacer depender la unificación del grado en que estuviesen
dispuestos a renunciar a sus consignas sectarias y a su ayuda [29] del Estado, y
adoptar, en lo esencial, el programa de Eisenach de 1869 [1], o una versión del
mismo corregida y adaptada a los momentos actuales. En el aspecto teórico, es
decir, en lo que es decisivo para el programa, nuestro partido no tiene
absolutamente nada que aprender de los de Lassalle, pero ellos sí que tienen que
aprender de él; la primera condición para la unidad debía haber sido que
dejasen de ser sectarios, que dejasen de ser lassalleanos, y, por tanto y ante todo,
que renunciasen a la panacea universal de la ayuda del Estado, o por lo menos,
que la reconociesen como una de tantas medidas transitorias y secundarias. El
proyecto de programa demuestra que nuestra gente, situada a cien codos por
encima de los dirigentes lassalleanos en lo que a la teoría se refiere, está a cien
brazos por debajo de ellos en cuanto a habilidad política; los «honrados» *****[*]
se han visto, una vez más, cruelmente burlados por los pícaros.
En primer lugar, se acepta la rimbombante, pero históricamente falsa, frase de
Lassalle: frente a la clase obrera, todas las otras no forman más que una masa
reaccionaria. Esta tesis sólo es exacta en algunos casos excepcionales, por
ejemplo, en una revolución del proletariado como la Comuna, o en un país donde
no ha sido la burguesía sola la que ha creado el Estado y la sociedad a su imagen
y semejanza, sino que después de ella ha venido la pequeña burguesía
democrática y ha llevado hasta sus últimas consecuencias el cambio operado. Si,
por ejemplo, en Alemania, la pequeña burguesía democrática perteneciese a esta
masa reaccionaria, ¿cómo podía el Partido Obrero Socialdemócrata haber
marchado hombro con hombro con ella, con el Partido Popular [2] En 1866 al
Partido Popular Alemán se adhirió el Partido Popular Sajón, cuyo núcleo
fundamental constaba de obreros. Este ala izquierda, que compartía el deseo del
Partido Popular de resolver la cuestión de la unificación del país por vía
democrática, participó en la creación, en agosto de 1869, del Partido Obrero
Socialdemócrata Alemán.- 7, 23, 29, durante varios años? ¿Cómo podía el
"Volksstaat" [3] "Der Volksstaat" («El Estado Popular»): órgano central del Partido
Obrero Socialdemócrata Alemán (eisenachianos); se publicó en Leipzig desde el
2 de octubre de 1869 hasta el 29 de septiembre de 1876. La dirección general del
periódico corría a cargo de G. Liebknecht. Marx y Engels colaboraban en el
periódico, ayudando constantemente en la redacción del mismo.- 8, 29 tomar la
casi totalidad de su contenido político de la "Frankfurter Zeitung" [4], periódico
democrático pequeñoburgués? ¿Y cómo pueden incluirse en este mismo
programa siete reivindicaciones, por lo menos, que coinciden directa y
literalmente con el programa del Partido Popular y de la democracia
pequeñoburguesa? Me refiero a las siete reivindicaciones políticas (de la 1 a la 5
y la 1 y la 2), entre las cuales no hay una sola que no sea democrático-burguesa
[5] «El Partido Obrero Alemán exige, como base libre del Estado:
1 . Sufragio universal, igual, directo y secreto para todos los hombres, desde los
21 años, en todas las elecciones nacionales y municipales; 2 . Legislación directa
por el pueblo con derecho de iniciativa y de veto; 3 . Instrucción militar general.
Milicias del pueblo en lugar de ejército permanente. Las decisiones acerca de la
guerra y de la paz las tomará la representación del pueblo; 4 . Derogación de
todas las leyes de excepción, especialmente las de prensa, reunión y asociación;
5 . Administración de justicia por el pueblo y con carácter gratuito.
El Partido Obrero Alemán exige, como fundamento espiritual y moral del Estado:
1 . Educación popular general e igual, a cargo del Estado. Asistencia escolar
obligatoria para todos. Instrucción gratuita. 2 . Libertad de la ciencia. Libertad de
conciencia».- 29.
En segundo lugar, se reniega prácticamente por completo, para el presente, del
principio internacionalista del movimiento obrero, ¡y esto lo hacen hombres que
por espacio de cinco años y en las circunstancias más duras mantuvieron de un
modo glorioso este principio! La posición que ocupan los obreros alemanes a la
cabeza del movimiento europeo se debe, esencialmente, a la actitud
auténticamente internacionalista mantenida por ellos durante la guerra [6];
ningún otro proletariado se hubiera portado tan bien. [30] ¡Y ahora va a renegar
de este principio, en el momento en que en todos los países del extranjero los
obreros lo recalcan con la misma intensidad que los gobiernos tratan de reprimir
todo intento de imponerlo en una organización! ¿Y qué queda en pie del
internacionalismo del movimiento obrero? ¡La pálida perspectiva, no ya de una
futura acción conjunta de los obreros europeos para su emancipación, sino de una
futura «fraternidad internacional de los pueblos», de los «Estados Unidos de
Europa» de los burgueses de la Liga por la Paz [7]!
No había, naturalmente, para qué hablar de la Internacional como tal. Pero al
menos no debía haberse dado ningún paso atrás respecto al programa de 1869 y
decir, por ejemplo, que aunque el Partido Obrero Alemán actúa, en primer
término, dentro de las fronteras del Estado del que forma parte (no tiene ningún
derecho a hablar en nombre del proletariado europeo, ni, sobre todo, a decir,
nada que sea falso), tiene conciencia de su solidaridad con los obreros de todos
los países y estará siempre dispuesto a seguir cumpliendo, como hasta ahora, con
los deberes que esta solidaridad impone. Estos deberes existen, aunque uno no
se considere ni se proclame parte de la Internacional; son, por ejemplo, el deber
de ayudar en caso de huelga y paralizar el envío de esquiroles, preocuparse de
que los órganos del partido informen a los obreros alemanes sobre el movimiento
extranjero, organizar campañas de agitación contra las guerras dinásticas
inminentes o que han estallado ya, una actitud frente a éstas como la mantenida
ejemplarmente en 1870 y 1871, etc.
En tercer lugar, nuestra gente se ha dejado imponer la «ley de bronce del
salario» lassalleana, basada en un criterio económico completamente anticuado, a
saber: que el obrero no recibe, por término medio, más que el mínimo de salario,
y esto porque según la teoría de la población de Malthus, hay siempre obreros de
sobra (ésta era la argumentación de Lassalle). Ahora bien: Marx ha demostrado
minuciosamente, en "El Capital", que las leyes que regulan el salario son muy
complejas, que tan pronto predominan unas como otras, según las circunstancias;
que, por tanto, estas leyes no son, en modo alguno, de bronce, sino, por el
contrario, muy elásticas, y que el problema no puede resolverse así, en dos
palabras, como creía Lassalle. La fundamentación que da Malthus de la ley que
Lassalle toma de él y de Ricardo (falseando a este último), tal como puede verse,
por ejemplo, citada de otro folleto de Lassalle, en el "Libro de lecturas para
obreros", pag. 5, ha sido refutada con todo detalle por Marx en el capítulo sobre
el proceso de acumulación del capital *********[*]. Así pues, al adoptar [31] la «ley
de bronce» de Lassalle, se han pronunciado a favor de un principio falso y de una
falsa fundamentación del mismo.
En cuarto lugar, el programa plantea como única reivindicación social la ayuda
estatal lassalleana en su forma más descarada, tal como Lassalle la plagió de
Buchez. ¡Y esto, después de que Bracke demostró de sobra la inutilidad de esta
reivindicación [8]; después de que casi todos, si no todos, los oradores de nuestro
partido se han visto obligados, en su lucha contra los lassalleanos, a pronunciarse
en contra de esta «ayuda del Estado»! Nuestro partido no podía llegar a mayor
humillación. ¡El internacionalismo rebajado a la altura de un Armand Gögg, el
socialismo, a la del republicano burgués Buchez, que planteaba esta
reivindicación frente a los socialistas, para combatirlos!
En el mejor de los casos, la «ayuda del Estado», en el sentido lassalleano, no es
más que una de tantas medidas para conseguir el objetivo que aquí se define con
las torpes palabras de «para preparar el camino a la solución del problema
social», ¡como si para nosotros existiese todavía un problema social que estuviese
teóricamente sin resolver! Si, por tanto, se dijera: el Partido Obrero Alemán aspira
a abolir el trabajo asalariado, y con él las diferencias de clase, implantando la
produccción cooperativa en la industria y en la agricultura en una escala nacional,
y aboga por todas y cada una de las medidas adecuadas a la consecución de este
fin, ningún lassalleano tendría nada que objetar contra esto.
En quinto lugar, no se dice absolutamente nada de la organización de la clase
obrera como tal clase, por medio de los sindicatos. Y éste es un punto muy
esencial, pues se trata de la verdadera organización de clase del proletariado, en
la que éste ventila sus luchas diarias con el capital, en la que se educa y disciplina
a sí mismo, y aún hoy día, con la más negra reacción (como ahora en París), no se
la puede aplastar. Dada la importancia que esta organización ha adquirido
también en Alemania, hubiera sido, a nuestro juicio, absolutamente necesario
mencionarla en el programa y reservarle, a ser posible, un puesto en la
organización del partido.
Todo esto ha hecho nuestra gente para complacer a los lassalleanos. ¿Y en qué
han cedido los otros? En que figuren en el programa un montón de
reivindicaciones puramente democráticas y bastante embrolladas, algunas de las
cuales no son más que cuestión de moda, como, por ejemplo, la «legislación por
el pueblo», que existe en Suiza, donde produce más perjuicios que beneficios, si
es que puede decirse que produce algo. Si se dijera «administración por el
pueblo», quizá tendría algún sentido. Falta, igualmente, la primera condición de
toda libertad: que todos los funcionarios sean responsables en cuanto a sus actos
de servicio [32] respecto a todo ciudadano, ante los tribunales ordinarios y según
las leyes generales. Y no quiero hablar de reivindicaciones como la de libertad
de la ciencia y la libertad de conciencia, que figuran en todo programa liberal
burgués y que aquí suenan a algo extraño.
El Estado popular libre se ha convertido en el Estado libre. Gramaticalmente
hablando, Estado libre es un Estado que es libre respecto a sus ciudadanos, es
decir, un Estado con un Gobierno despótico. Habría que abandonar toda esa
charlatanería acerca del Estado, sobre todo después de la Comuna, que no era ya
un Estado en el verdadero sentido de la palabra. Los anarquistas nos han echado
en cara más de la cuenta esto del «Estado popular», a pesar de que ya la obra de
Marx contra Proudhon [*], y luego el "Manifiesto Comunista" *[*] dicen
claramente que, con la implantación del régimen social socialista, el Estado se
disolverá por sí mismo [sich auflöst] y desaparecerá. Siendo el Estado una
institución meramente transitoria, que se utiliza en la lucha, en la revolución, para
someter por la violencia a los adversarios, es un absurdo hablar de Estado
popular libre: mientras que el proletariado necesite todavía del Estado no lo
necesitará en interés de la libertad, sino para someter a sus adversarios, y tan
pronto como pueda hablarse de libertad, el Estado como tal dejará de existir. Por
eso nosotros propondríamos remplazar en todas partes la palabra Estado por la
palabra ´comunidad' (Gemeinwesen), una buena y antigua palabra alemana
equivalente a la palabra francesa Commune **[*].
«Supresión de toda desigualdad social y política», en vez de «abolición de todas
las diferencias de clase», es también una frase muy dudosa. De un país a otro, de
una región a otra, incluso de un lugar a otro, existirá siempre una cierta
desigualdad en cuanto a las condiciones de vida, que podrá reducirse al mínimo,
pero jamás suprimirse por completo. Los habitantes de los Alpes vivirán siempre
en condiciones distintas que los habitantes del llano. La concepción de la
sociedad socialista como el reino de igualdad, es una idea unilateral francesa,
apoyada en el viejo lema de «libertad, igualdad, fraternidad»; una concepción
que tuvo su razón de ser como fase de desarrollo en su tiempo y en su lugar, pero
que hoy debe ser superada, al igual que todo lo que hay de unilateral en las
escuelas socialistas anteriores, ya que sólo origina confusiones, y porque además
se han descubierto fórmulas más precisas para presentar el problema.
[33]
Y termino aquí, aunque habría que criticar casi cada palabra de este programa,
redactado además sin jugo y sin brío. Hasta tal punto que, caso de ser aprobado,
Marx y yo jamás podríamos militar en el nuevo partido erigido sobre esta base y
tendríamos que meditar muy seriamente qué actitud habríamos de adoptar frente
a él, incluso públicamente. Tenga usted en cuenta que, en el extranjero, se nos
considera a nosotros responsables de todas y cada una de las manifestaciones y
de los actos del Partido Obrero Socialdemócrata Alemán. Así, por ejemplo,
Bakunin en su obra "Política y Anarquía" nos hace responsables de cada palabra
irreflexiva pronunciada y escrita por Liebknecht desde la fundación del
"Demokratisches Wochenblatt" [9]. La gente se imagina, en efecto, que nosotros
dirigimos desde aquí todo el asunto, cuando usted sabe tan bien como yo, que
casi nunca nos hemos mezclado en lo más mínimo en los asuntos internos del
partido, y cuando lo hemos hecho, sólo ha sido para corregir, en lo posible, los
errores que a nuestro juicio se habían cometido, y además, sólo cuando se trataba
de errores teóricos. Pero usted mismo comprenderá que este programa
representa un viraje, el cual fácilmente podría obligarnos a declinar toda
responsabilidad respecto al partido que lo adopte.
En general, importan menos los programas oficiales de los partidos que sus actos.
Pero un nuevo programa es siempre, a pesar de todo, una bandera que se levanta
públicamente y por la cual los de fuera juzgan al partido. No debería, por tanto,
en modo alguno, representar un retroceso como el que representa éste,
comparado con el de Eisenach. Y habría también que tener en cuenta lo que los
obreros de otros países dirán de este programa; la impresión que ha de producir
esta genuflexión de todo el proletariado socialista alemán ante el lassalleísmo.
Además, yo estoy convencido de que la unión hecha sobre esta base no durará ni
un año. ¿Van las mejores cabezas de nuestro partido a prestarse a aprender de
memoria y recitar de corrido las tesis lassalleanas sobre la ley de bronce del
salario y la ayuda del Estado? ¡Aquí quisiera yo verle a usted, por ejemplo! Y si
fuesen capaces de hacerlo, el auditorio les silbaría. Y estoy seguro de que los
lassalleanos se aferran precisamente a estas partes del programa como Shylock a
su libra de carne [*]. Vendrá la escisión; pero habremos devuelto «la honra» a los
Hasselmann, los Hasenclever, los Tölcke y consortes; nosotros saldremos
debilitados de la escisión y los lassalleanos fortalecidos; nuestro partido habrá
perdido su virginidad política y jamás podrá volver a combatir con valentía [34]
la fraseología de Lassalle, que él mismo ha llevado inscrita en sus banderas
durante algún tiempo; y si entonces los lassalleanos vuelven a decir que ellos son
el verdadero y único partido obrero y que los nuestros son unos burgueses, allí
estará el programa para demostrarlo. Cuantas medidas socialistas figuran en él,
proceden de ellos, y lo único que nuestro partido ha puesto son las
reivindicaciones tomadas de la democracia pequeñoburguesa, ¡a la cual también
él considera, en el mismo programa, como parte de la «masa reaccionaria»!
No he echado esta carta al correro, ya que no saldrá usted en libertad hasta el 1
de abril, en honor del cumpleaños de Bismarck, y no quería exponerla al riesgo
de que la interceptasen si se intentaba pasarla de contrabando. Mientras, acabo
de recibir una carta de Bracke, al que también ofrece graves reparos el programa
y que quiere conocer nuestra opinión. Por eso, y para ganar tiempo, se la envío
por intermedio suyo, para que la lea y así no necesito escribirle también a él,
repitiéndole toda la historia. Por lo demás, también a Ramm le he hablado claro, y
a Liebknecht le he escrito sólo concisamente. A él no le perdono que no nos haya
dicho ni una palabra de todo el asunto (mientras Ramm y otros creían que nos
había informado detalladamente), hasta que se hizo, por decirlo así, demasiado
tarde. Cierto que siempre ha hecho lo mismo --y de aquí el montón de cartas
desagradables que Marx y yo hemos cambiado con él--, pero esta vez la cosa es
demasiado grave y, decididamente, no marcharemos con él por ese camino.
Arregle usted las cosas para venirse en el verano. Se alojará usted, naturalmente,
en mi casa y, si hace buen tiempo, podremos ir un par de días a bañarnos en el
mar, cosa que le vendrá a usted muy bien, después después del largo
encarcelamiento.
Cordialmente suyo, F. E.
Marx ha cambiado recientemente de domicilio. Sus señas: 41, Maitland-park,
Crescent, North-West, London.
Publicado por primera vez en el libro: A. Bebel. «Aus meinem Leben», t. II, Stuttgart,
1911.
Se publica de acuerdo con el texto del libro. Traducido del alemán.
[1]
6 En Eisenach, en el Congreso panalemán de los socialdemóctatas de Alemania, Austria y Suiza,
celebrado del 7 al 9 de agosto de 1869, fue instituido el Partido Obrero Socialdemócrata Alemán,
conocido luego con el nombre de partido de los eisenachianos. El programa adoptado en el
Congreso respondía enteramente al espíritu de la Internacional.- 7, 29
[******] Se llaman «honrados» a los eisenachianos. (N. de la Edit.)
[2] 8 El Partido Popular Alemán, fundado en 1865, constaba de elementos democráticos de la
pequeña burguesía y, en parte, de la burguesía, principalmente de los Estados del Sur de
Alemania. Al aplicar una política antiprusiana y presentar consignas democráticas generales, este
partido reflejaba, al propio tiempo, tendencias particularistas de ciertos Estados alemanes. Al
hacer propaganda de la idea del Estado alemán federal, era contraria a la unificación de Alemania
bajo la forma de república democrática centralizada única.
[3] 9 Se alude a la editorial del Partido Obrero Socialdemócrata que publicaba el periódico "Der
Volksstaat" y literatura socialdemocrática. El director de la editorial era A. Bebel.
[4] 14 "Frankfurter Zeitung und Handelsblatt" («Periódico de Francfort y Hoja del Comercio»):
diario de orientación democrática pequeñoburguesa; se publicó desde 1856 (con este nombre
desde 1866) hasta 1943.- 29
[5] 15 Trátase de los siguientes puntos del proyecto de Programa de Gotha:
[6] 16 Se trata de la guerra franco-prusiana de 1870-1871.- 29
[7] 10 La Liga por la Paz y la Libertad era una organización burguesa pacifista fundada en 1867 en
Suiza por republicanos y liberales pequeñoburgueses. Con sus declaraciones acerca de la
posibilidad de acabar con la guerra mediante la creación de los «Estados Unidos de Europa», la
Liga sembraba entre las masas falsas ilusiones y apartaba al proletariado de la lucha de clase.- 18,
30
[**********] C. Marx, "El Capital", t. I, 7 sección, "El proceso de acumulación del capital". (N. de
la Edit.)
[8] 17 Véase W. Bracke. "Der Lassalle'sche Vorschlag", Braunschweig, 1873, («La propuesta de
Lassalle», Brunswick, 1873).- 31
[*]C. Marx, "«La miseria de la filosofía». Respuesta a la «Filosofía de la miseria» del señor
Proudhon". (N. de la Edit.)
[**] Véase la presente edición, t. 1, págs. 110-140 (N. de la Edit.)
[***]Esta carta la cita Lenin en "El Estado y la Revolución", en el capítulo IV, apartado 3. Esta carta
de 1875 fue publicada por primera vez por Bebel en el segundo tomo de sus memorias ("De mi
vida"), que aparecieron en 1911, es decir, 36 años después de escrita y enviada aquella carta. En
la edición que estamos utilizando de las Obras Escogidas de Marx y Engels en vez de las palabras
«remplazar en todas partes» están las palabras «decir siempre». Como Engels está criticando un
proyecto de programa, señalando sus defectos, lo más justo es el uso de las palabras «remplazar
en todas partes», tal y como están en la cita señalada de "El Estado y la Revolución".
[9] 18 "Demokratisches Wochenblatt" («Semanario democrático»): periódico obrero alemán, se
publicó con ese nombre en Leipzig desde enero de 1868 hasta septiembre de 1869 bajo la
dirección de G. Liebknecht. El periódico desempeñó un papel considerable en la creación del
Partido Obrero Socialdemócrata Alemán. En el Congreso de Eisenach (1869), el semanario fue
proclamado órgano central del partido y denominado "Der Volksstaat" (véase la nota 9). Marx y
Engels colaboraban en el periódico.- 33
[*] Shakespeare. "El Mercader de Venecia", acto I, escena III. (N. de la Edit.)
[35]
F. ENGELS
CARTA A C. KAUTSKY
Londres, 23 de febrero de 1891.
Querido Kautsky:
Habrás recibido mi apresurada felicitación de anteayer. Volvamos, pues, ahora a
nuestro asunto, a la carta de Marx [*].
El temor de que proporcionase un arma a los adversarios, era infundado.
Insinuaciones malignas pueden ser vertidas contra todos y contra todo, pero, en
conjunto, la impresión que produjo entre los adversarios fue de completa
perplejidad ante esta implacable autocrítica, y el sentimiento de ¡qué fuerza
interior debe tener un partido para poder permitirse tales lujos! Esto es lo que se
deduce de los periódicos de los adversarios que me has enviado (¡muchas
gracias!) y de los que han llegado a mis manos por otros conductos. Y,
francamente hablando, ésta fue la intención con que yo publiqué el documento.
No ignoraba yo que en algunos sitios iba a producir, en el primer instante, mucha
desazón, pero esto era inevitable, y el contenido del documento pesó en mí más
que otras consideraciones. Sabía que el partido era sobradamente fuerte para
aguantarlo y calculé que también ahora aguantaría aquel lenguaje franco,
empleado hace quince años, [36] y que se señalaría con justificado orgullo esta
prueba de fuerza y se diría: ¿qué partido puede atreverse a hacer otro tanto? Pero
el decirlo se ha dejado a cargo de los "Arbeiter Zeitung" de Sajonia y de Viena y
del "Züricher Post" [1] "Arbeiter-Zeitung" («Periódico obrero»), órgano de la
socialdemocracia austríaca, aparecía en Viena desde 1889. El redactor del
periódico era V. Adler. En la década del 90 publicó varios artículos de F. Engels.
"Sächsische Arbeiter-Zeitung" («Periódico Obrero Sajón»), diario
socialdemócrata alemán, a comienzos de la década del 90, órgano de un grupo
semianarquista oposicionista de «jóvenes»; aparecía en Dresde desde 1890 hasta
1908.
"Züricher Post" («Correo de Zurich»), periódico democrático, se publicaba en
Zurich de 1879 a 1936.- 36, 516.
Es magnífico de tu parte el que cargues con la responsabilidad de publicarlo en
el número 21 de la "Neue Zeit" [2], pero no olvides que el primer empujón lo di
yo, poniéndote, además, por decirlo así, entre la espada y la pared. Por eso
recabo para mí la principal responsabilidad. En cuanto a los detalles, sobre esto
siempre se pueden tener diversos criterios. He tachado y cambiado todas
aquellas cosas a las que tú y Dietz habíais puesto reparos, y si Dietz hubiese
señalado más lugares, yo hubiera procurado, dentro de lo posible, ser
transigente; siempre os he dado pruebas de ello. Pero, en cuanto a lo esencial, yo
tenía el deber de dar publicidad a la cosa, ya que se ponía a debate el programa.
Y con mayor motivo después del informe de Liebknecht en Halle [3], en el que
éste, por una parte, utilizó sin escrúpulos extractos del documento como si fuesen
suyos, y por otra, lo combatió sin nombrarlo. Marx habría opuesto
indispensablemente a semejante versión el original, y yo estaba obligado a hacer
lo mismo. Desgraciadamente, entonces no tenía aún el documento, que encontré
mucho más tarde, después de larga búsqueda.
Dices que Bebel te escribe que la forma en Marx trata a Lassalle les ha puesto
mala sangre a los viejos lassalleanos. Es posible. La gente no conocía la
verdadera historia, y no estuvo mal explicársela. Yo no tengo la culpa de que esa
gente ignorase que Lassalle debía toda su personalidad al hecho de que Marx le
permitió, durante muchos años, adornarse con los frutos de sus investigaciones
como si fuesen de él, dejándole además que las tergiversase por falta de
preparación en materia de Economía. Pero yo soy el albacea literario de Marx, y
esto me impone mis deberes.
Lassalle ha pasado a la historia desde hace 26 años. Y si, mientras estuvo vigente
la ley de excepción [4], la crítica histórica le dejó tanquilo, ya va siendo, por fin,
hora de que vuelva por sus fueros y se ponga en claro la posición de Lassalle
respecto a Marx. La leyenda que envuelve y glorifica la verdadera figura de
Lassalle no puede convertirse en artículo de fe para el partido. Por mucho que se
quieran destacar los méritos de Lassalle en el movimiento, su papel histórico
dentro de él sigue siendo un papel doble. Al socialista Lassalle le sigue como la
sombra al cuerpo el demagogo Lassalle. Por detrás del agitador y organizador
Lassalle, asoma el abogado que dirige el proceso de la Hatzfeldt [5]: el mismo
cinismo en cuanto a la elección de los medios y la misma predilección por
rodearse de gentes turbias y corrompidas, [37] que sólo se utilizan o se desechan
como simples instrumentos. Hasta 1862 fue, en su actuación práctica, un
demócrata vulgar específicamente prusiano con marcadas inclinaciones
bonapartistas (precisamente acabo de releer sus cartas a Marx); luego cambió
súbitamente por razones puramente personales y comenzó sus campañas de
agitación; y no habían transcurrido dos años, cuando propugnaba que los obreros
debían tomar partido por la monarquía contra la burguesía, y se enzarzó en tales
intrigas con Bismarck, afín a él en carácter, que forzosamente le habrían
conducido a traicionar de hecho el movimiento si, por suerte para él, no le
hubiesen pegado un tiro a tiempo. En sus escritos de agitación, las verdades que
tomó de Marx están tan embrolladas con sus propias lucubraciones,
generalmente falsas, que resulta difícil separar unas cosas de otras. El sector
obrero que se siente herido por el juicio de Marx, sólo conoce de Lassalle sus dos
años de agitación, y, además, vistos de color de rosa. Pero la crítica histórica no
puede prosternarse eternamente ante tales prejuicios. Para mí, era un deber
descubrir de una vez las verdaderas relaciones entre Marx y Lassalle. Ya está
hecho. Con esto puedo contentarme, por el momento. Además, yo mismo tengo
ahora otras cosas que hacer. Y el implacable juicio de Marx sobre Lassalle, ya
publicado, se encargará por sí solo de surtir su efecto e infundir ánimos a otros.
Pero, si me viese obligado a ello, no tendría más remedio que acabar de una vez
para siempre con la leyenda de Lassalle.
Tiene gracia el que en la minoría hayan aparecido voces que exigen se imponga
una censura a "Neue Zeit". ¿Es el fantasma de la dictadura de la minoría del
tiempo de la ley contra los socialistas (dictadura necesaria y magníficamente
dirigida entonces), o son recuerdos de la difunta organización cuartelera de von
Schweitzer? Es, en verdad, una idea genial pensar en someter la ciencia socialista
alemana, después de haberla liberado de la ley contra los socialistas de
Bismarck, a una nueva ley antisocialista que habrían de fabricar y poner en
ejecución las propias autoridades del Partido Socialdemócrata. Por lo demás, la
propia naturaleza ha dispuesto que los árboles no crezcan hasta el cielo.
El artículo del "Vorwärts" [6] Aquí se trata del artículo editorial, publicado en el
periódico el 13 de febrero de 1891, en el que la minoría socialdemócrata del
Reichsteg expresaba su desacuerdo con las observaciones de Marx sobre el
Programa de Gotha y la apreciación del papel de Lassalle formulada en dichas
observaciones.- 37 no me inquieta mucho. Esperaré a que Liebknecht relate a su
manera lo ocurrido, y después contestaré a ambos en el tono más amistoso
posible. Habrá que corregir algunas inexactitudes del artículo del "Vorwärts"
(por ejemplo, la de que nosotros no queríamos la unificación, que los
acontecimientos han venido a probar que Marx no estaba en lo cierto, etc.);
también habrá que confirmar algunas cosas evidentes. Con esta respuesta pienso
dar por terminado, en cuanto [38] a mí, el debate, caso de que nuevos ataques o
afirmaciones inexactas no me obliguen a dar nuevos pasos.
Dile a Dietz que estoy trabajando en la nueva edición del "Origen" [*]. Pero hoy
me escribe Fischer que quiere ¡tres prólogos nuevos! [7].
Tuyo, F. E.
[*]
C. Marx, "Crítica del Programa de Gotha". (véase el presente tomo, págs. 7-27).
(N. de la Edit.)
[1] 19 Engels enumera los periódicos socialdemócratas en los que en febrero de
1891 fueron insertadas correspondencias que aprobaban en lo fundamental, la
publicación de la obra de Marx "Crítica del Programa de Gotha".
[2] 20 "Die Neue Zeit" («Tiempos nuevos»); revista teórica de la socialdemocracia
alemana, aparecía en Stuttgart de 1883 a 1923. De 1885 a 1894 publicó varios
artículos de F. Engels.- 36, 354, 468, 525
[3] 21 En el Congreso de Halle (véase la nota 4), Liebknecht hizo el informe sobre
el programa del partido.- 36
[4] 22 La ley de excepción contra los socialistas fue promulgada en Alemania el 21
de octubre de 1878. En virtud de esta ley fueron prohibidas todas las
organizaciones del Partido Socialdemócrata y las organizaciones obreras de
masas, suspendida la prensa obrera, confiscadas las publicaciones socialistas y
represaliados los socialdemócratas. Bajo la presión del movimiento obrero de
masas, la ley fue derogada el 1 de octubre de 1890.- 36, 93, 122, 451, 512, 513
[5] 23 Se trata del proceso de divorcio de la condesa Sofía de Hatzfeldt que
Lassalle dirigía en calidad de abogado en los años 1846-1856. Exagerando la
importancia de este proceso judicial en defensa de una representante de una
antigua familia aristocrática, Lassalle lo equiparaba a la lucha por la causa de los
oprimidos.- 36
[6] 24 "Vorwärts. Berliner Volksblatt" («Adelante. Hoja popular berlinesa»): diario
socialdemócrata alemán; órgano central del Partido Socialdemócrata de Alemania
desde 1891. Fundado en 1884, se publicaba bajo el título mencionado desde
1891.
[*] Se trata de la cuarta edición del "Origen de la familia, la propiedad privada y
el Estado". (N. de la Edit.)
[7] 25 En su carta del 20 de febrero de 1891, Fischer comunicaba a Engels la
resolución de la Directiva del partido de reeditar las obras de Marx "La guerra
civil en Francia" y "El trabajo asalariado y el capital" y la obra de Engels "Del
socialismo utópico al socialismo científico" y le pedía que escribiese los prefacios
correspondientes.- 38
[39]
F. ENGELS
INTRODUCCION A LA DIALECTICA DE LA
[1]
NATURALEZA
En el índice del tercer cuaderno de materiales de "La Dialéctica de la Naturaleza",
redactado por Engels, esta "Introducción" se denomina "Vieja introducción".
Puede ponérsele la fecha de 1875 o de 1876. Es posible que la primera parte de la
"Introducción" haya sido escrita en 1875 y la segunda, en la primera mitad de
1876.- 39
Las modernas Ciencias Naturales, las únicas, han alcanzado un desarrollo
científico, sistemático y completo, en contraste con las geniales intuiciones
filosóficas que los antiguos aventuraran acerca de la naturaleza, y con los
descubrimientos de los árabes, muy importantes pero esporádicos y en la
mayoría de los casos perdidos sin resultado; las modernas Ciencias Naturales,
como casi toda la nueva historia, datan de la gran época que nosotros, los
alemanes, llamamos la Reforma —según la desgracia nacional que entonces nos
aconteciera—, los franceses Renaissance y los italianos Cinquencento ******[*], si
bien ninguna de estas denominaciones refleja con toda plenitud su contenido. Es
ésta la época que comienza con la segunda mitad del siglo XV. El poder real,
apoyándose en los habitantes de las ciudades, quebrantó el poderío de la
nobleza feudal y estableció grandes monarquías, basadas esencialmente en el
principio nacional y en cuyo seno se desarrollaron las naciones europeas
modernas y la moderna sociedad burguesa. Mientras los habitantes de las
ciudades y los nobles hallábanse aún enzarzados en su lucha, la guerra
campesina en Alemania [2] apuntó proféticamente las futuras batallas de clase: en
ella no sólo salieron a la arena los campesinos insurrecionados [40] —esto no era
nada nuevo—, sino que tras ellos aparecieron los antecesores del proletariado
moderno, enarbolando la bandera roja y con la reivindicación de la propiedad
común de los bienes en sus labios. En los manuscritos salvados en la caída de
Bizancio, en las estatuas antiguas excavadas en las ruinas de Roma, un nuevo
mundo —la Grecia antigua— se ofreció a los ojos atónitos de Occidente. Los
espectros del medioevo se desvanecieron ante aquellas formas luminosas; en
Italia se produjo un inusitado florecimiento del arte, que vino a ser como un
reflejo de la antigüedad clásica y que jamás volvió a repetirse. En Italia, Francia y
Alemania nació una Literatura nueva, la primera literatura moderna. Poco
después llegaron las épocas clásicas de la literatura en Inglaterra y en España.
Los límites del viejo «orbis terrarum» ******[*] fueron rotos; sólo entonces fue
descubierto el mundo, en el sentido propio de la palabra, y se sentaron las bases
para el subsecuente comercio mundial y para el paso del artesanado a la
manufactura, que a su vez sirvió de punto de partida a la gran industria moderna.
Fue abatida la dictadura espiritual de la Iglesia; la mayoría de los pueblos
germanos se sacudió su yugo y abrazó la religión protestante, mientras que entre
los pueblos románicos iba echando raíces cada vez más profundas y desbrozando
el camino al materialismo del siglo XVIII una serena libertad de pensamiento
heredada de los árabes y nutrida por la filosofía griega, de nuevo descubierta.
Fue ésta la mayor revolución progresiva que la humanidad había conocido hasta
entonces; fue una época que requería titanes y que engendró titanes por la fuerza
del pensamiento, por la pasión y el carácter, por la universalidad y la erudición.
De los hombres que echaron los cimientos del actual dominio de la burguesía
podrá decirse lo que se quiera, pero, en ningún modo, que pecasen de limitación
burguesa. Por el contrario: todos ellos se hallaban dominados, en mayor o menor
medida, por el espíritu de aventuras inherente a la época. Entonces casi no había
ni un solo gran hombre que no hubiera realizado lejanos viajes, no hablara cuatro
o cinco idiomas y no brillase en varios dominios de la ciencia y de la técnica.
Leonardo de Vinci no sólo fue un gran pintor, sino un eximio matemático,
mecánico e ingeniero, al que debemos importantes descubrimientos en las más
distintas ramas de la física. Alberto Durero fue pintor, grabador, escultor,
arquitecto y, además, ideó un sistema de fortificación que encerraba
pensamientos desarrollados mucho después por Montalembert [41] y la moderna
ciencia alemana de la fortificación. Maquiavelo fue hombre de Estado,
historiador, poeta y, por añadidura, el primer escritor militar digno de mención
de los tiempos modernos. Lutero no sólo limpió los establos de Augías de la
Iglesia, sino también los del idioma alemán, fue el padre de la prosa alemana
contemporánea y compuso la letra y la música del himno triunfal que llegó a ser
"La Marsellesa" del siglo XVI [3]. Los héroes de aquellos tiempos aún no eran
esclavos de la división del trabajo, cuya influencia comunica a la actividad de los
hombres, como podemos observarlo en muchos de sus sucesores, un carácter
limitado y unilateral. Lo que más caracterizaba a dichos héroes era que casi todos
ellos vivían plenamente los intereses de su tiempo, participaban de manera activa
en la lucha práctica, se sumaban a un partido u otro y luchaban, unos con la
palabra y la pluma, otros con la espada y otros con ambas cosas a la vez. De aquí
la plenitud y la fuerza de carácter que les daba tanta entereza. Los sabios de
gabinete eran en el entonces una excepción; eran hombres de segunda o tercera
fila o prudentes filisteos que no deseaban pillarse los dedos.
En aquellos tiempos también las Ciencias Naturales se desarrollaban en medio de
la revolución general y eran revolucionarias hasta lo más hondo, pues aún debían
conquistar el derecho a la existencia. Al lado de los grandes italianos que dieron
nacimiento a la nueva filosofía, las Ciencias Naturales dieron sus mártires a las
hogueras y las prisiones de la Inquisición. Es de notar que los protestantes
aventajaron a los católicos en sus persecuciones contra la investigación libre de
la naturaleza. Calvino quemó a Servet cuando éste se hallaba ya en el umbral del
descubrimiento de la circulación de la sangre y lo tuvo dos horas asándose vivo;
la Inquisición, por lo menos, se dio por satisfecha con quemar simplemente a
Giordano Bruno.
El acto revolucionario con que las Ciencias Naturales declararon su
independencia y parecieron repetir la acción de Lutero cuando éste quemó la
bula del papa, fue la publicación de la obra inmortal en que Copérnico, si bien
tímidamente, y, por decirlo así, en su lecho de muerte, arrojó el guante a la
autoridad de la Iglesia en las cuestiones de la naturaleza [4]. De aquí data la
emancipación de las Ciencias Naturales respecto a la teología, aunque la lucha
por algunas reclamaciones recíprocas se ha prolongado hasta nuestros días y en
ciertas mentes aún hoy dista mucho de haber terminado. Pero a partir de
entonces se operó, a pasos agigantados, el desarrollo de la ciencia, y puede
decirse que este desarrollo se ha intensificado proporcionalmente al cuadrado de
la distancia (en el tiempo) que lo separa de su punto de partida. Pareció como si
huhiera sido necesario demostrar [42] al mundo que a partir de entonces para el
producto supremo de la materia orgánica, para el espíritu humano, regía una ley
del movimiento que era inversa a la ley del movimiento que regía para la materia
inorgánica.
La tarea principal en el primer período de las Ciencias Naturales, período que
acababa de empezar, consistía en dominar el material que se tenía a mano. En la
mayor parte de las ramas hubo que empezar por lo más elemental. Todo lo que la
antigüedad había dejado en herencia eran Euclides y el sistema solar de
Ptolomeo, y los árabes, la numeración decimal, los rudimentos del álgebra, los
numerales modernos y la alquimia; el medioevo cristiano no había dejado nada.
En tal situación era inevitable que el primer puesto lo ocuparan las Ciencias
Naturales más elementales: la mecánica de los cuerpos terrenos y celestes y, al
mismo tiempo, como auxiliar de ella, el descubrimiento y el perfeccionamiento
de los métodos matemáticos. En este dominio se consiguieron grandes
realizaciones. A fines de este período, caracterizado por Newton y Linneo, vemos
que estas ramas de la ciencia han llegado a cierto tope. En lo fundamental fueron
establecidos los métodos matemáticos más importantes: la geometría analítica,
principalmente por Descartes, los logaritmos, por Napier, y los cálculos
diferencial e integral, por Leibniz y, quizá, por Newton. Lo mismo puede decirse
de la mecánica de los cuerpos sólidos, cuyas leyes principales fueron halladas de
una vez y para siempre. Finalmente, en la astronomía del sistema solar, Kepler
descubrió las leyes del movimiento planetario, y Newton las formuló desde el
punto de vista de las leyes generales del movimiento de la materia. Las demás
ramas de las Ciencias Naturales estaban muy lejos de haber alcanzado incluso
este tope preliminar. La mecánica de los cuerpos líquidos y gaseosos sólo fue
elaborada con mayor amplitud a fines del período indicado. [Torricelli en
conexión con la regulación de los torrentes de los Alpes] [*]. La física
propiamente dicha se hallaba aún en pañales, excepción hecha de la óptica, que
alcanzó realizaciones extraordinarias, impulsada por las necesidades prácticas de
la astronomía. La química acababa de liberarse de la alquimia merced a la teoría
del flogisto [5]. La geología aún no había salido del estado embrionario que
representaba la mineralogía, y por ello la paleontología no podía existir aún.
Finalmente, en el dominio de la biología la preocupación principal era todavía la
acumulación y clasificación elemental de un inmenso acervo de datos no sólo
botánicos y zoológicos, sino también anatómicos [43] y fisiológicos en el sentido
propio de la palabra. Casi no podía hablarse aún de la comparación de las
distintas formas de vida ni del estudio de su distribución geográfica, condiciones
climatológicas y demás condiciones de existencia. Aquí únicamente la botánica y
la zoología, gracias a Linneo, alcanzaron una estructuración relativamente
acabada.
Pero lo que caracteriza mejor que nada este período es la elaboración de una
peculiar concepción general del mundo, en la que el punto de vista más
importante es la idea de la inmutabilidad absoluta de la naturaleza. Según esta
idea, la naturaleza, independientemente de la forma en que hubiese nacido, una
vez presente permanecía siempre inmutable, mientras existiera. Los planetas y
sus satélites, una vez puestos en movimiento por el misterioso «primer impulso»,
seguían eternamente, o por lo menos hasta el fin de todas las cosas, sus elipses
prescritas. Las estrellas permanecían eternamente fijas e inmóviles en sus sitios,
manteniéndose unas a otras en ellos en virtud de la «gravitación universal». La
Tierra permanecía inmutable desde que apareciera o —según el punto de vista—
desde su creación. Las «cinco partes del mundo» habían existido siempre, y
siempre habían tenido los mismos montes, valles y ríos, el mismo clima, la misma
flora y la misma fauna, excepción hecha de lo cambiado o transplantado por el
hombre. Las especies vegetales y animales habían sido establecidas de una vez
para siempre al aparecer, cada individuo siempre producía otros iguales a él, y
Linneo hizo ya una gran concesión al admitir que en algunos lugares, gracias al
cruce, podían haber surgido nuevas especies. En oposición a la historia de la
humanidad, que se desarrolla en el tiempo, a la historia natural se le atribuía
exclusivamente el desarrollo en el espacio. Se negaba todo cambio, todo
desarrollo en la naturaleza. Las Ciencias Naturales, tan revolucionarias al
principio, se vieron frente a una naturaleza conservadora hasta la médula, en la
que todo seguía siendo como había sido en el principio y en la que todo debía
continuar, hasta el fin del mundo o eternamente, tal y como fuera desde el
principio mismo de las cosas.
Las Ciencias Naturales de la primera mitad del siglo XVIII se hallaban tan por
encima de la antigüedad griega en cuanto al volumen de sus conocimientos e
incluso en cuanto a la sistematización de los datos, como por debajo en cuanto a
la interpretación de los mismos, en cuanto a la concepción general de la
naturaleza. Para los filósofos griegos el mundo era, en esencia algo surgido del
caos, algo que se había desarrollado, que había llegado a ser. Para todos los
naturalistas del período que estamos estudiando el mundo era algo osificado,
inmutable, y para la [44] mayoría de ellos algo creado de golpe. La ciencia estaba
aún profundamente empantanada en la teología. En todas partes buscaba y
encontraba como causa primera un impulso exterior, que no se debía a la propia
naturaleza. Si la atracción, llamada pomposamente por Newton gravitación
universal, se concibe como una propiedad esencial de la materia, ¿de dónde
proviene la incomprensible fuerza tangencial que dio origen a las órbitas de los
planetas? ¿Cómo surgieron las innumerables especies vegetales y animales? ¿Y
cómo, en particular, surgió el hombre, respecto al cual se está de acuerdo en que
no existe de toda la eternidad? Al responder a estas preguntas, las Ciencias
Naturales se limitaban con harta frecuencia a hacer responsable de todo al
creador. Al comienzo de este período, Copérnico expulsó de la ciencia la
teología; Newton cierra esta época con el postulado del primer impulso divino. La
idea general más elevada alcanzada por las Ciencias Naturales del período
considerado es la de la congruencia del orden establecido en la naturaleza, la
teleología vulgar de Wolff, según la cual los gatos fueron creados para devorar a
los ratones, los ratones para ser devorados por los gatos y toda la naturaleza para
demostrar la sabiduría del creador. Hay que señalar los grandes méritos de la
filosofía de la época que, a pesar de la limitación de las Ciencias Naturales
contemporáneas, no se desorientó y —comenzando por Spinoza y acabando por
los grandes materialistas franceses— esforzóse tenazmente para explicar el
mundo partiendo del mundo mismo y dejando la justificación detallada de esta
idea a las Ciencias Naturales del futuro.
Incluyo también en este período a los materialistas del siglo XVIII, porque no
disponían de otros datos de las Ciencias Naturales que los descritos más arriba.
La obra de Kant, que posteriormente hiciera época, no llegaron a conocerla, y
Laplace apareció mucho después de ellos [6]. No olvidemos que si bien los
progresos de la ciencia abrieron numerosas brechas en esa caduca concepción
de la naturaleza, toda la primera mitad del siglo XIX se encontró, pese a todo,
bajo su influjo [«El carácter osificado de la vieja concepción de la naturaleza
ofreció el terreno para la síntesis y el balance de las Ciencias Naturales como un
todo íntegro: los enciclopedistas franceses, lo hicieron de un modo mecánico, lo
uno al lado del otro; luego aparecen Saint-Simon y la filosofía alemana de la
naturaleza, a la que Hegel dio cima»], en esencia, incluso hoy continúan
enseñándola en todas las escuelas [*] «El mecanismo entero de nuestro sistema
solar tiende, por todo cuanto hemos logrado comprender, a la preservación de lo
que existe, a su existencia prolongada e inmutable. Del mismo modo que ni un
solo animal y ni una sola planta en la Tierra se han hecho más perfectos o, en
general, diferentes desde los tiempos más remotos, del mismo modo que en
todos los organismos observamos únicamente estadios de contigüidad, y no de
sucesión, del mismo modo que nuestro propio género ha permanecido siempre el
mismo corporalmente, la mayor diversidad de los cuerpos celestes coexistentes
no nos da derecho a suponer que estas formas sean meramente distintas fases del
desarrollo; por el contrario, todo lo creado es igualmente perfecto de por sí».
(Mädler, "Astronomía popular", pág. 316, 5ª edición, Berlín, 1861)
Se refiere al libro: Mädler J. H., "Der Wunderbau des Weltalls oder populäre
Astronomie", 5 Aufl., Berlin, 1861. (N. de la Edit.).
[45]
La primera brecha en esta concepción fosilizada de la naturaleza no fue abierta
por un naturalista, sino por un filósofo. En 1755 apareció la "Historia universal de
la naturaleza y teoría del cielo" de Kant. La cuestión del primer impulso fue
eliminada; la Tierra y todo el sistema solar aparecieron como algo que había
devenido en el transcurso del tiempo. Si la mayoría aplastante de los naturalistas
no hubiese sentido hacia el pensamiento la aversión que Newton expresara en la
advertencia: «¡Física, ten cuidado de la metafísica!» [7], el genial descubrimiento
de Kant les hubiese permitido hacer deducciones que habrían puesto fin a su
interminable extravío por sinuosos vericuetos y ahorrado el tiempo y el esfuerzo
derrochados copiosamente al seguir falsas direcciones, porque el
descubrimiento de Kant era el punto de partida para todo progreso ulterior. Si la
Tierra era algo que había devenido, algo que también había devenido eran su
estado geológico, geográfico y climático, así como sus plantas y animales; la
Tierra no sólo debía tener su historia de coexistencia en el espacio, sino también
de sucesión en el tiempo. Si las Ciencias Naturales hubieran continuado sin
tardanza y de manera resuelta las investigaciones en esta dirección, hoy estarían
mucho más adelantadas. Pero, ¿qué podría dar de bueno la filosofía? La obra de
Kant no proporcionó resultados inmediatos, hasta que, muchos años después,
Laplace y Herschel no desarrollaron su contenido y no la fundamentaron con
mayor detalle, preparando así, gradualmente, la admisión de la «hipótesis de las
nebulosas». Descubrimientos posteriores dieron, por fin, la victoria a esta teoría;
los más importantes entre dichos descubrimientos fueron: el del movimiento
propio de las estrellas fijas, la demostración de que en el espacio cósmico existe
un medio resistente y la prueba, suministrada por el análisis espectral, de la
identidad química de la materia cósmica y la existencia —supuesta por Kant— de
masas nebulosas incandescentes. [La influencia retardadora de las mareas en la
rotación de la Tierra, también supuesta por Kant, sólo ahora ha sido
comprendida.]
[46]
Sin embargo, puede dudarse de que la mayoría de los naturalistas hubiera
adquirido pronto conciencia de la contradicción entre la idea de una Tierra sujeta
a cambios y la teoría de la inmutabilidad de los organismos que se encuentran en
ella, si la naciente concepción de que la naturaleza no existe simplemente sino
que se encuentra en un proceso de devenir y de cambio no se hubiera visto
apoyada por otro lado. Nació la geología y no sólo descubrió estratos geológicos
formados unos después de otros y situados unos sobre otros, sino la presencia en
ellos de caparazones, de esqueletos de animales extintos y de troncos, hojas y
frutos de plantas que hoy ya no existen. Se imponía reconocer que no sólo la
Tierra, tomada en su conjunto, tenía su historia en el tiempo, sino que también la
tenían su superficie y los animales y plantas en ella existentes. Al principio esto se
reconocía de bastante mala gana. La teoría de Cuvier acerca de las revoluciones
de la Tierra era revolucionaria de palabra y reaccionaria de hecho. Sustituía un
único acto de creación divina por una serie de actos de creación, haciendo del
milagro una palanca esencial de la naturaleza. Lyell fue el primero que introdujo
el sentido común en la geología, sustituyendo las revoluciones repentinas, antojo
del creador, por el efecto gradual de una lenta transformación de la Tierra [*].
La teoría de Lyell era más incompatible que todas las anteriores con la admisión
de la constancia de especies orgánicas. La idea de la transformación gradual de
la corteza terrestre y de las condiciones de vida en la misma llevaba de modo
directo a la teoría de la transformación gradual de los organismos y de su
adaptación al medio cambiante, llevaba a la teoría de la variabilidad de las
especies. Sin embargo, la tradición es una fuerza poderosa, no sólo en la Iglesia
católica, sino también en las Ciencias Naturales. Durante largos años el mismo
Lyell no advirtió esta contradicción, y sus discípulos, mucho menos. Ello fue
debido a la división del trabajo que llegó a dominar por entonces en las Ciencias
Naturales, en virtud de la cual cada investigador se limitaba, más o menos, a su
especialidad, siendo muy contados los que no perdieron la capacidad de abarcar
el todo con su mirada.
Mientras tanto, la física había hecho enormes progresos, cuyos resultados fueron
resumidos casi simultáneamente por tres personas en 1842, año que hizo época
en esta rama de las Ciencias [47] Naturales. Mayer, en Heilbronn, y Joule, en
Mánchoster, demostraron la transformación del calor en fuerza mecánica y de la
fuerza mecánica en calor. La determinación del equivalente mecánico del calor
puso fin a todas las dudas al respecto. Mientras tanto Grove, que no era un
naturalista de profesión, sino un abogado inglés, demostraba, mediante una
simple elaboración de los resultados sueltos ya obtenidos por la física, que todas
las llamadas fuerzas físicas —la fuerza mecánica, el calor, la luz, la electricidad, el
magnetismo, e incluso la llamada energía química— se transformaban unas en
otras en determinadas condiciones, sin que se produjera la menor pérdida de
energía. Grove probó así, una vez más, con método físico, el principio formulado
por Descartes al afirmar que la cantidad de movimiento existente en el mundo es
siempre la misma. Gracias a este descubrimiento, las distintas fuerzas físicas,
estas «especies» inmutables, por así decirlo, de la física, se diferenciaron en
distintas formas del movimiento de la materia, que se transformaban unas en otras
siguiendo leyes determinadas. Se desterró de la ciencia la casualidad de la
existencia de tal o cual cantidad de fuerzas físicas, pues quedaron demostradas
sus interconexiones y transiciones. La física, como antes la astronomía, llegó a un
resultado que apuntaba necesariamente el ciclo eterno de la materia en
movimiento como la úItima conclusión de la ciencia.
El desarrollo maravillosamente rápido de la química desde Lavoisier y, sobre
todo, desde Dalton, atacó, por otro costado, las viejas concepciones de la
naturaleza. La obtención por medios inorgánicos de compuestos que hasta
entonces sólo se habían producido en los organismos vivos, demostró que las
leyes de la química tenían la misma validez para los cuerpos orgánicos que para
los inorgánicos y salvó en gran parte el supuesto abismo entre la naturaleza
inorgánica y la orgánica, abismo que ya Kant estimaba insuperable por los siglos
de los siglos.
Finalmente, también en la esfera de las investigaciones biológicas, sobre todo los
viajes y las expediciones científicas organizados de modo sistemático a partir de
mediados del siglo pasado, el estudio más meticuloso de las colonias europeas en
todas las partes del mundo por especialistas que vivían allí, y, además, las
realizaciones de la paleontología, la anatomía y la fisiología en general, sobre
todo desde que empezó a usarse sistemáticamente el microscopio y se descubrió
la célula; todo esto ha acumulado tantos datos, que se ha hecho posible —y
necesaria— la aplicación del método comparativo. [Embriología.] De una parte,
la geografía física comparada permitió determinar las condiciones de vida de las
distintas floras y faunas; de otra parte, se [48] comparó unos con otros distintos
organismos según sus órganos homólogos, y por cierto no sólo en el estado de
madurez, sino en todas las fases de su desarrollo. Y cuanto más profunda y exacta
era esta investigación, tanto más se esfumaba el rígido sistema que suponía la
naturaleza orgánica inmutable y fija. No sólo se iban haciendo más difusas las
fronteras entre las distintas especies vegetales y animales, sino que se
descubrieron animales, como el anfioxo y la lepidosirena [8] Lepidosirena: pez
dipneumónido, es decir, con respiración pulmonar y branquial; vive en
Sudamérica.- 48, que parecían mofarse de toda la clasificación existente hasta
entonces [Ceratodus. Ditto archeoptery [9] Archeopteryx: vertebrado fósil, uno de
los más antiguos representantes de la clase de las aves; presenta, al propio
tiempo, ciertos caracteres de los reptiles.- 48, etc.]; finalmente, fueron hallados
organismos de los que ni siquiera se puede decir si pertenecen al mundo animal
o al vegetal. Las lagunas en los anales de la paleontología iban siendo llenadas
una tras otra, lo que obligaba a los más obstinados a reconocer el asombroso
paralelismo existente entre la historia del desarrollo del mundo orgánico en su
conjunto y la historia del desarrollo de cada organismo por separado, ofreciendo
el hilo de Ariadna, que debía indicar la salida del laberinto en que la botánica y la
zoología parecían cada vez más perdidas. Es de notar que casi al mismo tiempo
que Kant atacaba la doctrina de la eternidad del sistema solar, C. F. Wolff
desencadenaba, en 1759, el primer ataque contra la teoría de la constancia de las
especies y proclamaba la teoría de la evolución [10]. Pero lo que en él sólo era
una anticipación brillante tomó una forma concreta en manos de Oken, Lamarck y
Baer y fue victoriosamente implantado en la ciencia por Darwin [11], en 1859,
exactamente cien años después. Casi al mismo tiempo quedó establecido que el
protoplasma y la célula, considerados hasta entonces como los últimos
constituyentes morfológicos de todos los organismos, eran también formas
orgánicas inferiores con existencia independiente. Todas estas realizaciones
redujeron al mínimo el abismo entre la naturaleza inorgánica y la orgánica y
eliminaron uno de los principales obstáculos que se alzaban ante la teoría de la
evolución de los organismos. La nueva concepción de la naturaleza hallábase ya
trazada en sus rasgos fundamentales: toda rigidez se disolvió, todo lo inerte cobró
movimiento, toda particularidad considerada como eterna resultó pasajera, y
quedó demostrado que la naturaleza se mueve en un flujo eterno y cíclico.
***
Y así hemos vuelto a la concepción del mundo que tenían los grandes fundadores
de la filosofía griega, a la concepción de que toda la naturaleza, desde sus
partículas más ínfimas hasta sus cuerpos más gigantescos, desde los granos de
arena hasta los soles, desde los protistas [12] hasta el hombre, se halla en un [49]
estado perenne de nacimiento y muerte, en flujo constante, sujeto a incesantes
cambios y movimientos. Con la sola diferencia esencial de que lo que fuera para
los griegos una intuición genial es en nuestro caso el resultado de una estricta
investigación científica basada en la experiencia y, por ello, tiene una forma más
terminada y más clara. Es cierto que la prueba empírica de este movimiento
cíclico no está exenta de lagunas, pero éstas, insignificantes en comparación con
lo que se ha logrado ya establecer firmemente, son menos cada año. Además,
¿cómo puede estar dicha prueba exenta de lagunas en algunos detalles si
tomamos en consideración que las ramas más importantes del saber —la
astronomía transplanetaria, la química, la geología— apenas si cuentan un siglo,
que la fisiología comparada apenas si tiene cincuenta años y que la forma básica
de casi todo desarrollo vital, la célula, fue descubierta hace menos de cuarenta?
***
Los innumerables soles y sistemas solares de nuestra isla cósmica, limitada por
los anillos estelares extremos de la Vía Láctea, se han desarrollado debido a la
contracción y enfriamiento de nebulosas incandescentes, sujetas a un movimiento
en torbellino cuyas leyes quizá sean descubiertas cuando varios siglos de
observación nos proporcionen una idea clara del movimiento propio de las
estrellas. Evidentemente, este desarrollo no se ha operado en todas partes con la
misma rapidez. La astronomía se ve más y más obligada a reconocer que, además
de los planetas, en nuestro sistema estelar existen cuerpos opacos, soles extintos
(Mädler); por otra parte (según Secchi), una parte de las manchas nebulares
gaseosas pertenece a nuestro sistema estelar como soles aún no formados, lo que
no excluye la posibilidad de que otras nebulosas, como afirma Mädler, sean
distantes islas cósmicas independientes, cuyo estadio relativo de desarrollo debe
ser establecido por el espectroscopio.
Laplace demostró con todo detalle, y con maestría insuperada hasta la fecha,
cómo un sistema solar se desarrolla a partir de una masa nebular independiente;
realizaciones posteriores de la ciencia han ido probando su razón cada vez con
mayor fuerza.
En los cuerpos independientes formados así —tanto en los soles como en los
planetas y en sus satélites— prevalece al principio la forma de movimiento de la
materia a la que hemos denominado calor. No se puede hablar de compuestos de
elementos químicos ni siquiera a la temperatura que tiene actualmente el Sol;
observaciones posteriores sobre éste nos demostrarán hasta que punto el calor se
transforma en estas condiciones en [50] electricidad o en magnetismo; ya está
casi probado que los movimientos mecánicos que se operan en el Sol se deben
exclusivamente al conflicto entre el calor y la gravedad.
Los cuerpos desgajados de las nebulosas se enfrían más rápidamente cuanto más
pequeños son. Primero se enfrían los satélites, los asteroides y los meteoritos, del
mismo modo que nuestra Luna ha enfriado hace mucho. En los planetas este
proceso se opera más despacio, y en el astro central, aún con la máxima lentitud.
Paralelamente al enfriamiento progresivo empieza a manifestarse con fuerza
creciente la interacción de las formas físicas de movimiento que se transforman
unas en otras, hasta que, al fin, se llega a un punto en que la afinidad química
empieza a dejarse sentir, en que los elementos químicos antes indiferentes se
diferencian químicamente, adquieren propiedades químicas y se combinan unos
con otros. Estas combinaciones cambian de continuo con la disminución de la
temperatura —que influye de un modo distinto no ya sólo en cada elemento, sino
en cada combinación de elementos—; cambian con el consecuente paso de una
parte de la materia gaseosa primero al estado líquido y después al sólido y con
las nuevas condiciones así creadas.
El período en que el planeta adquiere su corteza sólida y aparecen
acumulaciones de agua en su superficie coincide con el período en que la
importancia de su calor intrínseco disminuye más y más en comparación con el
que recibe del astro central. Su atmósfera se convierte en teatro de fenómenos
meteorológicos en el sentido que damos hoy a esta palabra, y su superficie, en
teatro de cambios geológicos, en los que los depósitos, resultado de las
precipitaciones atmosféricas, van ganando cada vez mayor preponderancia sobre
los efectos, lentamente menguantes, del fluido incandescente que constituye su
núcleo interior.
Finalmente, cuando la temperatura ha descendido hasta tal punto —por lo menos
en una parte importante de la superficie— que ya no rebasa los límites en que la
albúmina es capaz de vivir, se forma, si se dan otras condiciones químicas
favorables, el protoplasma vivo. Hoy aún no sabemos qué condiciones son ésas,
cosa que no debe extrañarnos, ya que hasta la fecha no se ha logrado establecer
la fórmula química de la albúmina, ni siquiera conocemos cuántos albuminoides
químicamente diferentes existen, y sólo hace unos diez años que sabemos que la
albúmina completamente desprovista de estructura cumple todas las funciones
esenciales de la vida: la digestión, la excreción, el movimiento, la contracción, la
reacción a los estímulos y la reproducción.
Pasaron seguramente miles de años antes de que se dieran las condiciones para
el siguiente paso adelante y de la albúmina [51] informe surgiera la primera
célula, merced a la formación del núcleo y de la membrana. Pero con la primera
célula se obtuvo la base para el desarrollo morfológico de todo el mundo
orgánico; lo primero que se desarrolló, según podemos colegir tomando en
consideración los datos que suministran los archivos de la paleontología, fueron
innumerables especies de protistas acelulares y celulares —de ellas sólo ha
llegado hasta nosotros el Eozoon canadense [13]— que fueron diferenciándose
hasta formar las primeras plantas y los primeros animales. Y de los primeros
animales se desarrollaron, esencialmente gracias a la diferenciación, incontables
clases, órdenes, familias, géneros y especies, hasta llegar a la forma en la que el
sistema nervioso alcanza su más pleno desarrollo, a los vertebrados, y finalmente,
entre éstos, a un vertebrado, en que la naturaleza adquiere conciencia de sí
misma, el hombre.
También el hombre surge por la diferenciación, y no sólo como individuo —
desarrollándose a partir de un simple óvulo hasta formar el organismo más
complejo que produce la naturaleza—, sino también en el sentido histórico.
Cuando después de una lucha de milenios la mano se diferenció por fin de los
pies y se llegó a la actitud erecta, el hombre se hizo distinto del mono y quedó
sentada la base para el desarrollo del lenguaje articulado y para el poderoso
desarrollo del cerebro, que desde entonces ha abierto un abismo infranqueable
entre el hombre y el mono. La especialización de la mano implica la aparición de
la herramienta, y ésta implica la actividad específicamente humana, la acción
recíproca transformadora del hombre sobre la naturaleza, la producción.
También los animales tienen herramientas en el sentido más estrecho de la
palabra, pero sólo como miembros de su cuerpo: la hormiga, la abeja, el castor;
los animales también producen, pero el efecto de su producción sobre la
naturaleza que les rodea es en relación a esta última igual a cero. Unicamente el
hombre ha logrado imprimir su sello a la naturaleza, y no sólo llevando plantas y
animales de un lugar a otro, sino modificando también el aspecto y el clima de su
lugar de habitación y hasta las propias plantas y los animales hasta tal punto, que
los resultados de su actividad sólo pueden desaparecer con la extinción general
del globo terrestre. Y esto lo ha conseguido el hombre, ante todo y sobre todo,
valiéndose de la mano. Hasta la máquina de vapor, que es hoy por hoy su
herramienta más poderosa para la transformación de la naturaleza, depende en
fin de cuentas, como herramienta, de la actividad de las manos. Sin embargo,
paralelamente a la mano fue desarrollándose, paso a paso, la cabeza; iba
apareciendo la conciencia, primero de las condiciones necesarias para obtener
ciertos resultados prácticos [52] útiles; después, sobre la base de esto, nació
entre los pueblos que se hallaban en una situación más ventajosa la comprensión
de las leyes de la naturaleza que determinan dichos resultados útiles. Al mismo
tiempo que se desarrollaba rápidamente el conocimiento de las leyes de la
naturaleza, aumentaban los medios de acción recíproca sobre ella; la mano sola
nunca hubiera logrado crear la máquina de vapor si, paralelamente, y en parte
gracias a la mano, no se hubiera desarrollado correlativamente el cerebro del
hombre.
Con el hombre entramos en la historia. También los animales tienen una historia,
la de su origen y desarrollo gradual hasta su estado presente. Pero, los animales
son objetos pasivos de la historia, y en cuanto toman parte en ella, esto ocurre sin
su conocimiento o voluntad. Los hombres, por el contrario, a medida que se
alejan más de los animales en el sentido estrecho de la palabra, en mayor grado
hacen su historia ellos mismos, conscientemente, y tanto menor es la influencia
que ejercen sobre esta historia las circunstancias imprevistas y las fuerzas
incontroladas, y tanto más exactamente se corresponde el resultado histórico con
los fines establecidos de antemano. Pero si aplicamos este rasero a la historia
humana, incluso a la historia de los pueblos más desarrollados de nuestro siglo,
veremos que incluso aquí existe todavía una colosal discrepancia entre los
objetivos propuestos y los resultados obtenidos, veremos que continúan
prevaleciendo las influencias imprevistas, que las fuerzas incontroladas son
mucho más poderosas que las puestas en movimiento de acuerdo a un plan. Y
esto no será de otro modo mientras la actividad histórica más esencial de los
hombres, la que los ha elevado desde el estado animal al humano y forma la base
material de todas sus demás actividades —me refiero a la producción de sus
medios de subsistencia, es decir, a lo que hoy llamamos producción social— se
vea particularmente subordinada a la acción imprevista de fuerzas incontroladas
y mientras el objetivo deseado se alcance sólo como una excepción y mucho más
frecuentemente se obtengan resultados diametralmente opuestos. En los países
industriales más adelantados hemos sometido a las fuerzas de la naturaleza,
poniéndolas al servicio del hombre; gracias a ello hemos aumentado
inconmensurablemente la producción, de modo que hoy un niño produce más
que antes cien adultos. Pero, ¿cuáles han sido las consecuencias de este
acrecentamiento de la producción? El aumento del trabajo agotador, una miseria
creciente de las masas y un crac inmenso cada diez años. Darwin no sospechaba
qué sátira tan amarga escribía de los hombres, y en particular de sus
compatriotas, cuando demostró que la libre concurrencia, la lucha por la
existencia celebrada por los economistas como la [53] mayor realización
histórica, era el estado normal del mundo animal. Unicamente una organización
consciente de la producción social, en la que la producción y la distribución
obedezcan a un plan, puede elevar socialmente a los hombres sobre el resto del
mundo animal, del mismo modo que la producción en general les elevó como
especie. El desarrollo histórico hace esta organización más necesaria y más
posible cada día. A partir de ella datará la nueva época histórica en la que los
propios hombres, y con ellos todas las ramas de su actividad, especialmente las
Ciencias Naturales, alcanzarán éxitos que eclipsarán todo lo conseguido hasta
entonces.
Pero «todo lo que nace es digno de morir» [*]. Quizá antes pasen millones de
años, nazcan y bajen a la tumba centenares de miles de generaciones, pero se
acerca inexorablemente el tiempo en que el calor decreciente del Sol no podrá
ya derretir el hielo procedente de los polos; la humanidad, más y más hacinada
en torno al ecuador, no encontrará ni siquiera allí el calor necesario para la vida;
irá desapareciendo paulatinamente toda huella de vida orgánica, y la Tierra,
muerta, convertida en una esfera fría, como la Luna, girará en las tinieblas más
profundas, siguiendo órbitas más y más reducidas, en torno al Sol, también
muerto, sobre el que, a fin de cuentas, terminará por caer. Unos planetas correrán
esa suerte antes y otros después que la Tierra; y en lugar del luminoso y cálido
sistema solar, con la armónica disposición de sus componentes, quedará tan sólo
una esfera fría y muerta, que aún seguirá su solitario camino por el espacio
cósmico. El mismo destino que aguarda a nuestro sistema solar espera antes o
después a todos los demás sistemas de nuestra isla cósmica, incluso a aquellos
cuya luz jamás alcanzará la Tierra mientras quede un ser humano capaz de
percibirla.
¿Pero qué ocurrirá cuando este sistema solar haya terminado su existencia,
cuando haya sufrido la suerte de todo lo finito, la muerte? ¿Continuará el cadáver
del Sol rodando eternamente por el espacio infinito, y todas las fuerzas de la
naturaleza, antes infinitamente diferenciadas, se convertirán en una única forma
del movimiento, en la atracción?
«¿O —como pregunta Secchi (pág. 810)— hay en la naturaleza fuerzas capaces de
hacer que el sistema muerto vuelva a su estado original de nebulosa
incandescente, capaces de despertarlo a una nueva vida? No lo sabemos».
Sin duda, no lo sabemos en el sentido que sabemos que 2 X 2 = 4 o que la
atracción de la materia aumenta y disminuye en razón del cuadrado de la
distancia. Pero en las Ciencias Naturales [54] teóricas —que en lo posible unen su
concepción de la naturaleza en un todo armónico y sin las cuales en nuestros días
no puede hacer nada el empírico más limitado—, tenemos que operar a menudo
con magnitudes imperfectamente conocidas; y la consecuencia lógica del
pensamiento ha tenido que suplir, en todos los tiempos, la insuficiencia de
nuestros conocimientos. Las Ciencias Naturales contemporáneas se han visto
constreñidas a tomar de la filosofía el principio de la indestructibilidad del
movimiento; sin este principio las Ciencias Naturales ya no pueden existir. Pero
el movimiento de la materia no es únicamente tosco movimiento mecánico, mero
cambio de lugar; es calor y luz, tensión eléctrica y magnética, combinación
química y disociación, vida y, finalmente, conciencia. Decir que la materia
durante toda su existencia ilimitada en el tiempo sólo una vez —y ello por un
período infinitamente corto, en comparación con su eternidad— ha podido
diferenciar su movimiento y, con ello, desplegar toda la riqueza del mismo, y que
antes y después de ello se ha visto limitada eternamente a simples cambios de
lugar; decir esto equivale a afirmar que la materia es perecedera y el movimiento
pasajero. La indestructibilidad del movimiento debe ser comprendida no sólo en
el sentido cuantitativo, sino también en el cualitativo. La materia cuyo mero
cambio mecánico de lugar incluye la posibilidad de transformación, si se dan
condiciones favorables, en calor, electricidad, acción química, vida, pero que es
incapaz de producir esas condiciones por sí misma, esa materia ha sufrido
determinado perjuicio en su movimiento. El movimiento que ha perdido la
capacidad de verse transformado en las distintas formas que le son propias, si
bien posee aún dynamis [*], no tiene ya energeia *[*], y por ello se halla
parcialmente destruido. Pero lo uno y lo otro es inconcebible.
En todo caso, es indudable que hubo un tiempo en que la materia de nuestra isla
cósmica convertía en calor una cantidad tan enorme de movimiento —hasta hoy
no sabemos de qué género—, que de él pudieron desarrollarse los sistemas
solares pertenecientes (según Mädler) por lo menos a veinte millones de estrellas
y cuya extinción gradual es igualmente indudable. ¿Cómo se operó esta
transformación? Sabemos tan poco como sabe el padre Secchi si el futuro caput
mortuum **[*] de nuestro sistema solar se convertirá de nuevo, alguna vez, en
materia prima para nuevos [55] sistemas solares. Pero aquí nos vemos obligados
a recurrir a la ayuda del creador o a concluir que la materia prima incandescente
que dio origen a los sistemas solares de nuestra isla cósmica se produjo de forma
natural, por transformaciones del movimiento que son inherentes por naturaleza a
la materia en movimiento y cuyas condiciones deben, por consiguiente, ser
reproducidas por la materia, aunque sea después de millones y millones de años,
más o menos accidentalmente, pero con la necesidad que es también inherente a
la casualidad.
Ahora es más y más admitida la posibilidad de semejante transformación. Se llega
a la convicción de que el destino final de los cuerpos celestes es de caer unos en
otros y se calcula incluso la cantidad de calor que debe desarrollarse en tales
colisiones. La aparición repentina de nuevas estrellas y el no menos repentino
aumento del brillo de estrellas hace mucho conocidas —de lo cual nos informa la
astronomía—, pueden ser fácilmente explicados por semejantes colisiones.
Además, debe tenerse en cuenta que no sólo nuestros planetas giran alrededor
del Sol y que no sólo nuestro Sol se mueve dentro de nuestra isla cósmica, sino
que toda esta última se mueve en el espacio cósmico, hallándose en equilibrio
temporal relativo con las otras islas cósmicas, pues incluso el equilibrio relativo
de los cuerpos que flotan libremente puede existir únicamente allí donde el
movimiento está recíprocamente condicionado; además, algunos admiten que la
temperatura en el espacio cósmico no es en todas partes la misma. Finalmente,
sabemos que, excepción hecha de una porción infinitesimal, el calor de los
innumerables soles de nuestra isla cósmica desaparece en el espacio cósmico,
tratando en vano de elevar su temperatura aunque nada más sea que en una
millonésima de grado centígrado. ¿Qué sé hace de toda esa enorme cantidad de
calor? ¿Se pierde para siempre en su intento de calentar el espacio cósmico, cesa
de existir prácticamente y continúa existiendo sólo teóricamente en el hecho de
que el espacio cósmico se ha calentado en una fracción decimal de grado, que
comienza con diez o más ceros? Esta suposición niega la indestructibilidad del
movimiento; admite la posibilidad de que por la caída sucesiva de los cuerpos
celestes unos sobre otros, todo el movimiento mecánico existente se convertirá
en calor irradiado al espacio cósmico, merced a lo cual, a despecho de toda la
«indestructibilidad de la fuerza», cesaría, en general, todo movimiento. (Por
cierto, aquí se ve cuán poco acertada es la expresión indestructibilidad de la
fuerza en lugar de indestructibilidad del movimiento.) Llegamos así a la
conclusión de que el calor irradiado al espacio cósmico debe, de un modo u otro
—llegará un tiempo en que las Ciencias Naturales se impongan la tarea de
averiguarlo—, convertirse en otra forma del [56] movimiento en la que tenga la
posibilidad de concentrarse una vez más y funcionar activamente. Con ello
desaparece el principal obstáculo que hoy existe para el reconocimiento de la
reconversión de los soles extintos en nebulosas incandescentes.
Además, la sucesión eternamente reiterada de los mundos en el tiempo infinito es
únicamente un complemento lógico a la coexistencia de innumerables mundos en
el espacio infinito. Este es un principio cuya necesidad indiscutible se ha visto
forzado a reconocer incluso el cerebro antiteórico del yanqui Draper [*].
Este es el ciclo eterno en que se mueve la materia, un ciclo que únicamente cierra
su trayectoria en períodos para los que nuestro año terrestre no puede servir de
unidad de medida, un ciclo en el cual el tiempo de máximo desarrollo, el tiempo
de la vida orgánica y, más aún, el tiempo de vida de los seres conscientes de sí
mismos y de la naturaleza, es tan parcamente medido como el espacio en que la
vida y la autoconciencia existen; un ciclo en el que cada forma finita de existencia
de la materia —lo mismo si es un sol que una nebulosa, un individuo animal o una
especie de animales, la combinación o la disociación química— es igualmente
pasajera y en el que no hay nada eterno do no ser la materia en eterno
movimiento y transformación y las leyes según las cuales se mueve y se
transforma. Pero, por más frecuente e inexorablemente que este ciclo se opere
en el tiempo y en el espacio, por más millones de soles y tierras que nazcan y
mueran, por más que puedan tardar en crearse en un sistema solar e incluso en
un solo planeta las condiciones para la vida orgánica, por más innumerables que
sean los seres orgánicos que deban surgir y perecer antes de que se desarrollen
de su medio animales con un cerebro capaz de pensar y que encuentren por un
breve plazo condiciones favorables para su vida, para ser luego también
aniquilados sin piedad, tenemos la certeza de que la materia será eternamente la
misma en todas sus transformaciones, de que ninguno de sus atributos puede
jamás perderse y que por ello, con la misma necesidad férrea con que ha de
exterminar en la Tierra su creación superior, la mente pensante, ha de volver a
crearla en algún otro sitio y en otro tiempo.
Escrito por F. Engels en 1875-1876. Se publica de acuerdo con el
manuscrito.
Publicado por primera vez en alemán
y ruso en el Archivo de Marx Traducido del alemán.
y Engels, II. 1925.
NOTAS
[1]
26 La "Dialéctica de la Naturaleza": una de las principales obras de F. Engels; se da en ella una
síntesis dialéctico-materialista de los mayores adelantos de las Ciencias Naturales de mediados
del siglo XIX, se desarrolla la dialéctica materialista y se hace la crítica de las concepciones
metafísicas e idealistas en las Ciencias Naturales.
[*******] Literalmente: los años quinientos, es decir, el siglo XVI. (N. de la Edit.)
[2] 27 Se alude a la Gran Guerra campesina en Alemania de 1524 a 1525.- 39
[*******] Textualmente: círculo de las tierras; así llamaban los antiguos romanos el mundo, la
Tierra. (N. de la Edit.)
[3] 28 Engels se refiere al coral de Lutero "Ein feste Burg ist unser Gott" («El Señor es nuestro
firme baluarte»). E. Heine, en su obra "Historia de la religión y la filosofía en Alemania", segundo
tomo, llama a este canto "La Marsellesa de la Reforma".- 41
[4] 29 Copérnico recibió el ejemplar de su libro "De Revolutionibus Orbium Coelestium" («De las
revoluciones de los círculos celestiales») en el que exponía el sistema heliocéntrico del mundo, el
24 de mayo (calendario juliano) de 1543, el día de su muerte.- 41
[*] Aquí y en los casos siguientes damos en paréntesis cuadrados las palabras escritas por Engels
en los márgenes del manuscrito. (N. de la Edit.)
[5] 30 Según los criterios que reinaban en la química del siglo XVIII, se consideraba que el
proceso de combustión se hallaba condicionado por la existencia de una substancia especial en
los cuerpos, el flogisto, que se segregaba de ellos durante la combustión. El eminente químico
francés A. Lavoisier demostró la inconsistencia de esta teoría y dio la explicación justa del
proceso como reacción de combinación de un cuerpo combustible con el oxígeno.- 42, 64, 368
[6] 31 Trátase del libro de Kant "Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels" («Historia
universal de la naturaleza y teoría del cielo»), publicado anónimo en 1755. En dicha obra se
exponía la hipótesis cosmogónica de Kant, según la cual el sistema solar se habrá desarrollado a
partir de una nebulosa originaria. Laplace expuso por vez primera su hipótesis acerca de la
formación del sistema solar en el último capítulo de su obra "Exposition du systême du monde",
tomos I y II, París, 1796.- 44
[*] Cuán firmemente se aferraba en 1861 a estas concepciones un hombre cuyos trabajos
científicos proporcionaron mucho y muy valioso material para superarlas lo demuestran las
siguientes palabras clásicas:
[7] 32 Se alude a la idea expresada por I. Newton en el trabajo "Philosophiae naturalis principia
mathematica" («Principios matemáticos de la filosofía natural»), libro tercero. Consideraciones
generales. Al referirse a esta expresión de Newton, Hegel, en su "Enciclopedia de las ciencias
filosóficas", § 98, Adición I, hacía notar: «Newton ...advirtió abiertamente a la física para que no
incurriera en la metafísica...».- 45
[*] El defecto de las concepciones de Lyell —por lo menos en su forma original— consiste en que
considera las fuerzas que actúan sobre la Tierra como fuerzas constantes, tanto cualitativa como
cuantitativamente. Para él no existe el enfriamiento de la Tierra y ésta no se desarrolla en una
dirección determinada, sino que cambia solamente de modo casual y sin conexión.
[8] 33 Anfioxo: pequeño animal pisciforme; es una forma transitoria de los invertebrados a los
vertebrados; vive en varios mares y océanos.
[9] 34 Ceratodus: pez dipneumónido de Australia.
[10] 35 Trátase de la disertación de K. F. Wolff "Theoria generationis" («La teoría de la
generación»), publicada en 1759.- 48
[11] 36 En 1859 vio la luz el libro de C. Darwin "El origen de las especies".- 48
[12] 37 Protista: nombre que propuso Haeckel para designar un extenso grupo de organismos
inferiores (unicelulares y acelulares) que, a la par de los dos reinos de organismos multicelulares
(animales y vegetales), forma un tercer reino especial de la naturaleza orgánica.- 48
[13] 38 Eozoon canadense: mineral hallado en el Canadá, que se creyó un fósil de organismos
primitivos. En 1878, el zoólogo alemán K. Möbius mostró que este mineral no era de origen
orgánico.- 51
[*] Palabras de Mefistófeles en el "Fausto" de Goethe, parte I, escena III. (N. de la Edit.)
[*] Posibilidad. (N. de la Edit.)
[**] Realidad. (N. de la Edit.)
[***] «Caput mortuum»: literalmente, «cabeza muerta»; en el sentido figurado, de restos mortales,
desechos después de la calcinación, reacción química, etc., aquí se trata del Sol apagado con los
planetas muertos caídos sobre él. (N. de la Edit.)
[*] «La multiplicidad de los mundos en el espacio infinito lleva a la concepción de una sucesión de
mundos en el tiempo infinito». J. W. Draper, "History of the Intellectual Development of Europe", II,
p. 325 («Historia del desarrollo intelectual de Europa», t. II, pág. 325). (N. de la Edit.)
[57]
F. ENGELS
VIEJO PROLOGO PARA EL [ANTI]-DÜHRING.
SOBRE LA DIALÉCTICA
El presente trabajo no es, ni mucho menos, fruto de ningún «impulso interior».
Lejos de eso, mi amigo Liebknecht puede atestiguar cuánto esfuerzo le costó
convencerme de la necesidad de analizar críticamente la novísima teoría
socialista del señor Dühring. Una vez resuelto a ello, no tenía más remedio que
investigar esta teoría, que se expone a sí misma como el último fruto práctico de
un nuevo sistema filosófico, analizando por consiguiente, en relación con este
sistema, el sistema mismo. Me vi, pues, obligado a seguir al señor Dühring por
aquellos anchos campos, en los que trata de todas las cosas posibles y de unas
cuantas más. Y así surgió toda una serie de artículos, que vieron la luz en el
«Vorwärts» [1] de Leipzig desde comienzos del año 1877 y que se recogen,
ordenados, en este volumen.
Dos circunstancias deben excusar el que la crítica de un sistema, tan
insignificante pese a toda su jactancia, adopte unas proporciones tan grandes,
impuestas por el tema. Por una parte, esta crítica me brindaba la ocasión para
desarrollar de un modo positivo, en los más diversos campos de la ciencia, mis
ideas acerca de las cuestiones en litigio que encierran hoy un interés general,
científico o práctico. Y aunque esta obra no persigue, ni mucho menos, el
designio de oponer un nuevo sistema al sistema del señor Dühring, confío en que
la trabazón interna entre las ideas expuestas [58] por mí, a pesar de la diversidad
de materias tratadas, no escapará a la percepción del lector.
Y por otra parte, el señor Dühring, como «creador de sistema», no es un
fenómeno aislado en la Alemania actual. Desde hace algún tiempo, en Alemania
brotan por docenas, como las setas después de la lluvia, de la noche a la mañana,
los sistemas filosóficos, y principalmente los sistemas de filosofía de la naturaleza,
para no hablar de los innumerables sistemas nuevos de política, Economía
política, etc. Y tal parece como si en la ciencia quisiera también aplicarse ese
postulado del Estado moderno que supone a todo ciudadano capaz para juzgar de
todos los problemas acerca de los cuales se le pide el voto, o el postulado de la
Economía política según el cual todo consumidor conoce al dedillo las
mercancías que necesita para el sustento de su vida. Todo el mundo puede
escribir de todo, y consiste precisamente en eso la «libertad de la ciencia», en
escribir con especial desembarazo de cosas que no se han estudiado, haciéndolo
pasar como el único método rigurosamente científico. El señor Dühring es, sin
embargo, uno de los tipos más representativos de esa ruidosa seudociencia que,
por todas partes se coloca hoy en Alemania, a fuerza de codazos, en primera fila y
que atruena el espacio con su estrepitoso y sublime absurdo. Ruido de latón en
poesía, en filosofía, en Economía política, en historia; sublime absurdo en la
cátedra y en la tribuna; ruido de latón por todas partes; sublime absurdo, que se
arroga una gran superioridad y profundidad de pensamiento, a diferencia del
simple, trivial y vulgar ruido de latón de otros pueblos, es el producto más
característico y más abundante de la industria intelectual alemana, barato pero
malo, ni más ni menos que los demás artículos alemanes, sólo que,
desgraciadamente, no fue representado conjuntamente con estos últimos en
Filadelfia [2]. Hasta el socialismo alemán, sobre todo desde que el señor Dühring
dio el buen ejemplo, ha hecho últimamente grandes progresos en este arte del
sublime absurdo; el que, en la práctica, el movimiento socialdemócrata se deje
influir tan poco por el confusionismo de ese sublime absurdo, es una prueba más
de la maravillosa y sana naturaleza de nuestra clase obrera, en un país en el que,
a excepción de Las Ciencias Naturales, todo parece estar actualmente enfermo.
Cuando, en su discurso pronunciado en el congreso de naturalistas de Munich,
Nägeli afirmaba que el conocimiento humano jamás revestiría el carácter de la
omnisciencia, ignoraba evidentemente los logros del señor Dühring. Estos logros
me han obligado a mí a seguir a su autor por una serie de campos en los que, a lo
sumo, sólo he podido moverme en calidad de aficionado. Esto se refiere
principalmente a las distintas ramas de las Ciencias [59] Naturales, donde hasta
hoy solía considerarse como pecado de arrogancias el que un «profano» osase
entrometerse con su opinión. Sin embargo, me ha animado en cierto modo el
juicio enunciado, también en Munich, por el señor Wirchow, al que nos referimos
más detenidamente en otro lugar, de que fuera del campo de su propia
especialidad, todo naturalista es sólo semidocto [3], es decir, un profano. Y así
como tal o cual especialista se permite y no tiene más remedio que permitirse, de
vez en cuando, pisar un terreno colindante con el suyo, cuyos especialistas le
perdonan sus torpezas de expresión y sus pequeñas inexactitudes, yo me he
tomado también la libertad de citar una serie de fenómenos y de leyes naturales
como ejemplos demostrativos de mis ideas teóricas generales, y confío en que
podré contar con la misma indulgencia [*]. Los resultados de las modernas
Ciencias Naturales se imponen a todo el que se ocupe en cuestiones teóricas con
la misma fuerza irresistible con que los naturalistas de hoy se ven arrastrados,
quieran o no, a deducciones teóricas generales. Y aquí se establece una cierta
compensación. Pues si los teóricos son semidoctos en el campo de las Ciencias
Naturales, por su parte, los naturalistas de hoy día no lo son menos en el terreno
teórico, en el terreno de lo que hasta aquí ha venido calificándose como filosofía.
La investigación empírica de la naturaleza ha acumulado una masa tan enorme de
material positivo de conocimiento, que la necesidad de ordenarlo
sistemáticamente y por su trabazón interna en cada campo de investigación es
algo sencillamente irrefutable. Y no menos irrefutable es la necesidad de
establecer la debida trabazón entre los distintos campos del conocimiento. Pero
con esto, las Ciencias Naturales entran en el campo teórico, donde fallan los
métodos empíricos y donde sólo el pensamiento teórico puede prestar un
servicio. Mas el pensar teórico sólo es un don natural en lo que a la capacidad se
refiere. Esta capacidad ha de ser cultivada y desarrollada, y hasta hoy, no existe
más remedio para su cultivo y desarrollo que el estudio de la filosofía anterior.
El pensamiento teórico de toda época, incluyendo, por tanto, el de la nuestra, es
un producto histórico que en períodos distintos reviste formas muy distintas y
asume, por lo tanto, un contenido muy distinto. Como todas las ciencias, la ciencia
del pensamiento es, por consiguiente, una ciencia histórica, la ciencia del
desarrollo [60] histórico del pensamiento humano. Y esto tiene también su
importancia en lo que afecta a la aplicación práctica del pensamiento a los
campos empíricos. Porque, primeramente, la teoría de las leyes del pensamiento
no es, ni mucho menos, una «verdad eterna» establecida de una vez para siempre
como se lo imagina el espíritu del filisteo en cuanto oye la palabra «lógica». La
misma lógica formal sigue siendo objeto de enconados debates desde Aristóteles
hasta nuestros días. Y por lo que a la dialéctica se refiere, hasta hoy sólo ha sido
investigada detenidamente por dos pensadores: por Aristóteles y por Hegel. Y
precisamente la dialéctica es la forma más importante del pensamiento para las
modernas Ciencias Naturales, ya que es la única que nos brinda la analogía y, por
tanto, el método para explicar los procesos de desarrollo en la naturaleza, las
concatenaciones en sus rasgos generales, y el tránsito de un terreno a otro de
investigación.
En segundo lugar, el conocimiento del curso de desarrollo histórico del
pensamiento humano, de las concepciones que en las diferentes épocas se han
manifestado acerca de las concatenaciones generales del mundo exterior, es
también una necesidad para las Ciencias Naturales teóricas, porque nos brinda la
medida para apreciar las teorías formuladas por éstas. Pero en este respecto, se
nos revela con harta frecuencia y con colores muy vivos el insuficiente
conocimiento de la historia de la filosofía. No pocas veces, vemos sostenidas por
los naturalistas teorizantes, como si se tratase de los más modernos
conocimientos, que hasta se imponen por moda durante algún tiempo, tesis que la
filosofía viene profesando ya desde hace varios siglos y que, bastantes veces, han
sido ya filosóficamente desechadas. Es, indudablemente, un gran triunfo de la
teoría mecánica del calor haber apoyado con nuevos testimonios y hecho pasar
de nuevo a primer plano la tesis de la conservación de la energía; pero ¿acaso
esta tesis hubiera podido proclamarse como algo tan absolutamente nuevo si los
señores físicos se hubieran acordado de que ya había sido formulada, en su
tiempo, por Descartes? Desde que la física y la química vuelven a operar casi
exclusivamente con moléculas y con átomos, necesariamente ha tenido que
aparecer de nuevo en primer plano la filosofía atomística de la antigua Grecia.
Pero, ¡cuán superficialmente aparece tratada, aún por los mejores de aquellos!
Así, por ejemplo, Kekulé («Fines y adquisiciones de la química») afirma que
procede de Demócrito, no de Leucipo, y sostiene que Dalton fue el primero que
admitió la existencia de átomos elementales cualitativamente distintos, a los
cuales asignó por vez primera distintos pesos, característicos de los distintos
elementos, cuando en Diógenes Laercio (X, §§ 43-44 y 61) puede leerse que ya
Epicuro atribuía a los átomos diferencias, no sólo de magnitud y de forma, sino
también [61] de peso, es decir, que conocía ya, a su modo, el peso y el volumen
atómicos.
El año 1848, que en Alemania no puso remate a nada, sólo impulsó allí un viraje
radical en el campo de la filosofía. Al lanzarse la nación al terreno práctico, dando
comienzo a la gran industria y la estafa, por un lado y, por otro, al enorme auge
que las Ciencias Naturales adquirieron desde entonces en Alemania, iniciado por
los predicadores errantes y caricaturescos como Vogt, Büchner, etc., renegó
categóricamente de la vieja filosofía clásica alemana, extraviada en las arenas del
viejo hegelianismo berlinés. El viejo hegelianismo berlinés se lo tenía bien
merecido. Pero una nación que quiera mantenerse a la altura de la ciencia, no
puede prescindir de pensamiento teórico. Con el hegelianismo se echó por la
borda también a la dialéctica —precisamente en el momento en que el carácter
dialéctico de los fenómenos naturales se estaba imponiendo con una fuerza
irresistible, en que, por tanto, sólo la dialéctica de las Ciencias Naturales podía
ayudar a escalar la montaña teórica—, para entregarse de nuevo
desamparadamente en brazos de la vieja metafísica. Desde entonces tuvieron una
gran difusión entre el público, por una parte, las vacuas reflexiones de
Schopenhauer, cortadas a la medida del filisteo, y más tarde hasta las de un
Hartmann y, por otra, el materialismo vulgar de predicadores errantes, de un
Vogt y de un Büchner. En las universidades se hacían la competencia las más
diversas especies del eclecticismo, que sólo coincidían en ser todas una
mezcolanza de restos de viejas filosofías y en ser todas igualmente metafísicas.
De los escombros de la filosofía clásica sólo se salvó un cierto neokantismo, cuya
última palabra era la cosa en sí eternamente incognoscible; es decir,
precisamente aquella parte de Kant que menos merecía ser conservada. El
resultado final de todo esto fue la confusión y la algarabía que hoy reinan en el
campo del pensamiento teórico.
Apenas se puede coger en la mano un libro teórico de Ciencias Naturales sin
tener la impresión de que los propios naturalistas se dan cuenta de cómo están
dominados por esa algarabía y confusión y de cómo la llamada filosofía, hoy en
curso, no puede ofrecerles absolutamente ninguna salida. Y, en efecto, no hay
otra salida ni más posibilidad de llegar a ver claro en estos campos que retornar,
bajo una u otra forma, del pensar metafísico al pensar dialéctico.
Este retorno puede operarse por distintos caminos. Puede imponerse de un modo
natural, por la fuerza coactiva de los propios descubrimientos de las Ciencias
Naturales, que no quieren seguir dejándose torturar en el viejo lecho metafísico
de Procusto. Pero éste sería un proceso lento y penoso, en el que habría que
vencer toda una infinidad de rozamientos superfluos. En gran parte, ese [62]
proceso está ya en marcha, sobre todo en la biología. Pero podría acortarse
notablemente si los naturalistas teóricos se decidieran a prestar mayor atención a
la filosofía dialéctica, en las formas que la historia nos brinda. Entre estas formas
hay singularmente dos que podrían ser muy fructíferas para las modernas
Ciencias Naturales.
La primera es la filosofía griega. Aquí, el pensamiento dialéctico aparece todavía
con una sencillez natural, sin que le estorben aún los cautivantes obstáculos [*]
que se oponía a sí misma la metafísica de los siglos XVII y XVIII —Bacon y Locke
en Inglaterra; Wolff en Alemania— y con los que se obstruía el camino que había
de llevarla de la comprensión de los detalles a la comprensión del conjunto, a
concebir las concatenaciones generales. En los griegos —precisamente por no
haber avanzado todavía hasta la desintegración y el análisis de la naturaleza—
ésta se enfoca todavía como un todo, en sus rasgos generales. La trabazón
general de los fenómenos naturales no se comprueba en detalle, sino que es,
para los griegos, el resultado de la contemplación inmediata. Aquí es donde
estriba la insuficiencia de la filosofía griega, la que hizo que más tarde hubiese de
ceder el paso a otras concepciones. Pero es aquí, a la vez, donde radica su
superioridad respecto a todos sus posteriores adversarios metafísicos. Si la
metafísica tenía razón contra los griegos en el detalle, en cambio, éstos tenían
razón contra la metafísica en el conjunto. He aquí una de las razones de que, en
filosofía como en muchos terrenos más, nos veamos obligados a volver los ojos
muy frecuentemente hacia las hazañas de aquel pequeño pueblo, cuyo talento,
dotes y actividad universales le aseguraran tal lugar en la historia del desarrollo
de la humanidad como no puede reivindicar para sí ningún otro pueblo. Pero hay
aún otra razón, y es que en las múltiples formas de la filosofía griega se contienen
ya en germen, en génesis, casi todas las concepciones posteriores. Por eso las
Ciencias Naturales teóricas están igualmente obligadas, si quieren proseguir la
historia de la génesis de sus actuales principios generales, a retrotraerse a los
griegos. Y este modo de ver va abriéndose paso, cada vez más resueltamente.
Cada día abundan menos los naturalistas que, operando como con verdades
eternas con los despojos de la filosofía griega, por ejemplo, con la atomística,
miran a los griegos por encima del hombro, con un desprecio baconiano, porque
éstos no conocían ninguna ciencia natural empírica. Lo único que hay que desear
es que este modo de ver progrese hasta convertirse en un conocimiento real de
la filosofía griega.
[63]
La segunda forma de la dialéctica, la que más cerca está de los naturalistas
alemanes, es la filosofía clásica alemana desde Kant hasta Hegel. Aquí, ya se ha
conseguido algo desde que, además del ya mencionado neokantismo, vuelve a
estar de moda el recurrir a Kant. Desde que se ha descubierto que Kant es el
autor de dos hipótesis geniales, sin las que no podrían dar un paso las modernas
Ciencias Naturales teóricas —la teoría de los orígenes del sistema solar, que
antes se atribuía a Laplace, y la teoría de la retardación de la rotación de la tierra
a causa de las mareas— este filósofo volvió a conquistar merecidos honores entre
los naturalistas. Pero querer estudiar la dialéctica en Kant sería un trabajo
estérilmente penoso y poco fructífero desde que las obras de Hegel nos ofrecen
un amplio compendio de dialéctica, aunque desarrollado a partir de un punto de
arranque absolutamente falso.
Hoy, cuando, por un lado, la reacción contra la «filosofía de la naturaleza»,
justificada en gran parte por ese falso punto de partida y por el imponente
enfangamiento del hegelianismo berlinés, se ha expandido a sus anchas y ha
degenerado en simples injurias y cuando, por otra parte, las Ciencias Naturales
han sido tan notoriamente traicionadas en sus necesidades teóricas por la
metafísica ecléctica al uso, creemos que ya podrá volver a pronunciarse ante los
naturalistas el nombre de Hegel, sin provocar con ello ese baile de San Vito, en
que el señor Dühring es tan divertido maestro.
Ante todo, conviene puntualizar que no tratamos, ni mucho menos, de defender el
punto de vista del que arranca Hegel, según el cual el espíritu, el pensamiento, la
idea es lo originario y el mundo real, sólo una copia de la idea. Este punto de
vista fue abandonado ya por Feuerbach. Hoy, todos estamos conformes en que
toda ciencia, sea natural o histórica, tiene que partir de los hechos dados, y por
tanto, tratándose de las Ciencias Naturales, de las diversas formas objetivas y
dinámicas de la materia; en que, por consiguiente, en las Ciencias Naturales
teóricas las concatenaciones no deben construirse e imponerse a los hechos, sino
descubrirse en éstos y, una vez descubiertas, demostrarse por vía experimental,
hasta donde sea posible.
Tampoco puede hablarse de mantener en pie el contenido dogmático del sistema
de Hegel, tal y como lo han venido predicando los hegelianos berlineses, viejos y
jóvenes. Con el punto idealista de arranque se viene también a tierra el sistema
construido sobre él y, por tanto, la filosofía hegeliana de la naturaleza.
Recuérdese que la polémica de los naturalistas contra Hegel, en la medida en que
supieron comprenderle acertadamente, sólo versaba sobre estos [64] dos puntos:
el punto idealista de arranque y la construcción arbitraria de un sistema contrario
a los hechos.
Descontando todo esto, queda todavía la dialéctica hegeliana. Frente a los
«gruñones, petulantes y mediocres epígonos que hoy ponen cátedra en la
Alemania culta» [*] corresponde a Marx el mérito de haber sido el primero en
poner nuevamente de relieve el olvidado método dialéctico, su entronque con la
dialéctica hegeliana y las diferencias que le separan de ésta, y el haber aplicado
a la par en su "El Capital" este método a los hechos de una ciencia empírica, la
Economía Política. Y lo ha hecho con tanto éxito, que hasta en Alemania, la nueva
escuela económica sólo acierta a remontarse por encima del vulgar
librecambismo copiando a Marx (no pocas veces falsamente) bajo el pretexto de
criticarlo.
En la dialéctica hegeliana reina la misma inversión de todos los entronques reales
que en las demás ramificaciones de su sistema. Pero, como dice Marx: «El hecho
de que la dialéctica sufra en manos de Hegel una alteración no obsta para que
este filósofo fuese el primero que supo exponer de un modo amplio y consciente
sus formas generales de movimiento. Lo que ocurre es que en él la dialéctica
aparece puesta de cabeza. No hay más que invertirla, y en seguida se descubre
bajo la corteza mística la semilla racional» *[*].
Pero en las propias Ciencias Naturales nos encontramos no pocas veces con
teorías en que las relaciones reales aparecen colocadas patas arriba, en que las
imágenes reflejas se toman por la forma original, y es, por tanto, necesario
invertirlas. Con frecuencia, esas teorías se entronizan durante largo tiempo. Así
aconteció, por ejemplo, con el calor, en el que durante casi dos siglos enteros se
veía una misteriosa materia especial y no una forma dinámica de la materia
corriente; sólo la teoría mecánica del calor vino a colocar las cosas en su sitio. No
obstante, la física, dominada por la teoría del calórico, descubrió una serie de
leyes importantísimas del calor, y abrió, gracias sobre todo a Fourier y a Sadi
Carnot [4], el cauce para una concepción exacta, concepción que no tuvo más
que invertir y traducir a su lenguaje las leyes descubiertas por su predecesora [*]
1
- = temperatura absoluta. Sin esta inversión, nada se puede hacer
c con ella.. Y lo mismo ocurrió en la química, donde la teoría del flogisto [5], sólo
después de cien años de trabajo experimental, suministró los datos con ayuda de
los cuales Lavoisier pudo descubrir en el oxígeno obtenido por Priestley el
verdadero polo [65] contrario del imaginario flogisto, con lo cual echó por tierra
toda la teoría flogística. Mas con ello no se cancelaron, ni mucho menos, los
resultados experimentales de la flogística. Nada de eso. Lo único que se hizo fue
invertir sus fórmulas, traduciéndolas del lenguaje flogístico a la terminología
moderna de la química y conservando así su validez.
Pues bien, la relación que guarda la teoría del calórico con la teoría mecánica del
calor o la teoría del flogisto con la de Lavoisier es la misma que guarda la
dialéctica hegeliana con la dialéctica racional.
Escrito por F. Engels en mayo- comienzos de junio de 1878.
Se publica de acuerdo con el manuscrito. Traducido del alemán.
Publicado por vez primera en alemán y ruso en el Archivo de Marx y Engels, libro II,
1925.
NOTAS
[1]
39 "Vorwärts" («Adelante»): órgano central del Partido Obrero Socialista Alemán, se publicó en
Leipzig desde el 1 de octubre de 1876 hasta el 27 de octubre de 1878. La obra de Engels "AntiDühring" se publicó en el periódico desde el 3 de enero de 1877 hasta el 7 de julio de 1878.- 57,
99
[2] 40 El 10 de mayo de 1876 se inauguró en Filadelfia (Estados Unidos) la sexta exposición
industrial mundial. Entre los cuarenta países representados figuraba también Alemania. La
exposición mostró que la industria alemana quedaba muy a la zaga de la industria de otros países
y se regía por el principio «barato y podrido».- 58
[3] 41 Engels alude a las intervenciones de Nägeli y Wirchow en septiembre de 1877 en el
Congreso de Naturalistas y Médicos Alemanes, cuyos materiales fueron publicados en "Tageblatt
der 50. Versammlung deutscher Naturforscher und Aerzte in München 1877" («Boletín del 50
Congreso de Naturalistas y Médicos Alemanes en Munich, 1877»), y también a las declaraciones
de Wirchow en el libro "Die Freibeit der Wissenschaft im modernen Staat" («La libertad de la
ciencia en el Estado moderno»), Berlin, 1877, S. 13. - 59
[*] La parte del manuscrito del "Viejo prólogo" que va desde el comienzo hasta aquí viene tachada
con una línea vertical por Engels por haber sido ya utilizada en el prólogo a la primera edición de
"Anti-Dühring". (N. de la Edit.)
[*] «Cautivantes obstáculos» (holde Hindernisse), expresión tomada del ciclo poético de Heine
"La nueva primavera". Prólogo. (N. de la Edit.)
[*] Véase la presente edición, t. 2, pág. 99. (N. de la Edit.)
[**] Véase la presente edición, t. 2, pág. 100. (N. de la Edit.)
[4] 42 Trátase de los libros: J. B. J. Fourier, "Théorie analytique de la chaleur" («Teoría analítica del
calor»), Paris, 1822 y S. Carnot, "Réflexions sur la puissance motrice du feu et sur les machines
propres à développer cette puissance" («Reflexiones sobre la potencia motriz del fuego y sobre
las máquinas capaces de desarrollar esta potencia»), Paris, 1824. La función C que Engels
menciona a continuación figura en la nota de las páginas 73-79 del libro de Carnot.- 64
[*] La función C de Carnot fue literalmente transformada en la inversa:
[5] 30 Según los criterios que reinaban en la química del siglo XVIII, se consideraba que el
proceso de combustión se hallaba condicionado por la existencia de una substancia especial en
los cuerpos, el flogisto, que se segregaba de ellos durante la combustión. El eminente químico
francés A. Lavoisier demostró la inconsistencia de esta teoría y dio la explicación justa del
proceso como reacción de combinación de un cuerpo combustible con el oxígeno.- 42, 64, 368
[66]
F. ENGELS
EL PAPEL DEL TRABAJO EN LA
[1]
TRANSFORMACION DEL MONO EN HOMBRE
El trabajo es la fuente de toda riqueza, afirman los especialistas en Economía
política. Lo es, en efecto, a la par que la naturaleza, proveedora de los materiales
que él convierte en riqueza. Pero el trabajo es muchísimo más que eso. Es la
condición básica y fundamental de toda la vida humana. Y lo es en tal grado que,
hasta cierto punto, debemos decir que el trabajo ha creado al propio hombre.
Hace muchos centenares de miles de años, en una época, aún no establecida
definitivamente, de aquel período del desarrollo de la Tierra que los geólogos
denominan terciario, probablemente a fines de este período, vivía en algún lugar
de la zona tropical —quizás en un extenso continente hoy desaparecido en las
profundidades del Océano Indico— una raza de monos antropomorfos
extraordinariamente desarrollada. Darwin nos ha dado una descripción
aproximada de estos antepasados nuestros. Estaban totalmente cubiertos de pelo,
tenían barba, orejas puntiagudas, vivían en los árboles y formaban manadas [2].
Es de suponer que como consecuencia directa de su género de vida, por el que
las manos, al trepar, tenían que desempeñar funciones distintas a las de los pies,
estos monos se fueron acostumbrando a prescindir de ellas al caminar por el
suelo y empezaron [67] a adoptar más y más una posición erecta. Fue el paso
decisivo para el tránsito del mono al hombre.
Todos los monos antropomorfos que existen hoy día pueden permanecer en
posición erecta y caminar apoyándose únicamente en sus pies; pero lo hacen sólo
en caso de extrema necesidad y, además, con suma torpeza. Caminan
habitualmente en actitud semierecta, y su marcha incluye el uso de las manos. La
mayoría de estos monos apoyan en el suelo los nudillos y, encogiendo las
piernas, hacen avanzar el cuerpo por entre sus largos brazos, como un cojo que
camina con muletas. En general, aún hoy podemos observar entre los monos
todas las formas de transición entre la marcha a cuatro patas y la marcha en
posición erecta. Pero para ninguno de ellos ésta última ha pasado de ser un
recurso circunstancial.
Y puesto que la posición erecta había de ser para nuestros peludos antepasados
primero una norma, y luego, una necesidad, de aquí se desprende que por aquel
entonces las manos tenían que ejecutar funciones cada vez más variadas. Incluso
entre los monos existe ya cierta división de funciones entre los pies y las manos.
Como hemos señalado más arriba, durante la trepa las manos son utilizadas de
distinta manera que los pies. Las manos sirven fundamentalmente para recoger y
sostener los alimentos, como lo hacen ya algunos mamíferos inferiores con sus
patas delanteras. Ciertos monos se ayudan de las manos para construir nidos en
los árboles; y algunos, como el chimpancé, llegan a construir tejadillos entre las
ramas, para defenderse de las inclemencias del tiempo. La mano les sirve para
empuñar garrotes, con los que se defienden de sus enemigos, o para
bombardear a éstos con frutos y piedras. Cuando se encuentran en la cautividad,
realizan con las manos varias operaciones sencillas que copian de los hombres.
Pero aquí es precisamente donde se ve cuán grande es la distancia que separa la
mano primitiva de los monos, incluso la de los antropoides superiores, de la mano
del hombre, perfeccionada por el trabajo durante centenares de miles de años. El
número y la disposición general de los huesos y de los músculos son los mismos
en el mono y en el hombre, pero la mano del salvaje más primitivo es capaz de
ejecutar centenares de operaciones que no pueden ser realizadas por la mano de
ningún mono. Ni una sola mano simiesca ha construido jamás un cuchillo de
piedra, por tosco que fuese.
Por eso, las funciones, para las que nuestros antepasados fueron adaptando poco
a poco sus manos durante los muchos miles de años que dura el período de
transición del mono al hombre, sólo pudieron ser, en un principio, funciones
sumamente sencillas. Los salvajes más primitivos, incluso aquellos en los que [68]
puede presumirse el retorno a un estado más próximo a la animalidad, con una
degeneración física simultánea, son muy superiores a aquellos seres del período
de transición. Antes de que el primer trozo de sílex hubiese sido convertido en
cuchillo por la mano del hombre, debió haber pasado un período de tiempo tan
largo que, en comparación con él, el período histórico conocido por nosotros
resulta insignificante. Pero se había dado ya el paso decisivo: la mano era libre y
podía adquirir ahora cada vez más destreza y habilidad; y ésta mayor flexibilidad
adquirida se transmitía por herencia y se acrecía de generación en generación.
Vemos, pues, que la mano no es sólo el órgano del trabajo; es también producto
de él. Unicamente por el trabajo, por la adaptación a nuevas y nuevas funciones,
por la transmisión hereditaria del perfeccionamiento especial así adquirido por
los músculos, los ligamentos y, en un período más largo, también por los huesos,
y por la aplicación siempre renovada de estas habilidades heredadas a funciones
nuevas y cada vez más complejas, ha sido como la mano del hombre ha alcanzado
ese grado de perfección que la ha hecho capaz de dar vida, como por arte de
magia, a los cuadros de Rafael, a las estatuas de Thorwaldsen y a la música de
Paganini.
Pero la mano no era algo con existencia propia e independiente. Era únicamente
un miembro de un organismo entero y sumamente complejo. Y lo que
beneficiaba a la mano beneficiaba también a todo el cuerpo servido por ella; y lo
beneficiaba en dos aspectos.
Primeramente, en virtud de la ley que Darwin llamó de la correlación del
crecimiento. Según ésta ley, ciertas formas de las distintas partes de los seres
orgánicos siempre están ligadas a determinadas formas de otras partes, que
aparentemente no tienen ninguna relación con las primeras. Así, todos los
animales que poseen glóbulos rojos sin núcleo y cuyo occipital está articulado
con la primera vértebra por medio de dos cóndilos, poseen, sin excepción,
glándulas mamarias para la alimentación de sus crías. Así también, la pezuña
hendida de ciertos mamíferos va ligada por regla general a la presencia de un
estómago multilocular adaptado a la rumia. Las modificaciones experimentadas
por ciertas formas provocan cambios en la forma de otras partes del organismo,
sin que estemos en condiciones de explicar tal conexión. Los gatos totalmente
blancos y de ojos azules son siempre o casi siempre sordos. El perfeccionamiento
gradual de la mano del hombre y la adaptación concomitante de los pies a la
marcha en posición erecta repercutieron indudablemente, en virtud de dicha
correlación, sobre otras partes del organismo. [69] Sin embargo, ésta acción aún
está tan poco estudiada que aquí no podemos más que señalarla en términos
generales.
Mucho más importante es la reacción directa —posible de demostrar— del
desarrollo de la mano sobre el resto del organismo. Como ya hemos dicho,
nuestros antepasados simiescos eran animales que vivían en manadas;
evidentemente, no es posible buscar el origen del hombre, el más social de los
animales, en unos antepasados inmediatos que no viviesen congregados. Con
cada nuevo progreso, el dominio sobre la naturaleza, que comenzara por el
desarrollo de la mano, con el trabajo, iba ampliando los horizontes del hombre,
haciéndole descubrir constantemente en los objetos nuevas propiedades hasta
entonces desconocidas. Por otra parte, el desarrollo del trabajo, al multiplicar los
casos de ayuda mutua y de actividad conjunta, y al mostrar así las ventajas de ésta
actividad conjunta para cada individuo, tenía que contribuir forzosamente a
agrupar aún más a los miembros de la sociedad. En resumen, los hombres en
formación llegaron a un punto en que tuvieron necesidad de decirse algo los unos
a los otros. La necesidad creó el órgano: la laringe poco desarrollada del mono se
fue transformando, lenta pero firmemente, mediante modulaciones que producían
a su vez modulaciones más perfectas, mientras los órganos de la boca aprendían
poco a poco a pronunciar un sonido articulado tras otro.
La comparación con los animales nos muestra que ésta explicación del origen del
lenguaje a partir del trabajo y con el trabajo es la única acertada. Lo poco que los
animales, incluso los más desarrollados, tienen que comunicarse los unos a los
otros puede ser transmitido sin el concurso de la palabra articulada. Ningún
animal en estado salvaje se siente perjudicado por su incapacidad de hablar o de
comprender el lenguaje humano. Pero la situación cambia por completo cuando
el animal ha sido domesticado por el hombre. El contacto con el hombre ha
desarrollado en el perro y en el caballo un oído tan sensible al lenguaje
articulado, que estos animales pueden, dentro del marco de sus
representaciones, llegar a comprender cualquier idioma. Además, pueden llegar
a adquirir sentimientos desconocidos antes por ellos, como son el apego al
hombre, el sentimiento de gratitud, etc. Quien conozca bien a estos animales,
difícilmente podrá escapar a la convicción de que, en muchos casos, ésta
incapacidad de hablar es experimentada ahora por ellos como un defecto.
Desgraciadamente, este defecto no tiene remedio, pues sus órganos vocales se
hallan demasiado especializados en determinada dirección. Sin embargo, cuando
existe un órgano apropiado, ésta incapacidad puede ser superada dentro de
ciertos límites. Los órganos bucales de las aves se distinguen en forma radical de
los del hombre, y, sin embargo, [70] las aves son los únicos animales que pueden
aprender a hablar; y el ave de voz más repulsiva, el loro, es la que mejor habla. Y
no importa que se nos objete diciéndonos que el loro no entiende lo que dice.
Claro está que por el solo gusto de hablar y por sociabilidad con los hombres el
loro puede estar repitiendo horas y horas todo su vocabulario. Pero, dentro del
marco de sus representaciones, puede también llegar a comprender lo que dice.
Enseñad a un loro a decir palabrotas, de modo que llegue a tener una idea de su
significación (una de las distracciones favoritas de los marineros que regresan de
las zonas cálidas), y veréis muy pronto que en cuanto lo irritáis hace uso de esas
palabrotas con la misma corrección que cualquier verdulera de Berlín. Y lo
mismo ocurre con la petición de golosinas.
Primero el trabajo, luego y con él la palabra articulada, fueron los dos estímulos
principales bajo cuya influencia el cerebro del mono se fue transformando
gradualmente en cerebro humano, que, a pesar de toda su similitud, lo supera
considerablemente en tamaño y en perfección. Y a medida que se desarrollaba el
cerebro, desarrollábanse también sus instrumentos más inmediatos: los órganos
de los sentidos. De la misma manera que el desarrollo gradual del lenguaje va
necesariamente acompañado del correspondiente perfeccionamiento del órgano
del oído, así también el desarrollo general del cerebro va ligado al
perfeccionamiento de todos los órganos de los sentidos. La vista del águila tiene
mucho más alcance que la del hombre, pero el ojo humano percibe en las cosas
muchos más detalles que el ojo del águila. El perro tiene un olfato mucho más fino
que el hombre, pero no puede captar ni la centésima parte de los olores que
sirven a éste de signos para diferenciar cosas distintas. Y el sentido del tacto, que
el mono posee a duras penas en la forma más tosca y primitiva, se ha ido
desarrollando únicamente con el desarrollo de la propia mano del hombre, a
través del trabajo.
El desarrollo del cerebro y de los sentidos a su servicio, la creciente claridad de
conciencia, la capacidad de abstracción y de discernimiento cada vez mayores,
reaccionaron a su vez sobre el trabajo y la palabra, estimulando más y más su
desarrollo. Cuando el hombre se separa definitivamente del mono, este
desarrollo no cesa ni mucho menos, sino que continúa, en distinto grado y en
distintas direcciones entre los distintos pueblos y en las diferentes épocas,
interrumpido incluso a veces por regresiones de carácter local o temporal, pero
avanzando en su conjunto a grandes pasos, considerablemente impulsado y, a la
vez, orientado en un sentido más preciso por un nuevo elemento que surge con la
aparición del hombre acabado: la sociedad.
Seguramente hubieron de pasar centenares de miles de años [71] —que en la
historia de la Tierra tienen menos importancia que un segundo en la vida de un
hombre [*]— antes de que la sociedad humana surgiese de aquellas manadas de
monos que trepaban por los árboles. Pero, al fin y al cabo, surgió. ¿Y qué es lo
que volvemos a encontrar como signo distintivo entre la manada de monos y la
sociedad humana? Otra vez el trabajo. La manada de monos se contentaba con
devorar los alimentos de un área que determinaban las condiciones geográficas o
la resistencia de las manadas vecinas. Trasladábase de un lugar a otro y
entablaba luchas con otras manadas para conquistar nuevas zonas de
alimentación: pero era incapaz de extraer de estas zonas más de lo que la
naturaleza buenamente le ofrecía, si exceptuamos la acción inconsciente de la
manada, al abonar el suelo con sus excrementos. Cuando fueron ocupadas todas
las zonas capaces de proporcionar alimento, el crecimiento de la población
simiesca fue ya imposible; en el mejor de los casos el número de sus animales
podía mantenerse al mismo nivel. Pero todos los animales son unos grandes
despilfarradores de alimentos; además, con frecuencia destruyen en germen la
nueva generación de reservas alimenticias. A diferencia del cazador, el lobo no
respeta la cabra montés que habría de proporcionarle cabritos al año siguiente;
las cabras de Grecia, que devoran los jóvenes arbustos antes de que puedan
desarrollarse, han dejado desnudas todas las montañas del país. Esta
«explotación rapaz» llevada a cabo por los animales desempeña un gran papel en
la transformación gradual de las especies, al obligarlas a adaptarse a unos
alimentos que no son los habituales para ellas, con lo que cambia la composición
química de su sangre y se modifica poco a poco toda la constitución física del
animal; las especies ya plasmadas desaparecen. No cabe duda de que ésta
explotación rapaz contribuyó en alto grado a la humanización de nuestros
antepasados, pues amplió el número de plantas y las partes de éstas utilizadas en
la alimentación por aquella raza de monos que superaba con ventaja a todas las
demás en inteligencia y en capacidad de adaptación. En una palabra, la
alimentación, cada vez más variada, aportaba al organismo nuevas y nuevas
substancias, con lo que fueron creadas las condiciones químicas para la
transformación de estos monos en seres humanos. Pero todo esto no era trabajo
en el verdadero sentido de la palabra. El trabajo comienza con la elaboración de
instrumentos. ¿Y qué son los instrumentos más antiguos, si juzgamos por los
restos que nos han llegado del hombre prehistórico, por el género de vida de los
pueblos más antiguos que [72] registra la historia, así como por el de los salvajes
actuales más primitivos? Son instrumentos de caza y de pesca; los primeros
utilizados también como armas. Pero la caza y la pesca suponen el tránsito de la
alimentación exclusivamente vegetal a la alimentación mixta, lo que significa un
nuevo paso de suma importancia en la transformación del mono en hombre. El
consumo de carne ofreció al organismo, en forma casi acabada, los ingredientes
más esenciales para su metabolismo. Con ello acortó el proceso de la digestión y
otros procesos de la vida vegetativa del organismo (es decir, los procesos
análogos a los de la vida de los vegetales), ahorrando así tiempo, materiales y
estímulos para que pudiera manifestarse activamente la vida propiamente animal.
Y cuanto más se alejaba el hombre en formación del reino vegetal, más se
elevaba sobre los animales. De la misma manera que el hábito a la alimentación
mixta convirtió al gato y al perro salvajes en servidores del hombre, así también
el hábito a combinar la carne con la dieta vegetal contribuyó poderosamente a
dar fuerza física e independencia al hombre en formación. Pero donde más se
manifestó la influencia de la dieta cárnea fue en el cerebro, que recibió así en
mucha mayor cantidad que antes las substancias necesarias para su alimentación
y desarrollo, con lo que su perfeccionamiento fue haciéndose mayor y más rápido
de generación en generación. Debemos reconocer —y perdonen los señores
vegetarianos— que no ha sido sin el consumo de la carne como el hombre ha
llegado a ser hombre; y el hecho de que, en una u otra época de la historia de
todos los pueblos conocidos, el empleo de la carne en la alimentación haya
llevado al canibalismo (aún en el siglo X, los antepasados de los berlineses, los
veletabos o vilzes, solían devorar a sus progenitores) es una cuestión que no tiene
hoy para nosotros la menor importancia.
El consumo de carne en la alimentación significó dos nuevos avances de
importancia decisiva: el uso del fuego y la domesticación de animales. El primero
redujo aún más el proceso de la digestión, ya que permitía llevar a la boca
comida, como si dijéramos, medio digerida; el segundo multiplicó las reservas de
carne, pues ahora, a la par con la caza, proporcionaba una nueva fuente para
obtenerla en forma más regular. La domesticación de animales también
proporcionó, con la leche y sus derivados, un nuevo alimento, que en cuanto a
composición era por lo menos del mismo valor que la carne. Así, pues, estos dos
adelantos se convirtieron directamente para el hombre en nuevos medios de
emancipación. No podemos detenernos aquí a examinar en detalle sus
consecuencias indirectas, a pesar de toda la importancia que hayan podido tener
para el desarrollo del hombre y de la sociedad, pues tal examen nos apartaría
demasiado de nuestro tema.
[73]
El hombre, que había aprendido a comer todo lo comestible, aprendió también,
de la misma manera, a vivir en cualquier clima. Se extendió por toda la superficie
habitable de la Tierra siendo el único animal capaz de hacerlo por propia
iniciativa. Los demás animales que se han adaptado a todos los climas —los
animales domésticos y los insectos parásitos— no lo lograron por sí solos, sino
únicamente siguiendo al hombre. Y el paso del clima uniformemente cálido de la
patria original, a zonas más frías donde el año se dividía en verano e invierno,
creó nuevas necesidades, al obligar al hombre a buscar habitación y a cubrir su
cuerpo para protegerse del frío y de la humedad. Así surgieron nuevas esferas de
trabajo y, con ellas, nuevas actividades que fueron apartando más y más al
hombre de los animales.
Gracias a la cooperación de la mano, de los órganos del lenguaje y del cerebro,
no sólo en cada individuo, sino también en la sociedad, los hombres fueron
aprendiendo a ejecutar operaciones cada vez más complicadas, a plantearse y a
alcanzar objetivos cada vez más elevados. El trabajo mismo se diversificaba y
perfeccionaba de generación en generación extendiéndose cada vez a nuevas
actividades. A la caza y a la ganadería vino a sumarse la agricultura, y más tarde
el hilado y el tejido, el trabajo de los metales, la alfarería y la navegación. Al lado
del comercio y de los oficios aparecieron, finalmente, las artes y las ciencias; de
las tribus salieron las naciones y los Estados. Se desarrollaron el Derecho y la
Política, y con ellos el reflejo fantástico de las cosas humanas en la mente del
hombre: la religión. Frente a todas estas creaciones, que se manifestaban en
primer término como productos del cerebro y parecían dominar las sociedades
humanas, las producciones más modestas, fruto del trabajo de la mano, quedaron
relegadas a segundo plano, tanto más cuanto que en una fase muy temprana del
desarrollo de la sociedad (por ejemplo, ya en la familia primitiva), la cabeza que
planeaba el trabajo era ya capaz de obligar a manos ajenas a realizar el trabajo
proyectado por ella. El rápido progreso de la civilización fue atribuído
exclusivamente a la cabeza, al desarrollo y a la actividad del cerebro. Los
hombres se acostumbraron a explicar sus actos por sus pensamientos, en lugar
de buscar ésta explicación en sus necesidades (reflejadas, naturalmente, en la
cabeza del hombre, que así cobra conciencia de ellas). Así fue cómo, con el
transcurso del tiempo, surgió esa concepción idealista del mundo que ha
dominado el cerebro de los hombres, sobre todo desde la desaparición del
mundo antiguo, y que todavía lo sigue dominando hasta el punto de que incluso
los naturalistas de la escuela darviniana más allegados al materialismo son aún
incapaces de formarse una idea clara acerca del origen del hombre, pues esa
misma [74] influencia idealista les impide ver el papel desempeñado aquí por el
trabajo.
Los animales, como ya hemos indicado de pasada, también modifican con su
actividad la naturaleza exterior, aunque no en el mismo grado que el hombre; y
estas modificaciones provocadas por ellos en el medio ambiente repercuten,
como hemos visto, en sus originadores, modificándolos a su vez. En la naturaleza
nada ocurre en forma aislada. Cada fenómeno afecta a otro y es, a su vez,
influenciado por éste; y es generalmente el olvido de este movimiento y de ésta
interacción universal lo que impide a nuestros naturalistas percibir con claridad
las cosas más simples. Ya hemos visto cómo las cabras han impedido la
repoblación de los bosques en Grecia; en Santa Elena, las cabras y los cerdos
desembarcados por los primeros navegantes llegados a la isla exterminaron casi
por completo la vegetación allí existente, con lo que prepararon el suelo para que
pudieran multiplicarse las plantas llevadas más tarde por otros navegantes y
colonizadores. Pero la influencia duradera de los animales sobre la naturaleza
que los rodea es completamente involuntaria y constituye, por lo que a los
animales se refiere, un hecho accidental. Pero cuanto más se alejan los hombres
de los animales, más adquiere su influencia sobre la naturaleza el carácter de una
acción intencional y planeada, cuyo fin es lograr objetivos proyectados de
antemano. Los animales destrozan la vegetación del lugar sin darse cuenta de lo
que hacen. Los hombres, en cambio, cuando destruyen la vegetación lo hacen
con el fin de utilizar la superficie que queda libre para sembrar cereales, plantar
árboles o cultivar la vid, conscientes de que la cosecha que obtengan superará
varias veces lo sembrado por ellos. El hombre traslada de un país a otro plantas
útiles y animales domésticos modificando así la flora y la fauna de continentes
enteros. Más aún; las plantas y los animales, cultivadas aquéllas y criados éstos en
condiciones artificiales, sufren tales modificaciones bajo la influencia de la mano
del hombre que se vuelven irreconocibles. Hasta hoy día no han sido hallados
aún los antepasados silvestres de nuestros cultivos cerealistas. Aún no ha sido
resuelta la cuestión de saber cuál es el animal que ha dado origen a nuestros
perros actuales, tan distintos unos de otros, o a las actuales razas de caballos,
también tan numerosas.
Por lo demás, de suyo se comprende que no tenemos la intención de negar a los
animales la facultad de actuar en forma planificada, de un modo premeditado. Por
el contrario, la acción planificada existe en germen dondequiera que el
protoplasma —la albúmina viva— exista y reaccione, es decir, realice
determinados movimientos, aunque sean los más simples, en respuesta a [75]
determinados estímulos del exterior. Esta reacción se produce, no digamos ya en
la célula nerviosa, sino incluso cuando aún no hay célula de ninguna clase. El acto
mediante el cual las plantas insectívoras se apoderan de su presa, aparece
también, hasta cierto punto, como un acto planeado, aunque se realice de un
modo totalmente inconsciente. La facultad de realizar actos conscientes y
premeditados se desarrolla en los animales en correspondencia con el desarrollo
del sistema nervioso, y adquiere ya en los mamíferos un nivel bastante elevado.
Durante la caza inglesa de la zorra puede observarse siempre la infalibilidad con
que la zorra utiliza su perfecto conocimiento del lugar para ocultarse a sus
perseguidores, y lo bien que conoce y sabe aprovechar todas las ventajas del
terreno para despistarlos. Entre nuestros animales domésticos, que han llegado a
un grado más alto de desarrollo gracias a su convivencia con el hombre, pueden
observarse a diario actos de astucia, equiparables a los de los niños, pues lo
mismo que el desarrollo del embrión humano en el claustro materno es una
repetición abreviada de toda la historia del desarrollo físico seguido a través de
millones de años por nuestros antepasados del reino animal, a partir del gusano,
así también el desarrollo mental del niño representa una repetición, aún más
abreviada, del desarrollo intelectual de esos mismos antepasados, en todo caso
de los menos remotos. Pero ni un solo acto planificado de ningún animal ha
podido imprimir en la naturaleza el sello de su voluntad. Sólo el hombre ha
podido hacerlo.
Resumiendo: lo único que pueden hacer los animales es utilizar la naturaleza
exterior y modificarla por el mero hecho de su presencia en ella. El hombre, en
cambio, modifica la naturaleza y la obliga así a servirle, la domina. Y ésta es, en
última instancia, la diferencia esencial que existe entre el hombre y los demás
animales, diferencia que, una vez más, viene a ser efecto del trabajo [*].
Sin embargo, no nos dejemos llevar del entusiasmo ante nuestras victorias sobre
la naturaleza. Después de cada una de estas victorias, la naturaleza toma su
venganza. Bien es verdad que las primeras consecuencias de estas victorias son
las previstas por nosotros, pero en segundo y en tercer lugar aparecen unas
consecuencias muy distintas, totalmente imprevistas y que, a menudo, anulan las
primeras. Los hombres que en Mesopotamia, Grecia, Asia Menor y otras regiones
talaban los bosques para obtener tierra de labor, ni siquiera podían imaginarse
que, al eliminar con los bosques los centros de acumulación y reserva de
humedad, [76] estaban sentando las bases de la actual aridez de esas tierras. Los
italianos de los Alpes, que talaron en las laderas meridionales los bosques de
pinos, conservados con tanto celo en las laderas septentrionales, no tenían ni
idead de que con ello destruían las raíces de la industria lechera en su región; y
mucho menos podían prever que, al proceder así, dejaban la mayor parte del año
sin agua sus fuentes de montaña, con lo que les permitían, al llegar el período de
las lluvias, vomitar con tanta mayor furia sus torrentes sobre la planicie. Los que
difundieron el cultivo de la patata en Europa no sabían que con este tubérculo
farináceo difundían a la vez la escrofulosis. Así, a cada paso, los hechos nos
recuerdan que nuestro dominio sobre la naturaleza no se parece en nada al
dominio de un conquistador sobre el pueblo conquistado, que no es el dominio
de alguien situado fuera de la naturaleza, sino que nosotros, por nuestra carne,
nuestra sangre y nuestro cerebro, pertenecemos a la naturaleza, nos encontramos
en su seno, y todo nuestro dominio sobre ella consiste en que, a diferencia de los
demás seres, somos capaces de conocer sus leyes y de aplicarlas
adecuadamente.
En efecto, cada día aprendemos a comprender mejor las leyes de la naturaleza y
a conocer tanto los efectos inmediatos como las consecuencias remotas de
nuestra intromisión en el curso natural de su desarrollo. Sobre todo después de
los grandes progresos logrados en este siglo por las Ciencias Naturales, nos
hallamos en condiciones de prever, y, por tanto, de controlar cada vez mejor las
remotas consecuencias naturales de nuestros actos en la producción, por lo
menos de los más corrientes. Y cuanto más sea esto una realidad, más sentirán y
comprenderán los hombres su unidad con la naturaleza, y más inconcebible será
esa idea absurda y antinatural de la antítesis entre el espíritu y la materia, el
hombre y la naturaleza, el alma y el cuerpo, idea que empieza a difundirse por
Europa a raíz de la decadencia de la antigüedad clásica y que adquiere su
máximo desenvolvimiento en el cristianismo.
Mas, si han sido precisos miles de años para que el hombre aprendiera en cierto
grado a prever las remotas consecuencias naturales de sus actos dirigidos a la
producción, mucho más le costó aprender a calcular las remotas consecuencias
sociales de esos mismos actos. Ya hemos hablado más arriba de la patata y de sus
consecuencias en cuanto a la difusión de la escrofulosis: Pero, ¿qué importancia
puede tener la escrofulosis comparada con los efectos que sobre las condiciones
de vida de las masas del pueblo de países enteros ha tenido la reducción de la
dieta de los trabajadores a simples patatas, con el hambre que se extendió [77]
en 1847 por Irlanda a consecuencia de una enfermedad de este tubérculo, y que
llevó a la tumba a un millón de irlandeses que se alimentaban exclusivamente o
casi exclusivamente de patatas y obligó a emigrar allende el océano a otros dos
millones? Cuando los árabes aprendieron a destilar el alcohol, ni siquiera se les
ocurrió pensar que habían creado una de las armas principales con que habría de
ser exterminada la población indígena del continente americano, aún
desconocido, en aquel entonces. Y cuando Colón descubrió más tarde América,
no sabía que a la vez daba nueva vida a la esclavitud, desaparecida desde hacía
mucho tiempo en Europa, y sentaba las bases de la trata de negros. Los hombres
que en los siglos XVII y XVIII trabajaron para crear la máquina de vapor, no
sospechaban que estaban creando un instrumento que habría de subvertir, más
que ningún otro, las condiciones sociales en todo el mundo, y que, sobre todo en
Europa, al concentrar la riqueza en manos de una minoría y al privar de toda
propiedad a la inmensa mayoría de la población, habría de proporcionar primero
el dominio social y político a la burguesía y provocar después la lucha de clases
entre la burguesía y el proletariado, lucha que sólo puede terminar con el
derrocamiento de la burguesía y la abolición de todos los antagonismos de clase.
Pero también aquí, aprovechando una experiencia larga, y a veces cruel,
confrontando y analizando los materiales proporcionados por la historia, vamos
aprendiendo poco a poco a conocer las consecuencias sociales indirectas y más
remotas de nuestros actos en la producción, lo que nos permite extender también
a estas consecuencias nuestro dominio y nuestro control.
Sin embargo, para llevar a cabo este control se requiere algo más que el simple
conocimiento. Hace falta una revolución que transforme por completo el modo de
producción existente hasta hoy día y, con él, el orden social vigente.
Todos los modos de producción que han existido hasta el presente sólo buscaban
el efecto útil del trabajo en su forma más directa e inmediata. No hacían el menor
caso de las consecuencias remotas, que sólo aparecen más tarde y cuyo efecto se
manifiesta únicamente gracias a un proceso de repetición y acumulación gradual.
La primitiva propiedad comunal de la tierra correspondía, por un lado, a un
estado de desarrollo de los hombres en el que el horizonte de éstos quedaba
limitado, por lo general, a las cosas más inmediatas, y presuponía, por otro lado,
cierto excedente de tierras libres, que ofrecía cierto margen para neutralizar los
posibles resultados adversos de ésta economía positiva. Al agotarse el excedente
de tierras libres, comenzó la decadencia de la propiedad comunal. Todas las
formas más elevadas de producción [78] que vinieron después condujeron a la
división de la población en clases diferentes y, por tanto, al antagonismo entre las
clases dominantes y las clases oprimidas. En consecuencia, los intereses de las
clases dominantes se convirtieron en el elemento propulsor de la producción, en
cuanto ésta no se limitaba a mantener bien que mal la mísera existencia de los
oprimidos. Donde esto halla su expresión más acabada es en el modo de
producción capitalista que prevalece hoy en la Europa Occidental. Los
capitalistas individuales, que dominan la producción y el cambio, sólo pueden
ocuparse de la utilidad más inmediata de sus actos. Más aún; incluso ésta misma
utilidad —por cuanto se trata de la utilidad de la mercancía producida o
cambiada— pasa por completo a segundo plano, apareciendo como único
incentivo la ganancia obtenida en la venta.
***
La ciencia social de la burguesía, la Economía Política clásica, sólo se ocupa
preferentemente de aquellas consecuencias sociales que constituyen el objetivo
inmediato de los actos realizados por los hombres en la producción y el cambio.
Esto corresponde plenamente al régimen social cuya expresión teórica es esa
ciencia. Por cuanto los capitalistas aislados producen o cambian con el único fin
de obtener beneficios inmediatos, sólo pueden ser tenidos en cuenta,
primeramente, los resultados más próximos y más inmediatos. Cuando un
industrial o un comerciante vende la mercancía producida o comprada por él y
obtiene la ganancia habitual, se da por satisfecho y no le interesa lo más mínimo
lo que pueda ocurrir después con esa mercancía y su comprador. Igual ocurre
con las consecuencias naturales de esas mismas acciones. Cuando en Cuba los
plantadores españoles quemaban los bosques en las laderas de las montañas
para obtener con la ceniza un abono que sólo les alcanzaba para fertilizar una
generación de cafetos de alto rendimiento, ¡poco les importaba que las lluvias
torrenciales de los trópicos barriesen la capa vegetal del suelo, privada de la
protección de los árboles, y no dejasen tras sí más que rocas desnudas! Con el
actual modo de producción, y por lo que respecta tanto a las consecuencias
naturales como a las consecuencias sociales de los actos realizados por los
hombres, lo que interesa preferentemente son sólo los primeros resultados, los
más palpables. Y luego hasta se manifiesta extrañeza de que las consecuencias
remotas de las acciones que perseguían esos fines resulten ser muy distintas y, en
la mayoría de los casos, hasta diametralmente opuestas; de que la armonía entre
la oferta y la demanda se convierta en su antípoda, como nos lo demuestra [79] el
curso de cada uno de esos ciclos industriales de diez años, y como han podido
convencerse de ello los que con el «crac» [3] han vivido en Alemania un pequeño
preludio; de que la propiedad privada basada en el trabajo de uno mismo se
convierta necesariamente, al desarrollarse, en la desposesión de los trabajadores
de toda propiedad, mientras toda la riqueza se concentra más y más en manos de
los que no trabajan; de que [...] [*]
Escrito por Engels en 1876. Se publica de acuerdo con el
manuscrito.
Publicado por primera vez
en la revista "Die Neue Zeit", Bd. 2, Traducido del alemán.
Nº 44, 1895-1896.
NOTAS
[1]
43 El presente artículo fue ideado inicialmente como introducción a un trabajo más extenso
denominado "Tres formas fundamentales de esclavización". Pero, visto que el propósito no se
cumplía, Engels acabó por dar a la introducción el título "El papel del trabajo en el proceso de
transformación del mono en hombre". Engels explica en ella el papel decisivo del trabajo, de la
producción de instrumentos, en la formación del tipo físico del hombre y la formación de la
sociedad humana, mostrando que, a partir de un antepasado parecido al mono, como resultado de
un largo proceso histórico, se desarrolló un ser cualitativamente distinto, el hombre. Lo más
probable es que el artículo haya sido escrito en junio de 1876.- 66
[2] 44 Véase el libro de C. Darwin "The Descent of Man and Selection in Relation to Sex" («El
origen del hombre y la selección sexual»), publicado en Londres en 1871.- 66
[*] Sir William Thomson, autoridad de primer orden en la materia calculó que ha debido
transcurrir poco más de cien millones de años desde el momento en que la Tierra se enfrió lo
suficiente para que en ella pudieran vivir las plantas y los animales. (Nota de Engels).
[*] Acotación al margen: «Ennoblecimiento».
[3] 45 Trátase de la crisis económica mundial de 1873. En Alemania, la crisis comenzó con una
«grandiosa bancarrota» en mayo de 1873, preludio de la crisis que duró hasta fines de los años
70.- 79, 88, 438
[*] Aquí se interrumpe el manuscrito. (N. de la Edit.).
[80]
F. ENGELS
CARLOS MARX
Carlos Marx, el hombre que dio por vez primera una base científica al socialismo,
y por tanto a todo el movimiento obrero de nuestros días, nació en Tréveris, en
1818. Comenzó a estudiar jurisprudencia en Bonn y en Berlín, pero pronto se
entregó exclusivamente al estudio de la historia y de la filosofía, y se disponía, en
1842, a habilitarse como profesor de filosofía, cuando el movimiento político
producido después de la muerte de Federico Guillermo III orientó su vida por
otro camino. Los caudillos de la burguesía liberal renana, los Camphausen,
Hansemann, etc., habían fundado en Colonia, con su cooperación, la "Reinische
Zeitung" [1]; y en el otoño de 1842, Marx, cuya crítica de los debates de la Dieta
provincial renana había producido enorme sensación, fue colocado a la cabeza
del periódico. La "Rheinische Zeitung" publicábase, naturalmente, bajo la
censura, pero ésta no podía con ella ******[*] [2]. El periódico sacaba adelante casi
siempre los artículos que le interesaba publicar: se empezaba echándole al
censor cebo sin importancia para que lo tachase, hasta que, o cedía por sí mismo,
o se veía obligado a ceder bajo la amenaza de que al día [81] siguiente no saldría
el periódico. Con diez periódicos que hubieran tenido la misma valentía que la
"Rheinische Zeitung" y cuyos editores se hubiesen gastado unos cientos de
táleros más en composición se habría hecho imposible la censura en Alemania ya
en 1843. Pero los propietarios de los periódicos alemanes eran filisteos
mezquinos y miedosos, y la "Rheinische Zeitung" batallaba sola. Gastaba a un
censor tras otro, hasta que, por último, se la sometió a doble censura, debiendo
pasar, después de la primera, por otra nueva y definitiva revisión del
Regierungspräsident ******[*]. Más tampoco esto bastaba. A comienzos de 1843, el
gobierno declaró que no se podía con este periódico, y lo prohibió sin más
explicaciones.
Marx, que entretanto se había casado con la hermana de von Westphalen, el que
más tarde había de ser ministro de la reacción, se trasladó a París, donde editó
con A. Ruge los "Deutsch-Französische Jahrbücher" [3], en los que inauguró la
serie de sus escritos socialistas, con una "Crítica de la filosofía hegeliana del
Derecho". Después, en colaboración con F. Engels, publicó "La Sagrada Familia.
Contra Bruno Bauer y consortes", crítica satírica de una de las últimas formas en
las que se había extraviado el idealismo filosófico alemán de la época.
El estudio de la Economía política y de la historia de la gran Revolución francesa
todavía le dejaba a Marx tiempo para atacar de vez en cuando al Gobierno
prusiano; éste se vengó, consiguiendo del ministerio Guizot, en la primavera de
1845 —y parece que el mediador fue el señor Alejandro de Humboldt—, que se le
expulsase de Francia [4]. Marx trasladó su residencia a Bruselas, donde, en 1847,
publicó en lengua francesa la "Miseria de la Filosofía", crítica de la "Filosofía de la
Miseria", de Proudhon, y, en 1848, su "Discurso sobre el libre cambio". Al mismo
tiempo encontró ocasión de fundar en Bruselas una Asociación de obreros
alemanes [5], con lo que entró en el terreno de la agitación práctica. Esta adquirió
todavía mayor importancia para él al ingresar en 1847, en unión de sus amigos
políticos, en la Liga de los Comunistas, liga secreta, que llevaba ya largos años de
existencia. Toda la estructura de esta organización se transformó radicalmente; la
que hasta entonces había sido una sociedad más o menos conspirativa, se
convirtió en una simple organización de propaganda comunista —secreta tan sólo
porque las circunstancias lo exigían—, y fue la primera organización del Partido
Socialdemócrata Alemán. La Liga existía dondequiera que hubiese asociaciones
de obreros alemanes; en casi todas estas asociaciones, en Inglaterra, en Bélgica,
en Francia y en Suiza, y en muchas asociaciones de Alemania, los [82] miembros
dirigentes eran afiliados a la Liga, y la participación de ésta en el naciente
movimiento obrero alemán era muy considerable. Además, nuestra Liga fue la
primera que destacó, y lo demostró en la práctica, el carácter internacional de
todo el movimiento obrero; contaba entre sus miembros a ingleses, belgas,
húngaros, polacos, etc., y organizaba, principalmente en Londres, asambleas
obreras internacionales.
La transformación de la Liga se efectuó en dos congresos celebrados en 1847, el
segundo de los cuales acordó la redacción y publicación de los principios del
partido, en un manifiesto que habían de redactar Marx y Engels. Así surgió el
Manifiesto del Partido Comunista [*] que apareció por vez primera en 1848, poco
antes de la revolución de Febrero, y que después ha sido traducido a casi todos
los idiomas europeos.
La "Deutsche-Brüsseler-Zeitung" [6], en la que Marx colaboraba y en la que se
ponían al desnudo implacablemente las bienaventuranzas policíacas de la patria,
movió nuevamente al Gobierno prusiano a maquinar para conseguir la expulsión
de Marx, pero en vano. Mas, cuando la revolución de Febrero provocó también
en Bruselas movimientos populares y parecía ser inminente en Bélgica una
revolución, el Gobierno belga detuvo a Marx sin contemplaciones y lo expulsó.
Entretanto, el gobierno provisional de Francia, por mediación de Flocon, le había
invitado a reintegrarse a París, invitación que aceptó.
En París, se enfrentó ante todo con el barullo creado entre los alemanes allí
residentes, por el plan de organizar a los obreros alemanes de Francia en
legiones armadas, para introducir con ellas en Alemania la revolución y la
república. De una parte, era Alemania la que tenía que hacer por sí misma la
revolución, y de otra parte, toda legión revolucionaria extranjera que se formase
en Francia nacía delatada, por los Lamartines del gobierno provisional, al
gobierno que se quería derribar, como ocurrió en Bélgica y en Baden.
Después de la revolución de marzo, Marx se trasladó a Colonia y fundó allí la
"Neue Rheinische Zeitung", que vivió desde el 1 de junio de 1848 hasta el 19 de
mayo de 1849. Fue el único periódico que defendió, dentro del movimiento
democrático de la época, la posición del proletariado, cosa que hizo ya, en
efecto, al apoyar sin reservas a los insurrectos de junio de 1848 en París [7], lo
que le valió la deserción de casi todos los accionistas. En vano la "Kreuz-Zeitung"
[8] señalaba el "Chimborazo de insolencia" *[*] con que la [83] "Neue Rheinische
Zeitung" atacaba todo lo sagrado, desde el rey y el regente del imperio hasta los
gendarmes, y esto en una fortaleza prusiana, que tenía entonces 8.000 hombres
de guarnición: en vano clamaba el coro de filisteos liberales renanos, vuelto de
pronto reaccionario, en vano se suspendió el estado de sitio decretado en
Colonia, en el otoño de 1848; en vano el Ministerio de Justicia del imperio
denunciaba desde Francfort al fiscal de Colonia artículo tras artículo, para que se
abriese proceso judicial; el periódico seguía redactándose e imprimiéndose
tranquilamente, a la vista de la Dirección General de Seguridad, y su difusión y su
fama crecían con la violencia de los ataques contra el gobierno y la burguesía. Al
producirse, en noviembre de 1848, el golpe de Estado de Prusia, la "Neue
Rheinische Zeitung" incitaba al pueblo, en la cabecera de cada número, para que
se negase a pagar los impuestos y contestase a la violencia con la violencia.
Llevado ante el Jurado, en la primavera de 1849, por esto y por otro artículo, el
periódico salió absuelto las dos veces. Por fin, al ser aplastadas las insurrecciones
de mayo de 1849, en Dresde y la provincia del Rin [9], y al iniciarse la campaña
prusiana contra la insurrección de Baden-Palatinado, mediante la concentración y
movilización de grandes contingentes de tropas, el gobierno se creyó lo bastante
fuerte para suprimir por la violencia la "Neue Rheinische Zeitung". El último
número —impreso en rojo— apareció el 19 de mayo.
Marx se trasladó nuevamente a París, pero pocas semanas después de la
manifestación del 13 de junio de 1849 [10] el Gobierno francés lo colocó ante la
alternativa de trasladar su residencia a la Bretaña o salir de Francia. Optó por esto
último y se fue a Londres, donde ha vivido desde entonces sin interrupción.
La tentativa de seguir publicando la "Neue Rheinische Zeitung" en forma de
revista (en Hamburgo, en 1850) [11], hubo de ser abandonada algún tiempo
después, ante la violencia creciente de la reacción. Inmediatamente después del
golpe de Estado de diciembre de 1851 en Francia, Marx publicó "El 18 Brumario
de Luis Bonaparte" [*] (Boston, 1852; segunda edición, Hamburgo, 1869, poco
antes de la guerra). En 1853, escribió las "Revelaciones sobre el proceso de los
comunistas en Colonia" (obra impresa primeramente en Basilea, más tarde en
Boston y reeditada recientemente en Leipzig).
Después de la condena de los miembros de la Liga de los Comunistas en Colonia
[12], Marx se retiró de la agitación política y se consagró, de una parte, por
espacio de diez años, a estudiar a fondo los ricos tesoros que encerraba la
biblioteca del Museo Británico en materia de Economía política, y de otra parte, a
colaborar en "New-York Tribune" [13], periódico que, hasta que estalló la guerra
[84] norteamericana de Secesión [14], no sólo publicó las correspondencias
firmadas por él, sino también numerosos artículos editoriales sobre temas
europeos y asiáticos salidos de su pluma. Sus ataques contra lord Palmerston,
basados en minuciosos estudios de documentos oficiales ingleses, fueron
editados en Londres como folletos de agitación.
Como primer fruto de sus largos años de estudios económicos apareció en 1859
la "Contribución a la crítica de la Economía política. Primer cuaderno" (Berlín,
Duncker.) Esta obra contiene la primera exposición sistemática de la teoría del
valor de Marx, incluyendo la teoría del dinero. Durante la guerra italiana [15],
Marx combatió desde las columnas de "Das Volk" [16], periódico alemán que se
publicaba en Londres, el bonapartismo, que por entonces se teñía de liberal y se
las daba de libertador de las nacionalidades oprimidas, y la política prusiana de
la época, que, bajo la manto de la neutralidad, procuraba pescar en río revuelto.
A propósito de esto, hubo de atacar también al señor Karl Vogt, que por entonces
hacía agitación en pro de la neutralidad de Alemania, más aún, de la simpatía de
Alemania, por encargo del príncipe Napoleón (Plon-Plon) y a sueldo de Luis
Napoleón. Como Vogt acumulase contra él las calumnias más infames, infundadas
a sabiendas, Marx le contestó en "El señor Vogt" (Londres, 1860), donde se
desenmascara a Vogt y a los demás señores de la banda bonapartista de seudodemócratas, demostrando con pruebas de carácter externo e interno que Vogt
estaba sobornado por el imperio decembrino. A los diez años justos, se tuvo la
confirmación de esto; en la lista de las gentes a sueldo del bonapartismo,
descubierta en las Tullerías en 1870 [17] y publicada por el gobierno de
septiembre [18], aparecía en la letra "V" esta partida: "Vogt: le fueron
entregados, en agosto de 1859... 40.000 francos".
Por fin, en 1867, vio la luz en Hamburgo el tomo primero de "El Capital, Crítica de
la Economía política", la obra principal de Marx, en la que se exponen las bases
de sus ideas económico-socialistas y los rasgos fundamentales de su crítica de la
sociedad existente, del modo de producción capitalista y de sus consecuencias.
La segunda edición de esta obra que hace época se publicó en 1872; el autor se
ocupa actualmente de la preparación del segundo tomo.
Entretanto, el movimiento obrero de diversos países de Europa había vuelto a
fortalecerse en tal medida, que Marx pudo pensar en poner en práctica un deseo
acariciado desde hacía largo tiempo: fundar una asociación obrera que abarcase
los países más adelantados de Europa y América y que había de personificar, por
decirlo así, el carácter internacional del movimiento socialista tanto ante los
propios obreros como ante los burgueses y los gobiernos, para [85] animar y
fortalecer al proletariado y para atemorizar a sus enemigos. Dio ocasión para
exponer la idea, que fue acogida con entusiasmo, un mitin popular celebrado en
el Saint Martin's Hall de Londres, el 28 de septiembre de 1864, a favor de Polonia,
que volvía a ser aplastada por Rusia. Quedó fundada así la Asociación
Internacional de los Trabajadores. En la Asamblea se eligió un Consejo General
provisional, con residencia en Londres. El alma de este Consejo General, como
de los que le siguieron hasta el Congreso de La Haya [19], fue Marx. El redactó
casi todos los documentos lanzados por el Consejo General de la Internacional,
desde el Manifiesto Inaugural de 1864, hasta el manifiesto sobre la guerra civil de
Francia en 1871 ****[*]. Exponer la actuación de Marx en la Internacional,
equivaldría a escribir la historia de esta misma Asociación que, por lo demás,
vive todavía en el recuerdo de los obreros de Europa.
La caída de la Comuna de París colocó a la Internacional en una situación
imposible. Viose empujada al primer plano de la historia europea, en un
momento en que por todas partes tenía cortada la posibilidad de una acción
práctica y eficaz. Los acontecimientos que la erigían en séptima gran potencia le
impedían, al mismo tiempo, movilizar y poner en acción sus fuerzas combativas,
so pena de llevar a una derrota infalible al movimiento obrero y de contenerlo
por varios decenios. Además, por todas partes pugnaban por colocarse en
primera fila elementos que intentaban explotar, para fines de vanidad o de
ambición personal, la fama, que tan súbitamente había crecido, de la Asociación,
sin comprender la verdadera situación de la Internacional o sin preocuparse de
ella. Había que tomar una decisión heroica, y fue, como siempre, Marx quien la
tomó y la hizo prosperar en el Congreso de La Haya. En un acuerdo solemne, la
Internacional se desentendió de toda responsabilidad por los manejos de los
bakuninistas, que eran el eje de aquellos elementos insensatos y poco limpios;
luego, ante la imposibilidad de cumplir también, frente a la reacción general, las
exigencias redobladas que a ella se le planteaban y de mantener en pie su plena
actividad, más que por medio de una serie de sacrificios, que necesariamente
habrían desangrado el movimiento obrero, la Internacional se retiró
provisionalmente de la escena, trasladando a Norteamérica el Consejo General.
Los acontecimientos posteriores han venido a demostrar cuán acertado fue este
acuerdo, tantas veces criticado por entonces y después. De una parte, quedaron
cortadas de raíz, y siguieron cortadas en adelante, las posibilidades de organizar
en nombre de la Internacional vanas intentonas, y de otra parte, las [86]
constantes y estrechas relaciones entre los partidos obreros socialistas de los
distintos países demostraban que la conciencia de la identidad de intereses y de
la solidaridad del proletariado de todos los países, despertada por la
Internacional, llega a imponerse aun sin el enlace de una asociación internacional
formal que, por el momento, se había convertido en traba.
Después del Congreso de La Haya, Marx volvió a encontrar, por fin, tiempo y
sosiego para reanudar sus trabajos teóricos, y es de esperar que en un período
de tiempo no muy largo pueda dar a la imprenta el segundo tomo de "El Capital".
De los muchos e importantes descubrimientos con que Marx ha inscrito su
nombre en la historia de la ciencia, sólo dos podemos destacar aquí.
El primero es la revolución que ha llevado a cabo en toda la concepción de la
historia universal. Hasta aquí, toda la concepción de la historia descansaba en el
supuesto de que las últimas causas de todas las transformaciones históricas
habían de buscarse en los cambios que se operan en las ideas de los hombres, y
de que de todos los cambios, los más importantes, los que regían toda la historia,
eran los políticos. No se preguntaban de dónde les vienen a los hombres las ideas
ni cuáles son las causas motrices de los cambios políticos. Sólo en la escuela
moderna de los historiadores franceses, y en parte también de los ingleses, se
había impuesto la convicción de que, por lo menos desde la Edad Media, la causa
motriz de la historia europea era la lucha de la burguesía en desarrollo contra la
nobleza feudal por el Poder social y político. Pues bien, Marx demostró que toda
la historia de la humanidad, hasta hoy, es una historia de luchas de clases, que
todas las luchas políticas, tan variadas y complejas, sólo giran en torno al Poder
social y político de unas u otras clases sociales; por parte de las clases viejas,
para conservar el poder, y por parte de las ascendentes clases nuevas, para
conquistarlo. Ahora bien, ¿qué es lo que hace nacer y existir a estas clases? Las
condiciones materiales, tangibles, en que la sociedad de una época dada
produce y cambia lo necesario para su sustento. La dominación feudal de la Edad
Media descansaba en la economía cerrada de las pequeñas comunidades
campesinas, que cubrían por sí mismas casi todas sus necesidades, sin acudir
apenas al cambio, a las que la nobleza belicosa defendía contra el exterior y daba
cohesión nacional o, por lo menos, política. Al surgir las ciudades y con ellas una
industria artesana independiente y un tráfico comercial, primero interior y luego
internacional, se desarrolló la burguesía urbana, y conquistó, luchando contra la
nobleza, todavía en la Edad Media, una incorporación al orden feudal, como
estamento también privilegiado. Pero, con el descubrimiento de los [87]
territorios no europeos, desde mediados del siglo XV, la burguesía obtuvo una
zona comercial mucho más extensa, y, por tanto, un nuevo acicate para su
industria. La industria artesana fue desplazada en las ramas más importantes por
la manufactura de tipo ya fabril, y ésta, a su vez, por la gran industria, que habían
hecho posible los inventos del siglo pasado, principalmente la máquina de vapor,
y que a su vez repercutió sobre el comercio, desalojando, en los países atrasados,
al antiguo trabajo manual y creando, en los más adelantados, los modernos
medios de comunicación, los barcos de vapor, los ferrocarriles, el telégrafo
eléctrico. De este modo, la burguesía iba concentrando en sus manos, cada vez
más, la riqueza social y el poder social, aunque tardó bastante en conquistar el
poder político, que estaba en manos de la nobleza y de la monarquía, apoyada en
aquélla. Pero al llegar a cierta fase —en Francia, desde la gran Revolución—,
conquistó también éste y se convirtió, a su vez, en clase dominante frente al
proletariado y a los pequeños campesinos. Situándose en este punto de vista —
siempre y cuando que se conozca suficientemente la situación económica de la
sociedad en cada época; conocimientos de que, ciertamente, carecen en absoluto
nuestros historiadores profesionales—, se explican del modo más sencillo todos
los fenómenos históricos, y asimismo se explican con la mayor sencillez los
conceptos y las ideas de cada período histórico, partiendo de las condiciones
económicas de vida y de las relaciones sociales y políticas de ese período,
condicionadas a su vez por aquéllas. Por primera vez se erigía la historia sobre su
verdadera base; el hecho palpable, pero totalmente desapercibido hasta
entonces, de que el hombre necesita en primer término comer, beber, tener un
techo y vestirse, y por tanto, trabajar, antes de poder luchar por el mando, hacer
política, religión, filosofía, etc.; este hecho palpable, pasaba a ocupar, por fin, el
lugar histórico que por derecho le correspondía.
Para la idea socialista, esta nueva concepción de la historia tenía una importancia
culminante. Demostraba que toda la historia, hasta hoy, se ha movido en
antagonismos y luchas de clases, que ha habido siempre clases dominantes y
dominadas, explotadoras y explotadas, y que la gran mayoría de los hombres ha
estado siempre condenada a trabajar mucho y disfrutar poco. ¿Por qué?
Sencillamente, porque en todas las fases anteriores del desenvolvimiento de la
humanidad, la producción se hallaba todavía en un estado tan incipiente, que el
desarrollo histórico sólo podía discurrir de esta forma antagónica y el progreso
histórico estaba, en líneas generales, en manos de una pequeña minoría
privilegiada, mientras la gran masa se hallaba condenada a producir, trabajando,
su mísero sustento y a acrecentar cada vez más [88] la riqueza de los
privilegiados. Pero, esta misma concepción de la historia, que explica de un
modo tan natural y racional el régimen de dominación de clase vigente hasta
nuestros días, que de otro modo sólo podía explicarse por la maldad de los
hombres, lleva también a la convicción de que con las fuerzas productivas, tan
gigantescamente acrecentadas, de los tiempos modernos, desaparece, por lo
menos en los países más adelantados, hasta el último pretexto para la división de
los hombres en dominantes y dominados, explotadores y explotados; de que la
gran burguesía dominante ha cumplido ya su misión histórica, de que ya no es
capaz de dirigir la sociedad y se ha convertido incluso en un obstáculo para el
desarrollo de la producción, como lo demuestran las crisis comerciales, y sobre
todo el último gran crac [20] y la depresión de la industria en todos los países; de
que la dirección histórica ha pasado a manos del proletariado, una clase que, por
toda su situación dentro de la sociedad, sólo puede emanciparse acabando en
absoluto con toda dominación de clase, todo avasallamiento y toda explotación; y
de que las fuerzas productivas de la sociedad, que crecen hasta escapársele de
las manos a la burguesía, sólo están esperando a que tome posesión de ellas el
proletariado asociado, para crear un estado de cosas que permita a caba
miembro de la sociedad participar no sólo en la producción, sino también en la
distribución y en la administración de las riquezas sociales, y que, mediante la
dirección planificada de toda la producción, acreciente de tal modo las fuerzas
productivas de la sociedad y su rendimiento, que se asegure a cada cual, en
proporciones cada vez mayores, la satisfacción de todas sus necesidades
razonables.
El segundo descubrimiento importante de Marx consiste en haber puesto
definitivamente en claro la relación entre el capital y el trabajo; en otros términos,
en haber demostrado cómo se opera, dentro de la sociedad actual, con el modo
de producción capialista, la explotación del obrero por el capitalista. Desde que
la Economía política sentó la tesis de que el trabajo es la fuente de toda riqueza y
de todo valor, era inevitable esta pregunta: ¿cómo se concilia esto con el hecho
de que el obrero no perciba la suma total de valor creada por su trabajo, sino que
tenga que ceder una parte de ella al capitalista? Tanto los economistas burgueses
como los socialistas se esforzaban por dar a esta pregunta una contestación
científica sólida; pero en vano, hasta que por fin apareció Marx con la solución.
Esta solución es la siguiente: El actual modo de producción capitalista tiene como
premisa la existencia de dos clases sociales: de una parte, los capitalistas, que se
hallan en posesión de los medios de producción y de sustento, y de otra parte, los
proletarios, que, excluidos de esta posesión, sólo tienen una mercancía que
vender: su fuerza de trabajo, mercancía que, por tanto, [89] no tienen más
remedio que vender, para entrar en posesión de los medios de sustento más
indispensables. Pero el valor de una mercancía se determina por la cantidad de
trabajo socialmente necesario invertido en su producción, y también, por tanto en
su reproducción; por consiguiente, el valor de la fuerza de trabajo de un hombre
medio durante un día, un mes, un año, se determina por la cantidad de trabajo
plasmada en la cantidad de medios de vida necesarios para el sustento de esta
fuerza de trabajo durante un día, un mes o un año. Supongamos que los medios
de vida para un día exigen seis horas de trabajo para su producción o, lo que es
lo mismo, que el trabajo contenido en ellos representa una cantidad de trabajo de
seis horas; en este caso, el valor de la fuerza de trabajo durante un día se
expresará en una suma de dinero en la que se plasmen también seis horas de
trabajo. Supongamos, además, que el capitalista para quien trabaja nuestro
obrero le paga esta suma, es decir, el valor íntegro de su fuerza de trabajo. Ahora
bien; si el obrero trabaja seis horas del día para el capitalista, habrá reembolsado
a éste íntegramente su desembolso: seis horas de trabajo por seis horas de
trabajo. Claro está que de este modo no quedaría nada para el capitalista; por eso
éste concibe la cosa de un modo completamente distinto. Yo, dice él, no he
comprado la fuerza de trabajo de este obrero por seis horas, sino por un día
completo. Consiguientemente, hace que el obrero trabaje, según las
circunstancias, 8, 10, 12, 14 y más horas, de tal modo que el producto de la
séptima, de la octava y siguientes horas es el producto de un trabajo no
retribuido, que, por el momento, se embolsa el capitalista. Por donde el obrero al
servicio del capitalista no se limita a reponer el valor de su fuerza de trabajo, que
se le paga, sino que, además crea una plusvalía que, por el momento, se apropia
el capitalista y que luego se reparte con arreglo a determinadas leyes
económicas entre toda la clase capitalista. Esta plusvalía forma el fondo básico
del que emanan la renta del suelo, la ganancia, la acumulación de capital; en una
palabra, todas las riquezas consumidas o acumuladas por las clases que no
trabajan. De este modo, se comprobó que el enriquecimiento de los actuales
capitalistas consiste en la apropiación del trabajo ajeno no retribuido, ni más ni
menos que el de los esclavistas o de los señores feudales, que explotaban el
trabajo de los esclavos o de los siervos, y que todas estas formas de explotación
sólo se diferencian por el distinto modo de apropiarse el trabajo no pagado. Y
con esto, se quitaba la base de todas esas retóricas hipócritas de las clases
poseedoras de que bajo el orden social vigente reinan el derecho y la justicia, la
igualdad de derechos y deberes y la armonía general de intereses. Y la sociedad
burguesa actual se desenmascaraba, no menos que las que la antecedieron, como
un establecimiento [90] grandioso montado para la explotación de la inmensa
mayoría del pueblo por una minoría insignificante y cada vez más reducida.
Estos dos importantes hechos sirven de base al socialismo moderno, al socialismo
científico. En el segundo tomo de "El Capital" se desarrollan estos y otros
descubrimientos científicos no menos importantes relativos al sistema social
capitalista, con lo cual se revolucionan también los aspectos de la Economía
política que no se habían tocado todavía en el primer tomo. Lo que hay que
desear es que Marx pueda entregarlo pronto a la imprenta.
Escrito por F. Engels a mediados Se publica de acuerdo con el
de junio de 1877. texto del almanaque.
Publicado en el almanaque Traducido del alemán.
"Volks-Kalender", Brunswick, 1878.
NOTAS
[1]
46 Rheinisehe Zeitung fiir Politik, Handel und Gewerbe («Periódico del Rin para cuestiones de
política, comercio e industria»): diario que se publicó en Colonia del I de enero de 1842 al 31 de
marzo de 1843. En abril de 1842, Marx comenzó a colaborar en él, y en octubre del mismo año
pasó a ser uno de sus redactores; Engels colaboraba también en el periódico.- 80, 172, 361, 409
[*******]El primer censor de la "Rheinische Zeitung" fue el consejero de policía Dolleschall, el
mismo que en cierta ocasión había tachado en la "Kölnische Zeitung" el anuncio de la traducción
de la "Divina Comedia", de Dante, por Philalethes (el que más tarde había de ser rey Juan de
Sajonia), con esta observación: «Con las cosas divinas no se deben hacer comedias»..
[2] 47 "Kölnische Zeitung" («Periódico de Colonia»): diario alemán que se publicó con ese nombre
desde 1802 en Colonia; en el período de la revolución de 1848-1849 y la reacción que le sucedió
reflejaba la política de traición y cobardía de la burguesía liberal prusiana; en el último tercio del
siglo XIX estuvo ligado al partido nacional-liberal.- 80, 182, 428
[*******]En Prusia, representante del poder central en la provincia. (N. de la Edit.)
[3] 48 "Deutsch-Französische Jahrbücher" («Anales franco-alemanes»): se publicaba en París, en
alemán, bajo la redacción de C. Marx y A. Ruge. No salió más que el primer fascículo (doble) en
febrero de 1844. En él se publicaron las obras de Carlos Marx: "Contribución al problema
hebreo" y "Contribución a la critica de la filosofía del Derecho de Hegel. Introducción", así como
las de Federico Engels: "Esbozos para la crítica de la Economía Política" y "Situación de Inglaterra.
Tomás Carlyle, El pasado y el presente". Estas obras marcaban el paso definitivo de Marx y de
Engels del democratismo revolucionario al materialismo y al comunismo. La causa principal del
cese de la publicación del anuario residía en las divergencias en cuestiones de principio entre
Marx y el radical burgués Ruge.- 81, 190
[4] 49 El Gobierno francés dispuso la expulsión de Marx de Francia el 16 de enero de 1845 bajo la
presión del Gobierno de Prusia.- 81
[5] 50 La "Asociación de Obreros Alemanes en Bruselas" fue fundada por Marx y Engels a fines de
agosto de 1847, con el fin de educar políticamente a los obreros alemanes residentes en Bélgica.
Bajo la dirección de Marx, Engels y sus compañeros, la Asociación se convirtió en un centro legal
de unión de los proletarios revolucionarios alemanes en Bélgica. Los mejores elementos de la
Asociación integraban la Organización de Bruselas de la Liga de los Comunistas. Las actividades
de la Asociación de Obreros Alemanes en Bruselas se suspendieron poco después de la
revolución de febrero de 1848 en Francia, debido a las detenciones y la expulsión de sus
componentes por la policía belga.- 81, 191
[*] Véase la presente edición, t. 1, págs. 110-140. (N. de la Edit.)
[6] 51 "Deutsche-Brüsseler-Zeitung" («Periódico Alemán de Bruselas»): periódico fundado por los
emigrados políticos alemanes en Bruselas; se publicó desde enero de 1847 hasta febrero de 1848.
A partir de septiembre de 1847, Marx y Engels colaboraban permanentemente en él y ejercían
una influencia directa en su orientación. Bajo la dirección de Marx y Engels, se hizo órgano de la
Liga de los Comunistas.- 82, 172, 191
[7] 52 Insurrección de junio: heroica insurrección de los obreros de París el 23-26 de junio de 1848,
aplastada con excepcional crueldad por la burguesía francesa. Fue la primera gran guerra civil
entre el proletariado y la burguesía.- 82, 115, 180
[8] 53 "Kreuz-Zeitung" («Periódico de la Cruz»): nombre con que se conocía (por llevar en el título
una cruz, emblema de las milicias, el landwehr) el diario alemán "Neue Preussische Zeitung"
(«Nuevo Periódico Prusiano»); se publicó en Berlín desde junio de 1848 hasta 1939, fue órgano de
la camarilla contrarrevolucionaria de la corte y de los junkers prusianos.- 82, 178
[**]Chimborazo: uno de los picos más altos de América del Sur. (N. de la Edit.)
[9] 54 Se trata de la insurrección armada en Dresde del 3 al 8 de mayo y de las insurrecciones en
Alemania del Sur y del Oeste de mayo a julio de 1849 en defensa de la Constitución imperial
aprobada por la Asamblea Nacional de Francfort el 28 de marzo de 1849, pero rechazada por
varios Estados alemanes. Las insurrecciones tenían carácter aislado y espontáneo y fueron
aplastadas hacia mediados de julio de 1849.- 83, 197
[10] 55 El 13 de junio de 1849, en París, el partido pequeñoburgués La Montaña organizó una
manifestación pacífica de protesta contra el envío de tropas francesas para aplastar la revolución
en Italia. La manifestación fue disuelta por las tropas. Muchos líderes de La Montaña fueron
arrestados y deportados o tuvieron que emigrar de Francia.- 83, 182, 197
[11] 56 "Neue Rheinische Zeitung. Politisch-ökonomische Revue" («Nuevo Periódico del Rin.
Revista político-económica»): revista, órgano teórico de la Liga de los Comunistas, fundada por
Marx y Engels. Se publicó desde diciembre de 1849 hasta noviembre de 1850; salieron seis
números.- 83, 199
[*] Véase la presente edición, t. 1, págs. 408-498. (N. de la Edit.)
[12] 57 Se trata del proceso organizado en Colonia (del 4 de octubre al 12 de noviembre de 1852)
con fines provocativos por el Gobierno de Prusia contra 11 miembros de la Liga de los
Comunistas. Acusados de crimen de alta traición sobre la base de documentos falsos y perjurios,
siete fueron condenados a reclusión en la fortaleza por plazos de 3 a 6 años.- 83, 184
[13] 58 "New-York Daily Tribune" («Tribuna diaria de Nueva York»): diario progresista burgués
que se publicó de 1841 a 1924. Marx y Engels colaboraron en él desde agosto de 1851 hasta
marzo de 1862.- 83, 172
[14] 59 La guerra civil de Norteamérica (1861-1865) se llevó a cabo entre los Estados industriales
del Norte de los EE.UU. y los sublevados Estados esclavistas del Sur, que querían conservar la
esclavitud y resolvieron en 1861 separarse de los Estados del Norte. La guerra fue resultado de la
lucha de dos sistemas: el de la esclavitud y el del trabajo asalariado.- 84, 200
[15] 60 La guerra italiana: guerra de Francia y Piamonte contra Austria, desencadenada por
Napoleón III so falso pretexto de liberación de Italia. Lo que quería Napoleón III, en realidad, era
conquistar nuevos territorios y consolidar el régimen bonapartista en Francia. Sin embargo,
asustado por la gran envergadura del movimiento de liberación nacional en Italia y empeñado en
mantener el fraccionamiento político de ésta, Napoleón III concertó una paz separada con Austria.
Francia se quedó con Saboya y Niza. Lombardía pasó a pertenecer a Cerdeña, y Venecia siguió
bajo la dominación de Austria.- 84, 404
[16] 61 "Das Volk" («El pueblo»): semanario que se publicó en alemán en Londres desde el 7 de
mayo hasta el 20 de agosto de 1859, con la más activa participación de Marx, el cual fue, en
realidad, su redactor a partir de principios de julio.- 84
[17] 62 Trátase del Palacio de las Tullerías, de París, residencia de Napoleón III durante el
Segundo Imperio.- 84
[18] 63 El 4 de septiembre de 1870 se produjo un alzamiento revolucionario de las masas
populares que condujo al derrocamiento del régimen del Segundo Imperio, a la proclamación de
la República y a la formación del Gobierno Provisional, en el que entraron monárquicos, además
de republicanos moderados. Este Gobierno, encabezado por Trochu, gobernador militar de París,
y Thiers, su auténtico inspirador, tomó el camino de la traición nacional y la componenda alevosa
con el enemigo exterior.- 84, 428
[19] 5 El Congreso de la Asociación Internacional de los Trabajadores de La Haya se celebró del 2 al
7 de septiembre de 1872, con la asistencia de 65 delegados de 15 organizaciones nacionales.
Dirigían las labores del Congreso Marx y Engels. En él se dio cima a la lucha de largos años de
Marx y Engels y sus compañeros contra toda clase de sectarismo pequeñoburgués en el
movimiento obrero. La actuación escisionista de los anarquistas fue condenada, y sus líderes
expulsados de la Internacional. Los acuerdos del Congreso de La Haya colocaron los cimientos
para la futura fundación de partidos políticos de la clase obrera con existencia propia en los
distintos países.- 6, 85
[*****] Véase la presente edición, t. 2, págs. 5-13, 214-259. (N. de la Edit.)
[20] 45 Trátase de la crisis económica mundial de 1873. En Alemania, la crisis comenzó con una
«grandiosa bancarrota» en mayo de 1873, preludio de la crisis que duró hasta fines de los años
70.- 79, 88, 438
[91]
C. MARX Y F. ENGELS
DE LA CARTA CIRCULAR A A. BEBEL, W.
[1]
LIEBKNECHT, W. BRACKE Y OTROS
Marx y Engels denuncian en su carta las bases políticas de clase e ideológicas del
oportunismo manifestado y hacen valer su protesta contra la transigencia para
con él por parte le la dirección del partido. Critican acerbamente las vacilaciones
oportunistas que se manifestaron en el partido después de la promulgación de la
ley de excepción contra los socialistas. Al defender el carácter consecuente de
clase del partido proletario, Marx y Engels exigen que se elimine toda influencia
de los elementos oportunistas en el partido y el órgano del partido. La crítica de
Marx y Engels ayudó a los dirigentes del Partido Socialdemócrata Alemán a
mejorar la situación en el partido, que supo en el período de vigencia de la ley de
excepción, en condiciones de persecuciones de todo género, fortalecer sus filas,
reestructurar la organización y encontrar el acertado camino de las masas,
combinando las formas legales y clandestinas de trabajo.- 91
I I I. EL MANIFIESTO DE LOS TRES DE ZURICH
Entretanto, llegó el "Jahrbuch" [2] de Höchberg, con el artículo "Examen
retrospectivo del movimiento socialista en Alemania", escrito, según me ha
comunicado el propio Höchberg, precisamente por los tres miembros de la
Comisión de Zurich. Aquí tenemos una crítica auténtica de estos señores a todo el
movimiento hasta nuestros días, y, por consiguiente, en la medida en que ellos
determinan la línea del nuevo periódico [3], el programa auténtico del mismo.
Desde el principio leemos:
«El movimiento, considerado como eminentemente político por Lassalle —quien
invitaba a incorporarse a él no sólo a los obreros, sino también a todos los
demócratas honrados—, y al frente del cual debían situarse los representantes
independientes de la ciencia y todas las personas de verdaderos sentimientos
humanitarios, se acható bajo la dirección de J. B. von Schweitzer, reduciéndose a
una lucha unilateral de los obreros industriales por sus intereses».
No voy a examinar la cuestión de si esto corresponde, y hasta qué punto, a la
realidad de los hechos. El reproche especial que aquí se le hace a Schweitzer es
el de haber achatado el lassalleanismo, considerado aquí como un movimiento
burgués democrático-filantrópico, reduciéndolo al nivel de una lucha unilateral
de los obreros industriales por sus intereses. Pero, en realidad, resulta que
Schweitzer acható el movimiento, haciéndolo más profundo, al darle el carácter de
lucha de clases de los obreros industriales contra la burguesía. Más adelante se le
reprocha el «haber ahuyentado a la democracia burguesa». Pero, ¿qué tiene que
hacer [92] la democracia burguesa en las filas del Partido Socialdemócrata? Si la
democracia burguesa está integrada por «personas honradas», no puede desear
el ingreso en el Partido; y si a pesar de ello desea ingresar en él, sólo puede ser
para hacer daño.
El partido lassalleano «ha preferido, de la manera más unilateral, conducirse
como un partido obrero». Y los señores que escriben eso pertenecen a un partido
que se conduce del modo más unilateral como partido obrero, y ocupan ahora en
él puestos oficiales. Hay en esto una incompatibilidad absoluta. Si piensan, como
escriben, deben abandonar el partido, o por lo menos, renunciar a los cargos que
en él ocupan. Si no lo hacen, confiesan con ello sus intenciones de aprovechar su
posición oficial para luchar contra el carácter proletario del partido. De este
modo, al dejarlos en sus puestos oficiales, el partido se hace traición a sí mismo.
Así pues, según estos señores, el Partido Socialdemócrata no debe ser un partido
unilateralmente obrero, sino el partido universal «de todas las personas de
verdaderos sentimientos humanitarios». Y para demostrarlo, debe renunicar ante
todo a las groseras pasiones proletarias y, dirigido por burgueses cultos y de
sentimientos filantrópicos, «adquirir gustos finos» y «aprender buenos modales»
(pag. 85). Entonces, los «toscos modales» de ciertos líderes serán sustituidos por
distinguidos «modales burgueses» (¡como si la indecorosidad externa de aquellos
a quienes se alude no fuese el menor de los defectos que se les puede imputar!).
Entonces, tampoco tardarán en aparecer
"numerosos partidarios procedentes de las clases cultivadas y poseedoras. Sin
estos elementos los que deben ser atraídos ante todo... si se quiere que la
propaganda alcance éxitos tangibles».
El socialismo alemán «ha atribuido demasiada importancia a la conquista de las
masas, a la vez que ha descuidado la propaganda enérgica (!) entre las llamadas
capas altas de la sociedad». Pero «al partido aún le faltan personas que pueden
representarlo en el Reichstag», y «es deseable, e incluso necesario, que las
credenciales sean entregadas a personas que tengan tiempo y posibilidades de
estudiar a fondo los problemas. Los simples obreros y los pequeños artesanos...
sólo muy excepcionalmente pueden disponer del ocio necesario».
Así que, ¡elegid a los burgueses!
En una palabra, la clase obrera no es capaz de lograr por sí misma su
emancipación. Para ello necesita someterse a la dirección de burgueses
«cultivados y poseedores», pues sólo ellos «tienen tiempo y posibilidades» de
llegar a conocer lo que puede ser útil para los obreros. En segundo lugar, la
burguesía no debe ser atacada en ningún caso, sino conquistada mediante una
propaganda enérgica.
Pero si nos proponemos conquistar a las capas altas de la sociedad, o por lo
menos a sus elementos bien intencionados, en modo alguno debemos asustarlos.
Y aquí es donde los tres de Zurich creen haber hecho un descubrimiento
tranquilizador:
[93]
«Precisamente ahora, bajo la presión de la ley contra los socialistas, el partido
demuestra que no tiene la intención de recurrir a la violencia e ir a una revolución
sangrienta, sino que, por el contrario, está dispuesto... a seguir el camino de la
legalidad, es decir, el camino de las reformas».
De este modo, si 500.000 ó 600.000 electores socialdemócratas (la décima o la
octava parte del censo electoral), dispersos, además, por todo el país, son lo
bastante sensatos para no romperse la cabeza contra un muro y para no lanzarse,
en la proporción de uno contra diez, a una «revolución sangrienta», eso
demuestra que han renunciado para siempre a utilizar cualquier gran
acontecimiento de la política exterior y el ascenso revolucionario por él
provocado, e incluso la victoria lograda por el pueblo en el conflicto que pueda
producirse sobre esta base. Si alguna vez Berlín vuelve a dar pruebas de su
incultura con otro 18 de Marzo [4], la socialdemocracia no participará en la lucha,
como «cualquier chusma ansiosa de lanzarse a las barricadas» (pag. 88), sino que
«seguirá el camino de la legalidad», apaciguará la insurrección, retirará las
barricadas y, en caso necesario, marchará con el glorioso ejército contra la masa
unilateral, grosera e inculta. Y si esos caballeros afirman que no era tal la
intención de sus palabras, ¿qué era, pues, lo que querían decir?
Pero aún falta lo mejor.
«Cuanto más sereno, objetivo y circunspecto sea el partido en su crítica del orden
actual y en sus propuestas de reforma, menos posibilidades habrá de que se
repita la jugada, que ahora ha tenido éxito» (al dictarse la ley contra los
socialistas), «y gracias a la cual la reacción consciente ha logrado meter en un
puño a la burguesía, intimidada por el fantasma rojo» (pag. 88).
Para liberar a la burguesía de toda sombra de temor, hay que demostrarle clara y
palpablemente que el fantasma rojo no es más que eso, un fantasma que no existe
en la realidad. Pero el secreto del fantasma rojo está precisamente en el miedo
de la burguesía a la inevitable lucha a vida o muerte que tiene que librarse entre
ella y el proletariado, está en el temor al inevitable desenlace de la actual lucha
de clases. Acabemos con la lucha de clases y la burguesía, lo mismo que «todas
las personas independientes», «no temerá marchar del brazo con el
proletariado». Pero éste será precisamente quien se quede con un palmo de
narices.
Por lo tanto, el partido debe demostrar con su acatamiento y humildad que ha
renunciado para siempre a «los despropósitos y a los excesos» que dieron pie a la
promulgación de la ley contra los socialistas. Si promete voluntariamente no
salirse del marco de esa ley, Bismarck y la burguesía serán naturalmente tan
amables que la abolirán, pues ya no será necesaria.
«Entiéndasenos bien»; nosotros no queremos «renunciar a nuestro partido ni a
nuestro programa, pero consideramos que tenemos trabajo para [94] muchos
años si aplicamos todas nuestras fuerzas y todas nuestras energías a lograr ciertos
objetivos inmediatos, que deben ser conseguidos por encima de todo antes de
ponernos a pensar en tareas de mayor alcance».
Y entonces, los burgueses, los pequeñoburgueses y los obreros, que «ahora se
asustan... de nuestras reivindicaciones de largo alcance», vendrán a nosotros en
masa.
No se renuncia al programa; lo único que se hace es aplazar su realización... por
tiempo indefinido. Se acepta el programa, pero esta aceptación no es en realidad
para sí mismo, para seguirlo durante la vida de uno, sino únicamente para dejarlo
en herencia a los hijos y a los nietos. Y mientras tanto, «todas las fuerzas y todas
las energías» se dedican a futilidades sin cuento y a un remiendo miserable del
régimen capitalista, para dar la impresión de que se hace algo, sin asustar al
mismo tiempo a la burguesía. Es preferible mil veces la conducta del «comunista»
Miqel, quien para demostrar su seguridad inquebrantable de que la sociedad
capitalista ha de hundirse inevitablemente al cabo de unos cuantos siglos,
especula cuanto puede y contribuye, en la medida de sus fuerzas, al crac de 1873,
con lo que realmente hace algo para preparar el fin del régimen actual.
Otro atentado a los buenos modales fueron los «ataques exagerados contra los
especuladores», quienes después de todo no eran más que unas «criaturas de la
época»; por eso, «hubiera sido mejor... no insultar a Stroussberg ni a los de su
mismo tipo». Por desgracia, todos los hombres son «criaturas de la época», y si
esta justificación es valedera, ya no se puede atacar a nadie y tenemos que
renunciar a toda polémica y a toda lucha; tenemos que aceptar tranquilamente los
puntapiés de nuestros adversarios, pues nuestra sabiduría nos enseña que no son
más que unas «criaturas de la época», y como tales no pueden actuar de otro
modo. En lugar de devolverles con creces sus puntapiés, tenemos que
compadecernos de esos desdichados.
Así también, nuestra defensa de la Comuna tuvo consecuencias desagradables,
pues
«apartó de nuestro lado a muchas personas que estaban bien dispuestas hacia
nosotros y, en general, acrecentó el odio que nos tenía la burguesía». Ademas, el
partido «no está totalmente libre de culpa por la promulgación de la ley de
octubre [5], pues atizó innecesariamente el odio de la burguesía».
Tal es el programa de los tres censores de Zurich. Es de una claridad meridiana,
sobre todo para nosotros, que desde 1848 conocemos al dedillo todos esos
tópicos. Aquí tenemos a unos representantes de la pequeña burguesía llenos de
miedo ante la idea de que los proletarios, impulsados por su posición
revolucionaria, puedan «llegar demasiado lejos». En lugar de una oposición
política resuelta, mediación general; en lugar de la lucha [95] contra el gobierno
y la burguesía, intentos de convencerlos y de atraerlos; en lugar de una
resistencia encarnizada a las persecuciones de arriba, humilde sumisión y
reconocimiento de que el castigo ha sido merecido. Todos los conflictos
impuestos por la necesidad histórica se interpretan como malentendidos y se da
carpetazo a todas las discusiones con la declaración de que en lo fundamental
todos estamos de acuerdo. Los que en 1848 actuaban como demócratas
burgueses pueden llamarse hoy socialdemócratas sin ningún reparo. Lo que para
los primeros era la república democrática es para los segundos la caída del
régimen capitalista: algo perteneciente a un futuro muy remoto, algo que no tiene
absolutamente ninguna importancia para la práctica política del momento
presente, por lo que puede uno entregarse hasta la saciedad a la mediación, a las
componendas y a la filantropía. Exactamente lo mismo en cuanto a la lucha de
clases entre el proletariado y la burguesía. Se le reconoce en el papel, porque ya
es imposible negarla, pero en la práctica se la difumina, se la diluye, se la
debilita. El Partido Socialdemócrata no debe ser un partido de la clase obrera, no
debe despertar el odio de la burguesía ni de nadie. Lo primero que debe hacer
es realizar una propaganda enérgica entre la burguesía; en vez de hacer hincapié
en objetivos de largo alcance, que asustan a la burguesía y que de todos modos
no han de ser conseguidos por nuestra generación, mejor será que concentre
todas sus fuerzas y todas sus energías en la aplicación de reformas remendonas
pequeñoburguesas, que habrán de convertirse en nuevos refuerzos del viejo
régimen social, con lo que, tal vez, la catástrofe final se transformará en un
proceso de descomposición que se lleve a cabo lentamente, a pedazos y, en la
medida de lo posible, pacíficamente. Esa gente es la misma que, so capa de una
febril actividad, no sólo no hace nada ella misma, sino que trata de impedir que,
en general, se haga algo más que charlar; son los mismos que en 1848 y 1849, con
su miedo a cualquier acción, frenaban el movimiento a cada paso y terminaron
por conducirlo a la derrota; los mismos que nunca advierten la reacción y se
asombran extraordinariamente al hallarse en un callejón sin salida, donde la
resistencia y la huida son igualmente imposibles; los mismos que se empeñan en
aprisionar la historia en su estrecho horizonte de filisteos, y de los cuales la
historia jamás hace el menor caso, pasando invariablemente al orden del día.
Por lo que respecta a sus convicciones socialistas, ya han sido bastante criticadas
en el Manifiesto del Partido Comunista, en el capítulo donde se trata del socialismo
alemán o socialismo «verdadero» [*]. Cuando la lucha de clases se deja a un lado
como algo [96] fastidioso y «grosero», la única base que le queda al socialismo es
el «verdadero amor a la humanidad» y unas cuantas frases hueras sobre la
«justicia».
El mismo curso del desarrollo determina el fenómeno inevitable de que algunos
individuos de la clase hasta ahora dominante se incorporen al proletariado en
lucha y le proporcionen elementos de instrucción. Ya lo hemos señalado con toda
claridad en el Manifiesto. Pero aquí conviene tener presente dos circunstancias:
Primera; que para ser verdaderamente útiles al movimiento proletario, esos
individuos deben aportar auténticos elementos de instrucción, cosa que no
podemos decir de la mayoría de los burgueses alemanes que se han adherido al
movimiento; ni "Zukunft" ni "Neue Gesellschaft" [6] "Die Neue Gesellschaft" («La
nueva sociedad»): revista socialreformista, aparecía en Zurich de 1877 a 1880.- 96
han dado nada que haya hecho avanzar al movimiento un solo paso. En ellos no
encontramos ningún material verdaderamente efectivo o teórico que pueda
contribuir a la ilustración de las masas. En su lugar, un intento de conciliar unas
ideas socialistas superficialmente asimiladas con los más variados conceptos
teóricos, adquiridos por esos señores en la universidad o en otros lugares, y a
cual más confusos a causa del proceso de descomposición por que están pasando
actualmente los residuos de la filosofía alemana. En lugar de profundizar ante
todo en el estudio de la nueva ciencia, cada uno de ellos ha tratado de adaptarla
de una forma o de otra a los puntos de vista que ha tomado de fuera, se ha hecho
a toda prisa una ciencia para su uso particular y se ha lanzado a la palestra con la
pretensión de enseñársela a los demás. De aquí que entre esos caballeros haya
tantos puntos de vista como cabezas. En vez de poner en claro un problema
cualquiera, han provocado una confusión espantosa, que, por fortuna, se
circunscribe casi exclusivamente a ellos mismos. El partido puede prescindir
perfectamente de unos educadores cuyo principio fundamental es enseñar a los
demás lo que ellos mismos no han aprendido.
Segunda; que cuando llegan al movimiento proletario tales elementos
procedentes de otras clases, la primera condición que se les debe exigir es que
no traigan resabios de prejuicios burgueses, pequeñoburgueses, etc., y que
asimilen sin reservas el enfoque proletario. Pero estos señores, como ya se ha
demostrado, están atiborrados de ideas burguesas y pequeñoburguesas, que
tienen sin duda su justificación en un país tan pequeñoburgués como Alemania,
pero únicamente fuera del Partido Obrero Socialdemócrata. Si estos señores se
constituyen en un partido socialdemócrata pequeñoburgués, nadie les discutirá
el derecho de hacerlo; en tal caso, podríamos entablar negociaciones, formar en
ciertos momentos bloques con ellos, etc. Pero en un partido obrero constituyen
un elemento corruptor. Si por ahora las circunstancias [97] aconsejan que se les
tolere, debemos comprender que la ruptura con ellos es únicamente cuestión de
tiempo, siendo nuestro deber el de tolerarlos únicamente, sin permitir que
ejerzan alguna influencia sobre la dirección del partido. Además, parece ser que
el momento de ruptura ya ha llegado. No podemos comprender en modo alguno
cómo puede el partido seguir tolerando en sus filas a los autores de ese artículo.
Y si hasta la dirección del partido cae en mayor o menor grado en manos de esos
hombres, quiere decir simplemente que el partido está castrado y que ya no le
queda vigor proletario.
En cuanto a nosotros, y teniendo en cuenta todo nuestro pasado, no nos queda
más que un camino. Durante cerca de cuarenta años hemos venido destacando la
lucha de clases como fuerza directamente propulsora de la historia, y
particularmente la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado como la
gran palanca de la revolución social moderna. Esta es la razón de que no
podamos marchar con unos hombres que pretenden extirpar del movimiento esta
lucha de clases. Al ser fundada la Internacional, formulamos con toda claridad su
grito de guerra: la emancipación de la clase obrera debe ser obra de los obreros
mismos [*]. No podemos, por consiguiente, marchar con unos hombres que
declaran abiertamente que los obreros son demasiado incultos para emanciparse
ellos mismos, por lo que tienen que ser liberados desde arriba, por los
filántropos de la gran burguesía y de la pequeña burguesía. Si el nuevo órgano
de prensa del partido sigue una orientación en consonancia con los puntos de
vista de esos señores, si en vez de un periódico proletario se convierte en un
periódico burgués, no nos quedará, por desgracia, más remedio que manifestar
públicamente nuestro desacuerdo y romper la solidaridad que hemos tenido con
ustedes al representar al partido alemán en el extranjero. Pero es de esperar que
las cosas no lleguen a tal extremo.....
Escrito por C. Marx y F. Engels Se publica de acuerdo con el
del 17 al 18 de septiembre de 1879. manuscrito.
Publicado por primera vez en la Traducido del alemán.
revista "Die Kommunistische
Internationale", XII. Jahrg.,
Heft 23, 15 de junio de 1931.
NOTAS
[1]
64 La carta circular de C. Marx y F. Engels del 17-18 de septiembre de 1879, enviada a Bebel, pero
destinada por sus autores a toda la dirección del Partido Socialdemócrata Alemán, tiene carácter
de documento del partido. En el presente tomo se publica la parte III de este documento, en la
que se pone de relieve la conducta capituladora de Höchberg, Bernstein y Schramm, que
encabezaban el ala derecha del partido e insertaron en 1879 en las páginas del "Jahrbuch für
Sozialwissenschaft und Sozialpolitik" («Anuario de ciencias sociales y de política social») artículos
predicando un oportunismo descarado.
[2] 65 Trátase del "Jahrbuch für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik", revista de orientación
socialreformista que se publicaba en Zurich de 1879 a 1881 bajo la dirección de K. Höchberg,
cuyo seudónimo era Ludwig Richter; aparecieron tres números.- 91
[3] 66 Trátase del órgano del partido que se proyectaba fundar en Zurich.- 91
[4] 67 Se alude a los combates de barricadas en Berlín el 18 de marzo, que dieron comienzo a la
revolución de 1848-1849 en Alemania.- 93
[5] 68 Trátase de la ley de excepción contra los socialistas, aprobada por el Reichstag alemán en
octubre de 1878 (véase la nota 22).- 94
[*] Véase la presente edición, t. 1, págs. 133-135. (N. de la Edit.)
[6] 69 "Die Zukunft" («El porvenir»): revista de orientación socialreformista que aparecía en Berlín
desde octubre de 1877 hasta noviembre de 1878. La editaba K. Höchberg. Marx y Engels
criticaban acerbamente la revista por sus intentos de llevar al partido a la vía reformista.
[*] C. Marx, "Estatutos Provisionales de la Asociación". (N. de la Edit.)
[98]
F. ENGELS
DEL SOCIALISMO UTOPICO AL SOCIALISMO
[1]
CIENTIFICO
PROLOGO A LA EDICION INGLESA DE 1892
El pequeño trabajo que tiene delante el lector, formaba parte, en sus orígenes, de
una obra mayor. Hacia 1875, el Dr. E. Dühring, privat-docent en la Universidad de
Berlín, anunció de pronto y con bastante estrépito su conversión al socialismo y
presentó al público alemán, no sólo una teoría socialista detalladamente
elaborada, sino también un plan práctico completo para la reorganización de la
sociedad. Se abalanzó, naturalmente, sobre sus predecesores, honrando
particularmente a Marx, sobre quien derramó las copas llenas de su ira.
Esto ocurría por los tiempos en que las dos secciones del Partido Socialista
Alemán —los eisenachianos y los lassalleanos [2]— acababan de fusionarse,
adquiriendo éste así, no sólo un inmenso incremento de fuerza, sino algo que
importaba todavía más: la posibilidad de desplegar toda esta fuerza contra el
enemigo común. El Partido Socialista Alemán se iba convirtiendo rápidamente en
una potencia. Pero, para convertirlo en una potencia, la condición primordial era
no poner en peligro la unidad recién conquistada. Y el Dr. Dühring se aprestaba
públicamente a formar en torno a su persona una secta, el núcleo de un partido
futuro aparte. No había, pues, más remedio que recoger el guante que se nos
lanzaba y dar la batalla, por muy poco agradable que ello nos fuese.
[99]
Por cierto, la cosa, aunque no muy difícil, había de ser, evidentemente, harto
pesada. Es bien sabido que nosotros, los alemanes, tenemos una terrible y
poderosa Gründlichkeit, un cavilar profundo o una caviladora profundidad, como
se le quiera llamar. En cuanto uno de nosotros expone algo que reputa una nueva
doctrina, lo primero que hace es elaborarla en forma de un sistema universal.
Tiene que demostrar que lo mismo los primeros principios de la lógica que las
leyes fundamentales del Universo, no han existido desde toda una eternidad con
otro designio que el de llevar, al fin y a la postre, hasta esta teoría recién
descubierta, que viene a coronar todo lo existente. En este respecto, el Dr.
Dühring estaba cortado en absoluto por el patrón nacional. Nada menos que un
"Sistema completo de la Filosofía" —filosofía intelectual, moral, natural y de la
Historia—, un "Sistema completo de Economía Política y de Socialismo" y,
finalmente, una "Historia crítica de la Economía Política" —tres gordos volúmenes
en octavo, pesados por fuera y por dentro, tres cuerpos de ejército de
argumentos, movilizados contra todos los filósofos y economistas precedentes en
general y contra Marx en particular—; en realidad, un intento de completa
«subversión de la ciencia». Tuve que vérmelas con todo eso; tuve que tratar todos
los temas posibles, desde las ideas sobre el tiempo y el espacio hasta el
bimetalismo [3], desde la eternidad de la materia y el movimiento hasta la
naturaleza perecedera de las ideas morales; desde la selección natural de Darwin
hasta la educación de la juventud en una sociedad futura. Cierto es que la
sistemática universalidad de mi contrincante me brindaba ocasión para
desarrollar frente a él, en una forma más coherente de lo que hasta entonces se
había hecho, las ideas mantenidas por Marx y por mí acerca de tan grande
variedad de materias. Y ésta fue la razón principal que me movió a acometer esta
tarea, por lo demás tan ingrata.
Mi réplica vio la luz, primero, en una serie de artículos publicados en el
"Vorwärts" [4] de Leipzig, órgano central del Partido Socialista, y, más tarde, en
forma de libro, con el título de "Herrn Eugen Dührings Umwälzung der
Wissenschaft" ["La subversión de la ciencia por el señor E. Dühring"], del que en
1886 se publicó en Zurich una segunda edición.
A instancias de mi amigo Paul Lafargue, actual representante de kille en la
Cámara de los diputados de Francia, arreglé tres capítulos de este libro para un
folleto, que él tradujo y publicó en 1880 con el título de "Socialisme utopique et
socialisme scientifique". De este texto francés se hicieron una versión polaca y
otra española. En 1883 nuestros amigos de Alemania publicaron el folleto en su
idioma original. Desde entonces, se han publicado, a base del texto alemán,
traducciones al italiano, al ruso, al danés, al holandés [100] y al rumano. Es decir,
que, contando la actual edición inglesa, este folleto se halla difundido en diez
lenguas. No sé de ninguna otra publicación socialista, incluyendo nuestro
Manifiesto Comunista ******[*] de 1848 y "El Capital" de Marx, que haya sido
traducida tantas veces. En Alemania se han hecho cuatro ediciones, con una
tirada total de unos veinte mil ejemplares.
El apéndice "La Marca" [5] fue escrito con el propósito de difundir entre el Partido
Socialista Alemán algunas nociones elementales respecto a la historia y al
desarrollo de la propiedad rural en Alemania. En aquel entonces era tanto más
necesario cuanto que la incorporación de los obreros urbanos al partido estaba
en vía de concluirse y se planteaba la tarea de ocuparse de las masas de obreros
agrícolas y de los campesinos. Este apéndice fue incluido en la edición, teniendo
en cuenta la circunstancia de que las formas primitivas de posesión de la tierra,
comunes a todas las tribus teutónicas, así como la historia de su decadencia, son
menos conocidas todavía en Inglaterra que en Alemania. He dejado el texto en
suforma original, sin aludir a la hipótesis recientemente expuesta por Maxim
Kovalevski, según la cual al reparto de las tierras de cultivo y de pastoreo entre
los miembros de la Marca precedió el cultivo en común de estas tierras por una
gran comunidad familiar patriarcal, que abarcó a varias generaciones (de
ejemplo puede servir la zádruga de los sudeslavos, que aún existe hoy día).
Luego, cuando la comunidad creció y se hizo demasiado numerosa para
administrar en común la economía, tuvo lugar el reparto de la tierra [6]. Es
probable que Kovalevski tenga razón, pero el asunto se encuentra aún sub judice
******
[*].
Los términos de Economía empleados en este trabajo coinciden, en tanto que son
nuevos, con los de la edición inglesa de "El Capital" de Marx. Designamos como
«producción mercantil» aquella fase económica en que los objetos no se
producen solamente para el uso del productor, sino también para los fines del
cambio, es decir, como mercancías, y no como valores de uso. Esta fase va desde
los albores de la producción para el cambio hasta los tipos presentes; pero sólo
alcanza su pleno desarrollo bajo la producción capitalista, es decir, bajo las
condiciones en que el capitalista, propietario de los medios de producción,
emplea, a cambio de un salario, a obreros, a hombres despojados de todo medio
de producción, salvo su propia fuerza de trabajo, y se embolsa el excedente del
precio de venta de los productos sobre su coste de producción. Dividimos la
historia de la producción industrial desde la Edad Media en tres [101] períodos:
1) industria artesana, pequeños maestros artesanos con unos cuantos oficiales y
aprendices, en que cada obrero elabora el artículo completo; 2) manufactura, en
que se congrega en un amplio establecimiento un número más considerable de
obreros, elaborándose el artículo completo con arreglo al principio de la división
del trabajo, donde cada obrero sólo ejecuta una operación parcial, de tal modo
que el producto está acabado sólo cuando ha pasado sucesivamente por las
manos de todos; 3) moderna industria, en que el producto se fabrica mediante la
máquina movida por la fuerza motriz y el trabajo del obrero se limita a vigilar y
rectificarlas operaciones del mecanismo.
Sé muy bien que el contenido de este libro indignará a gran parte del público
británico. Pero si nosotros, los continentales, hubiésemos guardado la menor
consideración a los prejuicios de la «respetabilidad» británica, es decir, del
filisteísmo británico habríamos salido todavía peor parados de lo que hemos
salido. Esta obra defiende lo que nosotros llamamos el «materialismo histórico», y
en los oídos de la inmensa mayoría de los lectores británicos la palabra
materialismo es una palabra muy malsonante. «Agnosticismo» aún podría pasar,
pero materialismo es de todo punto inadmisible.
Y sin embargo, la patria primitiva de todo el materialismo moderno, a partir del
siglo XVII, es Inglaterra.
«El materialismo es hijo nativo de la Gran Bretaña. Ya elescolástico británico Duns
Escoto se preguntaba si la materia no podría pensar.
«Para realizar este milagro, iba a refugiarse en la omnipotencia divina, es decir,
obligaba a la propia teología a predicar el materialismo. Duns Escoto era,
además, nominalista. El nominalismo [7] aparece como elemento primordial en
los materialistas ingleses y es, en general, la expresión primera del materialismo.
«El verdadero padre del materialismo inglés es Bacon. Para él, las ciencias
naturales son la verdadera ciencia, y la física experimental, la parte más
importante de las ciencias naturales. Anaxágoras con sus homoiomerias [8] y
Demócrito con sus átomos son las autoridades que cita con frecuencia. Según su
teoría, los sentidos son infalibles y constituyen la fuente de todos los
conocimientos. Toda ciencia se basa en la experiencia y consiste en aplicar un
método racional de investigación a lo dado por los sentidos. La inducción, el
análisis, la comparación, la observación, la experimentación son las condiciones
fundamentales de este método racional. Entre las propiedades inherentes a la
materia, la primera y más importante es el movimiento, concebido no sólo como
movimiento mecánico y matemático, sino más aún como impulso, [102] como
espíritu vital, como tensión, como «Qual» [*] —para emplear la expresión de
Jakob Böhme— de la materia.
«Las formas primitivas de la última son fuerzas sustanciales vivas,
individualizantes, a ella inherentes, las fuerzas que producen las diferencias
específicas.
«En Bacon, como su primer creador, el materialismo guarda todavía de un modo
ingenuo los gérmenes de un desarrollo multilateral. La materia sonríe con un
destello poéticamente sensorial a todo el hombre. En cambio, la doctrina
aforística es todavía de por sí un hervidero de inconsecuencias teológicas.
«En su desarrollo ulterior, el materialismo se hace unilateral. Hobbes sistematiza
el materialismo de Bacon. La sensoriedad pierde su brillo y se convierte en la
sensoriedad abstracta del geómetra. El movimiento físico se sacrifica al
movimiento mecánico o matemático, la geometría es proclamada como la ciencia
fundamental. El materialismo se hace misántropo. Para poder dar la batallaen su
propio terreno al espíritu misantrópico y descarnado, el materialismo se ve
obligado también a flagelar su carne y convertirse en asceta. Se presenta como
una entidad intelectual, pero desarrolla también la lógica despiadada del
intelecto.
«Si los sentidos suministran al hombre todos los conocimientos —argumenta
Hobbes partiendo de Bacon—, los conceptos, las ideas, las representaciones
mentales, etc., no son más que fantasmas del mundo físico, más o menos
despojado de su forma sensorial. La ciencia no puede hacer más que dar
nombres a estos fantasmas. Un nombre puede ponérsele a varios fantasmas.
Puede incluso haber nombres de nombres. Pero sería una contradicciónquerer,
de una parte, buscar el origen de todas las ideas en el mundo de los sentidos, y,
de otra parte, afirmar que una palabra es algo más que una palabra, que además
de los seres siempre individuales que nos representamos, existen seres
universales. Una sustancia incorpórea es el mismo contrasentido que un cuerpo
incorpóreo. Cuerpo, ser, sustancia, es una y la misma idea real. No se puede
separar el pensamiento de la materia que piensa. Es ella el sujeto de todos los
cambios. La palabra «infinito» carece de sentido, si no es como expresión de la
capacidad de nuestro espíritu para añadir sin fin. Como sólo lo material es
perceptible, susceptible de ser sabido, nada se sabe de la existencia de Dios.
Sólo [103] mi propia existencia es segura. Toda pasión humana es movimiento
mecánico que termina o empieza. Los objetos de los impulsos son el bien. El
hombre se halla sujeto a las mismas leyes que la naturaleza. El poder y la libertad
son cosas idénticas.
«Hobbes sistematizó a Bacon, pero sin aportar nuevas pruebas en favor de su
principio fundamental: el de que los conocimientos y las ideas tienen su origen en
el mundo de los sentidos.
«Locke, en su obra "Essay on the Human understanding" [Ensayo sobre el
entendimiento humano], fundamenta el principio de Bacony Hobbes.
«Del mismo modo que Hobbes destruyó los prejuicios teísticos del materialismo
baconiano, Collins, Dodwell, Coward, Hartley, Priestley, etc., derribaron la última
barrera teológica del sensualismo de Locke. El deísmo [9] no es, por lo menos
para los materialistas, más que un modo cómodo y fácil de deshacerse de la
religión» [*].
Así se expresaba Carlos Marx hablando de los orígenes británicos del
materialismo moderno. Y si a los ingleses de hoy día no les hace mucha gracia
este homenaje que Marx rinde a sus antepasados, lo sentimos por ellos. Pero es
innegable, a pesar de todo, que Bacon, Hobbes y Locke fueron los padres de
aquella brillante escuela de materialistas franceses que, pese a todas las derrotas
que los alemanes y los ingleses infligieron por mar y por tierra a Francia, hicieron
del siglo XVIII un siglo eminentemente francés; y esto, mucho antes de aquella
revolución francesa que coronó el final del siglo y cuyos resultados todavía hoy
nos estamos esforzando nosotros por aclimatar en Inglaterra y en Alemania. No
puede negarse. Si a mediados del siglo un extranjero culto se instalaba en
Inglaterra, lo que más le sorprendía era la beatería y la estupidez religiosa —así
tenía que considerarla él— de la «respetable» clase media inglesa. Por aquel
entonces, todos nosotros éramos materialistas, o, por lo menos, librepensadores
muy avanzados, y nos parecía inconcebible que casi todos los hombres cultos de
Inglaterra creyesen en una serie de milagros imposibles, y que hasta geólogos
como Buckland y Mantell tergiversasen los hechos de su ciencia, para no dar
demasiado en la cara a los mitos del Génesis; inconcebible que, para encontrar a
gente que se atreviese a servirse de su inteligencia en materias religiosas,
hubiese que ir a los sectores no ilustrados, a las «hordas de los que no se lavan»,
como en aquel entonces se decía, a los obreros, y principalmente a los socialistas
owenianos.
[104]
Pero, de entonces acá, Inglaterra se ha «civilizado». La Exposición de 1851 [10]
fue el toque a muerte por el exclusivismo insular inglés. Inglaterra fue, poco a
poco, internacionalizándose en cuanto a la comida y la bebida, en las costumbres
y en las ideas, hasta el punto de que ya desearía yo que ciertas costumbres
inglesas encontrasen en el continente una acogida tan general como la que han
encontrado otros usos continentales en Inglaterra. Lo que puede asegurarse es
que la difusión del aceite para ensalada (que antes de 1851 sólo conocía la
aristocracia) fue acompañada de una fatal difusión del escepticismo continental
en materias religiosas, habiéndose llegado hasta el extremo de que el
agnosticismo, aunque no se considere todavía tan elegante como la Iglesia
anglicana oficial, está no obstante, en lo que a la respetabilidad se refiere, casi a
la misma altura que la secta baptista y ocupa, desde luego, un rango mucho más
alto que el Ejército de Salvación [11]. No puedo por menos de pensar que para
muchos que deploran y maldicen con toda su alma estos progresos del
descreimiento será un consuelo saber que estas ideas flamantes no son de origen
extranjero, no circulan con la marca de «Made in Germany», fabricado en
Alemania, como tantos otros artículos de uso diario, sino que tienen, por el
contrario, un añejo y venerable origen inglés y que sus autores británicos de hace
doscientos años iban bastante más allá que sus descendientes de hoy día.
En efecto, ¿qué es el agnosticismo si no un materialismo vergonzante? La
concepción agnóstica de la naturaleza es enteramente materialista. Todo el
mundo natural está regido por leyes y excluye en absoluto toda influencia
exterior. Pero nosotros, añade cautamente el agnóstico, no estamos en
condiciones de poder probar o refutar la existencia de un ser supremo fuera del
mundo por nosotros conocido. Esta reserva podía tener su razón de ser en la
época en que Laplace, como Napoleón le preguntase por qué en la Mécanique
Céleste [*] del gran astrónomo no se mencionaba siquiera al creador del mundo,
contestó con estas palabras orgullosas: «Je n'avais pas besoin de cette hypothèse»
*
[*]. Pero hoy nuestra idea del universo en su desarrollo no deja el menor lugar ni
para un creador ni para un regente del universo; y si quisiéramos admitir la
existencia de un ser supremo puesto al margen de todo el mundo existente,
incurriríamos en una contradicción lógica, y además, me parece, inferiríamos una
ofensa inmerecida a los sentimientos de la gente religiosa.
Nuestro agnóstico reconoce también que todos nuestros conocimientos
descansan en las comunicaciones que recibimos por [105] medio de nuestros
sentidos. Pero, ¿cómo sabemos —añade— si nuestros sentidos nos transmiten
realmente una imagen exacta de los objetos que percibimos a través de ellos? Y a
continuación nos dice que cuando habla de las cosas o de sus propiedades, no se
refiere, en realidad, a estas cosas ni a sus propiedades, acerca de las cuales no
puede saber nada de cierto, sino solamente a las impresiones que dejan en sus
sentidos. Es, ciertamente, un modo de concebir que parece difícil rebatir por vía
de simple argumentación. Pero los hombres, antes de argumentar, habían
actuado. «Im Anfang war die That» **[*]. Y la acción humana había resuelto la
dificultad mucho antes de que las cavilaciones humanas la inventasen. The proof
of the pudding is in the eating ***[*]. Desde el momento en que aplicamos estas
cosas, con arreglo a las cualidades que percibimos en ellas, a nuestro propio uso,
sometemos las percepciones de nuestros sentidos a una prueba infalible
encuanto a su exactitud o falsedad. Si estas percepciones fuesen falsas, lo sería
también nuestro juicio acerca de la posibilidad de emplear la cosa de que se
trata, y nuestro intento de emplearla tendría que fracasar ferzosamente. Pero si
conseguimos el fin perseguido, si encontramos que la cosa corresponde a la idea
quenos formábamos de ella, que nos da lo que de ella esperábamos al emplearla,
tendremos la prueba positiva de que, dentro de estos límites, nuestras
percepciones acerca de esta cosa y de sus propiedades coinciden con la realidad
existente fuera de nosotros. En cambio, si nos encontramos con que hemos dado
un golpe en falso, no tardamos generalmente mucho tiempo en descubrir las
causas de nuestro error; llegamos a la conclusión de que la percepción en que se
basaba nuestra acción era incompleta y superficial, o se hallaba enlazada con los
resultados de otras percepciones de un modo no justificado por la realidad de las
cosas; es decir, habíamos realizado lo que denominamos un razonamiento
defectuoso. Mientras adiestremos y empleemos bien nuestros sentidos y
ajustemos nuestro modo de proceder a los límites que trazan las observaciones
bien hechas y bien utilizadas, veremos que los resultados de nuestros actos
suministran la prueba de la conformidad de nuestras percepciones con la
naturaleza objetiva de las cosas percibidas. Ni en un solo caso, según la
experiencia que poseemos hasta hoy, nos hemos visto obligados a llegar a la
conclusión de que las percepciones sensoriales científicamente controladas
originan en nuestro cerebro ideas del mundo exterior que difieren por su
naturaleza de la realidad, o de que entre el mundo [106] exterior y las
percepciones que nuestros sentidos nos transmiten de él media una
incompatibilidad innata.
Pero, al llegar aquí, se presenta el agnóstico neokantiano y nos dice: Sí,
podremos tal vez percibir exactamente las propiedades de una cosa, pero nunca
aprehender la cosa en sí por medio de ningún proceso sensorial o discursivo.
Esta «cosa en sí» cae más allá de nuestras posibilidades de conocimiento. A esto,
ya hace mucho tiempo, que ha contestado Hegel: desde el momento en que
conocemos todas las propiedades de una cosa, conocemos también la cosa
misma; sólo queda en pie el hecho de que esta cosa existe fuera de nosotros, y en
cuanto nuestros sentidos nos suministraron este hecho, hemos aprehendido hasta
el último residuo de la cosa en sí, la famosa e incognoscible Ding an sich de Kant.
Hoy, sólo podemos añadir a eso que, en tiempos de Kant, el conocimiento que se
tenía de las cosas naturales era lo bastante fragmentario para poder sospechar
detrás de cada una de ellas una misteriosa «cosa en sí». Pero, de entonces acá,
estas cosas inaprehensibles han sido aprehendidas, analizadas y, más todavía,
reproducidas una tras otra por los gigantescos progresos de la ciencia. Y, desde
el momento en que podemos producir una cosa, no hay razón ninguna para
considerarla incognoscible. Para la química de la primera mitad de nuestro siglo,
las sustancias orgánicas eran cosas misteriosas. Hoy, aprendemos ya a fabricarlas
una tras otra, a base de los elementos químicos y sin ayuda de procesos
orgánicos. La química moderna nos dice que tan pronto como se conoce la
constitución química de cualquier cuerpo, este cuerpo puede integrarse a partir
de sus elementos. Hoy, estamos todavía lejos de conocer exactamente la
constitución de las sustancias orgánicas superiores, los cuerpos albuminoides,
pero no hay absolutamente ninguna razón para que no adquiramos, aunque sea
dentro de varios siglos, este conocimiento y con ayuda de él podamos fabricar
albúmina artificial. Y cuando lo consigamos, habremos conseguido también
producir la vida orgánica, pues la vida, desde sus formas más bajas hasta las más
altas, no es más que la modalidad normal de existencia de los cuerpos
albuminoides.
Pero, después de hechas estas reservas formales, nuestro agnóstico habla y obra
en un todo como el materialista empedernido, que en el fondo es. Podrá decir: a
juzgar por lo que nosotros sabemos, la materia y el movimiento o, como ahora se
dice, la energía, no pueden crearse ni destruirse, pero no tenemos pruebas de
que ambas no hayan sido creadas en algún tiempo remoto y desconocido. Y, si
intentáis volver contra él esta confesión en un caso dado, os llamará al orden a
toda prisa y os mandará callar. Si in abstracto reconoce la posibilidad del
espiritualismo, [107] in concreto no quiere saber nada de él. Os dirá: por lo que
sabemos y podemos saber, no existe creador ni regente del Universo; en lo que a
nosotros respecta, la materia y la energía son tan increables como
indestructibles; para nosotros, el pensamiento es una forma de la energía, una
función del cerebro. Todo lo que nosotros sabemos nos lleva a la conclusión de
que el mundo material se halla regido por leyes inmutables, etcétera, etcétera.
Por tanto, en la medida en que es un hombre de ciencia, en la medida en que
sabe algo, el agnóstico es materialista; fuera de los confines de su ciencia, en los
campos que no domina, traduce su ignorancia al griego, y la llama agnosticismo.
En todo caso, lo que sí puede asegurarse es que, aunque yo fuese agnóstico, no
podría dar a la concepción de la historia esbozada en este librito el nombre de
«agnosticismo histórico». Las gentes de sentimientos religiosos se reirían de mí,
los agnósticos me preguntarían, indignados, si quería burlarme de ellos. Así
pues, confío en que la «respetabilidad» británica, que en alemán se llama
filisteísmo, no se enfadará demasiado porque emplee en inglés, como en tantos
otros idiomas, el nombre de «materialismo histórico» para designar esa
concepción de los derroteros de la historia universal que ve la causa final y la
fuerza propulsora decisiva de todos los acontecimientos históricos importantes en
el desarrollo económico de la sociedad, en las transformaciones del modo de
producción y de cambio, en la consiguiente división de la sociedad en distintas
clases y en las luchas de estas clases entre sí.
Se me guardará, tal vez, esta consideración, sobre todo si demuestro que el
materialismo histórico puede incluso ser útil para la respetabilidad británica. Ya
he aludido al hecho de que, hace cuarenta o cincuenta años, el extranjero culto
que se instalaba a vivir en Inglaterra se veía desagradablemente sorprendido por
lo que necesariamente tenía que considerar como beatería y mojigatería de la
respetable clase media inglesa. Ahora demostraré que la respetable clase media
inglesa de aquel tiempo no era, sin embargo, tan estúpida como el extranjero
inteligente se figuraba. Sus tendencias religiosas tenían su explicación.
Cuando Europa salió del medioevo, la clase media en ascenso de las ciudades
era su elemento revolucionario. La posición reconocida, que se había
conquistado dentro del régimen feudal de la Edad Media, era ya demasiado
estrecha para su fuerza de expansión. El libre desarrollo de esta clase media, la
burguesía, no era ya compatible con el sistema feudal; éste tenía forzosamente
que derrumbarse.
Pero el gran centro internacional del feudalismo era la Iglesia católica romana.
Ella unía a toda Europa Occidental feudalizada, [108] pese a todas sus guerras
intestinas, en una gran unidad política, contrapuesta tanto al mundo cismático
griego como al mundo mahometano. Rodeó a las instituciones feudales del halo
de la consagración divina. También ella había levantado su jerarquía según el
modelo feudal, y era, en fin de cuentas, el mayor de todos los señores feudales,
pues poseía, por lo menos, la tercera parte de toda la propiedad territorial del
mundo católico. Antes de poder dar en cada país y en diversos terrenos la batalla
al feudalismo secular había que destruir esta organización central sagrada.
Paso a paso, con el auge de la burguesía, iba produciéndose el gran
resurgimiento de la ciencia. Volvían a cultivarse la astronomía, la mecánica, la
física, la anatomía, la fisiología. La burguesía necesitaba, para el desarrollo de su
producción industrial, una ciencia que investigase las propiedades de los
cuerpos físicos y el funcionamiento de las fuerzas naturales. Pero, hasta entonces
la ciencia no había sido más que la servidora humilde de la Iglesia, a la que no se
le consentía traspasar las fronteras establecidas por la fe; en una palabra, había
sido cualquier cosa menos una ciencia. Ahora, la ciencia se rebelaba contra la
Iglesia; la burguesía necesitaba a la ciencia y se lanzó con ella a la rebelión.
Aquí no he tocado más que dos de los puntos en que la burguesía en ascenso
tenía necesariamente que chocar con la religión establecida; pero esto bastará
para probar: primero, que la clase más directamente interesada en la lucha
contra el poder de la Iglesia católica era precisamente la burguesía y, segundo,
que por aquel entonces toda lucha contra el feudalismo tenía que vestirse con un
ropaje religioso y dirigirse en primera instancia contra la Iglesia. Pero el grito de
guerra lanzado por las universidades y los hombres de negocios de las ciudades,
tenía inevitablemente que encontrar, como en efecto encontró, una fuerte
resonancia entre las masas del campo, entre los campesinos, que en todas partes
estaban empeñados en una dura lucha contra sus señores feudales eclesiásticos y
seculares, lucha en la que se ventilaba su existencia.
La gran campaña de la burguesía europea contra el feudalismo culminó en tres
grandes batallas decisivas.
La primera fue la que llamamos la Reforma protestante alemana. Al grito de
rebelión de Lutero contra la Iglesia, respondieron dos insurrecciones políticas;
primero, la de la nobleza baja, acaudillada por Franz von Sickingen, en 1523, y
luego la gran guerra campesina, en 1525. Ambas fueron aplastadas, a causa,
principalmente, de la falta de decisión del partido más interesado en la lucha: la
burguesía de las ciudades: falta de decisión cuyas causas no podemos investigar
aquí. Desde este instante, [109] la lucha degeneró en una reyerta entre los
príncipes locales y el poder central del emperador, trayendo como consecuencia
el borrar a Alemania por doscientos años del concierto de las naciones
políticamente activas de Europa. Cierto es que la Reforma luterana condujo a una
nueva religión; aquella precisamente que necesitaba la monarquía absoluta.
Apenas abrazaron el luteranismo, los campesinos del noreste de Alemania se
vieron degradados de hombres libres a siervos de la gleba.
Pero, donde Lutero falló, triunfó Calvino. El dogma calvinista cuadraba a los más
intrépidos burgueses de la época. Su doctrina de la predestinación era la
expresión religiosa del hecho de que en el mundo comercial, en el mundo de la
competencia, el éxito o la bancarrota no depende de la actividad o de la aptitud
del individuo, sino de circunstancias independientes de él. «Así que no es del que
quiere ni del que corre, sino de la misericordia» de fuerzas económicas
superiores, pero desconocidas. Y esto era más verdad que nunca en una época
de revolución económica, en que todos los viejos centros y caminos comerciales
eran desplazados por otros nuevos, en que se abría al mundo América y la India y
en que vacilaban y se venían abajo hasta los artículos económicos de fe más
sagrados: los valores del oro y de la plata. Además, el régimen de la Iglesia
calvinista era absolutamente democrático y republicano: ¿cómo podían los reinos
de este mundo seguir siendo súbditos de los reyes, de los obispos y de los
señores feudales donde el reino de Dios se había republicanizado? Si el
luteranismo alemán se convirtió en un instrumento sumiso en manos de los
pequeños príncipes alemanes, el calvinismo fundó una república en Holanda y
fuertes partidos republicanos en Inglaterra y, sobre todo, en Escocia.
En el calvinismo encontró acabada su teoría de lucha la segunda gran
insurrección de la burguesía. Esta insurrección se produjo en Inglaterra. La puso
en marcha la burguesía de las ciudades, pero fueron los campesinos medios (la
yeomanry) de los distritos rurales los que arrancaron el triunfo. Cosa singular: en
las tres grandes revoluciones burguesas son los campesinos los que suministran
las tropas de combate, y ellos también, precisamente, la clase, que, después de
alcanzar el triunfo, sale arruinada infaliblemente por las consecuencias
económicas de este triunfo. Cien años después de Cromwell, la yeomanry de
Inglaterra casi había desaparecido. En todo caso, sin la intervención de esta
yeomanry y del elemento plebeyo de las ciudades, la burguesía nunca hubiera
podido conducir la lucha hasta su final victorioso ni llevado al cadalso a Carlos I.
Para que la burguesía se embolsase aunque sólo fueran los frutos del triunfo que
estaban bien maduros, fue necesario llevar la revolución bastante más allá de su
meta: [110] exactamente como habría de ocurrir en Francia en 1793 y en
Alemania en 1848. Parece ser ésta, en efecto, una de las leyes que presiden el
desarrollo de la sociedad burguesa.
Después de este exceso de actividad revolucionaria, siguió la inevitable reacción
que, a su vez, rebasó también el punto en que debía haberse mantenido. Tras una
serie de vacilaciones, consiguió fijarse, por fin, el nuevo centro de gravedad, que
se convirtió, a su vez, en nuevo punto de arranque. El período grandioso de la
historia inglesa, al que los filisteos dan el nombre de «la gran rebelión», y las
luchas que le siguieron, alcanzan su remate en el episodio relativamente
insignificante de 1689, que los historiadores liberales señalan con el nombre de
la «gloriosa revolución» [12].
El nuevo punto de partida fue una transacción entre la burguesía en ascenso y los
antiguos grandes terratenientes feudales. Estos, aunque entonces como hoy se les
conociese por el nombre de aristocracia estaban ya desde hacía largo tiempo en
vías de convertirse en lo que Luis Felipe había de ser mucho después en Francia:
en los primeros burgueses de la nación. Para suerte de Inglaterra, los antiguos
barones feudales se habían destrozado unos a otros en las guerras de las Dos
Rosas [13]. Sus sucesores, aunque descendientes en su mayoría de las mismas
antiguas familias, procedían ya de líneas colaterales tan alejadas, que formaban
una corporación completamente nueva; sus costumbres y tendencias tenían
mucho más de burguesas que de feudales; conocían perfectamente el valor del
dinero, y se aplicaron en seguida a aumentar las rentas de sus tierras, arrojando
de ellas a cientos de pequeños arrendatarios y sustituyéndolos por rebaños de
ovejas. Enrique VIII creó una masa de nuevos landlords burgueses, regalando y
dilapidando los bienes de la Iglesia; y a idénticos resultados condujeron las
confiscaciones de grandes propiedades territoriales, que se prosiguieron sin
interrupción hasta fines del siglo XVII, para entregarlas luego a individuos semi o
enteramente advenedizos. De aquí que la «aristocracia» inglesa, desde Enrique
VII, lejos de oponerse al desarrollo de la producción industrial procurase sacar
indirectamente provecho de ella. Además, una parte de los grandes
terratenientes se mostró dispuesta en todo momento, por móviles económicos o
políticos a colaborar con los caudillos de la burguesía industrial y financiera. La
transacción de 1689 no fue, pues, difícil de conseguir. Los trofeos políticos —los
cargos, las sinecuras, los grandes sueldos— les fueron respetados a las familias
de la aristocracia rural, a condición de que defendiesen cumplidamente los
intereses económicos de la clase media financiera, industrial y mercantil. Y estos
intereses económicos eran ya, por aquel entonces, bastante poderosos; eran ellos
los [111] que trazaban en último término los rumbos de la política nacional. Podría
haber rencillas acerca de los detalles, pero la oligarquía aristocrática sabía
demasiado bien cuán inseparablemente unida se hallaba su propia prosperidad
económica a la de la burguesía industrial y comercial.
A partir de este momento, la burguesía se convirtió en parte integrante, modesta
pero reconocida, de las clases dominantes de Inglaterra. Compartía con todas
ellas el interés de mantener sojuzgada a la gran masa trabajadora del pueblo. El
comercianteo fabricante mismo ocupaba, frente a su dependiente, a sus obreros
o a sus criados, la posición del amo, o la posición de su «superior natural», como
se decía hasta hace muy poco en Inglaterra. Tenía que estrujarles la mayor
cantidad y la mejor calidad de trabajo posible; para conseguirlo, había de
educarlos en una conveniente sumisión. Personalmente, era un hombre religioso;
su religión le había suministrado la bandera bajo la cual combatió al rey y a los
señores; muy pronto, había descubierto también los recursos que esta religión le
ofrecía para trabajar los espíritus de sus inferiores naturales y hacerlos sumisos a
las órdenes de los amos, que los designios inescrutables de Dios les habían
puesto. En una palabra, el burgués inglés participaba ahora en la empresa de
sojuzgar a los «estamentos inferiores», a la gran masa productora de la nación, y
uno de los medios que se empleaba para ello era la influencia de la religión.
Pero a esto venía a añadirse una nueva circunstancia, que reforzaba las
inclinaciones religiosas de la burguesía: la aparición del materialismo en
Inglaterra. Esta nueva doctrina no sólo hería los píos sentimientos de la clase
media, sino que, además, se anunciaba como una filosofía destinada solamente a
los sabios y hombres cultos del gran mundo; al contrario de la religión, buena
para la gran masa no ilustrada, incluyendo a la burguesía. Con Hobbes, esta
doctrina pisó la escena como defensora de las prerrogativas y de la omnipotencia
reales e invitó a la monarquía absoluta a atar corto a aquel puer robustus sed
mailitiosus [*] que era el pueblo. También en los continuadores de Hobbes, en
Bolingbroke, en Shaftesbury, etc., la nueva forma deística del materialismo seguía
siendo una doctrina aristocrática, esotérica *[*] y odiada, por tanto, de la
burguesía, no sólo por ser una herejía religiosa, sino también por sus conexiones
políticas antiburguesas. Por eso, frente al materialismo y al deísmo de la
aristocracia, las sectas protestantes, que habían suministrado la bandera y los
hombres para luchar contra los Estuardos, eran precisamente [112] las que daban
el contingente principal de las fuerzas de la clase media progresiva y las que
todavía hoy forman la médula del «gran partido liberal».
Entretanto, el materialismo pasó de Inglaterra a Francia donde se encontró con
una segunda escuela materialista de filósofos, que habían surgido del
cartesianismo [14], y con la que se refundió. También en Francia seguía siendo al
principio una doctrina exclusivamente aristocrática. Pero su carácter
revolucionario no tardó en revelarse. Los materialistas franceses no limitaban su
crítica simplemente a las materias religiosas, sino que la hacían extensiva a todas
las tradiciones científicas y a todas las instituciones políticas de su tiempo; para
demostrar la posibilidad de aplicación universal de su teoría, siguieron el camino
más corto: la aplicaron audazmente a todos los objetos del saber en la
"Encyclopédie", la obra gigantesca que les valió el nombre de «enciclopedistas».
De este modo, el materialismo, bajo una u otra forma —como materialismo
declarado o como deísmo—, se convirtió en el credo de toda la juventud culta de
Francia; hasta tal punto, que durante la Gran Revolución la teoría creada por los
realistas ingleses sirvió de bandera teórica a los republicanos y terroristas
franceses, y de ella salió el texto de la "Declaración de los Derechos del Hombre"
[15].
La Gran Revolución francesa fue la tercera insurrección de la burguesía, pero la
primera que se despojó totalmente del manto religioso, dando la batalla en el
campo político abierto. Y fue también la primera que llevó realmente la batalla
hasta la destrucción de uno de los dos combatientes, la aristocracia, y el triunfo
completo del otro, la burguesía. En Inglaterra, la continuidad ininterrumpida de
las instituciones prerrevolucionarias y postrrevolucionarias y la transacción
sellada entre los grandes terratenientes y los capitalistas, encontraban su
expresiónen la continuidad de los precedentes judiciales, así como en la
respetuosa conservación de las formas legales del feudalismo. En Francia la
revolución rompió plenamente con las tradiciones del pasado, barrió los últimos
vestigios del feudalismo y creó, con el Code civil [16], una adaptación magistral a
las relaciones capitalistas modernas del antiguo Derecho romano, de aquella
expresión casi perfecta de las relaciones jurídicas derivadas de la fase económica
que Marx llama la «producción de mercancías»; tan magistral, que este Código
francés revolucionario sirve todavía hoy en todos los países —sin exceptuar a
Inglaterra— de modelo para las reformas del derecho de propiedad. Pero, no por
ello debemos perder de vista una cosa. Aunque el Derecho inglés continúa
expresando las relaciones económicas de la sociedad capitalista en un lenguaje
feudal bárbaro, que guarda con la cosa expresada la misma relación [113] que la
ortografía con la fonética inglesa —«vous écrivez Londres et vous prononcez
Constantinople», **[*], decía un francés—, este Derecho inglés es el único que ha
mantenido indemne a través de los siglos y que ha transplantado a Norteamérica
y a las colonias la mejor parte de aquella libertad personal, aquella autonomía
local y aquella salvaguardia contra toda injerencia, fuera de la de los tribunales;
en una palabra, aquellas antiguas libertades germánicas que en el continente se
habían perdido bajo el régimen de la monarquía absoluta y que hasta ahora no
han vuelto a recobrarse íntegramente en ninguna parte.
Pero volvamos a nuestro burgués británico. La revolución francesa le brindó una
magnífica ocasión para arruinar, con ayuda de las monarquías continentales, el
comercio marítimo francés, anexionarse las colonias francesas y reprimir las
últimas pretensiones francesas de hacerle la competencia por mar. Fue ésta una
de las razones de que la combatiese. La segunda razón era que los métodos de
esta revolución le hacían muy poca gracia. No ya su «execrable» terrorismo, sino
también su intento de implatar el régimen burgués hasta en sus últimas
consecuencias. ¿Qué iba a hacer en el mundo el burgués británico sin su
aristocracia, que le imbuía maneras (¡y qué maneras!) e inventaba para él modas,
que le suministraba la oficialidad para el ejército, salvaguardia del orden dentro
del país, y para la marina, conquistadora de nuevos dominios coloniales y de
nuevos mercados en el exterior? Cierto es que también había dentro de la
burguesía una minoría progresiva, formada por gentes cuyos intereses no habían
salido tan bien parados en la transacción, esta minoría, integrada por la clase
media de posición más modesta, simpatizaba con la revolución, pero era
impotente en el parlamento.
Por tanto, cuanto más se convertía el materialismo en el credo de la revolución
francesa, tanto más se aferraba el piadoso burgués británico a su religión. ¿Acaso
la época del terror en París no había demostrado lo que ocurre, cuando el pueblo
pierde la religión? Conforme se extendía el materialismo de Francia a los países
vecinos y recibía el refuerzo de otras corrientes teóricas afines, principalmente el
de la filosofía alemana; conforme en el continente ser materialista y
librepensador era, en realidad, una cualidad indispensable para ser persona
culta, más tenazmente se afirmaba la clase media inglesa en sus diversas
confesiones religiosas. Por mucho que variasen las unas de las otras, todas eran
confesiones decididamente religiosas, cristianas.
Mientras que la revolución aseguraba el triunfo político de la burguesía en
Francia, en Inglaterra Watt, Arkwright, Cartwright [114] y otros iniciaron iniciaron
una revolución industrial, que desplazó completamente el centro de gravedad del
poder económico. Ahora, la burguesía enriquecíase mucho más aprisa que la
aristocracia terrateniente. Y, dentro de la burguesía misma, la aristocracia
financiera, los banqueros, etc., iban pasando cada vez más a segundo plano ante
los fabricantes. La transacción de 1689, aun con las enmiendas que habían ido
introduciéndose poco a poco a favor de la burguesía, ya no correspondía a la
posición recíproca de las dos partes interesadas. Había cambiado también el
carácter de éstas: la burguesía de 1830 difería mucho de la del siglo anterior. El
poder político que aún conservaba la aristocracia y que se ponía en acción contra
las pretensiones de la nueva burguesía industrial, hízose incompatible con los
nuevos intereses económicos. Planteábase la necesidad de renovar la lucha
contra la aristocracia; y esta lucha sólo podía terminar con el triunfo del nuevo
poder económico. Bajo el impulso de la revolución francesa de 1830, se impuso
en primer término, pese a todas las resistencias, la ley de reforma electoral [17].
Esto dio a la burguesía una posición fuerte y reconocida en el parlamento. Luego,
vino la derogación de las leyes cerealistas [18], que instauró de una vez para
siempre el predominio de la burguesía, y sobre todo de su parte más activa, los
fabricantes, sobre la aristocracia de la tierra. Fue éste el mayor triunfo de la
burguesía, pero fue también el último conseguido en su propio y exclusivo
interés. Todos sus triunfos posteriores hubo de compartirlos con un nuevo poder
social, aliado suyo en un principio, pero luego rival de ella.
La revolución industrial había creado una clase de grandes fabricantes
capitalistas, pero había creado también otra, mucho más numerosa, de obreros
fabriles. Esta clase crecía constantemente en número, a medida que la revolución
industrial se iba adueñando de una rama industrial tras otra. Y con su número,
crecía también su fuerza, que se demostró ya en 1824, cuando obligó al
parlamento a derogar a regañadientes las leyes contra la libertad de coalición
[19]. Durante la campaña de agitación por la reforma electoral, los obreros
formaban el ala radical del partido de la reforma; y cuando la ley de 1832 los
privó del derecho de sufragio, sintetizaron sus reivindicaciones en la Carta del
Pueblo (People's Charter) [20] y se constituyeron, en oposición al gran partido
burgués que combatía las leyes cerealistas [21], en un partido independiente, el
partido cartista, que fue el primer partido obrero de nuestro tiempo.
A continuación, vinieron las revoluciones continentales de febrero y marzo de
1848, en las que los obreros desempeñaron un papel tan importante y en las que
plantearon, por lo menos en París, reivindicaciones que eran resueltamente
inadmisibles, [115] desde el punto de vista de la sociedad capitalista. Y luego
sobrevino la reacción general. Primero, la derrota de los cartistas del 10 de abril
de 1848 [22]; después, el aplastamiento de la insurrección obrera de París, en
junio del mismo año; más tarde, los descalabros de 1849 en Italia, Hungría y el
Sur de Alemania; y por último, el triunfo de Luis Bonaparte sobre París, el 2 de
diciembre de 1851 [23]. Con esto, habíase conseguido ahuyentar, por lo menos
durante algún tiempo, el espantajo de las reivindicaciones obreras, pero ¡a qué
costa! Por tanto, si el burgués británico estaba ya antes convencido de la
necesidad de mantener en el pueblo vil el espíritu religioso, ¡con cuánta mayor
razón tenía que sentir esa necesidad, después de todas estas experiencias! Por
eso, sin hacer el menor caso de las risotadas de burla de sus colegas
continentales, continuaba año tras año gastando miles y decenas de miles en la
evangelización de los estamentos inferiores. No contento con su propia
maquinaria religiosa, se dirigió al Hermano Jonathan [24] Revivalismo: corriente
de la Iglesia protestante surgida en Inglaterra en la primera mitad del siglo XVIII
y propagada en Norteamérica; sus adeptos se valían de las prédicas religiosas y
la organización de nuevas comunidades de creyentes para consolidar y ampliar
la influencia de la religión cristiana., el más grande organizador de negocios
religiosos por aquel entonces, e importó de los Estados Unidos el revivalismo, a
Moody y Sankey, etc.; y, por último, aceptó incluso hasta la ayuda peligrosa del
Ejército de Salvación, que viene a restaurar los recursos de propaganda del
cristianismo primitivo, que se dirige a los pobres como a los elegidos,
combatiendo al capitalismo a su manera religiosa y atizando así un elemento de
lucha de clases del cristianismo primitivo, que un buen día puede llegar a ser
molesto para las gentes ricas que hoy suministran de su bolsillo el dinero para
esta propaganda.
Parece ser una ley del desarrollo histórico el que la burguesía no pueda detentar
en ningún país de Europa el poder político —al menos, durante largo tiempo—,
de la misma manera exclusiva con que pudo hacerlo la aristocracia feudal durante
la Edad Media. Hasta en Francia, donde se extirpó tan de raíz el feudalismo, la
burguesía, como clase global, sólo ejerce todo el poder durante breves períodos
de tiempo. Bajo Luis Felipe (1830-1848), sólo gobernaba una pequeña parte de la
burguesía, pues otra parte mucho más considerable quedaba excluida del
sufragio por el elevado censo de fortuna que se exigía para poder votar. Bajo la
segunda República (1848-1851), gobernó toda la burguesía, pero sólo durante
tres años; su incapacidad abrió el camino al Segundo Imperio. Sólo ahora, bajo la
tercera República [25], vemos a la burguesía en bloque empuñar el timón por
espacio de veinte años, pero en eso revela ya gratos síntomas de decadencia.
Hasta ahora, una dominación de la burguesía mantenida durante largos años sólo
ha sido posible en países como Norteamérica, que nunca conocieron el
feudalismo y donde la sociedad se ha construido desde el primer momento sobre
una base burguesa. Pero hasta [116] en Francia y en Norteamérica llaman ya a la
puerta con recios golpes los sucesores de la burguesía: los obreros.
En Inglaterra, la burguesía no ha ejercido jamás el poder indiviso. Hasta el triunfo
de 1832 dejó a la aristocracia en el disfrute casi exclusivo de todos los altos
cargos públicos. Yo no acertaba a explicarme la sumisión con que la clase media
rica se resignaba a tolerar esto, hasta que un día el gran fabricante liberal Mr. W.
A. Forster, en un discurso, suplicó a los jóvenes de Bradford que aprendiesen
francés si querían hacer carrera, contando a este propósito el triste papel que
había hecho él cuando, siendo ministro, se vio metido de pronto en una sociedad
en que el francés era, por lo menos, tan necesario como el inglés. En efecto, los
burgueses ingleses de aquel entonces eran, quien más quien menos, unos nuevos
ricos sin cultura, que tenían que ceder a la aristocracia, quisieran o no, todos
aquellos altos puestos del gobierno que exigían otras dotes que la limitación y la
fatuidad insulares, salpimentadas por la astucia para los negocios [*]. Todavía
hoy los debates inacabables de la prensa sobre la middle-class-education *[*]
revelan que la clase media inglesa no se considera aún bastante buena para
recibir la mejor educación y busca algo más modesto. Por eso, aun después de la
derogación de las leyes cerealistas, se consideró como algo muy natural que los
que habían arrancado el triunfo, los Cobden, los Bright, los Forster, etcétera,
quedasen privados de toda participación en el gobierno oficial, hasta que por
último, veinte años después, una nueva ley de Reforma [26] les abrió las puertas
del ministerio. Hasta hoy día está la burguesía inglesa tan profundamente
penetrada de un sentimiento de inferioridad social, que sostiene a costa suya y
del pueblo una casta decorativa de zánganos que tienen por oficio representar
dignamente a la nación en todos los actos solemnes y se considera honradísima
cuando se encuentra a un burgués cualquiera reconocido como digno de ingresar
en esta corporación selecta y privilegiada, que al fin y al cabo ha sido fabricada
por la misma burguesía.
Así pues, la clase media industrial y comercial no había conseguido aún arrojar
por completo del poder político a la aristocracia terrateniente, cuando se
presentó en escena el nuevo rival: la clase obrera. La reacción que se produjo
después del movimiento cartista y las revoluciones continentales, unida a la
expansión sin precedentes de la industria inglesa desde 1848 a 1866 (expansión
que suele atribuirse sólo al librecambio, pero que se debió en mucha mayor
parte a la extensión gigantesca de los ferrocarriles, los transatlánticos y los
medios de comunicación en general) volvió a poner a los obreros bajo la
dependencia de los liberales, cuya ala radical formaban, como en los tiempos
anteriores al cartismo. Pero, poco a poco, las exigencias obreras en cuanto al
sufragio universal fueron haciéndose irresistibles. Mientras los «whigs», los
caudillos de los liberales, temblaban de miedo, Disraeli demostraba su
superioridad; supo aprovechar el momento propicio para los «tories»
introduciendo en los distritos electorales urbanos el régimen electoral del
household suffrage [*] y, en relación con éste, una nueva distribución de los
distritos electorales.
A esto, siguió poco después el ballot *[*], luego, en 1884, el household suffrage
hízose extensivo a todos los distritos, incluso a los de condado, y se introdujo una
nueva distribución de las circunscripciones electorales, que las nivelaba hasta
cierto punto. Todas estas reformas aumentaron de tal modo la fuerza de la clase
obrera en las elecciones, que ésta representaba ya a la mayoría de los electores
en 150 a 200 distritos. ¡Pero no hay mejor escuela de respeto a la tradición que el
sistema parlamentario! Si la clase media mira con devoción y veneración al grupo
que lord John Manners llama bromeando «nuestra vieja nobleza», la masa de los
obreros miraba en aquel tiempo con respeto y acatamiento a la que entonces se
llamaba «la clase mejor», la burguesía. En realidad, el obrero británico de hace
quince años era ese obrero modelo [118] cuya consideración respetuosa por la
posición de su patrono y cuya timidez y humildad al plantear sus propias
reivindicaciones ponían un poco de bálsamo en las heridas que a nuestros
socialistas alemanes de cátedra [27] les inferían las incorregibles tendencias
comunistas y revolucionarias de los obreros de su país.
Sin embargo, los burgueses ingleses, como buenos hombres de negocios, veían
más allá que los profesores alemanes. Sólo de mala gana habían compartido el
poder con los obreros. Durante el período cartista, habían tenido ocasión de
aprender de lo que era capaz el pueblo, ese puer robustus sed malitiosus. Desde
entonces, habían tenido que aceptar y ver convertida en ley nacional la mayor
parte de la Carta del Pueblo. Ahora más que nunca, era importante tener al
pueblo a raya mediante recursos morales; y el recurso moral primero y más
importante con que se podía influenciar a las masas seguía siendo la religión. De
aquí la mayoría de puestos otorgados a curas en los organismos escolares y de
aquí que la burguesía se imponga a sí misma cada vez más tributos para sostener
toda clase de revivalismos, desde el ritualismo [28] hasta el Ejército de Salvación.
Y entonces llegó el triunfo del respetable filisteísmo británico sobre la libertad de
pensamiento y la indiferencia en materias religiosas del burgués continental. Los
obreros de Francia y Alemania se volvieron rebeldes. Estaban totalmente
contaminados de socialismo, y además, por razones muy fuertes, no se
preocupaban gran cosa de la legalidad de los medios empleados para conquistar
el poder. Aquí, el puer robustus se había vuelto realmente cada día más
malitiosus. Y al burgués francés y alemán no le quedaba más recurso que
renunciar tácitamente a seguir siendo librepensador, como esos guapos mozos
que cuando se ven acometidos irremediablemente por el mareo, dejan caer el
cigarro humeante con que fantocheaban a bordo. Los burlones fueron adoptando
uno tras otro, exteriormente, una actitud devota y empezaron a hablar con
respeto de la Iglesia, de sus dogmas y ritos, llegando incluso, cuando no había
más remedio, a compartir estos últimos. Los burgueses franceses se negaban a
comer carne los viernes y los burgueses alemanes se aguantaban, sudandando en
sus reclinatorios, interminables sermones protestantes. Habían llegado con su
materialismo a una situación embarazosa. Die Religion muss dem Volk erhalten
werden («¡Hay que conservar la religión para el pueblo!»); era el último y único
recurso para salvar a la sociedad de su ruina total. Para desgracia suya, no se
dieron cuenta de esto hasta que habían hecho todo lo humanamente posible para
derrumbar para siempre la religión. Había llegado, pues, el momento en que el
burgués británico podía reírse, [119] a su vez, de ellos y gritarles: «¡Ah, necios,
eso ya podía habérselo dicho yo hace doscientos años!»
Sin embargo, me temo mucho que ni la estupidez religiosa del burgués británico
ni la conversión post festum [*] del burgués continental, consigan poner un dique
a la creciente marea proletaria. La tradición es una gran fuerza de freno; es la vis
inertiae *[*] de la historia. Pero es una fuerza meramente pasiva; por eso tiene
necesariamente que sucumbir. De aquí que tampoco la religión pueda servir a la
larga de muralla protectora de la sociedad capitalista. Si nuestras ideas jurídicas,
filosóficas y religiosas no son más que los brotes más próximos o más remotos de
las condiciones económicas imperantes en una sociedad dada, a la larga estas
ideas no pueden mantenerse cuando han cambiado completamente aquellas
condiciones. Una de dos: o creemos en una revelación sobrenatural, o tenemos
que reconocer que no hay dogma religioso capaz de apuntalar una sociedad que
se derrumba.
Y la verdad es que también en Inglaterra comienzan otra vez los obreros a
moverse. Indudablemente, el obrero inglés está atado por una serie de
tradiciones. Tradiciones burguesas, como la tan extendida creencia de que no
pueden existir másque dos partidos, el conservador y el liberal, y de que la clase
obrera tiene que valerse del gran partido liberal para laborar por su
emancipación. Y tradiciones obreras, heredadas de los tiempos de sus primeros
tanteos de actuación independiente, como la eliminación, en numerosas y
antiguas tradeuniones, de todos aquellos obreros que no han tenido un
determinado tiempo reglamentario de aprendizaje; lo que significa, en rigor, que
cada una de estas uniones se crea sus propios esquiroles. Pero, a pesar de todo
esto y mucho más, la clase obrera inglesa avanza, como el mismo profesor
Brentano se ha visto obligado a comunicar, con harto dolor, a sus hermanos, los
socialistas de cátedra. Avanza, como todo en Inglaterra, con paso lento y
mesurado, vacilante aquí, y allí mediante tanteos, a veces estériles; avanza a
trechos, con una desconfianza excesivamente prudente hacia el nombre de
Socialismo, pero asimilándose poco a poco la esencia. Avanza, y su avance va
comunicándose a una capa obrera tras otra. Ahora, ha sacudido el letargo de los
obreros no calificados del East End de Londres, y todos nosotros ya hemos visto
qué magnífico empuje han dado, a su vez, a la clase obrera estas nuevas fuerzas.
Y si el ritmo del movimiento no es aconsonantado a la impaciencia de unos u
otros, no deben olvidar que es precisamente la clase [120] obrera la que
mantiene vivos los mejores rasgos del carácter nacional inglés y que en
Inglaterra, cuando se da un paso hacia adelante, ya no se pierde jamás. Si los
hijos de los viejos cartistasno dieron de sí, por los motivos indicados, todo lo que
de ellos se podía esperar, parece que los nietos van a ser dignos de sus abuelos.
Pero, el triunfo de la clase obrera europea no depende solamente de Inglaterra.
Este triunfo sólo puede asegurarse mediante la cooperación, por lo menos, de
Inglaterra, Francia y Alemania [29]. En estos dos últimos países, el movimiento
obrero le lleva un buen trecho de delantera al de Inglaterra. En Alemania, se
halla incluso a una distancia ya mesurable del triunfo. Los progresos obtenidos
aquí desde hace veinticinco años, no tienen precedente. El movimiento obrero
alemán avanza con velocidad acelerada.Y si la burguesía alemana ha dado
pruebas de su carencia lamentable de capacidad política, de disciplina, de
bravura, de energía y de perseverancia, la clase obrera de Alemania ha
demostrado que posee en grado abundante todas estas cualidades. Hace ya casi
cuatrocientos años que Alemania fue el punto de arranque del primer gran
alzamiento de la clase media de Europa; tal como están hoy las cosas, ¿es
descabellado pensar que Alemania vaya a ser también el escenario del primer
gran triunfo del proletariado europeo?
20 de abril de 1892
F. Engels
Publicado por primera vez en el libro: Frederick Engels. «Socialism Utopian and
Scientific»,
Se publica de acuerdo con el texto de la edición inglesa,
London, cotejado con el de la revista.
1892, y con algunas omisiones en la traducción alemana del autor en la revista "Die
Neue Zeit", Bd. 1 Nº1, 2, 1892-1893. Traducido del inglés.
NOTAS
[1] 70 El trabajo de Engels "Del socialismo utópico al socialismo científico" consta de tres
capítulos del "Anti-Dühring" revisados por él con el fin especial de ofrecer a los obreros una
exposición popular de la doctrina marxista como concepción íntegra.- 98, 121
[2] En el "Congreso de Gotha", celebrado del 22 al 25 de mayo de 1875, se unieron las dos
corrientes del movimiento obrero alemán: el Partido Obrero Socialdemócrata (los eisenachianos),
dirigido por A. Bebel y W. Liebknecht, y la lassalleana Asociación General de Obreros Alemanes.
El partido unificado adoptó la denominación de Partido Obrero Socialista de Alemania. Así se
logró superar la escisión en las filas de la clase obrera alemana. El proyecto de programa del
partido unificado, propuesto al Congreso de Gotha, pese a la dura crítica que habían hecho Marx
y Engels, fue aprobado en el Congreso con insignificantes modificaciones.— 5, 98, 439.
[3] Bimetalismo: sistema monetario, en el que las funciones de dinero las cumplen
simultáneamente dos metales monetarios: el oro y la plata.— 99.
[4] "Vorwärts" («Adelante»): órgano central del Partido Obrero Socialista Alemán, se publicó en
Leipzig desde el 1 de octubre de 1876 hasta el 27 de octubre de 1878. La obra de Engels "AntiDühring" se publicó en el periódico desde el 3 de enero de 1877 hasta el 7 de julio de 1878.— 57,
99.
[*******] Véase la presente edición, t. 1, págs. 110-140. (N. de la Edit.)
[5] En la presente edición no se inserta el trabajo de F. Engels "La Marca".— 100.
[6] Engels se refiere a los trabajos de M. Kovalevski "Tableau des origines et de l'évolution de la
famille et de la proprieté" («Ensayo acerca del origen de la familia y la propiedad») publicado en
1890 en Estocolmo, y "Pervobytnoye pravo" («Derecho primitivo») fascículo 1, "La Gens", Moscú,
1886.— 100.
[*******] En el estado de dimensión. (N. de la Edit.)
[7] Nominalistas: representantes de una tendencia de la filosofía medieval que consideraba que
los conceptos generales genéricos eran nombres, engendrados por el pensamiento y el lenguaje
humanos y no valían más que para designar objetos sueltos, existentes en realidad. En oposición a
los realistas medievales, los nominalistas negaban la existencia de conceptos como prototipos y
fuentes creadoras de las cosas. De este modo reconocían el carácter primario de la realidad y
secundario del concepto. En este sentido, el nominalismo era la primera expresión del
materialismo en la Edad Media.— 101.
[8] Nomoiomerias: minúsculas partículas cualitativamente determinadas y divisibles infinitamente.
Anaxágoras consideraba que las homoiomerias constituían la base inicial de todo lo existente y
que sus combinaciones daban origen a la diversidad de las cosas.— 101.
[*] Qual es un juego de palabras fílosófico. Qual significa, literalmente, tortura, dolor que incita a
realizar una acción cualquiera. Al mismo tiempo, el místico Böhme transfiere a la palabra alemana
algo del término latino qualitas (calidad). Su Qual era, por oposición al dolor producido
exteriormente, un principio activo, nacido del desarrollo espontáneo de la cosa, de la relación o
de la personalidad sometida a su influjo y que, a su vez, provocaba este desarrollo.
[9] Deísmo: doctrina filosófico-religiosa que reconoce a Dios como causa primera racional
impersonal del mundo, pero niega su intervención en la vida de la naturaleza y la sociedad.— 103,
371, 521.
[*] K. Marx und F. Engels, "Die heilige Familie", Frankfurt am M., 1845, S. 201-204. (C. Marx y F.
Engels. La Sagrada Familia, Francfort del Meno, 1845, págs. 201-204.) (N. de la Edit.)
[10] Se alude a la primera exposición comercial e industrial mundial que se celebró en Londres de
mayo a octubre de 1851.— 104.
[11] Ejército de Salvación: organización reaccionaria religioso-filantrópica fundada en 1865 en
Inglaterra y reorganizada en 1880 adoptando el modelo militar (de ahí su denominación).
Apoyada en medida considerable por la burguesía, esta organización fundó en muchos países una
red de instituciones de beneficencia, con el fin de apartar a las masas trabajadoras de la lucha
contra los explotadores.— 104.
[*] P. Laplace, Traité de mécanique céleste ("Tratado de mecánica celeste») Vols. I—V, Paris,
1799-1825. (N. de la Edit).
[**] «No tenía necesidad de recurrir a esta hipótesis». (N. de la Edit.)
[***]«En el principio era la acción». Goethe, Fausto, parte I, escena III. (N. de la Edit.)
[****] «El pudin se prueba comiéndolo». (N. de la Edit).
[12] La historiografía burguesa inglesa llama «revolución gloriosa» al golpe de Estado de 1688 con
el que se derrocó en Inglaterra la dinastía de los Estuardos y se instauró la monarquía
constitucional (1689) encabezada por Guillermo de Orange y basada en el compromiso entre la
aristocracia terrateniente y la gran burguesía.— 110, 521.
[13] La guerra de las Dos Rosas (1455-1485): guerra entre dos familias feudales inglesas que
luchaban por el trono: los York, en cuyo escudo figuraba una rosa blanca, y los Lancaster, que
tenían en el escudo una rosa roja. Alrededor de los York se agrupaba una parte de los grandes
feudales del Sur (más desarrollado económicamente), los caballeros y los ciudadanos; los
Lancaster eran apoyados por la aristocracia feudal de los condados del Norte. La guerra llevó casi
al total exterminio de las antiguas familias feudales y concluyó al subir al trono la nueva dinastía
de los Tudor que implantó el absolutismo en Inglaterra.— 110.
[*] Muchacho robusto, pero malicioso. (N. de la Edit.)
[**] Oculta, sólo destinada a los iniciados. (N. de la Edit.)
[14] Filosofía cartesiana: doctrina de los seguidores del filósofo francés del siglo XVII Descartes
(en latín Cartesius), que dedujeron conclusiones materialistas de su filosofía.— 112.
[15] La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano fue aprobada por la Asamblea
Constituyente en 1789. Se proclamaban en ella los principios políticos del nuevo régimen
burgués. La Declaración fue incluida en la Constitución francesa de 1791; sirvió de base a los
jacobinos al redactar la Declaración de los Derechos del Hombre de 1793, que figuró como
prefacio a la primera Constitución republicana de Francia adoptada por la Convención Nacional
en 1793.— 112.
[16] Aquí y en adelante, Engels no entiende por Código de Napoleón únicamente el Code civil
(Código civil) de Napoleón adoptado en 1804 y conocido con este nombre, sino, en el sentido lato
de la palabra, todo el sistema del Derecho burgués, representado por los cinco códigos (civil,
civil-procesal, comercial, penal y penal-procesal) adoptados bajo Napoleón I en los años de 1804
a 1810. Dichos códigos fueron implantados en las regiones de Alemania Occidental y
Sudoccidental conquistadas por la Francia de Napoleón y siguieron en vigor en la provincia del
Rin incluso después de la anexión de ésta a Prusia en 1815.— 112, 177, 390, 486, 520.
[***] Se escribe Londres y se pronuncia Constantinopla. (N. de la Edit.)
[17] El proyecto de ley de la primera reforma electoral en Inglaterra fue llevado al Parlamento en
marzo de 1831 y aprobado en junio de 1832. La reforma abrió las puertas al Parlamento sólo a los
representantes de la burguesía industrial. El proletariado y la pequeña burguesía, que eran la
fuerza principal en la lucha por la reforma, fueron engañados por la burguesía liberal y se
quedaron, al igual que antes, sin derechos electorales.
[18] El bill de abolición de las leyes cerealistas fue aprobado en junio de 1846. Las llamadas leyes
cerealistas, aprobadas con vistas a restringir o prohibir la importación de trigo del extranjero,
fueron promulgadas en Inglaterra en beneficio de los grandes terratenientes (landlords). La
aprobación del bill de 1846 fue un triunfo de la burguesía industrial, que luchaba contra las leyes
cerealistas bajo la consigna de libertad de comercio.
[19] En 1824, el Parlamento inglés, presionado por el movimiento obrero de masas, tuvo que
promulgar un acto aboliendo la prohibición de las uniones obreras (las tradeuniones).
[20] La Carta del Pueblo, que contenía las exigencias de los cartistas, fue publicaba el 8 de mayo
de 1838 como proyecto de ley a ser presentado en el Parlamento; la integraban seis puntos;
derecho electoral universal (para los varones desde los 21 años de edad), elecciones anuales al
Parlamento, votación secreta, igualdad de las circunscripciones electorales, abolición del
requisito de propiedad para los candidatos a diputado al Parlamento, remuneración de los
diputados. Las tres peticiones de los cartistas con la exigencia de la aprobación de la Carta del
Pueblo, entregadas al Parlamento, fueron rechazados por éste en 1839, 1842 y 1849.
[21] La Liga anticerealista: organización de la burguesía industrial inglesa, fundada en 1838 por los
fabricantes Cobden y Bright, de Manchester. Al presentar la exigencia de la libertad completa de
comercio, la Liga propugnaba la abolición de las leyes cerealistas con el fin de rebajar los salarios
de los obreros y debilitar las posiciones económicas y políticas de la aristocracia terrateniente.
Después de la abolición de las leyes cerealistas (1846), la Liga dejó de existir.
[22] La manifestación de masas que los cartistas anunciaron para el 10 de abril de 1848 en
Londres, con el fin de entregar al Parlamento la petición sobre la aprobación de la Carta popular,
fracasó debido a la indecisión y las vacilaciones de sus organizadores. El fracaso de la
manifestación fue utilizado por las fuerzas de la reacción para arreciar la ofensiva contra los
obreros y las represalias contra los cartistas.
[23] Trátase del golpe de Estado organizado por Luis Bonaparte el 2 de diciembre de 1851, que
dio comienzo al régimen bonapartista del Segundo Imperio.
[24] Hermano Jonathan: mote dado por los ingleses a los norteamericanos durante la guerra de las
colonias norteamericanas de Inglaterra por la independencia (1775-1783).
[25] El Segundo Imperio de Napoleón III existió en Francia de 1852 a 1870, y la Tercera República,
de 1870 a 1940.— 115.
[*] Y hasta en materia de negocios la fatuidad del chovinismo nacional es un mal consejo. Hasta
hace muy poco, el fabricante inglés corriente consideraba denigrante para un inglés hablar otro
idioma que no fuese el suyo propio y le enorgullecía en cierto modo que esos «pobres diablos» de
los extranjeros se instalasen a vivir en Inglaterra, descargándole con ello del trabajo de vender
sus productos en el extranjero. No advertía siquiera que estos extranjeros, alemanes en su mayor
parte, se adueñaban de este modo de una gran parte del comercio exterior de Inglaterra —tanto
del de importación como del de exportación— y que el comercio directo de los ingleses con el
extranjero iba circunscribiéndose casi exclusivamente a las colonias, a China, a los Estados
Unidos y a Sudamérica. Y tampoco advertía que estos alemanes comerciaban con otros alemanes
del extranjero, que con el tiempo iban organizando una red completa de colonias comerciales por
todo el mundo. Y cuando, hace unos cuarenta años, Alemania empezó seriamente a fabricar para
la exportación, encontró en estas colonias comerciales alemanas un instrumento que le prestó
maravillosos servicios en la empresa de transformarse, en tan poco tiempo, de un país exportador
de cereales en un país industrial de primer orden. Por fin, hace unos diez años, los fabricantes
ingleses empezaron a inquietarse y a preguntar a sus embajadores y cónsules cómo era que ya no
podían retener a todos sus clientes. La respuesta unánime fue ésta: 1º porque no os molestáis en
aprender la lengua de vuestros clientes y exigís que ellos aprendan la vuestra, y 2º porque no
intentáis siquiera satisfacer las necesidades, las costumbres y los gustos de vuestros clientes, sino
que queréis que se atengan a los vuestros, a los de Inglaterra.
[**] Educación de la clase media (N. de la Edit.)
[26] En 1867, en Inglaterra, bajo la influencia del movimiento obrero de masas, se llevó a cabo la
segunda reforma parlamentaria. El Consejo General de la I Internacional tomó parte activa en el
movimiento que reivindicaba esta reforma. Como resultado de ella, el número de electores en
Inglaterra aumentó en más del doble y cierta parte de obreros calificados conquistó el derecho a
votar.
[*] El household suffrage establecía el derecho de voto para todo el que viviese en casa
independiente. (N. de la Edit.)
[**] Votación secreta. (N. de la Edit.)
[27] 94 Socialismo de cátedra: corriente de la ideología burguesa de los años 70-90 del siglo XIX.
Sus representantes, ante todo profesores de universidades alemanas, predicaban desde sus
cátedras el reformismo burgués, tratando de presentarlo como socialismo. Afirmaban (entre otros
A. Wagner, H. Schmoller, L. Brentano y W. Sombart) que el Estado era una institución situada por
encima de las clases, podía reconciliar las clases enemigas e implantar gradualmente el
«socialismo» sin afectar los intereses de los capitalistas. Su programa se reducía a la organización
de los seguros de los obreros contra enfermedades y accidentes y a la aplicación de ciertas
medidas en la esfera de la legislación fabril. Los socialistas de cátedra estimaban que, habiendo
sindicatos bien organizados, no había necesidad de lucha política, ni de partido político de la
clase obrera. El socialismo de cátedra constituyó una de las fuentes ideológicas del revisionismo.118
[28] Ritualismo: corriente surgida en la Iglesia anglicana en los años 30 del siglo XIX, sus adeptos
llamaban a la restauración de los ritos católicos (de ahí la denominación) y de ciertos dogmas del
catolicismo en la Iglesia anglicana.— 118.
[*] Después de la fiesta, o sea, retardada. (N. de la Edit.)
[**] La fuerza de la inercia. (N. de la Edit.)
[29] 96 Esta conclusión de la posibilidad de la victoria de la revolución proletaria únicamente en
el caso de ser simultánea en los países capitalistas avanzados y, por consiguiente, de la
imposibilidad de la revolución en un solo país, era justa para el período del capitalismo
premonopolista. En las nuevas condiciones históricas, en el período del capitalismo monopolista,
Lenin, partiendo de la ley, descubierta por él, de la desigualdad del desarrollo económico y
político del capitalismo en la época del imperialismo, llegó a una nueva conclusión, a la de la
posibilidad de la victoria de la revolución socialista primero en unos cuantos o, incluso, en un solo
país, y de la imposibilidad de la victoria simultánea de la revolución en todos los países o en la
mayoría de ellos. Lenin formula por vez primera esta conclusión nueva en su artículo "La consigua
de los Estados Unidos de Europa" (1915).- 120
[98]
F. ENGELS
DEL SOCIALISMO UTOPICO AL SOCIALISMO
[1]
CIENTIFICO
PROLOGO A LA EDICION INGLESA DE 1892
El pequeño trabajo que tiene delante el lector, formaba parte, en sus orígenes, de
una obra mayor. Hacia 1875, el Dr. E. Dühring, privat-docent en la Universidad de
Berlín, anunció de pronto y con bastante estrépito su conversión al socialismo y
presentó al público alemán, no sólo una teoría socialista detalladamente
elaborada, sino también un plan práctico completo para la reorganización de la
sociedad. Se abalanzó, naturalmente, sobre sus predecesores, honrando
particularmente a Marx, sobre quien derramó las copas llenas de su ira.
Esto ocurría por los tiempos en que las dos secciones del Partido Socialista
Alemán —los eisenachianos y los lassalleanos [2]— acababan de fusionarse,
adquiriendo éste así, no sólo un inmenso incremento de fuerza, sino algo que
importaba todavía más: la posibilidad de desplegar toda esta fuerza contra el
enemigo común. El Partido Socialista Alemán se iba convirtiendo rápidamente en
una potencia. Pero, para convertirlo en una potencia, la condición primordial era
no poner en peligro la unidad recién conquistada. Y el Dr. Dühring se aprestaba
públicamente a formar en torno a su persona una secta, el núcleo de un partido
futuro aparte. No había, pues, más remedio que recoger el guante que se nos
lanzaba y dar la batalla, por muy poco agradable que ello nos fuese.
[99]
Por cierto, la cosa, aunque no muy difícil, había de ser, evidentemente, harto
pesada. Es bien sabido que nosotros, los alemanes, tenemos una terrible y
poderosa Gründlichkeit, un cavilar profundo o una caviladora profundidad, como
se le quiera llamar. En cuanto uno de nosotros expone algo que reputa una nueva
doctrina, lo primero que hace es elaborarla en forma de un sistema universal.
Tiene que demostrar que lo mismo los primeros principios de la lógica que las
leyes fundamentales del Universo, no han existido desde toda una eternidad con
otro designio que el de llevar, al fin y a la postre, hasta esta teoría recién
descubierta, que viene a coronar todo lo existente. En este respecto, el Dr.
Dühring estaba cortado en absoluto por el patrón nacional. Nada menos que un
"Sistema completo de la Filosofía" —filosofía intelectual, moral, natural y de la
Historia—, un "Sistema completo de Economía Política y de Socialismo" y,
finalmente, una "Historia crítica de la Economía Política" —tres gordos volúmenes
en octavo, pesados por fuera y por dentro, tres cuerpos de ejército de
argumentos, movilizados contra todos los filósofos y economistas precedentes en
general y contra Marx en particular—; en realidad, un intento de completa
«subversión de la ciencia». Tuve que vérmelas con todo eso; tuve que tratar todos
los temas posibles, desde las ideas sobre el tiempo y el espacio hasta el
bimetalismo [3], desde la eternidad de la materia y el movimiento hasta la
naturaleza perecedera de las ideas morales; desde la selección natural de Darwin
hasta la educación de la juventud en una sociedad futura. Cierto es que la
sistemática universalidad de mi contrincante me brindaba ocasión para
desarrollar frente a él, en una forma más coherente de lo que hasta entonces se
había hecho, las ideas mantenidas por Marx y por mí acerca de tan grande
variedad de materias. Y ésta fue la razón principal que me movió a acometer esta
tarea, por lo demás tan ingrata.
Mi réplica vio la luz, primero, en una serie de artículos publicados en el
"Vorwärts" [4] de Leipzig, órgano central del Partido Socialista, y, más tarde, en
forma de libro, con el título de "Herrn Eugen Dührings Umwälzung der
Wissenschaft" ["La subversión de la ciencia por el señor E. Dühring"], del que en
1886 se publicó en Zurich una segunda edición.
A instancias de mi amigo Paul Lafargue, actual representante de kille en la
Cámara de los diputados de Francia, arreglé tres capítulos de este libro para un
folleto, que él tradujo y publicó en 1880 con el título de "Socialisme utopique et
socialisme scientifique". De este texto francés se hicieron una versión polaca y
otra española. En 1883 nuestros amigos de Alemania publicaron el folleto en su
idioma original. Desde entonces, se han publicado, a base del texto alemán,
traducciones al italiano, al ruso, al danés, al holandés [100] y al rumano. Es decir,
que, contando la actual edición inglesa, este folleto se halla difundido en diez
lenguas. No sé de ninguna otra publicación socialista, incluyendo nuestro
Manifiesto Comunista ******[*] de 1848 y "El Capital" de Marx, que haya sido
traducida tantas veces. En Alemania se han hecho cuatro ediciones, con una
tirada total de unos veinte mil ejemplares.
El apéndice "La Marca" [5] fue escrito con el propósito de difundir entre el Partido
Socialista Alemán algunas nociones elementales respecto a la historia y al
desarrollo de la propiedad rural en Alemania. En aquel entonces era tanto más
necesario cuanto que la incorporación de los obreros urbanos al partido estaba
en vía de concluirse y se planteaba la tarea de ocuparse de las masas de obreros
agrícolas y de los campesinos. Este apéndice fue incluido en la edición, teniendo
en cuenta la circunstancia de que las formas primitivas de posesión de la tierra,
comunes a todas las tribus teutónicas, así como la historia de su decadencia, son
menos conocidas todavía en Inglaterra que en Alemania. He dejado el texto en
suforma original, sin aludir a la hipótesis recientemente expuesta por Maxim
Kovalevski, según la cual al reparto de las tierras de cultivo y de pastoreo entre
los miembros de la Marca precedió el cultivo en común de estas tierras por una
gran comunidad familiar patriarcal, que abarcó a varias generaciones (de
ejemplo puede servir la zádruga de los sudeslavos, que aún existe hoy día).
Luego, cuando la comunidad creció y se hizo demasiado numerosa para
administrar en común la economía, tuvo lugar el reparto de la tierra [6]. Es
probable que Kovalevski tenga razón, pero el asunto se encuentra aún sub judice
******
[*].
Los términos de Economía empleados en este trabajo coinciden, en tanto que son
nuevos, con los de la edición inglesa de "El Capital" de Marx. Designamos como
«producción mercantil» aquella fase económica en que los objetos no se
producen solamente para el uso del productor, sino también para los fines del
cambio, es decir, como mercancías, y no como valores de uso. Esta fase va desde
los albores de la producción para el cambio hasta los tipos presentes; pero sólo
alcanza su pleno desarrollo bajo la producción capitalista, es decir, bajo las
condiciones en que el capitalista, propietario de los medios de producción,
emplea, a cambio de un salario, a obreros, a hombres despojados de todo medio
de producción, salvo su propia fuerza de trabajo, y se embolsa el excedente del
precio de venta de los productos sobre su coste de producción. Dividimos la
historia de la producción industrial desde la Edad Media en tres [101] períodos:
1) industria artesana, pequeños maestros artesanos con unos cuantos oficiales y
aprendices, en que cada obrero elabora el artículo completo; 2) manufactura, en
que se congrega en un amplio establecimiento un número más considerable de
obreros, elaborándose el artículo completo con arreglo al principio de la división
del trabajo, donde cada obrero sólo ejecuta una operación parcial, de tal modo
que el producto está acabado sólo cuando ha pasado sucesivamente por las
manos de todos; 3) moderna industria, en que el producto se fabrica mediante la
máquina movida por la fuerza motriz y el trabajo del obrero se limita a vigilar y
rectificarlas operaciones del mecanismo.
Sé muy bien que el contenido de este libro indignará a gran parte del público
británico. Pero si nosotros, los continentales, hubiésemos guardado la menor
consideración a los prejuicios de la «respetabilidad» británica, es decir, del
filisteísmo británico habríamos salido todavía peor parados de lo que hemos
salido. Esta obra defiende lo que nosotros llamamos el «materialismo histórico», y
en los oídos de la inmensa mayoría de los lectores británicos la palabra
materialismo es una palabra muy malsonante. «Agnosticismo» aún podría pasar,
pero materialismo es de todo punto inadmisible.
Y sin embargo, la patria primitiva de todo el materialismo moderno, a partir del
siglo XVII, es Inglaterra.
«El materialismo es hijo nativo de la Gran Bretaña. Ya elescolástico británico Duns
Escoto se preguntaba si la materia no podría pensar.
«Para realizar este milagro, iba a refugiarse en la omnipotencia divina, es decir,
obligaba a la propia teología a predicar el materialismo. Duns Escoto era,
además, nominalista. El nominalismo [7] aparece como elemento primordial en
los materialistas ingleses y es, en general, la expresión primera del materialismo.
«El verdadero padre del materialismo inglés es Bacon. Para él, las ciencias
naturales son la verdadera ciencia, y la física experimental, la parte más
importante de las ciencias naturales. Anaxágoras con sus homoiomerias [8] y
Demócrito con sus átomos son las autoridades que cita con frecuencia. Según su
teoría, los sentidos son infalibles y constituyen la fuente de todos los
conocimientos. Toda ciencia se basa en la experiencia y consiste en aplicar un
método racional de investigación a lo dado por los sentidos. La inducción, el
análisis, la comparación, la observación, la experimentación son las condiciones
fundamentales de este método racional. Entre las propiedades inherentes a la
materia, la primera y más importante es el movimiento, concebido no sólo como
movimiento mecánico y matemático, sino más aún como impulso, [102] como
espíritu vital, como tensión, como «Qual» [*] —para emplear la expresión de
Jakob Böhme— de la materia.
«Las formas primitivas de la última son fuerzas sustanciales vivas,
individualizantes, a ella inherentes, las fuerzas que producen las diferencias
específicas.
«En Bacon, como su primer creador, el materialismo guarda todavía de un modo
ingenuo los gérmenes de un desarrollo multilateral. La materia sonríe con un
destello poéticamente sensorial a todo el hombre. En cambio, la doctrina
aforística es todavía de por sí un hervidero de inconsecuencias teológicas.
«En su desarrollo ulterior, el materialismo se hace unilateral. Hobbes sistematiza
el materialismo de Bacon. La sensoriedad pierde su brillo y se convierte en la
sensoriedad abstracta del geómetra. El movimiento físico se sacrifica al
movimiento mecánico o matemático, la geometría es proclamada como la ciencia
fundamental. El materialismo se hace misántropo. Para poder dar la batallaen su
propio terreno al espíritu misantrópico y descarnado, el materialismo se ve
obligado también a flagelar su carne y convertirse en asceta. Se presenta como
una entidad intelectual, pero desarrolla también la lógica despiadada del
intelecto.
«Si los sentidos suministran al hombre todos los conocimientos —argumenta
Hobbes partiendo de Bacon—, los conceptos, las ideas, las representaciones
mentales, etc., no son más que fantasmas del mundo físico, más o menos
despojado de su forma sensorial. La ciencia no puede hacer más que dar
nombres a estos fantasmas. Un nombre puede ponérsele a varios fantasmas.
Puede incluso haber nombres de nombres. Pero sería una contradicciónquerer,
de una parte, buscar el origen de todas las ideas en el mundo de los sentidos, y,
de otra parte, afirmar que una palabra es algo más que una palabra, que además
de los seres siempre individuales que nos representamos, existen seres
universales. Una sustancia incorpórea es el mismo contrasentido que un cuerpo
incorpóreo. Cuerpo, ser, sustancia, es una y la misma idea real. No se puede
separar el pensamiento de la materia que piensa. Es ella el sujeto de todos los
cambios. La palabra «infinito» carece de sentido, si no es como expresión de la
capacidad de nuestro espíritu para añadir sin fin. Como sólo lo material es
perceptible, susceptible de ser sabido, nada se sabe de la existencia de Dios.
Sólo [103] mi propia existencia es segura. Toda pasión humana es movimiento
mecánico que termina o empieza. Los objetos de los impulsos son el bien. El
hombre se halla sujeto a las mismas leyes que la naturaleza. El poder y la libertad
son cosas idénticas.
«Hobbes sistematizó a Bacon, pero sin aportar nuevas pruebas en favor de su
principio fundamental: el de que los conocimientos y las ideas tienen su origen en
el mundo de los sentidos.
«Locke, en su obra "Essay on the Human understanding" [Ensayo sobre el
entendimiento humano], fundamenta el principio de Bacony Hobbes.
«Del mismo modo que Hobbes destruyó los prejuicios teísticos del materialismo
baconiano, Collins, Dodwell, Coward, Hartley, Priestley, etc., derribaron la última
barrera teológica del sensualismo de Locke. El deísmo [9] no es, por lo menos
para los materialistas, más que un modo cómodo y fácil de deshacerse de la
religión» [*].
Así se expresaba Carlos Marx hablando de los orígenes británicos del
materialismo moderno. Y si a los ingleses de hoy día no les hace mucha gracia
este homenaje que Marx rinde a sus antepasados, lo sentimos por ellos. Pero es
innegable, a pesar de todo, que Bacon, Hobbes y Locke fueron los padres de
aquella brillante escuela de materialistas franceses que, pese a todas las derrotas
que los alemanes y los ingleses infligieron por mar y por tierra a Francia, hicieron
del siglo XVIII un siglo eminentemente francés; y esto, mucho antes de aquella
revolución francesa que coronó el final del siglo y cuyos resultados todavía hoy
nos estamos esforzando nosotros por aclimatar en Inglaterra y en Alemania. No
puede negarse. Si a mediados del siglo un extranjero culto se instalaba en
Inglaterra, lo que más le sorprendía era la beatería y la estupidez religiosa —así
tenía que considerarla él— de la «respetable» clase media inglesa. Por aquel
entonces, todos nosotros éramos materialistas, o, por lo menos, librepensadores
muy avanzados, y nos parecía inconcebible que casi todos los hombres cultos de
Inglaterra creyesen en una serie de milagros imposibles, y que hasta geólogos
como Buckland y Mantell tergiversasen los hechos de su ciencia, para no dar
demasiado en la cara a los mitos del Génesis; inconcebible que, para encontrar a
gente que se atreviese a servirse de su inteligencia en materias religiosas,
hubiese que ir a los sectores no ilustrados, a las «hordas de los que no se lavan»,
como en aquel entonces se decía, a los obreros, y principalmente a los socialistas
owenianos.
[104]
Pero, de entonces acá, Inglaterra se ha «civilizado». La Exposición de 1851 [10]
fue el toque a muerte por el exclusivismo insular inglés. Inglaterra fue, poco a
poco, internacionalizándose en cuanto a la comida y la bebida, en las costumbres
y en las ideas, hasta el punto de que ya desearía yo que ciertas costumbres
inglesas encontrasen en el continente una acogida tan general como la que han
encontrado otros usos continentales en Inglaterra. Lo que puede asegurarse es
que la difusión del aceite para ensalada (que antes de 1851 sólo conocía la
aristocracia) fue acompañada de una fatal difusión del escepticismo continental
en materias religiosas, habiéndose llegado hasta el extremo de que el
agnosticismo, aunque no se considere todavía tan elegante como la Iglesia
anglicana oficial, está no obstante, en lo que a la respetabilidad se refiere, casi a
la misma altura que la secta baptista y ocupa, desde luego, un rango mucho más
alto que el Ejército de Salvación [11]. No puedo por menos de pensar que para
muchos que deploran y maldicen con toda su alma estos progresos del
descreimiento será un consuelo saber que estas ideas flamantes no son de origen
extranjero, no circulan con la marca de «Made in Germany», fabricado en
Alemania, como tantos otros artículos de uso diario, sino que tienen, por el
contrario, un añejo y venerable origen inglés y que sus autores británicos de hace
doscientos años iban bastante más allá que sus descendientes de hoy día.
En efecto, ¿qué es el agnosticismo si no un materialismo vergonzante? La
concepción agnóstica de la naturaleza es enteramente materialista. Todo el
mundo natural está regido por leyes y excluye en absoluto toda influencia
exterior. Pero nosotros, añade cautamente el agnóstico, no estamos en
condiciones de poder probar o refutar la existencia de un ser supremo fuera del
mundo por nosotros conocido. Esta reserva podía tener su razón de ser en la
época en que Laplace, como Napoleón le preguntase por qué en la Mécanique
Céleste [*] del gran astrónomo no se mencionaba siquiera al creador del mundo,
contestó con estas palabras orgullosas: «Je n'avais pas besoin de cette hypothèse»
*
[*]. Pero hoy nuestra idea del universo en su desarrollo no deja el menor lugar ni
para un creador ni para un regente del universo; y si quisiéramos admitir la
existencia de un ser supremo puesto al margen de todo el mundo existente,
incurriríamos en una contradicción lógica, y además, me parece, inferiríamos una
ofensa inmerecida a los sentimientos de la gente religiosa.
Nuestro agnóstico reconoce también que todos nuestros conocimientos
descansan en las comunicaciones que recibimos por [105] medio de nuestros
sentidos. Pero, ¿cómo sabemos —añade— si nuestros sentidos nos transmiten
realmente una imagen exacta de los objetos que percibimos a través de ellos? Y a
continuación nos dice que cuando habla de las cosas o de sus propiedades, no se
refiere, en realidad, a estas cosas ni a sus propiedades, acerca de las cuales no
puede saber nada de cierto, sino solamente a las impresiones que dejan en sus
sentidos. Es, ciertamente, un modo de concebir que parece difícil rebatir por vía
de simple argumentación. Pero los hombres, antes de argumentar, habían
actuado. «Im Anfang war die That» **[*]. Y la acción humana había resuelto la
dificultad mucho antes de que las cavilaciones humanas la inventasen. The proof
of the pudding is in the eating ***[*]. Desde el momento en que aplicamos estas
cosas, con arreglo a las cualidades que percibimos en ellas, a nuestro propio uso,
sometemos las percepciones de nuestros sentidos a una prueba infalible
encuanto a su exactitud o falsedad. Si estas percepciones fuesen falsas, lo sería
también nuestro juicio acerca de la posibilidad de emplear la cosa de que se
trata, y nuestro intento de emplearla tendría que fracasar ferzosamente. Pero si
conseguimos el fin perseguido, si encontramos que la cosa corresponde a la idea
quenos formábamos de ella, que nos da lo que de ella esperábamos al emplearla,
tendremos la prueba positiva de que, dentro de estos límites, nuestras
percepciones acerca de esta cosa y de sus propiedades coinciden con la realidad
existente fuera de nosotros. En cambio, si nos encontramos con que hemos dado
un golpe en falso, no tardamos generalmente mucho tiempo en descubrir las
causas de nuestro error; llegamos a la conclusión de que la percepción en que se
basaba nuestra acción era incompleta y superficial, o se hallaba enlazada con los
resultados de otras percepciones de un modo no justificado por la realidad de las
cosas; es decir, habíamos realizado lo que denominamos un razonamiento
defectuoso. Mientras adiestremos y empleemos bien nuestros sentidos y
ajustemos nuestro modo de proceder a los límites que trazan las observaciones
bien hechas y bien utilizadas, veremos que los resultados de nuestros actos
suministran la prueba de la conformidad de nuestras percepciones con la
naturaleza objetiva de las cosas percibidas. Ni en un solo caso, según la
experiencia que poseemos hasta hoy, nos hemos visto obligados a llegar a la
conclusión de que las percepciones sensoriales científicamente controladas
originan en nuestro cerebro ideas del mundo exterior que difieren por su
naturaleza de la realidad, o de que entre el mundo [106] exterior y las
percepciones que nuestros sentidos nos transmiten de él media una
incompatibilidad innata.
Pero, al llegar aquí, se presenta el agnóstico neokantiano y nos dice: Sí,
podremos tal vez percibir exactamente las propiedades de una cosa, pero nunca
aprehender la cosa en sí por medio de ningún proceso sensorial o discursivo.
Esta «cosa en sí» cae más allá de nuestras posibilidades de conocimiento. A esto,
ya hace mucho tiempo, que ha contestado Hegel: desde el momento en que
conocemos todas las propiedades de una cosa, conocemos también la cosa
misma; sólo queda en pie el hecho de que esta cosa existe fuera de nosotros, y en
cuanto nuestros sentidos nos suministraron este hecho, hemos aprehendido hasta
el último residuo de la cosa en sí, la famosa e incognoscible Ding an sich de Kant.
Hoy, sólo podemos añadir a eso que, en tiempos de Kant, el conocimiento que se
tenía de las cosas naturales era lo bastante fragmentario para poder sospechar
detrás de cada una de ellas una misteriosa «cosa en sí». Pero, de entonces acá,
estas cosas inaprehensibles han sido aprehendidas, analizadas y, más todavía,
reproducidas una tras otra por los gigantescos progresos de la ciencia. Y, desde
el momento en que podemos producir una cosa, no hay razón ninguna para
considerarla incognoscible. Para la química de la primera mitad de nuestro siglo,
las sustancias orgánicas eran cosas misteriosas. Hoy, aprendemos ya a fabricarlas
una tras otra, a base de los elementos químicos y sin ayuda de procesos
orgánicos. La química moderna nos dice que tan pronto como se conoce la
constitución química de cualquier cuerpo, este cuerpo puede integrarse a partir
de sus elementos. Hoy, estamos todavía lejos de conocer exactamente la
constitución de las sustancias orgánicas superiores, los cuerpos albuminoides,
pero no hay absolutamente ninguna razón para que no adquiramos, aunque sea
dentro de varios siglos, este conocimiento y con ayuda de él podamos fabricar
albúmina artificial. Y cuando lo consigamos, habremos conseguido también
producir la vida orgánica, pues la vida, desde sus formas más bajas hasta las más
altas, no es más que la modalidad normal de existencia de los cuerpos
albuminoides.
Pero, después de hechas estas reservas formales, nuestro agnóstico habla y obra
en un todo como el materialista empedernido, que en el fondo es. Podrá decir: a
juzgar por lo que nosotros sabemos, la materia y el movimiento o, como ahora se
dice, la energía, no pueden crearse ni destruirse, pero no tenemos pruebas de
que ambas no hayan sido creadas en algún tiempo remoto y desconocido. Y, si
intentáis volver contra él esta confesión en un caso dado, os llamará al orden a
toda prisa y os mandará callar. Si in abstracto reconoce la posibilidad del
espiritualismo, [107] in concreto no quiere saber nada de él. Os dirá: por lo que
sabemos y podemos saber, no existe creador ni regente del Universo; en lo que a
nosotros respecta, la materia y la energía son tan increables como
indestructibles; para nosotros, el pensamiento es una forma de la energía, una
función del cerebro. Todo lo que nosotros sabemos nos lleva a la conclusión de
que el mundo material se halla regido por leyes inmutables, etcétera, etcétera.
Por tanto, en la medida en que es un hombre de ciencia, en la medida en que
sabe algo, el agnóstico es materialista; fuera de los confines de su ciencia, en los
campos que no domina, traduce su ignorancia al griego, y la llama agnosticismo.
En todo caso, lo que sí puede asegurarse es que, aunque yo fuese agnóstico, no
podría dar a la concepción de la historia esbozada en este librito el nombre de
«agnosticismo histórico». Las gentes de sentimientos religiosos se reirían de mí,
los agnósticos me preguntarían, indignados, si quería burlarme de ellos. Así
pues, confío en que la «respetabilidad» británica, que en alemán se llama
filisteísmo, no se enfadará demasiado porque emplee en inglés, como en tantos
otros idiomas, el nombre de «materialismo histórico» para designar esa
concepción de los derroteros de la historia universal que ve la causa final y la
fuerza propulsora decisiva de todos los acontecimientos históricos importantes en
el desarrollo económico de la sociedad, en las transformaciones del modo de
producción y de cambio, en la consiguiente división de la sociedad en distintas
clases y en las luchas de estas clases entre sí.
Se me guardará, tal vez, esta consideración, sobre todo si demuestro que el
materialismo histórico puede incluso ser útil para la respetabilidad británica. Ya
he aludido al hecho de que, hace cuarenta o cincuenta años, el extranjero culto
que se instalaba a vivir en Inglaterra se veía desagradablemente sorprendido por
lo que necesariamente tenía que considerar como beatería y mojigatería de la
respetable clase media inglesa. Ahora demostraré que la respetable clase media
inglesa de aquel tiempo no era, sin embargo, tan estúpida como el extranjero
inteligente se figuraba. Sus tendencias religiosas tenían su explicación.
Cuando Europa salió del medioevo, la clase media en ascenso de las ciudades
era su elemento revolucionario. La posición reconocida, que se había
conquistado dentro del régimen feudal de la Edad Media, era ya demasiado
estrecha para su fuerza de expansión. El libre desarrollo de esta clase media, la
burguesía, no era ya compatible con el sistema feudal; éste tenía forzosamente
que derrumbarse.
Pero el gran centro internacional del feudalismo era la Iglesia católica romana.
Ella unía a toda Europa Occidental feudalizada, [108] pese a todas sus guerras
intestinas, en una gran unidad política, contrapuesta tanto al mundo cismático
griego como al mundo mahometano. Rodeó a las instituciones feudales del halo
de la consagración divina. También ella había levantado su jerarquía según el
modelo feudal, y era, en fin de cuentas, el mayor de todos los señores feudales,
pues poseía, por lo menos, la tercera parte de toda la propiedad territorial del
mundo católico. Antes de poder dar en cada país y en diversos terrenos la batalla
al feudalismo secular había que destruir esta organización central sagrada.
Paso a paso, con el auge de la burguesía, iba produciéndose el gran
resurgimiento de la ciencia. Volvían a cultivarse la astronomía, la mecánica, la
física, la anatomía, la fisiología. La burguesía necesitaba, para el desarrollo de su
producción industrial, una ciencia que investigase las propiedades de los
cuerpos físicos y el funcionamiento de las fuerzas naturales. Pero, hasta entonces
la ciencia no había sido más que la servidora humilde de la Iglesia, a la que no se
le consentía traspasar las fronteras establecidas por la fe; en una palabra, había
sido cualquier cosa menos una ciencia. Ahora, la ciencia se rebelaba contra la
Iglesia; la burguesía necesitaba a la ciencia y se lanzó con ella a la rebelión.
Aquí no he tocado más que dos de los puntos en que la burguesía en ascenso
tenía necesariamente que chocar con la religión establecida; pero esto bastará
para probar: primero, que la clase más directamente interesada en la lucha
contra el poder de la Iglesia católica era precisamente la burguesía y, segundo,
que por aquel entonces toda lucha contra el feudalismo tenía que vestirse con un
ropaje religioso y dirigirse en primera instancia contra la Iglesia. Pero el grito de
guerra lanzado por las universidades y los hombres de negocios de las ciudades,
tenía inevitablemente que encontrar, como en efecto encontró, una fuerte
resonancia entre las masas del campo, entre los campesinos, que en todas partes
estaban empeñados en una dura lucha contra sus señores feudales eclesiásticos y
seculares, lucha en la que se ventilaba su existencia.
La gran campaña de la burguesía europea contra el feudalismo culminó en tres
grandes batallas decisivas.
La primera fue la que llamamos la Reforma protestante alemana. Al grito de
rebelión de Lutero contra la Iglesia, respondieron dos insurrecciones políticas;
primero, la de la nobleza baja, acaudillada por Franz von Sickingen, en 1523, y
luego la gran guerra campesina, en 1525. Ambas fueron aplastadas, a causa,
principalmente, de la falta de decisión del partido más interesado en la lucha: la
burguesía de las ciudades: falta de decisión cuyas causas no podemos investigar
aquí. Desde este instante, [109] la lucha degeneró en una reyerta entre los
príncipes locales y el poder central del emperador, trayendo como consecuencia
el borrar a Alemania por doscientos años del concierto de las naciones
políticamente activas de Europa. Cierto es que la Reforma luterana condujo a una
nueva religión; aquella precisamente que necesitaba la monarquía absoluta.
Apenas abrazaron el luteranismo, los campesinos del noreste de Alemania se
vieron degradados de hombres libres a siervos de la gleba.
Pero, donde Lutero falló, triunfó Calvino. El dogma calvinista cuadraba a los más
intrépidos burgueses de la época. Su doctrina de la predestinación era la
expresión religiosa del hecho de que en el mundo comercial, en el mundo de la
competencia, el éxito o la bancarrota no depende de la actividad o de la aptitud
del individuo, sino de circunstancias independientes de él. «Así que no es del que
quiere ni del que corre, sino de la misericordia» de fuerzas económicas
superiores, pero desconocidas. Y esto era más verdad que nunca en una época
de revolución económica, en que todos los viejos centros y caminos comerciales
eran desplazados por otros nuevos, en que se abría al mundo América y la India y
en que vacilaban y se venían abajo hasta los artículos económicos de fe más
sagrados: los valores del oro y de la plata. Además, el régimen de la Iglesia
calvinista era absolutamente democrático y republicano: ¿cómo podían los reinos
de este mundo seguir siendo súbditos de los reyes, de los obispos y de los
señores feudales donde el reino de Dios se había republicanizado? Si el
luteranismo alemán se convirtió en un instrumento sumiso en manos de los
pequeños príncipes alemanes, el calvinismo fundó una república en Holanda y
fuertes partidos republicanos en Inglaterra y, sobre todo, en Escocia.
En el calvinismo encontró acabada su teoría de lucha la segunda gran
insurrección de la burguesía. Esta insurrección se produjo en Inglaterra. La puso
en marcha la burguesía de las ciudades, pero fueron los campesinos medios (la
yeomanry) de los distritos rurales los que arrancaron el triunfo. Cosa singular: en
las tres grandes revoluciones burguesas son los campesinos los que suministran
las tropas de combate, y ellos también, precisamente, la clase, que, después de
alcanzar el triunfo, sale arruinada infaliblemente por las consecuencias
económicas de este triunfo. Cien años después de Cromwell, la yeomanry de
Inglaterra casi había desaparecido. En todo caso, sin la intervención de esta
yeomanry y del elemento plebeyo de las ciudades, la burguesía nunca hubiera
podido conducir la lucha hasta su final victorioso ni llevado al cadalso a Carlos I.
Para que la burguesía se embolsase aunque sólo fueran los frutos del triunfo que
estaban bien maduros, fue necesario llevar la revolución bastante más allá de su
meta: [110] exactamente como habría de ocurrir en Francia en 1793 y en
Alemania en 1848. Parece ser ésta, en efecto, una de las leyes que presiden el
desarrollo de la sociedad burguesa.
Después de este exceso de actividad revolucionaria, siguió la inevitable reacción
que, a su vez, rebasó también el punto en que debía haberse mantenido. Tras una
serie de vacilaciones, consiguió fijarse, por fin, el nuevo centro de gravedad, que
se convirtió, a su vez, en nuevo punto de arranque. El período grandioso de la
historia inglesa, al que los filisteos dan el nombre de «la gran rebelión», y las
luchas que le siguieron, alcanzan su remate en el episodio relativamente
insignificante de 1689, que los historiadores liberales señalan con el nombre de
la «gloriosa revolución» [12].
El nuevo punto de partida fue una transacción entre la burguesía en ascenso y los
antiguos grandes terratenientes feudales. Estos, aunque entonces como hoy se les
conociese por el nombre de aristocracia estaban ya desde hacía largo tiempo en
vías de convertirse en lo que Luis Felipe había de ser mucho después en Francia:
en los primeros burgueses de la nación. Para suerte de Inglaterra, los antiguos
barones feudales se habían destrozado unos a otros en las guerras de las Dos
Rosas [13]. Sus sucesores, aunque descendientes en su mayoría de las mismas
antiguas familias, procedían ya de líneas colaterales tan alejadas, que formaban
una corporación completamente nueva; sus costumbres y tendencias tenían
mucho más de burguesas que de feudales; conocían perfectamente el valor del
dinero, y se aplicaron en seguida a aumentar las rentas de sus tierras, arrojando
de ellas a cientos de pequeños arrendatarios y sustituyéndolos por rebaños de
ovejas. Enrique VIII creó una masa de nuevos landlords burgueses, regalando y
dilapidando los bienes de la Iglesia; y a idénticos resultados condujeron las
confiscaciones de grandes propiedades territoriales, que se prosiguieron sin
interrupción hasta fines del siglo XVII, para entregarlas luego a individuos semi o
enteramente advenedizos. De aquí que la «aristocracia» inglesa, desde Enrique
VII, lejos de oponerse al desarrollo de la producción industrial procurase sacar
indirectamente provecho de ella. Además, una parte de los grandes
terratenientes se mostró dispuesta en todo momento, por móviles económicos o
políticos a colaborar con los caudillos de la burguesía industrial y financiera. La
transacción de 1689 no fue, pues, difícil de conseguir. Los trofeos políticos —los
cargos, las sinecuras, los grandes sueldos— les fueron respetados a las familias
de la aristocracia rural, a condición de que defendiesen cumplidamente los
intereses económicos de la clase media financiera, industrial y mercantil. Y estos
intereses económicos eran ya, por aquel entonces, bastante poderosos; eran ellos
los [111] que trazaban en último término los rumbos de la política nacional. Podría
haber rencillas acerca de los detalles, pero la oligarquía aristocrática sabía
demasiado bien cuán inseparablemente unida se hallaba su propia prosperidad
económica a la de la burguesía industrial y comercial.
A partir de este momento, la burguesía se convirtió en parte integrante, modesta
pero reconocida, de las clases dominantes de Inglaterra. Compartía con todas
ellas el interés de mantener sojuzgada a la gran masa trabajadora del pueblo. El
comercianteo fabricante mismo ocupaba, frente a su dependiente, a sus obreros
o a sus criados, la posición del amo, o la posición de su «superior natural», como
se decía hasta hace muy poco en Inglaterra. Tenía que estrujarles la mayor
cantidad y la mejor calidad de trabajo posible; para conseguirlo, había de
educarlos en una conveniente sumisión. Personalmente, era un hombre religioso;
su religión le había suministrado la bandera bajo la cual combatió al rey y a los
señores; muy pronto, había descubierto también los recursos que esta religión le
ofrecía para trabajar los espíritus de sus inferiores naturales y hacerlos sumisos a
las órdenes de los amos, que los designios inescrutables de Dios les habían
puesto. En una palabra, el burgués inglés participaba ahora en la empresa de
sojuzgar a los «estamentos inferiores», a la gran masa productora de la nación, y
uno de los medios que se empleaba para ello era la influencia de la religión.
Pero a esto venía a añadirse una nueva circunstancia, que reforzaba las
inclinaciones religiosas de la burguesía: la aparición del materialismo en
Inglaterra. Esta nueva doctrina no sólo hería los píos sentimientos de la clase
media, sino que, además, se anunciaba como una filosofía destinada solamente a
los sabios y hombres cultos del gran mundo; al contrario de la religión, buena
para la gran masa no ilustrada, incluyendo a la burguesía. Con Hobbes, esta
doctrina pisó la escena como defensora de las prerrogativas y de la omnipotencia
reales e invitó a la monarquía absoluta a atar corto a aquel puer robustus sed
mailitiosus [*] que era el pueblo. También en los continuadores de Hobbes, en
Bolingbroke, en Shaftesbury, etc., la nueva forma deística del materialismo seguía
siendo una doctrina aristocrática, esotérica *[*] y odiada, por tanto, de la
burguesía, no sólo por ser una herejía religiosa, sino también por sus conexiones
políticas antiburguesas. Por eso, frente al materialismo y al deísmo de la
aristocracia, las sectas protestantes, que habían suministrado la bandera y los
hombres para luchar contra los Estuardos, eran precisamente [112] las que daban
el contingente principal de las fuerzas de la clase media progresiva y las que
todavía hoy forman la médula del «gran partido liberal».
Entretanto, el materialismo pasó de Inglaterra a Francia donde se encontró con
una segunda escuela materialista de filósofos, que habían surgido del
cartesianismo [14], y con la que se refundió. También en Francia seguía siendo al
principio una doctrina exclusivamente aristocrática. Pero su carácter
revolucionario no tardó en revelarse. Los materialistas franceses no limitaban su
crítica simplemente a las materias religiosas, sino que la hacían extensiva a todas
las tradiciones científicas y a todas las instituciones políticas de su tiempo; para
demostrar la posibilidad de aplicación universal de su teoría, siguieron el camino
más corto: la aplicaron audazmente a todos los objetos del saber en la
"Encyclopédie", la obra gigantesca que les valió el nombre de «enciclopedistas».
De este modo, el materialismo, bajo una u otra forma —como materialismo
declarado o como deísmo—, se convirtió en el credo de toda la juventud culta de
Francia; hasta tal punto, que durante la Gran Revolución la teoría creada por los
realistas ingleses sirvió de bandera teórica a los republicanos y terroristas
franceses, y de ella salió el texto de la "Declaración de los Derechos del Hombre"
[15].
La Gran Revolución francesa fue la tercera insurrección de la burguesía, pero la
primera que se despojó totalmente del manto religioso, dando la batalla en el
campo político abierto. Y fue también la primera que llevó realmente la batalla
hasta la destrucción de uno de los dos combatientes, la aristocracia, y el triunfo
completo del otro, la burguesía. En Inglaterra, la continuidad ininterrumpida de
las instituciones prerrevolucionarias y postrrevolucionarias y la transacción
sellada entre los grandes terratenientes y los capitalistas, encontraban su
expresiónen la continuidad de los precedentes judiciales, así como en la
respetuosa conservación de las formas legales del feudalismo. En Francia la
revolución rompió plenamente con las tradiciones del pasado, barrió los últimos
vestigios del feudalismo y creó, con el Code civil [16], una adaptación magistral a
las relaciones capitalistas modernas del antiguo Derecho romano, de aquella
expresión casi perfecta de las relaciones jurídicas derivadas de la fase económica
que Marx llama la «producción de mercancías»; tan magistral, que este Código
francés revolucionario sirve todavía hoy en todos los países —sin exceptuar a
Inglaterra— de modelo para las reformas del derecho de propiedad. Pero, no por
ello debemos perder de vista una cosa. Aunque el Derecho inglés continúa
expresando las relaciones económicas de la sociedad capitalista en un lenguaje
feudal bárbaro, que guarda con la cosa expresada la misma relación [113] que la
ortografía con la fonética inglesa —«vous écrivez Londres et vous prononcez
Constantinople», **[*], decía un francés—, este Derecho inglés es el único que ha
mantenido indemne a través de los siglos y que ha transplantado a Norteamérica
y a las colonias la mejor parte de aquella libertad personal, aquella autonomía
local y aquella salvaguardia contra toda injerencia, fuera de la de los tribunales;
en una palabra, aquellas antiguas libertades germánicas que en el continente se
habían perdido bajo el régimen de la monarquía absoluta y que hasta ahora no
han vuelto a recobrarse íntegramente en ninguna parte.
Pero volvamos a nuestro burgués británico. La revolución francesa le brindó una
magnífica ocasión para arruinar, con ayuda de las monarquías continentales, el
comercio marítimo francés, anexionarse las colonias francesas y reprimir las
últimas pretensiones francesas de hacerle la competencia por mar. Fue ésta una
de las razones de que la combatiese. La segunda razón era que los métodos de
esta revolución le hacían muy poca gracia. No ya su «execrable» terrorismo, sino
también su intento de implatar el régimen burgués hasta en sus últimas
consecuencias. ¿Qué iba a hacer en el mundo el burgués británico sin su
aristocracia, que le imbuía maneras (¡y qué maneras!) e inventaba para él modas,
que le suministraba la oficialidad para el ejército, salvaguardia del orden dentro
del país, y para la marina, conquistadora de nuevos dominios coloniales y de
nuevos mercados en el exterior? Cierto es que también había dentro de la
burguesía una minoría progresiva, formada por gentes cuyos intereses no habían
salido tan bien parados en la transacción, esta minoría, integrada por la clase
media de posición más modesta, simpatizaba con la revolución, pero era
impotente en el parlamento.
Por tanto, cuanto más se convertía el materialismo en el credo de la revolución
francesa, tanto más se aferraba el piadoso burgués británico a su religión. ¿Acaso
la época del terror en París no había demostrado lo que ocurre, cuando el pueblo
pierde la religión? Conforme se extendía el materialismo de Francia a los países
vecinos y recibía el refuerzo de otras corrientes teóricas afines, principalmente el
de la filosofía alemana; conforme en el continente ser materialista y
librepensador era, en realidad, una cualidad indispensable para ser persona
culta, más tenazmente se afirmaba la clase media inglesa en sus diversas
confesiones religiosas. Por mucho que variasen las unas de las otras, todas eran
confesiones decididamente religiosas, cristianas.
Mientras que la revolución aseguraba el triunfo político de la burguesía en
Francia, en Inglaterra Watt, Arkwright, Cartwright [114] y otros iniciaron iniciaron
una revolución industrial, que desplazó completamente el centro de gravedad del
poder económico. Ahora, la burguesía enriquecíase mucho más aprisa que la
aristocracia terrateniente. Y, dentro de la burguesía misma, la aristocracia
financiera, los banqueros, etc., iban pasando cada vez más a segundo plano ante
los fabricantes. La transacción de 1689, aun con las enmiendas que habían ido
introduciéndose poco a poco a favor de la burguesía, ya no correspondía a la
posición recíproca de las dos partes interesadas. Había cambiado también el
carácter de éstas: la burguesía de 1830 difería mucho de la del siglo anterior. El
poder político que aún conservaba la aristocracia y que se ponía en acción contra
las pretensiones de la nueva burguesía industrial, hízose incompatible con los
nuevos intereses económicos. Planteábase la necesidad de renovar la lucha
contra la aristocracia; y esta lucha sólo podía terminar con el triunfo del nuevo
poder económico. Bajo el impulso de la revolución francesa de 1830, se impuso
en primer término, pese a todas las resistencias, la ley de reforma electoral [17].
Esto dio a la burguesía una posición fuerte y reconocida en el parlamento. Luego,
vino la derogación de las leyes cerealistas [18], que instauró de una vez para
siempre el predominio de la burguesía, y sobre todo de su parte más activa, los
fabricantes, sobre la aristocracia de la tierra. Fue éste el mayor triunfo de la
burguesía, pero fue también el último conseguido en su propio y exclusivo
interés. Todos sus triunfos posteriores hubo de compartirlos con un nuevo poder
social, aliado suyo en un principio, pero luego rival de ella.
La revolución industrial había creado una clase de grandes fabricantes
capitalistas, pero había creado también otra, mucho más numerosa, de obreros
fabriles. Esta clase crecía constantemente en número, a medida que la revolución
industrial se iba adueñando de una rama industrial tras otra. Y con su número,
crecía también su fuerza, que se demostró ya en 1824, cuando obligó al
parlamento a derogar a regañadientes las leyes contra la libertad de coalición
[19]. Durante la campaña de agitación por la reforma electoral, los obreros
formaban el ala radical del partido de la reforma; y cuando la ley de 1832 los
privó del derecho de sufragio, sintetizaron sus reivindicaciones en la Carta del
Pueblo (People's Charter) [20] y se constituyeron, en oposición al gran partido
burgués que combatía las leyes cerealistas [21], en un partido independiente, el
partido cartista, que fue el primer partido obrero de nuestro tiempo.
A continuación, vinieron las revoluciones continentales de febrero y marzo de
1848, en las que los obreros desempeñaron un papel tan importante y en las que
plantearon, por lo menos en París, reivindicaciones que eran resueltamente
inadmisibles, [115] desde el punto de vista de la sociedad capitalista. Y luego
sobrevino la reacción general. Primero, la derrota de los cartistas del 10 de abril
de 1848 [22]; después, el aplastamiento de la insurrección obrera de París, en
junio del mismo año; más tarde, los descalabros de 1849 en Italia, Hungría y el
Sur de Alemania; y por último, el triunfo de Luis Bonaparte sobre París, el 2 de
diciembre de 1851 [23]. Con esto, habíase conseguido ahuyentar, por lo menos
durante algún tiempo, el espantajo de las reivindicaciones obreras, pero ¡a qué
costa! Por tanto, si el burgués británico estaba ya antes convencido de la
necesidad de mantener en el pueblo vil el espíritu religioso, ¡con cuánta mayor
razón tenía que sentir esa necesidad, después de todas estas experiencias! Por
eso, sin hacer el menor caso de las risotadas de burla de sus colegas
continentales, continuaba año tras año gastando miles y decenas de miles en la
evangelización de los estamentos inferiores. No contento con su propia
maquinaria religiosa, se dirigió al Hermano Jonathan [24] Revivalismo: corriente
de la Iglesia protestante surgida en Inglaterra en la primera mitad del siglo XVIII
y propagada en Norteamérica; sus adeptos se valían de las prédicas religiosas y
la organización de nuevas comunidades de creyentes para consolidar y ampliar
la influencia de la religión cristiana., el más grande organizador de negocios
religiosos por aquel entonces, e importó de los Estados Unidos el revivalismo, a
Moody y Sankey, etc.; y, por último, aceptó incluso hasta la ayuda peligrosa del
Ejército de Salvación, que viene a restaurar los recursos de propaganda del
cristianismo primitivo, que se dirige a los pobres como a los elegidos,
combatiendo al capitalismo a su manera religiosa y atizando así un elemento de
lucha de clases del cristianismo primitivo, que un buen día puede llegar a ser
molesto para las gentes ricas que hoy suministran de su bolsillo el dinero para
esta propaganda.
Parece ser una ley del desarrollo histórico el que la burguesía no pueda detentar
en ningún país de Europa el poder político —al menos, durante largo tiempo—,
de la misma manera exclusiva con que pudo hacerlo la aristocracia feudal durante
la Edad Media. Hasta en Francia, donde se extirpó tan de raíz el feudalismo, la
burguesía, como clase global, sólo ejerce todo el poder durante breves períodos
de tiempo. Bajo Luis Felipe (1830-1848), sólo gobernaba una pequeña parte de la
burguesía, pues otra parte mucho más considerable quedaba excluida del
sufragio por el elevado censo de fortuna que se exigía para poder votar. Bajo la
segunda República (1848-1851), gobernó toda la burguesía, pero sólo durante
tres años; su incapacidad abrió el camino al Segundo Imperio. Sólo ahora, bajo la
tercera República [25], vemos a la burguesía en bloque empuñar el timón por
espacio de veinte años, pero en eso revela ya gratos síntomas de decadencia.
Hasta ahora, una dominación de la burguesía mantenida durante largos años sólo
ha sido posible en países como Norteamérica, que nunca conocieron el
feudalismo y donde la sociedad se ha construido desde el primer momento sobre
una base burguesa. Pero hasta [116] en Francia y en Norteamérica llaman ya a la
puerta con recios golpes los sucesores de la burguesía: los obreros.
En Inglaterra, la burguesía no ha ejercido jamás el poder indiviso. Hasta el triunfo
de 1832 dejó a la aristocracia en el disfrute casi exclusivo de todos los altos
cargos públicos. Yo no acertaba a explicarme la sumisión con que la clase media
rica se resignaba a tolerar esto, hasta que un día el gran fabricante liberal Mr. W.
A. Forster, en un discurso, suplicó a los jóvenes de Bradford que aprendiesen
francés si querían hacer carrera, contando a este propósito el triste papel que
había hecho él cuando, siendo ministro, se vio metido de pronto en una sociedad
en que el francés era, por lo menos, tan necesario como el inglés. En efecto, los
burgueses ingleses de aquel entonces eran, quien más quien menos, unos nuevos
ricos sin cultura, que tenían que ceder a la aristocracia, quisieran o no, todos
aquellos altos puestos del gobierno que exigían otras dotes que la limitación y la
fatuidad insulares, salpimentadas por la astucia para los negocios [*]. Todavía
hoy los debates inacabables de la prensa sobre la middle-class-education *[*]
revelan que la clase media inglesa no se considera aún bastante buena para
recibir la mejor educación y busca algo más modesto. Por eso, aun después de la
derogación de las leyes cerealistas, se consideró como algo muy natural que los
que habían arrancado el triunfo, los Cobden, los Bright, los Forster, etcétera,
quedasen privados de toda participación en el gobierno oficial, hasta que por
último, veinte años después, una nueva ley de Reforma [26] les abrió las puertas
del ministerio. Hasta hoy día está la burguesía inglesa tan profundamente
penetrada de un sentimiento de inferioridad social, que sostiene a costa suya y
del pueblo una casta decorativa de zánganos que tienen por oficio representar
dignamente a la nación en todos los actos solemnes y se considera honradísima
cuando se encuentra a un burgués cualquiera reconocido como digno de ingresar
en esta corporación selecta y privilegiada, que al fin y al cabo ha sido fabricada
por la misma burguesía.
Así pues, la clase media industrial y comercial no había conseguido aún arrojar
por completo del poder político a la aristocracia terrateniente, cuando se
presentó en escena el nuevo rival: la clase obrera. La reacción que se produjo
después del movimiento cartista y las revoluciones continentales, unida a la
expansión sin precedentes de la industria inglesa desde 1848 a 1866 (expansión
que suele atribuirse sólo al librecambio, pero que se debió en mucha mayor
parte a la extensión gigantesca de los ferrocarriles, los transatlánticos y los
medios de comunicación en general) volvió a poner a los obreros bajo la
dependencia de los liberales, cuya ala radical formaban, como en los tiempos
anteriores al cartismo. Pero, poco a poco, las exigencias obreras en cuanto al
sufragio universal fueron haciéndose irresistibles. Mientras los «whigs», los
caudillos de los liberales, temblaban de miedo, Disraeli demostraba su
superioridad; supo aprovechar el momento propicio para los «tories»
introduciendo en los distritos electorales urbanos el régimen electoral del
household suffrage [*] y, en relación con éste, una nueva distribución de los
distritos electorales.
A esto, siguió poco después el ballot *[*], luego, en 1884, el household suffrage
hízose extensivo a todos los distritos, incluso a los de condado, y se introdujo una
nueva distribución de las circunscripciones electorales, que las nivelaba hasta
cierto punto. Todas estas reformas aumentaron de tal modo la fuerza de la clase
obrera en las elecciones, que ésta representaba ya a la mayoría de los electores
en 150 a 200 distritos. ¡Pero no hay mejor escuela de respeto a la tradición que el
sistema parlamentario! Si la clase media mira con devoción y veneración al grupo
que lord John Manners llama bromeando «nuestra vieja nobleza», la masa de los
obreros miraba en aquel tiempo con respeto y acatamiento a la que entonces se
llamaba «la clase mejor», la burguesía. En realidad, el obrero británico de hace
quince años era ese obrero modelo [118] cuya consideración respetuosa por la
posición de su patrono y cuya timidez y humildad al plantear sus propias
reivindicaciones ponían un poco de bálsamo en las heridas que a nuestros
socialistas alemanes de cátedra [27] les inferían las incorregibles tendencias
comunistas y revolucionarias de los obreros de su país.
Sin embargo, los burgueses ingleses, como buenos hombres de negocios, veían
más allá que los profesores alemanes. Sólo de mala gana habían compartido el
poder con los obreros. Durante el período cartista, habían tenido ocasión de
aprender de lo que era capaz el pueblo, ese puer robustus sed malitiosus. Desde
entonces, habían tenido que aceptar y ver convertida en ley nacional la mayor
parte de la Carta del Pueblo. Ahora más que nunca, era importante tener al
pueblo a raya mediante recursos morales; y el recurso moral primero y más
importante con que se podía influenciar a las masas seguía siendo la religión. De
aquí la mayoría de puestos otorgados a curas en los organismos escolares y de
aquí que la burguesía se imponga a sí misma cada vez más tributos para sostener
toda clase de revivalismos, desde el ritualismo [28] hasta el Ejército de Salvación.
Y entonces llegó el triunfo del respetable filisteísmo británico sobre la libertad de
pensamiento y la indiferencia en materias religiosas del burgués continental. Los
obreros de Francia y Alemania se volvieron rebeldes. Estaban totalmente
contaminados de socialismo, y además, por razones muy fuertes, no se
preocupaban gran cosa de la legalidad de los medios empleados para conquistar
el poder. Aquí, el puer robustus se había vuelto realmente cada día más
malitiosus. Y al burgués francés y alemán no le quedaba más recurso que
renunciar tácitamente a seguir siendo librepensador, como esos guapos mozos
que cuando se ven acometidos irremediablemente por el mareo, dejan caer el
cigarro humeante con que fantocheaban a bordo. Los burlones fueron adoptando
uno tras otro, exteriormente, una actitud devota y empezaron a hablar con
respeto de la Iglesia, de sus dogmas y ritos, llegando incluso, cuando no había
más remedio, a compartir estos últimos. Los burgueses franceses se negaban a
comer carne los viernes y los burgueses alemanes se aguantaban, sudandando en
sus reclinatorios, interminables sermones protestantes. Habían llegado con su
materialismo a una situación embarazosa. Die Religion muss dem Volk erhalten
werden («¡Hay que conservar la religión para el pueblo!»); era el último y único
recurso para salvar a la sociedad de su ruina total. Para desgracia suya, no se
dieron cuenta de esto hasta que habían hecho todo lo humanamente posible para
derrumbar para siempre la religión. Había llegado, pues, el momento en que el
burgués británico podía reírse, [119] a su vez, de ellos y gritarles: «¡Ah, necios,
eso ya podía habérselo dicho yo hace doscientos años!»
Sin embargo, me temo mucho que ni la estupidez religiosa del burgués británico
ni la conversión post festum [*] del burgués continental, consigan poner un dique
a la creciente marea proletaria. La tradición es una gran fuerza de freno; es la vis
inertiae *[*] de la historia. Pero es una fuerza meramente pasiva; por eso tiene
necesariamente que sucumbir. De aquí que tampoco la religión pueda servir a la
larga de muralla protectora de la sociedad capitalista. Si nuestras ideas jurídicas,
filosóficas y religiosas no son más que los brotes más próximos o más remotos de
las condiciones económicas imperantes en una sociedad dada, a la larga estas
ideas no pueden mantenerse cuando han cambiado completamente aquellas
condiciones. Una de dos: o creemos en una revelación sobrenatural, o tenemos
que reconocer que no hay dogma religioso capaz de apuntalar una sociedad que
se derrumba.
Y la verdad es que también en Inglaterra comienzan otra vez los obreros a
moverse. Indudablemente, el obrero inglés está atado por una serie de
tradiciones. Tradiciones burguesas, como la tan extendida creencia de que no
pueden existir másque dos partidos, el conservador y el liberal, y de que la clase
obrera tiene que valerse del gran partido liberal para laborar por su
emancipación. Y tradiciones obreras, heredadas de los tiempos de sus primeros
tanteos de actuación independiente, como la eliminación, en numerosas y
antiguas tradeuniones, de todos aquellos obreros que no han tenido un
determinado tiempo reglamentario de aprendizaje; lo que significa, en rigor, que
cada una de estas uniones se crea sus propios esquiroles. Pero, a pesar de todo
esto y mucho más, la clase obrera inglesa avanza, como el mismo profesor
Brentano se ha visto obligado a comunicar, con harto dolor, a sus hermanos, los
socialistas de cátedra. Avanza, como todo en Inglaterra, con paso lento y
mesurado, vacilante aquí, y allí mediante tanteos, a veces estériles; avanza a
trechos, con una desconfianza excesivamente prudente hacia el nombre de
Socialismo, pero asimilándose poco a poco la esencia. Avanza, y su avance va
comunicándose a una capa obrera tras otra. Ahora, ha sacudido el letargo de los
obreros no calificados del East End de Londres, y todos nosotros ya hemos visto
qué magnífico empuje han dado, a su vez, a la clase obrera estas nuevas fuerzas.
Y si el ritmo del movimiento no es aconsonantado a la impaciencia de unos u
otros, no deben olvidar que es precisamente la clase [120] obrera la que
mantiene vivos los mejores rasgos del carácter nacional inglés y que en
Inglaterra, cuando se da un paso hacia adelante, ya no se pierde jamás. Si los
hijos de los viejos cartistasno dieron de sí, por los motivos indicados, todo lo que
de ellos se podía esperar, parece que los nietos van a ser dignos de sus abuelos.
Pero, el triunfo de la clase obrera europea no depende solamente de Inglaterra.
Este triunfo sólo puede asegurarse mediante la cooperación, por lo menos, de
Inglaterra, Francia y Alemania [29]. En estos dos últimos países, el movimiento
obrero le lleva un buen trecho de delantera al de Inglaterra. En Alemania, se
halla incluso a una distancia ya mesurable del triunfo. Los progresos obtenidos
aquí desde hace veinticinco años, no tienen precedente. El movimiento obrero
alemán avanza con velocidad acelerada.Y si la burguesía alemana ha dado
pruebas de su carencia lamentable de capacidad política, de disciplina, de
bravura, de energía y de perseverancia, la clase obrera de Alemania ha
demostrado que posee en grado abundante todas estas cualidades. Hace ya casi
cuatrocientos años que Alemania fue el punto de arranque del primer gran
alzamiento de la clase media de Europa; tal como están hoy las cosas, ¿es
descabellado pensar que Alemania vaya a ser también el escenario del primer
gran triunfo del proletariado europeo?
20 de abril de 1892
F. Engels
Publicado por primera vez en el Se publica de acuerdo con el
libro: Frederick Engels. «Socialism texto de la edición inglesa,
Utopian and Scientific», London, cotejado con el de la revista.
1892, y con algunas omisiones en
la traducción alemana del autor Traducido del inglés.
en la revista "Die Neue Zeit", Bd. 1
Nº1, 2, 1892-1893.
NOTAS
[1] 70 El trabajo de Engels "Del socialismo utópico al socialismo científico" consta de tres
capítulos del "Anti-Dühring" revisados por él con el fin especial de ofrecer a los obreros una
exposición popular de la doctrina marxista como concepción íntegra.- 98, 121
[2] En el "Congreso de Gotha", celebrado del 22 al 25 de mayo de 1875, se unieron las dos
corrientes del movimiento obrero alemán: el Partido Obrero Socialdemócrata (los eisenachianos),
dirigido por A. Bebel y W. Liebknecht, y la lassalleana Asociación General de Obreros Alemanes.
El partido unificado adoptó la denominación de Partido Obrero Socialista de Alemania. Así se
logró superar la escisión en las filas de la clase obrera alemana. El proyecto de programa del
partido unificado, propuesto al Congreso de Gotha, pese a la dura crítica que habían hecho Marx
y Engels, fue aprobado en el Congreso con insignificantes modificaciones.— 5, 98, 439.
[3] Bimetalismo: sistema monetario, en el que las funciones de dinero las cumplen
simultáneamente dos metales monetarios: el oro y la plata.— 99.
[4] "Vorwärts" («Adelante»): órgano central del Partido Obrero Socialista Alemán, se publicó en
Leipzig desde el 1 de octubre de 1876 hasta el 27 de octubre de 1878. La obra de Engels "AntiDühring" se publicó en el periódico desde el 3 de enero de 1877 hasta el 7 de julio de 1878.— 57,
99.
[*******] Véase la presente edición, t. 1, págs. 110-140. (N. de la Edit.)
[5] En la presente edición no se inserta el trabajo de F. Engels "La Marca".— 100.
[6] Engels se refiere a los trabajos de M. Kovalevski "Tableau des origines et de l'évolution de la
famille et de la proprieté" («Ensayo acerca del origen de la familia y la propiedad») publicado en
1890 en Estocolmo, y "Pervobytnoye pravo" («Derecho primitivo») fascículo 1, "La Gens", Moscú,
1886.— 100.
[*******] En el estado de dimensión. (N. de la Edit.)
[7] Nominalistas: representantes de una tendencia de la filosofía medieval que consideraba que
los conceptos generales genéricos eran nombres, engendrados por el pensamiento y el lenguaje
humanos y no valían más que para designar objetos sueltos, existentes en realidad. En oposición a
los realistas medievales, los nominalistas negaban la existencia de conceptos como prototipos y
fuentes creadoras de las cosas. De este modo reconocían el carácter primario de la realidad y
secundario del concepto. En este sentido, el nominalismo era la primera expresión del
materialismo en la Edad Media.— 101.
[8] Nomoiomerias: minúsculas partículas cualitativamente determinadas y divisibles infinitamente.
Anaxágoras consideraba que las homoiomerias constituían la base inicial de todo lo existente y
que sus combinaciones daban origen a la diversidad de las cosas.— 101.
[*] Qual es un juego de palabras fílosófico. Qual significa, literalmente, tortura, dolor que incita a
realizar una acción cualquiera. Al mismo tiempo, el místico Böhme transfiere a la palabra alemana
algo del término latino qualitas (calidad). Su Qual era, por oposición al dolor producido
exteriormente, un principio activo, nacido del desarrollo espontáneo de la cosa, de la relación o
de la personalidad sometida a su influjo y que, a su vez, provocaba este desarrollo.
[9] Deísmo: doctrina filosófico-religiosa que reconoce a Dios como causa primera racional
impersonal del mundo, pero niega su intervención en la vida de la naturaleza y la sociedad.— 103,
371, 521.
[*] K. Marx und F. Engels, "Die heilige Familie", Frankfurt am M., 1845, S. 201-204. (C. Marx y F.
Engels. La Sagrada Familia, Francfort del Meno, 1845, págs. 201-204.) (N. de la Edit.)
[10] Se alude a la primera exposición comercial e industrial mundial que se celebró en Londres de
mayo a octubre de 1851.— 104.
[11] Ejército de Salvación: organización reaccionaria religioso-filantrópica fundada en 1865 en
Inglaterra y reorganizada en 1880 adoptando el modelo militar (de ahí su denominación).
Apoyada en medida considerable por la burguesía, esta organización fundó en muchos países una
red de instituciones de beneficencia, con el fin de apartar a las masas trabajadoras de la lucha
contra los explotadores.— 104.
[*] P. Laplace, Traité de mécanique céleste ("Tratado de mecánica celeste») Vols. I—V, Paris,
1799-1825. (N. de la Edit).
[**] «No tenía necesidad de recurrir a esta hipótesis». (N. de la Edit.)
[***]«En el principio era la acción». Goethe, Fausto, parte I, escena III. (N. de la Edit.)
[****] «El pudin se prueba comiéndolo». (N. de la Edit).
[12] La historiografía burguesa inglesa llama «revolución gloriosa» al golpe de Estado de 1688 con
el que se derrocó en Inglaterra la dinastía de los Estuardos y se instauró la monarquía
constitucional (1689) encabezada por Guillermo de Orange y basada en el compromiso entre la
aristocracia terrateniente y la gran burguesía.— 110, 521.
[13] La guerra de las Dos Rosas (1455-1485): guerra entre dos familias feudales inglesas que
luchaban por el trono: los York, en cuyo escudo figuraba una rosa blanca, y los Lancaster, que
tenían en el escudo una rosa roja. Alrededor de los York se agrupaba una parte de los grandes
feudales del Sur (más desarrollado económicamente), los caballeros y los ciudadanos; los
Lancaster eran apoyados por la aristocracia feudal de los condados del Norte. La guerra llevó casi
al total exterminio de las antiguas familias feudales y concluyó al subir al trono la nueva dinastía
de los Tudor que implantó el absolutismo en Inglaterra.— 110.
[*] Muchacho robusto, pero malicioso. (N. de la Edit.)
[**] Oculta, sólo destinada a los iniciados. (N. de la Edit.)
[14] Filosofía cartesiana: doctrina de los seguidores del filósofo francés del siglo XVII Descartes
(en latín Cartesius), que dedujeron conclusiones materialistas de su filosofía.— 112.
[15] La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano fue aprobada por la Asamblea
Constituyente en 1789. Se proclamaban en ella los principios políticos del nuevo régimen
burgués. La Declaración fue incluida en la Constitución francesa de 1791; sirvió de base a los
jacobinos al redactar la Declaración de los Derechos del Hombre de 1793, que figuró como
prefacio a la primera Constitución republicana de Francia adoptada por la Convención Nacional
en 1793.— 112.
[16] Aquí y en adelante, Engels no entiende por Código de Napoleón únicamente el Code civil
(Código civil) de Napoleón adoptado en 1804 y conocido con este nombre, sino, en el sentido lato
de la palabra, todo el sistema del Derecho burgués, representado por los cinco códigos (civil,
civil-procesal, comercial, penal y penal-procesal) adoptados bajo Napoleón I en los años de 1804
a 1810. Dichos códigos fueron implantados en las regiones de Alemania Occidental y
Sudoccidental conquistadas por la Francia de Napoleón y siguieron en vigor en la provincia del
Rin incluso después de la anexión de ésta a Prusia en 1815.— 112, 177, 390, 486, 520.
[***] Se escribe Londres y se pronuncia Constantinopla. (N. de la Edit.)
[17] El proyecto de ley de la primera reforma electoral en Inglaterra fue llevado al Parlamento en
marzo de 1831 y aprobado en junio de 1832. La reforma abrió las puertas al Parlamento sólo a los
representantes de la burguesía industrial. El proletariado y la pequeña burguesía, que eran la
fuerza principal en la lucha por la reforma, fueron engañados por la burguesía liberal y se
quedaron, al igual que antes, sin derechos electorales.
[18] El bill de abolición de las leyes cerealistas fue aprobado en junio de 1846. Las llamadas leyes
cerealistas, aprobadas con vistas a restringir o prohibir la importación de trigo del extranjero,
fueron promulgadas en Inglaterra en beneficio de los grandes terratenientes (landlords). La
aprobación del bill de 1846 fue un triunfo de la burguesía industrial, que luchaba contra las leyes
cerealistas bajo la consigna de libertad de comercio.
[19] En 1824, el Parlamento inglés, presionado por el movimiento obrero de masas, tuvo que
promulgar un acto aboliendo la prohibición de las uniones obreras (las tradeuniones).
[20] La Carta del Pueblo, que contenía las exigencias de los cartistas, fue publicaba el 8 de mayo
de 1838 como proyecto de ley a ser presentado en el Parlamento; la integraban seis puntos;
derecho electoral universal (para los varones desde los 21 años de edad), elecciones anuales al
Parlamento, votación secreta, igualdad de las circunscripciones electorales, abolición del
requisito de propiedad para los candidatos a diputado al Parlamento, remuneración de los
diputados. Las tres peticiones de los cartistas con la exigencia de la aprobación de la Carta del
Pueblo, entregadas al Parlamento, fueron rechazados por éste en 1839, 1842 y 1849.
[21] La Liga anticerealista: organización de la burguesía industrial inglesa, fundada en 1838 por los
fabricantes Cobden y Bright, de Manchester. Al presentar la exigencia de la libertad completa de
comercio, la Liga propugnaba la abolición de las leyes cerealistas con el fin de rebajar los salarios
de los obreros y debilitar las posiciones económicas y políticas de la aristocracia terrateniente.
Después de la abolición de las leyes cerealistas (1846), la Liga dejó de existir.
[22] La manifestación de masas que los cartistas anunciaron para el 10 de abril de 1848 en
Londres, con el fin de entregar al Parlamento la petición sobre la aprobación de la Carta popular,
fracasó debido a la indecisión y las vacilaciones de sus organizadores. El fracaso de la
manifestación fue utilizado por las fuerzas de la reacción para arreciar la ofensiva contra los
obreros y las represalias contra los cartistas.
[23] Trátase del golpe de Estado organizado por Luis Bonaparte el 2 de diciembre de 1851, que
dio comienzo al régimen bonapartista del Segundo Imperio.
[24] Hermano Jonathan: mote dado por los ingleses a los norteamericanos durante la guerra de las
colonias norteamericanas de Inglaterra por la independencia (1775-1783).
[25] El Segundo Imperio de Napoleón III existió en Francia de 1852 a 1870, y la Tercera República,
de 1870 a 1940.— 115.
[*] Y hasta en materia de negocios la fatuidad del chovinismo nacional es un mal consejo. Hasta
hace muy poco, el fabricante inglés corriente consideraba denigrante para un inglés hablar otro
idioma que no fuese el suyo propio y le enorgullecía en cierto modo que esos «pobres diablos» de
los extranjeros se instalasen a vivir en Inglaterra, descargándole con ello del trabajo de vender
sus productos en el extranjero. No advertía siquiera que estos extranjeros, alemanes en su mayor
parte, se adueñaban de este modo de una gran parte del comercio exterior de Inglaterra —tanto
del de importación como del de exportación— y que el comercio directo de los ingleses con el
extranjero iba circunscribiéndose casi exclusivamente a las colonias, a China, a los Estados
Unidos y a Sudamérica. Y tampoco advertía que estos alemanes comerciaban con otros alemanes
del extranjero, que con el tiempo iban organizando una red completa de colonias comerciales por
todo el mundo. Y cuando, hace unos cuarenta años, Alemania empezó seriamente a fabricar para
la exportación, encontró en estas colonias comerciales alemanas un instrumento que le prestó
maravillosos servicios en la empresa de transformarse, en tan poco tiempo, de un país exportador
de cereales en un país industrial de primer orden. Por fin, hace unos diez años, los fabricantes
ingleses empezaron a inquietarse y a preguntar a sus embajadores y cónsules cómo era que ya no
podían retener a todos sus clientes. La respuesta unánime fue ésta: 1º porque no os molestáis en
aprender la lengua de vuestros clientes y exigís que ellos aprendan la vuestra, y 2º porque no
intentáis siquiera satisfacer las necesidades, las costumbres y los gustos de vuestros clientes, sino
que queréis que se atengan a los vuestros, a los de Inglaterra.
[**] Educación de la clase media (N. de la Edit.)
[26] En 1867, en Inglaterra, bajo la influencia del movimiento obrero de masas, se llevó a cabo la
segunda reforma parlamentaria. El Consejo General de la I Internacional tomó parte activa en el
movimiento que reivindicaba esta reforma. Como resultado de ella, el número de electores en
Inglaterra aumentó en más del doble y cierta parte de obreros calificados conquistó el derecho a
votar.
[*] El household suffrage establecía el derecho de voto para todo el que viviese en casa
independiente. (N. de la Edit.)
[**] Votación secreta. (N. de la Edit.)
[27] 94 Socialismo de cátedra: corriente de la ideología burguesa de los años 70-90 del siglo XIX.
Sus representantes, ante todo profesores de universidades alemanas, predicaban desde sus
cátedras el reformismo burgués, tratando de presentarlo como socialismo. Afirmaban (entre otros
A. Wagner, H. Schmoller, L. Brentano y W. Sombart) que el Estado era una institución situada por
encima de las clases, podía reconciliar las clases enemigas e implantar gradualmente el
«socialismo» sin afectar los intereses de los capitalistas. Su programa se reducía a la organización
de los seguros de los obreros contra enfermedades y accidentes y a la aplicación de ciertas
medidas en la esfera de la legislación fabril. Los socialistas de cátedra estimaban que, habiendo
sindicatos bien organizados, no había necesidad de lucha política, ni de partido político de la
clase obrera. El socialismo de cátedra constituyó una de las fuentes ideológicas del revisionismo.118
[28] Ritualismo: corriente surgida en la Iglesia anglicana en los años 30 del siglo XIX, sus adeptos
llamaban a la restauración de los ritos católicos (de ahí la denominación) y de ciertos dogmas del
catolicismo en la Iglesia anglicana.— 118.
[*] Después de la fiesta, o sea, retardada. (N. de la Edit.)
[**] La fuerza de la inercia. (N. de la Edit.)
[29] 96 Esta conclusión de la posibilidad de la victoria de la revolución proletaria únicamente en
el caso de ser simultánea en los países capitalistas avanzados y, por consiguiente, de la
imposibilidad de la revolución en un solo país, era justa para el período del capitalismo
premonopolista. En las nuevas condiciones históricas, en el período del capitalismo monopolista,
Lenin, partiendo de la ley, descubierta por él, de la desigualdad del desarrollo económico y
político del capitalismo en la época del imperialismo, llegó a una nueva conclusión, a la de la
posibilidad de la victoria de la revolución socialista primero en unos cuantos o, incluso, en un solo
país, y de la imposibilidad de la victoria simultánea de la revolución en todos los países o en la
mayoría de ellos. Lenin formula por vez primera esta conclusión nueva en su artículo "La consigua
de los Estados Unidos de Europa" (1915).- 120
[121]
DEL SOCIALISMO UTOPICO
A L S O C I A L I S M O C I E N T I F I C O [30]
I
El socialismo moderno es, en primer término, por su contenido, fruto del reflejo
en la inteligencia, por un lado, de los antagonismos de clase que imperan en la
moderna sociedad entre poseedores y desposeídos, capitalistas y obreros
asalariados, y, por otro lado, de la anarquía que reina en la producción. Pero, por
su forma teórica, el socialismo empieza presentándose como una continuación,
más desarrollada y más consecuente, de los principios proclamados por los
grandes ilustradores franceses del siglo XVIII. Como toda nueva teoría, el
socialismo, aunque tuviese sus raíces en los hechos materiales económicos, hubo
de empalmar, al nacer, con las ideas existentes.
Los grandes hombres que en Francia ilustraron las cabezas para la revolución que
había de desencadenarse, adoptaron ya una actitud resueltamente
revolucionaria. No reconocían autoridad exterior de ningún género. La religión,
la concepción de la naturaleza, la sociedad, el orden estatal: todo lo sometían a la
crítica más despiadada; cuanto existía había de justificar los títulos de su
existencia ante el fuero de la razón o renunciar a seguir existiendo. A todo se
aplicaba como rasero único la razón pensante. Era la época en que, según Hegel,
«el mundo giraba sobre la cabeza» ******[*], primero, en el sentido de que la
cabeza humana [122] y los principios establecidos por su especulación
reclamaban el derecho a ser acatados como base de todos los actos humanos y
de toda relación social, y luego también, en el sentido más amplio de que la
realidad que no se ajustaba a estas conclusiones se veía subvertida de hecho
desde los cimientos hasta el remate. Todas las formas anteriores de sociedad y de
Estado, todas las ideas tradicionales, fueron arrinconadas en el desván como
irracionales; hasta allí, el mundo se había dejado gobernar por puros prejuicios;
todo el pasado no merecía más que conmiseración y desprecio. Sólo ahora había
apuntado la aurora, el reino de la razón; en adelante, la superstición, la injusticia,
el privilegio y la opresión serían desplazados por la verdad eterna, por la eterna
justicia, por la igualdad basada en la naturaleza y por los derechos inalienables
del hombre.
Hoy sabemos ya que ese reino de la razón no era más que el reino idealizado de
la burguesía, que la justicia eterna vino a tomar cuerpo en la justicia burguesa;
que la igualdad se redujo a la igualdad burguesa ante la ley; que como uno de los
derechos más esenciales del hombre se proclamó la propiedad burguesa; y que
el Estado de la razón, el «contrato social» de Rousseau pisó y solamente podía
pisar el terreno de la realidad, convertido en república democrática burguesa.
Los grandes pensadores del siglo XVIII, como todos sus predecesores, no podían
romper las fronteras que su propia época les trazaba.
Pero, junto al antagonismo entre la nobleza feudal y la burguesía, que se erigía en
representante de todo el resto de la sociedad, manteníase en pie el antagonismo
general entre explotadores y explotados, entre ricos holgazanes y pobres que
trabajaban. Y este hecho era precisamente el que permitía a los representantes
de la burguesía arrogarse la representación, no de una clase determinada, sino
de toda la humanidad doliente. Más aún. Desde el momento mismo en que nació,
la burguesía llevaba [123] en sus entrañas a su propia antítesis, pues los
capitalistas no pueden existir sin obreros asalariados, y en la misma proporción
en que los maestros de los gremios medievales se convertían en burgueses
modernos, los oficiales y los jornaleros no agremiados transformábanse en
proletarios. Y, si, en términos generales, la burguesía podía arrogarse el derecho
a representar, en sus luchas contra la nobleza, además de sus intereses, los de las
diferentes clases trabajadoras de la época, al lado de todo gran movimiento
burgués que se desataba estallaban movimientos independientes de aquella
clase que era el precedente más o menos desarrollado del proletariado moderno.
Tal fue en la época de la Reforma y de las guerras campesinas en Alemania la
tendencia de los anabaptistas [31] y de Tomás Münzer; en la Gran Revolución
inglesa, los «levellers» [32], y en la Gran Revolución francesa, Babeuf. Y estas
sublevaciones revolucionarias de una clase incipiente son acompañadas, a la vez,
por las correspondientes manifestaciones teóricas: en los siglos XVI y XVII
aparecen las descripciones utópicas de un régimen ideal de la sociedad [33]; en
el siglo XVIII, teorías directamente comunistas ya, como las de Morelly y Mably.
La reivindicación de la igualdad no se limitaba a los derechos políticos, sino que
se extendía a las condiciones sociales de vida de cada individuo; ya no se trataba
de abolir tan sólo los privilegios de clase, sino de destruir las propias diferencias
de clase. Un comunismo ascético, a lo espartano, que prohibía todos los goces de
la vida: tal fue la primera forma de manifestarse de la nueva doctrina. Más tarde,
vinieron los tres grandes utopistas: Saint-Simon, en quien la tendencia burguesa
sigue afirmándose todavía, hasta cierto punto, junto a la tendencia proletaria;
Fourier y Owen, quien, en el país donde la producción capitalista estaba más
desarrollada y bajo la impresión de los antagonismos engendrados por ella,
expuso en forma sistemática una serie de medidas encaminadas a abolir las
diferencias de clase, en relación directa con el materialismo francés.
Rasgo común a los tres es el no actuar como representantes de los intereses del
proletariado, que entretanto había surgido como un producto de la propia
historia. Al igual que los ilustradores franceses, no se proponen emancipar
primeramente a una clase determinada, sino, de golpe, a toda la humanidad. Y lo
mismo que ellos, pretenden instaurar el reino de la razón y de la justicia eterna.
Pero entre su reino y el de los ilustradores franceses media un abismo. También
el mundo burgués, instaurado según los principios de éstos, es irracional e
injusto y merece, por tanto, ser arrinconado entre los trastos inservibles, ni más ni
menos que el feudalismo y las formas sociales que le precedieron. Si hasta ahora
la verdadera razón y la verdadera justicia no han [124] gobernado el mundo, es,
sencillamente, porque nadie ha sabido penetrar debidamente en ellas. Faltaba el
hombre genial que ahora se alza ante la humanidad con la verdad, al fin,
descubierta. El que ese hombre haya aparecido ahora, y no antes, el que la
verdad haya sido, al fin, descubierta ahora y no antes, no es, según ellos, un
acontecimiento inevitable, impuesto por la concatenación del desarrollo
histórico, sino porque el puro azar lo quiere así. Hubiera podido aparecer
quinientos años antes ahorrando con ello a la humanidad quinientos años de
errores, de luchas y de sufrimientos.
Hemos visto cómo los filósofos franceses del siglo XVIII, los precursores de la
revolución, apelaban a la razón como único juez de todo lo existente. Se
pretendía instaurar un Estado racional, una sociedad ajustada a la razón, y cuanto
contradecía a la razón eterna debía ser desechado sin piedad. Y hemos visto
también que, en realidad, esa razón eterna no era más que el sentido común
idealizado del hombre del estado llano que, precisamente por aquel entonces, se
estaba convirtiendo en burgués. Por eso cuando la revolución francesa puso en
obra esta sociedad racional y este Estado racional, resultó que las nuevas
instituciones, por más racionales que fuesen en comparación con las antiguas,
distaban bastante de la razón absoluta. El Estado racional había quebrado
completamente. El contrato social de Rousseau venía a tomar cuerpo en la época
del terror [34], y la burguesía, perdida la fe en su propia habilidad política, fue a
refugiarse, primero, en la corrupción del Directorio [35] y, por último, bajo la
égida del despotismo napoleónico. La prometida paz eterna se había trocado en
una interminable guerra de conquistas. Tampoco corrió mejor suerte la sociedad
de la razón. El antagonismo entre pobres y ricos, lejos de disolverse en el
bienestar general, habíase agudizado al desaparecer los privilegios de los
gremios y otros, que tendían un puente sobre él, y los establecimientos
eclesiásticos de beneficencia, que lo atenuaban. La «libertad de la propiedad» de
las trabas feudales, que ahora se convertía en realidad, resultaba ser, para el
pequeño burgués y el pequeño campesino, la libertad de vender a esos mismos
señores poderosos su pequeña propiedad, agobiada por la arrolladora
competencia del gran capital y de la gran propiedad terrateniente; con lo que se
convertía en la «libertad» del pequeño burgués y del pequeño campesino de toda
propiedad. El auge de la industria sobre bases capitalistas convirtió la pobreza y
la miseria de las masas trabajadoras en condición de vida de la sociedad. El pago
al contado fue convirtiéndose, cada vez en mayor grado, según la expresión de
Carlyle, en el único eslabón que enlazaba a la sociedad. La estadística criminal
crecía de año en año. Los vicios feudales, [125] que hasta entonces se exhibían
impúdicamente a la luz del día, no desaparecieron, pero se recataron, por el
momento, un poco al fondo de la escena; en cambio, florecían exuberantemente
los vicios burgueses, ocultos hasta allí bajo la superficie. El comercio fue
degenerando cada vez más en estafa. La «fraternidad» de la divisa revolucionaria
[36] tomó cuerpo en las deslealtades y en la envidia de la lucha de competencia.
La opresión violenta cedió el puesto a la corrupción, y la espada, como principal
palanca del poder social, fue sustituida por el dinero. El derecho de pernada pasó
del señor feudal al fabricante burgués. La prostitución se desarrolló en
proporciones hasta entonces inauditas. El matrimonio mismo siguió siendo lo que
ya era: la forma reconocida por la ley, el manto oficial con que se cubría la
prostitución, complementado además por una gran abundancia de adulterios. En
una palabra, comparadas con las brillantes promesas de los ilustradores, las
instituciones sociales y políticas instauradas por el «triunfo de la razón» resultaron
ser unas tristes y decepcionantes caricaturas. Sólo faltaban los hombres que
pusieron de relieve el desengaño y que surgieron en los primeros años del siglo
XIX. En 1802, vieron la luz las "Cartas ginebrinas" de Saint-Simon; en 1808,
publicó Fourier su primera obra, aunque las bases de su teoría databan ya de
1799; el 1 de enero de 1800, Roberto Owen se hizo cargo de la dirección de la
empresa de New Lanark [37].
Sin embargo, por aquel entonces, el modo capitalista de producción, y con él el
antagonismo entre la burguesía y el proletariado, se habían desarrollado todavía
muy poco. La gran industria, que en Inglaterra acababa de nacer, era todavía
desconocida en Francia. Y sólo la gran industria desarrolla, de una parte, los
conflictos que transforman en una necesidad imperiosa la subversión del modo
de producción y la eliminación de su carácter capitalista —conflictos que estallan
no sólo entre las clases engendradas por esa gran industria, sino también entre
las fuerzas productivas y las formas de cambio por ella creadas— y, de otra parte,
desarrolla también en estas gigantescas fuerzas productivas los medios para
resolver estos conflictos. Si bien, hacia 1800, los conflictos que brotaban del
nuevo orden social apenas empezaban a desarrollarse, estaban mucho menos
desarrollados, naturalmente, los medios que habían de conducir a su solución. Si
las masas desposeídas de París lograron adueñarse por un momento del poder
durante el régimen del terror y con ello llevar al triunfo a la revolución burguesa,
incluso en contra de la burquesía, fue sólo para demostrar hasta qué punto era
imposible mantener por mucho tiempo este poder en las condiciones de la
época. El proletariado, que apenas empezaba a destacarse en el seno de estas
masas desposeídas, como tronco de una clase nueva, totalmente [126] incapaz
todavía para desarrollar una acción política propia, no representaba más que un
estamento oprimido, agobiado por toda clase de sufrimientos, incapaz de valerse
por sí mismo. La ayuda, en el mejor de los casos, tenía que venirle de fuera, de lo
alto.
Esta situación histórica informa también las doctrinas de los fundadores del
socialismo. Sus teorías incipientes no hacen más que reflejar el estado incipiente
de la producción capitalista, la incipiente condición de clase. Se pretendía sacar
de la cabeza la solución de los problemas sociales, latente todavía en las
condiciones económicas poco desarrolladas de la época. La sociedad no
encerraba más que males, que la razón pensante era la llamada a remediar.
Tratábase por eso de descubrir un sistema nuevo y más perfecto de orden social,
para implantarlo en la sociedad desde fuera, por medio de la propaganda, y a ser
posible, con el ejemplo, mediante experimentos que sirviesen de modelo. Estos
nuevos sistemas sociales nacían condenados a moverse en el reino de la utopía;
cuanto más detallados y minuciosos fueran, mas tenían que degenerar en puras
fantasías.
Sentado esto, no tenemos por qué detenernos ni un momento más en este
aspecto, incorporado ya definitivamente al pasado. Dejemos que los traperos
literarios revuelvan solemnemente en estas fantasías, que hoy parecen mover a
risa, para poner de relieve, sobre el fondo de ese «cúmulo de dislates», la
superioridad de su razonamiento sereno. Nosotros, en cambio, nos admiramos de
los geniales gérmenes de ideas y de las ideas geniales que brotan por todas
partes bajo esa envoltura de fantasía y que los filisteos son incapaces de ver.
Saint-Simon era hijo de la Gran Revolución francesa, que estalló cuando él no
contaba aún treinta años. La revolución fue el triunfo del tercer estado, es decir,
de la gran masa activa de la nación, a cuyo cargo corrían la producción y el
comercio, sobre los estamentos hasta entonces ociosos y privilegiados de la
sociedad: la nobleza y el clero. Pero pronto se vio que el triunfo del tercer estado
no era más que el triunfo de una parte muy pequeña de él, la conquista del poder
político por el sector socialmente privilegiado de esa clase: la burguesía
poseyente. Esta burguesía, además, se desarrollaba rápidamente ya en el
proceso de la revolución, especulando con las tierras confiscadas y luego
vendidas de la aristocracia y de la Iglesia, y estafando a la nación por medio de
los suministros al ejército. Fue precisamente el gobierno de estos estafadores el
que, bajo el Directorio, llevó a Francia y a la revolución al borde de la ruina,
dando con ello a Napoleón el pretexto para su golpe de Estado. Por eso, en la
idea de Saint-Simon, el antagonismo entre el tercer estado y los [127] estamentos
privilegiados de la sociedad tomó la forma de un antagonismo entre «obreros» y
«ociosos». Los «ociosos» eran no sólo los antiguos privilegiados, sino todos
aquellos que vivían de sus rentas, sin intervenir en la producción ni en el
comercio. En el concepto de «trabajadores» no entraban solamente los obreros
asalariados, sino también los fabricantes, los comerciantes y los banqueros. Que
los ociosos habían perdido la capacidad para dirigir espiritualmente y gobernar
políticamente, era un hecho evidente, que la revolución había sellado con
carácter definitivo. Y, para Saint-Simon, las experiencias de la época del terror
habían demostrado, a su vez, que los descamisados no poseían tampoco esa
capacidad. Entonces, ¿quiénes habían de dirigir y gobernar? Según Saint-Simon,
la ciencia y la industria unidas por un nuevo lazo religioso, un «nuevo
cristianismo», forzosamente místico y rigurosamente jerárquico, llamado a
restaurar la unidad de las ideas religiosas, rota desde la Reforma. Pero la ciencia
eran los sabios académicos; y la industria eran, en primer término, los burgueses
activos, los fabricantes, los comerciantes, los banqueros. Y aunque estos
burgueses habían de transformarse en una especie de funcionarios públicos, de
hombres de confianza de toda la sociedad, siempre conservarían frente a los
obreros una posición autoritaria y económicamente privilegiada. Los banqueros
serían en primer término los llamados a regular toda la producción social por
medio de una reglamentación del crédito. Ese modo de concebir correspondía
perfectamente a una época en que la gran industria, y con ella el antagonismo
entre la burquesía y el proletariado, apenas comenzaba a despuntar en Francia.
Pero Saint-Simon insiste muy especialmente en esto: lo que a él le preocupa
siempre y en primer término es la suerte de «la clase más numerosa y más
pobre» de la sociedad («la classe la plus nombreuse et la plus pauvre»).
Saint-Simon sienta ya, en sus "Cartas ginebrinas", la tesis de que
«todos los hombres deben trabajar».
En la misma obra, se expresa ya la idea de que el reinado del terror era el
gobierno de las masas desposeídas.
«Ved —les grita— lo que aconteció en Francia, cuando vuestros camaradas
subieron al poder, ellos provocaron el hambre».
Pero el concebir la revolución francesa como una lucha de clases, y no sólo entre
la nobleza y la burguesía, sino entre la nobleza, la burguesía y los desposeídos,
era, para el año 1802, un descubrimiento verdaderamente genial. En 1816, SaintSimon declara que la política es la ciencia de la producción y predice [128] ya la
total absorción de la política por la Economía. Y si aquí no hace más que aparecer
en germen la idea de que la situación económica es la base de las instituciones
políticas, proclama ya claramente la transformación del gobierno político sobre
los hombres en una administración de las cosas y en la dirección de los procesos
de la producción, que no es sino la idea de la «abolición del Estado», que tanto
estrépito levanta últimamente. Y, alzándose al mismo plano de superioridad
sobre sus contemporáneos, declara, en 1814, inmediatamente después de la
entrada de las tropas coligadas en París [*], y reitera en 1815, durante la guerra
de los Cien Días [38], que la alianza de Francia con Inglaterra y, en segundo
término, la de estos países con Alemania es la única garantía del desarrollo
próspero y la paz en Europa. Para predicar a los franceses de 1815 una alianza
con los vencedores de Waterloo [39], hacía falta tanta valentía como capacidad
para ver a lo lejos en la historia.
Lo que en Saint-Simon es una amplitud genial de conceptos que le permite
contener ya, en germen, casi todas las ideas no estrictamente económicas de los
socialistas posteriores, en Fourier es la crítica ingeniosa auténticamente francesa,
pero no por ello menos profunda, de las condiciones sociales existentes. Fourier
coge por la palabra a la burguesía, a sus encendidos profetas de antes y a sus
interesados aduladores de después de la revolución. Pone al desnudo
despiadadamente la miseria material y moral del mundo burgués, y la compara
con las promesas fascinadoras de los viejos ilustradores, con su imagen de una
sociedad en la que sólo reinaría la razón, de una civilización que haría felices a
todos los hombres y de una ilimitada perfectibilidad humana. Desenmascara las
brillantes frases de los ideólogos burgueses de la época, demuestra cómo a esas
frases altisonantes responde, por todas partes, la más mísera de las realidades y
vuelca sobre este ruidoso fiasco de la fraseología su sátira mordaz. Fourier no es
sólo un crítico; su espíritu siempre jovial hace de él un satírico, uno de los más
grandes satíricos de todos los tiempos. La especulación criminal desatada con el
reflujo de la ola revolucionaria y el espíritu mezquino del comercio francés en
aquellos años, aparecen pintados en sus obras con trazo magistral y deleitoso.
Pero todavía es más magistral en él la crítica de la forma burguesa de las
relaciones entre los sexos y de la posición de la mujer en la sociedad burguesa.
El es el primero que proclama que el grado de emancipación de la mujer en una
sociedad es la medida de la emancipación general. Sin embargo, donde más
descuella Fourier es en su modo de concebir la historia de la [129] sociedad.
Fourier divide toda la historia anterior en cuatro fases o etapas de desarrollo: el
salvajismo, el patriarcado, la barbarie y la civilización, fase esta última que
coincide con lo que llamamos hoy sociedad burguesa, es decir, con el régimen
social implantado desde el siglo XVI, y demuestra que el
«orden civilizado eleva a una forma compleja, ambigua, equívoca e hipócrita
todos aquellos vicios que la barbarie practicaba en medio de la mayor sencillez».
Para él, la civilización se mueve en un «círculo vicioso», en un ciclo de
contradicciones, que está reproduciendo constantemente sin acertar a superarlas,
consiguiendo de continuo lo contrario precisamente de lo que quiere o pretexta
querer conseguir. Y así nos encontramos, por ejemplo, con que
«en la civilización la pobreza brota de la misma abandancia».
Como se ve, Fourier maneja la dialéctica con la misma maestría que su
contemporáneo Hegel. Frente a los que se llenan la boca hablando de la ilimitada
capacidad humana de perfección, pone de relieve, con igual dialéctica, que toda
fase histórica tiene su vertiente ascensional, mas también su ladera descendente,
y proyecta esta concepción sobre el futuro de toda la humanidad. Y así como Kant
introduce en la ciencia de la naturaleza la idea del acabamiento futuro de la
Tierra, Fourier introduce en su estudio de la historia la idea del acabamiento
futuro de la humanidad.
Mientras el huracán de la revolución barría el suelo de Francia, en Inglaterra se
desarrollaba un proceso revolucionario, más tranquilo, pero no por ello menos
poderoso. El vapor y las máquinas-herramienta convirtieron la manufactura en la
gran industria moderna, revolucionando con ello todos los fundamentos de la
sociedad burguesa. El ritmo adormilado del desarrollo del período de la
manufactura se convirtió en un verdadero período de lucha y embate de la
producción. Con una velocidad cada vez más acelerada, iba produciéndose la
división de la sociedad en grandes capitalistas y proletarios desposeídos, y entre
ellos, en lugar del antiguo estado llano estable, llevaba una existencia insegura
una masa inestable de artesanos y pequeños comerciantes, la parte más
fluctuante de la población. El nuevo modo de producción sólo empezaba a
remontarse por su vertiente ascensional; era todavía el modo de producción
normal, regular, el único posible, en aquellas circunstancias. Y, sin embargo, ya
entonces originó toda una serie de graves calamidades sociales: hacinamiento en
los barrios más sórdidos de las grandes ciudades de una población desarraigada
de su suelo; disolución de todos [130] los lazos tradicionales de la costumbre, de
la sumisión patriarcal y de la familia; prolongación abusiva del trabajo, que sobre
todo en las mujeres y en los niños tomaba proporciones aterradoras;
desmoralización en masa de la clase trabajadora, lanzada de súbito a condiciones
de vida totalmente nuevas: del campo a la ciudad, de la agricultura a la industria,
de una situación estable a otra constantemente variable e insegura. En estas
circunstancias, se alza como reformador un fabricante de veintinueve años, un
hombre cuyo candor casi infantil rayaba en lo sublime y que era, a la par, un
dirigente innato de hombres como pocos. Roberto Owen habíase asimilado las
enseñanzas de los ilustradores materialistas del siglo XVIII, según las cuales el
carácter del hombre es, de una parte, el producto de su organización innata, y de
otra, el fruto de las circunstancias que rodean al hombre durante su vida, y
principalmente durante el período de su desarrollo. La mayoría de los hombres
de su clase no veían en la revolución industrial más que caos y confusión, una
ocasión propicia para pescar en río revuelto y enriquecerse aprisa. Owen vio en
ella el terreno adecuado para poner en práctica su tesis favorita, introduciendo
orden en el caos. Ya en Mánchester, dirigiendo una fábrica de más de quinientos
obreros, había intentado, no sin éxito, aplicar prácticamente su teoría. Desde
1800 a 1829 encauzó en este sentido, aunque con mucha mayor libertad de
iniciativa y con un éxito que le valió fama europea, la gran fábrica de hilados de
algodón de New Lanark, en Escocia, de la que era socio y gerente. Una población
que fue creciendo paulatinamente hasta 2.500 almas, reclutada al principio entre
los elementos más heterogéneos, la mayoría de ellos muy desmoralizados,
convirtióse en sus manos en una colonia modelo, en la que no se conocía la
embriaguez, la policía, los jueces de paz, los procesos, los asilos para pobres, ni
la beneficencia pública. Para ello, le bastó sólo con colocar a sus obreros en
condiciones más humanas de vida, consagrando un cuidado especial a la
educación de su descendencia. Owen fue el creador de las escuelas de párvulos,
que funcionaron por vez primera en New Lanark. Los niños eran enviados a la
escuela desde los dos años, y se encontraban tan a gusto en ella, que con
dificultad se les podía llevar a su casa. Mientras que en las fábricas de sus
competidores los obreros trabajaban hasta trece y catorce horas diarias, en New
Lanark la jornada de trabajo era de diez horas y media. Cuando una crisis
algodonera obligó a cerrar la fábrica durante cuatro meses, los obreros de New
Lanark, que quedaron sin trabajo, siguieron cobrando íntegros sus jornales. Y,
con todo, la empresa había incrementado hasta el doble su valor y rendido a sus
propietarios hasta el último día, abundantes ganancias.
[131]
Sin embargo, Owen no estaba satisfecho con lo conseguido. La existencia que
había procurado a sus obreros distaba todavía mucho de ser, a sus ojos, una
existencia digna de un ser humano
«Aquellos hombres eran mis esclavos» —decía.
Las circunstancias relativamente favorables, en que les había colocado, estaban
todavía muy lejos de permitirles desarrollar racionalmente y en todos sus
aspectos el carácter y la inteligencia, y mucho menos desenvolver libremente sus
energías.
«Y, sin embargo, la parte productora de aquella población de 2.500 almas daba a
la sociedad una suma de riqueza real que apenas medio siglo antes hubiera
requerido el trabajo de 600.000 hombres juntos. Yo me preguntaba: ¿a dónde va
a parar la diferencia entre la riqueza consumida por estas 2.500 personas y la que
hubieran tenido que consumir las 600.000?»
La contestación era clara: esa diferencia se invertía en abonar a los propietarios
de la empresa el cinco por ciento de interés sobre el capital de instalación, a lo
que venían a sumarse más de 300.000 libras esterlinas de ganancia. Y el caso de
New Lanark era, sólo que en proporciones mayores, el de todas las fábricas de
Inglaterra.
«Sin esta nueva fuente de riqueza creada por las máquinas, hubiera sido
imposible llevar adelante las guerras libradas para derribar a Napoleón y
mantener en pie los principios de la sociedad aristocrática. Y, sin embargo, este
nuevo poder era obra de la clase obrera» [*].
A ella debían pertenecer también, por tanto, sus frutos. Las nuevas y gigantescas
fuerzas productivas, que hasta allí sólo habían servido para que se enriqueciesen
unos cuantos y para la esclavización de las masas, echaban, según Owen, las
bases para una reconstrucción social y estaban llamadas a trabajar solamente,
como propiedad colectiva de todos, para el bienestar colectivo.
Fue así, por este camino puramente práctico, como fruto, por decirlo así, de los
cálculos de un hombre de negocios, como surgió el comunismo oweniano, que
conservó en todo momento este carácter práctico. Así, en 1823, Owen propone un
sistema de colonias comunistas para combatir la miseria reinante en Irlanda y
presenta, en apoyo de su propuesta, un presupuesto completo de gastos de
establecimiento, desembolsos anuales e ingresos [132] probables. Y así también
en sus planes definitivos de la sociedad del porvenir, los detalles técnicos están
calculados con un dominio tal de la materia, incluyendo hasta diseños, dibujos de
frente y a vista de pájaro, que, una vez aceptado el método oweniano de reforma
de la sociedad, poco sería lo que podría objetar ni aun el técnico experto, contra
los pormenores de su organización.
El avance hacia el comunismo constituye el momento crucial en la vida de Owen.
Mientras se había limitado a actuar sólo como filántropo, no había cosechado más
que riquezas, aplausos, honra y fama. Era el hombre más popular de Europa. No
sólo los hombres de su clase y posición social, sino también los gobernantes y los
príncipes le escuchaban y lo aprobaban. Pero, en cuanto hizo públicas sus teorías
comunistas, se volvió la hoja. Eran principalmente tres grandes obstáculos los
que, según él, se alzaban en el camino de la reforma social: la propiedad privada,
la religión y la forma vigente del matrimonio. Y no ignoraba a lo que se exponía
atacándolos: la proscripción de toda la sociedad oficial y la pérdida de su
posición social. Pero esta consideración no le contuvo en sus ataques
despiadados contra aquellas instituciones, y ocurrió lo que él preveía. Desterrado
de la sociedad oficial, ignorado completamente por la prensa, arruinado por sus
fracasados experimentos comunistas en América, a los que sacrificó toda su
fortuna, se dirigió a la clase obrera, en el seno de la cual actuó todavía durante
treinta años. Todos los movimientos sociales, todos los progresos reales
registrados en Inglaterra en interés de la clase trabajadora, van asociados al
nombre de Owen. Así, en 1819, después de cinco años de grandes esfuerzos,
consiguió que fuese votada la primera ley limitando el trabajo de la mujer y del
niño en las fábricas. El fue también quien presidió el primer congreso en que las
tradeuniones de toda Inglaterra se fusionaron en una gran organización sindical
únical [40]. Y fue también él quien creó, como medidas de transición, para que la
sociedad pudiera organizarse de manera íntegramente comunista, de una parte
las cooperativas de consumo y de producción —que han servido por lo menos
para demostrar prácticamente que el comerciante y el fabricante no son
indispensables—, y de otra parte, los bazares obreros, establecimientos de
intercambio de los productos del trabajo por medio de bonos de trabajo y cuya
unidad era la hora de trabajo rendido; estos establecimientos tenían
necesariamente que fracasar, pero anticiparon a los Bancos proudhonianos de
intercambio [41], diferenciándose de ellos solamente en que no pretendían ser la
panacea universal para todos los males sociales, sino pura y simplemente un
primer paso dado hacia una transformación mucho más radical de la sociedad.
[133]
Los conceptos de los utopistas han dominado durante mucho tiempo las ideas
socialistas del siglo XIX, y en parte aún las siguen dominando hoy. Les rendían
culto, hasta hace muy poco tiempo, todos los socialistas franceses e ingleses, y a
ellos se debe también el incipicnte comunismo alemán, incluyendo a Weitling. El
socialismo es, para todos ellos, la expresión de la verdad absoluta, de la razón y
de la justicia, y basta con descubrirlo para que por su propia virtud conquiste el
mundo. Y, como la verdad absoluta no está sujeta a condiciones de espacio ni de
tiempo, ni al desarrollo histórico de la humanidad, sólo el azar puede decidir
cuándo y dónde este descubrimiento ha de revelarse. Añádase a esto que la
verdad absoluta, la razón y la justicia varían con los fundadores de cada escuela:
y, como el carácter específico de la verdad absoluta, de la razón y la justicia está
condicionado, a su vez, en cada uno de ellos, por la inteligencia subjetiva, las
condiciones de vida, el estado de cultura y la disciplina mental, resulta que en
este conflicto de verdades absolutas no cabe más solución que éstas se vayan
puliendo las unas a las otras. Y, así, era inevitable que surgiese una especie de
socialismo ecléctico y mediocre, como el que, en efecto, sigue imperando todavía
en las cabezas de la mayor parte de los obreros socialistas de Francia e
Inglaterra; una mescolanza extraordinariamcute abigarrada y llena de matices,
compuesta de los desahogos críticos, las doctrinas económicas y las imágenes
sociales del porvenir menos discutibles de los diversos fundadores de sectas,
mescolanza tanto más fácil de componer cuanto más los ingredientes individuales
habían ido perdiendo, en el torrente de la discusión, sus contornos perfilados y
agudos, como los guijarros lamidos por la corriente de un río. Para convertir el
socialismo en una ciencia, era indispensable, ante todo, situarlo en el terreno de
la realidad.
NOTAS
[30] 70 El trabajo de Engels "Del socialismo utópico al socialismo científico" consta de tres
capítulos del "Anti-Dühring" revisados por él con el fin especial de ofrecer a los obreros una
exposición popular de la doctrina marxista como concepción íntegra.- 98, 121
[*******] He aquí el pasaje de Hegel referente a la revolución francesa: «La idea, el concepto de
Derecho, se hizo valer de golpe, sin que pudiese oponerle ninguna resistencia la vieja armazón de
la injusticia. Sobre la idea del Derecho se ha basado ahora, por tanto, una Constitución, y sobre
ese fundamento debe basarse en adelante todo. Desde que el Sol alumbra en el firmamento y los
planetas giran alrededor de él, nadie había visto que el hombre se alzase sobre la cabeza, es
decir, sobre la idea, construyendo con arreglo a ésta la realidad. Anaxágoras fue el primero que
dijo que el nus, la razón, gobierna el mundo: pero sólo ahora el hombre ha acabado de
comprender que el pensamiento debe gobernar la realidad espiritual. Era, pues, una espléndida
aurora. Todos los seres pensantes celebraron esta nueva época. Una sublime emoción reinaba en
aquella época, un entusiasmo del espíritu estremecía el mundo, como si por vez primera se lograse
la reconciliación del mundo con la divinidad». Hegel, "Philosophie der Geschichte", 184O, S. 535
(Hegel, "Filosofía de la Historia", 1840, pág. 535). ¿No habrá llegado la hora de aplicar la ley
contra los socialistas (22) a estas doctrinas subversivas y atentatorias contra la sociedad, del
difunto profesor Hegel?
[31] 97 Anabaptistas (rebautizados). Los miembros de esta secta se denominaban así porque
reivindicaban un segundo bautismo a la edad consciente.- 123
[32] 98 Engels se refiere a los «verdaderos levellers» («igualadores»), o los «diggers»
(«cavadores»), representantes de la extrema izquierda en el período de la revolución burguesa
inglesa del siglo XVII y portavoces de los intereses de los pobres del campo y de la ciudad.
Reivindicaban la supresión de la propiedad privada sobre la tierra, propagaban las ideas del
comunismo primitivo igualitario y trataban de llevarlas a la práctica mediante la roturación
colectiva de las tierras comunales.- 123
[33] 99 Engels se refiere, ante todo, a las obras de los representantes del comunismo utópico:
"Utopía", de Tomás Moro, y "Ciudad del Sol", de Tomás Campanella.- 123
[34] 100 Epoca del terror: período de la dictadura democrático-revolucionaria de los jacobinos de
junio de 1793 a julio de 1794.- 124
[35] 101 El Directorio constaba de cinco miembros, uno de los cuales se elegía cada año. Era el
órgano dirigente del poder ejecutivo de Francia en el período de 1795 a 1799. Apoyaba el
régimen de terror contra las fuerzas democráticas y defendía los intereses de la gran burguesía.124
[36] 102 Trátase de la divisa de la revolución burguesa francesa de fines del siglo XVIII: «Libertad.
Igualdad. Fraternidad».- 125
[37] 103 New-Lanark: fábrica de hilados de algodón cerca de la ciudad escocesa de Lanark. Fue
fundada en 1784, con un pequeño poblado anejo.- 125
[*] El 31 de marzo de 1814. (N. de la Edit.)
[38] 104 Los Cien Días: breve período de la restauración del Imperio de Napoleón I que duró
desde el momento de su regreso del destierro en la isla de Elba a París, el 20 de marzo de 1815,
hasta su segunda abdicación, el 22 de junio del mismo año.- 128
[39] 105 El 18 de junio de 1815, el ejército de Napoleón I fue derrotado en la batalla de Waterloo
(Bélgica) por las tropas anglo-holandesas acaudilladas por Wellington y el ejército prusiano de
Blücher.- 128
[*] De "The Revolution in Mind and Practice" («La revolución en el espíritu y en la práctica»), un
memorial dirigido a todos «los republicanos rojos, comunistas y socialistas de Europa» y enviado
al Gobierno Provisional francés de 1848, así como «a la reina Victoria y a sus consejeros
responsables».
[40] 106 En octubre de 1833, en Londres, bajo la presidencia de Owen, se celebró el Congreso de
las sociedades cooperativas y los sindicatos en el que fue fundada formalmente la "Gran Unión
Consolidada Nacional de las producciones de Gran Bretaña e Irlanda". Al tropezar con una gran
resistencia por parte de la sociedad burguesa y del Estado, la Unión se desmoronó en agosto de
1834.- 132
[41] 107 Proudhon hizo un intento de organizar un banco de intercambio durante la revolución de
1848-1849. Su "Banque du peuple" (Banco del pueblo) fue fundado en París el 31 de enero de 1849
y existió cerca de dos meses, quebrando antes de comenzar a funcionar. A principios de abril el
banco fue clausurado.- 132
II
Entretanto, junto a la filosofía francesa del siglo XVIII, y tras ella, había surgido la
moderna filosofía alemana, a la que vino a poner remate Hegel. El principal
mérito de esta filosofía es la restitución de la dialéctica, como forma suprema del
pensamiento. Los antiguos filósofos griegos eran todos dialécticos innatos,
espontáneos, y la cabeza más universal de todos ellos, Aristóteles, había llegado
ya a estudiar las formas más sustanciales del pensar dialéctico. En cambio, la
nueva filosofía, aún teniendo algún que otro brillante mantenedor de la dialéctica
(como, por ejemplo, Descartes y Spinoza), había ido cayendo cada vez más, [134]
influida principalmente por los ingleses, en la llamada manera metafísica de
pensar, que también dominó casi totalmente entre los franceses del siglo XVIII, a
lo menos en sus obras especialmente filosóficas. Fuera del campo estrictamente
filosófico, también ellos habían creado obras maestras de dialéctica; como
testimonio de ello basta citar "El sobrino de Rameau", de Diderot, y el "Discurso
sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres" de
Rousseau. Resumiremos aquí, concisamente, los rasgos más esenciales de ambos
métodos discursivos.
Cuando nos paramos a pensar sobre la naturaleza, sobre la historia humana, o
sobre nuestra propia actividad espiritual, nos encontramos de primera intención
con la imagen de una trama infinita de concatenaciones y mutuas influencias, en
la que nada permanece en lo que era, ni cómo y dónde era, sino que todo se
mueve y cambia, nace y perece. Vemos, pues, ante todo, la imagen de conjunto,
en la que los detalles pasan todavía mas o menos a segundo plano; nos fijamos
más en el movimiento, en las transiciones, en la concatenación, que en lo que se
mueve, cambia y se concatena. Esta concepción del mundo, primitiva, ingenua,
pero esencialmente justa, es la de los antiguos filósofos griegos, y aparece
expresada claramente por vez primera en Heráclito: todo es y no es, pues todo
fluye, todo se halla sujeto a un proceso constante de transformación, de incesante
nacimiento y caducidad. Pero esta concepción, por exactamente que refleje el
carácter general del cuadro que nos ofrecen los fenómenos, no basta para
explicar los elementos aislados que forman ese cuadro total; sin conocerlos, la
imagen general no adquirirá tampoco un sentido claro. Para penetrar en estos
detalles tenemos que desgajarlos de su entronque histórico o natural e
investigarlos por separado, cada uno de por sí, en su carácter, causas y efectos
especiales, etc. Tal es la misión primordial de las ciencias naturales y de la
historia, ramas de investigación que los griegos clásicos situaban, por razones
muy justificadas, en un plano puramente secundario, pues primeramente debían
dedicarse a acumular los materiales científicos necesarios. Mientras no se reúne
una cierta cantidad de materiales naturales e históricos, no puede acometerse el
examen crítico, la comparación y, congruentemente, la división en clases,
órdenes y especies. Por eso, los rudimentos de las ciencias naturales exactas no
fueron desarrollados hasta llegar a los griegos del período alejandrino [42], y
más tarde, en la Edad Media, por los árabes; la auténtica ciencia de la naturaleza
sólo data de la segunda mitad del siglo XV, y, a partir de entonces, no ha hecho
más que progresar constantemente con ritmo acelerado. El análisis de la
naturaleza en sus diferentes partes, la clasificación de los diversos procesos y
objetos [135] naturales en determinadas categorías, la investigación interna de
los cuerpos orgánicos según su diversa estructura anatómica, fueron otras tantas
condiciones fundamentales a que obedecieron los progresos gigantescos
realizados durante los últimos cuatrocientos años en el conocimiento científico de
la naturaleza. Pero este método de investigación nos ha legado, a la par, el hábito
de enfocar las cosas y los procesos de la naturaleza aisladamente, sustraídos a la
concatenación del gran todo; por tanto, no en su dinámica, sino enfocados
estáticamente; no como sustancialmente variables, sino como consistencias fijas;
no en su vida, sino en su muerte. Por eso este método de observación, al
transplantarse, con Bacon y Locke, de las ciencias naturales a la filosofía, provocó
la estrechez específica característica de estos últimos siglos: el método metafísico
de pensamiento.
Para el metafísico, las cosas y sus imágenes en el pensamiento, los conceptos, son
objetos de investigación aislados, fijos, rígidos, enfocados uno tras otro, cada cual
de por sí, como algo dado y perenne. Piensa sólo en antítesis sin mediatividad
posible; para él, una de dos: sí, sí; no, no; porque lo que va más allá de esto, de
mal procede [*]. Para él, una cosa existe o no existe; un objeto no puede ser al
mismo tiempo lo que es y otro distinto. Lo positivo y lo negativo se excluyen en
absoluto. La causa y el efecto revisten asimismo a sus ojos, la forma de una rígida
antítesis. A primera vista, este método discursivo nos parece extraordinariamente
razonable, porque es el del llamado sentido común. Pero el mismo sentido
común, personaje muy respetable de puertas adentro, entre las cuatro paredes
de su casa, vive peripecias verdaderamente maravillosas en cuanto se aventura
por los anchos campos de la investigación; y el método metafísico de pensar, por
muy justificado y hasta por necesario que sea en muchas zonas del pensamiento,
más o menos extensas según la naturaleza del objeto de que se trate, tropieza
siempre, tarde o temprano, con una barrera franqueada, la cual se torna en un
método unilateral, limitado, abstracto, y se pierde en insolubles contradicciones,
pues, absorbido por los objetos concretos, no alcanza a ver su concatenación;
preocupado con su existencia, no para mientes en su génesis ni en su caducidad;
concentrado en su estatismo, no advierte su dinámica; obsesionado por los
árboles, no alcanza a ver el bosque. En la realidad de cada día sabemos, por
ejemplo, y podemos decir con toda certeza si un animal existe o no; pero,
investigando la cosa con más detención, nos damos cuenta de que a veces el
problema se complica considerablemente, como lo saben muy bien los juristas,
que tanto y tan en vano se han atormentado [136] por descubrir un límite racional
a partir del cual deba la muerte del niño en el claustro materno considerarse
como un asesinato; ni es fácil tampoco determinar con fijeza el momento de la
muerte, toda vez que la fisiología ha demostrado que la muerte no es un
fenómeno repentino, instantáneo, sino un proceso muy largo. Del mismo modo,
todo ser orgánico es, en todo instante, él mismo y otro; en todo instante va
asimilando materias absorbidas del exterior y eliminando otras de su seno; en
todo instante, en su organismo mueren unas células y nacen otras; y, en el
transcurso de un período más o menos largo, la materia de que está formado se
renueva totalmente, y nuevos átomos de materia vienen a ocupar el lugar de los
antiguos, por donde todo ser orgánico es, al mismo tiempo, el que es y otro
distinto. Asimismo, nos encontramos, observando las cosas detenidamente, con
que los dos polos de una antítesis, el positivo y el negativo, son tan inseparables
como antitéticos el uno del otro y que, pese a todo su antagonismo, se penetran
recíprocamente; y vemos que la causa y el efecto son representaciones que sólo
rigen como tales en su aplicación al caso concreto, pero, que, examinando el caso
concreto en su concatenación con la imagen total del Universo, se juntan y se
diluyen en la idea de una trama universal de acciones y reacciones, en que las
causas y los efectos cambian constantemente de sitio y en que lo que ahora o aquí
es efecto, adquiere luego o allí carácter de causa y viceversa.
Ninguno de estos fenómenos y métodos discursivos encaja en el cuadro de las
especulaciones metafísicas. En cambio, para la dialéctica, que enfoca las cosas y
sus imágenes conceptuales sustancialmente en sus conexiones, en su
concatenación, en su dinámica, en su proceso de génesis y caducidad, fenómenos
como los expuestos no son más que otras tantas confirmaciones de su modo
genuino de proceder. La naturaleza es la piedra de toque de la dialéctica, y las
modernas ciencias naturales nos brindan para esta prueba un acervo de datos
extraordinariamente copiosos y enriquecidos con cada día que pasa,
demostrando con ello que la naturaleza se mueve, en última instancia, por los
cauces dialécticos y no por los carriles metafísicos, que no se mueve en la eterna
monotonía de un ciclo constantemente repetido, sino que recorre una verdadera
historia. Aquí hay que citar en primer término a Darwin, quien, con su prueba de
que toda la naturaleza orgánica existente, plantas y animales, y entre ellos, como
es lógico, el hombre, es producto de un proceso de desarrollo que dura millones
de años, ha asestado a la concepción metafísica de la naturaleza el más rudo
golpe. Pero, hasta hoy, los naturalistas que han sabido pensar dialécticamente
pueden contarse con los dedos, y este conflicto entre los resultados descubiertos
y el método [137] discursivo tradicional pone al desnudo la ilimitada confusión
que reina hoy en las ciencias naturales teóricas y que constituye la desesperación
de maestros y discípulos, de autores y lectores.
Sólo siguiendo la senda dialéctica, no perdiendo jamás de vista las innumerables
acciones y reacciones generales del devenir y del perecer, de los cambios de
avance y de retroceso, llegamos a una concepción exacta del Universo, de su
desarrollo y del desarrollo de la humanidad, así como de la imagen proyectada
por ese desarrollo en las cabezas de los hombres. Y éste fue, en efecto, el sentido
en que empezó a trabajar, desde el primer momento, la moderna filosofía
alemana. Kant comenzó su carrera de filósofo disolviendo el sistema solar estable
de Newton y su duración eterna —después de recibido el famoso primer
impulso— en un proceso histórico: en el nacimiento del Sol y de todos los
planetas a partir de una masa nebulosa en rotación. De aquí, dedujo ya la
conclusión de que este origen implicaba también, necesariamente, la muerte
futura del sistema solar. Medio siglo después, su teoría fue confirmada
matemáticamente por Laplace, y, al cabo de otro medio siglo, el espectroscopio
ha venido a demostrar la existencia en el espacio de esas masas ígneas de gas, en
diferente grado de condensación.
La filosofía alemana moderna encontró su remate en el sistema de Hegel, en el
que por vez primera —y ése es su gran mérito— se concibe todo el mundo de la
naturaleza, de la historia y del espíritu como un proceso, es decir, en constante
movimiento, cambio, transformación y desarrollo y se intenta además poner de
relieve la íntima conexión que preside este proceso de movimiento y desarrollo.
Contemplada desde este punto de vista, la historia de la humanidad no aparecía
ya como un caos árido de violencias absurdas, igualmente condenables todas
ante el fuero de la razón filosófica hoy ya madura, y buenas para ser olvidadas
cuanto antes, sino como el proceso de desarrollo de la propia humanidad, que al
pensamiento incumbía ahora seguir en sus etapas graduales y a través de todos
los extravíos, y demostrar la existencia de leyes internas que guían todo aquello
que a primera vista pudiera creerse obra del ciego azar.
No importa que el sistema de Hegel no resolviese el problema que se planteaba.
Su mérito, que sentó época, consistió en haberlo planteado. Porque se trata de un
problema que ningún hombre solo puede resolver. Y aunque Hegel era, con
Saint-Simon, la cabeza más universal de su tiempo, su horizonte hallábase
circunscrito, en primer lugar, por la limitación inevitable de sus propios
conocimientos, y, en segundo lugar, por los conocimientos y concepciones de su
época, limitados también en extensión y profundidad. A esto hay que añadir una
tercera circunstancia, Hegel [138] era idealista; es decir, que para él las ideas de
su cabeza no eran imágenes más o menos abstractas de los objetos y fenómenos
de la realidad, sino que estas cosas y su desarrollo se le antojaban, por el
contrario, proyecciones realizadas de la «Idea», que ya existía no se sabe cómo,
antes de que existiese el mundo. Así, todo quedaba cabeza abajo, y se volvía
completamente del revés la concatcnación real del Universo. Y por exactas y aún
geniales que fuesen no pocas de las conexiones concretas concebidas por Hegel,
era inevitable, por las razones a que acabamos de aludir, que muchos de sus
detalles tuviesen un carácter amañado artificioso, construido; falso, en una
palabra. El sistema de Hegel fue un aborto gigantesco, pero el último de su
género. En efecto, seguía adoleciendo de una contradicción íntima incurable;
pues, mientras de una parte arrancaba como supuesto esencial de la concepción
histórica, según la cual la historia humana es un proceso de desarrollo que no
puede, por su naturaleza, encontrar remate intelectual en el descubrimiento de
eso que llaman verdad absoluta, de la otra se nos presenta precisamente como
suma y compendio de esa verdad absoluta. Un sistema universal y
definitivamente plasmado del conocimiento de la naturaleza y de la historia, es
incompatible con las leyes fundamentales del pensamiento dialéctico; lo cual no
excluye, sino que, lejos de ello, implica que el conocimiento sistemático del
mundo exterior en su totalidad pueda progresar gigantescamente de generación
en generación.
La conciencia de la total inversión en que incurría el idealismo alemán, llevó
necesariamente al materialismo; pero, adviértase bien, no a aquel materialismo
puramente metafísico y exclusivamente mecánico del siglo XVIII. En oposición a
la simple repulsa, ingenuamente revolucionaria, de toda la historia anterior, el
materialismo moderno ve en la historia el proceso de desarrollo de la humanidad,
cuyas leyes dinámicas es misión suya descubrir. Contrariamente a la idea de la
naturaleza que imperaba en los franceses del siglo XVIII, al igual que en Hegel, y
en la que ésta se concebía como un todo permanente e invariable, que se movía
dentro de ciclos cortos, con cuerpos celestes eternos, tal y como se los
representaba Newton, y con especies invariables de seres orgánicos, como
enseñara Linneo, el materialismo moderno resume y compendia los nuevos
progresos de las ciencias naturales, según los cuales la naturaleza tiene también
su historia en el tiempo, y los mundos, así como las especies orgánicas que en
condiciones propicias los habitan, nacen y mueren, y los ciclos, en el grado en
que son admisibles, revisten dimensiones infinitamente más grandiosas. Tanto en
uno como en otro caso, el materialismo moderno es sustancialmente dialéctico y
no necesita ya de una filosofía que se halla por encima de las demás ciencias.
Desde [139] el momento en que cada ciencia tiene que rendir cuentas de la
posición que ocupa en el cuadro universal de las cosas y del conocimiento de
éstas, no hay ya margen para una ciencia especialmente consagrada a estudiar
las concatenaciones universales. Todo lo que queda en pie de la anterior filosofía,
con existencia propia, es la teoría del pensar y de sus leyes: la lógica formal y la
dialéctica. Lo demás se disuelve en la ciencia positiva dc la naturaleza y de la
historia.
Sin embargo, mientras que esta revolución en la concepción de la naturaleza sólo
había podido imponerse en la medida en que la investigación suministraba a la
ciencia los materiales positivos correspondientes, hacía ya mucho tiempo que se
habían revelado ciertos hechos históricos que imprimieron un viraje decisivo al
modo de enfocar la historia. En 1831, estalla en Lyon la primera insurrección
obrera, y de 1838 a 1842 alcanza su apogeo el primer movimiento obrero
nacional: el de los cartistas ingleses. La lucha de clases entre el proletariado y la
burguesía pasó a ocupar el primer plano de la historia de los países europeos
más avanzados, al mismo ritmo con que se desarrollaba en ellos, por una parte, la
gran industria, y por otra, la dominación política recién conquistada de la
burguesía. Los hechos venían a dar un mentís cada vez más rotundo a las
doctrinas económicas burguesas de la identidad de intereses entre el capital y el
trabajo y de la armonía universal y el bienestar general de las naciones, como
fruto de la libre concurrencia. No había manera de pasar por alto estos hechos, ni
era tampoco posible ignorar el socialismo francés e inglés, expresión teórica
suya, por muy imperfecta que fuese. Pero la vieja concepción idealista de la
historia, que aún no había sido desplazada, no conocía luchas de clases basadas
en intereses materiales, ni conocía intereses materiales de ningún género; para
ella, la producción, al igual que todas las relaciones económicas, sólo existía
accesoriamente, como un elemento secundario dentro de la «historia cultural».
Los nuevos hechos obligaron a someter toda la historia anterior a nuevas
investigaciones, entonces se vio que, con excepción del estado primitivo, toda la
historia anterior había sido la historia de las luchas de clases, y que estas clases
sociales pugnantes entre sí eran en todas las épocas fruto de las relaciones de
producción y de cambio, es decir, de las relaciones económicas de su época: que
la estructura económica de la sociedad en cada época de la historia constituye,
por tanto, la base real cuyas propiedades explican en última instancia, toda la
superestructura integrada por las instituciones jurídicas y políticas, así como por
la ideología religiosa, filosófica, etc., de cada período histórico. Hegel había
liberado a la concepción de la historia de la metafísica, la [140] había hecho
dialéctica; pero su interpretación de la historia era esencialmente idealista.
Ahora, el idealismo quedaba desahuciado de su último reducto, de la concepción
de la historia, sustituyéndolo una concepción materialista de la historia, con lo
que se abría el camino para explicar la conciencia del hombre por su existencia,
y no ésta por su conciencia, que hasta entonces era lo tradicional.
De este modo el socialismo no aparecía ya como el descubrimiento casual de tal o
cual intelecto de genio, sino como el producto necesario de la lucha entre dos
clases formadas históricamente: el proletariado y la burguesía. Su misión ya no
era elaborar un sistema lo más perfecto posible de sociedad, sino investigar el
proceso histórico económico del que forzosamente tenían que brotar estas clases
y su conflicto, descubriendo los medios para la solución de éste en la situación
económica así creada. Pero el socialismo tradicional era incompatible con esta
nueva concepción materialista de la historia, ni más ni menos que la concepción
de la naturaleza del materialismo francés no podía avenirse con la dialéctica y las
nuevas ciencias naturales. En efecto, el socialismo anterior criticaba el modo
capitalista de producción existente y sus consecuencias, pero no acertaba a
explicarlo, ni podía, por tanto, destruirlo ideológicamente, no se le alcanzaba más
que repudiarlo, lisa y llanamente, como malo. Cuanto más violentamente clamaba
contra la explotación de la clase obrera, inseparable de este modo de
producción, menos estaba en condiciones de indicar claramente en qué consistía
y cómo nacía esta explotación. Mas de lo que se trataba era, por una parte,
exponer ese modo capitalista de producción en sus conexiones históricas y como
necesario para una determinada época de la historia, demostrando con ello
también la necesidad de su caída, y, por otra parte, poner al desnudo su carácter
interno, oculto todavía. Este se puso de manifiesto con el descubrimiento de la
plusvalía. Descubrimiento que vino a revelar que el régimen capitalista de
producción y la explotación del obrero, que de él se deriva, tenían por forma
fundamental la apropiación de trabajo no retribuido; que el capitalista, aun
cnando compra la fuerza de trabajo de su obrero por todo su valor, por todo el
valor que representa como mercancía en el mercado, saca siempre de ella más
valor que lo que le paga y que esta plusvalía es, en última instancia, la suma de
valor de donde proviene la masa cada vez mayor del capital acumulada en manos
de las clases poseedoras. El proceso de la producción capitalista y el de la
producción de capital quedaban explicados.
Estos dos grandes descubrimientos: la concepción materialista de la historia y la
revelación del secreto de la producción capitalista, [141] mediante la plllsvalía,
se los debemos a Marx. Gracias a ellos, el socialismo se convierte en una ciencia,
que sólo nos queda por desarrollar en todos sus detalles y concatenaciones.
NOTAS
[42] 108 Trátase del período comprendido entre el siglo III a. de n. e. y el siglo VII de n. e., que
debe su denominación a la ciudad egipcia de Alejandría (a orillas del Mediterráneo), uno de los
centros más importantes de las relaciones económicas internacionales de aquella época. En el
período alejandrino adquirieron gran desarrollo varias ciencias: las matemáticas, la mecánica
(Euclides y Arquímedes), la geografía, la astronomía, la anatomía, la fisiología, etc.- 134
[*] Biblia. Evangelio de Mateo, cap. 5, verso 37. (N. de la Edit.)
III
La concepción materialista de la historia parte de la tesis de que la producción, y
tras ella el cambio de sus productos, es la base de todo orden social; de que en
todas las sociedades que desfilan por la historia, la distribución dc los productos,
y junto a ella la división social de los hombres en clases o estamentos, es
determinada por lo que la sociedad produce y cómo lo produce y por el modo de
cambiar sus productos. Según eso, las últimas causas de todos los cambios
sociales y de todas las revoluciones políticas no deben buscarse en las cabezas
de los hombres ni en la idea que ellos se forjen de la verdad eterna ni de la
eterna justicia, sino en las transformaciones operadas en el modo de producción
y de cambio; han de buscarse no en la filosofía, sino en la economía de la época
de que se trata. Cuando nace en los hombres la conciencia de que las
instituciones sociales vigentes son irracionales e injustas, de que la razón se ha
tornado en sinrazón y la bendición en plaga [*], esto no es mas que un indicio de
que en los métodos de producción y en las formas de cambio se han producido
calladamente transformaciones con las que ya no concuerda el orden social,
cortado por el patrón de condiciones económicas anteriores. Con ello queda que
en las nuevas relaciones de producción han de contenerse ya —más o menos
desarrollados— los medios necesarios para poner término a los males
descubiertos. Y esos medios no han de sacarse de la cabeza de nadie, sino que es
la cabeza la que tiene que descubrirlos en los hechos materiales de la producción,
tal y como los ofrece la realidad.
¿Cuál es, en este aspecto, la posición del socialismo moderno?
El orden social vigente —verdad reconocida hoy por casi todo el mundo— es
obra de la clase dominante de los tiempos modernos de la burguesía. El modo de
producción propio de la burguesía, al que desde Marx se da el nombre de modo
capitalista de producción, era incompatible con los privilegios locales y de los
estamentos, como lo era con los vínculos interpersonales del orden feudal. [142]
La burguesía echó por tierra el orden feudal y levantó sobre sus ruinas el
régimen de la sociedad burguesa, el imperio de la libre concurrencia, de la
libertad de domicilio, de la igualdad de derechos de los poseedores de las
mercancías y tantas otras maravillas burguesas más. Ahora ya podía desarrollarse
libremente el modo capitalista de producción. Y al venir el vapor y la nueva
producción maquinizada y transformar la antigua manufactura en gran industria,
las fuerzas productivas creadas y puestas en movimiento bajo el mando de la
burguesía se desarrollaron con una velocidad inaudita y en proporciones
desconocidas hasta entonces. Pero, del mismo modo que en su tiempo la
manufactura y la artesanía, que seguía desarrollándose bajo su influencia,
chocaron con las trabas feudales de los gremios, hoy la gran industria, al llegar a
un nivel de desarrollo más alto, no cabe ya dentro del estrecho marco en que la
tiene cohibida el modo capitalista de producción. Las nuevas fuerzas productivas
desbordan ya la forma burguesa en que son explotadas, y este conflicto entre las
fuerzas productivas y el modo de producción no es precisamente un conflicto
planteado en las cabezas de los hombres, algo así como el conflicto entre el
pecado original del hombre y la justicia divina, sino que existe en la realidad,
objetivamente, fuera de nosotros, independientemente de la voluntad o de la
actividad de los mismos hombres que lo han provocado. El socialismo moderno
no es más que el reflejo de este conflicto material en la mente, su proyección
ideal en las cabezas, empezando por las de la clase que sufre directamente sus
consecuencias: la clase obrera.
¿En qué consiste este conflicto?
Antes de sobrevenir la producción capitalista, es decir, en la Edad Media, regía
con carácter general la pequeña producción, basada en la propiedad privada del
trabajador sobre sus medios de producción: en el campo, la agricultura corría a
cargo de pequeños labradores, libres o siervos; en las ciudades, la industria
estaba en manos de los artesanos. Los medios de trabajo —la tierra, los aperos de
labranza, el taller, las herramientas— eran medios de trabajo individual,
destinados tan sólo al uso individual y, por tanto, forzosamente, mezquinos,
diminutos, limitados. Pero esto mismo hacía que perteneciesen, por lo general, al
propio productor. El papel histórico del modo capitalista de producción y de su
portadora, la burguesía, consistió precisamente en concentrar y desarrollar estos
dispersos y mezquinos medios de producción, transformándolos en las potentes
palancas de la producción de los tiempos actuales. Este proceso, que viene
desarrollando la burguesía desde el siglo XV y que pasa históricamente por las
tres etapas de la cooperación simple, la manufactura y la gran industria, aparece
minuciosamente expuesto par Marx en la sección [143] cuarta de "El Capital".
Pero la burguesía, como asimismo queda demostrado en dicha obra, no podía
convertir esos primitivos medios de producción en poderosas fuerzas productivas
sin convertirlas de medios individuales de producción en medios sociales, sólo
manejables por una colectividad de hombres. La rueca, el telar manual, el martillo
del herrero fueron sustituidos por la máquina de hilar, por el telar mecánico, por
el martillo movido a vapor; el taller individual cedió el puesto a la fábrica, que
impone la cooperación de cientos y miles de obreros. Y, con los medios de
producción, se transformó la producción misma, dejando de ser una cadena de
actos individuales para convertirse en una cadena de actos sociales, y los
productos individuales, en productos sociales. El hilo, las telas, los artículos de
metal que ahora salían de la fábrica eran producto del trabajo colectivo de un
gran número de obreros, por cuyas manos tenía que pasar sucesivamente para su
elaboración. Ya nadie podía decir: esto lo he hecho yo, este producto es mío.
Pero allí donde la producción tiene por forma cardinal esa división social del
trabajo creada paulatinamente, por impulso elemental, sin sujeción a plan alguno,
la producción imprime a los productos la forma de mercancía, cuyo intercambio,
compra y venta, permite a los distintos productores individuales satisfacer sus
diversas necesidades. Y esto era lo que acontecía en la Edad Media. El
campesino, por ejemplo, vendía al artesano los productos de la tierra,
comprándole a cambio los artículos elaborados en su taller. En esta sociedad de
productorcs individuales, de productores de mercancías, vino a introducirse más
tarde el nuevo modo de producción. En medio de aquella división espontánea del
trabajo sin plan ni sistema, que imperaba en el seno de toda la sociedad, el nuevo
modo de producción implantó la división planificada del trabajo dentro de cada
fábrica: al lado de la producción individual, surgió la producción social. Los
productos de ambas se vendían en el mismo mercado, y por lo tanto, a precios
aproximadamente iguales. Pero la organización planificada podía más que la
división espontánea del trabajo; las fábricas en que el trabajo estaba organizado
socialmente elaboraban productos más baratos que los pequeños productores
individuales. La producción individual fue sucumbiendo poco a poco en todos los
campos, y la producción social revolucionó todo el antiguo modo de producción.
Sin embargo, este carácter revolucionario suyo pasaba desapercibido; tan
desapercibido, que, por el contrario, se implantaba con la única y exclusiva
finalidad de aumentar y fomentar la producción de mercancías. Nació
directamente ligada a ciertos resortes de producción e intercambio de
mercancías que ya venían funcionando: el capital comercial, la industria artesana
[144] y el trabajo asalariado. Y ya que surgía como una nueva forma de
producción de mercancías, mantuviéronse en pleno vigor bajo ella las formas de
apropiación de la producción de mercancías.
En la producción de mercancías, tal como se había desarrollado en la Edad
Media, no podía surgir el problema de a quién debían pertenecer los productos
del trabajo. El productor individual los creaba, por lo común, con materias primas
de su propiedad, producidas no pocas veces por él mismo, con sus propios
medios de trabajo y elaborados con su propio trabajo manual o el de su familia.
No necesitaba, por tanto, apropiárselos, pues ya eran suyos por el mero hecho de
producirlos. La propiedad de los productos basábase, pues, en el trabajo
personal. Y aún en aquellos casos en que se empleaba la ayuda ajena, ésta era,
por lo común, cosa accesoria y recibía frecuentemente, además del salario, otra
compensación: el aprendiz y el oficial de los gremios no trabajaban tanto por el
salario y la comida como para aprender y llegar a ser algún día maestros. Pero
sobreviene la concentración de los medios de producción en grandes talleres y
manufacturas, su transformación en medios de producción realmente sociales. No
obstante, estos medios de producción y sus productos sociales eran considerados
como si siguiesen siendo lo que eran antes: medios de producción y productos
individuales. Y si hasta aquí el propietario de los medios de trabajo se había
apropiado de los productos, porque eran, generalmente, productos suyos y la
ayuda ajena constituía una excepción, ahora el propietario de los medios de
trabajo seguía apropiándose el producto, aunque éste ya no era un producto
suyo, sino fruto exclusivo del trabajo ajeno. De este modo, los productos, creados
ahora socialmente, no pasaban a ser propiedad de aquellos que habían puesto
realmente en marcha los medios de producción y que eran sus verdaderos
creadores, sino del capitalista. Los medios de producción y la producción se
habían convertido esencialmente en factores sociales. Y, sin embargo, veíanse
sometidos a una forma de apropiación que presupone la producción privada
individual, es decir, aquella en que cada cual es dueño de su propio producto y,
como tal, acude con él al mercado. El modo de producción se ve sujeto a esta
forma de apropiación, a pesar de que destruye el supuesto sobre que descansa
[*]. En esta contradicción, que imprime al nuevo [145] modo de producción su
carácter capitalista, se encierra, en germen, todo el conflicto de los tiempos
actuales. Y cuanto más el nuevo modo de producción se impone e impera en
todos los campos fundamentales de la producción y en todos los países
económicamente importantes, desplazando a la producción individual, salvo
vestigios insignificantes, mayor es la evidencia con que se revela la
incompatibilidad entre la producción social y la apropiación capitalista.
Los primeros capitalistas se encontraron ya, como queda dicho, con la forma del
trabajo asalariado. Pero como excepción, como ocupación secundaria, auxiliar,
como punto de transición. El labrador que salía de vez en cuando a ganar un
jornal, tenía sus dos fanegas de tierra propia, de las que, en caso extremo, podía
vivir. Las ordenanzas gremiales velaban por que los oficiales de hoy se
convirtiesen mañana en maestros. Pero, tan pronto como los medios de
producción adquirieron un carácter social y se concentraron en manos de los
capitalistas, las cosas cambiaron. Los medios de producción y los productos del
pequeño productor individual fueron depreciándose cada vez más, hasta que a
este pequeño productor no le quedó otro recurso que colocarse a ganar un jornal
pagado por el capitalista. El trabajo asalariado, que antes era excepción y
ocupación auxiliar se convirtió en regla y forma fundamental de toda la
producción, y la que antes era ocupación accesoria se convierte ahora en
ocupación exclusiva del obrero. El obrero asalariado temporal se convirtió en
asalariado para toda la vida. Además, la muchedumbre de estos asalariados de
por vida se ve gigantescamente engrosada por el derrumbe simultáneo del orden
feudal, por la disolución de las mesnadas de los señores feudales, la expulsión de
los campesinos de sus fincas, etc. Se ha realizado el completo divorcio entre los
medios de producción concentrados en manos de los capitalistas, de un lado, y
de otro, los productores que no poseían más que su propia fuerza de trabajo. La
contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista se manifiesta
como antagonismo entre el proletariado y la burguesía.
Hemos visto que el modo de producción capitalista vino a introducirse en una
sociedad de productores de mercancías, de productores individuales, cuyo
vínculo social era el cambio de sus productos. Pero toda sociedad basada en la
producción de mercancías presenta la particularidad de que en ella los
productores pierden el mando sobre sus propias relaciones sociales. Cada cual
produce por su cuenta, con los medios de producción de que [146] acierta a
disponer, y para las necesidades de su intercambio privado. Nadie sabe qué
cantidad de artículos de la misma clase que los suyos se lanza al mercado, ni
cuántos necesita éste; nadie sabe si su producto individual responde a una
demanda efectiva, ni si podrá cubrir los gastos, ni siquiera, en general, si podrá
venderlo. La anarquía impera en la producción social. Pero la producción de
mercancías tiene, como toda forma de producción, sus leyes características,
específicas e inseparables de la misma; y estas leyes se abren paso a pesar de la
anarquía, en la misma anarquía y a través de ella. Toman cuerpo en la única forma
de ligazón social que subsiste: en el cambio, y se imponen a los productores
individuales bajo la forma de las leyes imperativas de la competencia. En un
principio, por tanto, estos productores las ignoran, y es necesario que una larga
experiencia las vaya revelando poco a poco. Se imponen, pues, sin los
productores y aún en contra de ellos, como leyes naturales ciegas que presiden
esta forma de producción. El producto impera sobre el productor.
En la sociedad medieval, y sobre todo en los primeros siglos de ella, la
producción estaba destinada principalmente al consumo propio, a satisfacer sólo
las necesidades del productor y de su familia. Y allí donde, como acontecía en el
campo, subsistían relaciones personales de vasallaje, contribuía también a
satisfacer las necesidades del señor feudal. No se producía, pues, intercambio
alguno, ni los productos revestían, por lo tanto, el carácter de mercancías. La
familia del labrador producía casi todos los objetos que necesitaba: aperos, ropas
y víveres. Sólo empezó a producir mercancías cuando consiguió crear un
remanente de productos, después de cubrir sus necesidades propias y los
tributos en especie que había de pagar al señor feudal; este remanente, lanzado
al intercambio social, al mercado, para su venta, se convirtió en mercancía. Los
artesanos de las ciudades, por cierto, tuvieron que producir para el mercado ya
desde el primer momento. Pero también obtenían ellos mismos la mayor parte de
los productos que necesitaban para su consumo; tenían sus huertos y sus
pequeños campos, apacentaban su ganado en los bosques comunales, que
además les suministraban la madera y la leña; sus mujeres hilaban el lino y la
lana, etc. La producción para el cambio, la producción de mercancías, estaba en
sus comienzos. Por eso el intercambio era limitado, el mercado reducido, el
modo de producción estable. Frente al exterior imperaba el exclusivismo local;
en el interior, la asociación local: la marca [*] en el campo, los gremios en las
ciudades.
[147]
Pero al extenderse la producción de mercancías y, sobre todo, al aparecer el
modo capitalista de producción, las leyes de producción de mercancías, que
hasta aquí apenas habían dado señales de vida, entran en funciones de una
manera franca y potente. Las antiguas asociaciones empiezan a perder fuerza, las
antiguas fronteras locales se vienen a tierra, los productores se convierten más y
más en productores de mercancías independientes y aislados. La anarquía de la
producción social sale a la luz y se agudiza cada vez más. Pero el instrumento
principal con el que el modo capitalista de producción fomenta esta anarquía en
la producción social es precisamente lo inverso de la anarquía: la creciente
organización de la producción con carácter social, dentro de cada
establecimiento de producción. Con este resorte, pone fin a la vieja estabilidad
pacífica. Allí donde se implanta en una rama industrial, no tolera a su lado
ninguno de los viejos métodos. Donde se adueña de la industria artesana, la
destruye y aniquila. El terreno del trabajo se convierte en un campo de batalla.
Los grandes descubrimientos geográficos y las empresas de colonización que les
siguen, multiplican los mercados y aceleran el proceso de transformación del
taller del artesano en manufactura. Y la lucha no estalla solamente entre los
productores locales aislados; las contiendas locales van cobrando volumen
nacional, y surgen las guerras comerciales de los siglos XVII y XVIII. Hasta que,
por fin, la gran industria y la implantación del mercado mundial dan carácter
universal a la lucha, a la par que le imprimen una inaudita violencia. Lo mismo
entre los capitalistas individuales que entre industrias y países enteros, la
posesión de las condiciones —naturales o artificialmente creadas— de la
producción, decide la lucha por la existencia. El que sucumbe es arrollado sin
piedad. Es la lucha darvinista por la existencia individual, transplantada, con
redoblada furia, de la naturaleza a la sociedad. Las condiciones naturales de vida
de la bestia se convierten en el punto culminante del desarrollo humano. La
contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista se manifiesta
ahora como antagonismo entre la organización de la producción dentro de cada
fábrica y la anarquía de la producción en el seno de toda la sociedad.
El modo capitalista de producción se mueve en estas dos formas de manifestación
de la contradicción inherente a él por sus mismos orígenes, describiendo sin
apelación aquel «círculo vicioso» que ya puso de manifiesto Fourier. Pero lo que
Fourier, en su época, no podía ver todavía era que este círculo va reduciéndose
gradualmente, que el movimiento se desarrolla más bien en espiral y tiene que
llegar necesariamente a su fin, como el movimiento de los planetas, chocando con
el centro. Es la fuerza propulsora de la anarquía social de la producción la que
convierte [148] a la inmensa mayoría de los hombres, cada vez más
marcadamente, en proletarios, y estas masas proletarias serán, a su vez, las que,
por último, pondrán fin a la anarquía de la producción. Es la fuerza propulsora de
la anarquía social de la producción la que convierte la capacidad infinita de
perfeccionamiento de las máquinas de la gran industria en un precepto
imperativo, que obliga a todo capitalista industrial a mejorar continuamente su
maquinaria, so pena de perecer. Pero mejorar la maquinaria equivale a hacer
superflua una masa de trabajo humano. Y así como la implantación y el aumento
cuantitativo de la maquinaria trajeron consigo el desplazamiento de millones de
obreros manuales por un número reducido de obreros mecánicos, su
perfeccionamiento determina la eliminación de un número cada vez mayor de
obreros de las máquinas, y, en última instancia, la creación de una masa de
obreros disponibles que sobrepuja la necesidad media de ocupación del capital,
de un verdadero ejército industrial de reserva, como yo hube de llamarlo ya en
1845 [*], de un ejército de trabajadores disponibles para los tiempos en que la
industria trabaja a todo vapor y que luego, en las crisis que sobrevienen
necesariamente después de esos períodos, se ve lanzado a la calle, constituyendo
en todo momento un grillete atado a los pies de la clase trabajadora en su lucha
por la existencia contra el capital y un regulador para mantener los salarios en el
nivel bajo que corresponde a las necesidades del capitalismo. Así pues, la
maquinaria, para decirlo con Marx, se ha convertido en el arma más poderosa del
capital contra la clase obrera, en un medio de trabajo que arranca
constantemente los medios de vida de manos del obrero, ocurriendo que el
producto mismo del obrero se convierte en el instrumento de su esclavización
*
[*]. De este modo, la economía en los medios de trabajo lleva consigo, desde el
primer momento, el más despiadado despilfarro de la fuerza de trabajo y un
despojo contra las condiciones normales de la función misma del trabajo **[*]. Y
la maquinaria, el recurso más poderoso que ha podido crearse para acortar la
jornada de trabajo, se trueca en el recurso más infalible para convertir la vida
entera del obrero y de su familia en una gran jornada de trabajo disponible para
la valorización del capital; así ocurre que el exceso de trabajo de unos es la
condición determinante de la carencia de trabajo de otros, y que la gran
industria, lanzándose por el mundo entero, en carrera desenfrenada, a la
conquista de nuevos consumidores, reduce en su propia casa el consumo de las
masas a un [149] mínimo de hambre y mina con ello su propio mercado interior.
«La ley que mantiene constantemente el exceso relativo de población o ejército
industrial de reserva en equilibrio con el volumen y la energía de la acumulación
del capital, ata al obrero al capital con ligaduras más fuertes que las cuñas con
que Hefestos clavó a Prometeo a la roca. Esto origina que a la acumulación del
capital corresponda una acumulación igual de miseria. La acumulación de la
riqueza en uno de los polos determina en el polo contrario, en el polo de la clase
que produce su propio producto como capital, una acumulación igual de miseria,
de tormentos de trabajo, de esclavitud, de ignorancia, de embrutecimiento y de
degradación moral». (Marx, "El Capital", t. I, cap. XXIII.) Y esperar del modo
capitalista de producción otra distribución de los productos sería como esperar
que los dos electrodos de una batería, mientras estén conectados con ésta, no
descompongan el agua ni liberen oxígeno en el polo positivo e hidrógeno en el
negativo.
Hemos visto que la capacidad de perfeccionamiento de la maquinaria moderna,
llevada a su límite máximo, se convierte, gracias a la anarquía de la producción
dentro de la sociedad, en un precepto imperativo que obliga a los capitalistas
industriales, cada cual de por sí, a mejorar incesantemente su maquinaria, a hacer
siempre más potente su fuerza de producción. No menos imperativo es el
precepto en que se convierte para él la mera posibilidad efectiva de dilatar su
órbita de producción. La enorme fuerza de expansión de la gran industria, a cuyo
lado la de los gases es un juego de chicos, se revela hoy ante nuestros ojos como
una necesidad cualitativa y cuantitativa de expansión, que se burla de cuantos
obstáculos encuentra a su paso. Estos obstáculos son los que le oponen el
consumo, la salida, los mercados de que necesitan los productos de la gran
industria. Pero la capacidad extensiva e intensiva de expansión de los mercados,
obedece, por su parte, a leyes muy distintas y que actúan de un modo mucho
menos enérgico. La expansión de los mercados no puede desarrollarse al mismo
ritmo que la de la producción. La colisión se hace inevitable, y como no puede
dar ninguna solución mientras no haga saltar el propio modo de producción
capitalista, esa colisión se hace periódica. La producción capitalista engendra un
nuevo «círculo vicioso».
En efecto, desde 1825, año en que estalla la primera crisis general, no pasan diez
años seguidos sin que todo el mundo industrial y comercial, la producción y el
intercambio de todos los pueblos civilizados y de su séquito de países más o
menos bárbaros, se salga de quicio. El comercio se paraliza, los mercados están
sobresaturados de mercancías, los productos se estancan en los almacenes
abarrotados, sin encontrar salida; el dinero contante se hace [150] invisible; el
crédito desaparece; las fábricas paran; las masas obreras carecen de medios de
vida precisamente por haberlos producido en exceso, las bancarrotas y las
liquidaciones se suceden unas a otras. El estancamiento dura años enteros, las
fuerzas productivas y los productos se derrochan y destruyen en masa, hasta que,
por fin, las masas de mercancías acumuladas, más o menos depreciadas,
encuentran salida, y la producción y el cambio van reanimándose poco a poco.
Paulatinamente, la marcha se acelera, el paso de andadura se convierte en trote,
el trote industrial, en galope y, por último, en carrera desenfrenada, en un
steeple-chase [*] de la industria, el comercio, el crédito y la especulación, para
terminar finalmente, después de los saltos más arriesgados, en la fosa de un crac.
Y así, una vez y otra. Cinco veces se ha venido repitiendo la misma historia desde
el año 1825, y en estos momentos (1877) estamos viviéndola por sexta vez. Y el
carácter de estas crisis es tan nítido y tan acusado, que Fourier las abarcaba todas
cuando describía la primera, diciendo que era una crise pléthorique, una crisis
nacida de la superabundancia.
En las crisis estalla en explosiones violentas la contradicción entre la producción
social y la apropiación capitalista. La circulación de mercancías queda, por el
momento, paralizada. El medio de circulación, el dinero, se convierte en un
obstáculo para la circulación; todas las leyes de la producción y circulación de
mercancías se vuelven del revés. El conflicto económico alcanza su punto de
apogeo: el modo de producción se rebela contra el modo de cambio.
El hecho de que la organización social de la producción dentro de las fábricas se
haya desarrollado hasta llegar a un punto en que se ha hecho inconciliable con la
anarquía —coexistente con ella y por encima de ella— de la producción en la
sociedad, es un hecho que se les revela tangiblemente a los propios capitalistas,
por la concentración violenta de los capitales, producida durante las crisis a costa
de la ruina de muchos grandes y, sobre todo, pequeños capitalistas. Todo el
mecanismo del modo capitalista de producción falla, agobiado por las fuerzas
productivas que él mismo ha engendrado. Ya no acierta a transformar en capital
esta masa de medios de producción, que permanecen inactivos, y por esto
precisamente debe permanecer también inactivo el ejército industrial de
reserva. Medios de producción, medios de vida, obreros disponibles: todos los
elementos de la producción y de la riqueza general existen con exceso. Pero «la
superabundancia se convierte en fuente de miseria y de penuria» (Fourier), ya
que es ella, [151] precisamente, la que impide la transformación de los medios de
producción y de vida en capital, pues en la sociedad capitalista, los medios de
producción no pueden ponerse en movimiento más que convirtiéndose
previamente en capital, en medio de explotación de la fuerza humana de trabajo.
Esta imprescindible calidad de capital de los medios de producción y de vida se
alza como un espectro entre ellos y la clase obrera. Esta calidad es la que impide
que se engranen la palanca material y la palanca personal de la produccion; es la
que no permite a los medios de producción funcionar ni a los obreros trabajar y
vivir. De una parte, el modo capitalista de producción revela, pues, su propia
incapacidad para seguir rigiendo sus fuerzas productivas. De otra parte, estas
fuerzas productivas acucian con intensidad cada vez mayor a que se elimine la
contradicción, a que se las redima de su condición de capital, a que se reconozca
de hecho su carácter de fuerzas productivas sociales.
Es esta rebelión de las fuerzas de producción cada vez más imponentes, contra su
calidad de capital, esta necesidad cada vez más imperiosa de que se reconozca
su carácter social, la que obliga a la propia clase capitalista a tratarlas cada vez
más abiertamente como fuerzas productivas sociales, en el grado en que ello es
posible dentro de las relaciones capitalistas. Lo mismo los períodos de alta
presión industrial, con su desmedida expansión del crédito, que el crac mismo,
con el desmoronamiento de grandes empresas capitalistas, impulsan esa forma
de socialización de grandes masas de medios de producción con que nos
encontramos en las diversas categorías de sociedades anónimas. Algunos de
estos medios de producción y de comunicación son ya de por sí tan gigantescos,
que excluyen, como ocurre con los ferrocarriles, toda otra forma de explotación
capitalista. Al llegar a una determinada fase de desarrollo, ya no basta tampoco
esta forma; los grandes productores nacionales de una rama industrial se unen
para formar un trust, una agrupación encaminada a regular la producción;
determinan la cantidad total que ha de producirse, se la reparten entre ellos e
imponen de este modo un precio de venta fijado de antemano. Pero, como estos
trusts se desmoronan al sobrevenir la primera racha mala en los negocios,
empujan con ello a una socialización todavía más concentrada; toda la rama
industrial se convierte en una sola gran sociedad anónima, y la competencia
interior cede el puesto al monopolio interior de esta única sociedad; así sucedió
ya en 1890 con la producción inglesa de álcalis, que en la actualidad, después de
fusionarse todas las cuarenta y ocho grandes fábricas del país, es explotada por
una sola sociedad con dirección única y un capital de 120 millones de marcos.
[152]
En los trusts, la libre concurrencia se trueca en monopolio y la producción sin
plan de la sociedad capitalista capitula ante la producción planeada y organizada
de la futura sociedad socialista a punto de sobrevenir. Claro está que, por el
momento, en provecho y beneficio de los capitalistas. Pero aquí la explotación se
hace tan patente, que tiene forzosamente que derrumbarse. Ningún pueblo
toleraría una producción dirigida por los trusts, una explotación tan descarada de
la colectividad por una pequeña cuadrilla de cortadores de cupones.
De un modo o de otro, con o sin trusts, el representante oficial de la sociedad
capitalista, el Estado, tiene que acabar haciéndose cargo del mando de la
producción [*] [43]. La necesidad a que responde esta transformación de ciertas
empresas en propiedad del Estado empieza manifestándose en las grandes
empresas de transportes y comunicaciones, tales como el correo, el telégrafo y
los ferrocarriles.
A la par que las crisis revelan la incapacidad de la burguesía para seguir rigiendo
las fuerzas productivas modernas, la transformación de las grandes empresas de
producción y transporte en sociedades anónimas, trusts y en propiedad del
Estado demuestra que la burguesía no es ya indispensable para el desempeño de
estas funciones. Hoy, las funciones sociales del capitalista [153] corren todas a
cargo de empleados a sueldo, y toda la actividad social de aquél se reduce a
cobrar sus rentas, cortar sus cupones y jugar en la Bolsa, donde los capitalistas de
toda clase se arrebatan unos a otros sus capitales. Y si antes el modo capitalista
de producción desplazaba a los obreros, ahora desplaza también a los
capitalistas, arrinconándolos, igual que a los obreros, entre la población
sobrante; aunque por ahora todavía no en el ejército industrial de reserva.
Pero las fuerzas productivas no pierden su condición de capital al convertirse en
propiedad de las sociedades anónimas y de los trusts o en propiedad del Estado.
Por lo que a las sociedades anónimas y a los trusts se refiere, es palpablemente
claro. Por su parte, el Estado moderno no es tampoco más que una organización
creada por la sociedad burguesa para defender las condiciones exteriores
generales del modo capitalista de producción contra los atentados, tanto de los
obreros como de los capitalistas individuales. El Estado moderno, cualquiera que
sea su forma, es una máquina esencialmente capitalista, es el Estado de los
capitalistas, el capitalista colectivo ideal. Y cuantas más fuerzas productivas
asuma en propiedad, tanto más se convertirá en capitalista colectivo y tanta
mayor cantidad de ciudadanos explotará. Los obreros siguen siendo obreros
asalariados, proletarios. La relación capitalista, lejos de abolirse con estas
medidas, se agudiza, llega al extremo, a la cúspide. Mas, al llegar a la cúspide, se
derrumba. La propiedad del Estado sobre las fuerzas productivas no es solución
del conflicto, pero alberga ya en su seno el medio formal, el resorte para llegar a
la solución.
Esta solución sólo puede estar en reconocer de un modo efectivo el carácter
social de las fuerzas productivas modernas y por lo tanto en armonizar el modo
de producción, de apropiación y de cambio con el carácter social de los medios
de producción. Para esto, no hay más que un camino: que la sociedad,
abiertamente y sin rodeos, tome posesión de esas fuerzas productivas, que ya no
admite otra dirección que la suya. Haciéndolo así, el carácter social de los medios
de producción y de los productos, que hoy se vuelve contra los mismos
productores, rompiendo periódicamente los cauces del modo de producción y de
cambio, y que sólo puede imponerse con una fuerza y eficacia tan destructoras
como el impulso ciego de las leyes naturales, será puesto en vigor con plena
conciencia por los productores y se convertirá, de causa constante de
perturbaciones y de cataclismos periódicos, en la palanca más poderosa de la
producción misma.
Las fuerzas activas de la sociedad obran, mientras no las conocemos y contamos
con ellas, exactamente lo mismo que las fuerzas [154] de la naturaleza: de un
modo ciego, violento, destructor. Pero, una vez conocidas, tan pronto como se ha
sabido comprender su acción, su tendencia y sus efectos, en nuestras manos está
el supeditarlas cada vez más de lleno a nuestra voluntad y alcanzar por medio de
ellas los fines propuestos. Tal es lo que ocurre, muy señaladamente, con las
gigantescas fuerzas modernas de producción. Mientras nos resistamos
obstinadamente a comprender su naturaleza y su carácter —y a esta comprensión
se oponen el modo capitalista de producción y sus defensores—, estas fuerzas
actuarán a pesar de nosotros, contra nosotros, y nos dominarán, como hemos
puesto bien de relieve. En cambio, tan pronto como penetremos en su naturaleza,
esas fuerzas, puestas en manos de los productores asociados, se convertirán, de
tiranos demoníacos, en sumisas servidoras. Es la misma diferencia que hay entre
el poder destructor de la electricidad en los rayos de la tormenta y la electricidad
sujeta en el telégrafo y en el arco voltaico; la diferencia que hay entre el incendio
y el fuego puesto al servicio del hombre. El día en que las fuerzas productivas de
la sociedad moderna se sometan al régimen congruente con su naturaleza, por fin
conocida, la anarquía social de la producción dejará el puesto a una
reglamentación colectiva y organizada de la producción acorde con las
necesidades de la sociedad y de cada individuo. Y el régimen capitalista de
apropiación, en que el producto esclaviza primero a quien lo crea y luego a quien
se lo apropia, será sustituido por el régimen de apropiación del producto que el
carácter de los modernos medios de producción está reclamando: de una parte,
apropiación directamente social, como medio para mantener y ampliar la
producción; de otra parte, apropiación directamente individual, como medio de
vida y de disfrute.
El modo capitalista de producción, al convertir más y más en proletarios a la
inmensa mayoría de los individuos de cada país, crea la fuerza que, si no quiere
perecer, está obligada a hacer esa revolución. Y, al forzar cada vez más la
conversión en propiedad del Estado de los grandes medios socializados de
producción, señala ya por sí mismo el camino por el que esa revolución ha de
producirse. El proletariado toma en sus manos el poder del Estado y comienza por
convertir los medios de producción en propiedad del Estado. Pero con este mismo
acto se destruye a sí mismo como proletariado, y destruye toda diferencia y todo
antagonismo de clases, y con ello mismo, el Estado como tal. La sociedad, que se
había movido hasta el presente entre antagonismos de clase, ha necesitado del
Estado, o sea, de una organización de la correspondiente clase explotadora para
mantener las condiciones exteriores de producción, y, por tanto, particularmente,
para mantener por la fuerza a la clase explotada en las condiciones de opresión
(la [155] esclavitud, la servidumbre o el vasallaje y el trabajo asalariado),
determinadas por el modo de producción existente. El Estado era el
representante oficial de toda la sociedad, su síntesis en un cuerpo social visible;
pero lo era sólo como Estado de la clase que en su época representaba a toda la
sociedad: en la antigüedad era el Estado de los ciudadanos esclavistas; en la
Edad Media el de la nobleza feudal; en nuestros tiempos es el de la burguesía.
Cuando el Estado se convierta finalmente en representante efectivo de toda la
sociedad será por sí mismo superfluo. Cuando ya no exista ninguna clase social a
la que haya que mantener sometida; cuando desaparezcan, junto con la
dominación de clase, junto con la lucha por la existencia individual, engendrada
por la actual anarquía de la producción, los choques y los excesos resultantes de
esto, no habrá ya nada que reprimir ni hará falta, por tanto, esa fuerza especial de
represión que es el Estado. El primer acto en que el Estado se manifiesta
efectivamente como representante de toda la sociedad: la toma de posesión de
los medios de producción en nombre de la sociedad, es a la par su último acto
independiente como Estado. La intervención de la autoridad del Estado en las
relaciones sociales se hará superflua en un campo tras otro de la vida social y
cesará por sí misma. El gobierno sobre las personas es sustituido por la
administración de las cosas y por la dirección de los procesos de producción. El
Estado no es «abolido»; se extingue. Partiendo de esto es como hay que juzgar el
valor de esa frase del «Estado popular libre» [*] en lo que toca a su justificación
provisional como consigua de agitación y en lo que se refiere a su falta de
fundamento científico. Partiendo de esto es también como debe ser considerada
la reivindicación de los llamados anarquistas de que el Estado sea abolido de la
noche a la mañana.
Desde que ha aparecido en la palestra de la historia el modo de producción
capitalista ha habido individuos y sectas enteras ante quienes se ha proyectado
más o menos vagamente, como ideal futuro, la apropiación de todos los medios
de producción por la sociedad. Mas, para que esto fuese realizable, para que se
convirtiese en una necesidad histórica, era menester que antes se diesen las
condiciones efectivas para su realización. Para que este progreso, como todos los
progresos sociales, sea viable, no basta con que la razón comprenda que la
existencia de las clases es incompatible con los dictados de la justicia, de la
igualdad, etc.; no basta con la mera voluntad de abolir estas clases, sino que son
necesarias determinadas condiciones económicas nuevas. La división de la
sociedad en una clase explotadora y otra explotada, [156] una clase dominante y
otra oprimida, era una consecuencia necesaria del anterior desarrollo incipiente
de la producción. Mientras el trabajo global de la sociedad sólo rinde lo
estrictamente indispensable para cubrir las necesidades más elementales de
todos; mientras, por lo tanto, el trabajo absorbe todo el tiempo o casi todo el
tiempo de la inmensa mayoría de los miembros dc la sociedad, ésta se divide,
necesariamente, en clases. Junto a la gran mayoría constreñida a no hacer más
que llevar la carga del trabajo, se forma una clase eximida del trabajo
directamente productivo y a cuyo cargo corren los asuntos generales de la
sociedad: la dirección de los trabajos, los negocios públicos, la justicia, las
ciencias, las artes, etc. Es, pues, la ley de la división del trabajo la que sirve de
base a la división de la sociedad en clases. Lo cual no impide que esta división de
la sociedad en clases se lleve a cabo por la violencia y el despojo, la astucia y el
engaño; ni quiere decir que la clase dominante, una vez entronizada, se abstenga
de consolidar su poderío a costa de la clase trabajadora, convirtiendo su papel
social de dirección en una mayor explotación de las masas.
Vemos, pues, que la división de la sociedad en clases tiene su razón histórica de
ser, pero sólo dentro de determinados límites de tiempo bajo determinadas
condiciones sociales. Era condicionada por la insuficiencia de la producción, y
será barrida cuando se desarrollen plenamente las modernas fuerzas
productivas. En efecto, la abolición de las clases sociales presupone un grado
histórico de desarrollo tal, que la existencia, no ya de esta o de aquella clase
dominante concreta, sino de una clase dominante cualquiera que ella sea y, por
tanto, de las mismas diferencias de clase, representa un anacronismo. Presupone,
por consiguiente, un grado culminante en el desarrollo de la producción, en el
que la apropiación de los medios de producción y de los productos y, por tanto,
del poder político, del monopolio de la cultura y de la dirección espiritual por
una determinada clase de la sociedad, no sólo se hayan hecho superfluos, sino
que además constituyan económica, política e intelectualmente una barrera
levantada ante el progreso. Pues bien; a este punto ya se ha llegado. Hoy, la
bancarrota política e intelectual de la burguesía ya apenas es un secreto ni para
ella misma, y su bancarrota económica es un fenómeno que se repite
periódicamente de diez en diez años. En cada una de estas crisis, la sociedad se
asfixia, ahogada por la masa de sus propias fuerzas productivas y de sus
productos, a los que no puede aprovechar, y se enfrenta, impotente, con la
absurda contradicción de que sus productores no tengan qué consumir, por falta
precisamente de consumidores. La fuerza expansiva de los medios de producción
rompe las ligaduras con que los sujeta el modo capitalista [157] de producción.
Esta liberación de los medios de producción es lo único que puede permitir el
desarrollo ininterrumpido y cada vez más rápido de las fuerzas productivas, y con
ello, el crecimiento prácticamente ilimitado de la producción. Mas no es esto
solo. La apropiación social de los medios de producción no sólo arrolla los
obstáculos artificiales que hoy se le oponen a la producción, sino que acaba
también con el derroche y la asolación de fuerzas productivas y de productos,
que es una de las consecuencias inevitables de la producción actual y que alcanza
su punto de apogeo en las crisis. Además, al acabar con el necio derroche de lujo
de las clases dominantes y de sus representantes políticos, pone en circulación
para la colectividad toda una masa de medios de producción y de productos. Por
vez primera, se da ahora, y se da de un modo efectivo, la posibilidad de asegurar
a todos los miembros de la sociedad, por medio de un sistema de producción
social, una existencia que, además de satisfacer plenamente y cada día con
mayor holgura sus necesidades materiales, les garantiza el libre y completo
desarrollo y ejercicio de sus capacidades físicas y espirituales [*]
1814... 2.200 mill. de lib. est. = 44.000 mill. de marcos
1865... 6.100 » » » » = 122.000
1875... 8.500 » » » » = 170.000
Para dar una idea de lo que representa el despilfarro de medios de producción y
de productos malogrados durante las crisis, diré que en el segundo Congreso de
los industriales alemanes, celebrado en Berlín el 21 de febrero de 1878, se
calculó en 455 millones de marcos las pérdidas globales que supuso el último
crac, solamente para la industria siderúrgica alemana..
Al posesionarse la sociedad de los medios de producción, cesa la producción de
mercancías, y con ella el imperio del producto sobre los productores. La anarquía
reinante en el seno de la producción social deja el puesto a una organización
armónica, proporcional y consciente. Cesa la lucha por la existencia individual y
con ello, en cierto sentido, el hombre sale definitivamente del reino animal y se
sobrepone a las condiciones animales de existencia, para someterse a
condiciones de vida verdaderamente humanas. Las condiciones de vida que
rodean al hombre y que hasta ahora le dominaban, se colocan, a partir de este
instante, bajo su dominio y su control, y el hombre, al convertirse en dueño y
señor de sus propias relaciones sociales, se convierte por primera vez en señor
consciente y efectivo de la naturaleza. Las leyes de su propia [158] actividad
social, que hasta ahora se alzaban frente al hombre como leyes naturales, como
poderes extraños que lo sometían a su imperio, son aplicadas ahora por él con
pleno conocimiento de causa y, por tanto, sometidas a su poderío. La propia
existencia social del hombre, que hasta aquí se le enfrentaba como algo impuesto
por la naturaleza y la historia, es a partir de ahora obra libre suya. Los poderes
objetivos y extraños que hasta ahora venían imperando en la historia se colocan
bajo el control del hombre mismo. Sólo desde entonces, éste comienza a trazarse
su historia con plena conciencia de lo que hace. Y, sólo desde entonces, las
causas sociales puestas en acción por él, comienzan a producir
predominantemente y cada vez en mayor medida los efectos apetecidos. Es el
salto de la humanidad del reino de la necesidad al reino de la libertad.
Resumamos brevemente, para terminar, nuestra trayectoria de desarrollo:
I.- Sociedad medieval: Pequeña producción individual. Medios de producción
adaptados al uso individual, y, por tanto, primitivos, torpes, mezquinos, de
eficacia mínima. Producción para el consumo inmediato, ya del propio productor,
ya de su señor feudal. Sólo en los casos en que queda un remanente de
productos, después de cubrir ese consumo, se ofrece en venta y se lanza al
intercambio. Por tanto, la producción de mercancías está aún en sus albores, pero
encierra ya, en germen, la anarquía de la producción social.
II.- Revolución capitalista: Transformación de la industria, iniciada por medio de la
cooperación simple y de la manufactura. Concentración de los medios de
producción, hasta entonces dispersos, en grandes talleres, con lo que se
convierten de medios de producción del individuo en medios de producción
sociales, metamorfosis que no afecta, en general, a la forma del cambio. Quedan
en pie las viejas formas de apropiación. Aparece el capitalista: en su calidad de
propietario de los medios de producción, se apropia también de los productos y
los convierte en mercancías. La producción se transforma en un acto social; el
cambio y, con él, la apropiación siguen siendo actos individuales: el producto
social es apropiado por el capitalista individual. Contradicción fundamental, de la
que se derivan todas las contradicciones en que se mueve la sociedad actual y
que pone de manifiesto claramente la gran industria.
A. El productor se separa de los medios de producción. El obrero se ve
condenado a ser asalariado de por vida. Antítesis de burguesía y proletariado.
[159]
B. Relieve creciente y eficacia acentuada de las leyes que presiden la producción
de mercancías. Competencia desenfrenada. Contradicción entre la organización
social dentro de cada fábrica y la anarquía social en la producción total.
C. De una parte, perfeccionamiento de la maquinaria, que la competencia
convierte en imperativo para cada fabricante y que equivale a un desplazamiento
cada vez mayor de obreros: ejército industrial de reserva. De otra parte, extensión
ilimitada de la producción, que la competencia impone también como norma
coactiva a todos los fabricantes. Por ambos lados, un desarrollo inaudito de las
fuerzas productivas, exceso de la oferta sobre la demanda, superproducción,
abarrotamiento de los mercados, crisis cada diez años, círculo vicioso:
superabandancia, aquí de medios de producción y de productos, y allá de obreros
sin trabajo y sin medios de vida. Pero estas dos palancas de la producción y del
bienestar social no pueden combinarse porque la forma capitalista de la
producción impide a las fuerzas productivas actuar y a los productos circular, a
no ser que se conviertan previamente en capital, que es lo que precisamente les
veda su propia superabundancia. La contradicción se exalta hasta convertirse en
contrasentido: el modo de producción se rebela contra la forma de cambio. La
burguesía se muestra incapaz para seguir rigiendo sus propias fuerzas sociales
productivas.
D. Reconocimiento parcial del carácter social de las fuerzas productivas,
arrancado a los propios capitalistas. Apropiación de los grandes organismos de
producción y de transporte, primero por sociedades anónimas, luego por trusts, y
más tarde por el Estado. La burguesía se revela como una clase superflua; todas
sus funciones sociales son ejecutadas ahora por empleados a sueldo.
III.- Revolución proletaria, solución de las contradicciones: el proletariado toma el
poder político, y, por medio de él, convierte en propiedad pública los medios
sociales de producción, que se le escapan de las manos a la burguesía. Con este
acto, redime los medios de producción de la condición de capital que hasta allí
tenían y da a su carácter social plena libertad para imponerse. A partir de ahora
es ya posible una producción social con arreglo a un plan trazado de antemano.
El desarrollo de la producción convierte en un anacronismo la subsistencia de
diversas clases sociales. A medida que desaparece la anarquía de la producción
social languidece también la autoridad política del Estado. Los hombres, dueños
por fin de su propia existencia social, se convierten en dueños de la naturaleza,
en dueños de sí mismos, en hombres libres.
La realización de este acto que redimirá al mundo es la misión histórica del
proletariado moderno. Y el socialismo científico, [160] expresión teórica del
movimiento proletario, es el llamado a investigar las condiciones históricas y, con
ello, la naturaleza misma de este acto, infundiendo de este modo a la clase
llamada a hacer esta revolución, a la clase hoy oprimida, la conciencia de las
condiciones y de la naturaleza de su propia acción.
Escrito por F. Engels de enero de 1880 a la primera mitad de marzo del mismo año.
Se publica de acuerdo con el texto de la edición alemana de 1891.
Publicado en la revista "La Revue Traducido del alemán. socialiste", NºNº 3, 4, 5, 20
de marzo, 20 de abril y 5 de mayo de 1880 y como folleto aparte en francés: F.
Engels. «Socialisme utopique et socialisme scientifique», Paris, 1880.
NOTAS
[*] Goethe, "Fausto", parte I, escena IV ("Despacho de Fausto"). (N. de la Edit.)
[*] No necesitamos explicar que, aun cuando la forma de apropiación permanezca invariable, el
carácter de la apropiación sufre una revolución por el proceso que describimos, en no menor
grado que la producción misma. La apropiación de un producto propio y la apropiación de un
producto ajeno son, evidentemente, dos formas muy distintas de apropiación. Y advertimos de
pasada, que el trabajo asalariado, que contiene ya el germen de todo el modo capitalista de
producción, es muy antiguo; coexistió durante siglos enteros, en casos aislados y dispersos, con la
esclavitud. Sin embargo, este germen sólo pudo desarrollarse hasta formar el modo capitalista de
producción cuando se dieron las premisas históricas adecuadas.
[*] Véase el apéndice al final. [Engels se refiere aquí a su trabajo "La Marca" que no figura en la
presente edición. (N. de la Edit.)]
[*] "La situación de la clase obrera en Inglaterra", pág. 109. (N. de la Edit.)
[**] Véase C. Marx, "El Capital", tomo I. (N. de la Edit.)
[***] Ibídem.
[*] Carrera de obstáculos. (N. de la Edit.)
[*] Y digo que tiene que hacerse cargo, pues, la nacionalización sólo representará un progreso
económico, un paso de avance hacia la conquista por la sociedad de todas las fuerzas productivas,
aunque esta medida sea llevada a cabo por el Estado actual, cuando los medios de producción o
de transporte se desborden ya realmente de los cauces directivos de una sociedad anónima,
cuando, por tanto, la medida de la nacionalización sea ya económicamente inevitable. Pero
recientemente, desde que Bismarck emprendió el camino de la nacionalización, ha surgido una
especie de falso socialismo, que degenera alguna que otra vez en un tipo especial de socialismo,
sumiso y servil, que en todo acto de nacionalización, hasta en los dictados por Bismarck, ve una
medida socialista. Si la nacionalización de la industria del tabaco fuese socialismo, habría que
incluir entre los fundadores del socialismo a Napoleón y a Metternich. Cuando el Estado belga,
por razones políticas y financieras perfectamente vulgares, decidió construir por su cuenta las
principales líneas férreas del país, o cuando Bismarck, sin que ninguna necesidad económica le
impulsase a ello, nacionalizó las líneas más importantes de la red ferroviaria de Prusia, pura y
simplemente para así poder manejarlas y aprovecharlas mejor en caso de guerra, para convertir
al personal de ferrocarriles en ganado electoral sumiso al gobierno y, sobre todo, para
procurarse una nueva fuente de ingresos sustraída a la fiscalización del Parlamento, todas estas
medidas no tenían, ni directa ni indirectamente, ni consciente ni inconscientemente nada de
socialistas. De otro modo, habría que clasificar también entre las instituciones socialistas a la Real
Compañía de Comercio Marítimo (109), la Real Manufactura de Porcelanas, y hasta los sastres de
compañía del ejército, sin olvidar la nacionalización de los prostíbulos propuesta muy en serio,
allá por el año treinta y tantos, bajo Federico Guillermo III, por un hombre muy listo.
[43] 109 "Seehandlung" («Comercio Marítimo»): sociedad de crédito comercial fundada en 1772
en Prusia. Gozaba de importantes privilegios estatales y concedía grandes créditos al gobierno.152
[*] Véase el presente tomo, págs. 22-25 y 31-32 (N. de la Edit.)
[*] Unas cuantas cifras darán al lector una noción aproximada de la enorme fuerza expansiva que,
aun bajo la opresión capitalista, desarrollan los modernos medios de producción. Según los
cálculos de Giffen, la riqueza global de la Gran Bretaña e Irlanda ascendía, en números redondos,
a
[161]
C. MARX
PROYECTO DE RESPUESTA A LA CARTA DE V. I.
ZASULICH [1]
1) Al tratar de la génesis de la producción capitalista, yo he dicho que su secreto consiste
en que tiene por base «la separación radical entre el productor y los medios de
producción» (pág. 315, columna 1 de la edición francesa de "El Capital") y que «la base
de toda esta evolución es la expropiación de los agricultores. Esta no se ha efectuado
radicalmente por el momento más que en Inglaterra... Pero todos los demás países de
Europa Occidental siguen el mismo camino» (lugar citado, col. 2) **************[*].
Por tanto, he restringido expresamente la «fatalidad histórica» de este
movimiento a los países de Europa Occidental. Y ¿por qué? Tenga la bondad de
comparar el capítulo XXXII, en el que se dice:
«El movimiento de eliminación, la transformación de los medios de producción
individuales y dispersos en medios de producción concentrados socialmente, la
conversión de la propiedad enana de muchos en propiedad colosal de unos
cuantos, esta dolorosa y torturante expropiación del pueblo trabajador es el
origen, es la génesis del capital... La propiedad privada, basada en el trabajo
personal..., está siendo suplantada por la propiedad privada capitalista, basada
en la explotación del trabajo ajeno, en el trabajo asalariado» (pág. 341, col. 2)
**************
[*].
[162]
Por tanto, en resumidas cuentas, tenemos el cambio de una forma de la propiedad
privada en otra forma de propiedad privada. Habiendo sido jamás la tierra
propiedad privada de los campesinos rusos, ¿cómo puede aplicárseles este
planteamiento?
2) Desde el punto de vista histórico, el único argumento serio que se expone en
favor de la disolución fatal de la comunidad de los campesinos rusos es el
siguiente:
Remontando el pasado remoto, hallamos en todas partes de Europa Occidental la
propiedad comunal de tipo más o menos arcaico; ha desaparecido por doquier
con el progreso social. ¿Por qué ha de escapar a la misma suerte tan sólo en
Rusia?
Contesto: Porque en Rusia, gracias a una combinación única de las circunstancias,
la comunidad rural, que existe aún a escala nacional, puede deshacerse
gradualmente de sus caracteres primitivos y desarrollarse directamente como
elemento de la producción colectiva a escala nacional. Precisamente merced a
que es contemporánea de la producción capitalista, puede apropiarse todas las
realizaciones positivas de ésta, sin pasar por todas sus terribles peripecias. Rusia
no vive aislada del mundo moderno; tampoco es presa de ningún conquistador
extranjero, como ocurre con las Indias Orientales.
Si los aficionados rusos al sistema capitalista negasen la posibilidad teórica de tal
evolución, yo les preguntaría: ¿acaso ha tenido Rusia que pasar, lo mismo que el
Occidente, por un largo período de incubación de la industria mecánica, para
emplear las máquinas, los buques de vapor, los ferrocarriles, etc.? Que me
expliquen, a la vez, ¿cómo se las han arreglado para introducir, en un abrir y
cerrar de ojos, todo el mecanismo de cambio (bancos, sociedades de crédito,
etc.), cuya elaboración ha costado siglos al Occidente?
Si en el momento de la emancipación las comunidades rurales se viesen en unas
condiciones de prosperidad normal, si, luego, la inmensa deuda pública, pagada
en su mayor parte a cuenta de los campesinos, al par que otras sumas enormes,
concedidas por mediación del Estado (siempre a costa de los campesinos) a los
«nuevos pilares de la sociedad» convertidos en capitalistas, si todos estos gastos
se empleasen en el fomento ulterior de la comunidad rural, a nadie le ocurriría
ahora la idea de la «fatalidad histórica» de la aniquilación de la comunidad: todos
reconocerían en ella el elemento de la regeneración de la sociedad rusa y un
elemento de superioridad sobre los países que se hallan aún sojuzgados por el
régimen capitalista.
Otra circunstancia favorable a la conservación de la comunidad rusa (por vía del
desarrollo) consiste en que no es solamente contemporánea de la producción
capitalista, sino que ha sobrevivido [163] a la época en que este sistema social se
hallaba aún intacto; ahora, al contrario, tanto en Europa Occidental, como en los
Estados Unidos, lo encuentra en lucha contra la ciencia, contra las masas
populares y contra las mismas fuerzas productivas que engendra. En una palabra,
frente a ella se encuentra el capitalismo en crisis que sólo se acabará con la
eliminación del mismo, con el retorno de las sociedades modernas al tipo
«arcaico» de la propiedad común o, como dice un autor americano [*], libre de
toda sospecha de tendencias revolucionarias, que goza en sus investigaciones del
apoyo del Gobierno de Washington, «el nuevo sistema» al que tiende la sociedad
moderna, «será un renacimiento (a revival), en una forma superior (in a superior
form), de un tipo social arcaico» [2]. Así que no se debe temer mucho la palabra
«arcaico».
Pero, entonces, habría que conocer, al menos, esas vicisitudes. Y nosotros no
sabemos nada.
La historia de la decadencia de las comunidades primitivas (sería erróneo
colocarlas todas en un mismo plano; al igual que en las formaciones geológicas,
en las históricas existe toda una serie de tipos primarios, secundarios, terciarios,
etc.) está todavía por escribirse. Hasta ahora no hemos tenido más que unos
pobres esbozos. En todo caso, la exploración ha avanzado bastante para que
podamos afirmar:
1) la vitalidad de las comunidades primitivas era incomparablemente superior a
la de las sociedades semitas, griegas, romanas, etc. y tanto más a la de las
sociedades capitalistas modernas;
2) las causas de su decadencia se desprenden de datos económicos que les
impedían pasar por un cierto grado de desarrollo, del ambiente histórico, lejos
de ser análogo al de la comunidad rusa de nuestros días.
Al leer la historia de las comunidades primitivas, escritas por burgueses, hay que
andar sobre aviso. Esos autores no se paran siquiera ante la falsedad. Por
ejemplo, sir Henry Maine, que fue colaborador celoso del Gobierno inglés en la
destrucción violenta de las comunidades indias, nos asegura hipócritamente que
todos los nobles esfuerzos del gobierno hechos con vistas a sostener esas
comunidades se estrellaron contra la fuerza espontánea de las leyes económicas
[3].
Sea como fuere, esa comunidad sucumbió en medio de guerras incesantes,
exteriores e intestinas; es probable que haya perecido de muerte violenta.
Cuando las tribus germanas se apoderaron de Italia, España, Galia, etc., la
comunidad de tipo arcaico ya no existía. No obstante, su vitalidad natural viene
probada por dos hechos. Existen ejemplares sueltos que han sobrevivido a todas
las peripecias de la Edad Media y se han conservado hasta [164] nuestros días,
por ejemplo, en mi tierra natal, en el distrito de Tréveris. Pero, y eso es lo más
importante, ha imprimido tan claramente sus propias características a la
comunidad que la ha venido a suplantar --comunidad en la que la tierra de labor
se ha convertido en propiedad privada, mientras que los bosques, los pastizales,
los eriales, etc. siguen aún siendo propiedad comunal--, que Maurer, al investigar
esta comunidad de formación secundaria, pudo reconstituir el prototipo arcaico.
Gracias a los rasgos característicos tomados de este último, la comunidad nueva
instaurada por los germanos en todos los países conquistados devino a lo largo
de toda la Edad Media el único foco de libertad y de vida popular.
Si después de la época de Tácito no sabemos nada de la vida de la comunidad, ni
del modo y tiempo de su desaparición, conocemos, al menos, el punto de partida,
merced al relato de Julio César. En su tiempo, la tierra ya se redistribuía
anualmente entre las gens y las tribus de confederaciones germanas, pero aún no
entre los miembros individuales de una comunidad. Por tanto, la comunidad rural
nació en Germania de las entrañas de un tipo más arcaico, fue producto de un
desarrollo espontáneo en lugar de ser importada ya hecha de Asia. Allí, en las
Indias Orientales, la encontramos también, y siempre como último término o
último período de la formación arcaica.
Para juzgar de los posibles destinos de la «comunidad rural» desde un punto de
vista puramente teórico, es decir, presuponiendo siempre condiciones de vida
normales, tengo que señalar ahora ciertos rasgos característicos que distinguen
la «comunidad agrícola» de los tipos más arcaicos.
En primer término, todas las comunidades primitivas anteriores se asientan en el
parentesco natural de sus miembros; al romper este vínculo fuerte, pero
estrecho, la comunidad agrícola resulta más capaz de extenderse y de mantener
el contacto con los extranjeros.
Luego, dentro de ella, la casa y su complemento --el patio-- son ya propiedad
privada del agricultor, mientras que, mucho tiempo antes de la aparición misma
de la agricultura, la casa común era una de las bases materiales de las
comunidades precedentes.
Finalmente, aunque la tierra de labor siga siendo propiedad comunal, se
redistribuye periódicamente entre los miembros de la comunidad agrícola, de
modo que cada agricultor cultiva por su cuenta los campos que se le asignan y se
apropia individualmente los frutos de ese cultivo, mientras que en las
comunidades más arcaicas la producción se practica en común y se reparte sólo
el producto. Este tipo primitivo de la producción cooperativa [165] o colectiva
fue, como es lógico, el resultado de la debilidad del individuo aislado, y no de la
socialización de los medios de producción.
Se comprende con facilidad que el dualismo inherente a la «comunidad agrícola»
puede servirle de fuente de una vida vigorosa, puesto que, de una parte, la
propiedad común y todas las relaciones sociales que se desprenden de ella le
dan mayor firmeza, mientras que la casa privada, el cultivo parcelario de la tierra
de labor y la apropiación privada de los frutos admiten un desarrollo de la
individualidad incompatible con las condiciones de las comunidades más
primitivas.
Pero no es menos evidente que este mismo dualismo puede, con el tiempo,
convertirse en fuente de descomposición. Dejando de lado todas las influencias
del ambiente hostil, la sola acumulación gradual de la riqueza mobiliaria, que
comienza por la acumulación de ganado (admitiendo incluso la riqueza en forma
de siervos), el papel cada vez mayor que el elemento mobiliario desempeña en la
agricultura misma y una multitud de otras circunstancias inseparables de esa
acumulación, pero cuya exposición me llevaría muy lejos, actuarán como un
disolvente de la igualdad económica y social y harán nacer en la comunidad
misma un conflicto de intereses que trae aparejada la conversión de la tierra de
labor en propiedad privada y que termina con la apropiación privada de los
bosques, los pastizales, los eriales, etc., convertidos ya en anexos comunales de la
propiedad privada. Por esta razón, la «comunidad agrícola» representa por
doquier el tipo más reciente de la formación arcaica de las sociedades, y en el
movimiento histórico de Europa Occidental, antigua y moderna, el período de la
comunidad agrícola aparece como período de transición de la formación primaria
a la secundaria. Ahora bien, ¿quiere eso decir que, en cualesquiera
circunstancias, el desarrollo de la «comunidad agrícola» deba seguir este
camino? En absoluto. Su forma constitutiva admite la siguiente alternativa: el
elemento de propiedad privada que implica se impondrá al elemento colectivo o
éste se impondrá a aquél. Todo depende del ambiente histórico en que se halla...
Estas dos soluciones son posibles a priori, pero, tanto la una como la otra
requieren sin duda ambientes históricos muy distintos.
3) Rusia es el único país europeo en el que la «comunidad agrícola» se mantiene a
escala nacional hasta hoy día. No es una presa de un conquistador extranjero,
como ocurre con las Indias Orientales. No vive aislada del mundo moderno. Por
una parte, la propiedad común sobre la tierra le permite transformar directa y
gradualmente la agricultura parcelaria e individualista en agricultura colectiva, y
los campesinos rusos la practican ya [166] en los prados indivisos; la
configuración física del suelo ruso propicia el empleo de máquinas en vasta
escala; la familiaridad del campesino con las relaciones de artel le facilita el
tránsito del trabajo parcelario al cooperativo y, finalmente, la sociedad rusa, que
ha vivido tanto tiempo a su cuenta, le debe presentar los avances necesarios para
ese tránsito. Por otra parte, la existencia simultánea de la producción occidental,
dominante en el mercado mundial, le permite a Rusia incorporar a la comunidad
todos los adelantos positivos logrados por el sistema capitalista sin pasar por sus
Horcas Caudinas [4].
Si los representantes de los «nuevos pilares sociales» negasen la posibilidad
teórica de la evolución de la comunidad rural moderna, se podría preguntarles:
¿debía Rusia, lo mismo que el Occidente, pasar por un largo período de
incubación de la industria mecánica para llegar a las máquinas, a los buques de
vapor, a los ferrocarriles, etc.? Se podría preguntarles, además, ¿cómo se las han
arreglado para introducir en un abrir y cerrar de ojos todo el mecanismo de
cambio (bancos, sociedades por acciones, etc.), cuya elaboración le ha costado
siglos al Occidente?
Existe una característica de la «comunidad agrícola» rusa que sirve de fuente de
su debilidad y le es hostil en todos los sentidos. Es su aislamiento, la ausencia de
ligazón entre la vida de una comunidad y la de otras, ese microcosmos localizado
que no se encuentra por doquier como carácter inmanente de ese tipo, pero que
donde se encuentre ha hecho que sobre las comunidades surja un despotismo
más o menos central. La federación de las repúblicas rusas del Norte prueba que
este aislamiento, que parece haber sido impuesto primitivamente por la vasta
extensión del territorio, fue consolidado en gran parte por los destinos políticos
de Rusia desde la invasión mongola. Hoy es un obstáculo muy fácil de eliminar.
Habría simplemente que sustituir la vólost [5], institución gubernamental, con una
asamblea de campesinos apoderados elegidos por las comunidades, que
servirían de órgano económico y administrativo defensor de sus intereses.
Una circunstancia muy favorable, desde el punto de vista histórico, para la
conservación de la «comunidad agrícola» por vía de su ulterior desarrollo,
consiste en que no sólo es contemporánea de la producción capitalista occidental
y puede, por tanto, apropiarse los frutos sin sujetarse a su modus operandi [*],
sino que ha sobrevivido a la época en que el sistema capitalista se hallaba aún
intacto, que lo encuentra, al contrario, en Europa Occidental, lo mismo que en los
Estados Unidos, en lucha tanto contra las [167] masas trabajadoras como contra la
ciencia y contra las mismas fuerzas productivas que engendra, en una palabra, lo
encuentra en una crisis que terminará con la eliminación del mismo, con un
retorno de las sociedades modernas a una forma superior de un tipo «arcaico» de
la propiedad y de la producción colectivas.
Por supuesto, la evolución de la comunidad sería gradual y el primer paso sería el
de colocarla en unas condiciones normales sobre su base actual.
Pero le hace frente la propiedad sobre la tierra, que tiene en sus manos casi la
mitad, y, además, la mejor parte del suelo, sin hablar ya de los dominios del
Estado. Precisamente por eso, la conservación de la «comunidad rural» por vía de
su evolución ulterior coincide con el movimiento general de la sociedad rusa,
cuya regeneración sólo es posible a ese precio.
Incluso desde el punto de vista puramente económico, Rusia puede salir de su
atolladero agrícola mediante la evolución de su comunidad rural; serían vanos los
intentos de salir de esa situación con ayuda del arrendamiento capitalizado al
estilo inglés, sistema contrario a todas las condiciones rurales del país.
De hacer abstracción de todas las calamidades que deprimen en el presente la
«comunidad rural» rusa y de tomar en consideración nada más que su forma
constitutiva y su ambiente histórico, se verá con toda evidencia, desde la primera
mirada, que uno de sus caracteres fundamentales --la propiedad comunal sobre
la tierra-- forma la base natural de la producción y la apropiación colectivas.
Además la familiaridad del campesino ruso con las relaciones de artel le
facilitaría el tránsito del trabajo parcelario al colectivo, que practica ya en cierto
grado en los prados indivisos, en los trabajos de avenamiento y otras empresas
de interés general. Pero, para que el trabajo colectivo pueda sustituir en la
agricultura propiamente dicha el trabajo parcelario, fuente de apropiación
privada, hacen falta dos cosas: la necesidad económica de tal transformación y las
condiciones materiales para llevarla a cabo.
Cuanto a la necesidad económica, la «comunidad rural» la sentirá tan pronto
como se vea colocada en condiciones normales, es decir, tan pronto como se le
quite el peso que gravita sobre ella y tan pronto como reciba una extensión
normal de tierra para el cultivo. Han pasado ya los tiempos en que la agricultura
rusa no necesitaba más que tierra y agricultor parcelario pertrechado con aperos
más o menos primitivos. Estos tiempos han pasado con tanta más rapidez porque
la opresión del agricultor contagia y esteriliza su campo. Le hace falta ahora el
trabajo colectivo organizado en gran escala. Además, ¿acaso el campesino, que
carece de las cosas indispensables para el cultivo de 2 ó 3 desiatinas [168] de
tierra, se verá en una situación mejor cuando el número de sus desiatinas se
decuplique?
Pero, ¿cómo conseguir los equipos, los fertilizantes, los métodos agronómicos,
etc., todos los medios imprescindibles para el trabajo colectivo? Precisamente
aquí resalta la gran superioridad de la «comunidad rural» rusa en comparación
con las comunidades arcaicas del mismo tipo. Es la única que se ha conservado
en Europa en gran escala, a escala nacional. Así se halla en un ambiente histórico
en el que la producción capitalista contemporánea le ofrece todas las condiciones
de trabajo colectivo. Tiene la posibilidad de incorporarse a los adelantos
positivos logrados por el sistema capitalista sin pasar por sus Horcas Caudinas. La
configuración física de la tierra rusa favorece el empleo de las máquinas en la
agricultura organizada en vasta escala y practicada por medio del trabajo
cooperativo. Cuanto a los primeros gastos de establecimiento --intelectuales y
materiales--, la sociedad rusa debe facilitarlos a la «comunidad rural», a cuenta
de la cual ha vivido tanto tiempo y en la que debe buscar su «elemento
regenerador».
La mejor prueba de que este desarrollo de la «comunidad rural» responde al
rumbo histórico de nuestra época es la crisis fatal que experimenta la producción
capitalista en los países europeos y americanos, en las que se ha desarrollado
más, crisis que terminará con la eliminación del mismo, con el retorno de la
sociedad moderna a una forma superior del tipo más arcaico: la producción y la
apropiación colectivas.
4) Para poder desarrollarse, es preciso, ante todo, vivir, y nadie ignorará que, en
el momento presente, la vida de la «comunidad rural» se encuentra en peligro.
A fin de expropiar a los agricultores no es preciso echarlos de sus tierras, como
se hace en Inglaterra y otros países; tampoco hay necesidad de abolir la
propiedad común mediante un ukase. Que pruebe uno arrancar a los campesinos
el producto del trabajo de éstos por encima de cierta medida. A despecho de la
gendarmería y del ejército, ¡no habrá manera de aferrarlos a sus campos! En los
últimos años del Imperio romano, los decuriones provinciales, no los campesinos,
sino propietarios de tierras, huían de sus casas, abandonaban sus tierras, se
vendían como esclavos, con la única finalidad de verse libre de una propiedad
que no era más que un pretexto oficial para estrujarlos sin piedad.
Desde la llamada emancipación de los campesinos, la comunidad rusa se ha visto
colocada por el Estado en unas condiciones económicas anormales, y desde
entonces éste no ha cesado de oprimirla con ayuda de las fuerzas sociales
concentradas en sus manos. Extenuada por las exacciones fiscales, se ha
convertido en una [169] materia inerte de fácil explotación por el comercio, la
propiedad de tierras y la usura. Esta opresión desde fuera ha desencadenado en
el seno de la comunidad misma el conflicto de intereses ya existente y ha
desarrollado rápidamente sus gérmenes de descomposición. Ahora bien, eso no
es todo. A cuenta de los campesinos, el Estado ha impulsado las ramas del
sistema capitalista occidental que, sin desarrollar lo más mínimo las potencias
productivas de la agricultura, son las más apropiadas para facilitar y precipitar el
robo de sus frutos por los intermediarios improductivos. De este modo ha
coadyuvado al enriquecimiento de un nuevo parásito capitalista que chupa la
sangre, ya de por sí escasa, de la «comunidad rural».
...En una palabra, el Estado ha prestado su concurso al desarrollo precoz de los
medios técnicos y económicos más apropiados para facilitar y precipitar la
explotación del agricultor, es decir, la mayor fuerza productiva de Rusia, y para
enriquecer los «nuevos pilares de la sociedad».
5) Este concurso de influencias destructivas, a menos de que no se vea aniquilado
por una poderosa reacción, debe llevar naturalmente a la muerte de la
comunidad rural.
Pero uno se pregunta: ¿por qué todos estos intereses (incluidas las grandes
industrias colocadas bajo la tutela del gobierno), a las que conviene tanto el
estado actual de la comunidad rural, por qué se afanarían en matar la gallina que
les pone huevos de oro? Precisamente porque se dan cuenta de que «este estado
actual» no puede continuar, que, por consecuencia, el modo actual de explotación
está ya fuera de moda. La miseria del agricultor ha contagiado la tierra, la cual se
vuelve estéril. Las buenas cosechas se alternan con los años de hambre. El
promedio de los diez años últimos revela una producción agrícola no solamente
estancada, sino, además, retrógrada. En fin, por vez primera, Rusia se ve forzada
a importar cereales, en lugar de exportarlos. Por tanto, no hay que perder
tiempo. Hay que poner fin a eso. Hay que constituir en clase media rural la
minoría más o menos acomodada de los campesinos y convertir la mayoría
simplemente en proletarios. A tal efecto, los portavoces de los «nuevos pilares de
la sociedad» ponen al descubierto las heridas causadas a la comunidad,
presentándolas como síntomas naturales de la decrepitud de ésta.
Visto que a tantos intereses diversos y, sobre todo a los de los «nuevos pilares de
la sociedad», florecidos bajo el reinado benévolo de Alejandro II, les convenía el
estado actual de la «comunidad rural», ¿por qué irían conscientemente a buscar la
muerte de la misma? ¿Por qué sus portavoces ponen al descubierto las heridas
que le han causado a la comunidad como si fueran una prueba [170] de la
decrepitud natural de ésta? ¿Por qué quieren matar la gallina que les pone
huevos de oro?
Simplemente porque los hechos económicos, cuyo análisis me llevaría muy lejos,
han quitado el velo del secreto de que el estado actual de la comunidad no puede
continuar y que, en virtud de la necesidad misma de las cosas, el modo actual de
explotar a las masas populares está ya fuera de moda. Por consiguiente, hace falta
algo nuevo, y este elemento nuevo, insinuado bajo las más diversas formas, se
reduce siempre a lo siguiente: abolir la propiedad comunal, dejar que la minoría
más o menos acomodada de los campesinos se constituya en clase media rural,
convirtiéndose la gran mayoría simplemente en proletarios.
Por una parte, la «comunidad rural» ha sido llevada casi al último extremo y, por
otra, la acecha una poderosa conspiración con el fin de asestarle el golpe de
gracia. Para salvar la comunidad rusa hace falta una revolución rusa. Por lo
demás, los que tienen en sus manos las fuerzas políticas y sociales hacen lo que
pueden preparando las masas para semejante catástrofe.
Y, a la vez que desangran y torturan la comunidad, esterilizan y agotan su tierra,
los lacayos literarios de los «nuevos pilares de la sociedad» señalan irónicamente
las heridas que le han causado a la comunidad, presentándolas como síntomas de
la decrepitud espontánea de ésta. Aseveran que se muere de muerte natural y
que sería un bien el abreviar su agonía. No se trata ya, por tanto, de un problema
que hay que resolver; trátase simplemente de un enemigo al que hay que
arrollar. Para salvar la comunidad rusa hace falta una revolución rusa. Por lo
demás, el Gobierno ruso y los «nuevos pilares de la sociedad» hacen lo que
pueden preparando las masas para semejante catástrofe. Si la revolución se
produce en su tiempo oportuno, si concentra todas sus fuerzas para asegurar el
libre desarrollo de la comunidad rural, ésta se erigirá pronto en elemento
regenerador de la sociedad rusa y en elemento de superioridad sobre los países
sojuzgados por el régimen capitalista.
Escrito por C. Marx a fines de Se publica de acuerdo con el
febrero y principios de marzo de manuscrito.
1881.
Publicado por vez primera en Traducido del francés.
Archivos de C. Marx y F. Engels,
libro I, 1924.
[1]
110 La presente carta es el primer esbozo de la respuesta de Marx a la carta de V.
I. Zasúlich fechada el 16 de febrero de 1881. En su carta, Zasúlich, al informar a
Marx sobre el papel que había desempeñado "El Capital" en las discusiones de
los socialistas rusos acerca de los destinos del capitalismo en Rusia, le pedía en
nombre de los camaradas, los «socialistas revolucionarios» rusos, que expusiese
sus puntos de vista sobre esta cuestión y, en particular, sobre la cuestión de la
comunidad. Cuando recibió la misiva (así como otra de Petersburgo, del Comité
Ejecutivo de la «Libertad del Pueblo», con análoga petición), Marx, trabajando en
el tomo III de "El Capital", ya había dedicado mucho esfuerzo al estudio de las
relaciones socioeconómicas en Rusia, del régimen interior y el estado de la
comunidad campesina rusa. Con motivo de las mencionadas cartas realizó un
gran trabajo suplementario para sintetizar el material de las fuentes estudiadas y
llegó a la conclusión de que sólo una revolución popular rusa, apoyada por la
revolución proletaria en Europa Occidental podía superar las «influencias
perniciosas» que acosaban por todos los lados a la comunidad rusa. La revolución
rusa crearía una situación favorable para la victoria del proletariado
europeooccidental, y éste ayudaría, a su vez, a Rusia a soslayar la vía capitalista
de desarrollo.- 161
[***************] Véase la presente edición, t. 2, págs. 103-104. (N. de la Edit.)
[***************] Véase la presente edición, t. 2, págs. 149-150. (N. de la Edit.)
[*] L. Morgan. (N. de la Edit.)
[2] 111 L. H. Morgan, "Ancient Society or Researches in the Lines of Human
Progress from Savagery, through Barbarism to Civilization" («Sociedad antigua o
Investigaciones de las líneas de progreso humano de la barbarie a la
civilización»), London, 1877, p. 552.- 163
[3] 112 H. S. Maine, "Village-Communities in the East and West" («Comunidades
rurales en el Oriente y Occidente»), London, 1871.- 163
[4] 113 En el año 321 a. de n. e. en las Horcas Caudinas, cerca de la antigua
ciudad romana de Caudio, los samnitas (tribus que poblaban una región
montañosa en los Apeninos Medianos) derrotaron a las legiones romanas y las
obligaron a pasar bajo el yugo, lo que se consideraba lo más humillante para el
ejército vencido. De ahí la expresión «pasar bajo las Horcas Caudinas», o sea
sufrir humillación suprema.- 166
[5] 114 Vólost: Subdistrito, unidad administrativa territorial mínima en la Rusia
prerrevolucionaria.- 166
[*] Modo de proceder. (N. de la Edit.)
[171]
F. ENGELS
DISCURSO ANTE LA TUMBA DE MARX
El 14 de marzo, a las tres menos cuarto de la tarde, dejó de pensar el más grande
pensador de nuestros días. Apenas lo dejamos dos minutos solo, y cuando
volvimos, lo encontramos dormido suavemente en su sillón, pero para siempre.
Es de todo punto imposible calcular lo que el proletariado militante de Europa y
América y la ciencia histórica han perdido con este hombre. Muy pronto se dejará
sentir el vacío que ha abierto la muerte de esta figura gigantesca.
Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx
descubrió la ley del desarrollo de la historia humana: el hecho, tan sencillo, pero
oculto hasta él bajo la maleza ideológica, de que el hombre necesita, en primer
lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse antes de poder hacer política,
ciencia, arte, religión, etc.; que, por tanto, la producción de los medios de vida
inmediatos, materiales, y por consiguiente, la correspondiente fase económica de
desarrollo de un pueblo o de una época es la base a partir de la cual se han
desarrollado las instituciones políticas, las concepciones jurídicas, las ideas
artísticas e incluso las ideas religiosas de los hombres y con arreglo a la cual
deben, por tanto, explicarse, y no al revés, como hasta entonces se había venido
haciendo.
Pero no es esto sólo. Marx descubrió también la ley específica que mueve el
actual modo de producción capitalista y la [172] sociedad burguesa creada por
él. El descubrimiento de la plusvalía iluminó de pronto estos problemas, mientras
que todas las investigaciones anteriores, tanto las de los economistas burgueses
como las de los críticos socialistas, habían vagado en las tinieblas.
Dos descubrimientos como éstos debían bastar para una vida. Quien tenga la
suerte de hacer tan sólo un descubrimiento así, ya puede considerarse feliz. Pero
no hubo un solo campo que Marx no sometiese a investigación —y estos campos
fueron muchos y no se limitó a tocar de pasada ni uno solo—, incluyendo las
matemáticas, en que no hiciese descubrimientos originales.
Tal era el hombre de ciencia. Pero esto no era, ni con mucho, la mitad del
hombre. Para Marx, la ciencia era una fuerza histórica motriz, una fuerza
revolucionaria. Por puro que fuese el goce que pudiera depararle un nuevo
descubrimiento hecho en cualquier ciencia teórica y cuya aplicación práctica tal
vez no podía preverse aún en modo alguno, era muy otro el goce que
experimentaba cuando se trataba de un descubrimiento que ejercía
inmediatamente una influencia revolucionadora en la industria y en el desarrollo
histórico en general. Por eso seguía al detalle la marcha de los descubrimientos
realizados en el campo de la electricidad, hasta los de Marcel Deprez en los
últimos tiempos.
Pues Marx era, ante todo, un revolucionario. Cooperar, de este o del otro modo,
al derrocamiento de la sociedad capitalista y de las instituciones políticas creadas
por ella, contribuir a la emancipación del proletariado moderno, a quien él había
infundido por primera vez la conciencia de su propia situación y de sus
necesidades, la conciencia de las condiciones de su emancipación: tal era la
verdadera misión de su vida. La lucha era su elemento. Y luchó con una pasión,
una tenacidad y un éxito como pocos. Primera "Rheinische Zeitung", 1842 [1];
"Vorwärts" de París, 1844 [2]; "Deutsche-Brüsseler-Zeitung", 1847 [3]; "Neue
Rheinische Zeitung, 1848-1849 ******[*]; "New-York Daily Tribune", 1852-1861 [4],
a todo lo cual hay que añadir un montón de folletos de lucha, y el trabajo en las
organizaciones de París, Bruselas y Londres, hasta que, por último, nació como
remate de todo, la gran Asociación Internacional de los Trabajadores, que era, en
verdad, una obra de la que su autor podía estar orgulloso, aunque no hubiese
creado ninguna otra cosa.
Por eso, Marx era el hombre más odiado y más calumniado de su tiempo. Los
gobiernos, lo mismo los absolutistas que los republicanos, le expulsaban. Los
burgueses, lo mismo los conservadores que los ultrademócratas, competían a
lanzar [173] difamaciones contra él. Marx apartaba todo esto a un lado como si
fueran telas de araña, no hacía caso de ello; sólo contestaba cuando la necesidad
imperiosa lo exigía. Y ha muerto venerado, querido, llorado por millones de
obreros de la causa revolucionaria, como él, diseminados por toda Europa y
América, desde las minas de Siberia hasta California. Y puedo atreverme a decir
que si pudo tener muchos adversarios, apenas tuvo un solo enemigo personal.
Su nombre vivirá a través de los siglos, y con él su obra.
Discurso pronunciado en inglés por F. Engels, en el cementerio de Highgate, el 17
de marzo de 1883.
Publicado en alemán, en el periódico "Der Sozialdemokrat" Nº 13, del 22 de
marzo de 1883.
Se publica de acuerdo con el texto del periódico. Traducido del alemán.
NOTAS
[1]
46 Rheinisehe Zeitung für Politik, Handel und Gewerbe («Periódico del Rin para cuestiones de
política, comercio e industria»): diario que se publicó en Colonia del 1 de enero de 1842 al 31 de
marzo de 1843. En abril de 1842, Marx comenzó a colaborar en él, y en octubre del mismo año
pasó a ser uno de sus redactores; Engels colaboraba también en el periódico.- 80, 172, 361, 409
[2] 115 "Vorwärts" («Adelante»): periódico alemán que se publicó en París desde enero hasta
diciembre de 1844 dos veces por semana. Colaboraban en él Marx y Engels.- 172, 187
[3] 51 "Deutsche-Brüsseler-Zeitung" («Periódico Alemán de Bruselas»): periódico fundado por los
emigrados políticos alemanes en Bruselas; se publicó desde enero de 1847 hasta febrero de 1848.
A partir de septiembre de 1847, Marx y Engels colaboraban permanentemente en él y ejercían
una influencia directa en su orientación. Bajo la dirección de Marx y Engels, se hizo órgano de la
Liga de los Comunistas.- 82, 172, 191
[*******] Véase el presente tomo, págs. 174-183. (N. de la Edit.)
[4] 58 "New-York Daily Tribune" («Tribuna diaria de Nueva York»): diario progresista burgués que
se publicó de 1841 a 1924. Marx y Engels colaboraron en él desde agosto de 1851 hasta marzo de
1862.- 83, 172
[174]
F. ENGELS
MARX Y LA NEUE RHEINISCHE ZEITUNG (1848[1]
1849)
Cuando estalló la revolución de febrero [2], el "Partido Comunista" Alemán, como
lo llamábamos nosotros, se reducía a un pequeño núcleo, a la Liga de los
Comunistas, organizada como sociedad secreta de propaganda. La Liga era
secreta única y exclusivamente a causa de que por aquel entonces no existía en
Alemania libertad de asociación ni de reunión. Aparte de las asociaciones
obreras del extranjero, en las que reclutaba sus afiliados, la Liga tenía en la
propia Alemania unas treinta comunidades o secciones, además de diversos
afiliados sueltos en muchas localidades. Pero esta insignificante fuerza de
combate tenía en Marx un jefe de primera categoría, al que todos se sometían de
buen grado, y además, gracias a él, un programa de principios y de táctica que
conserva todavía hoy su validez: el Manifiesto Comunista.
Aquí nos interesa, en primer lugar, la parte táctica del programa. Esta aparece
formulada, en términos generales, así:
«Los comunistas no forman un partido aparte, opuesto a los otros partidos
obreros.
No tienen intereses que los separen del conjunto del proletariado.
No proclaman principios especiales a los que quisieran amoldar el movimiento
proletario.
[175]
Los comunistas sólo se distinguen de los demás partidos proletarios en que, por
una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios, destacan y hacen
valer los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la
nacionalidad; y, por otra parte, en que, en las diferentes fases de desarrollo por
que pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía, representan siempre los
intereses del movimiento en su conjunto.
Prácticamente, los comunistas son, pues, el sector más resuelto de los partidos
obreros de todos los países, el sector que siempre impulsa adelante a los demás;
teóricamente, tienen sobre el resto del proletariado la ventaja de su clara visión
de las condiciones, de la marcha y de los resultados generales del movimiento
proletario».
En lo que respecta al partido alemán en particular:
«En Alemania, el Partido Comunista lucha al lado de la burguesía, en tanto que
ésta actúa revolucionariamente contra la monarquía absoluta, la propiedad
territorial feudal y la pequeña burguesía reaccionaria.
Pero jamás, en ningún momento, se olvida este partido de inculcar a los obreros
la más clara conciencia del antagonismo hostil que existe entre la burguesía y el
proletariado, a fin de que los obreros alemanes sepan convertir de inmediato las
condiciones sociales y políticas que forzosamente ha de traer consigo la
dominación burguesa en otras tantas armas contra la burguesía, a fin de que, tan
pronto sean derrocadas las clases reaccionarias en Alemania, comience
inmediatamente la lucha contra la misma burguesía.
Los comunistas fijan su principal atención en Alemania, porque Alemania se halla
en vísperas de una revolución burguesa» etc. ("Manifiesto", IV) [*]
No ha habido nunca un programa táctico que haya mostrado su validez tan
brillantemente como éste. Formulado en vísperas de una revolución, salió
triunfante de la prueba a que dicha revolución lo sometió. Desde entonces,
siempre que un partido obrero se ha desviado de él, ha pagado cara su
desviación; y hoy, transcurridos casi cuarenta años, ese programa es el que
marca la pauta a todos los partidos obreros resueltos y conscientes de Europa,
desde Madrid hasta Petersburgo.
Los acontecimientos de Febrero en París precipitaron la revolución alemana que
se avecinaba y modificaron con ello su carácter. La burguesía alemana, en lugar
de vencer con sus propias fuerzas, triunfó a remolque de una revolución obrera
[176] francesa. Antes de haber derrotado por completo a sus antiguos enemigos
—la monarquía absoluta, la propiedad feudal del suelo, la burocracia y la
cobarde pequeña burguesía—, tuvo que hacer frente a un nuevo enemigo: el
proletariado. Pero, inmediatamente hiciéronse sentir los efectos de la situación
económica del país, mucho más atrasada que la de Francia e Inglaterra, así como
las consecuencias del consiguiente retraso en las relaciones de clase.
La burguesía alemana, que empezaba entonces a fundar su gran industria, no
tenía la fuerza, ni la valentía precisa para conquistar la dominación absoluta
dentro del Estado; tampoco se veía empujada a ello por una necesidad
apremiante. El proletariado, tan poco desarrollado como ella, educado en una
completa sumisión espiritual, no organizado y hasta incapaz todavía de adquirir
una organización independiente, sólo presentía de un modo vago el profundo
antagonismo de intereses que le separaba de la burguesía. Y así, aunque en el
fondo fuese para ésta un adversario amenazador, seguía siendo, por otra parte, su
apéndice político. La burguesía, asustada no por lo que el proletariado alemán
era, sino por lo que amenazaba llegar a ser y por lo que era ya el proletariado
francés, sólo vio su salvación en una transacción, aunque fuese la más cobarde,
con la monarquía y la nobleza. El proletariado, inconsciente aún de su propio
papel histórico, hubo de asumir por el momento, en su inmensa mayoría, el papel
de ala propulsora, de extrema izquierda de la burguesía. Los obreros alemanes
tenían que conquistar, ante todo, los derechos que les eran indispensables para
organizarse de un modo independiente, como partido de clase: libertad de
imprenta, de asociación y de reunión; derechos que la burguesía hubiera tenido
que conquistar en interés de su propia dominación pero que ahora les disputaba,
llevada por su miedo a los obreros. Los pocos y dispersos centenares de afiliados
a la Liga de los Comunistas se perdieron en medio de aquella enorme masa
puesta de pronto en movimiento. De esta suerte, el proletariado alemán aparece
por primera vez en la escena política principalmente como un partido
democrático de extrema izquierda.
Esto determinó el que nuestra bandera, al fundar en Alemania un gran periódico,
no podía ser otra que la bandera de la democracia; pero de una democracia que
destacaba siempre, en cada caso concreto, el carácter específicamente
proletario, que aún no podía estampar de una vez para siempre en su estandarte.
Si no hubiéramos procedido de este modo, si no hubiéramos querido adherirnos
al movimiento, incorporándonos a aquella ala que ya existía, que era la más
progresiva y que, en el fondo, era un ala proletaria, para impulsarlo así hacia
adelante, no nos hubiera quedado más [177] remedio que ponernos a predicar el
comunismo en alguna hojita lugareña y fundar, en vez de un gran partido de
acción, una pequeña secta. Pero el papel de predicadores en el desierto no nos
cuadraba; habíamos estudiado demasiado bien a los utopistas para caer en ello.
No era para eso para lo que habíamos trazado nuestro programa.
Cuando llegamos a Colonia, los elementos democráticos, en parte comunistas,
habían hecho ya los preparativos para fundar un gran periódico. La intención de
los organizadores era dar al periódico un carácter puramente local y desterrarnos
a Berlín. Pero, en 24 horas, y gracias principalmente a Marx, les ganamos el
terreno y nos hicimos dueños del periódico, a cambio, hubimos de admitir en la
redacción a Heinrich Bürgers. Este escribió un artículo (para el número 2), pero no
llegó a escribir el segundo.
Adonde nosotros teníamos que ir era precisamente a Colonia y no a Berlín. En
primer lugar, porque Colonia era el centro de la provincia del Rin, la provincia
que había pasado por la revolución francesa, la que se había asimilado, con el
Código de Napoleón [3], concepciones jurídicas modernas, la que había
desarrollado en mayor grado la gran industria y la que era, en todos los aspectos,
la región más avanzada de Alemania, en aquella época. Al Berlín de entonces lo
conocíamos demasiado bien, por propia experiencia, con su burguesía acabada
de nacer, con su pequeña burguesía, de lengua insolente, pero cobarde y
rastrera en sus actos, con sus obreros aún faltos por completo de desarrollo, con
sus infinitos burócratas y su chusma de nobles y cortesanos, con todo su carácter
de mera "residencia". Pero el factor decisivo era que en Berlín imperaba el
misérrimo derecho de la tierra de Prusia, y los procesos políticos se ventilaban
ante jueces profesionales, mientras que en el Rin estaba en vigor el Código de
Napoleón, que desconoce los procesos por delitos de prensa, porque da por
supuesto el régimen de censura, y establece la competencia del jurado sólo para
los hechos calificados como delitos políticos, y no como infracciones. En Berlín,
después de la revolución, el joven Schlöffel fue condenado a un año de cárcel por
una verdadera pequeñez; en cambio, en el Rin gozábamos de una libertad
incondicional de prensa, y la aprovechamos hasta la última gota.
Así, el 1 de junio de 1848 dimos comienzo a la publicación de nuestro periódico,
con un capital por acciones muy limitado, de ellas sólo unas pocas habían sido
hechas efectivas y los accionistas eran más que inseguros. Tan pronto como se
hubo publicado el primer número nos abandonó la mitad de ellos, y al final del
mes no quedaba ya ninguno.
[178]
La constitución que regía en la redacción del periódico se reducía simplemente a
la dictadura de Marx. Un gran periódico diario, que ha de salir a una hora fija, no
puede defender consecuentemente sus puntos de vista con otro régimen que no
sea éste. Pero además, en este caso, la dictadura de Marx era algo natural, que
nadie discutía y que todos aceptábamos de buen grado. Gracias, sobre todo, a su
clara visión y a su firme actitud, la "Neue Rheinische Zeitung" se convirtió en el
periódico alemán más famoso de los años de la revolución.
El programa político de la "Neue Rheinische Zeitung" constaba de dos puntos
fundamentales:
República alemana democrática, una e indivisible, y guerra con Rusia, que
llevaba implícito el restablecimiento de Polonia.
La democracia pequeñoburguesa se dividía, por aquel entonces, en dos
fracciones: la de la Alemania del Norte, que deseaba un emperador prusiano
democrático, y la de la Alemania del Sur (entonces casi específicamente de
Baden), que quería transformar a Alemania en una república federal a semejanza
de Suiza. Nosotros teníamos que luchar contra ambas fracciones. El interés del
proletariado se oponía igualmente a la prusianización de Alemania como a la
perpetuación del fraccionamiento en Estados diminutos. Exigía imperiosamente
la unificación de Alemania en una nación, única forma de limpiar de todos los
mezquinos obstáculos heredados del pasado el palenque en que habían de medir
sus fuerzas el proletariado y la burguesía. Pero el interés del proletariado se
oponía también a que la unificación se realizase bajo la hegemonía de Prusia: el
Estado prusiano, con todas sus instituciones, con sus tradiciones y su dinastía era
precisamente el único enemigo interior serio que la revolución alemana tenía que
derribar; además, Prusia sólo podía unificar a Alemania desgarrándola, dejando
fuera la Austria alemana. Disolución del Estado prusiano, desmoronamiento del
Estado austríaco, unificación real de Alemania como república: éste y sólo éste
podía ser nuestro programa revolucionario inmediato. Y este programa se podía
llevar a la práctica por medio de la guerra contra Rusia, y sólo por este medio.
Sobre este punto, volveré más adelante.
Por lo demás, el tono del periódico no era, ni mucho menos, solemne, serio e
inflamado. No teníamos más que adversarios despreciables, y a todos ellos los
tratábamos con el mayor de los desprecios. La monarquía conspiradora, la
camarilla, la nobleza, la "Kreuz-Zeitung", toda la "reacción" unificada sobre la que
el filisteo volcaba su indignación moral, no encontraba en nosotros más que befa
y burla. Y no tratábamos mejor a los nuevos ídolos encumbrados por la
revolución: los ministros de Marzo [4], las [179] asambleas de Francfort y de
Berlín [5] La Asamblea de Berlín fue convocada en Berlín en mayo de 1848 para
elaborar la Constitución «de común acuerdo con la Corona». Al haber adoptado
esa fórmula como base de su actividad, la Asamblea renunció con ello al principio
de la soberanía del pueblo; en noviembre, a base de un decreto del rey fue
trasladada a Brandeburgo; fue disuelta durante el golpe de Estado en Prusia en
diciembre de 1848.- 179, 197, sin distinguir entre derechas e izquierdas. Ya el
primer número empezó con un artículo que ridiculizaba la poquedad del
parlamento de Francfort, la esterilidad de sus larguísimos discursos y la inutilidad
de sus cobardes resoluciones ******[*]. Este artículo nos costó la mitad de los
accionistas. El parlamento de Francfort ni siquiera era un club de debates; en él
apenas se discutía; casi no se hacía más que recitar las disertaciones académicas
que se llevaban preparadas y aprobar resoluciones destinadas a entusiasmar al
filisteo alemán, pero de las que, por lo demás, nadie hacía caso.
La asamblea de Berlín tenía ya más importancia, pues se enfrentaba a una fuerza
real y no discutía ni tomaba resoluciones en el vacío, en el reino de las nubes de
la asamblea de Francfort. Por eso, el periódico le dedicaba más atención. Pero los
ídolos de la izquierda de la asamblea de Berlín —Schulze-Delitsch, Berends,
Elsner, Stein, etc.— eran tratados por nosotros con la misma dureza que a los de
Francfort, poniendo implacablemente al desnudo su indecisión, su timidez y su
gazmoñería y demostrándoles cómo se iban deslizando paso a paso, a fuerza de
componendas, por la senda de la traición a la revolución. Esto provocaba,
naturalmente, el espanto del demócrata pequeñoburgués, que acababa de
fabricar para su propio uso a estos ídolos. Pero este espanto era, para nosotros, la
prueba de que habíamos dado en el blanco.
Asimismo salíamos al paso de las ilusiones, celosamente difundidas por la
pequeña burguesía, de que la revolución había terminado con las jornadas de
marzo y de que ahora no había más que recoger sus frutos. Para nosotros, febrero
y marzo sólo podían tener el significado de una auténtica revolución siempre y
cuando que no fuesen el remate, sino, por el contrario, el punto de partida de un
largo movimiento revolucionario, en el que (como había ocurrido en la Gran
Revolución francesa) el pueblo se fuese desarrollando a través de sus propias
luchas, en el que los partidos se fuesen deslindando cada vez más nítidamente
hasta coincidir por entero con las grandes clases —burguesía, pequeña
burguesía y proletariado— y en el que el proletariado fuese conquistando, en una
serie de batallas, una posición tras otra. De ahí que nos enfrentásemos también
con la pequeña burguesía democrática siempre que ésta pretendía velar sus
contradicciones de clase con el proletariado con la frase favorita de que "todos
queremos lo mismo, nuestras diferencias se deben todas a meros equívocos". Y
cuanto menos consentíamos que la pequeña [180] burguesía se forjara ilusiones
en cuanto a nuestra democracia proletaria, más dócil y sumisa se mostraba con
nosotros. Cuanto más enérgica y resueltamente se enfrenta uno con ella, tanto
más gustosa agacha la cabeza y tantas más concesiones hace al partido obrero. Lo
hemos visto a través de nuestra propia experiencia.
Poníamos, en fin, al descubierto el cretinismo parlamentario (como lo llamaba
Marx) de las diversas asambleas denominadas nacionales ******[*]. Estos señores
habían dejado que se les escapasen de las manos todos los resortes del poder,
reintegrándolos —voluntariamente en parte— a los gobiernos. Junto a gobiernos
reaccionarios nuevamente fortalecidos, en Berlín y en Francfort funcionaban unas
asambleas sin fuerza alguna, aunque se imaginasen que sus acuerdos impotentes
iban a sacar al mundo de quicio. Estas ilusiones cretinas prevalecían hasta entre
la extrema izquierda. ¡Vuestro triunfo parlamentario —les gritábamos—
coincidirá con vuestra derrota real y efectiva!
Y así ocurrió, tanto en Berlín como en Francfort. Cuando la "izquierda" obtuvo la
mayoría, el gobierno disolvió la asamblea; y pudo hacerlo porque ésta había
perdido todo su crédito ante el pueblo.
Cuando, más tarde, leí el libro de Bougeart sobre Marat, vi que nosotros habíamos
imitado inconscientemente, en más de un aspecto, el gran ejemplo del verdadero
"Ami du Peuple" [6] "L'Ami du Peuple" («El amigo del pueblo»): periódico
publicado por J. P. Marat del 12 de septiembre de 1789 al 14 de julio de 1793; con
este nombre apareció del 16 de septiembre de 1789 al 21 de septiembre de 1792;
el periódico salía con la firma: "Marat, l'Ami du Peuple".- 180 (no del falseado por
los monárquicos), y que todo ese griterío furioso y todo ese falseamiento de la
historia que ha desfigurado por completo, a lo largo de casi un siglo, la verdadera
imagen de Marat, se debe exclusivamente a que Marat desenmascaró sin piedad
a los ídolos del momento (Lafayette, Bailly y otros), denunciándolos como
traidores consumados de la revolución, y a que Marat, al igual que nosotos, no
consideraba que la revolución había terminado, sino que se había declarado
permanente.
Proclamamos abiertamente que la tendencia que nosotros representábamos sólo
podría lanzarse a la lucha por la consecución de nuestros objetivos reales de
partido cuando el más extremo de los partidos oficiales existentes en Alemania
llegase al poder. Y entonces, frente a él, nosotros formaríamos la oposición.
Pero los acontecimientos hicieron que a las burlas contra nuestros adversarios
alemanes se uniese el fuego de la pasión. La insurrección de los obreros de París
en junio de 1848 nos encontró en nuestro puesto. Desde que sonó el primer tiro
nos pusimos resueltamente al lado de los insurrectos. Después de [181] su
derrota, Marx ensalzó la memoria de los vencidos en uno de sus artículos más
vigorosos [*].
En vista de esto nos abandonaron los últimos accionistas que nos quedaban. Pero
tuvimos la satisfacción de ser el único periódico de Alemania y casi de toda
Europa que mantuvo en alto la bandera del proletariado derrotado en un
momento en que los burgueses y los pequeños burgueses de todos los países
volcaban sobre los vencidos sus calumnias más inmundas.
La política exterior propugnada por nosotros era bien sencilla: defender a todo
pueblo revolucionario y llamar a la guerra general de la Europa revolucionaria
contra el gran baluarte de la reacción europea: Rusia. Desde el 24 de febrero [7],
era claro para nosotros que la revolución no tenía más que un enemigo
verdaderamente temible, Rusia, y que este enemigo se vería tanto más obligado
a lanzarse a la lucha cuanto más se extendiese el movimiento a toda Europa. Los
acontecimientos de Viena, Milán y Berlín tenían que retrasar el ataque de Rusia,
pero éste era tanto más seguro cuanto más se acercaba la revolución a las puertas
de Rusia. Pero si se conseguía arrastrar a Alemania a la guerra contra Rusia, se
habrían acabado los Habsburgos y los Hohenzollern, y la revolución triunfaría en
toda la línea.
Esta línea política es mantenida en todos los números del periódico hasta el
momento en que los rusos invaden Hungría, hecho que vino a confirmar
plenamente nuestros pronósticos y que decidió la derrota de la revolución.
En la primera de 1849, a medida que se acercaba la batalla decisiva, el lenguaje
del periódico iba haciéndose más violento y más apasionado en cada número.
Wilhelm Wolff recordó a los campesinos de Silesia, en su serie de artículos
titulada "Los mil millones silesianos" (ocho artículos) [8] cómo los terratenientes,
con motivo del rescate de las cargas feudales, les habían estafado, con ayuda del
gobierno, su dinero y sus tierras, y exigía para ellos una indemnización de mil
millones de táleros.
Al mismo tiempo se publicó en abril, en una serie de artículos editoriales, la obra
de Marx sobre el trabajo asalariado y el capital [*], que constituían una clarísima
indicación sobre los objetivos sociales de nuestra política. Cada número, cada
edición extraordinaria aludían a la gran batalla que se estaba preparando, al
recrudecimiento de las contradicciones en Francia, Italia, Alemania y Hungría.
Sobre todo los números extraordinarios de abril y mayo eran otros tantos
llamamientos al pueblo, invitándole a estar preparado para la acción.
[182]
En toda Alemania se maravillaban de que pudiéramos hablar tan abiertamente de
todo eso en una fortaleza prusiana de primer orden, con una guarnición de ocho
mil hombres, y en las mismas narices del cuerpo de guardia. Pero nuestra
redacción, en la que había ocho fusiles de bayoneta y 250 cartuchos, amén de los
gorros frigios que llevaban nuestros cajistas, era también considerada por los
oficiales como una fortaleza que no podrían tomar con un simple golpe de mano.
Por fin, el 18 de mayo de 1849 descargó el golpe.
La sublevación de Dresde y Elberfeld había sido sofocada y la de Iserlohn estaba
cercada; las provincias del Rin y Westfalia estaban erizadas de bayonetas, que,
después de aplastar por completo a la Prusia renana, se disponían a marchar
sobre el Palatinado y Baden. Fue entonces cuando el gobierno se atrevió, por fin,
a meternos mano. La mitad de nuestros redactores fue procesada judicialmente;
los demás debían ser expulsados por no tener la nacionalidad prusiana. Mientras
el gobierno tuviera detrás a todo un cuerpo de ejército, no había nada que hacer.
No tuvimos más remedio que entregar nuestra fortaleza, pero evacuamos con
armas y bagajes, con música y con la bandera desplegada del último número,
impreso en tinta roja, en el que precavíamos a los obreros de Colonia contra toda
intentona desesperada y les decíamos:
«Los redactores de la "Neue Rheinische Zeitung" se despiden de vosotros
dándoos las gracias por la simpatía que les habéis demostrado. Su última palabra
será siempre y en todas partes ésta: ¡Emancipación de la clase obrera!»
Así termino la "Neue Rheinische Zeitung", poco antes de cumplir un año de
existencia. Habiendo comenzado casi sin dinero —los escasos recursos
prometidos no le fueron entregados, como hemos visto—, en septiembre tenía
una tirada de cerca de 5.000 ejemplares. Fue suspendida al declararse el estado
de sitio en Colonia; a mediados de octubre tuvo que comenzar desde el principio.
Pero en mayo de 1849, al declararse su prohibición, contaba ya con 6.000
suscriptores, mientras que la "Kölnische Zeitung" [9] no contaba, por aquel
entonces, según confesaba ella misma, con más de 9.000. Ningún periódico
alemán ha tenido jamás, ni antes ni después, la fuerza y la influencia que tuvo la
"Neue Rheinische Zeitung", ni ha sabido galvanizar a las masas proletarias como
ella.
Y esto lo debía, principalmente, a Marx.
Después del golpe, la redacción se dispersó. Marx se trasladó a París, donde se
estaba preparando el desenlace que se produjo el 13 de junio de 1849 [10];
Wilhelm Wolff se fue a ocupar su escaño en el parlamento de Francfort, donde la
asamblea debía elegir [183] entre ser disuelta desde arriba o unirse a la
revolución; y yo me fui al Palatinado, entrando de ayudante en el cuerpo de
voluntarios de Willich.
Escrito por Engels a mediados Se publica de acuerdo con el
de febrero y comienzos de marzo texto del periódico.
de 1884.
Publicado en el periódico Traducido del alemán.
"Der Sozialdemokrat", Nº 11,
del 13 de marzo de 1884.
Firmado: F. Engels.
NOTAS
[1]
116 En el artículo presente, escrito para el primer aniversario de la muerte de Marx, Engels
explica las particularidades de la táctica de los revolucionarios proletarios en el período de la
revolución democrática burguesa de los años 1848-1849. El trabajo de Engels muestra la
significación histérica de la lucha revolucionaria de las masas y de la justa dirección táctica de sus
acciones. Engels subraya que el partido proletario debe combinar acertadamente las tareas
democrátieas generales con las proletarias. En el ejemplo de la táctica de Marx en los años 1848 y
1849 Engels enseña a los socialdemócratas alemanes a luchar por el papel rector de la clase
obrera en el movimiento democrático general, defender los intereses de clase del proletariado,
no dejarse llevar por las ilusiones pequeñoburguesas y denunciar decididamente los intentos de
las clases gobernantes de embaucar al proletariado con falsas promesas.- 174
[2] 117 Trátase de la revolución de 1848 en Francia.- 174
[*] Véase la presente edición, t. 1, pág. 122. (N. de la Edit.)
[3] 83 Aquí y en adelante, Engels no entiende por "Código de Napoleón" únicamente el "Code
civil" (Código civil) de Napoleón adoptado en 1804 y conocido con este nombre, sino, en el
sentido lato de la palabra, todo el sistema del Derecho burgués, representado por los cinco
códigos (civil, civil-procesal, comercial, penal y penal-procesal) adoptados bajo Napoleón I en los
años de 1804 a 1810. Dichos códigos fueron implantados en las regiones de Alemania Occidental
y Sudoccidental conquistadas por la Francia de Napoleón y siguieron en vigor en la provincia del
Rin incluso después de la anexión de ésta a Prusia en 1815.- 112, 177, 390, 486, 520
[4] 118 Se alude a los ministros del gobierno prusiano, llegado al poder después de la revolución
de marzo de 1848: Hansemann, Camphausen y otros líderes de la burguesía liberal, que llevaban
a cabo una política traidora de conciliación con la burguesía.- 178
[5] 119 Asamblea de Francfort: Asamblea Nacional convocada después de la revolución de marzo
en Alemania, que comenzó sus sesiones el 18 de mayo de 1848, en Francfort del Meno. La tarea
principal de la Asamblea consistía en liquidar el fraccionamiento político de Alemania y elaborar
la Constitución de toda Alemania. Sin embargo, a causa de la cobardía y las vacilaciones de su
mayoría liberal, la indecisión y la inconsecuencia de su ala izquierda, la Asamblea no se atrevió a
tomar en sus manos el poder supremo del país y no supo adoptar una postura decidida respecto a
las cuestiones fundamentales de la revolución alemana de los años 1848-1849. El 30 de mayo de
1849, la Asamblea se vio obligada a trasladar su sede a Stuttgart. El 18 de junio fue dispersada por
las tropas.
[*******] Véase F. Engels, "La Asamblea de Francfort". (N. de la Edit.)
[*******] Véase la presente edición, t. 1, pág. 465. (N. de la Edit.)
[6] 120 El libro de A. Bougeart, "Marat, l'Ami du Peuple" («Marat, el amigo del pueblo»), apareció
en París en 1865.
[*]Véase Carlos Marx, "Revolución de junio". (N. de la Edit.)
[7] 121 El 24 de febrero de 1848. Se trata del día de la caída de la monarquía de Luis Felipe en
Francia. Nicolás I, al recibir la noticia del triunfo de la revolución de febrero en Francia, dio la
orden a su ministro de Guerra de efectuar una movilización parcial en Rusia, a fin de prepararse
para la lucha contra la revolución en Europa.- 181
[8] 122 La serie de artículos de W. Wolff fue publicada en "Neue Rheinische Zeitung" del 22 de
marzo al 25 de abril de 1849.- 181
[*] Véase la presente edición, t. 1, págs. 153-178. (N. de la Edit.)
[9] 47 "Kölnische Zeitung" («Periódico de Colonia»): diario alemán que se publicó con ese nombre
desde 1802 en Colonia; en el período de la revolución de 1848-1849 y la reacción que le sucedió
reflejaba la política de traición y cobardía de la burguesía liberal prusiana; en el último tercio del
siglo XIX estuvo ligado al partido nacional-liberal.- 80, 182, 428
[10] 55 El 13 de junio de 1849, en París, el partido pequeñoburgués La Montaña organizó una
manifestación pacífica de protesta contra el envío de tropas francesas para aplastar la revolución
en Italia. La manifestación fue disuelta por las tropas. Muchos líderes de La Montaña fueron
arrestados y deportados o tuvieron que emigrar de Francia.- 83, 182, 197
[184]
F. ENGELS
CONTRIBUCION A LA HISTORIA DE LA LIGA DE
[1]
LOS COMUNISTAS
Con la condena de los comunistas de Colonia, en 1852 [2], cae el telón sobre el
primer período del movimiento obrero alemán independiente. Hoy, este período
se halla casi olvidado. Y sin embargo, duró desde 1836 hasta 1852 y se desarrolló,
dada la gran difusión de los obreros alemanes en el extranjero, en casi todos los
países civilizados. Más aún. El movimiento obrero internacional de hoy es, en el
fondo, la continuación directa del movimiento obrero alemán de entonces, que
fue, en general, el primer movimiento obrero internacional y del que salieron
muchos de los hombres que habían de ocupar puestos dirigentes en la Asociación
Internacional de los Trabajadores. Y los principios teóricos que la Liga de los
Comunistas inscribió en sus banderas con el Manifiesto Comunista ******[*], en
1847, son hoy el vínculo internacional más fuerte que une todo el movimiento
proletario de Europa y América.
Hasta hoy, no existe más que una fuente importante para escribir una historia
coherente de dicho movimiento. Es el denominado libro negro: "Las
conspiraciones comunistas del siglo XIX", por Wermuth y Stieber, Berlín, 2 partes,
1853 y 1854. Esta elucubración, urdida de mentiras por dos de los más miserables
granujas policíacos de nuestro siglo y plagada de falsificaciones conscientes,
[185] sirve todavía hoy de fuente a todos los escritos no comunistas sobre aquella
época.
Lo que yo puedo ofrecer aquí no es más que un bosquejo, y aun éste circunscrito
a la parte que afecta a la Liga misma; sólo lo estrictamente necesario para
comprender las "Revelaciones". Espero, sin embargo, que algún día tendré
ocasión de utilizar los abundantes materiales reunidos por Marx y por mí para la
historia de aquella gloriosa etapa juvenil del movimiento obrero internacional.
***
De la Liga de los Proscritos, asociación secreta democrático-republicana, fundada
en 1834 por emigrados alemanes en París, se separaron en 1836 los elementos
más radicales, proletarios casi todos ellos, y fundaron una nueva asociación
secreta, la Liga de los Justicieros. La Liga madre, en la que sólo continuaron los
elementos más retardatarios, por el estilo de Jakobus Venedey, quedó pronto
aletargada, y cuando, en 1840, la policía descubrió en Alemania el rastro de
algunas secciones, ya no era más que una sombra. En cambio, la nueva Liga se
desarrolló con relativa rapidez. Al principio, era un brote alemán del comunismo
obrero francés, que se iba plasmando por aquella misma época en París y estaba
vinculado a las tradiciones del babuvismo [3]. La comunidad de bienes se
postulaba como corolario obligado de la «igualdad». Los fines eran los de las
sociedades secretas de París en aquella época. Era una sociedad mitad de
propaganda y mitad de conspiración, y aunque no se excluía, ni mucho menos, si
la ocasión se presentaba, la preparación de intentonas en Alemania, siempre se
consideraba París como centro de la acción revolucionaria. Pero, como París era
el campo de batalla decisivo, por aquel entonces la Liga no era, de hecho, más
que una rama alemana de las sociedades secretas francesas, y principalmente de
la "Société des Saisons" [*], dirigida por Blanqui y Barbés, con la que estaba en
íntima relación. Los franceses se echaron a la calle el 12 de mayo de 1839; las
secciones de la Liga hicieron causa común con ellos y se vieron así arrastrados a
la derrota común [4] La sublevación del 12 de mayo de 1839, en París, en la cual
desempeñaron el papel principal los obreros revolucionarios, fue preparada por
la Sociedad de las Estaciones del Año; la sublevación, que no se apoyaba en las
amplias masas, fue aplastada por las tropas gubernamentales y la Guardia
Nacional.- 185.
De los alemanes fueron detenidos, entre otros, Karl Schapper y Heinrich Bauer; el
Gobierno de Luis Felipe se contentó con expulsarlos, tras larga prisión. Ambos se
trasladaron a Londres. Schapper, natural de Weilburgo (Nassau), había militado
en 1832, siendo estudiante de ciencias forestales en Giessen, en la conspiración
organizada por Georg Büchner; el 3 de abril de 1833, tomó parte en el asalto
contra la guardia del condestable en Francfort [5], [186] huyó luego al extranjero
y participó, en febrero de 1834, en la expedición de Mazzini contra Saboya [6].
De gigantesca corpulencia, expedito y enérgico, dispuesto siempre a jugarse el
bienestar y la vida, era el verdadero tipo del revolucionario profesional, tal como
lo conocemos a través del papel que desempeñó en la década del treinta. Aunque
un poco torpe de pensamiento, no era, ni mucho menos, hombre cerrado a la
comprensión profunda de los problemas teóricos, como lo demuestra su misma
evolución de «demagogo» [7] a comunista, y, después que aceptaba una cosa, se
aferraba a ella con tanta más fuerza. Precisamente por eso, su pasión
revolucionaria chocaba a veces con su inteligencia; pero después advertía su
error y sabía reconocerlo abiertamente. Era todo un hombre, y lo hecho por él
para la fundación del movimiento obrero alemán nunca será olvidado.
Heinrich Bauer, natural de Franconia, de oficio zapatero, era un muchacho vivo,
despierto e ingenioso, cuyo cuerpo menudo albergaba tanta habilidad como
decisión.
Una vez en Londres, donde Schapper, que en París había sido cajista de imprenta,
procuraba ganarse la vida dando clases de idiomas, ambos se dedicaron a
reanudar los cabos rotos de la Liga, haciendo de Londres el centro de esta
organización. Aquí, si ya no antes, en París, se les unió Joseph Moll, relojero de
Colonia, de talla media, pero de fuerza hercúlea —¡cuántas veces él y Schapper
apuntalaron eficazmente, con sus espaldas, la puerta de una sala contra
centenares de asaltantes!—, hombre que igualando, por lo menos, a sus dos
camaradas en energía y decisión, los superaba en inteligencia. No sólo era, como
demostraron los éxitos de sus numerosas misiones, un diplomático innato; su
espíritu era también más abierto a la penetración teórica. Los conocí a los tres en
Londres, en 1843; eran los primeros revolucionarios proletarios que veía; y, a
pesar de lo mucho que por aquel entonces discrepaban en cuanto al detalle
nuestras opiniones —pues a su limitado comunismo igualitario *[*] oponía yo
todavía, en aquella época, una buena dosis de soberbia filosófica, no menos
limitada—, jamás olvidaré la formidable impresión que aquellos tres hombres de
verdad me causaron, cuando yo empezaba precisamente a hacerme hombre.
En Londres, como en Suiza —aunque aquí en menor medida—, les favorecía la
libertad de reunión y asociación. El 7 de febrero de 1840 ya había sido fundada la
Asociación Educativa de Obreros Alemanes, que todavía existe [8]. Esta
Asociación servía a la Liga como zona de reclutamiento de nuevos miembros, y
puesto que [187] los comunistas eran, como siempre, los más activos y más
inteligentes de la Asociación, fácilmente se comprende que la dirección de ésta
se encontrase totalmente en manos de la Liga. La Liga pronto tuvo en Londres
varias comunas o «cabañas», como todavía se llamaban por aquel entonces. Esta
misma táctica, lógica y natural en aquellas condiciones, era la que se seguía en
Suiza y en otros países. Donde era posible fundar asociaciones obreras, se las
utilizaba del mismo modo. Donde las leyes lo prohibían, los miembros de la Liga
ingresaban en asociaciones corales, gimnásticas, etc. El enlace lo mantenían casi
siempre los afiliados que entraban y salían constantemente de los diversos países
y que actuaban también, cuando hacía falta, como emisarios. Ayudaba
eficazmente a la Liga en ambos aspectos la sabiduría de los gobiernos,
convirtiendo a cada obrero indeseable —que en el noventa por ciento de los
casos era un afiliado a la Liga—, mediante su expulsión, en un emisario.
La Liga restaurada tuvo una difusión considerable, sobre todo en Suiza, donde
Weitling, August Becker (una magnífica cabeza, pero que se echó a perder, como
tantos alemanes, por falta de estabilidad interior) y otros, crearon una fuerte
organización, más o menos identificada con el sistema comunista weitlingiano. No
es éste el lugar indicado para hacer la crítica del comunismo de Weitling. Pero en
lo que se refiere a su importancia como primer atisbo teórico independiente del
proletariado alemán, puedo suscribir todavía hoy las palabras de Marx en el
"Vorwärts" [9] de París, en 1844:
«¿Dónde podía ella (la burguesía alemana), incluyendo a sus filósofos y escribas,
presentar una obra relativa a la emancipación —política— de la burguesía, como
las "Garantías de la Armonía y la Libertad" de Weitling? Si se compara la insípida
y pusilánime mediocridad de la literatura política alemana con este sublime y
brillante comienzo de los obreros alemanes; si se comparan estos gigantescos
zapatos de niño del proletariado con las proporciones enanas de los desgastados
zapatos políticos de la burguesía, hay que profetizar a esta Cenicienta una talla de
atleta».
Este atleta lo tenemos hoy ante nuestros ojos, y eso que aún no ha llegado, ni con
mucho, a la plenitud de su desarrollo.
En Alemania existían también numerosas secciones de carácter fugaz, como
correspondía al estado de cosas, pero las que surgían compensaban con creces a
las que desaparecían. Sólo a los siete años, a fines de 1846, la policía pudo
descubrir rastros de la Liga en Berlín (Mentel) y en Magdeburgo (Beck), sin que
le fuese posible seguirlos.
[188]
Weitling, que en 1840 se encontraba todavía en París, reagrupó también aquí,
antes de trasladarse a Suiza, a los elementos dispersos.
El contingente central de la Liga lo formaban los sastres. En Suiza, en Londres, en
París, por todas partes había sastres alemanes. En París, el alemán se había
impuesto hasta tal punto como idioma de esta rama industrial, que en 1846 conocí
allí a un sastre noruego que había venido a Francia en viaje directo, por mar,
desde Trondhjem, y que al cabo de 18 meses apenas sabía una palabra de
francés, pero en cambio había aprendido magníficamente el alemán. En 1847, de
las tres comunas de París, dos estaban formadas, predominantemente, por sastres
y la tercera por ebanistas.
Al desplazarse de París a Londres el centro de gravedad de la organización, pasó
a primer plano un nuevo factor: la Liga, que era una organización alemana, se fue
convirtiendo, poco a poco, en una organización internacional. En la asociación
obrera se congregaban, además de los alemanes y los suizos, todas aquellas
nacionalidades a quienes el idioma alemán sirve preferentemente para
entenderse con los extranjeros; es decir, principalmente, escandinavos,
holandeses, húngaros, checos, sudeslavos y también rusos y alsacianos. En 1847,
era huésped asiduo de la asociación, entre otros, un granadero de la guardia
inglesa, que venía de uniforme. La asociación no tardó en tomar el título de
Asociación Educativa Comunista Obrera, y en los carnets figuraba la divisa de
«Todos los hombres son hermanos» en veinte idiomas por lo menos, aunque con
alguna que otra falta de ortografía. Al igual que la Asociación pública, la Liga
secreta revistió también en seguida un carácter más internacional; al principio, en
un sentido limitado todavía: prácticamente, por la diversa nacionalidad de sus
miembros, y teóricamente, por la conciencia de que toda revolución, para
triunfar, tenía que ser una revolución europea. Entonces no se pasó de aquí, pero
había quedado sentada la base.
Manteníase estrecho contacto con los revolucionarios franceses a través de los
refugiados de Londres, compañeros de armas en los combates del 12 de mayo de
1839. También se mantenía contacto con los polacos más radicales. Los
emigrados polacos oficiales, al igual que Mazzini, eran, naturalmente, más bien
adversarios que aliados. A los cartistas ingleses se les dejaba a un lado como
elementos no revolucionarios, por razón del carácter específicamente inglés de
su movimiento. Más tarde, los dirigentes de la Liga en Londres entraron en
relación con ellos a través de mí.
También en otros aspectos había cambiado el carácter de la Liga, al cambiar los
acontecimientos. Aunque se siguiese considerando a París —y entonces con toda
razón— como la patria de la revolución, no se dependía ya de los conspiradores
parisinos. [189] La difusión de la Liga contribuyó a elevar su propia conciencia.
Percibíase que el movimiento iba echando cada vez más raíces entre la clase
obrera alemana y que estos obreros alemanes estaban históricamente llamados a
ser los abanderados de los obreros del norte y del este de Europa. La clase
obrera alemana tenía en Weitling un teórico del comunismo que se podía
comparar sin miedo con sus competidores franceses de aquella época.
Finalmente, la experiencia del 12 de mayo había enseñado que ya era hora de
renunciar a las intentonas. Y si se seguía interpretando cada acontecimiento como
un signo de la tormenta que se avecinaba y se mantenían vigentes los antiguos
estatutos semiconspirativos, había que achacarlo más bien a la tozudez de los
viejos revolucionarios, que comenzaba ya a chocar con la razón serena, a medida
que ésta iba abriéndose paso.
En cambio, la doctrina social de la Liga, con todo lo vaga que era, adolecía de un
defecto muy grande, pero basado en las circunstancias mismas. Los miembros de
la Liga, cuando pertenecían a la clase obrera, eran, de hecho, casi siempre
artesanos. El hombre que los explotaba era, por lo general, incluso en las
grandes capitales, un pequeño maestro. Hasta en Londres, estaba todavía en sus
comienzos, por aquella época, la explotación de la sastrería en gran escala, lo
que ahora se llama industria de la confección, surgida de la transformación del
oficio de sastre en una industria a domicilio por cuenta de un gran capitalista. De
un lado, el explotador de estos artesanos era un pequeño maestro, y de otro lado,
todos ellos contaban con terminar por convertirse, a su vez, en pequeños
maestros. Además, sobre el artesano alemán de aquel tiempo pesaba todavía una
masa de prejuicios gremiales heredados del pasado. Y es algo que honra
muchísimo a estos artesanos —que no eran aún proletarios en el pleno sentido de
la palabra, sino un simple apéndice de la pequeña burguesía, un apéndice que
estaba pasando a las filas del proletariado, pero que no se hallaba aún en
contraposición directa a la burguesía, es decir, al gran capital—, el haber sido
capaces de adelantarse instintivamente a su futuro desarrollo y de organizarse,
aunque no tuviesen plena conciencia de ello, como partido del proletariado.
Pero, era también inevitable que sus viejos prejuicios artesanos se les enredasen
a cada paso entre las piernas, siempre que se trataba de criticar de un modo
concreto la sociedad existente, es decir, de investigar los hechos económicos. Yo
creo que no había, en toda la Liga, nadie que hubiese leído nunca un libro de
Economía. Pero esto no era un gran obstáculo; por el momento, todas las
montañas teóricas se vencían a fuerza de «igualdad», «justicia» y «fraternidad».
Entretanto, se había ido formando, junto al comunismo de la Liga y de Weitling,
un segundo comunismo, sustancialmente [190] distinto de aquél. Viviendo en
Manchester, me había dado yo de narices con el hecho de que los fenómenos
económicos, a los que hasta allí los historiadores no habían dado ninguna
importancia, o sólo una importancia muy secundaria, son, por lo menos en el
mundo moderno, una fuerza histórica decisiva; vi que esos fenómenos son la base
sobre la que nacen los antagonismos de clase actuales y que estos antagonismos
de clase, en los países en que se hallan plenamente desarrollados gracias a la
gran industria, y por tanto, principalmente, en Inglaterra, constituyen a su vez la
base para la formación de los partidos políticos, para las luchas de los partidos y,
por consiguiente, para toda la historia política. Marx, no sólo había llegado al
mismo punto de vista, sino que lo había expuesto ya en los "Deutsch-Französische
Jahrbücher" [10] en 1844, generalizándolo en el sentido de que no es el Estado el
que condiciona y regula la sociedad civil, sino ésta la que condiciona y regula el
Estado, y de que, por tanto, la política y su historia hay que explicarlas por las
relaciones económicas y su desarrollo, y no a la inversa. Cuando visité a Marx en
París, en el verano de 1844, se puso de manifiesto nuestro completo acuerdo en
todos los terrenos teóricos, y de allí data nuestra colaboración. Cuando volvimos
a reunirnos en Bruselas, en la primera de 1845, Marx, partiendo de los principios
básicos arriba señalados, había desarrollado ya, en líneas generales, su teoría
materialista de la historia, y nos pusimos a elaborar en detalle y en las más
diversas direcciones la nueva concepción descubierta.
Este descubrimiento, que venía a revolucionar la ciencia histórica y que, como se
ve, fue, esencialmente, obra de Marx, sin que yo pueda atribuirme en él más que
una parte muy pequeña, encerraba una importancia directa para el movimiento
obrero de la época. Ahora, el comunismo de los franceses y de los alemanes y el
cartismo de los ingleses ya no aparecían como algo casual, que lo mismo habría
podido no existir. Estos movimientos se presentaban ahora como un movimiento
de la moderna clase oprimida, del proletariado, como formas más o menos
desarrolladas de su lucha históricamente necesaria contra la clase dominante,
contra la burguesía; como formas de la lucha de clases, pero que se distinguían
de todas las luchas de clases anteriores en que la actual clase oprimida, el
proletariado, no puede llevar a cabo su emancipación, sin emancipar al mismo
tiempo a toda la sociedad de su división en clases, y por tanto, de la lucha de
clases. Ahora, el comunismo ya no consistía en exprimir de la fantasía un ideal de
la sociedad lo más perfecto posible, sino en comprender el carácter, las
condiciones y, como consecuencia de ello, los objetivos generales de la lucha
librada por el proletariado.
[191]
Nuestra intención no era, ni mucho menos, comunicar exclusivamente al mundo
«erudito», en gordos volúmenes, los resultados científicos descubiertos por
nosotros. Nada de eso. Los dos estábamos ya metidos de lleno en el movimiento
político, teníamos algunos partidarios entre el mundo culto, sobre todo en el
occidente de Alemania, y grandes contactos con el proletariado organizado.
Estábamos obligados a razonar científicamente nuestros puntos de vista, pero
considerábamos igualmente importante para nosotros el ganar al proletariado
europeo, empezando por el alemán, para nuestra doctrina. Apenas llegamos a
conclusiones claras para nosotros mismos, pusimos manos a la obra. En Bruselas,
fundamos la Asociación obrera alemana [11] y nos adueñamos de la "Deutsche-
Brüsseler Zeitung" [12], que nos sirvió de órgano de prensa hasta la revolución de
febrero. Con el sector revolucionario de los cartistas ingleses estábamos en
relaciones por medio de Julian Harney, redactor del "Northern Star" [13], órgano
central del movimiento cartista, en el que yo colaboraba. También formábamos
una especie de coalición con los demócratas de Bruselas (Marx era
vicepresidente de la Asociación Democrática [14]) y con los demócratas
socialistas franceses de "La Réforme" [15], periódico al que yo suministraba
noticias sobre el movimiento inglés y alemán. En una palabra, nuestras relaciones
con las organizaciones y los periódicos radicales y proletarios eran las que se
podían apetecer.
Nuestras relaciones con la Liga de los Justicieros eran las siguientes: conocíamos,
claro está, la existencia de esta Liga; en 1843, Schapper me había propuesto
ingresar en ella, cosa a la que, por supuesto, me negué en aquel entonces. Pero
no sólo manteníamos asidua correspondencia con los londinenses, sino que
estábamos en contacto todavía más estrecho con el doctor Ewerbeck, dirigente
por aquella época de las comunas de París. Sin preocuparnos de los asuntos
interiores de la Liga, estábamos informados de cuanto de importante ocurría en
ella. Además, influímos de palabra, por carta y a través de la prensa en los juicios
teóricos de los miembros más destacados de la Liga. También utilizamos para ello
diversas circulares litografiadas dirigidas por nosotros a nuestros amigos y
corresponsales del mundo entero, en ocasiones especiales, cuando se planteaban
problemas internos del Partido Comunista en gestación. Estas circulares
afectaban también, a veces, a la Liga misma. Así, por ejemplo, un joven
estudiante westfaliano llamado Hermann Kriege, habíase presentado en
Norteamérica como emisario de aquella organización, asociándose con el loco
Harro Harring para revolucionar la América del Sur por medio de la Liga, y había
fundado un periódico [*] [16] en el que predicaba, en [192] nombre de la Liga, un
comunismo dulzarrón basado en el "amor", saturado de amor y desbordando
amor por todas partes. Salimos al paso de esto con una circular que no dejó de
surtir su efecto, y Kriege desapareció de la escena de la Liga.
Más tarde se presentó en Bruselas Weitling. Pero ya no era aquel joven y
candoroso oficial de sastre que, asombrado de su propio talento, se esforzaba en
descubrir cómo iba a ser la futura sociedad comunista. Era el gran hombre que se
creía perseguido por los envidiosos de su superioridad, el que veía en todas
partes rivales, enemigos secretos y celadas; el profeta acosado de país en país,
que guarda en el bolsillo la receta para hacer descender el cielo sobre la Tierra y
se imagina que todos quieren robársela. Ya en Londres, había andado a la greña
con las gentes de la Liga, y en Bruselas, donde Marx y su mujer lo acogieron con
una paciencia casi sobrehumana, no pudo tampoco entenderse con nadie. En
vista de eso, pronto se marchó a América, para probar allí el oficio de profeta.
Todas estas circunstancias contribuyeron a la callada transformación que se había
ido operando en la Liga, y sobre todo entre los dirigentes de Londres. Cada vez
se daban más cuenta de cuán inconsistente era la concepción del comunismo que
venía imperando, tanto la del comunismo igualitario francés, de carácter muy
primitivo, como la del comunismo witlingiano. El intento de Weitling de retrotaer
el comunismo al cristianismo primitivo —a pesar de los detalles geniales que se
contienen en su "Evangelio de los pobres pecadores"—, había conducido, en
Suiza, a poner el movimiento, en gran parte, primero en manos de necios como
Albrecht y luego de aprovechados charlatanes como Kuhlmann. El «verdadero
socialismo» difundido por algunos literatos, traducción de la fraseología socialista
francesa al mal alemán de Hegel y al amor dulzarrón (véase el punto del
"Manifiesto Comunista" que trata del socialismo alemán o «verdadero» socialismo
*
[*]), y que Kriege y las lecturas de las obras en cuestión habían introducido en la
Liga, tenía forzosamente que despertar, aunque sólo fuese por su babeante
impotencia, la repugnancia de los viejos revolucionarios de la Liga. Frente a las
precarias ideas teóricas anteriores y frente a las desviaciones prácticas que de
ellas resultaban, los de Londres fueron dándose cuenta, cada vez más, de que
Marx y yo teníanos razón con nuestra nueva teoría. A que esto fuese comprendido
contribuyó indudablemente la presencia, entre los dirigentes de Londres, de dos
hombres que superaban considerablemente a los mencionados en cuanto a
capacidad teórica: el [193] miniaturista Karl Pfänder, de Heilbronn, y el sastre
Georg Eccarius, de Turingia [*].
Resumiendo, en la primavera de 1847 se presentó Moll en Bruselas a visitar a
Marx, y en seguida en París a visitarme a mí, para invitarnos nuevamente, en
nombre de sus camaradas, a ingresar en la Liga. Nos dijo que estaban
convencidos, tanto de la justeza general de nuestra concepción, como de la
necesidad de liberar a la Liga de las viejas tradiciones y formas conspirativas.
Que si queríamos ingresar, se nos daría la ocasión, en un congreso de la Liga,
para desarrollar nuestro comunismo crítico en un manifiesto, que luego se
publicaría como manifiesto de la Liga; y que nosotros podríamos contribuir
también a sustituir la organización anticuada de la Liga por otra nueva, más
adecuada a los tiempos y a los fines perseguidos.
De que la clase obrera alemana necesitaba, aunque sólo fuese por razones de
propaganda, una organización, y de que esta organización, si no había de ser
puramente local, tenía que ser necesariamente clandestina, incluso fuera de
Alemania, no nos cabía la menor duda. Pues bien; en la Liga teníamos
precisamente esa organización. Y si lo que habíamos tenido que reprocharles
hasta entonces era abandonado ahora como erróneo por los propios
representantes de la Liga, y éstos nos invitaban a colaborar en su reorganización,
¿podíamos nosotros negarnos? Claro está que no. Ingresamos, pues, en la Liga;
Marx formó una comuna en Bruselas con nuestros amigos más cercanos, y yo
asistía a las tres comunas de París.
En el verano de 1847, se celebró en Londres el primer Congreso de la Liga, al
que W. Wolff acudió representando a las comunas de Bruselas y yo a las de París.
En este Congreso se llevó a cabo, ante todo, la reorganización de la Liga. Se
suprimió lo que quedaba todavía de los viejos nombres místicos de la época
conspirativa; la Liga se organizó en forma de comunas, círculos, círculos
directivos, Comité Central y Congreso, denominándose a partir de entonces Liga
de los Comunistas. «La finalidad de la Liga es el derrocamiento de la burguesía, la
dominación del proletariado, la supresión de la vieja sociedad burguesa, basada
en los antagonismos de clase, y la creación de una nueva sociedad, sin clases y
sin propiedad privada». Tal era el texto del artículo primero *[*]. En cuanto [194]
a la organización, ésta era absolutamente democrática, con comités elegidos y
revocables en todo momento, con lo cual se cerraba la puerta a todas las
veleidades conspirativas que exigen siempre un régimen de dictadura, y la Liga
se convertía —por lo menos para los tiempos normales de paz— en una sociedad
exclusivamente de propaganda. Estos nuevos estatutos —véase cuán
democráticamente se procedía ahora— se presentaron a las comunas para su
discusión, volviendo a examinarse en el segundo Congreso, que los aprobó
definitivamente el 8 de diciembre de 1847. Aparecen reproducidos en la obra de
Wermuth y Stieber, tomo I, pág. 239, apéndice X.
El segundo Congreso se celebró a fines de noviembre y comienzos de diciembre
del mismo año. A este Congreso asistió también Marx, que defendió en un largo
debate —el Congreso duró, por lo menos, diez días— la nueva teoría. Por fin,
todas las objeciones y dudas quedaron despejadas, los nuevos principios fueron
aprobados por unanimidad y Marx y yo recibimos el encargo de redactar el
manifiesto. Así lo hicimos, inmediatamente. Pocas semanas antes de la revolución
de febrero, enviamos el Manifiesto [*] a Londres, para su impresión. Desde
entonces, ha dado la vuelta al mundo, está traducido a casi todos los idiomas y
sirve todavía hoy de guía del movimiento proletario, en los más diversos países.
La vieja divisa de la Liga: «Todos los hombres son hermanos», fue sustituida por el
nuevo grito de guerra: «¡Proletarios de todos los países, uníos!», que proclamaba
abiertamente el carácter internacional de la lucha. Diez y siete años después, la
nueva divisa resonaba en el mundo entero como el grito de batalla de la
Asociación Internacional de los Trabajadores, y hoy aparece inscrito en las
banderas del proletariado militante de todos los países.
Estalló la revolución de febrero. El Comité Central de Londres transfirió
inmediatamente sus poderes al círculo directivo de Bruselas. Pero este acuerdo
llegó en el momento en que Bruselas se hallaba ya, de hecho, en estado de sitio y
cuando sobre todo los alemanes no podían ya reunirse en parte alguna. Como
todos estábamos a punto de trasladarnos a París, el nuevo Comité Central acordó,
a su vez, disolverse, transfiriendo todos sus poderes a Marx y autorizándole para
constituir inmediatamente en París, un nuevo Comité Central. Apenas se habían
separado las cinco personas que tomaran este acuerdo (era el 3 de marzo de
1848), cuando la policía irrumpió en la casa de Marx, deteniéndole y obligándole
a salir al día siguiente para Francia, viaje que precisamente se disponía él a
emprender.
[195]
Pronto volvimos a reunirnos todos de nuevo en París. Aquí, se redactó el siguiente
documento, firmado por los miembros del nuevo Comité Central, documento que
se difundió en toda Alemania y del que todavía hoy algunos podrían aprender
algo:
REIVINDICACIONES DEL PARTIDO COMUNISTA
EN ALEMANIA [17]
1. Toda Alemania será declarada República una e indivisible.
3. Los representantes del pueblo serán retribuidos, para que también los obreros
puedan formar parte del parlamento del pueblo alemán.
4. Armamento general del pueblo.
7. Las fincas de los príncipes y demás posesiones feudales, todas las minas,
canteras, etc., se convierten en propiedad del Estado. En las fincas se organizará
la explotación en gran escala y con los recursos más modernos de la ciencia, en
provecho de la colectividad.
8. Las hipotecas sobre las tierras de los campesinos se declaran propiedad del
Estado; los campesinos abonarán al Estado los intereses de estas hipotecas.
9. En las regiones en que esté desarrollado el sistema de arriendos, la renta del
suelo o precio de arrendamiento se pagará al Estado en concepto de impuesto.
11. El Estado tomará en sus manos todos los medios de transporte: ferrocarriles,
canales, barcos, caminos, correos, etc., convirtiéndolos en propiedad del Estado
y poniéndolos a disposición de la clase desposeída.
14. Restricción del derecho de herencia.
15. Implantación de fuertes impuestos progresivos y abolición de los impuestos
sobre los artículos de consumo.
16. Organización de talleres nacionales. El Estado garantiza a todos los
trabajadores medios de subsistencia y asume el cuidado de los incapacitados
para trabajar.
17. Instrucción pública general y gratuita.
En interés del proletariado alemán, de la pequeña burguesía y de los
campesinos, laborar con toda energía por la implantación de las medidas que
quedan apuntadas, pues solamente la aplicación de estas medidas asegurará a los
millones de hombres, que hasta ahora venían siendo explotados en Alemania por
una minoría insignificante y a los que se pretenderá seguir manteniendo en la
opresión, los derechos y el poder que les pertenecen como creadores de toda la
riqueza.
El Comité: Carlos Marx, K. Schapper, H. Bauer,
F. Engels, J. Moll, W. Wolff
[196]
En París había por aquel entonces la manía de las legiones revolucionarias.
Españoles, italianos, belgas, holandeses, polacos, alemanes se juntaban en
partidas para ir a libertar sus respectivas patrias. La legión alemana estaba
acaudillada por Herwegh, Bornstedt y Börnstein. Y como, inmediatamente
después de la revolución, los obreros extranjeros, además de quedarse sin
trabajo, se veían acosados por el público, acudían en gran número a las legiones.
El nuevo gobierno vio en ellas un medio para desembarazarse de los obreros
extranjeros, y les concedió l'etape du soldat, o sea, alojamiento en ruta y un plus
de marcha de 50 céntimos por día hasta la frontera, donde luego el sensible
ministro de Negocios Extranjeros, que tenía siempre las lágrimas a punto, el
retórico Lamartine, se encargaría de denunciarlos a sus gobiernos respectivos.
Nosotros nos opusimos con la mayor energía a este intento de jugar a la
revolución. En medio de la efervescencia reinante en Alemania, hacer una
incusión en el país para importar la revolución desde fuera y a la fuerza, equivalía
a socavar la revolución alemana, fortalecer a los gobiernos y entregar a los
mismos legionarios —de esto se encargaba Lamartine— inermes en manos de las
tropas alemanas. Más tarde, al triunfar la revolución en Viena y en Berlín, la
legión ya no tenía ningún objeto; pero como se había comenzado el juego, se
prosiguió.
Fundamos un club comunista alemán [18], en el que aconsejamos a los obreros
que se mantuvieran al margen de la legión y retornaran individualmente a su
país, para ponerse allí al servicio del movimiento. Nuestro viejo amigo Flocon,
que formaba parte del Gobierno Provisional, consiguió para los obreros
expedidos por nosotros las mismas facilidades de viaje que se habían ofrecido a
los legionarios. De este modo, enviamos a Alemania de 300 a 400 obreros, entre
ellos la gran mayoría de los miembros de la Liga.
Como no era difícil prever, la Liga resultó ser una palanca demasiado débil para
encauzar el movimiento desencadenado de las masas populares. Las tres cuartas
partes de los afiliados a la Liga, que antes residían en el extranjero, al regresar a
su país habían cambiado de residencia, con lo cual se disolvían en gran parte sus
comunas anteriores y ellos perdían todo contacto con la Liga. Una parte, los más
ambiciosos, ni siquiera se preocuparon de restablecer este contacto, sino que
cada cual se puso a organizar en su localidad, por su cuenta y riesgo, un pequeño
movimiento por separado. Finalmente, las condiciones que se daban en cada
pequeño Estado, en cada provincia, en cada ciudad, eran tan distintas, que la Liga
no habría podido dar a sus afiliados más que instrucciones muy generales, y éstas
podían hacerse llegar mucho mejor por medio de la prensa. En una palabra,
desde el [197] momento en que cesaron las causas que habían hecho necesaria
una Liga secreta, perdió también ésta su significación. Y a quienes menos podía
sorprender tal cosa, era precisamente a los que acababan de despojar a esta Liga
secreta del último vestigio de su carácter conspirativo.
Sin embargo, ahora se demostraba que la Liga había sido una excelente escuela
de actuación revolucionaria. En el Rin, donde la "Neue Rheinische Zeitung" [*]
constituía un centro sólido, en Nassau, en el Hessen renano, etc., eran siempre
afiliados a la Liga los que aparecían a la cabeza del ala extrema del movimiento
democrático. Y lo mismo en Hamburgo. En el sur de Alemania estorbaba el
predominio de la democracia pequeñoburguesa. En Breslau, trabajó hasta el
verano de 1848 Wilhelm Wolff, con gran éxito, logrando ser nombrado candidato
para representar a Silesia en el parlamento de Francfort [19] La Asamblea de
Berlín fue convocada en Berlín en mayo de 1848 para elaborar la Constitución «de
común acuerdo con la Corona». Al haber adoptado esa fórmula como base de su
actividad, la Asamblea renunció con ello al principio de la soberanía del pueblo;
en noviembre, a base de un decreto del rey fue trasladada a Brandeburgo; fue
disuelta durante el golpe de Estado en Prusia en diciembre de 1848.- 179, 197.
Finalmente, el cajista Stephan Born, militante activo de la Liga en Bruselas y París,
fundó en Berlín una «Hermandad Obrera», que adquirió considerable extensión y
duró hasta 1850. Born, joven de mucho talento, pero que tenía demasiada prisa
por convertirse en un personaje político, «fraternizó» con los elementos más
dispares, con tal de poder reunir en torno suyo un tropel de gente; y él no era, ni
mucho menos, el hombre capaz de poner unidad en las más dispares tendencias
y de hacer luz en el caos. Por eso, en las publicaciones oficiales de su asociación
se mezclan, en abigarrado mosaico, las ideas defendidas en el Manifiesto
Comunista con los recuerdos y los anhelos gremiales, fragmentos de Luis Blanc y
Proudhon, el proteccionismo, etc.; en una palabra, se quería contentar a todo el
mundo. Se organizaron, sobre todo, huelgas, sindicatos, cooperativas de
producción, olvidándose de que lo más importante era conquistar, mediante
victorias políticas, el terreno sin el cual todas esas cosas no podrían sostenerse a
la larga. Y cuando, más tarde, las victorias de la reacción hicieron sentir a los
dirigentes de la Hermandad la necesidad de lanzarse directamente a la lucha
revolucionaria, aquellas confusas masas que se agrupaban en torno a ellos los
dejaron, naturalmente, en la estacada. Born tomó parte en la insurrección de
Dresde, en mayo de 1849 [20], y pudo escapar con suerte. Pero la Hermandad
Obrera se comportó frente al gran movimiento político del proletariado como una
simple Liga particular, que en parte sólo existía sobre el papel y cuya importancia
era tan secundaria que la reacción no consideró necesario suprimirla hasta 1850,
sin meterse hasta varios años más tarde con aquellos retoños suyos que aún
continuaban existiendo. Y Born, cuyo verdadero nombre era Buttermilch, no se
convirtió en un personaje político, [198] sino en un modesto profesor suizo, que
ya no traducía a Marx al lenguaje gremial, sino al plácido Renán a su alemán
almibarado.
El 13 de junio de 1849 en París [21], la derrota de las insurrecciones de mayo en
Alemania y el aplastamiento de la revolución húngara por los rusos pusieron fin a
todo un período de la revolución de 1848. Pero el triunfo de la reacción no era
todavía, ni mucho menos, definitivo. Se imponía la reorganización de las fuerzas
revolucionarias dispersas, y por tanto también las de la Liga. Las circunstancias
venían a vedar, como antes de 1848, toda organización pública del proletariado;
había que volver a organizarse, pues, secretamente.
En el otoño de 1849, volvieron a reunirse en Londres la mayoría de los miembros
de los antiguos comités centrales y congresos. Sólo faltaba Schapper,
encarcelado en Wiesbaden, y que se presentó después de absuelto, en la
primavera de 1850, y Moll, quien después de haber cumplido una serie de
misiones peligrosísimas y de varios viajes de agitación —el último, para reclutar
en el seno mismo del ejército prusiano, en la provincia del Rin, artilleros
montados para las baterías del Palatinado— se enroló en la compañía de obreros
de Besancon, del destacamento de Willich, muriendo de un tiro en la cabeza en la
batalla del Murg, delante del puente de Rotenfels. En cambio, apareció en escena
Willich. Este era uno de aquellos comunistas sentimentales que tanto abundaban
desde 1845 en el occidente de Alemania, y que ya por ese solo hecho abrigaba
una hostilidad secreta instintiva contra nuestra tendencia crítica. Pero él era
todavía más; era un perfecto profeta, convencido de su misión de mesías
predestinado del proletariado alemán, y, como tal, aspirante directo a la
dictadura política, lo mismo que a la dictadura militar. Y así, junto al comunismo
basado en el cristianismo primitivo, predicado antes por Weitling, surgió una
especie de Islam comunista. Pero, por el momento, la propaganda de esta nueva
religión quedó circunscrita al cuartel de refugiados cuyo mando tenía Willich.
Se procedió, pues, a organizar de nuevo la Liga, se ido a la luz el Mensaje de
marzo de 1850 [*], publicado en el apéndice (IX, Nº 1 [22]) y se envió a Alemania
como emisario a Heinrich Bauer. El Mensaje, redactado por Marx y por mí, tiene
todavía hoy interés, pues la democracia pequeñoburguesa sigue siendo aún el
partido que en la próxima conmoción europea, que no tardará en producirse
(pues el intervalo entre las revoluciones europeas —1815, 1830, 1848-1852,
1870— es, en nuestro siglo, de 15 a 18 años), será, necesariamente, el primero en
empuñar el timón de Alemania, como salvador de la sociedad frente a los obreros
comunistas. [199] Por tanto, muchas de las cosas que decimos allí todavía siguen
teniendo aplicación hoy. La misión de Heinrich Bauer fue coronada por un éxito
completo. Aquel bravo zapaterillo era un diplomático innato. Volvió a incorporar
a la organización activa a los antiguos miembros de la Liga —algunos de los
cuales se habían desligado de ella y otros operaban por su cuenta—, y en
particular a los dirigentes de la Hermandad Obrera. Y la Liga comenzó a
desempeñar un papel predominante en las asociaciones obreras, campesinas y
gimnásticas, en proporciones superiores a las de antes de 1848, hasta el punto de
que ya en el siguiente Mensaje trimestral dirigido a las comunas en junio de 1850,
se pudo hacer constar que el estudiante Schurz, de Bonn (el que más tarde había
de ser ex ministro en Norteamérica), que había viajado por Alemania al servicio
de la democracia pequeñoburguesa, «se ha encontrado ya con que todos los
elementos útiles están en manos de la Liga». (véase el apéndice, IX, Nº 2). Esta
fue, indudablemente, la única organización revolucionaria alemana de
importancia.
Pero la función que esta organización hubiese de desempeñar, dependía muy
esencialmente de que se realizasen o no las perspectivas de un nuevo auge de la
revolución. En el transcurso de 1850, estas perspectivas fueron haciéndose cada
vez más inverosímiles, y hasta imposibles. La crisis industrial de 1847, que
preparara la revolución de 1848, había sido superada; había comenzado un nuevo
período, hasta entonces nunca visto, de prosperidad industrial: quien tuviese ojos
para ver y los usase tenía que convencerse de que la tormenta revolucionaria de
1848 se iba disipando poco a poco.
«Bajo esta prosperidad general, en que las fuerzas productivas de la sociedad
burguesa se desenvuelven todo lo exuberantemente que pueden desenvolverse
dentro de las condiciones burguesas, no puede ni hablarse de una verdadera
revolución. Semejante revolución sólo puede darse en aquellos períodos en que
estos dos factores, las modernas fuerzas productivas y las formas burguesas de
producción, incurren en mutua contradicción. Las distintas querellas a que ahora
se dejan ir y en que se comprometen recíprocamente los representantes de las
distintas fracciones del partido continental del orden, no dan, ni mucho menos,
pie para nuevas revoluciones; por el contrario, son posibles sólo porque la base
de las relaciones sociales es, por el momento, tan segura y —cosa que la reacción
ignora— tan burguesa. Contra ella chocarán todos los intentos de la reacción para
contener el desarrollo burgués, así como toda la indignación moral y todas las
proclamas entusiastas de los demócratas».
Así escribíamos Marx y yo en la "Revista de mayo a octubre de 1850" de la "Neue
Rheinische Zeitung. Politisch-ökonomische Revue" [23], cuaderno V-VI,
Hamburgo, 1850, pag. 153.
[200]
Pero esta manera fría de apreciar la situación era para mucha gente una herejía
en aquellos momentos en que Ledru-Rollin, Luis Blanc, Mazzini, Kossuth y los
astros alemanes de menor magnitud, como Ruge, Kinkel, Gögg y qué sé yo
cuántos más, se reunían en Londres para formar a montones los gobiernos
provisionales del porvenir, no sólo para sus países respectivos, sino para toda
Europa, y en que sólo faltaba recibir de los Estados Unidos el dinero necesario, a
título de empréstitos revolucionarios, para llevar a cabo, en un abrir y cerrar de
ojos, la revolución europea, y con ella, naturalmente, la instauración de las
correspondientes repúblicas. ¿A quién podía extrañarle que un hombre como
Willich se dejase arrastrar por esto, que Schapper se dejase también llevar de su
vieja comezón revolucionaria, y que la mayoría de los obreros que en gran parte
vivían como refugiados en Londres les siguiesen al campo de los fabricantes
democráticoburgueses de revoluciones? El caso es que el retraimiento defendido
por nosotros no era del gusto de estas gentes, empeñadas en que nos lanzásemos
al deporte de hacer revoluciones. Y, como nos negamos a ello del modo más
enérgico, sobrevino la escisión; lo demás lo verá el lector en las Revelaciones
******
[*]. Luego vino la detención en Hamburgo, primero de Nothjung y después
de Haupt, quien traicionó a sus compañeros, denunciando los nombres de los que
formaban el Comité Central de Colonia; él era el que había de servir en el
proceso de testigo principal de cargo; pero sus parientes no quisieron pasar por
esa vergüenza y lo expidieron a Río de Janeiro, donde más tarde se estableció
como comerciante, llegando a ser, en pago de sus méritos, primer cónsulo
general de Prusia y después de Alemania. En la actualidad, vuelve a estar en
Europa ******[*] [24].
He aquí, para la mejor inteligencia de lo que sigue, la lista de los acusados de
Colonia: 1) P. G. Röser, obrero cigarrero; 2) Heinrich Bürgers, que había de morir
siendo diputado progresista en la Dieta; 3) Peter Nothjung, sastre, muerto hace
pocos años en Breslau, siendo fotógrafo; 4) W. J. Reiff; 5) el Dr. Hermann Becker,
actualmente alcalde de Colonia y miembro de la cámara alta; 6) el Dr. Roland
Daniels, médico, que murió pocos años después del proceso, de resultas de una
tuberculosis adquirida en la cárcel; 7) Karl Otto, químico; 8) el Dr. Abraham
Jacoby, [201] actualmente médico en Nueva York; 9) el Dr. J. J. Klein, actualmente
médico y concejal de Colonia; 10) Ferdinand Freiligrath, que por entonces estaba
ya en Londres; 11) J. L. Ehrhand, viajante; 12) Friedrich Lessner, sastre,
actualmente en Londres. De éstos, fueron condenados por tentativa de alta
traición, después de la vista del proceso ante el jurado, que duró desde el 4 de
octubre hasta el 12 de noviembre de 1852, los siguientes: Röser, Bürgers y
Nothjung a seis años; Reiff, Otto y Becker a cinco años, y Lessner a tres años de
reclusión en una fortaleza. Daniels, Klein, Jacoby y Ehrhard fueron absueltos.
Con el proceso de Colonia termina el primer período del movimiento obrero
comunista en Alemania. Inmediatamente después de la condena disolvimos
nuestra Liga; pocos meses más tarde fenecía también el Sonderbund de WillichSchapper [25]
***
Entre aquella época y la de hoy, media toda una generación. Entonces, Alemania
era un país de artesanado y de industria casera, basada en el trabajo manual; hoy,
es un gran país industrial, sujeto todavía a una continua revolución industrial.
Entonces había que andar buscando uno a uno a los obreros conscientes de su
situación como obreros y de su contraposición histórico-económica con el capital,
pues esta misma contraposición estaba todavía en mantillas. Hoy, hay que
someter a todo el proletariado alemán a leyes de excepción, para entorpecer,
aunque no sea más que un poquito, el proceso de la formación total de su
conciencia de clase oprimida. Entonces, los pocos hombres que habían sabido
comprender el papel histórico del proletariado tenían que reunirse secretamente,
que agruparse a escondidas en pequeñas comunas de 3 a 20 individuos. Hoy, el
proletariado alemán ya no necesita de ninguna organización oficial, ni pública, ni
secreta; basta con la simple y natural cohesión que da la conciencia del interés de
clase, para conmover a todo el imperio alemán, sin necesidad de estatutos, de
comités, de acuerdos ni de otras formas tangibles. Bismarck es el árbitro de
Europa al otro lado de las fronteras de Alemania; pero dentro de Alemania se
alza, cada día más amenazadora, la figura atlética del proletariado alemán que
Marx pronosticara ya en 1844, el gigante a quien los estrechos muros del edificio
imperial, levantados a medida de los filisteos, le vienen demasiado pequeños, y
cuya talla imponente y fornidas espaldas siguen desarrollándose mientras llega el
momento en que bastará con que se levante de su asiento para que salte hecha
añicos toda la estructura del imperio alemán. Más aún. El movimiento
internacional del proletariado europeo y americano [202] es hoy tan fuerte, que
no sólo su primera forma estrecha —la de la Liga secreta—, sino su segunda
forma, infinitamente más amplia —la pública de la Asociación Internacional de los
Trabajadores—, se ha convertido en una traba para él, pues hoy basta con el
simple sentimiento de solidaridad, nacido de la conciencia de la identidad de su
situación de clase, para crear y mantener unido entre los obreros de todos los
países y lenguas un solo y único partido: el gran partido del proletariado. Las
doctrinas sostenidas por la Liga desde 1847 hasta 1852 y que entonces podían ser
tratadas despectivamente por los sabios filisteos, como quimeras salidas de unas
cuantas cabezas locas y exaltadas, como doctrinas misteriosas de algunos
sectarios sueltos, cuentan hoy con innumerables partidarios en todos los países
civilizados del mundo desde los condenados de las minas de Siberia, hasta los
buscadores de oro de California; y el fundador de esta teoría, el hombre más
odiado y más calumniado de su tiempo, Carlos Marx, era, cuando murió, el
consejero siempre solicitado y siempre dispuesto del proletariado de ambos
mundos.
Londres, 8 de octubre de 1885
Publicado en el libro: Karl Marx. Se publica de acuerdo con el
«Enthüllungen über den texto del periódico.
Kommunisten-Prozess zu Köln».
Hottingen-Zürich, 1885 y en el Traducido del alemán.
periódico "Der Sozialdemokrat",
Nº Nº 46-48, del 12, 19 y 26 de
noviembre de 1885.
NOTAS
[1]
123 Engels escribió el trabajo "Contribución a la historia de la Liga de los comunistas" como
introducción a la edición alemana de 1885 del trabajo de Marx "Revelaciones sobre el proceso de
los comunistas en Colonia". En los años de vigencia de la Ley de excepción era muy importante
que la clase obrera de Alemania aprendiese la experiencia de la lucha revolucionaria en el
período de la ofensiva de la reacción de 1849-1852. Precisamente por eso Engels estimó
necesario reeditar esa publicación de Marx.- 184
[2] 57 Se trata del proceso organizado en Colonia (del 4 de octubre al 12 de noviembre de 1852)
con fines provocativos por el Gobierno de Prusia contra 11 miembros de la Liga de los
Comunistas. Acusados de crimen de alta traición sobre la base de documentos falsos y perjurios,
siete fueron condenados a reclusión en la fortaleza por plazos de 3 a 6 años.- 83, 184
[*******] Véase la presente edición, t. 1, págs. 110-140. (N. de la Edit.)
[3] 124 Babuvismo: Una corriente del comunismo utópico igualitario fundado por el revolucionario
francés de fines del siglo XVIII Graco Babeuf y sus adeptos.- 185
[*] Sociedad de las estaciones del año. (N. de la Edit.)
[4] 125 "Société des Saisons" («Sociedad de las Estaciones del Año»): organización conspirativa
republicano-socialista secreta que actuaba en París en los años de 1837 a 1839 bajo la dirección
de A. Blanqui y A. Barbès.
[5] 126 Trátase de un episodio de la lucha de los demócratas alemanes contra la reacción en
Alemania denominado «el atentado de Francfort»; un grupo de elementos radicales asaltó el 3 de
abril de 1833 el órgano central de la Confederación Germánica —la Dieta federal de Franctort del
Meno— para provocar la revolución en el país y proclamar la República de toda Alemania; las
tropas aplastaron la sublevación deficientemente preparada.- 185
[6] 127 En febrero de 1834, el demócrata burgués italiano Mazzini organizó una expedición de los
miembros de la «Joven Italia», sociedad fundada por él en 1831, y de un grupo de emigrados
revolucionarios en Suiza, a Saboya, con el fin de levantar una insurrección por la unificación de
Italia y proclamar la República Italiana burguesa e independiente. Después de entrar en Saboya,
el destacamento fue derrotado por las tropas de Piamonte.- 186
[7] 128 Se llamaba demagogos en Alemania, desde 1819, a los participantes del movimiento de
oposición entre la intelectualidad alemana que se pronuncieban contra el régimen reaccionario
de los Estados alemanes y exigían la unificación de Alemania. Los «demagogos» eran víctimas de
crueles represiones por parte de las autoridades alemanas.- 186
[**]Entiendo por comunismo igualitario, como queda dicho, solamente ese comunismo que se
apoya exclusiva o predominantemente en el postulado de la igualdad.
[8] 129 Se refiere a la "Asociación Educativa de Obreros Alemanes" domiciliada en la década del
50 del siglo XIX, en Londres, Great Windmill-Street, fundada en febrero de 1840 por C. Schapper,
J. Moll y otras personalidades de la Liga de los Justicieros. Marx y Engels participaron en su
actividad en los años de 1849 y 1850. E1 17 de septiembre de 1850, Marx, Engels y varios
partidarios suyos abandonaron la Asociación porque una gran parte de la misma se había pasado
a la fracción sectaria aventurera de Willich-Schapper. Al fundarse la Internacional en 1864, la
Asociación pasó a ser Sección alemana de la Asociación Internacional de los Trabajadores en
Londres. La Asociación de Londres existió hasta 1918, cuando fue clausurada por el Gobierno de
Inglaterra.- 186
[9] 115 "Vorwärts" («Adelante»): periódico alemán que se publicó en París desde enero hasta
diciembre de 1844 dos veces por semana. Colaboraban en él Marx y Engels.- 172, 187
[10] 48 "Deutsch-Französische Jahrbücher" («Anales franco-alemanes»): se publicaba en París, en
alemán, bajo la redacción de C. Marx y A. Ruge. No salió más que el primer fascículo (doble) en
febrero de 1844. En él se publicaron las obras de Carlos Marx: "Contribución al problema
hebreo" y "Contribución a la critica de la filosofía del Derecho de Hegel. Introducción", así como
las de Federico Engels: "Esbozos para la crítica de la Economía Política" y "Situación de Inglaterra.
Tomás Carlyle, El pasado y el presente". Estas obras marcaban el paso definitivo de Marx y de
Engels del democratismo revolucionario al materialismo y al comunismo. La causa principal del
cese de la publicación del anuario residía en las divergencias en cuestiones de principio entre
Marx y el radical burgués Ruge.- 81, 190
[11] 50 La "Asociación de Obreros Alemanes en Bruselas" fue fundada por Marx y Engels a fines
de agosto de 1847, con el fin de educar políticamente a los obreros alemanes residentes en
Bélgica. Bajo la dirección de Marx, Engels y sus compañeros, la Asociación se convirtió en un
centro legal de unión de los proletarios revolucionarios alemanes en Bélgica. Los mejores
elementos de la Asociación integraban la Organización de Bruselas de la Liga de los Comunistas.
Las actividades de la Asociación de Obreros Alemanes en Bruselas se suspendieron poco después
de la revolución de febrero de 1848 en Francia, debido a las detenciones y la expulsión de sus
componentes por la policía belga.- 81, 191
[12] 51 "Deutsche-Brüsseler-Zeitung" («Periódico Alemán de Bruselas»): periódico fundado por los
emigrados políticos alemanes en Bruselas; se publicó desde enero de 1847 hasta febrero de 1848.
A partir de septiembre de 1847, Marx y Engels colaboraban permanentemente en él y ejercían
una influencia directa en su orientación. Bajo la dirección de Marx y Engels, se hizo órgano de la
Liga de los Comunistas.- 82, 172, 191
[13] 130 "The Northern Star" («La Estrella del Norte»): semanario inglés, órgano central de los
cartistas, fundado en 1837. Se publicó hasta 1852, inicialmente en Leeds y luego, a partir de
noviembre de 1844, en Londres. El fundador y redactor del periódico fue F. O'Connor. También
fue miembro de la redacción J. Harney. Desde 1843 hasta 1850 publicó artículos de Engels.- 191
[14] 131 "Asociación Democrática", fundada en Bruselas en el otoño de 1847, agrupaba en sus filas
a revolucionarios proletarios, principalmente a los emigrados revolucionarios alemanes, y
elementos de vanguardia de la democracia burguesa y pequeñoborguesa. Marx y Engels
desempeñaron un papel activo en la fundación de la Asociación. E1 15 de noviembre de 1847,
Marx fue elegido vicepresidente de la misma, proponiéndose para el cargo de presidente al
demócrata belga L. Jottrand. Merced a la influencia de Marx, la Asociación Democrática de
Bruselas se convirtió en importante centro del movimiento democrático internacional. Después de
deportado Marx de Bruselas, a principios de marzo de 1848, y de las represiones de las
autoridades belgas contra los elementos más revolucionarios de la Asociación, la actividad de
ésta adquirió un carácter más estrecho, puramente local, cesando del todo prácticamente hacia
1849. - 191
[15] 132 "La Reforme" («La reforma»): diario francés, órgano de los demócratas republicanos y
socialistas pequeñoborgueses; se publicó en París de 1843 a 1850. Desde octubre de 1847 hasta
enero de 1848 Engels insertó en este diario varios artículos suyos.- 191, 481
[*]"Der Volks-Tribun" (133). (N. de la Edit.)
[16] 133 "Der Volks-Tribun" («El Tribuno popular»): semanario fundado por los «socialistas
verdaderos» alemanes en Nueva York; se publicó desde el 5 de enero hasta el 31 de diciembre de
1846.- 191
[**] Véase la presente edición, t. 1, págs. 133-135. (N. de la Edit.)
[*]Pfänder murió en Londres, hace unos ocho años. Era un hombre de fina inteligencia, un espíritu
agudo, irónico, dialéctico. Eccarius fue más tarde, durante muchos años, como es sabido,
Secretario del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores, del que
formaban parte, entre otros, varios antiguos afiliados de la Liga: Eccarius, Pfänder, Lessner,
Lochner, Marx y yo. Más tarde, Eccarius se consagró exclusivamente al movimiento sindical
inglés.
[**] Véase C. Marx y F. Engels, "Estatutos de la Liga de los Comunistas" (N. de la Edit.)
[*] Véase la presente edición, t. 1, págs. 110-140. (N. de la Edit.)
[17] 134 Las "Reivindicaciones del Partido Comunista en Alemania" fueron escritas por Marx y
Engels en París entre el 21 y el 29 de marzo de 1848. Vinieron a ser la plataforma política de la
Liga de los Comunistas en la incipiente revolución alemana. Publicadas en octavilla, se distribuían
como documento directivo a los miembros de la Liga de los Comunistas que regresaban a su
tierra. Durante la revolución, Marx, Engels y sus partidarios trataron de propagar ese documento
programático entre las grandes masas.- 195
[18] 135 Trátase del Club de obreros alemanes fundado en París el 8-9 de marzo de 1848 a
iniciativa de la Liga de los Comunistas. Marx desempeñaba el papel dirigente en esta
organización. La finalidad de la fundación del Club era unir a los obreros emigrados alemanes en
París y explicarles la táctica del proletariado en la revolución democrática burguesa.- 196
[*] Véase el presente tomo, págs. 174-183. (N. de la Edit.)
[19] 119 Asamblea de Francfort: Asamblea Nacional convocada después de la revolución de marzo
en Alemania, que comenzó sus sesiones el 18 de mayo de 1848, en Francfort del Meno. La tarea
principal de la Asamblea consistía en liquidar el fraccionamiento político de Alemania y elaborar
la Constitución de toda Alemania. Sin embargo, a causa de la cobardía y las vacilaciones de su
mayoría liberal, la indecisión y la inconsecuencia de su ala izquierda, la Asamblea no se atrevió a
tomar en sus manos el poder supremo del país y no supo adoptar una postura decidida respecto a
las cuestiones fundamentales de la revolución alemana de los años 1848-1849. El 30 de mayo de
1849, la Asamblea se vio obligada a trasladar su sede a Stuttgart. El 18 de junio fue dispersada por
las tropas.
[20] 54 Se trata de la insurrección armada en Dresde del 3 al 8 de mayo y de las insurrecciones en
Alemania del Sur y del Oeste de mayo a julio de 1849 en defensa de la Constitución imperial
aprobada por la Asamblea Nacional de Francfort el 28 de marzo de 1849, pero rechazada por
varios Estados alemanes. Las insurrecciones tenían carácter aislado y espontáneo y fueron
aplastadas hacia mediados de julio de 1849.- 83, 197
[21] 55 El 13 de junio de 1849, en París, el partido pequeñoburgués La Montaña organizó una
manifestación pacífica de protesta contra el envío de tropas francesas para aplastar la revolución
en Italia. La manifestación fue disuelta por las tropas. Muchos líderes de La Montaña fueron
arrestados y deportados o tuvieron que emigrar de Francia.- 83, 182, 197
[*] Véase la presente edición, t. 1, págs. 179-189. (N. de la Edit.)
[22] 136 En la edición de 1885 del trabajo de Marx "Revelaciones sobre el proceso de los
comunistas en Colonia", para el que fue escrito el presente artículo a guisa de introducción,
Engels incluyó varios anejos, comprendidos los mensajes del Comité Central a la Liga de los
Comunistas de marzo y junio de 1850.- 198
[23] 56 "Neue Rheinische Zeitung. Politisch-ökonomische Revue" («Nuevo Periódico del Rin.
Revista político-económica»): revista, órgano teórico de la Liga de los Comunistas, fundada por
Marx y Engels. Se publicó desde diciembre de 1849 hasta noviembre de 1850; salieron seis
números.- 83, 199
[*******] Véase C. Marx, "Revelaciones sobre el proceso de los comunistas de Colonia". (N. de la
Edit.)
[*******]Schapper murió en Londres, a fines de la década del 60. Willich hizo la guerra civil en
los Estados Unidos (59), habiéndose distinguido en ella. En la batalla de Murfreesboro (Tennesse),
siendo general de brigada, recibió un tiro en el pecho, del cual curó. Murió en Norteamérica hace
unos diez años (1878). Respecto a las demás personas de que se habla en el texto, diré que
Heinrich Bauer ha desaparecido en Australia y que Weitling y Ewerbeck han muerto en los
Estados Unidos.
[24] 59 La guerra civil de Norteamérica (1861-1865) se llevó a cabo entre los Estados industriales
del Norte de los EE.UU. y los sublevados Estados esclavistas del Sur, que querían conservar la
esclavitud y resolvieron en 1861 separarse de los Estados del Norte. La guerra fue resultado de la
lucha de dos sistemas: el de la esclavitud y el del trabajo asalariado.- 84, 200
[25] 137 "Sonderbund" («Unión aparte»): por analogía a la unión de los cantones católicos
reaccionarios de Suiza en los años 40 del siglo XIX, Marx y Engels llamaban irónicamente así a la
fracción sectaria aventurera de Willich-Schapper, que se había separado después de la escisión
de la Liga de los Comunistas del 15 de septiembre de 1850 para formar una organización aparte,
con su propio Comité Central. La fracción ayudó con su actividad a la policía prusiana a descubrir
las sociedades ilegales de la Liga de los Comunistas en Alemania y le dio pábulo para incoar en
1852 en Colonia, un proceso judicial contra destacados dirigentes de la Liga de los Comunistas
(véase la nota 57).- 201
EL ORIGEN DE LA FAMILIA, LA
PROPIEDAD PRIVADA Y EL ESTADO
Federico Engels
ÍNDICE
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Prefacio de Engels a la primera edición, 1884
Prefacio de Engels a la cuarta edición alemana, 1891
Capítulo 1: Estadios prehistóricos de cultura
Capítulo 2: La familia
Capítulo 3: La gens iroquesa
Capítulo 4: La gens griega
Capítulo 5: Génesis del Estado ateniense
Capítulo 6: La gens y el Estado de Roma
Capítulo 7: La gens entre los celtas y entre los germanos
Capítulo 8: La formación del Estado de los germanos
Capítulo 9: Barbarie y civilización
PREFACIO A LA PRIMERA EDICION, 1884
Las siguientes páginas vienen a ser, en cierto sentido, la ejecución de un
testamento. Carlos Marx se disponía a exponer personalmente los resultados de
las investigaciones de Morgan en relación con las conclusiones de su (hasta cierto
punto, puedo decir nuestro) análisis materialista de la historia, para esclarecer
así, y sólo así, todo su alcance. En América, Morgan descubrió de nuevo, y a su
modo, la teoría materialista de la historia, descubierta por Marx cuarenta años
antes, y, guiándose de ella, llegó, al contraponer la barbarie y la civilización, a
los mismos resultados esenciales que Marx. Señalaré que los maestros de la
ciencia "prehistórica" en Inglaterra procedieron con el "Ancient Society" de
Morgan[1] del mismo modo que se comportaron con "El Capital" de Marx los
economistas gremiales de Alemania, que estuvieron durante largos años
plagiando a Marx con tanto celo como empeño ponían en silenciarlo. Mi trabajo
sólo medianamente puede remplazar al que mi difunto amigo no logró escribir.
Sin embargo, tengo a la vista, junto con extractos detallados que hizo de la obra
de Morgan[2], glosas críticas que reproduzco aquí, siempre que cabe.
Según la teoría materialista, el factor decisivo en la historia es, en fin de cuentas,
la producción y la reproducción de la vida inmediata. Pero esta producción y
reproducción son de dos clases. De una parte, la producción de medios de
existencia, de productos alimenticios, de ropa, de vivienda y de los instrumentos
que para producir todo eso se necesitan; de otra parte, la producción del hombre
mismo, la continuación de la especie. El orden social en que viven los hombres
en una época o en un país dados, está condicionado por esas dos especies de
producción: por el grado de desarrollo del trabajo, de una parte, y de la familia,
de la otra. Cuanto menos desarrollado está el trabajo, más restringida es la
cantidad de sus productos y, por consiguiente, la riqueza de la sociedad, con
tanta mayor fuerza se manifiesta la influencia dominante de los lazos de
parentesco sobre el régimen social. Sin embargo, en el marco de este
desmembramiento de la sociedad basada en los lazos de parentesco, la
productividad del trabajo aumenta sin cesar, y con ella se desarrollan la
propiedad privada y el cambio, la diferencia de fortuna, la posibilidad de
emplear fuerza de trabajo ajena y, con ello, la base de los antagonismos de clase:
los nuevos elementos sociales, que en el transcurso de generaciones tratan de
adaptar el viejo régimen social a las nuevas condiciones hasta que, por fin, la
incompatibilidad entre uno y otras no lleva a una revolución completa. La
sociedad antigua, basada en las uniones gentilicias, salta al aire a consecuencia
del choque de las clases sociales recien formadas; y su lugar lo ocupa una
sociedad organizada en Estado y cuyas unidades inferiores no son ya gentilicias,
sino unidades territoriales; se trata de una sociedad en la que el régimen familiar
está completamente sometido a las relaciones de propiedad y en la que se
desarrollan libremente las contradicciones de clase y la lucha de clases, que
constituyen el contenido de toda la historia escrita hasta nuestros dias.
El gran mérito de Morgan consiste en haber encontrado en las uniones gentilicias
de los indios norteamericanos la clave para descifrar importantísimos enigmas,
no resueltos aún, de la historia antigua de Grecia, Roma y Alemania. Su obra no
ha sido trabajo de un día. Estuvo cerca de cuarenta años elaborando sus datos
hasta que consiguió dominar por completo la materia. Y su esfuerzo no ha sido
vano, pues su libro es uno de los pocos de nuestros días que hacen época.
En lo que a continuación expongo, el lector distinguirá fácilmente lo que
pertenece a Morgan y lo que he agregado yo. En los capítulos históricos
consagrados a Grecia y a Roma no me he limitado a reproducir la documentación
de Morgan y he añadido todos los datos de que yo disponía. La parte que trata de
los celtas y de los germanos es mía, esencialmente, pues los documentos de que
Morgan disponía al respecto eran de segunda mano y en cuanto a los germanos,
aparte de lo que dice Tácito, únicamente conocía las pésimas falsificaciones
liberales del señor Freeman. La argumentación económica he tenido que
rehacerla por completo, pues si bien era suficiente para los fines que se proponía
Morgan, no bastaba en absoluto para los que perseguía yo. Finalmente, de por sí
se desprende que respondo de todas las conclusiones hechas sin citar a Morgan.
Escrito por Engels para la primera
edición de su libro "El origen de la familia,
la propiedad privada y el Estado", publicado en
Zurich en 1884.
Se publica según la 4ª
edición del libro.
Traducido del alemán.
NOTAS
[1] "Ancient Society, or Researches in the Lines of Human Progress from
Savagery through Barbarism to Civilization. By Lewis H. Morgan, London,
MacMillan and Co., 1877. Este libro fue impreso en América, y es muy
difícil encontrarlo en Londres. El autor ha muerto hace algunos años. (Nota
de Engels).
[2] Se refiere al guión de la obra de L. Morgan "La Sociedad Antigua"
hecho por Marx, publicado en ruso en 1945. Vease "Archivo de Marx y
Engels, t IX (Nota de la Redacción).
PREFACIO A LA CUARTA EDICION, 1891
Las ediciones precedentes, de las que se hicieron grandes tiradas, agotáronse
hará cosa de unos seis meses, por lo que el editor venía dese hace tiempo
rogándome que preparase una nueva. Trabajos más urgentes me han impedido
hacerlo hasta ahora. Desde que apareció la primera edición han trasncurrido ya
siete años, en los que el estudio de las formas primitivas de la familia ha logrado
grandes progresos. Por ello ha sido necesario corregir y aumentar
minuciosamente mi obra, con mayor razón porque se piensa estereotipar el libro
y ello me privará, por algún tiempo, de toda posibilidad de corregirlo.
Como digo, he revisado atentamente todo el texto y he introducido en él
adiciones en las que confío haber tenido en cuenta, debidamente, el actual estado
de la ciencia. Además, hago en este prólogo una breve exposición del desarrollo
de la historia de la familia desde Bachofen hasta Morgan; he procedido a ello,
ante todo, porque la escuela prehistórica inglesa, que tiene un marcado matiz
chovinista, continúa haciendo todo lo posible para silenciar la revolución que los
descubrimientos de Morgan han producido en las nociones de la historia
primitiva, aunque no siente el menor escrúpulo cuando se apropia los resultados
obtenidos por Morgan. Por cierto, también en otros países se sigue con excesivo
celo, en algunos casos, este ejemplo dado por los ingleses.
Mi obra ha sido traducida a varios idiomas. En primer lugar, al italiano: "L'origine
della famiglia, della propietá privata e dello stato, versione riveduta dall'autore,
di Pasquale Martignetti, Benevento, 1855. Luego apareció la traducción rumana:
"Origina familei, propietatei private si a statului, traducere de Joan Nadejde",
publicada en la revista de Jassi Contemporanul desde septiembre de 1885 hasta
mayo de 1886. Luego al dinamarqués: "Familjens, privatejendommens og Statens
Oprindelse, Dansk, af Forffatteren gennemgaet Udgave, besörget of Gerson Tier,
Köbenhavn, 1888. Está imprimiéndose una traducción francesa de Henri Ravé
según esta edición alemana.
***
Hasta 1860 ni siquiera se podía pensar en una historia de la familia. Las ciencias
históricas hallábanse aún, en este dominio, bajo la influencia de los cinco libros
de Moisés. La forma patriarcal de la familia, pintada en esos cinco libros con
mayor detalle que en ninguna otra parte, no sólo era admitida sin reservas como
la más antigua, sino que se la identificaba - descontando la poligamia- con la
familia burguesa de nuestros días, de modo que parecía como si la familia no
hubiera tenido ningún desarrollo histórico; a lo sumo se admitía que en los
tiempos primitivos podía haber habido un período de promiscuidad sexual. Es
cierto que aparte de la monogamia se conocía la poligamia en Oriente y la
poliandría en la India y en el Tíbet; pero estas tres formas no podían ser
ordenadas históricamente de modo sucesivo, sino que figuraban unas junto a
otras sin guardar ninguna relación. También es verdad que en algunos pueblos
del mundo antiguo y entre algunas tribus salvajes aun existentes la descendencia
se cuenta por línea materna, y no paterna, siendo aquélla la única válida, y que en
muchos pueblos contemporáneos se prohibe el matrimonio dentro de
determinados grupos más o menos grandes -por aquel entonces aún no
estudiados de cerca-, dándose este fenómeno en todas las partes del mundo;
estos hechos, ciertamente, eran conocidos y cada día se agregaban a ellos
nuevos ejemplos. Pero nadie sabía cómo abordarlos e incluso en la obra de E. B.
Tylor "Investigaciones de la Historia primitiva de la Humanidad, etc"
(1865)[3]figuran como "costumbres raras", al lado de la prohibición vigente en
algunas tribus salvajes de tocar la leña ardiendo con cualquier instrumento de
hierro y otras futilezas religiosas semejantes.
El estudio de la historia de la familia comienza en 1861, con el "Derecho materno"
de Bachofen. El autor formula allí las siguientes tesis: 1) primitivamente los seres
humanos vivieron en promiscuidad sexual, a la que Bachofen da, impropiamente,
el nombre de heterismo; 2) tales relaciones excluyen toda posibilidad de
establecer con certeza la paternidad, por lo que la filiación sólo podía contarse
por línea femenina, según el derecho materno; esto se dio entre todos los pueblos
antiguos; 3) a consecuencia de este hecho, las mujeres, como madres, como
únicos progenitores conocidos de la joven generación, gozaban de un gran
aprecio y respeto, que llegaba, según Bachofen, hasta el dominio femenino
absoluto (ginecocracia); 4) el paso a la monogamia, en la que la mujer pertenece
a un solo hombre, encerraba la transgresión de una antiquísima ley religiosa (es
decir, el derecho inmemorial que los demás hombres tenían sobre aquella
mujer), transgresión que debía ser castigada o cuya tolerancia se resarcía con la
posesión de la mujer por otros durante determinado período.
Bachofen halló las pruebas de estas tesis en numerosas citas de la literatura
clásica antigua, reunidas por él con singular celo. El paso del "heterismo" a la
monogamia y del derecho materno al paterno se produce, según Bachofen concretamente entre los griegos-, a consecuencia del desarrollo de las
concepciones religiosas, a consecuencia de la introducción de nuevas
divinidades, que representan ideas nuevas, en el grupo de los dioses
tradicionales, encarnación de las viejas ideas; poco a poco los viejos dioses van
siendo relegados a segundo plano por los primeros. Así, pues, según Bachofen no
fue el desarrollo de las condiciones reales de existencia de los hombres, sino el
reflejo religioso de esas condiciones en el cerebro de ellos, lo que determinó los
cambios históricos en la situación social recíproca del hombre y de la mujer. En
correspondencia con esta idea, Bachofen interpreta la "Orestiada" de Esquilo
como un cuadro dramático de la lucha entre el derecho materno agonizante y el
derecho paterno, que nació y logró la victoria sobre el primero en la época de las
epopeyas. Llevada de su pasión por su amante Egisto, Clitemnestra mata a
Agamenón, su marido, al regresar éste de la guerra de Troya; pero Orestes, hijo
de ella y de Agamenón, venga al padre quitando la vida a su madre. ello hace
que se vea perseguido por las Erinias, seres demoníacos que protegen el
derecho materno, según el cual el matridicio es el más grave e imperdonable de
los crímenes. Pero Apolo, que por mediación de su oráculo ha incitado a Orestes
a matar a su madre, y Atenea, que interviene como juez (ambas divinidades
representan aquí el nuevo derecho paterno), defienden a Orestes. Atenea
escucha a ambas partes. Todo el litigio está resumido en la discusión que
sostienen Orestes y las Erinias. Orestes dice que Clitemnestra ha cometido un
crimen doble por haber matado a su marido y padre de su hijo. ¿Por qué las
Erinias le persiguen a él, cuando ella es mucho más culpable? La respuesta es
sorprendente:
"No estaba unida por los vínculos de la sangre al hombre a quien ha matado".
El asesinato de una persona con la que no se está ligado por lazos de sangre,
incluso si es el marido de la asesina, puede expiarse y no concierne en lo más
mínimo a las Erinias. La misión que a ellas corresponde es perseguir el homicidio
entre consanguíneos, y el peor de estos crímenes, el único imperdonable, según
el derecho materno, es el matricidio. Pero aquí interviene Apolo, el defensor de
Orestes. Atenea somete el caso al areópago, el tribunal jurado de Atenas; hay el
mismo número de votos en pro de la absolución y en pro de la condena; entonces
Atenea, en calidad de presidente del Tribunal, vota en favor de Orestes y lo
absuelve. El derecho paterno obtiene la victoria sobre el materno, los "dioses de
la nueva generación", según se expresan las propias Erinias, vencen a éstas, que,
al fin y a la postre, se resignan a ocupar un puesto diferente al que han venido
ocupando y se ponen al servicio del nuevo orden de cosas.
Esta nueva y muy acertada interpretación de la "Orestiada" es uno de los más
bellos y mejores pasajes del libro de Bachofen, pero al mismo tiempo es la
prueba de que Bachofen cree, como en su tiempo Esquilo, en las Erinias, en
Apolo y en Atenea, es decir, cree que estas divinidades realizaron en la época
heroica griega el milagro de echar abajo el derecho materno y de sustituirlo por
el paterno. Es evidente que tal concepción, que estima la religión como la
palanca decisiva de la historia mundial, se reduce, en fin de cuentas, al más puro
misticismo. Por ello, estudiar a fondo el voluminoso tomo de Bachofen es una
labor ardua y, en muchos casos, poco provechosa. Sin embargo, lo dicho no
disminuye su mérito como investigador que ha abierto una nueva senda, ya que
ha sido el primero en sustituir las frases acerca de aquel ignoto estadio primitivo
con promiscuidad sexual por la demostración de que en la literatura clásica
griega hay muchas huellas de que entre los griegos y entre los pueblos asiáticos
existió, en efecto, antes de la monogamia, un estado social en el que no
solamente el hombre mantenía relaciones sexuales con varias mujeres, sino que
también la mujer mantenía relaciones sexuales con varios hombres, sin faltar por
ello a los hábitos establecidos. Bachofen probó que este uso no desapareció sin
dejar huellas bajo la forma de la necesidad, para la mujer, de entregarse por un
período determinado a otros hombres, entrega que era el precio de su derecho al
matrimonio único; que, por tanto, primitivamente no podía contarse la
descendencia sino en línea femenina, de madre a madre; que esta validez
exclusiva de la filiación femenina se mantuvo largo tiempo, incluso en el período
de la monogamia con la paternidad establecida, o por lo menos, reconocida; y,
por último, que esta situación primitiva de las madres, como únicos genitores
ciertos de sus hijos, aseguró a aquéllas y, al mismo tiempo, a las mujeres en
general, una posición social más elevada de la que desde entonces acá nunca han
tenido. Es cierto que Bachofen no emitió esos principios con tanta claridad, por
impedírselo el misticismo de sus concepciones; pero los demostró, y ello, en
1861, fue toda una revolución.
El voluminoso tomo de Bachofen estaba escrito en alemán, es decir, en la lengua
de la nación que menos se interesaba entonces por la prehistoria de la familia
contemporánea. Por eso permaneció casi ignorado. El más inmediato sucesor de
Bachofen en este terreno entró en escena en 1865, sin haber oído hablar de él
nunca jamás.
Este sucesor fue J. F. MacLennan, el polo opuesto de su precedesor. En lugar de
místico genial, tenemos aquí a un árido jurisconsulto; en vez de una exultante y
poética fantasía, las plausibles combinaciones de un alegato de abogado.
MacLennan encuentra en muchos pueblos salvajes, bárbaros y hasta civilizados
de los tiempos antiguos y modernos, una forma de matrimonio en que el novio,
solo o asistido por sus amigos, está obligado a arrebatar su futura esposa a sus
padres, simulando un rapto por violencia. Esta usanza debe ser vestigio de una
costumbre anterior, por la cual los hombres de una tribu adquirían mujeres
tomándolas realmente por la fuerza en el exterior, en otras tribus. Pero ¿cómo
nació ese "matrimonio por rapto"?. Mientras los hombres pudieron hallar en su
propia tribu suficientes mujeres, no había ningún motivo para semejante
procedimiento. Por otra parte, con frecuencia no menor encontramos en pueblos
no civilizados ciertos grupos (que en 1865 aún solían identificarse con las tribus
mismas) en el seno de los cuales estaba prohibido el matrimonio, viéndose
obligados los hombres a buscar esposas y las mujeres esposos fuera del grupo;
mientras tanto, en otros pueblos existe una costumbre en virtud de la cual los
hombres de cierto grupo vienen obligados a tomar mujeres sólo en el seno de su
mismo grupo. MacLennan llama "tribus" exógamas a los primeros, endógamas a
los segundos, y a renglón seguido y sin más circunloquios señala que existe una
antítesis bien marcada entre las "tribus" exógamas y endógamas. Y aún cuando
sus propias investigaciones acerca de la exogamia le meten por los ojos el hecho
de que esa antítesis en muchos, si no en la mayoría o incluso en todos los casos,
existe solamente en su imaginación, no por eso deja de tomarla como base de
toda su teoría. Según esta, las tribus exógamas no pueden tomar mujeres sino de
otras tribus, cosa que, dada la guerra permanente entre las tribus, tan propia del
estado salvaje, sólo puede hacerse mediante el rapto.
MacLennan plantea más adelante: ¿De dónde proviene esa costumbre de la
exogamia? A su parecer, nada tienen que ver con ella las ideas de la
consanguinidad y del incesto, nacidas mucho más tarde. La causa de tal usanza
pudiera ser la costumbre muy difundida entre los salvajes, de matar a las niñas
enseguida que nacen. De eso resultaría un excedente de hombres en cada tribu
tomada por separado, siendo la inmediata consecuencia de ello que varios
hombres tendrían en común una misma mujer, es decir, la poliandría. De aquí se
desprende, a su vez, que se sabía quien era la madre del niño, pero no quién era
su padrea; por ello la ascendencia sólo se contaba en línea materna, y no paterna
(derecho materno). Y otra consecuencia de la escasez de mujeres en el seno de la
tribu, escasez atenuada, pero no suprimida, por la poliandría, era precisamente
el rapto sistemático de mujeres de tribus extrañas. "Desde el momento en que la
exogamia y la poliandria proceden de una sola causa, del desequilibrio numérico
entre los sexos, debemos considerar que entre todas las razas exogámicas ha
existido primitivamente la poliandría... Y por esto debemos teber por indiscutible
que entre las razas exógamas el primer sistema de parentesco era aquel que sólo
reconocía el vínculo de la sangre por el lado materno". (MacLennan, "Estudios de
Historia Antigua, 1886; matrimonio primitivo"[4], pág. 124).
El mérito de MacLennan consiste en haber indicado la difusión general y la gran
importancia de lo que él llama exogamia. En cuanto al hecho de la existencia de
grupos exógamos, no lo ha descubierto, y menos todavía lo ha comprendido. Sin
hablar ya de las noticias anteriores y sueltas de numerosos observadores precisamente las fuentes donde ha bebido MacLennan-, Latham había descrito
con mucha exactitud y precisión ("Etnología descriptiva", 1859)[5] ese fenómeno
entre los magars de la India y había dicho que estaba universalmente difundido y
se encontraba en todas las partes del mundo. Este pasaje lo cita el propio
MacLennan. Además, también nuestro Morgan había observado y descrito
perfectamente en 1847, en sus cartas acerca de los iroqueses[6] ("American
Review"), y en 1851, en su "La Liga de los Iroqueses", este mismo fenómeno,
mientras que el ingenio triquiñuelista de MacLennan ha introducido aquí una
confusión mucho mayor que la aportada por la fantasía mística de Bachofen en el
terreno del derecho materno. Otro mérito de MacLennan consiste en haber
reconocido como primario el orden de descendencia con arreglo al derecho
materno, aunque también aquí se le adelantó Bachofen, según lo confiesa aquél
más tarde. Pero tampoco aquí ve claras las cosas, pues habla sin cesar de
"parentesco en línea femenina solamente" ("kinship through females only"),
empleando continuamente esta expresión, exacta para un período anterior, en el
análisis de fases del desarrollo más tardías en que, si bien es cierto que la
filiación y el derecho de herencia siguen contándose exclusivamente según la
línea materna, el parentesco por línea paterna está ya reconocido y fijado.
Observamos aquí la estrechez de criterio del jurisconsulto, que se forja un
término jurídico fijo y continúa aplicándolo, sin modificarlo, a circunstancias para
las que es ya inservible.
Parece ser que, a pesar de su verosimilitud, la teoría de MacLennan pareciole a
su autor no muy bien asentada. Por lo menos, le llama la atención el "hecho, digno
de ser notado, de que la forma de rapto (simulado) de las mujeres se observe
marcada y nítidamente entre los pueblos en que predomina el parentesco
masculino (es decir, la descendencia en línea paterna)" (pág. 140). Más adelante
dice: "Es muy extraño que, según las noticias que poseemos, el infanticidio no se
practique por sistema allí donde coexisten la exogamia y la más antigua forma de
parentesco" (pág. 146). Estos dos hechos rebaten directamente su manera de
explicar las cosas, y MacLennan no puede oponerle sino nuevas hipótesis más
embrolladas aún.
Sin embargo, su teoría fue acogida en Inglaterra con gran aprobación y simpatía.
MacLennan fue considerado aquí por todo el mundo como el fundador de la
historia de la familia y como la primera autoridad en la materia. Su antítesis entre
las "tribus" exógamas y endógamas continuó siendo, a pesar de ciertas
excepciones y modificaciones comprobadas, la base reconocida de las opiniones
dominantes y se trocó en las anteojeras que impedían ver libremente el terreno
explorado y, por consiguiente, todo progreso decisivo. Ante la exageración de
los méritos de MacLennan, hoy costumbre en Inglaterra y, siguiendo a ésta, fuera
de ella, debemos señalar que con su antítesis de "tribus" exógamas y endógamas,
basada en la más pura confusión, ha causado más daño que servicios ha prestado
con sus investigaciones.
Entretanto, pronto empezaron a ser conocidos hechos que ya no cabían en el
frágil molde de su teoría. MacLennan sólo conocía tres formas de matrimonio: la
poligamia, la poliandría y la monogamia. Pero así que se centró la atención en
este punto, se hallaron pruebas, cada vez más numerosas, de que entre los
pueblos no desarrollados existían otras formas de matrimonio, en las que varios
hombres tenían en común varias mujeres; y Lubbock ("El origen de la
civilización", 1870[7] reconoció como un hecho histórico este matrimonio por
grupos (Communal marriage).
Poco después (en 1871) apareció en escena Morgan, con documentos nuevos y
decisivos desde muchos puntos de vista. Habíase convencido de que el sistema
de parentesco propio de los iroqueses, y vigente aún entre ellos, era común a
todos los aborígenes de los Estados Unidos, es decir, que estaba difundido en un
continente entero, aun cuando se encuentra en contradicción formal con los
grados de parentesco que resultan del sistema conyugal allí imperante. Incitó
entonces al gobierno federal americano a que recogiese informes acerca del
sistema de parentesco de los demás pueblos, según un formulario y unos cuadros
confeccionados por él mismo. Y de las respuestas dedujo: 1) que el sistema de
parentesco indoamericano estaba igualmente en vigor en Asia y, bajo una forma
poco modificada, en muchas tribus de Africa y Australia; 2) que este sistema tenía
su más completa explicación en una forma de matrimonio por grupos que se
hallaba en proceso de extinción en Hawaí y en otras islas australianas, 3) que en
estas mismas islas existía, junto a esa forma de matrimonio, un sistema de
parentesco que sólo podía explicarse mediante una forma, desaparecida hoy, de
matrimonio por grupos más primitivo aún.
Morgan publicó las noticias reunidas y las conclusiones deducidas de ellas en su
"Sistemas de consanguinidad y afinidad"[8], en 1871, y llevó así la discusión a un
terreno infinitamente más amplio. Tomando como punto de partida los sistemas
de parentesco y reconstituyendo las formas de familia a ellos correspondientes,
abrió nuevos caminos a la investigación y dio la posibilidad de ver mucho más
lejos en la prehistoria de la humanidad. De haber sido aceptado este método, las
frágiles construcciones de MacLennan hubieran quedado reducidas a polvo.
MacLennan salió en defensa de su teoría con una nueva edición del "Matrimonio
primitivo (Estudios de Historia Antigua, 1876)". Aunque él mismo construye la
historia de la familia basándose en simples hipótesis y de una manera artificial en
extremo, exige a Lubbock y a Morgan, no sólo la prueba de cada una de sus
aseveraciones, sino pruebas irrefutables, las únicas admitidas en los tribunales
de justicia escoceses. ¡Y eso lo hace un hombre quien, apoyándose en el íntimo
parentesco entre el tio materno y el sobrino en los germanos (Tácito: Germania,
cap. XX), en el relato de César de que los bretones tienen sus mujeres en común
por grupos de diez o doce, y en todas las demás relaciones que los autores
antiguos hacen de las mujeres entre los bárbaros, deduce sin vacilación que la
poliandría ha reinado en todos esos pueblos! Parece que se está oyendo a un
fiscal que se toma entera libertad para amañar sus conclusiones y exige, en
cambio, al defensor la prueba más formal y más jurídicamente valedera de cada
palabra que éste pronuncie.
Afirma que el matrimonio por grupos es pura invención, y queda, así, muy por
debajo de Bachofen. Según él, los sistemas de parentesco de Morgan no son sino
simplemente fórmulas de cortesía social, demostradas por el hecho de que al
dirigir los indios la palabra hasta a un extranjero, a un blanco, lo tratan de
hermano o de padre. Esto es lo mismo que si se quisiera asegurar que las
palabras padre, madre, hermano y hermana son puras fórmulas de apóstrofe sin
significación, porque a los sacerdotes y a las abadesas católicas se los saluda
igualmente con los nombres de padre y madre, y porque los frailes y las monjas,
lo mismo que los masones y los miembros de los sindicatos ingleses, se tratan
entre sí de hermanos y hermanas en sus reuniones solemnes. En una palabra, la
defensa de MacLennan no pudo ser más floja.
Pero quedaba un punto en el que era invulnerable. Su antítesis de las "tribus"
exógamas y endógamas, base de su sistema, lejos de vacilar, se reconocía
universalmente como el fundamento de toda la historia de la familia. Se admitía
que el intento de demostrar esta antítesis hecho por MacLennan era insuficiente y
estaba en contradicción con los datos por él mismo aportados. Pero se
consideraba como un evangelio indiscutible la antítesis misma, la existencia de
dos tipos, exclusivos entre sí, de tribus autónomas e independientes, de los
cuales uno tomaba sus mujeres en la misma tribu, mientras que al otro le estaba
eso terminantemente prohibido. Consúltese, por ejemplo, "Orígenes de la
familia", de Giraud-Teulon (1874)[9], y aun la obra de Lubbock "El origen de la
civilización" (4ª edición, 1882).
Aparece luego el trabajo fundamental de Morgan, "La Sociedad Antigua" (1877),
que forma la base de la obra que ofrezco al lector. Aquí Morgan desarrolla con
plena nitidez lo que en 1871 conjeturaba vágamente. La endogamia y la exogamia
no forman ninguna antítesis; la existencia de "tribus" exógamas no está
demostrada hasta ahora en ninguna parte. Pero, en la época en que aún
dominaba el matrimonio por grupos -que, según toda verosimilitud, ha existido
en tiempos en todas partes-, la tribu se escindió en cierto número de grupos, de
gens consanguíneas por línea materna, en el seno de las cuales estaba
rigurosamente prohibido el matrimonio, de tal suerte que los hombres de una
gens, si bien es verdad que podían tomar mujeres en la tribu, y las tomaban
efectivamente en ella, venían obligados a tomarlas fuera de su propia gens. De
este modo, si la gens era estrictamente exógama, la tribu que comprendía la
totalidad de las gens era endógama en la misma medida. Esta circunstancia dio al
traste con los restos de las sutilezas de MacLennan.
Pero Morgan no se limitó a esto. La gens de los indios americanos le sirvió,
además, para dar un segundo y decisivo paso en la esfera de sus investigaciones.
En esa gens, organizada según el derecho materno, descubrió la forma primitiva
de donde salió la gens ulterior, basada en el derecho paterno, la gens tal como la
encontramos en los pueblos civilizados de la antiguedad. La gens griega y
romana, que había sido hasta entonces un enigma para todos los historiadores,
quedó explicada partiendo de la gens india, y con ello se dio una base nueva
para el estudio de toda la historia primitiva.
El descubrimiento de la primitiva gens de derecho materno, como etapa anterior
a la gens de derecho paterno de los pueblos civilizados, tiene para la historia
primitiva la misma importancia que la teoría de la evolución de Darwin para la
biología, y que la teoría de la plusvalía, enunciada por Marx, para la Economía
política. Este descubrimiento permitió a Morgan bosquejar por vez primera una
historia de la familia, donde, por lo menos en líneas generales, quedaron
asentados previamente, en cuanto lo permiten los datos actuales, los estadios
clásicos de la evolución. Para todo el mundo está claro que con ello se inicia una
nueva época en el estudio de la prehistoria. La gens de derecho materno es hoy
el eje alrededor del cual gira toda esta ciencia; desde su descubrimiento, se sabe
en qué dirección encaminar las investigaciones y qué estudiar, así como de qué
manera de debe agrupar los resultados obtenidos. Por eso hoy se hacen en este
terreno progresos mucho más rápidos que antes de aparecer el libro de Morgan.
También en Inglaterra todos los investigadores de la prehistoria admiten hoy los
descubrimientos de Morgan, aunque sería más exacto decir que se han
apropiado de ellos. Pero casi ninguno de estos investigadores declara
francamente que es a Morgan a quien debemos esa revolución en las ideas. En
Inglaterra se pasa en silencio su libro siempre que es posible; en cuanto al propio
autor, se limitan a condescendientes elogios de sus trabajos anteriores; escarban
con celo en pequeños detalles de su exposición, pero silencian, contumaces, sus
descubrimientos, verdaderamente importantes. La primera edición de "Ancient
Society" se agotó; en América las publicaciones de este tipo se venden mal; en
Inglaterra parece que la publicación de este libro ha sido saboteada
sistemáticamente, y la única edición en venta de esta obra, que forma época, es la
traducción alemana.
¿Por qué esa reserva, en la cual es difícil no advertir una conspiración del
silencio, sobre todo si se toma en cuenta las numerosas citas hechas por simple
cortesía, y otras pruebas de camaradería en que abundan las obras de nuestros
reconocidos investigadores de la prehistoria? ¿Quizá porque Morgan es
americano, y resulta muy duro para los historiadores ingleses, a pesar del muy
meritorio celo que ponen en acopiar documentos, tener que depender en cuanto
a los puntos de vista generales necesarios para ordenar y agrupar los datos, en
una palabra, en cuanto a sus ideas, de dos extranjeros de genio, de Bachofen y de
Morgan?. Aun pudiera pasar el alemán, pero ¡el americano!. En presencia de un
americano vuélvese patriota todo inglés; he visto en los Estados Unidos ejemplos
graciosísimos. Agrégese a esto que MacLennan fue, en cierto modo, proclamado
oficialmente el fundador y el jefe de la escuela prehistórica inglesa; que, hasta
cierto punto, en prehistoria se consideraba de buen tono no hablar sino con el
más profundo respeto de su alambicada construcción histórica, que conducía
desde el infanticidio a la familia de derecho materno, pasando por la poliandría y
el matrimonio por rapto. Teníase como grave sacrilegio manifestar la menor duda
acerca de la existencia de "tribus" endógamas y exógamas que se excluían
absolutamente unas a otras; por tanto, Morgan, al disipar como humo todos estos
dogmas consagrados, cometió una especie de sacrilegio. Además, los hacía
desvanecerse con argumentos cuya sola exposición bastaba para que todo el
mundo los admitiese como evidentes. Y los adoradores de MacLennan, que hasta
entonces vacilaban, perplejos, entre la exogamia y la endogamia, sin saber qué
camino tomar, casi se vieron obligados a darse de puñadas en la frente, y
exclamar: "¿Cómo hemos podido ser tan pazguatos para no haber descubierto
todo esto nosotros mismos hace mucho tiempo?".
Y como si tantos crímenes no fuesen aún suficientes para que la escuela oficial
diese fríamente la espalda a Morgan, éste hizo desbordarse la copa, no sólo
criticando, de un modo que recuerda a Fourier, la civilización y la sociedad de la
producción mercantil, forma fundamental de nuestra sociedad presente, sino
hablando ademas de una transformación de esta sociedad en términos que
hubieran podido salir de labios de Carlos Marx. Por eso Morgan se llevó su
merecido cuando MacLennan le espetó indignado que el "método histórico le es
absolutamente antipático" y cuando el profesor Giraud-Teulon se lo repitió en
Ginebra, en 1884. Y, sin embargo, el mismo señor Giraud- Teulon erraba
impotentemente en 1874 ("Orígenes de la familia") por el laberinto de la
exogamia maclennanesca, ¡de donde sólo Morgan había de sacarlo!.
Huelga detallar aquí los demás progresos que debe a Morgan la prehistoria; en el
curso de mi trabajo se hallará lo que es preciso decir acerca de este asunto. Los
catorce años transcurridos desde que apareció su obra capital, han aumentado
mucho el acervo de nuestros datos históricos acerca de las sociedades humanas
primitivas. En adición a los antropólogos, viajeros e investigadores profesionales
de la prehistoria, han salido al palenque los representantes de la jurisprudencia
comparada, que han aportado nuevos datos y nuevos puntos de vista. Algunas
hipótesis de Morgan han llegado a bambolearse y hasta a caducar. Pero los
nuevos datos no han sustituido en parte alguna por otras sus muy importantes
ideas principales. El orden introducido por él en la historia primitiva subsiste aún
en lo fundamental. Incluso puede afirmarse que este orden va siendo reconocido
generalmente en la misma medida en que se intenta ocultar quién es el autor de
este gran avance[10].
Federico Engels.
Londres, 16 de junio de 1891.
Publicado por primera vez
en la revista "Neue Zeit", 1881, en
forma de un artículo titulado "En torno a la
historia de la familia primitiva".
Se publica según la cuarta
edición del libro traducido del alemán.
NOTAS
[3] E. B. Tylor. "Researches into de Early History of Mankind and the
Developement of Civilizatión", London 1865. (N. de la Red.).
[4] J. F. MacLennan. Studies in ancient History, comprising a reprint of
Primtive Marriage. London 1886. (N. de la Red.).
[5] R. G. Latham. "Descriptive ethnology". Vol. I-II. London 1859. (N. de la
Red.).
[6] L. H. Morgan. "League of the Ho-dé-no-sau-nee or Iroquois". Rochester
1851. (N. de la Red.).
[7] J. Lubbock, "The Origin of Civilization and the Primitive Condition of
Man. Mental and Social Condition of Savages". London 1870. (N. de la
Red.).
[8] L. H. Morgan. "System of Consanguinity and Affinity of the Human
Family". Washington 1871. (N. de la Red.).
[9] A. Giraud-Teulon. "Les origines de la familie. Géneve, París 1874. (N. de
la Red.).
[10] Al regresar de Nueva York, en septiembre de 1888, encontré a un ex
diputado al Congreso por la circunscripción de Rochester, el cual había
conocido a Lewis Morgan. Por desgracia, no supo contarme gran cosa
acerca de él. Morgan había vivido como un particular en Rochester,
ocupado únicamente en sus estudios. Su hermano había sido coronel y
ocupaba un puesto en el Ministerio de la Guerra en Washington; gracias a
la mediación de este hermano, había conseguido interesar al gobierno en
sus investigaciones y hacer publicar varias de sus obras a expensas del
erario público; mi interlocutor también le había ayudado varias veces a
ello mientras estuvo en el Congreso. (Nota de Engels).
I. ESTADIOS PREHISTORICOS DE CULTURA
Morgan fue el primeror que con conocimiento de causa trató de introducir un
orden preciso en la prehistoria de la humanidad, y su clasificación permanecerá
sin duda en vigor hasta que una riqueza de datos mucho más considerable no
obligue a modificarla.
De las tres épocas principales -salvajismo, barbarie, civilización-sólo se ocupa,
naturalmente, de las dos primeras y del paso a la tercera. Subdivide cada una de
estas dos estapas en los estadios inferior, medio y superior, según los progresos
obtenidos en la producción de los medios de existencia, porque, dice: "La
habilidad en esa producción desempeña un papel decisivo en el grado de
superioridad y de dominio del hombre sobre la naturaleza: el hombre es, entre
todos los seres, el único que ha logrado un dominio casi absoluto de la
producción de alimentos. Todas las grandes épocas del progreso de la
humanidad coinciden, de manera más o menos directa, con las épocas en que se
extienden las fuentes de existencia". El desarrollo de la familia se opera
paralelamente, pero sin ofrecer indicios tan acusados para la delimitación de los
periodos.
I. SALVAJISMO
1. Estadio inferior. Infancia del género humano. Los hombres permanecían aún
en los bosques tropicales o subtropicales y vivían, por lo menos parcialmente, en
los árboles; esta es la única explicación de que pudieran continuar existiendo
entre grandes fieras salvajes. Los frutos, las nueces y las raíces servían de
alimento; el principal progreso de esta época es la formación del lenguaje
articulado. Ninguno de los pueblos conocidos en el período histórico se
encontraba ya en tal estado primitivo. Y aunque este periodo duró,
probablemente, muchos milenios, no podemos demostrar su existencia
basándonos en testimonios directos; pero si admitimos que el hombre procede
del reino animal, debemos aceptar, necesariamente, ese estado transitorio.
2. Estadio medio. Comienza con el empleo del pescado (incluimos aquí también
los crustaceos, los moluscos y otros animales acuáticos) como alimento con el uso
del fuego. Ambos fenómenos van juntos, porque el pescado sólo puede ser
empleado plenamente como alimento gracias al fuego. Pero con este nuevo
alimento los hombres se hicieron independientes del clima y de los lugares;
siguiendo el curso de los ríos y las costas de los mares pudieron, aun en estado
salvaje, extenderse sobre la mayor parte de la Tierra. Los toscos instrumentos de
piedra sin pulimentar de la primitiva Edad de Piedra, conocidos con el nombre
de paleolíticos, pertenecen todos o la mayoría de ellos a este período y se
encuentran desparramados por todos los continentes, siendo una prueba de esas
emigraciones. La población de nuevos lugares y el incansable y activo afán de
nuevos descubrimientos, vinculado a la posesión del fuego, que se obtenía por
frotamiento, condujeron al empleo de nuevos elementos, como las raíces y los
tubérculos farináceos, cocidos en ceniza caliente o en hornos excavados en el
suelo, y también la caza, que, con la invención de las primeras armas -la maza y la
lanza-, llegó a ser un alimento suplementario ocasional. Jamás hubo pueblos
exclusivamente cazadores, como se dice en los libros, es decir, que vivieran sólo
de la caza, porque sus frutos son harto problemáticos. Por efecto de la constante
incertidumbre respecto a las fuentes de alimentación, parece ser que la
antropofagia nace en ese estadio para subsistir durante largo tiempo. Los
australianos y muchos polinesios se hallan hoy aún en ese estadio medio del
salvajismo.
3. Estadio superior. Comienza con la invención del arco y la flecha, gracias a los
cuales llega la caza a ser un alimento regular, y el cazar, una de las ocupaciones
normales. El arco, la cuerda y la flecha forman ya un instrumento muy complejo,
cuya invención supone larga experiencia acumulada y facultades mentales
desarrolladas, así como el conocimiento simultáneo de otros muchos inventos. Si
comparamos los pueblos que conocen el arco y la flecha, pero no el arte de la
alfarería (con el que empieza, según Morgan, el tránsito a la barbarie),
encontramos ya algunos indicios de residencia fija en aldeas, cierta maestría en la
producción de medios de subsistencia: vasijas y trebejos de madera, el tejido a
mano (sin telar) con fibras de albura, cestos trenzados con albura o con juncos,
instrumentos de piedra pulimentada (neolíticos). En la mayoría de los casos, el
fuego y el hacha de piedra han producido ya la piragua formada de un solo
tronco de árbol y en ciertos lugares las vigas y las tablas necesarias para
construir viviendas. Todos estos progresos los encontramos, por ejemplo, entre
los indios del noroeste de América, que conocen el arco y la flecha, pero no la
alfarería. El arco y la flecha fueron para el estadio salvaje lo que la espada de
hierro para la barbarie y el arma de fuego para la civilización: el arma decisiva.
II. LA BARBARIE
1. Estadio inferior. Empieza con la introducción de la alfarería. Puede
demostrarse que en muchos casos y probablemente en todas partes, nació de la
costumbre de recubrir con arcilla las vasijas de cestería o de madera para
hacerlas retractarias al fuego; y pronto se descubrió que la arcilla moldeada
servía para el caso sin necesidad de la vasija interior.
Hasta aquí hemos podido considerar el curso del desarrollo como un fenómeno
absolutamente general, válido en un período determinado para todos los
pueblos, sin distinción de lugar. Pero con el advenimiento de la barbarie
llegamos a un estadio en que empieza a hacerse sentir la diferencia de
condiciones naturales entre los dos grandes continentes. El rasgo característico
del período de la barbarie es la domesticación y cría de animales y el cultivo de
las plantas. Pues bien; el continente oriental, el llamado mundo antiguo, poseía
casi todos los animales domesticables y todos los cereales propios para el cultivo,
menos uno; el continente occidental, América, no tenía más mamíferos
domesticables que la llama -y aún así, nada más que en la parte del Sur-, y uno
sólo de los cereales cultivables, pero el mejor, el maíz. En virtud de estas
condiciones naturales diferentes, desde este momento la población de cada
hemisferio se desarrolla de una manera particular, y los mojones que señalen los
límites de los estadios particulares son diferentes para cada uno de los
hemisferios.
2. Estadio medio. En el Este, comienza con la domesticación de animales y en el
Oeste, con el cultivo de las hortalizas por medio del riego y con el empleo de
adobes (ladrillos secados al sol) y de la piedra para la construcción.
Comenzamos por el Oeste, porque aquí este estadio no fue superado en ninguna
parte hasta la conquista de América por los europeos.
Entre los indios del estadio inferior de la barbarie (figuran aquí todos los que
viven al este del Misisipí) existía ya en la época de su descubrimiento cierto
cultivo hortense del maíz y quizá de la calabaza, del melón y otras plantas de
huerta que les suministraban una parte muy esencial de su alimentación; vivían
en casas de madera, en aldeas protegidas por empalizadas. Las tribus del
Noroeste, principalmente las del valle del Columbia, hallábanse aún en el estadio
superior del estado salvaje y no conocían la alfarería ni el más simple cultivo de
las plantas. Por el contrario, los indios de los llamados pueblos de Nuevo México,
los mexicanos, los centroamericanos y los peruanos de la época de la conquista,
hallábanse en el estadio medio de la barbarie; vivían en casas de adobes y de
piedra en forma de fortalezas; cultivaban en huertos de riego artificial el maíz y
otras plantas comestibles, diferentes según el lugar y el clima, que eran su
principal fuente de alimentación, y hasta habían reducido a la domesticidad
algunos animales: los mexicanos, el pavo y otras aves; los peruanos, la llama.
Además, sabían labrar los metales, excepto el hierro; por eso no podían aún
prescindir de sus armas a instrumentos de piedra. La conquista española cortó en
redondo todo ulterior desenvolvimiento independiente.
En el Este, el estado medio de la barbarie acomenzó con la domesticación de
animales para el suministro de leche y carne, mientras que, al parecer, el cultivo
de las plantas permaneció desconocido allí hasta muy avanzado este período. La
domesticación de animales, la cría de ganado y la formación de grandes rebaños
parecen ser la causa de que los arios y los semitas se apartasen del resto de la
masa de los bárbaros. Los nombres con que los arios de Europa y Asia designan a
los animales son aún comunes, pero los de las plantas cultivadas son casi siempre
distintos.
La formación de rebaños llevó, en los lugares adecuados, a la vida pastoril; los
semitas, en las praderas del Eufrates y del Tigris; los arios, en las de la India, del
Oxus y el Jaxartes[11]; del Don y el Dniépér. Fue por lo visto en estas tierras ricas
en pastizales donde primero se consiguió domesticar animales. Por ello a las
generaciones posteriores les parece que los pueblos pastores proceden de
comarcas que, en realidad, lejos de ser la cuna del género humano, eran casi
inhabitables para sus salvajes abuelos y hasta para los hombres del estadio
inferior de la barbarie. Y, a la inversa, en cuanto esos bárbaros del estadio medio
se habituaron a la vida pastoril, nunca se les hubiera podido ocurrir la idea de
abandonar voluntariamente las praderas situadas en los valles de los rios para
volver a los territorios selváticos donde habitaran sus antepasados. Y ni aun
cuando fueron empujados hacia el Norte y el Oeste les fue posible a los semitas y
a los arios retirarse a las regiones forestales del Oeste de Asia y de Europa antes
de que el cultivo de los cereales les permitiera en este suelo menos favorable
alimentar sus ganados, sobre todo en invierno. Es más que probable que el
cultivo de los cereales naciese aquí, en primer término, de la necesidad de
proporcionar forrajes a las bestias, y que hasta más tarde no cobrase importancia
para la alimentación del hombre.
Quizá la evolución superior de los arios y los semitas se deba a la abundancia de
carne y de leche en su alimentación y, particularmente, a la benéfica influencia
de estos alimentos en el desarrollo de los niños. En efecto, los indios de los
pueblos de Nuevo México, que se ven reducidos a una alimentación casi
exclusivamente vegetal, tienen el cerebro mucho más pequeño que los indios del
estadio inferior de la barbarie, que comen más carne y pescado. En todo caso, en
este estadio desaparece poco a poco la antropofagia, que ya no sobrevive sino
como rito religioso o como un sortilegio, lo cual viene a ser casi lo mismo.
3. Estadio superior. Comienza con la fundición del mineral de hierro, y pasa al
estadio de la civilización con el invento de la escritura alfabética y su empleo
para la notación literaria. Este estadio, que, como hemos dicho, no ha existido de
una manera independiente sino en el hemisferio oriental, supera a todos los
anteriores juntos en cuanto a los progresos de la producción. A este estadio
pertenecen los griegos de la época heroica, las tribus italas poco antes de la
fundación de Roma, los germanos de Tácito, los normandos del tiempo de los
vikingos.
Ante todo, encontramos aquí por primera vez el arado de hierro tirado por
animales domésticos, lo que hace posible la roturación de la tierra en gran escala
-la agricultura- y produce, en las condiciones de entonces, un aumento
prácticamente casi ilimitado de los medios de existencia; en relación con esto,
observamos también la tala de los bosques y su transformación en tierras de
labor y en praderas, cosa imposible en gran escala sin el hacha y la pala de
hierro. Todo ello motivó un rápido aumento de la población, que se instala
densamente en pequeñas áreas. Antes del cultivo de los campos sólo
circunstancias excepcionales hubieran podido reunir medio millón de hombres
bajo una dirección central; es de creer que esto no aconteció nunca.
En los poemas homéricos, principalmente en la "Iliada", aparece ante nosotros la
época más floreciente del estadio superior de la barbarie. La principal herencia
que los griegos llevaron de la barbarie a la civilización la constituyen
instrumentos de hierro perfeccionados, los fuelles de fragua, el molino de brazo,
la rueda de alfarero, la preparación del aceite y del vino, el labrado de los
metales elevado a la categoría de arte, la carreta y el carro de guerra, la
construcción de barcos con tablones y vigas, los comienzos de la arquitectura
como arte, las ciudades amuralladas con torres y almenas, las epopeyas
homéricas y toda la mitología. Si comparamos con esto las descripciones hechas
por César, y hasta por Tácito, de los germanos, que se hallaban en el unbral del
estadio de cultura del que los griegos de Homero se disponían a pasar a un grado
más alto, veremos cuán espléndido fue el desarrollo de la producción en el
estadio superior de la barbarie.
El cuadro del desarrollo de la humanidad a través del salvajismo y de la barbarie
hasta los comienzos de la civilización, cuadro que acabo de bosquejar siguiendo
a Morgan, es bastante rico ya en rasgos nuevos y, sobre todo, indiscutibles, por
cuanto están tomados directamente de la producción. Y, sin embargo, parecerá
empañado e incompleto si se compara con el que se ha de desplegar ante
nosotros al final de nuestro viaje; sólo entonces será posible presentar con toda
claridad el tránsito de la barbarie a la civilización y el pasmoso contraste entre
ambas. Por el momento, podemos generalizar la clasificación de Morgan como
sigue: Salvajismo. -Período en que predomina la apropiación de productos que la
naturaleza da ya hechos; las producciones artificiales del hombre están
destinadas, sobre todo, a facilitar esa apropiación. Barbarie. -Período en que
aparecen la ganadería y la agricultura y se aprende a incrementar la producción
de la naturaleza por medio del género humano. Civilización. -Período en el que el
hombre sigue aprendiendo a elaborar los productos naturales, período de la
industria, propiamente dicha, y del arte.
NOTAS
[11] Hoy Amú-Dariá y Sir-Sariá. (N. de la Red.).
II. LA FAMILIA
Morgan, que pasó la mayor parte de su vida entre los iroqueses - establecidos
aún actualmente en el Estado de Nueva York- y fue adoptado por una de sus
tribus (la de los senekas), encontró vigente entre ellos un sistema de parentesco
en contradicción con sus verdaderos vínculos de familia. Reinaba allí esa especie
de matrimonio, fácilmente disoluble por ambas partes, llamado por Morgan
"familia sindiásmica". La descendencia de una pareja conyugal de esta especie
era patente y reconocida por todo el mundo; ninguna duda podía quedar acerca
de a quién debían aplicarse los apelativos de padre, madre, hijo, hija, hermano,
hermana. Pero el empleo de estas expresiones estaba en completa contradicción
con lo antecedente. El iroqués no sólo llama hijos a hijas a los suyos propios, sino
también a los de sus hermanos, que, a su vez, también le llamam a él padre. Por el
contrario, llama sobrinos y sobrinas a los hijos de sus hermanas, los cuales le
llaman tío. Inversamente, la iroquesa, a la vez que a los propios, llama hijos e
hijas a los de sus hermanas, quienes le dan el nombre de madre. Pero llama
sobrinos y sobrinas a los hijos de sus hermanos, que la llaman tía. Del mismo
modo, los hijos de hermanos se llaman entre sí hermanos y hermanas, y lo mismo
hacen los hijos de hermanas. Los hijos de una mujer y los del hermano de ésta se
llaman mutuamente primos y primas. Y no son simples nombres, sino expresión
de las ideas que se tiene de lo próximo o lo lejano, de lo igual o lo desigual en el
parentesco consanguíneo; ideas que sirven de base a un parentesco
completamente elaborado y capaz de expresar muchos centenares de diferentes
relaciones de parentesco de un sólo individuo. Más aún: este sistema no sólo se
halla en pleno vigor entre todos los indios de América (hasta ahora no se han
encontrado excepciones), sino que existe también, casi sin cambio ninguno, entre
los aborígenes de la India, las tribus dravidianas del Decán y las tribus gauras del
Indostán. Los nombres de parentesco de las familias del Sur de la India y los de
los senekas iroqueses del Estado de Nueva York aun hoy coinciden en más de
doscientas relaciones de parentesco diferentes. Y en estas tribus de la India,
como entre los indios de América, las relaciones de parentesco resultantes de la
vigente forma de la familia están en contradicción con el sistema de parentesco.
¿A qué se debe este fenómeno?. Si tomamos en consideración el papel decisivo
que la consanguinidad desempeña en el régimen social entre todos los pueblos
salvajes y bárbaros, la importancia de un sistema tan difundido no puede ser
explicada con mera palabrería. Un sistema que prevalece en toda América, que
existe en Asia entre pueblos de raza completamente distinta, y que en formas más
o menos modificadas suele encontrarse por todas partes en Africa y en Australia,
requiere ser explicado históricamente y no con frases hueras como quiso hacerlo,
por ejemplo, MacLennan. Los apelativos de padre, hijo, hermano, hermana, no
son simples títulos honoríficos, sino que, por el contrario, traen consigo serios
deberes recíprocos perfectamente definidos y cuyo conjunto forma una parte
esencial del régimen social de esos pueblos. Y se encontró la explicación del
hecho. En las islas Sandwich (Hawaí) había aún en la primera mitad de este siglo
una forma de familia en la que existían los mismos padres y madres, hermanos y
hermanas, hijos e hijas, tios y tias, sobrinos y sobrinas que requiere el sistema de
parentesco de los indios americanos y de los aborígenes de la India. Pero -¡cosa
extraña!- el sistema de parentesco vigente en Hawaí tampoco respondía a la
forma de familia allí existente. Concretamente: en este país todos los hijos de
hermanos y hermanas, sin excepción, son hermanos y hermanas entre sí y se
reputan como hijos comunes, no solo de su madre y de las hermanas de ésta o de
su padre y de los hermanos de éste, sino que también de todos sus hermanos y
hermanas de dus padres y madres sin distinción. Por tanto, si el sistema de
parentesco presupone una forma más primitiva de la familia, que ya no existe en
América, pero que encontramos aún en Hawaí, el sistema hawaiano, por su parte,
nos apunta otra forma aún más rudimentaria de la familia, que si bien no hallamos
hoy en ninguna parte, ha debido existir, pues de lo contrario no hubiera podido
nacer el sistema de parentesco que le corresponde. "La familia, dice Morgan, es
el elemento activo; nunca permanece estacionada, sino que pasa de una forma
inferior a una forma superior a medida que la sociedad evoluciona de un grado
más bajo a otro más alto. Los sistemas de parentesco, por el contrario, son
pasivos; sólo después de largos intervalos registran los progresos hechos por la
familia y no sufren una modificación radical sino cuando se ha modificado
radicalmente la familia". "Lo mismo -añade Carlos Marx- sucede en general con
los sistemas políticos, jurídicos, religiosos y filosóficos". Al paso que la familia
sigue viviendo, el sistema de parentesco se osifica; y mientras éste continúa en
pie por la fuerza de la costumbre, la familia rebasa su marco. Pero, por el sistema
de parentesco legado históricamente hasta nuestros dias, podemos concluir que
existió una forma de familia a él correspondiente y hoy extinta, y lo podemos
concluir con la misma certidumbre con que dedujo Cuvier por los huesos de un
didelfo hallado cerca de París que le esqueleto pertenecía a un didelfo y que allí
existieron en un tiempo didelfos, hoy extintos.
Los sistemas de parentesco y las normas de familia a que acabamos de referirnos
difieren de los reinantes hoy en que cada hijo tenía varios padres y madres. En el
sistema americano de parentesco, al cual corresponde la familia hawaiana, un
hermano y una hermana no pueden ser padre y madre de un mismo hijo; el
sistema de parentesco hawaiano presupone una familia en la que, por el
contrario, esto es la regla. Tenemos aquí una serie de formas de familia que están
en contradicción directa con las admitidas hasta ahora como únicas valederas. La
concepción tradicional no conoce más que la monogamia, al lado de la poligamia
del hombre, y, quizá, la poliandría de la mujer, pasando en silencio -como
corresponde al filisteo moralizante- que en la práctica se salta tácitamente y sin
escrúpulos por encima de las barreras impuestas por la sociedad oficial. En
cambio, el estudio de la historia primitiva nos revela un estado de cosas en que
los hombres practican la poligamia y sus mujeres la poliandría y en que, por
consiguiente, los hijos de unos y otros se consideran comunes. A su vez, ese
mismo estado de cosas pasa por toda una serie de cambios hasta que se resuelve
en la monogamia. Estas modificaciones son de tal especie, que el círculo
comprendido en la unión conyugal común, y que era muy amplio en su origen, se
estrecha poco a poco hasta que, por último, ya no comprende sino la pareja
aislada que predomina hoy.
Reconstituyendo retrospectivamente la historia de la familia, Morgan llega, de
acuerdo con la mayor parte de sus colegas, a la conclusión de que existió un
estadio primitivo en el cual imperaba en el seno de la tribu el comercio sexual
promiscuo, de modo que cada mujer pertenecía igualmente a todos los hombres
y cada hombre a todas las mujeres. En el siglo pasado habíase ya hablado de tal
estado primitivo, pero sólo de una manera general; Bachofen fue el primero -y
éste es uno de sus mayores méritos- que lo tomó en serio y buscó sus huellas en
las tradiciones históricas y religiosas. Sabemos hoy que las huellas descubiertas
por él no conducen a ningún estado social de promiscuidad de los sexos, sino a
una forma muy posterior; al matrimonio por grupos. Aquel estadio social
primitivo, aun admitiendo que haya existido realmente, pertenece a una época
tan remota, que de ningún modo podemos prometernos encontrar pruebas
directas de su existencia, ni aun en los fósiles sociales, entre los salvajes más
atrasados. Corresponde precisamente a Bachofen el mérito de haber llevado a
primer plano el estudio de esta cuestión[12].
En estos últimos tiempos se ha hecho moda negar ese período inicial en la vida
sexual del hombre. Se quiere ahorrar esa "vergüenza" a la humanidad. Y para ello
apóyanse, no sólo en la falta de pruebas directas, sino, sobre todo, en el ejemplo
del resto del reino animal. De éste ha sacado Letourneau ("La evolución del
matrimonio y de la familia, 1888[13]) numerosos hechos, con arreglo a los cuales
la promiscuidad sexual completa no es propia sino de las especies más inferiores.
Pero de todos estos hechos yo no puedo inducir más conclusión que ésta: no
prueban absolutamnte nada respecto al hombre y a sus primitivas condiciones de
existencia. El emparejamiento por largo plazo entre los vertebrados puede ser
plenamente explicado por razones fisiológicas; en las aves, por ejemplo, se debe
a la necesidad de asistir a la hembra mientras incuba los huevos; los ejemplos de
fiel monogamia que se encuentran en las aves no prueban nada respecto al
hombre, puesto que éste no desciende precisamente del ave. Y si la estricta
monogamia es la cumbre de la virtud, hay que ceder la palma a la tenia solitaria,
que en cada uno de sus cincuenta a doscientos anillos posee un aparato sexual
masculino y femenino completo, y se pasa la existencia entera cohabitando
consigo misma en cada uno de esos anillos reproductores. Pero si nos limitamos a
los mamíferos, encontramos en ellos todas las formas de la vida sexual: la
promiscuidad, la unión por grupos, la poligamia, la monogamia; sólo falta la
poliandría, a la cual nada más que seres humanos podían llegar. Hasta nuestros
parientes más próximos, los cuadrumanos, presentan todas las variedades
posibles de agrupamiento entre machos y hembras; y si nos encerramos en
límites aún más estrechos y no ponemos mientes sino en las cuatro especies de
monos antropomorfos, Letourneau sólo puede decirnos de ellos que viven cuándo
en la monogamia cuándo en la poligamia; mientras que Saussure, según GiraudTeulon, declara que son monógamos. También distan mucho de probar nada los
recientes asertos de Westermarck ("La historia del matrimonio humano",
1891[14]) acerca de la monogamia del mono antropomorfo. En resumen, los datos
son de tal naturaleza, que el honrado Letourneau conviene en que "no hay en los
mamíferos ninguna relación entre el grado de desarrollo intelectual y la forma ed
la unión sexual". Y Espinas dice con franqueza ("Las sociedades animales",
1877[15]): "La horda es el más elevado de los grupos sociales que hemos podido
observar en los animales. Parece compuesto de familias, pero ya en su origen la
familia y el rebaño son antagónicos; se desarrollan en razón inversa una y otro".
Según acabamos de ver, no sabemos nada positivo acerca de la familia y otras
agrupaciones sociales de los monos antropomorfos; los datos que poseemos se
contradicen diametralmente, y no hay que extrañarlo. ¡Cuán contradictorias son y
cuán necesitadas están de ser examinadas y comprobadas cíticamente incluso las
noticias que poseemos respecto a las tribus humanas en estado salvaje!. Pues
bien, las sociedades de los monos son mucho más difíciles de observar que las de
los hombres. Por tanto, hasta tener una información amplia debemos rechazar
toda conclusión sacada de datos que no merecen ningún crédito.
Por el contrario, el pasaje de Espinas que hemos citado nos da mejor punto de
apoyo. La horda y la familia, en los animales superiores, no son complementos
recíprocos, sino fenómenos antagónicos. Espinas describe muy bien cómo la
rivalidad de los machos durante el período de celo relaja o suprime
momentáneamente los lazos sociales de la horda' "Allí donde está íntimamente
unida la familia no vemos formarse hordas, salvo raras excepciones. Por el
contrario, las hordas se constituyen casi de un modo natural donde reinan la
promiscuidad o la poligamia... Para que se produzca la horda se precisa que los
lazos familiares se hayan relajado y que el individuo haya recobrado su libertad.
Por eso tan rara vez observamos entre las aves bandadas organizadas... En
cambio, entre los mamíferos es donde encontramos sociedades más o menos
organizadas precisamente porque en este caso el individuo no es absorvido por
la familia... Así, pues, la conciencia colectiva de la horda no puede tener en su
origen enemigo mayor que la conciencia colectiva de la familia. No titubeemos en
decirlo: si se ha desarrollado una sociedad superior a la familia, ha podido
deberse únicamente a que se han incorporado a ella familias profundamente
alteradas, aunque ello no excluye que, precisamente por esta razón, dichas
familias puedan más adelante reconstituirse bajo condiciones infinítamente más
favorables". (Espinas, cap. I, citado por Giraud-Teulon: "Origen del matrimonio y
de la familia, 1884[16] págs. 518-520).
Como vemos, las sociedades animales tienen cierto valor para sacar conclusiones
respecto a las sociedades humanas, pero sólo en un sentido negativo. Por todo lo
que sabemos, el vertebrado superior no conoce sino dos formas de familia: la
poligamia y la monogamia. En ambos casos sólo se admite un macho adulto, un
marido. Los celos del macho, a la vez lazo y límite de la familia, oponen ésta a la
horda; la horda, la forma social más elevada, se hace imposible en unas
ocasiones, y en otras, se relaja o se disuelve durante el período del celo; en el
mejor de los casos, su desarrollo se ve frenado por los celos de los machos. Esto
basta para probar que la familia animal y la sociedad humana primitiva son cosas
incompatibles; que los hombres primitivos, en la época en que pugnaban por
salir de la animalidad, o no tenía ninguna nocióni de la familia o, a lo sumo,
conocían una forma que no se da en los animales. Un animal tan inerme como la
criatura que se estaba convirtiendo en hombre pudo sobrevivir en pequeño
número incluso en una situación de aislamiento, en la que la forma de
sociabilidad más elevada es la pareja, forma que, basándose en relatos de
cazadores, atribuye Westermarck al gorila y al chimpancé. Mas, para salir de la
animalidad, para realizar el mayor progreso que conoce la naturaleza, se
precisaba un elemento más; remplazar la carencia de poder defensivo del
hombre aislado por la unión de fuerzas y la acción común de la horda. Partiendo
de las condiciones en que viven hoy los monos antropomorfos, sería
sencillamente inexplicable el tránsito a la humanidad; estos monos producen más
bien el efectos de líneas colaterales desviadas en vías de extinción y que, en todo
caso, se encuentran en un proceso de decadencia. Con esto basta para rechazar
todo paralelo entre sus formas de familia y las del hombre primitivo. La tolerancia
recíproca entre los machos adultos y la ausencia de celos constituyeron la
primera condición para que pudieran formarse esos grupos extensos y duraderos
en cuyo seno únicamente podía operarse la transformación del animal en
hombre. Y, en efecto, ¿qué encontramos como forma más antigua y primitiva de
la familia, cuya existencia indudablemente nos demuestra la historia y que aun
podemos estudiar hoy en algunas partes?. El matrimonio por grupos, la forma de
matrimonio en que grupos enteros de hombres y grupos enteros de mujeres se
pertenecen recíprocamente y que deja muy poco margen para los celos. Además,
en un estadio posterior de desarrollo encontramos la poliandria, forma
excepcional, que excluye en mayor medida aún los celos y que, por ello, es
desconocida entre los animales. Pero, como las formas de matrimonio por grupos
que conocemos van acompañadas por condiciones tan peculiarmente
complicadas que nos indican necesariamente la existencia de formas anteriores
más sencillas de relaciones sexuales, y con ello, en último término, un período de
promiscuidad correspondiente al tránsito de la animalidad a la humanidad, las
referencias a los matrimonios animales nos llevan de nuevo al mismo punto del
que debíamos haber partido de una vez para siempre.
¿Qué significa lo de comercio sexual sin trabas? Es significa que no existían los
límites prohibitivos de ese comercio vigentes hoy o en una época anterior. Ya
hemos visto caer las barreras de los celos. Si algo se ha podido establecer
irrefutablemente, es que los celos son un sentimiento que se ha desarrollado
relativamente tarde. Lo mismo sucede con la idea del incesto. No sól en la época
primitiva eran marido y mujer el hermano y la hermana, sino que aun hoy es lícito
en muchos pueblos un comercio sexual entre padres e hijos. Bancroft ("Las razas
indígenas de los Estados de la costa del Pacífico de América del Norte, 1885,
tomo I[17]) atestigua la existencia de tales relaciones entre los kaviatos del
Estrecho de Behring, los kadiakos de cerca de Alaska y los tinnehs, en el interior
de la América del Norte británica; Letourneau ha reunido numerosos hechos
idénticos entre los indios chippewas, los cucús de Chile, los caribes, los karens
de la Indochina; y esto, dejando a un lado los relatos de los antiguos griegos y
romanos acerca de los partos, los persas, los escitas, los hunos, etc.. Antes de la
invención del incesto (porque es una invención, y hasta de las más preciosas), el
comercio sexual entre padres e hijos no podía ser más repugnante que entre
otras personas de generaciones diferentes, cosa que ocurre en nuestros días,
hasta en los países más mojigatos, sin producir gran horror. Viejas "doncellas"
que pasan de los sesenta se casan, si son lo bastante ricas, con hombres jóvenes
de unos treinta años. Pero si despojamos a las formas de la familia más primitivas
que conocemos de las ideas de incesto que les corresponden (ideas que difieren
en absoluto de las nuestras y que a menudo las contradicen por completo),
vendremos a parar a una forma de relaciones carnales que sólo puede llamarse
promiscuidad sexual, en el sentido de que aún no existían las restricciones
impuestas más tarde por la costumbre. Pero de esto no se deduce, en ningún
modo, que en la práctica cotidiana dominase inevitablemente la promiscuidad.
De ningún modo queda excluida la unión de parejas por un tiempo determinado,
y así ocurre, en la mayoría de los casos, aun en el matrimonio por grupos. Y si
Westermarck, el último en negar este estado primitivo, da el nombre de
matrimonio a todo caso en que ambos sexos conviven hasta el nacimiento de un
vástago, puede decirse que este matrimonio podía muy bien tener lugar en las
condiciones de la promiscuidad sexual sin contradecir en nada a ésta, es decir, a
la carencia de barreras impuestas por la costumbre al comercio sexual. Verdad
es que Westermarck parte del punto de vista de que "la promiscuidad supone la
supresión de las inclinaciones individuales", de tal suerte, que "su forma por
excelencia es la prostitución". Paréceme más bien que es imposible formarse la
menor idea de las condiciones primitivas, mientras se las mire por la ventana de
un lupanar. Cuadno hablemos del matrimonio por grupos volveremos a tratar de
este asunto.
Según Morgan, salieron de este estado primitivo de promiscuidad,
probablemente en época muy temprana:
1. La familia consanguínea, la primera etapa de la familia. Aquí los grupos
conyugales se clasifican por generaciones: todos los abuelos y abuelas, en los
límites de la familia, son maridos y mujeres entre sí; lo mismo sucede con sus
hijos, es decir, con los padres y las madres; los hijos de éstos forman, a su vez, el
tercer círculo de cónyuges comunes; y sus hijos, es decir, los biznietos de los
primeros, el cuarto. En esta forma de la familia, los ascendientes y los
descendientes, los padres y los hijos, son los únicos que están excluídos entre sí
de los derechos y de los deberes (pudiéramos decir) del matrimonio. Hermanos
y hermanas, primos y primas en primero, segundo y restantes grados, son todos
ellos entre sí hermanos y hermanas, y por eso mismo todos ellos maridos y
mujeres unos de otros. El vínculo de hermano y hermana presupone de por sí en
este período el comercio carnal recíproco[18].
Ejemplo típico de tal familia serían los descendientes de una pareja en cada una
de cuyas generaciones sucesivas todos fuesen entre sí hermanos y hermanas y,
por ello mismo, maridos y mujeres unos de otros.
La família consanguínea ha desaparecido. Ni aun los pueblos más salvajes de que
habla la historia presentan algún ejemplo indudable de ella. Pero lo que nos
obliga a reconocer que debió existir, es el sistema de parentesco hawaiano que
aún reina hoy en toda la Polinesia y que expresa grados de parentesco
consanguíneo que sólo han podido nacer con esa forma de familia; nos obliga
también a reconocerlo todo el desarrollo ulterior de la familia, que presupone esa
forma como estadio preliminar necesario.
2. La familia punalúa. Si el primer progreso en la organización de la familia
consistió en excluir a los padres y los hijos del comercio sexual recíproco, el
segundo fue en la exclusión de los hermanos. Por la mayor igualdad de edades
de los participantes, este progreso fue infinitamente más importante, pero
también más difícil que el primero. Se realizó poco a poco, comenzando,
probablemente, por la exclusión de los hermanos uterinos (es decir, por parte de
madre), al principio en casos aislados, luego, gradualmente, como regla general
(en Hawaí aún había excepciones en el presente siglo), y acabando por la
prohibición del matrimonio hasta entre hermanos colaterales (es decir, según
nuestros actuales nombres de parentesco, los primos carnales, primos segundos
y primos terceros). Este progreso constituye, según Morgan, "una magnífica
ilustración de cómo actúa el principio de la selección natural". Sin duda, las tribus
donde ese progreso limitó la reproducción consanguínea, debieron desarrollarse
de una manera más rápida y más completa que aquéllas donde el matrimonio
entre hermanos y hermanas continuó siendo una regla y una obligación. Hasta
qué punto se hizo sentir la acción de ese progreso lo demuestra la institución de
la gens, nacida directamente de él y que rebasó, con mucho, su fin inicial. La gens
formó la base del orden social de la mayoría, si no de todos los pueblos bárbaros
de la Tierra, y de ella pasamos en Grecia y en Roma, sin transiciones, a la
civilización.
Cada familia primitiva tuvo que escindirse, a lo sumo después de algunas
generaciones. La economía doméstica del comunismo primitivo, que domina
exclusivamente hasta muy entrado el estadio medio de la barbarie, prescribía
una extensión máxima de la comunidad familiar, variable según las
circunstancias, pero más o menos determinada en cada localidad. Pero, apenas
nacida, la idea de la impropiedad de la unión sexual entre hijos de la misma
madre debió ejercer su influencia en la escisión de las viejas comunidades
domésticas (Hausgemeinden) y en la formación de otras nuevas que no
coincidían necesariamente con el grupo de familias. Uno o más grupos de
hermanas convertíanse en el núcleo de una comunidad, y sus hermanos carnales,
en el núcleo de otra. De la familia consanguínea salió, así o de una manera
análoga, la forma de familia a la que Morgan da el nombre de familia punalúa.
Según la costumbre hawaiana, cierto número de hermanas carnales o más lejanas
(es decir, primas en primero, segundo y otros grados), eran mujeres comunes de
sus maridos comunes, de los cuales quedaban excluidos, sin embargo, sus
propios hermanos. Esos maridos, por su parte, no se llamaban entre sí hermanos,
pues ya no tenían necesidad de serlo, sino "punalúa", es decir, compañero íntimo,
como quien dice associé. De igual modo, una serie de hermanos uterinos o más
lejanos tenían en matrimonio común cierto número de mujeres, con exclusión de
sus propias hermanas, y esas mujeres se llamaban entre sí "punalúa". Este es el
tipo clásico de una formación de la familia (Familienformation) que sufrió más
tarde una serie de variaciones y cuyo rasgo característico esencial era la
comunidad recíproca de maridos y mujeres en el seno de un determinado círculo
familiar, del cual fueron excluidos, sin embargo, al principio los hermanos
carnales y, más tarde, también los hermanos más lejanos de las mujeres,
ocurriendo lo mismo con las hermanas de los maridos.
Esta forma de la familia nos indica ahora con la más perfecta exactitud los grados
de parentesco, tal como los expresa el sistema americano. Los hijos de las
hermanas de mi madre son también hijos de ésta, como los hijos de los hermanos
de mi padre lo son también de éste; y todos ellos son hermanas y hermanos míos.
Pero los hijos de los hermanos de mi madre son sobrinos y sobrinas de ésta,
como los hijos de las hermanas de mi padre son sobrinos y sobrinas de éste; y
todos ellos son primos y primas míos. En efecto, al paso que los maridos de las
hermanas de mi madre son también maridos de ésta, y de igual modo las mujeres
de los hermanos de mi padre son también mujeres de éste -de derecho, si no
siempre de hecho-, la prohibición por la sociedad del comercio sexual entre
hermanos y hermanas ha conducido a la división de los hijos de hermanos y de
hermanas, considerados indistintamente hasta entonces como hermanos y
hermanas, en dos clases: unos siguen siendo como lo eran antes, hermanos y
hermanas (colaterales); otros - los hijos de los hermanos en un caso, y en otro los
hijos de las hermanas-no pueden seguir siendo ya hermanos y hermanas, ya no
pueden tener progenitores comunes, ni el padre, ni la madre, ni ambos juntos; y
por eso se hace necesaria, por primera vez, la clase de los sobrinos y sobrinas,
de los primos y primas, clase que no hubiera tenido ningún sentido en el sistema
familiar anterior. El sistema de parentesco americano, que parece sencillamente
absurdo en toda forma de familia que descanse, de esta o la otra forma, en la
monogamia, se explica de una manera racional y está justificado naturalmente
hasta en sus más íntimos detalles por la familia punalúa. La familia punalúa, o
cualquier otra forma análoga, debió existir, por lo menos en la misma medida en
que prevaleció este sistema de consanguinidad.
Esta forma de la familia, cuya existencia en Hawaí está demostrada, habría sido
también probablemente demostrada en toda la Polinesia si los piadosos
misioneros, como antaño los frailes españoles en América, hubiesen podido ver
en estas relaciones anticristianas algo más que una simple "abominación"[19].
Cuadno César nos dice que los bretones, que se hallaban por aquel entonces en
el estadio medio de la barbarie, que "cada diez o doce hombres tienen mujeres
comunes, con la particularidad de que en la mayoría de los casos son hermanos y
hermanas y padres e hijos", la mejor explicación que se puede dar es el
matrimonio por grupos. Las madres bárbaras no tienen diez o doce hijos en edad
de poder sostener mujeres comunes; pero el sistema americano de parentesco,
que corresponde a la familia punalúa, suministra gran número de hermanos,
puesto que todos los primos carnales o remotos de un hombre son hermanos,
puesto que todos los primos carnales o remotos de un hombre son hermanos
suyos. Es posible que lo de "padres con sus hijos" sea un concepto erróneo de
César; sin embargo, este sistema no excluye absolutamente que puedan
encontrarse en el mismo grupo conyugal padre e hijo, madre e hija, pero sí que
se encuentren en él padre e hija, madre e hijo. Esta forma de la familia suministra
también la más fácil explicación de los relatos de Heródoto y de otros escritores
antiguos acerca de la comunidad de mujeres en los pueblos salvajes y bárbaros.
Lo mismo puede decirse de lo que Watson y Kaye cuentan de los tikurs del Audh,
al norte del Ganges, en su libro "La población de la India"[20]. "Cohabitan (es
decir, hacen vida sexual) casi sin distinción, en grandes comunidades; y cuando
dos individuos se consideran como marido y mujer, el vínculo que les une es
puramente nominal".
En la inmensa mayoría de los casos, la institución de la gens parece haber salido
directamente de la familia punalúa. Cierto es que el sistema de clases[21]
australiano también representa un punto de partida para la gens; los australianos
tienen la gens, pero aún no tienen familia punalúa, sino una forma más primitiva
de grupo conyugal.
En ninguna forma de familia por grupos puede saberse con certeza quién es el
padre de la criatura, pero sí se sabe quién es la madre. Aun cuando ésta llama
hijos suyos a todos los de la familia común y tiene deberes maternales para con
ellos, no por eso deja de distinguir a sus propios hijos entre los demás. Por tanto,
es claro que en todas partes donde existe el matrimonio por grupos, la
descendencia sólo puede establecerse por la línea materna, y por consiguiente,
sólo se reconoce la línea femenina. En ese caso se encuentran, en efecto, todos los
pueblos salvajes y todos los que se hallan en el estadio inferior de la barbarie; y
haberlo descubierto antes que nadie es el segundo mérito de Bachofen. Este
designa el reconocimiento exclusivo de la filiación maternal y las relaciones de
herencia que después se han deducido de él con el nombre de derecho materno;
conservo esta expresión en aras de la brevedad. Sin embargo, es inexacta,
porque en ese estadio de la sociedad no existe aún derecho en el sentido jurídico
de la palabra.
Tomemos ahora en la familia punalúa uno de los dos grupos típicos,
concretamente el de una especie de hermanas carnales y más o menos lejanas (es
decir, descendientes de hermanas carnales en primero, segundo y otros grados),
con sus hijos y sus hermanos carnales y más o menos lejanos por línea materna
(los cuales, con arreglo a nuestra premisa, no son sus maridos), obtendremos
exáctamente el círculo de los individuos que más adelante aparecerán como
miembros de una gens en la primitiva forma de esta institución. Todos ellos
tienen por tronco común una madre, y en virtud de este origen, los descendientes
femeninos forman generaciones de hermanas. Pero los maridos de estas
hermanas ya no pueden ser sus hermanos; por tanto, no pueden descender de
aquel tronco materno y no pertenecen a este grupo consanguíneo, que más
adelante llega a ser la gens, mientras que sus hijos pertenecen a este grupo, pues
la descendencia por línea materna es la única decisiva, por ser la única cierta. En
cuanto queda prohibido el comercio sexual entre todos los hermanos y hermanas
-incluso los colaterales más lejanos- por línea materna, el grupo antedicho se
transforma en una gens, es decir, se constituye como un círculo cerrado de
parientes consanguíneos por línea femenina, que no pueden casarse unos con
otros; círculo oque desde ese momento se consolida cada vez más por medio de
instituciones comunes, de orden social y religioso, que lo distinguen de las otras
gens de la misma tribu. Más adelante volveremos a ocuparnos de esta cuestión
con mayor detalle. Pero si estimamos que la gens surge en la familia punalúa no
sólo necesariamente, sino incluso como cosa natural, tendremos fundamento para
estimar casi indudable la existencia anterior de esta forma de familia en todos los
pueblos en que se puede comprobar instituciones gentilicias, es decir, en casi
todos los pueblos bárbaros y civilizados.
Cuando Morgan escribió su libro, nuestros conocimientos acerca del matrimonio
por grupos eran muy limitados. Se sabía alguna cosa del matrimonio por grupos
entre los australianos organizados en clases, y, además, Morgan había publicado
ya en 1871 todos los datos que poseía sobre la familia punalúa en Hawaí. La
familia punalúa, por un lado, suministraba la explicación completa del sistema de
parentesco vigente entre los indios americanos y que había sido el punto de
partida de todas las investigaciones de Morgan; por otro lado, constituía el punto
de arranque para deducir la gens de derecho materno; por último, era un grado
de desarrollo mucho más alto que las clases australianas. Se comprende, por
tanto, que Morgan la concibiese como el estadio de desarrollo inmediatamente
anterior al matrimonio sindiásmico y le atribuyese una difusión general en los
tiempos primitivos. De entonces acá, hemos llegado a conocer otra serie de
formas de matrimonio por grupos, y ahora sabemos que Morgan fue demasiado
lejos en este punto. Sin embargo, en su familia punalúa tuvo la suerte de
encontrar la forma más elevada, la forma clásica del matrimonio por grupos, la
forma que explica de la manera más sencilla el paso a una forma superior.
Si las nociones que tenemos del matrimonio por grupos se han enriquecido, lo
debemos sobre todo al misionero inglés Lorimer Fison, que durante años ha
estudiado esta forma de la familia en su tierra clásica, Australia. Entre los negros
australianos del monte Gambier, en el Sur de Australia, es donde encontró el
grado más bajo de desarrollo. La tribu entera se divide allí en dos grandes clases:
los krokis y los kumites. Está terminantemente prohibido el comercio sexual en el
seno de cada una de estas dos clases; en cambio, todo hombre de una de ellas es
marido nato de toda mujer de la otra, y recíprocamente. No son los individuos,
sino grupos enteros, quienes están casados unos con otros, clase con clase. Y
nótese que allí no hay en ninguna parte restricciones por diferencia de edades o
de consanguinidad especial, salvo la que se desprende de la división en dos
clases exógamas. Un kroki tiene de derecho por esposa a toda mujer kumite; y
como su propia hija, como hija de una mujer kumite, es también kumite en virtud
del derecho materno, es, por ello, esposa nata de todo kroki, incluído su padre.
En todo caso, la organización por clases, tal como se nos presenta, no opone a
esto ningún obstáculo. Así, pues, o esta organización apareció en una época en
que, a pesar de la tendencia instintiva de limitar el incesto, no se veía aún nada
malo en las relaciones sexuales entre hijos y padres, y entonces el sistema de
clases debió nacer directamente de las condiciones del comercio sexual sin
restricciones, o, por el contrario, cuando se crearon las clases estaban ya
prohibidas por la costumbre las relaciones sexuales entre padres e hijos, y
entonces la situación actual señala la existencia anterior de la familia
consanguínea y constituye el primer paso dado para salir de ella. Esta última
hipótesis es la más verosimil. Que yo sepa, no se dan ejemplos de unión conyugal
entre padres e hijos en Australia; y, aparte de eso, la forma posterior de la
exogamia, la gens basada en el derecho materno, presupone tácitamente la
prohibición de este comercio, como una cosa que había encontrado ya
establecida antes de su surgimiento.
Además de la región del monte Gambier, en el Sur de Australia, el sistema de las
clases se encuentra a orillas del río Darling, más al este, y en Queensland, en el
nordeste; de modo que está muy difundido. Este sistema sólo excluye el
matrimonio entre hermanos y hermanas, entre hijos de hermanos y entre hijos de
hermanas por línea materna, porque éstos pertenecen a la misma clase; por el
contrario, los hijos de hermano y de hermana pueden casarse unos con otros. Un
nuevo paso hacia la prohibición del matrimonio entre consanguíneos lo
observamos entre los kamilarois, en las márgenes del Darling, en la Nueva Gales
del Sur, donde las dos clases originarias se han escindido en cuatro, y donde
cada una de estas cuatro clases se casa, entera, con otra determinada. Las dos
primeras clases son esposos natos una de otra; pero según pertenezca la madre a
la primera o a la segunda, pasan los hijos a la tercera o a la cuarta. Los hijos de
estas dos últimas clases, igualmente casadas una con otra, pertenecen de nuevo a
la primera y a la segunda. De suerte que siempre una generación pertenece a la
primera y a la segunda clase, la siguiente a la tercera y a la cuarta, y la que viene
inmediatamente después, de nuevo a la primera y a la segunda. Dedúcese de
aquí que hijos de hermano y hermana (por línea materna) no pueden ser marido y
mujer, pero sí pueden serlo los nietos de hermano y hermana. Este complicado
orden se enreda aún más porque se injerta en él más tarde la gens basada en el
derecho materno; pero aquí no podemos entrar en detalle. Observamos, pues,
que la tendencia a impedir el matrimonio entre consanguíneos se manifiesta una
y otra vez, pero de modo espontáneo, a tientas, sin conciencia clara del fin que se
persigue.
El matrimonio por grupos, que en Australia es además un matrimonio por clases,
la unión conyugal en masa de toda una clase de hombres, a menudo esparcida
por todo el continente, con una clase entera de mujeres no menos diseminada;
este matrimonio por grupos, visto de cerca, no es tan monstruoso como se lo
representa la fantasía de los filisteos, influenciada por la prostitución. Por el
contrario, transcurrieron muchísimos años antes de que se tuviese ni siquiera
noción de su existencia, la cual, por cierto, se ha puesto de nuevo en duda hace
muy poco. A los ojos del observador superficial, se presenta como una
monogamia de vínculos muy flojos y, en algunos lugares, como una poligamia
acompañada de una infidelidad ocasional. Hay que consagrarle años de estudio,
como lo han hecho Fison y Howitt, para descubrir en esas relaciones conyugales
(que, en la práctica, recuerdan más bien a la generalidad de los europeos las
costumbres de su patria), la ley en virtud de la cual el negro australiano, a miles
de kilómetros de sus lares, entre gente cuyo lenguaje no comprende -y a menudo
en cada campamento, en cada tribu-, mujeres que se le entregan
voluntariamente, sin resistencia; ley en virtud de la cual, quien tiene varias
mujeres, cede una de ellas a su huésped para la noche. Allí donde el europeo ve
inmoralidad y falta de toda ley, reina de hecho una ley muy rigurosa. Las mujeres
pertenecen a la clase conyugal del forastero y, por consiguiente, son sus esposas
natas; la misma ley moral que destina el uno a al otra, prohibe, so pena de
infamia, todo comercio sexual fuera de las clases conyugales que se pertenecen
recíprocamente. Aun allí donde se practica el rapto de las mujeres, que ocurre a
menudo y en parte de Australia es regla general, se mantiene escrupulosamente
la ley de las clases.
En el rapto de las mujeres se encuentra ya indicios del tránsito a la monogamia,
por lo menos en la forma del matrimonio sindiásmico; cuando un joven, con
ayuda de sus amigos, se ha llevado de grado o por fuerza a una joven, ésta es
gozada por todos, uno tras otro, pero después se considera como esposa del
promotor del rapto. Y a la inversa, si la mujer robada huye de casa de su marido y
la recoge otro, se hace esposa de este último y el primero pierde sus
prerrogativas. Al lado y en el seno del matrimonio por grupos, que, en general,
continúa existiendo, se encuentran, pues, relaciones exclusivistas, uniones por
parejas, a plazo más o menos largo, y también la poligamia; de suerte que
también aquí el matrimonio por grupos se va extingiendo, quedando reducida la
cuestión a saber quién, bajo la influencia europea, desaparecerá antes de la
escena: el matrimonio por grupos o los negros australianos que lo practican.
El matrimonio por clases enteras, tal como existe en Australia, es, en todo caso,
una forma muy atrasada y muy primitiva del matrimonio por grupos, mientras que
la familia punalúa constituye, en cuanto no es dado conocer, su grado superior de
desarrollo. El primero parece ser la forma correspondiente al estado social de los
salvajes errantes; la segunda supone ya el establecimiento fijo de comunidades
comunistas, y conduce directamente al grado inmediato superior de desarrollo.
Entre estas dos formas de matrimonio hallaremos aún, sin duda alguna, grados
intermedios; éste es un terreno de investigaciones que acaba de descubrirse, y
en el cual no se han dado todavía sino los primeros pasos.
3. La familia sindiásmica. En el régimen de matrimonio por grupos, o quizás
antes, formábanse ya parejas conyugales para un tiempo más o menos largo; el
hombre tenía una mujer principal (no puede aún decirse que una favorita) entre
sus numerosas, y era para ella el esposo principal entre todos los demás. Esta
circunstancia ha contribuído no poco a la confusión producida en la mente de los
misioneros, quienes en el matrimonio por grupos ven ora una comunidad
promiscua de la mujeres, ora un adulterio arbitrario. Pero conforme se
desarrollaba la gens e iban haciéndose más numerosas las clases de "hermanos"
y "hermanas", entre quienes ahora era imposible el matrimonio, esta unión
conyugal por parejas, basada en la costumbre, debió ir consolidándose. Aún
llevó las cosas más lejos el impulso dado por la gens a la prohibición del
matrimonio entre parientes consanguíneos. Así vemo que entre los iroqueses y
entre la mayoría de los demás indios del estadio inferior de la barbarie, está
prohibido el matrimonio entre todos los parientes que cuenta su sistema, y en éste
hay algunos centenares de parentescos diferentes. Con esta creciente
complicación de las prohibiciones del matrimonio, hiciéronse cada vez más
imposibles las uniones por grupos, que fueron sustituidas por la familia
sindiásmica. En esta etapa un hombre vive con una mujer, pero de tal suerte que
la poligamia y la infidelidad ocasional siguen siendo un derecho para los
hombres, aunque por causas económicas la poligamia se observa raramente; al
mismo tiempo, se exige la más estricta fidelidad a las mujeres mientras dure la
vida común, y su adulterio se castiga cruelmente. Sin embargo, el vínculo
conyugal se disuelve con facilidad por una y otra parte, y después, como antes,
los hijos sólo pertenecen a la madre.
La selección natural continúa obrando en esta exclusión cada vez más extendida
de los parientes consanguíneos del lazo conyugal. Según Morgan, "el matrimonio
entre gens no consanguíneas engendra una raza más fuerte, tanto en el aspecto
físico como en el mental; mezclábanse dos tribus avanzadas, y los nuevos cráneos
y cerebros crecían naturalmente hasta que comprendían las capacidades de
ambas tribus. Las tribus que habían adoptado el régimen de la gens, estaban
llamadas, pues, a predominar sobre las atrasadas do a arrastrarlas tras de sí con
su ejemplo.
Por tanto, la evolución de la familia en los tiempos prehistóricos consiste en una
constante reducción del círculo en cuyo seno prevalece la comunidad conyugal
entre los dos sexos, círculo que en su origen abarcaba la tribu entera. La
exclusión progresiva, primero de los parientes cercanos, después de los lejanosd
y, finalmente, de las personas meramente vinculadas por alianza, hace imposible
en la práctica todo matrimonio por grupos; en último término no queda sino la
pareja, unida por vínculos frágiles aún, esa molécula con cuya disociación
concluye el matrimonio en general. Esto prueba cuán poco tiene que ver el
origen de la monogamia con el amor sexual individual, en la actual concepción
de la palabra. Aun prueba mejor lo dicho la práctica de todos los pueblos que se
hallan en este estado de desarrollo. Mientras que en las anteriores formas de la
familia los hombres nunca pasaban apuros para encontrar mujeres, antes bien
tenían más de las que les hacían falta, ahora las mujeres escaseaban y había que
buscarlas. Por eso, con el matrimonio sindiásmico empiezan el rapto y la compra
de las mujeres, síntomas muy difundidos, pero nada más que síntomas, de un
cambio mucho más profundo que se había efectuado; MacLennan, ese escocés
pedante, ha transformado por arte de su fantasía esos síntomas, que no son sino
simples métodos de adquirir mujeres, en distintas clases de familias, bajo la
forma de "matrimonio por rapto" y "matrimonio por compra". Además, entre los
indios de América y en otras partes (en el mismo estadío), el convenir en un
matrimonio no incumbe a los interesados, a quienes a menudo ni aun se les
consulta, sino a sus madres. Muchas veces quedan prometidos así dos seres que
no se conocen el uno al otro, y a quienes no se comunica el cierre del trato hasta
que no llega el momento del enlace matrimonial. Antes de la boda, el futuro hace
regalos a los parientes gentiles de la prometida (es decir, a los parientes por
parte de la madre de ésta, y no al padre ni a los parientes de éste). Estos regalos
se consideran como el precio por el que el hombre compra a la joven núbil que le
ceden. El matrimonio es disoluble a voluntad de cada uno de los dos cónyuges;
sin embargo, en numerosas tribus, por ejemplo, entre los iroqueses, se ha
formado poco a poco una opinión pública hostil a esas rupturas; en caso de haber
disputas entre los cónyuges, median los parientes gentiles de cada carte, y sólo si
esta mediación no surte efecto, se lleva a cabo la separación, en virtud de la cual
se queda la mujer con los hijos y cada una de las partes es libre de casarse de
nuevo.
La familia sindiásmica, demasiado débil e inestable por sí misma para hacer
sentir la necesidad o, aunque sólo sea, el deseo de un hogar particular, no
suprime de ningún modo el hogar comunista que nos presenta la época anterior.
Pero el hogar comunista significa predominio de la mujer en la casa, lo mismo
que el reconocimiento exclusivo de una madre propia, en la imposibilidad de
conocer con certidumbre al verdadero padre, significa profunda estimación de
las mujeres, es decir, de las madres. Una de las ideas más absurdas que nos ha
transmitido la filosofía del siglo XVIII es la opinión de que en el origen de la
sociedad la mujer fue la esclava del hombre. Entre todos los salvajes y en todas
las tribus que se encuentran en los estadios inferior, medio y, en parte, hasta
superior de la barbarie, la mujer no sólo es libre, sino que está muy considerada.
Arthur Wright, que fue durante muchos años misionero entre los iroquesessenekas, puede atestiguar cual es aún esta situación de la mujer en el matrimonio
sindiásmico. Wright dice: "Respecto a sus familias, en la época en que aún vivían
en las antiguas casas grandes (domicilios comunistas de muchas familias)...
predominaba siempre allí un clan (una gens), y las mujeres tomaban sus maridos
en otros clanes (gens)... Habitualmente, las mujeres gobernaban en la casa; las
provisiones eran comunes, pero ¡desdichado del pobre marido o amante que era
demasiado holgazán o torpe para aportar su parte al fondo de provisiones de la
comunidad!. Por más hijos o enseres personales que tuviese en la casa, podía a
cada instante verse conminado a liar los bártulos y tomar el portante. Y era inútil
que intentase oponer resistencia, porque la casa se convertía para él en un
infierno; no le quedaba más remedio sino volverse a su propio clan (gens) o, lo
que solía suceder más a menudo, contraer un nuevo matrimonio en otro. Las
mujeres constituían una gran fuerza dentro de los clanes (gens), lo mismo que en
todas partes. Llegado el caso, no vacilaban en destituir a un jefe y rebajarle a
simple guerrero". La economía doméstica comunista, donde la mayoría, si no la
totalidad de las mujeres, son de una misma gens, mientras que los hombres
pertenecen a otras distintas, es la base efectiva de aquella preponderancia de las
mujeres, que en los tiempos primitivos estuvo difundida por todas partes y el
descubrimiento de la cual es el tercer mérito de Bachofen. Puedo añadir que los
relatos de los viajeros y de los misioneros a cerca del excesivo trabajo con que se
abruma a las mujeres entre los salvajes y los bárbaros, no están en ninguna
manera en contradicción con lo que acabo de decir. La división del trabajo entre
los dos sexos depende de otras causas que nada tienen que ver con la posición
de la mujer en la sociedad. Pueblos en los cuales las mujeres se ven obligadas
mucho más de lo que, según nuestras ideas, les corresponde, tienen a menudo
mucha más consideración real hacia ellas que nuestros europeos. La señora de la
civilización, rodeada de aparentes homenajes, extraña a todo trabajo efectivo,
tiene una posición social muy inferior a la de la mujer de la barbarie, que trabaja
de firme, se ve en su pueblo conceptuada como una verdadera dama (lady,
frowa, frau = señora) y lo es efectivamente por su propia disposición.
Nuevas investigaciones acerca de los pueblos del Noroeste y, sobre todo, del Sur
de América, que aún se hallan en el estadio superior del salvajismo, deberán
decirnos si el matrimonio sindiásmico ha remplazado o no por completo hoy en
América al matrimonio por grupos. Respecto a los sudamericanos, se refieren tan
variados ejemplos de licencia sexual, que se hace difícil admitir la desaparición
completa del antiguo matrimonio por grupos. En todo caso, aún no han
desaparecido todos sus vestigios. Por lo menos, en cuarenta tribus de América
del Norte el hombre que se casa con la hermana mayor tiene derecho a tomar
igualmente por mujeres a todas las hermanas de ella, en cuanto llegan a la edad
requerida. Esto es un vestigio de la comunidad de maridos para todo un grupo de
hermanas. De los habitantes de la península de California (estadio superior del
salvajismo) cuenta Bancroft que tienen ciertas festividades en que se reunen
varias "tribus" para practicar el comercio sexual más promiscuo. Con toda
evidencia, son gens que en estas fiestas conservan un oscuro recuerdo del tiempo
en que las mujeres de una gens tenían por maridos comunes a todos los hombres
de otra, y recíprocamente. La misma costumbre impera aún en Australia. En
algunos pueblos acontece que los ancianos, los jefes y los hechiceros sacerdotes
practican en provecho propio la comunidad de mujeres y monopolizan la mayor
parte de éstas; pero, en cambio, durante ciertas fiestas y grandes asambleas
populares están obligados a admitir la antigua posesión común y a permitir a sus
mujeres que se solacen con los hombres jóvenes. Westermarck (páginas 28- 29)
aporta una serie de ejemplos de saturnales de este género, en las que recobra
vigor por corto tiempo la antigua libertad del comercio sexual: entre los hos, los
santalas, los pandchas, y los cotaros de la India, en algunos pueblos africanos,
etc. Westermarck deduce de un modo extraño que estos hechos constituyen
restos, no del matrimonio por grupos, que él niega, sino del período del celo, que
los hombres primitivos tuvieron en común con los animales.
Llegamos al cuarto gran descubrimiento de Bachofen: el de la gran difusión de la
forma del tránsito del matrimonio por grupos al matrimonio sindiásmico. Lo que
Bachofen representa como una penitencia por la transgresión de los antiguos
mandamientos de los dioses, como una penitencia impuesta a la mujer para
comprar su derecho a la castidad, no es, en resumen, sino la expresión mística
del rescate por medio del cual se libra la mujer de la antigua comunidad de
maridos y adquiere el derecho de no entregarse más que a uno solo. Ese rescate
consiste en dejarse poseer en determinado periodo: las mujeres babilónicas
estaban obligadas a entregarse una vez al año en el templo de Mylitta; otros
pueblos del Asia Menor enviaban a sus hijas al templo de Anaitis, donde, durante
años enteros, debían entregarse al amor libre con favoritos elegidos por ellas
antes de que se les permitiera casarse; en casi todos los pueblos asiáticos entre el
Mediterráneo y el Ganges hay análogas usanzas, disfrazadas de costumbres
religiosas. El sacrificio expiatorio que desempeña el papel de rescate se hace
cada vez más ligero con el tiempo, como lo ha hecho notar Bachofen: "La ofrenda,
repetida cada año, cede el puesto a un sacrificio hecho sólo una vez; al heterismo
de las matronas sigue el de las jóvenes solteras; se practica antes del matrimonio,
en vez de ejercitarlo durante éste; en lugar de abandonarse a todos, sin tener
derecho de elegir, la mujer ya no se entrega sino a ciertas personas". ("Derecho
materno", pág. XIX). En otros pueblos no existe ese disfraz religioso; en algunos los tracios, los celtas, etc., en la antigüedad, en gran número de aborígenes de la
India, en los pueblos malayos, en los insulares de Oceanía y entre muchos indios
americanos hoy día -las jóvenes gozan de la mayor libertad sexual hasta que
contraen matrimonio. Así sucede, sobre todo, en la América del Sur, como
pueden atestiguarlo cuantos han penetrado algo en el interior. De una rica familia
de origen indio refiere Agassiz ("Viaje por el Brasil, Boston y Nueba York"[22]
1886, pág. 266) que, habiendo conocido a la hija de la casa, preguntó por su
padre, suponiendo que lo sería el marido de la madre, oficial del ejército en
campaña contra el Paraguay; pero la madre le respondió sonriéndose: "Naod tem
pai, he filha da fortuna" (no tiene padre, es hija del acaso). "Las mujeres indias o
mestizas hablan siempre en este tono, sin vergüenza ni censura, de sus hijos
ilegítimos; y esto es la regla, mientras que lo contrario parece ser la excepción.
Los hijos... a menudo sólo conocen a su madre, porque todos los cuidados y toda
la responsabilidad recaen sobre ella; nada saben acerca de su padre, y tampoco
parece que la mujer tuviese nunca la idea de que ella o sus hijos pudieran
reclamarle la menor cosa". Lo que aquí parece pasmoso al hombre civilizado, es
sencillamente la regla en el matriarcado y en el matrimonio por grupos.
En otros pueblos, los amigos y parientes del novio o los convidados a la boda
ejercen con la novia, durante la boda misma, el derecho adquirido por usanza
inmemorial, y al novio no le llega el turno sino el último de todos: así sucedía en
las islas Baleares y entre los augilas africanos en la antigüedad, y así sucede aún
entre los bareas en Abisinia. En otros, un personaje oficial, sea jefe de la tribu o
de la gens, cacique, shamán, sacerdote o príncipe, es quien representa a la
colectividad y quien ejerce en la desposada el derecho de la primera noche ("jus
primae noctis"). A pesar de todos los esfuerzos neorrománticos de cohonestarlo,
ese "jus primae noctis" existe hoy aún como una reliquia del matrimonio por
grupos entre la mayoría de los habitantes del territorio de Alaska (Bancroft:
"Tribus Nativas", 1, 81), entre los tahus del Norte de México (ibid, pág. 584) y
entre otros pueblos; y ha existido durante toda la Edad Media, por lo menos en
los países de origen céltico, donde nació directamente del matrimonio por
grupos; en Aragón, por ejemplo. Al paso que en Castilla el campesino nunca fue
siervo, la servidumbre más abyecta reinó en Aragón hasta la sentencia o bando
arbitral de Fernando el Católico de 1486, documento donde se dice: "Juzgamos y
fallamos que los señores (senyors, barones) susodichos no podrán tampoco pasar
la primera noche con la mujer que haya tomado un campesino, ni tampoco
podrán durante la noche de boda, después que se hubiere acostado en la cama la
mujer, pasar la pierna encima de la cama ni de la mujer, en señal de su soberanía;
tampoco podrán los susodichos señores servirse ade las hijas o lo hijos de los
campesinos contra su voluntad, con y sin pago". (Citado, según el texto original
en catalán, por Sugenheim, "La servidumbre", San Petersburgo 1861[23], pág.
35).
Aparte de esto, Bachofen tiene razón evidente cuando afirma que el paso de lo
que él llama "heterismo" o "Sumpfzeugung" a la monogamia se realizó
esencialmente gracias a las mujeres. Cuanto más perdían las antiguas relaciones
sexuales su candoroso carácter primitivo selvático a causa del desarrollo de las
condiciones económicas y, por consiguiente, a causa de la descomposición del
antiguo comunismo y de la densidad, cada vez mayor, de la población, más
envilecedoras y opresivas debieran parecer esas relaciones a las mujeres y con
mayor fuerza debieron de anhelar, como liberación, el derecho a la castidad, el
derecho al matrimonio temporal o definitivo con un solo hombre. Este progreso
no podía salir del hombre, por la sencilla razón, sin buscar otras, de que nunca, ni
aun en nuestra época, le ha pasado por las mientes la idea de renunciar a los
goces del matrimonio efectivo por grupos. Sólo después de efectuado por la
mujer el tránsito al matrimonio sindiásmico, es cuando los hombres pudieron
introducir la monogamia estricta, por supuesto, sólo para las mujeres.
La familia sindiásmica aparece en el límite entre el salvajismo y la barbarie, las
más de las veces en el estadio superior del primero, y sólo en algunas partes en
el estadio inferior de la segunda. Es la forma de familia característica de la
barbarie, como el matrimonio por grupos lo es del salvajismo, y la monogamia lo
es de la civilización. Para que la familia sindiásmica evolucione hasta llegar a una
monogamia estable fueron menester causas diversas de aquéllas cuya acción
hemos estudiado hasta aquí. En la familia sindiásmica el grupo había quedado ya
reducido a su última unidad, a su molécula biatómica: a un hombre y una mujer.
La selección natural había realizado su obra reduciendo cada vez más la
comunidad de los matrimonios, nada le quedaba ya que hacer en este sentido.
Por tanto, si no hubieran entrado en juego nuevas fuerzas impulsivas de "orden
social", no hubiese habido ninguna razón para que de la familia sindiásmica
naciera otra nueva forma de familia. Pero entraron en juego esas fuerzas
impulsivas.
Abandonemos ahora América, tierra clásica de la familia sindiásmica. Ningún
indicio permite afirmar que en ella se halla desarrollado una forma de familia más
perfecta, que haya existido allí una monogamia estable en ningún tiempo antes
del descubrimiento y de la conquista. Lo contrario sucedió en el viejo mundo.
Aquí la domesticación de los animales y la cría de ganado habían abierto
manantiales de riqueza desconocidos hasta entonces, creando relaciones sociales
enteramente nuevas. Hasta el estadio inferior de la barbarie, la riqueza duradera
se limitaba poco más o menos a la habitación, los vestidos, adornos primitivos y
los enseres necesarios para obtener y preparar los alimentos: la barca, las armas,
los utensilios caseros más sencillos. El alimento debía ser conseguido cada día
nuevamente. Ahora, con sus manadas de caballos, camellos, asnos, bueyes,
carneros, cabras y cerdos, los pueblos pastores, que iban ganando terreno (los
arios en el País de los Cinco Ríos y en el valle del Ganges, así como en las estepas
del Oxus y el Jaxartes, a la sazón mucho más espléndidamente irrigadas, y los
semitas en el Eufrates y el Tigris), habían adquirido riquezas que sólo
necesitaban vigilancia y los cuidados más primitivos para reproducirse en una
proporción cada vez mayor y suministrar abundantísima alimentación en carne y
leche. Desde entonces fueron relegados a segundo plano todos los medios con
anterioridad empleados; la caza que en otros tiempos era una necesidad, se trocó
en un lujo.
Pero, ¿a quién pertenecía aquella nueva riqueza?. No cabe duda alguna de que,
en su origen, a la gens. Pero muy pronto debió de desarrollarse la propiedad
privada de los rebaños. Es difícil decir si el autor de lo que se llama el primer
libro de Moisés consideraba al patriarca Abraham propietario de sus rebaños por
derecho propio, como jefe de una comunidad familiar, o en virtud de su carácter
de jefe hereditario de una gens. Sea como fuere, lo cierto es que no debemos
imaginárnoslo como propietario, en el sentido moderno de la palabra. También
es indudable que en los unbrales de la historia auténtica encontramos ya en todas
partes los rebaños como propiedad particular de los jefes de familia, con el
mismo título que los productos del arte de la barbarie, los enseres de metal, los
objetos de lujo y, finalmente, el ganado humano, los esclavos.
La esclavitud había sido ya inventada. El esclavo no tenía valor ninguno para los
bárbaros del estadio inferior. Por eso los indios americanos obraban con sus
enemigos vencidos de una manera muy diferente de como se hizo en el estadio
superior. Los hombres eran muertos o los adoptaba como hermanos la tribu
vencedora; las mujeres eran tomadas como esposas o adoptadas, con sus hijos
supervivientes, de cualquier otra forma. En este estadio, la fuerza de trabajo del
hombre no produce aún excedente apreciable sobre sus gastos de
mantenimiento. Pero al introducirse la cria de ganado, la elaboración de los
metales, el arte del tejido, y, por último, la agricultura, las cosas tomaron otro
aspecto. Sobre todo desde que los rebaños pasaron definitivamente a ser
propiedad de la familia, con la fuerza de trabajo pasó lo mismo que había pasado
con las mujeres, tan fáciles antes de adquirir y que ahora tenían ya su valor de
cambio y se compraban. La familia no se multiplicaba con tanta rapidez como el
ganado. Ahora se necesitaban más personas para la custodia de éste; podía
utilizarse para ello el prisionero de guerra, que además podía multiplicarse, lo
mismo que el ganado.
Convertidas todas estas riquezas en propiedad particular de las familias, y
aumentadas después rápidamente, asestaron un duro golpe a la sociedad
fundada en el matrimonio sindiásmico y en la gens basada en el matriarcado. El
matrimonio sindiásmico había introducido en la fmailia un elemento nuevo. Junto
a la verdadera madre había puesto le verdadero padre, probablemente mucho
más auténtico que muchos "padres" de nuestros días. Con arreglo a la división
del trabajo en la familia de entonces, correspondía al hombre procurar la
alimentación y los instrumentos de trabajo necesarios para ello;
consiguientemente, era, por derecho, el propietario de dichos instrumentos y en
caso de separación se los llevaba consigo, de igual manera que la mujer
conservaba sus enseres domésticos. Por tanto, según las costumbres de aquella
sociedad, el hombre era igualmente propietario del nuevo manantial de
alimentación, el ganado, y más adelante, del nuevo instrumento de trabajo, el
esclavo. Pero según la usanza de aquella misma sociedad, sus hijos no podían
heredar de él, proque, en cuanto a este punto, las cosas eran como sigue.
Con arreglo al derecho materno, es decir, mientras la descendencia sólo se
contaba por línea femenina, y según la primitiva ley de herencia imperante en la
gens, los miembros de ésta heredaban al principio de su pariente gentil fenecido.
Sus bienes debían quedar, pues, en la gens. Por efecto de su poca importancia,
estos bienes pasaban en la práctica, desde los tiempos más remotos, a los
parientes más próximos, es decir, a los consanguíneos por línea materna. Pero los
hijos del difunto no pertenecían a su gens, sino a la de la madre; al principio
heredaban de la madre, con los demás consanguíneos de ésta; luego,
probablemente fueran sus primeros herederos, pero no podían serlo de su
padre, porque no pertenecían a su gens, en la cual debían quedar sus bienes. Así,
a la muerte del propietario de rebaños, estos pasaban en primer término a sus
hermanos y hermanas y a los hijos de estos últimos o a los descendientes de las
hermanas de su madre; en cuanto a sus propios hijos, se veían desheredados.
Así, pues, las riquezas, a medida que iban en aumento, daban, por una parte, al
hombre una posición más importante que a la mujer en la familia y, por otra parte,
hacían que naciera en él la idea de valerse de esta ventaja para modificar en
provecho de sus hijos el orden de herencia establecido. Pero esto no podía
hacerse mientras permaneciera vigente la filiación según el derecho materno.
Este tenía que ser abolido, y lo fue. Ello no resultó tan difícil como hoy nos
parece. Aquella revolución -una de las más profundas que la humanidad ha
conocido- no tuvo necesidad de tocar ni a uno solo de los miembros vivos de la
gens. Todos los miembros de ésta pudieron seguir siendo lo que hasta entonces
habían sido. Bastó decidir sencillamente que en lo venidero los descendientes de
un miembro masculino permanecerían en la gens, pero los de un miembro
femenino saldrían de ella, pasando a la gens de su padre. Así quedaron abolidos
al filiación femenina y el derecho hereditario materno, sustituyéndolos la filiación
masculina y el derecho hereditario paterno. Nada sabemos respecto a cómo y
cuando se produjo esta revolución en los pueblos cultos, pues se remonta a los
tiempos prehistóricos. Pero los datos reunidos, sobre todo por Bachofen, acerca
de los numerosos vestigios del derecho materno, demuestran plenamente que
esa revolución se produjo; y con qué facilidad se verifica, lo vemos en muchas
tribus indias donde acaba de efectuarse o se está efectuando, en parte por influjo
del incremento de las riquezas y el cambio de género de vida (emigración desde
los bosques a las praderas), y en parte por la influencia moral de la civilización y
de los misioneros. De ocho tribus del Misurí, en seis rigen la filiación y el orden
de herencia masculinos, y en otras dos, los femeninos. Entre los schawnees, los
miamíes y los delawares se ha introducido la costumbre de dar a los hijos un
nombre perteneciente a la gens paterna, para hacerlos pasar a ésta con el fin de
que puedan heredar de su padre. "Casuística innata en los hombres la de cambiar
las cosas cambiando sus nombres y hallar salidas para romper con la tradición,
sin salirse de ella, en todas partes donde un interés directo da el impulso
suficiente para ello" (Marx). Resultó de ahí una espantosa confusión, la cual sólo
podía remediarse y fue en parte remediada con el paso al patriarcado. "Esta
parece ser la transición más natural" (Marx). Acerca de lo que los especialistas en
Derecho comparado pueden decirnos sobre el modo en que se operó esta
transición en los pueblos civilizados del Mundo Antiguo -casi todo son hipótesis-,
véase Kovalevski, "Cuadro de los orígenes y de la evolución de la familia y de la
propiedad", Estocolmo 1890[24].
El derrocamiento del derecho materno fue la gran derrota histórica del sexo
femenino en todo el mundo. El hombre empuñó también las riendas en la casa; la
mujer se vio degradada, convertida en la servidora, en la esclava de la lujuria del
hombre, en un simple instrumento de reproducción. Esta baja condición de la
mujer, que se manifiesta sobre todo entre los griegos de los tiempos heroicos, y
más aún en los de los tiempos clásicos, ha sido gradualmente retocada,
disimulada y, en ciertos sitios, hasta revestida de formas más suaves, pero no, ni
mucho menos, abolida.
El primer efecto del poder exclusivo de los hombres, desde el punto y hora en
que se fundó, lo observamos en la forma intermedia de la familia patriarcal, que
surgió en aquel momento. Lo que caracteriza, sobre todo, a esta familia no es la
poligamia, de la cual hablaremos luego, sino la "organización de cierto número
de individuos, libres y no libres, en una familia sometida al poder paterno del jefe
de ésta. En la forma semítica, ese jefe de familia vive en plena poligamia, los
esclavos tienen una mujer e hijos, y el objetivo de la organización entera es
cuidar del ganado en un área determinada". Los rasgos esenciales son la
incorporación de los esclavos y la potestad paterna; por eso, la familia romana es
el tipo perfecto de esta forma de familia. En su origen, la palabra familia no
significa el ideal, mezcla de sentimentalismos y de disensiones domésticas, del
filisteo de nuestra época; al principio, entre los romanos, ni siquiera se aplica a la
pareja conyugal y a sus hijos, sino tan sólo a los esclavos. Famulus quiere decir
esclavo doméstico, y familia es el conjunto de los esclavos pertenecientes a un
mismo hombre. En tiempos de Gayo la "familia, id es patrimonium" (es decir,
herencia), se transmitía aun por testamento. Esta expresión la inventaron los
romanos para designar un nuevo organismo social, cuyo jefe tenía bajo su poder
a la mujer, a los hijos y a cierto número de esclavos, con la patria potestad
romana y el derecho de vida y muerte sobre todos ellos. "La palabra no es, pues,
más antigua que el férreo sistema de familia de las tribus latinas, que nació al
introducirse la agricultura y la esclavitud legal y después de la escisión entre los
itálicos arios y los griegos". Y añade Marx: "La familia moderna contiene en
germen, no sólo la esclavitud (servitus), sino también la servidumbre, y desde el
comienzo mismo guarda relación con las cargas en la agricultura. Encierra, in
miniature, todos los antagonismos que se desarrollan más adelante en la sociedad
y en su Estado".
Esta forma de familia señala el tránsito del matrimonio sindiásmico a la
monogamia. Para asegurar la fidelidad de la mujer y, por consiguiente, la
paternidad de los hijos, aquélla es entregada sin reservas al poder del hombre:
cuando éste la mata, no hace más que ejercer su derecho.
Con la familia patriarcal entramos en los dominios de la historia escrita, donde la
ciencia del Derecho comparado nos puede prestar gran auxilio. Y en efecto, esta
ciencia nos ha permitido aquí hacer importantes progresos. A Máximo Kovalevski
("Cuadro de los orígenes y de la evolución de la familia y de la propiedad", págs.
60-100, Estocolmo 1890) debemos la idea de que la comunidad familiar patriarcal
(patriarchalische Hausgenossenschaft), según existe aún entre los servios y los
búlgaros con el nombre de zádruga (que puede traducirse poco más o menos
como confraternidad! o bratstwo (fraternidad)), y bajo una forma modificada entre
los orientales, ha constituido el estadio de transición entre la familia de derecho
materno, fruto del matrimonio por grupos, y la monogamia moderna. Esto parece
probado, por lo menos respecto a los pueblos civilizados del Mundo Antiguo, los
arios y los semitas.
La zádruga de los sudeslavos constituye el mejor ejemplo, existente aún, de una
comunidad familiar de esta clase. Abarca muchas generaciones de descendientes
de un mismo padre, los cuales viven juntos, con sus mujeres, bajo el mismo techo;
cultivan sus tierras en común, se alimentan y se visten de un fondo común y
poseen en común el sobrante de los productos. La comunidad está sujeta a la
administración superior del dueño de la casa (domàcin), quien la representa ante
el mundo exterior, tiene el derecho de enajenar las cosas de valor mínimo, lleva
la caja y es responsable de ésta, lo mismo que de la buena marcha de toda la
hacienda. Es elegido, y no necesita para ello ser el de más edad. Las mujeres y su
trabajo están bajo la dirección de la dueña de la casa (domàcica), que suele ser la
mujer del domàcin. Esta tiene también voz, a menudo decisiva, cuando se trata de
elegir marido para las mujeres solteras. Pero el poder supremo pertenece al
consejo de familia, a la asamblea de todos los adultos de la comunidad, hombres
y mujeres. Ante esa asamblea rinde cuentas el domàcin, ella es quien resuelve las
cuestiones de importancia, administra justicia entre todos los miembros de la
comunidad, decide las compras o ventas más importantes, sobre todo de tierras,
etc.
No hace más de diez años que se ha probado la existencia en Rusia de grandes
comunidades familiares de esta especie; hoy todo el mundo reconoce que tienen
en las costumbres populares rusas raíces tan ondas como la obschina, o
comunidad rural. Figuran en el más antiguo código ruso -la "Pravda" de Yaroslav, con el mismo nombre (verv) que en las leyes de Damacia; en las fuentes
históricas polacas y checas también podemos encontrar referencias al respecto.
También entre los germanos, según Heusler ("Instituciones del Derecho
alemán"), la unidad económica primitiva no es la familia aislada en el sentido
moderno de la palabra, sino una comunidad familiar (Hausgenossenschaft) que se
compone de muchas generaciones con sus respectivas familias y que además
encierra muy a menudo individuos no libres. La familia romana se refiere
igualmente a este tipo, y, debido a ello, el poder absoluto del padre sobre los
demás miembros de la familia, por supuesto privados enteramente de derechos
respecto a él, se ha puesto muy en duda recientemente. Comunidades familiares
del mismo género han debido de existir entre los celtas de Irlanda; en Francia, se
han mantenido en el Nivernesado con el nombre de parçonneries hasta la
Revolución, y no se han extinguido aún en el Franco-Condado. En los alrededores
de Louans (Saona y Loira) se ven grandes caserones de labriegos, con una sala
común central muy alta, que llega hasta el caballete del tejado; alrededor se
encuentran los dormitorios, a los cuales se sube por unas escalerillas de seis u
ocho peldaños; habitan en esas casas varias generaciones de la misma familia.
La comunidad familiar, con cultivo del suelo en común, se menciona ya en la India
por Nearco, en tiempo de Alejandro Magno, y aún subsiste en el Penyab y en
todo el noroeste del país. El mismo Kovalevsky ha podido encontrarla en el
Cáucaso. En Argelia existe aún en las cábilas. Ha debido hallarse hasta en
América, donde se cree descubrirla en las "calpullis"[25]descritas por Zurita en el
antiguo México; por el contrario, Cunow ("Ausland", 1890, números 42-44) ha
demostrado de una manera bastante clara que en la época de la conquista existía
en el Perú una especie de marca (que, cosa extraña, también se llamaba allí
"marca"), con reparto periódico de las tierras cultivadas y, por consiguiente, con
cultivo individual.
En todo caso, la comunidad familiar patriarcal, con posesión y cultivo del suelo en
común, adquiere ahora una significación muy diferente de la que tenía antes. Ya
no podemos dudar del gran papel transicional que desempeñó entre los
civilizados y otros pueblos de la antigüedad en el período entre la familia de
derecho materno y la familia monógama. Más adelante hablaremos de otra
cuestión sacada por Kovalevski, a saber: que la comunidad familiar fue
igualmente el estadio transitorio de donde salió la comunidad rural o la marca,
con cultivo individual del suelo y reparto al principio periódico y después
defintivo de los campos y pastos.
Respecto a la vida de familia en el seno de estas comunidades familiares, debe
hacerse notar que, por lo menos en Rusia, los amos de casa tienen la fama de
abusar mucho de su situación en lo que respecta a las mujeres más jóvenes de la
comunidad, principalmente a sus nueras, con las que forman a menudo un harén;
las canciones populares rusas son harto elocuentes a este respecto.
Antes de pasar a la monogamia, a la cual da rápido desarrollo el derrumbamiento
del matriarcado, digamos algunas palabras de la poligamia y de la poliandria.
Estas dos formas de matrimonio sólo pueden ser excepciones, artículos de lujo de
la historia, digámoslo así, de no ser que se presenten simultáneamente en un
mismo país, lo cual, como sabemos, no se produce. Pues bien; como los hombres
excluidos de la poligamia no podían consolarse con las mujeres dejadas en
libertad por la poliandria, y como el número de hombres y mujeres,
independientemente de las instituciones sociales, ha seguido siendo casi igual
hasta ahora, ninguna de estas formas de matrimonio fue generalmente admitida.
De hecho, la poligamia de un hombre era, evidentemente, un producto de la
esclavitud, y se limitaba a las gentes de posición elevada. En la familia patriarcal
semítica, el patriarca mismo y, a lo sumo, algunos de sus hijos viven como
polígamos; los demás, se ven obligados a contentarse con una mujer. Así sucede
hoy aún en todo el Oriente: la poligamia se un privilegio de los ricos y de los
grandes, y las mujeres son reclutadas, sobre todo, por la compra de esclavas; la
masa del pueblo es monógama. Una excepción parecida es la poliandria en la
India y en el Tibet, nacida del matrimonio por grupos, y cuyo interesante origen
queda dpor estudiar más a fondo. En la práctica, parece mucho más tolerante que
el celoso régimen del harén musulmán.
Entre los naires de la India, por lo menos, tres, cuatro o más hombres, tienen una
mujer común; pero cada uno de ellos puede tener, en unión con otros hombres,
una segunda, una tercera, una cuarta mujer, y así sucesivamente. Asombra que
MacLennan, al describirlos, no haya descubierto una nueva categoría de
matrimonio -el matrimonio en club- en estos clubs conyugales, de varios de los
cuales puede formar parte el hombre. Por supuesto, el sistema de clubs
conyugales no tiene que ver con la poliandria efectiva; por el contrario, según lo
ha hecho notar ya Giraud-Teulon, es una forma particular (spezialisierte) del
matrimonio por grupos: los hombres viven en la poligamia, y las mujeres en la
poliandria.
4. La familia monogámica. Nace de la familia sindiásmica, según hemos
indicado, en el período de la transición entre el estadio medio y el estadio
superior de la barbarie; su triunfo definitivo es uno de los síntomas de la
civilización naciente. Se funda en el predominio del hombre; su fin expreso es el
de procrear hijos cuya paternidad sea indiscutible; y esta paternidad indiscutible
se exige porque los hijos, en calidad de herederos directos, han de entrar un día
en posesión de los bienes de su padre. La familia monogámica se diferencia del
matrimonio sindiásmico por una solidez mucho más grande de los lazos
conyugales, que ya no pueden ser disueltos por deseo de cualquiera de las
partes. Ahora, sólo el hombre, como regla, puede romper estos lazos y repudiar a
su mujer. También se le otorga el derecho de infidelidad conyugal, sancionado,
al menos, por la costumbre (el Código de Napoleón se lo concede expresamente,
mientras no tenga la concubina en el domicilio conyugal), y este derecho se
ejerce cada vez más ampliamente, a medida que progresa la evolución social. Si
la mujer se acuerda de las antiguas prácticas sexuales y quiere renovarlas, es
castigada más rigurosamente que en ninguna época anterior.
Entre los griegos encontramos en toda su severidad la nueva forma de la familia.
Mientras que, como señala Marx, la situación de las diosas en la mitología nos
habla de un período anterior, en que las mujeres ocupaban todavía una posición
más libre y más estimada, en los tiempos heroicos vemos ya a la mujer humillada
por el predominio del hombre y la competencia de las esclavas. Léase en la
"Odisea" cómo Telémaco interrumpe a su madre y le impone silencio. En
Homero, los vencedores aplacan sus apetitos sexuales en las jóvenes capturadas;
los jefes elegían para sí, por turno y conforme a su categoría, las más hermosas;
sabido es que la "Iliada" entera gira en torno a la disputa sostenida entre Aquiles
y Agamenón a causa de una esclava. Junto a cada héroe, más o menos importante,
Homero habla de la joven cautiva con la cual comparte su tienda y su lecho. Esas
mujeres eran también conducidas al país nativo de los héroes, a la casa conyugal,
como hizo Agamenón con Casandra, en Esquilo; los hijos nacidos de esas
esclavas reciben una pequeña parte de la herencia paterna y son considerados
como hombres libres; así, Teucro es hijo natural de Telamón, y tiene derecho a
llevar el nombre de su padre. En cuanto a la mujer legítima, se exige de ella que
tolere todo esto y, a la vez, guarde una castidad y una fidelidad conyugal
rigurosas. Cierto es que la mujer griega de la época heroica es más respetada
que la del período civilizado; sin embargo, para el hombre no es, en fin de
cuentas, más que la madre de sus hijos legítimos, sus herederos, la que gobierna
la casa y vigila a las esclavas, de quienes él tiene derecho a hacer, y hace,
concubinas siempre que se le antoje. La existencia de la esclavitud junto a la
monogamia, la presencia de jóvenes y bellas cautivas que pertenecen en cuerpo
y alma al hombre, es lo que imprime desde su origen un carácter específico a la
monogamia, que sólo es monogamia para la mujer, y no para el hombre. En la
actualidad, conserva todavía este carácter.
En cuanto a los griegos de una época más reciente, debemos distinguir entre los
dorios y los jonios. Los primeros, de los cuales Esparta es el ejemplo clásico, se
encuentran desde muchos puntos de vista en relaciones conyugales mucho más
primtivas que las printadas de Homero. En Esparta existe un matrimonio
sindiásmico modificado por el Estado conforme a las concepciones dominantes
allí y que conserva muchos vestigios del matrimonio por grupos. Las uniones
estériles se rompen: el rey Anaxándrides (hacia el año 650 antes de nuestra era)
tomó una segunda mujer, sin dejar a la primerad, que era estéril, y sostenía dos
domicilios conyugales; hacia la misma época, teniendo el rey Aristón dos mujeres
sin hijos, tomó otra, pero despidió a una de las dos primeras. Además, varios
hermanos podían tener una mujer común; el hombre que prefería la mujer de su
amigo podía participar de ella con éste; y se estimaba decoroso poner la mujer
propia a disposición de "un buen semental" (como diría Bismarck), aun cuando no
fuese un conciudadano. De un pasaje de Plutarco en que una espartana envía a su
marido un pretendiente que la persigue con sus proposiciones, puede incluso
deducirse, según Schömann, una libertad de costumbres aún más grande. Por
esta razón, era cosa inaudita el adulterio efectivo, la infidelidad de la mujer a
espaldas de su marido. Por otra parte, la esclavitud doméstica era desconocida
en Esparta, por lo menos en su mejor época; los ilotas siervos vivían aparte, en las
tierras de sus señores, y, por consiguiente, entre los espartanos[26] era menor la
tentación de solazarse con sus mujeres. Por todas estas razones, las mujeres
tenían en Esparta una posición mucho más respetada que entre los otros griegos.
Las casadas espartanas y la flor y nata de las hetairas atenienses son las únicas
mujeres de quienes hablan con respeto los antiguos, y de las cuales se tomaron el
trabajo de recoger los dichos.
Otra cosa muy diferente era lo que pasaba entre los jonios, para los cuales es
característico el régimen de Atenas. Las doncellas no aprendían sino a hilar, tejer
y coser, a lo sumo a leer y escribir. Prácticamente eran cautivas y sólo tenían trato
con otras mujeres. Su habitación era un aposento separado, sito en el piso alto o
detrás de la casa; los hombres, sobre todo los extraños, no entraban fácilmente
allí, adonde las mujeres se retiraban en cuanto llegaba algún visitante. Las
mujeres no salían sin que las acompañase una esclava; dentro de la casa se veían,
literalmente, sometidas a vigilancia; Aristófanes habla de perros molosos para
espantar a los adúlteros, y en las ciudades asiáticas para vigilar a las mujeres
había eunucos, que desde los tiempos de Herodoto se fabricaban en Quios para
comerciar con ellos y que no sólo servían a los bárbaros, si hemos de creer a
Wachsmuth. En Eurípides se designa a la mujer como un oikurema, como algo
destinado a cuidar del hogar doméstico (la palabra es neutra), y, fuera de la
procreación de los hijos, no era para el ateniense sino la criada principal. El
hombre tenía sus ejercicios gimnásticos y sus discusiones públicas, cosas de las
que estaba excluida la mujer; además solía tener esclavas a su disposición, y, en
la época floreciente de Atenas, una prostitución muy extensa y protegida, en todo
caso, por el Estado. Precisamente, sobre la base de esa prostitución se
desarrollaron las mujeres griegas que sobresalen del nivel general de la mujer
del mundo antiguo por su ingenio y su gusto artístico, lo mismo que las
espartanas sobresalen por su carácter. Pero el hecho de que para convertirse en
mujer fuese preciso ser antes hetaira, es la condenación más severa de la familia
ateniense.
Con el transcurso del tiempo, esa familia ateniense llegó a ser el tipo por el cual
modelaron sus relaciones domésticas, no sólo el resto de los jonios, sino también
todos los griegos de la metrópoli y de las colonias. Sin embargo, a pesar del
secuestro y de la vigilancia, las griegas hallaban harto a menudo ocasiones para
engañar a sus maridos. Estos, que se hubieran ruborizado de mostrar el más
pequeño amor a sus mujeres, se recreaban con las hetairas en toda clase de
galanterías; pero el envilecimiento de las mujeres se vengó en los hombres y los
envileció a su vez, llevándoles hasta las repugnantes prácticas de la pederastia y
a deshonrar a sus dioses y a sí mismos, con el mito de Ganímedes.
Tal fue el origen de la monogamia, según hemos podido seguirla en el pueblo
más culto y más desarrollado de la antigüedad. De ninguna manera fue fruto del
amor sexual individual, con el que no tenía nada en común, siendo el cálculo,
ahora como antes, el móvl ade los matrimonios. Fue la primera forma de familia
que no se basaba en condiciones naturales, sino económicas, y concretamente en
el triunfo de la propiedad privada sobre la propiedad común primitiva, originada
espontáneamente. Preponderancia del hombre en la familia y procreación de
hijos que sólo pudieran ser de él y destinados a heredarle: tales fueron,
abiertamente proclamados por los griegos, los únicos objetivos de la monogamia.
Por lo demás, el matrimonio era para ellos una carga, un deber para con los
dioses, el Estado y sus propios antecesores, deber que se veían obligados a
cumplir. En Atenas, la ley no sólo imponía el matrimonio, sino que, además,
obligaba al marido a cumplir un mínimum determinado de lo que se llama
deberes conyugales.
Por tanto, la monogamia no aparece de ninguna manera en la historia como una
reconciliación entre el hombre y la mujer, y menos aún como la forma más
elevada de matrimonio. Por el contrario, entra en escena bajo la forma del
esclavizamiento de un sexo por el otro, como la proclamación de un conflicto
entre los sexos, desconocido hasta entonces en la prehistoria. En un viejo
manuscrito inédito, redactado en 1846 por Marx y por mí[27], encuentro esta
frase: "La primera división del trabajo es la que se hizo entre el hombre y la mujer
para la procreación de hijos". Y hoy puedo añadir: el primer antagonismo de
clases que apareció en la historia coincide con el desarrollo del antagonismo
entre el hombre y la mujer en la monogamia; y la primera opresión de clases, con
la del sexo femenino por el masculino. La monogamia fue un gran progreso
histórico, pero al mismo tiempo inaugura, juntamente con la esclavitud y con las
riquezas privadas, aquella época que dura hasta nuestros días y en la cual cda
progreso es al mismo tiempo un regreso relativo y el bienestar y el desarrollo de
unos verifícanse a expensas del dolor y de la represión de otros. La monogamia
es la forma celular de la sociedad civilizada, en la cual podemos estudiar ya la
naturaleza de las contradicciones y de los antagonismos que alcanzan su pleno
desarrollo en esta sociedad.
La antigua libertad relativa de comercio sexual no desapareció del todo con el
triunfo del matrimonio sindiásmico, ni aún con el de la monogamia. "El antiguo
sistema conyugal, reducido a más estrechos límites por la gradual desaparición
de los grupos punalúas, seguía siendo el medio en que se desenvolvía la familia,
cuyo desarrollo frenó hasta los albores de la civilización...; desapareció, pro fin,
con la nueva forma del heterismo, que sigue al género humano hasta en plena
civilización como una negra sombra que se cierne sobre la familia". Morgan
entiende por heterismo el comercio extraconyugal, existente junto a la
monogamia, de los hombres con mujeres no casadas, comercio carnal que, como
se sabe, florece junto a las formas más diversas durante todo el período de la
civilización y se transforma cada vez más en descarada prostitución. Este
heterismo desciende en línea recta del matrimonio por grupos, del sacrificio de
su persona, mediante el cual adquirían las mujeres para sí el derecho a la
castidad. La entrega por dinero fue al principio un acto religioso; practicábase en
el templo de la diosa del amor, y primitivamente el dinero ingresaba en las arcas
del templo. Las hieródulas[28] de Anaitis en Armenia, de Afrodita en Corinto, lo
mismo que las bailarinas religiosas agregadas a los templos de la India, que se
conocen con el nombre de bayaderas (la palabra es una corrupción del
portugués "bailaderia"), fueron las primeras prostitutas. El sacrificio de
entregarse, deber de todas las mujeres en un principio, no fue ejercido más tarde
sino por éstas sacerdotisas, en remplazo de todas las demás. En otros pueblos, el
heterismo proviene de la libertad sexual concedida a las jóvenes antes del
matrimonio; así, pues, es también un resto del matrimonio por grupos, pero que
ha llegado hasta nosotros por otro camino. Con la diferenciación en la propiedad,
es decir, ya en el estadio superior de la barbarie, aparece esporádicamente el
trabaja asalariado junto al trabajo de los esclavos; y al mismo tiempo, como un
correlativo necesario de aquél, la prostitución profesional de las mujeres libres
aparece junto a la entrega forzada de las esclavas. Así, pues, la herencia que el
matrimonio por grupos legó a la civilización es doble, y todo lo que la civilización
produce es también doble, ambiguo, equívoco, contradictorio; por un lado, la
monogamia, y por el otro, el heterismo, comprendida su forma extremada, la
prostitución. El heterismo es una institución social como otra cualquiera y
mantiene la antigua libertad sexual... en provecho de los hombres. De hecho no
sólo tolerado, sino practicado libremente, sobre todo por las clases dominantes,
repruébase la palabra. Pero en realidad, esta reprobación nunca va dirigida
contra los hombres que lo practican, sino solamente contra las mujeres; a éstas se
las desprecia y se las rechaza, para proclamar con eso una vez más, como ley
fundamental de la sociedad, la supremacía absoluta del hombre sobre el sexo
femenino.
Pero, en la monogamia misma se desenvuelve una segunda contradicción. Junto
al marido, que ameniza su existencia con el heterismo, se encuentra la mujer
abandonada. Y no puede existir un término de una contradicción sin que exista el
otro, como no se puede tener en la mano una manzana entera después de
haberse comido la mitad. Sin embargo, ésta parece haber sido la opinión de los
hombres hasta que la mujeres les pusieron otra cosa en la cabeza. Con la
monogamia aparecieron dos figuras sociales, constantes y características,
desconocidas hasta entonces: el inevitable amante de la mujer y el marido
cornudo. Los hombres habían logrado la victoria sobre las mujeres, pero las
vencidas se encargaron generosamente de coronar a los vencedores. El
adulterio, prohibido y castigado rigurosamente, pero indestructible, llegó a ser
una institución social irremediable, junto a la monogamia y al heterismo. En el
mejor de los casos, la certeza de la paternidad de los hijos se basaba ahora, como
antes, en el convencimiento moral, y para resolver la indisoluble contradicción, el
Código de Napoleón dispuso en su Artículo 312: "L'enfant conçu pendant le
mariage a pour père le mari" ("El hijo concebido durante el matrimonio tiene por
padre al marido"). Este es el resultado final de tres mil años de monogamia.
Así, pues, en los casos en que la familia monogámica refleja fielmente su origen
histórico y manifiesta con claridad el conflicto entre el hombre y la mujer,
originado por el dominio exclusivo del primero, tenemos un cuadro en miniatura
de las contradicciones y de los antagonismos en medio de los cuales se mueve la
sociedad, dividida en clases desde la civilización, sin poder resolverlos ni
vencerlos. Naturalmente, sólo hablo aquí de los casos de monogamia en que la
vida conyugal transcurre con arreglo a las prescripciones del carácter original de
esta institución, pero en que la mujer se rebela contra el dominio del hombre.
Que no en todos los matrimonios ocurre así lo sabe mejor que nadie el filisteo
alemán, que no sabe mandar ni en su casa ni en el Estado, y cuya mujer lleva con
pleno derecho los pantalones de que él no es digno. Mas no por eso deja de
creerse muy superior a su compañero de infortunios francés, a quien con mayor
frecuencia que a él mismo le suceden cosas mucho más desagradables.
Por supuesto, la familia monogámica no ha revestido en todos los lugares y
tiempos la forma clásica y dura que tuvo entre los griegos. La mujer era más libre
y más considerada entre los romanos, quienes en su calidad de futuros
conquistadores del mundo tenían de las cosas un concepto más amplio, aunque
menos refinado que los griegos. El romano creía suficientemente garantizada la
fidelidad de su mujer por el derecho de vida y muerte que sobre ella tenía.
Además, la mujer podía allí romper el vínculo matrimonial a su arbitrio, lo mismo
que el hombre. Pero el mayor progreso en el desenvolvimiento de la monogamia
se realizó, indudablemente, con la entrada de los germanos en la historia, y fue
así porque, dada su pobreza, parece que por el entonces la monogamia aún no se
había desarrollado plenamente entre ellos a partir del matrimonio sindiásmico.
Sacamos esta conclusión basándonos en tres circunstancias mencionadas por
Tácito: en primer lugar, junto con la santidad del matrimonio ("se contentan con
una sola mujer, y las mujeres viven cercadas por su pudor"), la poligamia estaba
en vigor para los grandes y los jefes de la tribu. Es ésta una situación análoga a la
de los americanos, entre quienes existía el matrimonio sindiásmico. En segundo
término, la transición del derecho materno al derecho paterno no había debido
de realizarse sino poco antes, puesto que el hermano de la madre -el pariente
gentil más próximo, según el matriarcado-casi era tenido como un pariente más
próximo que el propio padre, lo que también corresponde al punto de vista de
los indios americanos, entre los cuales Marx, como solía decir, había encontrado
la clave para comprender nuestro propio pasado. Y en tercer lugar, entre los
germanos las mujeres gozaban de suma consideración y ejercían una gran
influencia hasta en los asuntos públicos, lo cual es diametralmente opuesto a la
supremacía masculina de la monogamia. Todos éstos son puntos en los cuales los
germanos están casi por completo de acuerdo con los espartanos, entre quienes
tampoco había desaparecido del todo el matriarcado sindiásmico, según hemos
visto. Así, pues, también desde este punto de vista llegaba con los germanos un
elemento enteramente nuevo que dominó en todo el mundo. La nueva
monogamia que entre las ruinas del mundo romano salió de la mezcla de los
pueblos, revistió la supremacía maculina de formas más suaves y dio a las
mujeres una posición mucho más considerada y más libre, por lo menos
aparentemente, de lo que nunca había conocido la edad clásica. Gracias a eso fue
posible, partiendo de la monogamia -en su seno, junto a ella y contra ella, según
las circunstancias-, el progreso moral más grande que le debemos: el amor
sexual individual moderno, desconocido anteriormente en el mundo.
Pues bien; este progreso se debía con toda seguridad a la circunstancia de que
los germanos vivían aún bajo el régimen de la familia sindiásmica, y de que
llevaron a la monogamia, en cuanto les fue posible, la posición de la mujer
correspondiente a la familia sindiásmica; pero no se debía de ningún modo este
progreso a la legendaria y maravillosa pureza de costumbres ingénita en los
germanos, que en realidad se reduce a que en el matrimonio sindiásmico no se
observan las agudas contradicciones morales propias de la monogamia. Por el
contrario, en sus emigraciones, particularmente al Sudeste, hacia las estepas del
Mar Negro, pobladas por nómadas, los germanos decayeron profundamente
desde el punto de vista moral y tomaron de los nómadas, además del arte de la
equitación, feos vicios contranaturales, acerca de lo cual tenemos los expresos
testimonios de Amiano acerca de los taifalienses y el Procopio respecto a los
hérulos.
Pero si la monogamia fue, de todas las formas de familia conocidas, la única en
que pudo desarrollarse el amor sexual moderno, eso no quiere decir de ningún
modo que se desarrollase exclusivamente, y ni aún de una manera
preponderante, como amor mutuo de los cónyuges. Lo excluye la propia
naturaleza de la monogamia sólida, basada en la supremacía del hombre. En
todas las clases históricas activas, es decir, en todas las clases dominantes, el
matrimonio siguió siendo lo que había sido desde el matrimonio sindiásmico: un
trato cerrado por los padres. La primera forma del amor sexual aparecida en la
historia, el amor sexual como pasión, y por cierto como pasión posible para
cualquier hombre (por lo menos, de las clases dominantes), como pasión que es
la forma superior de la atracción sexual (lo que constituye precisamente su
carácter específico), esa primera forma, el amor caballeresco de la Edad Media,
no fue, de ningún modo, amor conyugal. Muy por el contrario, en su forma
clásica, entre los provenzales, marcha a toda vela hacia el adulterio, que es
cantado por sus poetas. La flor de la poesía amorosa provenzal son las "Albas", en
alemán "Tagelieder" (cantos de la alborada). Pintan con encendidos ardores
cómo el caballero comparte el lecho de su amada, la mujer de otro, mientras en la
calle está apostado un vigilante que lo llama apenas clarea el alba, para que
pueda escapar sin ser visto; la escena de la separación es el punto culminante del
poema. Los franceses del Norte y nuestros valientes alemanes adoptaron este
género de poesías, al mismo tiempo que la manera caballeresca de amor
correspondiente a él, y nuestro antiguo Wolfram von Echenbach dejó sobre este
sugestivo tema tres encantadores "Tagelieder", que prefiero a sus tres largos
poemas épicos.
El matrimonio de la burguesía es de dos modos, en nuestros días. En los países
católicos, ahora, como antes, los padres son quienes proporcionan al joven
burgués la mujer que le conviene, de lo cual resulta naturalmente el más amplio
desarrollo de la contradicción que encierra la monogamia; heterismo exuberante
por parte del hombre y adulterio exuberante por parte de la mujer. Y si la Iglesia
católica ha abolido el divorcio, es probable que sea porque habrá reconocido
que para el adulterio, como contra la muerte, no hay remedio que valga. Por el
contrario, en los países protestantes la regla general es conceder al hijo del
burgués más o menos libertad para buscar mujer dentro de su clase; por ello el
amor puede ser hasta cierto punto la base del matrimonio, y se supone siempre,
para guardar las apariencias, que así es, lo que está muy en correspondencia con
la hipocresía protestante. Aquí el marido no practica el heterismo tan
enérgicamente, y la infidelidad de la mujer se da con menos frecuencia, pero
como en todas clases de matrimonios los seres humanos siguen siendo lo que
antes eran, y como los burgueses de los países protestantes son en su mayoría
filisteos, esa monogamia protestante viene a parar, aun tomando el término medio
de los mejores casos, en un aburrimiento mortal sufrido en común y que se llama
felicidad doméstica. El mejor espejo de estos dos tipos de matrimonio es la
novela: la novela francesa, para la manera católica; la novela alemana, para la
protestante. En los dos casos, el hombre "consigue lo suyo": en la novela
alemana, el mozo logra a la joven; en la novela francesa, el marido obtiene su
cornamenta. ¿Cuál de los dos sale peor librado?. No siempre es posible decirlo.
Por eso el aburrimiento de la novela alemana inspira a los lectores de la
burguesía francesa el mismo horror que la "inmoralidad" de la novela francesa
inspira al filisteo alemán. Sin embargo, en estos últimos tiempos, desde que
"Berlín se está haciendo una gran capital", la novela alemana comienza a tratar
algo menos tímidamente el heterismo y el adulterio, bien conocidos allí desde
hace largo tiempo.
Pero, en ambos casos, el matrimonio se funda en la posición social de los
contrayentes y, por tanto, siempre es un matrimonio de conveniencia. También
en los dos casos, este matrimonio de conveniencia se convierte a menudo en la
más vil de las prostituciones, a veces por ambas partes, pero mucho más
habitualmente en la mujer; ésta sólo se diferencia de la cortesana ordinaria en
que no alquila su cuerpo a ratos como una asalariada, sino que lo vende de una
vez para siempre, como una esclava. Y a todos los matrimonios de conveniencia
les viene de molde la frase de Fourier: "Así como en gramática dos negaciones
equivalen a una afirmación, de igual manera en la moral conyugal dos
prostituciones equivalen a una virtud". En las relaciones con la mujer, el amor
sexual no es ni puede ser, de hecho, una regla más que en las clases oprimidas,
es decir, en nuestros días en el proletariado, estén o no estén autorizadas
oficialmente esas relaciones. Pero también desaparecen en estos casos todos los
fundamentos de la monogamia clásica. Aquí faltan por completo los bienes de
fortuna, para cuya conservación y transmisión por herencia fueron instituidos
precisamente la monogamia y el dominio del hombre; y, por ello, aquí también
falta todo motivo para establecer la supremacía masculina. Más aún, faltan hasta
los medios de conseguirlo: El Derecho burgués, que protege esta supremacía,
sólo existe para las clases poseedoras y para regular las relaciones de estas
clases con los proletarios. Eso cuesta dinero, y a causa de la pobreza del obrero,
no desempeña ningún papel en la actitud de éste hacia su mujer. En este caso, el
papel decisivo lo desempeñan otras relaciones personales y sociales. Además,
sobre todo desde que la gran industria ha arrancado del hogar a la mujer para
arrojarla al mercado del trabajo y a la fábrica, convirtiéndola bastante a menudo
en el sostén de la casa, han quedado desprovistos de toda base los últimos restos
de la supremacía del hombre en el hogar del proletario, excepto, quizás, cierta
brutalidad para con sus mujeres, muy arraigada desde el establecimiento de la
monogamia. Así, pues, la familia del proletario ya no es monogámica en el
sentido estricto de la palabra, ni aun con el amor más apasionado y la más
absoluta fidelidad de los cónyuges y a pesar de todas las bendiciones espirituales
y temporales posibles. Por eso, el heterismo y el adulterio, los eternos
compañeros de la monogamia, desempeñan aquí un papel casi nulo; la mujer ha
reconquistado prácticamente el derecho de divorcio; y cuando ya no pueden
entenderse, los esposos prefieren separarse. En resumen; el matrimonio
proletario es monógamo en el sentido etimológico de la palabra, pero de ningún
modo lo es en su sentido histórico.
Por cierto, nuestros jurisconsultos estiman que el progreso de la legislación va
quitando cada vez más a las mujeres todo motivo de queja. Los sistemas
legislativos de los países civilizados modernos van reconociendo más y más, en
primer lugar, que el matrimonio, para tener validez, debe ser un contrato
libremente consentido por ambas partes, y en segundo lugar, que durante el
período de convivencia matrimonial ambas partes deben tener los mismos
derechos y los mismos deberes. Si estas dos condiciones se aplicaran con un
espíritu de consecuencia, las mujeres gozarían de todo lo que pudieran apetecer.
Esta argumentación típicamente jurídica es exactamente la misma de que se
valen los republicanos radicales burgueses para disipar los recelos de los
proletarios. El contrato de trabajo se supone contrato consentido libremente por
ambas partes. Pero se considera libremente consentido desde el momento en
que la ley estatuye en el papel la igualdad de ambas partes. La fuerza que la
diferente situación de clase da a una de las partes, la presión que esta fuerza
ejerce sobre la otra, la situación económica real de ambas; todo esto no le
importa a la ley. Y mientras dura el contrato de trabajo, se sigue suponiendo que
las dos partes disfrutan de iguales derechos, en tanto que una u otra no renuncien
a ellos expresamente. Y si su situación económica concreta obliga al obrero a
renunciar hasta a la última apariencia de igualdad de derechos, la ley de nuevo
no tiene nada que ver con ello.
Respecto al matrimonio, hasta la hey más progresiva se da enteramente por
satisfecha desd el punto y hora en que los interesados han hecho inscribir
formalmente en el acta su libre consentimiento. En cuanto a lo que pasa fuera de
las bambalinas jurídicas, en la vida real, y a cómo se expresa ese consentimiento,
no es ello cosa que pueda inquietar a la ley ni al legista. Y sin embargo, la más
sencilla comparación del derecho de los distintos países debiera mostrar al
jurisconsulto lo que representa ese libre consentimiento. En los países donde la
ley asegura a los hijos la herencia de una parte de la fortuna paterna, y donde,
por consiguiente, no pueden ser desheredados -en Alemania, en los países que
siguen el Derecho francés, etc.-, los hijos necesitan el consentimiento de los
padres para contraer matrimonio. En los países donde se practica el derecho
inglés, donde el consentimiento paterno no es la condición legal del matrimonio,
los padres gozan también de absoluta libertad de testar, y pueden desheredar a
su antojo a los hijos. Claro es que, a pesar de ello, y aun por ello mismo, entre las
clases que tienen algo que heredar, la libertad para contraer matrimonio no es,
de hecho, ni un ápice mayor en Inglaterra y en América que en Francia y en
Alemania.
No es mejor el Estado de cosas en cuanto a igualdad jurídica del hombre y de la
mujer en el matrimonio. Su desigualdad legal, que hemos heredado de
condiciones sociales anteriores, no es causa, sino efecto, de la opresión
económica de la mujer. En el antiguo hogar comunista, que comprendía
numerosas parejas conyugales con sus hijos, la dirección del hogar, confiada a las
mujeres, era también una industria socialmente tan necesaria como el cuidado de
proporcionar los víveres, cuidado que se confió a los hombres. Las cosas
cambiaron con la familia patriarcal y aún más con la familia individual
monogámica. El gobierno del hogar perdió su carácter social. La sociedad ya no
tuvo nada que ver con ello. El gobierno del hogar se transformó en servicio
privado; la mujer se convirtió en la criada principal, sin tomar ya parte en la
producción social. Sólo la gran industria de nuestros días le ha abierto de nuevo aunque sólo a la proletaria- el camino de la producción social. Pero esto se ha
hecho de tal suerte, que si la mujer cumple con sus deberes en el servicio
privado de la familia, queda excluida del trabajo social y no puede ganar nada; y
si quiere tomar parte en la gran industria social y ganar por su cuenta, le es
imposible cumplir con los deberes de la familia. Lo mismo que en la fábrica, le
acontece a la mujer en todas las ramas del trabajo, incluidas la medicina y la
abogacía. La familia individual moderna se funda en la esclavitud doméstica
franca o más o menos disimulada de la mujer, y la sociedad moderna es una masa
cuyas moléculas son las familias individuales. Hoy, en la mayoría de los casos, el
hombre tiene que ganar los medios de vida, que alimentar a la familia, por lo
menos en las clases poseedoras; y esto le da una posición preponderante que no
necesita ser privilegiada de un modo especial por la ley. El hombre es en la
familia el burgués; la mujer representa en ella al proletario. Pero en el mundo
industrial el carácter específico de la opresión económica que pesa sobre el
proletariado no se manifiesta en todo su rigor sino una vez suprimidos todos los
privilegios legales de la clase de los capitalistas y jurídicamente establecida la
plena igualdad de las dos clases. La república democrática no suprime el
antagonismo entre las dos clases; por el contrario, no hace más que suministrar el
terreno en que se lleva a su término la lucha por resolver este antagonismo. Y, de
igual modo, el carácter particular del predominio del hombre sobre la mujer en
la familia moderna, así como la necesidad y la manera de establecer una igualdad
social efectiva de ambos, no se manifestarán con toda nitidez sino cuando el
hombre y la mujer tengan, según la ley, derechos absolutamente iguales.
Entonces se verá que la manumisión de la mujer exige, como condición primera,
la reincorporación de todo el sexo femenino a la industria social, lo que a su vez
requiere que se suprima la familia individual como unidad económica de la
sociedad.
***
Como hemos visto, hay tres formas principales de matrimonio, que corresponden
aproximadamente a los tres estadios fundamentales de la evolución humana. Al
salvajismo corresponde el matrimonio por grupos; a la barbarie, el matrimonio
sindiásmico; a la civilización, la monogamia con sus complementos, el adulterio y
la prostitución. Entre el matrimonio sindiásmico y la monogamia se intercalan, en
el sentido superior de la barbarie, la sujeción de las mujeres esclavas a los
hombres y la poligamia.
Según lo ha demostrado todo lo antes expuesto, la peculiaridad del progreso que
se manifiesta en esta sucesión consecutiva de formas de matrimonio consiste en
que se ha ido quitando más y más a las mujeres, pero no a los hombres, la
libertad sexual del matrimonio por grupos. En efecto, el matrimonio por grupos
sigue existiendo hoy para los hombres. Lo que es para la mujer un crimen de
graves consecuencias legales y sociales, se considera muy honroso para el
hombre, o a lo sumo como una ligera mancha moral que se lleva con gusto. Pero
cuanto más se modifica en nuestra época el heterismo antiguo por la producción
capitalista de mercancías, a la cual se adapta, más se transforma en prostitución
descocada y más desmoralizadora se hace su influencia. Y, a decir verdad,
desmoraliza mucho más a los hombres que a las mujeres. La prostitución, entre
las mujeres, no degrada sino a las infelices que cae en sus garras y aun a éstas en
grado mucho menor de lo que suele creerse. En cambio, envilece el carácter del
sexo masculino entero. Y así es de advertir que el noventa por ciento de las veces
el noviazgo prolongado es una verdadera escuela preparatoria para la infidelidad
conyugal.
Caminamos en estos momentos hacia una revolución social en que las bases
económicas actuales de la monogamia desaparecerán tan seguramente como las
de la prostitución, complemento de aquélla. La monogamia nació de la
concentración de grandes riquezas en las mismas manos -las de un hombre-y del
deseo de transmitir esas riquezas por herencia a los hijos de este hombre,
excluyendo a los de cualquier otro. Por eso era necesaria la monogamia de la
mujer, pero no la del hombre; tanto es así, que la monogamia de la primera no ha
sido el menor óbice para la poligamia descarada u oculta del segundo. Pero la
revolución social inminente, transformando por lo menos la inmensa mayoría de
las riquezas duraderas hereditarias -los medios de producción- en propiedad
social, reducirá al mínimum todas esas preocupaciones de transmisión
hereditaria. Y ahora cabe hacer esta pregunta: habiendo nacido de causas
económicas la monogmia, ¿desaparecerá cuando desaparezcan esas causas?.
Podría responderse no sin fundamento: lejos de desaparecer, más bien se
realizará plenamente a partir de ese momento. Porque con la transformación de
los medios de producción en propiedad social desaparecen el trabajo asalariado,
el proletariado, y, por consiguiente, la necesidad de que se prostituyan cierto
número de mujeres que la estadística puede calcular. Desaparece la prostitución,
y en vez de decaer, la monogamia llega por fin a ser una realidad, hasta para los
hombres.
En todo caso, se modificará mucho la posición de los hombres. Pero también
sufrirá profundos cambios la de las mujeres, la de todas ellas. En cuanto los
medios de producción pasen a ser propiedad común, la familia individual dejará
de ser la unidad económica de la sociedad. La economía doméstica se convertirá
en un asunto social; el cuidado y la educación de los hijos, también. La sociedad
cuidará con el mismo esmero de todos los hijos, sean legítimos o naturales. Así
desaparecerá el temor a "las consecuencias", que es hoy el más importante
motivo social -tanto desde el punto de vista moral como desde el punto de vista
económico- que impide a una joven soltera entregarse libremente al hombre a
quien ama. ¿No bastará eso para que se desarrollen progresivamente unas
relaciones sexuales más libres y también para hacer a la opinión pública menos
rigorista acerca de la honra de las vírgenes y la deshonra de las mujeres?. Y, por
último, ¿no hemos visto que en el mundo moderno la prostitución y la
monogamia, aunque antagónicas, son inseparables, como polos de un mismo
orden social?. ¿Puede desaparecer la prostitución sin arrastrar consigo al abismo
a la monogamia?.
Ahora interviene un elemento nuevo, un elemento que en la época en que nació la
monogamia existía a lo sumo en germen: el amor sexual individual.
Antes de la Edad Media no puede hablarse de que existiese amor sexual
individual. Es obvio que la belleza personal, la intimidad, las inclinaciones
comunes, etc., han debido despertar en los individuos de sexo diferente el deseo
de relaciones sexuales; que tanto para los hombres como para las mujeres no era
por completo indiferente con quién entablar las relaciones más íntimas. Pero de
eso a nuestro amor sexual individual aún media muchísima distancia. En toda la
antigüedad son los padres quienes conciertan las bodas en vez de los
interesados; y éstos se conforman tranquilamente. El poco amor conyugal que la
antigüedad conoce no es una inclinación subjetiva, sino más bien un deber
objetivo; no es la base, sino el complemento del matrimonio. El amor, en el
sentido moderno de la palabra, no se presenta en la antigüedad sino fuera de la
sociedad oficial. Los pastores cuyas alegrías y penas de amor nos cantan Teócrito
y Moscos o Longo en su "Dafnis y Cloe" son simples esclavos que no tienen
participación en el Estado, esfera en que se mueve el ciudadano libre. Pero fuera
de los esclavos no encontramos relaciones amorosas sino como un producto de la
descomposición del mundo antiguo al declinar éste; por cierto, son relaciones
mantenidas con mujeres que también viven fuera de la sociedad oficial, son
heteras, es decir, extranjeras o libertas: en Atenas en vísperas de su caída y en
Roma bajo los emperadores. Si había allí relaciones amorosas entre ciudadanos y
ciudadanas libres, todas ellas eran mero adulterio. Y el amor sexual, tal como
nosotros lo entendemos, era una cosa tan indiferente para el viejo Anacreonte, el
cantor clásico del amor en la antigüedad, que ni siquiera le importaba el sexo
mismo de la persona amada.
Nuestro amor sexual difiere esencialmente del simple deseo sexual, del "eros" de
los antiguos. En primer término, supone la recipropidad en el ser amado; desde
este punto de vista, la mujer es en él igual que el hombre, al paso que en el "eros"
antiguo se está lejos de consultarla siempre. En segundo término, el amor sexual
alcanza un grado de intensidad y de duración que hace considerar a las dos
partes la falta de relaciones íntimas y la separación como una gran desventura, si
no la mayor de todas; para poder ser el uno del otro, no se retrocede ante nada y
se llega hasta jugarse la vida, lo cual no sucedía en la antigüedad sino en caso de
adulterio. Y, por último, nace un nuevo criterio moral para juzgar las relaciones
sexuales. Ya no se pregunta solamente: ¿Son legítimas o ilegítimas?, sino
también: ¿Son hijas del amor y de un afecto recíproco?. Claro es que en la
práctica feudal o burguesa este criterio no se respeta más que cualquier otro
criterio moral, pero tampoco menos: lo mismo que los otros cirterios, está
reconocido en teoría, en el papel. Y por el momento, no puede pedirse más.
La Edad Media arranca del punto en que se detuvo la antigüedad, con su amor
sexual en embrión, es decir, arranca del adulterio. Ya hemos pintado el amor
caballeresco, que engendró los "Tagelieder". De este amor, que tiende a destruir
el matrimonio, hasta aquel que debe servirle de base, hay un largo trecho que la
caballería jamás cubrió hasta el fin. Incluso cuando pasamos de los frívolos
pueblos latinos a los virtuosos alemanes, vemos en el poema de los "Nibelungos"
que Krimhilda, aunque en silencio está tan enamorada de Sigfrido como éste de
ella, responde sencillamente a Gunther, cuando éste le anuncia que la ha
prometido a un caballero, de quien calla el nombre: "No tenéis necesidad de
suplicarme; haré lo que me ordenáis; estoy dispuesta de buena voluntad, señor, a
unirme con aquel que me deis por marido". No se le ocurre de ningún modo a
Krimhilda la idea de que su amor pueda ser tenido en cuenta para nada. Gunther
pide en matrimonio a Brunilda y Etzel a Krimhilda, sin haberlas visto nunca. De
igual manera Sigebant de Irlanda busca en "Gudrun" a la noruega Ute, Hetel de
Hegelingen a Hilda de Irlanda, y, en fin, Sigfrido de Morlandia, Hartmut de
Ormania y Herwig de Seelandia piden los tres la mano de Gudrun; y sólo aquí
sucede que ésta se pronuncia libremente a favor del último. Por lo común, la
futura del joven príncipe es elegida por los padres de éste si aún viven o, en caso
contrario, por él mismo, aconsejado por los grandes feudatarios, cuya opinión, en
estos casos, tiene gran peso. Y no puede ser de otro modo, por supuesto. Para el
caballero o el barón, como para el mismo príncipe, el matrimonio es un acto
político, una cuestión de aumento de poder mediante nuevas alianzas; el interés
de "la casa" es lo que decide, y no las inclinaciones del individuo. ¿Cómo podía
entonces corresponder al amor la última palabra en la concertación del
matrimonio?.
Lo mismo sucede con los burgueses de los gremios en las ciudades de la Edad
Media. Precisamente sus privilegios protectores, las cláusulas de los reglamentos
gremiales, las complicadas líneas fronterizas que separaban legalmente al
burgués, acá de las otras corporaciones gremiales, allá de sus propios colegas de
gremio o de sus fieles aprendices, hacían harto estrecho el círculo dentro del cual
podía buscarse una esposa adecualda para él. Y en este complicado sistema,
evidentemente no era su gusto personal, sino el interés de la familia lo que
decidía cuál era la mujer que le convenía mejor.
Así, en los más de los casos, y hasta el final de la Edad Media, el matrimonio
siguió siendo lo que había sido desde su origen: un trato que no cerraban las
partes interesadas. Al principio, se venía ya casado al mundo, casado con todo un
grupo de seres del otro sexo. En la forma ulterior del matrimonio por grupos,
verosímilmente existían análogas condiciones, pero con estrechamiento
progresivo del círculo. En el matrimonio sindiásmico es regla que las madres
convengan entre sí el matrimonio de sus hijos; también aquí, el factor decisivo es
el deseo de que los nuevos lazos de parentesco robustezcan la posición de la
joven pareja en la gens y en la tribu. Y cuando la propiedad individual se
sobrepuso a la propiedad colectiva, cuando los intereses de la transmisión
hereditaria hicieron nacer la preponderancia del derecho paterno y de la
monogamia, el matrimonio comenzó a depender por entero de consideraciones
económicas. Desaparece la forma de matrimonio por compra; pero en esencia
continúa practicándose cada vez más y más, y de modo que no sólo la mujer tiene
su precio, sino también el hombre, aunque no según sus cualidades personales,
sino con arreglo a la cuantía de sus bienes. En la práctica y desde el principio, si
había alguna cosa inconcebible para las clases dominantes, era que la inclinación
recíproca de los interesados pudiese ser la razón por excelencia del matrimonio.
Esto sólo pasaba en las novelas o en las clases oprimidas, que no contaban para
nada.
Tal era la situación con que se encontró la producción capitalista cuando, a partir
de la era de los descubrimientos geográficos, se puso a conquistar el imperio del
mundo mediante el comercio universal y la industria manufacturera. Es de
suponer que este modo de matrimonio le convenía excepcionalmente, y así era
en verdad. Y, sin embargo -la ironía de la historia del mundo es insondable-, era
precisamente el capitalismo quien había de abrir en él la brecha decisiva. Al
transformar todas las cosas en mercaderías, la producción capitalista destruyó
todas las relaciones tradicionales del pasado y reemplazó las costumbres
heredadas y los derechos históricos por la compraventa, por el "libre" contrato.
El jurisconsulto inglés H.S. Maine ha creído haber hecho un descubrimiento
extraordinario al decir que nuestro progreso respecto a las épocas anteriores
consiste en que hemos pasado "from status to contract" (del estatuto al contrato),
es decir, de un orden de cosas heredado a uno libremente consentido, lo que, en
cuanto es así, lo dijo ya el el "Manifiesto Comunista".
Pero para contratar se necesita gentes que puedan disponer libremente de su
persona, de sus acciones y de sus bienes y que gocen de los mismos derechos.
Crear esas personas "libres" e "iguales" fue precisamente una de las principales
tareas de la producción capitalista. Aun cuando al principio esto no se hizo sino
de una manera medio inconsciente y, por añadidura, bajo el disfraz de la religión,
a contar desde la Reforma luterana y calvinista quedó firmemente asentado el
principio de que el hombre no es completamente responsable de sus acciones
sino cuando las comete en pleno albedrío y que es un deber ético oponerse a
todo lo que constriñe a un acto inmoral. pero, ¿cómo poder de acuerdo este
principio con las prácticas usuales hasta entonces para concertar el matrimonio?
Según el concepto burgués, el matrimonio era un contrato, una cuestión de
Derecho, y, por cierto, la más importante de todas, pues disponía del cuerpo y
del alma de dos seres humanos para toda su vida. Verdad es que, en aquella
época, el matrimonio era concierto formal de dos voluntades; sin el "sí" de los
interesados no se hacía nada. Pero harto bien se sabía cómo se obtenía el "sí" y
cuáles eran los verdaderos autores del matrimonio. Sin embargo, puesto que para
todos los demás contratos se exigía la libertad real para decidirse, ¿por qué no
era exigida en éste? Los jóvenes que debían ser unidos, ¿no tenían también el
derecho de disponer libremente de si mismos, de su cuerpo y de sus órganos?
¿No se había puesto de moda, gracias a la caballería, el amor sexual? ¿Acaso en
contra del amor adúltero de la caballería, no era el conyugal su verdadera forma
burguesa? Pero si el deber de los esposos era amarse recíprocamente, ¿no era
tan deber de los amantes no casarse sino entre sí y con ninguna otra persona? Y
este derecho de los amantes, ¿no era superior al derecho del padre y de la
madre, de los parientes y demás casamenteros y apareadores tradicionales?
Desde el momento en que el derecho al libre examen personal penetraba en la
Iglesia y en la religión, ¿podía acaso detenerse ante la intolerable pretensión de
la generación vieja de disponer del cuerpo, del alma, de los bienes de fortuna, de
la ventura y de la desventura de la generación más joven?.
Por fuerza debían de suscitarse estas cuestiones en un tiempo que relajaba todos
los antiguos vínculos sociales y sacudía los cimientos de todas las concepciones
heredadas. De pronto habíase hecho la Tierra diez veces más grande; en lugar de
la cuarta parte de un hemisferio, el globo entero se extendía ante los ojos de los
europeos occidentales, que se apresuraron a tomar posesión de las otras siete
cuartas partes. Y, al mismo tiempo que las antiguas y estrechas barreras del país
natal, caían las milenarias barreras puestas al pensamiento en la Edad Media. Un
horizonte infinitamente más extenso se abría ante los ojos y el espíritu del
hombre. ¿Qué importancia podían tener la reputación de honorabilidad y los
respetables privilegios corporativos, transmitidos de generación en generación,
para el joven a quien atraían las riquezas de las Indias, las minas de oro y plata de
México y del Potosí? Aquella fue la época de la caballería andante de la
burguesía; porque también ésta tuvo su romanticismo y su delirio amoroso, pero
sobre un pie burgués y con miras burguesas al fin y a la postre.
Así sucedió que la burguesía naciente, sobre todo la de los países protestantes,
donde se conmovió de una manera más profunda el orden de cosas existente, fue
reconociendo cada vez más la libertad del contrato para el matrimonio y puso en
práctica su teoría del modo que hemos descrito. El matrimonio continuó siendo
matrimonio de clase, pero en el seno de la clase concedióse a los interesados
cierta libertad de elección. Y en el papel, tanto en la teoría moral como en las
narraciones poéticas, nada quedó tan inquebrantablemente asentado como la
inmoralidad de todo matrimonio no fundado en un amor sexual recíproco y en
contrato de los esposos efectivamente libre. En resumen: quedaba proclamado
como un derecho del ser humano el matrimonio por amor; y no sólo como
derecho del hombre (droit de l'homme), sino que también y, por excepción,
como un derecho de la mujer (droit de la femme).
Pero este derecho humano difería en un punto de todos los demás derechos del
hombre. Al paso que éstos en la práctica se reservaban a la clase dominante, a la
burguesía, para la clase oprimida, para el proletariado, reducíanse directa o
indirectamente a letra muerta, y la ironía de la historia confírmase aquí una vez
más. La clase dominante prosiguió sometida a las influencias económicas
conocidas y sólo por excepción presenta casos de matrimonios concertados
verdaderamente con toda libertad; mientras que éstos, como ya hemos visto, son
la regla en las clases oprimidas.
Por tanto, el matrimonio no se concertará con toda libertad sino cuando,
suprimiéndose la producción capitalista y las condiciones de propiedad creadas
por ella, se aparten las consideraciones económicas accesorias que aún ejercen
tan poderosa influencia sobre la elección de los esposos. Entonces el matrimonio
ya no tendrá más causa determinante que la inclinación recíproca.
Pero dado que, por su propia naturaleza, el amor sexual es exclusivista -aun
cuando en nuestros días ese exclusivismo no se realiza nunca plenamente sino en
la mujer-, el matrimonio fundado en el amor sexual es, por su propia naturaleza,
monógamo. Hemos visto cuánta razón tenía Bachofen cuando consideraba el
progreso del matrimonio por grupos al matrimonio por parejas como obra
debida sobre todo a la mujer; sólo el paso del matrimonio sindiásmico a la
monogamia puede atribuirse al hombre e históricamente ha consistido, sobre
todo, en rebajar la situación de las mujeres y facilitar la infidelidad de los
hombres. Por eso, cuando lleguen a desaparecer las consideraciones económicas
en virtud de las cuales las mujeres han tenido que aceptar esta infidelidad
habitual de los hombres -la preocupación por su propia existencia y aún más por
el porvenir de los hijos-, la igualdad alcanzada por la mujer, a juzgar por toda
nuestra experiencia anterior, influirá mucho más en el sentido de hacer
monógamos a los hombres que en el de hacer poliandras a las mujeres.
Pero lo que sin duda alguna desaparecerá de la monogamia son todos los
caracteres que le han impreso las relaciones de propiedad a las cuales debe su
origen. Estos caracteres son, en primer término, la preponderancia del hombre y,
luego, la indisolubilidad del matrimonio. La preponderancia del hombre en el
matrimonio es consecuencia, sencillamente, de su preponderancia económica, y
desaparecerá por sí sola con ésta. La indisolubilidad del matrimonio es
consecuencia, en parte, de las condiciones económicas que engendraron la
monogamia y, en parte, una tradición de la época en que, mal comprendida aún,
la vinculación de esas condiciones económicas con la monogamia fue exagerada
por la religión. Actualmente está desportillada ya por mil lados. Si el matrimonio
fundado en el amor es el único moral, sólo puede ser moral el matrimonio donde
el amor persiste. Pero la duración del acceso del amor sexual es muy variable
según los individuos, particularmente entre los hombres; en virtud de ello,
cuando el afecto desaparezca o sea reemplazado por un nuevo amor apasionado,
el divorcio será un beneficio lo mismo para ambas partes que para la sociedad.
Sólo que deberá ahorrarse a la gente el tener que pasar por el barrizal inútil de
un pleito de divorcio.
Así, pues, lo que podemos conjeturar hoy acerca de la regularización de las
relaciones sexuales después de la inminente supresión de la producción
capitalista es, más que nada, de un orden negativo, y queda limitado,
principalmente, a lo que debe desaparecer. Pero, ¿qué sobrevendrá? Eso se verá
cuando haya crecido una nueva generación: una generación de hombres que
nunca se hayan encontrado en el caso de comprar a costa de dinero, ni con ayuda
de ninguna otra fuerza social, el abandono de una mujer; y una generación de
mujeres que nunca se hayan visto en el caso de entregarse a un hombre en virtud
de otras consideraciones que las de un amor real, ni de rehusar entregarse a su
amante por miedo a las consideraciones económicas que ello pueda traerles. Y
cuando esas generaciones aparezcan, enviarán al cuerno todo lo que nosotros
pensamos que deberían hacer. Se dictarán a sí mismas su propia conducta, y, en
consonancia, crearán una opinión pública para juzgar la conducta de cada uno. ¡Y
todo quedará hecho!.
Pero volvamos a Morgan, de quien nos hemos alejado mucho. El estudio histórico
de las instituciones sociales que se han desarrollado durante el período de la
civilización excede de los límites de su libro. Por eso se ocupa muy poco de los
destinos de la monogamia durante este período. También él ve en el desarrollo
de la familia monogámica un progreso, una aproximación de la plena igualdad de
derechos entre ambos sexos, sin que estime, no obstante, que ese objetivo se ha
conseguido aún. Pero -dice-: "Si se reconoce el hecho de que la familia ha
atravesado sucesivamente por cuatro formas y se encuentra en la quinta
actualmente, plantéase la cuestión de saber si esta forma puede ser duradera en
el futuro. Lo único que puede responderse es que debe progresar a medida que
progrese la sociedad, que debe modificarse a medida que la sociedad se
modifique; lo mismo que ha sucedido antes. Es producto del sistema social y
reflejará su estado de cultura. Habiéndose mejorado la familia monogámica
desde los comienzos de la civilización, y de una manera muy notable en los
tiempos modernos, lícito es, por lo menos, suponerla capaz de seguir
perfeccionándose hasta que se llegue a la igualdad entre los dos sexos. Si en un
porvenir lejano, la familia monogámica no llegase a satisfacer las exigencias de la
sociedad, es imposible predecir de qué naturaleza sería la que le sucediese".
NOTAS
[12] Bachofen prueba cuán poco ha comprendido lo que ha descubierto o más
bien adivinado, al designar ese estadio primitivo con el nombre de "heterismo".
Cuando los griegos introdujeron esta palabra en su idioma el heterismo
significaba para ellos el trato carnal de hombres célibes o monógamos con
mujeres no casadas; supone siempre una forma definida de matrimonio, fuera de
la cual se mantiene ese comercio sexual, e incluye la prostitución, por lo menos
como posibilidad. Esta palabra no se ha empleado nunca en otro sentido, y así la
empleo yo, lo mismo que Morgan. Bachofen lleva en todas partes sus
importantísimos descubrimientos hasta un misticismo increíble, pues se imagina
que las relaciones entre hombres y mujeres, al evolucionar la historia, tienen su
origen en las ideas religiosas de la humanidad en cada época, y no en las
condiciones reales de su existencia. (Nota de Engels).
[13] Ch. Letourneau. "L'evolution du mariage et de la familie". París 1888. (N. de la
Red.).
[14] E. A. Westermarck. The History of Human Marriage". London 1891. (N. de la
Red.).
[15] A. Espinas. "Des societés animales. Stude de psychologie comparée". París
1877. (N. de la Red.).
[16] A. Giraud-Teulon. "Les origines du mariage et de la familie". Genéve 1884.
(N. de la Red.).
[17] H. H. Bancroft. "The Native Races of the Pacific States of North America". Vol.
I-V, New York 1875-1876. (N. de la Red.).
[18] En una carta escrita en la primavera de 1882, Marx condena en los términos
más ásperos el falseamiento de los tiempos primitivos en los "Nibelungos" de
Wagner. "¿Dónde se ha visto que el hermano abrace a la hermana como a una
novia?". A esos "dioses de la lujuria" de Wagner que, al estilo moderno, hacen
más picantes sus aventuras amorosas con cierta dosis de incesto, responde Marx:
"En los tiempos primitivos, la hermana era esposa, y esto era moral". (Nota de
Engels).
Un francés amigo mío, gran adorador de Wagner, no está de acuerdo con la nota
anterior, y advierte que ya en el Ögisdrecka, uno de los "Eddas" antiguos que
sirvió de base a Wagner, Locki dirige a Freya esta reconvención: "Has abrazado a
tu propio hermano delante de los dioses". De aquí parece desprenderse que en
aquella época estaba ya prohibido el matrimonio entre hermano y hermana. El
Ögisdrecka es la expresión de una época en que estaba completamente
destruida la fe en los antiguos mitos; constituye una simple sátira, por el estido de
la de Luciano, contra los dioses. Si Loki, representando el papel de Mefistófeles,
dirige allí semejante reconvención a Freya, esto constituye más bien un
argumento contra Wagner. Unos versos más adelante, Loki dice también a
Niördhr: "Tal es el hijo que has procreado con tu hermana" ("vidh systur thinni
gaztu slikan mög"). Pues bien, Niördhr no es un Ase, sino un Vane, y en la saga de
los Inglinga dice que los matrimonios entre hermano y hermana estaba en uso en
el país de los Vanes, lo cual no sucedía entre los Ases. Esto tendería a probar que
los Vanes eran dioses más antiguos que los Ases. Niördhr vive entre los Ases en
un pie de igualdad en todo caso, y de esta suerte la Ögisdrecka es más bien una
prueba de que en la época de la formación de las sagas noruegas el matrimonio
entre hermano y hermana no producía horror ninguno, por lo menos entre los
dioses. Si se quiere disculpar a Wagner en vez de acudir al "Edda", quizá fuese
mejor invocar a Goethe, quien en la balada "El Dios y la bayadera" comete una
falta análoga en lo relativo al deber religioso de la mujer de entregarse en los
templos, rito que Goethe hace asemejarse demasiado a la prostitución moderna.
(Nota de Engels a la cuarta edición).
[19] Los vestigios del comercio sexual sin restricciones, que Bachofen cree haber
descubierto, su "Sumpfzeugung", se refieren al matrimonio por grupos, de lo cual
es imposible dudar hoy. "Si Bachofen halla 'licenciosos' los matrimonios
'punaluenses', un hombre de aquella época consideraría la mayor parte de los
matrimonios de la nuestra entre primos próximos o lejanos, por línea paterna o
por línea materna, enteramente tan incestuosos como los matrimonios entre
hermanos consanguíneos" (Marx). (Nota de Engels).
[20] J. F. Watson and J. W. Kaye. "The People of India". Vol. I-VI. London 18681872. (N. de la Red.).
[21] Aquí y más adelante se trata de grandes grupos conyugales de los
aborígenes de Australia. (N. de la Red.).
[22] L. Agassiz. "A journey in Brazil", Boston 1886. (N. de la Red.).
[23] S. Sugenheim. "Geschichte der Aufhebung der Leibeigenschaft und Hörigkeit
in Europa bis and die Mitte des neunzehnten Jahrhunderts". St. Petersburg 1861.
(N. de la Red.).
[24] M. Kovalevski. "Tableau des origines et de l'évolution de la familie et de la
propriété". Stockholm 1890. (N. de la Red.).
[25] "Calpullis": Comunidad familiar de los aztecas. (N. de la Red.).
[26] Ciudadanos libres de Esparta, a diferencia de los ilotas, esclavos. (N. de la
Red.).
[27] Se refiere a "La ideología alemana". (N. de la Red.).
[28] Esclavas que servían en los templos. (N. de la Red.).
III. LA GENS IROQUESA
Llegamos ahora a otro descubrimiento de Morgan que es, por lo menos, tan
importante como la reconstrucción de la forma primitiva de la familia basándose
en los sistemas de parentesco. La prueba de que los grupos de consanguíneos
designados por medio de nombres de animales en el seno de una tribu de indios
americanos son esencialmente idénticos a las "genea" de los griegos, a las
"gentes" de los romanos; de que la forma americana es la forma original de la
gens, siendo la forma grecorromana una forma posterior derivada; de que toda la
organización social de los griegos y romanos de los tiempos primitivos en gens,
fatria y tribu, encuentra su paralelo fiel en la organización indoamericana; de que
la gens (en cuanto podemos juzgar por nuestras fuentes de conocimiento) es una
institución común a todos los bárbaros hasta su paso a la civilización y después de
él; esta prueba ha esclarecido de golpe las partes más difíciles de la antigua
historia griega y romana y nos ha revelado inesperadamente los rasgos
fundamentales del régimen social de la época primitiva anterior a la aparición del
Estado. Por muy sencilla que parezca la cosa una vez conocida, Morgan no la
descubrió hasta los últimos tiempos. En su anterior obra, dada a la luz en 1871, no
había llegado aún a penetrar ese secreto, cuyo descubrimiento ha hecho callar
por algún tiempo a los historiadores ingleses de la época primitiva, tan llenos de
seguridad en sí mismos.
La palabra latina gens, que Morgan emplea para este grupo de consanguíneos,
procede, como la palabra griega del mismo significado, genos, de la raíz aria
común gan (en alemán -donde, según la regla, la g aria debe ser reemplazada
por la k- kan), que significa "engendrar". Las palabras gens en latín, genos en
griego, dschanas en sánscrito, kuni en gótico (según la regla anterior), kyn en
antiguo escandinavo y anglosajón, kin en inglés, y künns en medio-alto-alemán,
significan de igual modo linaje, descendencia. Pero gens en latín o genos en
griego se emplean esencialmente para designar ese grupo que se jacta de
constituir una descendencia común (del padre común de la tribu, en el presente
caso) y que está unido por ciertas instituciones sociales y religiosas, formando
una comunidad particular, cuyo origen y cuya naturaleza han estado oscuros
hasta ahora, a pesar de todo, para nuestros historiadores. Ya hemos visto
anteriormente, en la familia punalúa, lo que es en su forma primitiva la gens.
Compónese de todas las personas que, por el matrimonio punalúa y según las
concepciones que en él dominan necesariamente, forman la descendencia
reconocida de una antecesora determinada, fundadora de la gens. Siendo incierta
la paternidad en esta forma de familia, sólo cuenta la filiación femenina. Como los
hermanos no se pueden casar con sus hermanas, sino con mujeres de otro origen,
los hijos procreados con estas mujeres extrañas quedan fuera de la gens, en
virtud del derecho materno. Así, pues, no quedan dentro del grupo sino los
descendientes de las hijas de cada generación; los de los hijos pasan a las gens
de sus respectivas madres. ¿Qué sucede, pues, con este grupo consanguíneo, así
que se construye como grupo aparte, frente a grupos del mismo género en el
seno de una misma tribu?. Como forma clásica de esa gens primitiva, Morgan
toma la de los iroqueses y especialmente la de la tribu de los senekas. Hay en
ésta ocho gens, que llevan nombres de animales: 1ª, lobo; 2ª, oso; 3ª, tortuga; 4ª,
castor; 5ª, ciervo; 6ª, becada; 7ª, garza y 8ª, halcón. En cada gens hay las
costumbres siguientes.
1. Elige el sachem (representante en tiempo de paz) y el caudillo (jefe militar). El
sachem debe elegirse en la misma gens y sus funciones son hereditarias en ella,
en el sentido de que deben ser ocupadas en seguida en caso de quedar vacantes.
El jefe militar puede elegirse fuera de la gens, y a veces su puesto puede
permanecer vacante. Nunca se elige sachem al hijo del anterior, por estar vigente
entre los iroqueses el derecho materno y pertenecer, por tanto, el hijo a otra
gens, pero con frecuencia se elige al hermano del sachem anterior o al hijo de su
hermana. Todo el mundo, hombres y mujeres, toman parte en la elección. Pero
ésta debe ratificarse por las otras siete gens, y sólo después de cumplida esta
condición es el electo solemnemente instaurado en su puesto por el consejo
común de toda la generación iroquesa. Más adelante se verá la importancia de
este punto. El poder del sachem en el seno de la gens es paternal, de naturaleza
puramente moral. No dispone de ningún medio coercitivo. Además, ex oficio es
miembro del consejo de tribu de los senekas, así como del consejo de toda la
federación iroquesa. El jefe militar únicamente puede dar órdenes en las
expediciones militares.
2. Depone a su discreción al sachem y al caudillo. También en este caso toman
parte en la votación hombres y mujeres juntos. Los dignatarios depuestos pasan a
ser enseguida simples guerreros como los demás, personas privadas. También el
consejo de tribu puede deponer a los sachem, hasta contra la voluntad de la gens.
3. Ningún miembro tiene derecho a casarse en el seno de la gens. Esta es la regla
fundamental de la gens, el vínculo que la mantiene unida; es la expresión
negativa del parentesco consanguíneo, muy positivo, en virtud del cual
constituyen una gens los individuos comprendidos en ella. Con el descubrimiento
de este sencillo hecho, Morgan ha puesto en claro, por primera vez, la naturaleza
de la gens. Cuán poco se había comprendido ésta hasta entonces nos lo prueban
los relatos que se nos hacían anteriormente respecto a los salvajes y a los
bárbaros, relatos donde la diferentes agrupaciones cuya reunión forman la
organización gentilicia se confunden sin orden ni concierto dándoles, si hacer
diferencia alguna, los nombres de tribu, clan, thum, etc... y de los cuales dícese
de vez en cuando que el matrimonio está prohibido en el seno de semejantes
corporaciones. Tal es el origen de la irreparable confusión en la que MacLennan,
hecho un Napoleón, ha puesto orden con esta sentencia inapelable. Todas las
tribus se dividen en unas donde está prohibido el matrimonio entre los miembros
de la tribu (exógamas), y otras donde se permite (endógamas). Y después de
haber embrollado definitivamente las cosas, se ha lanzado a las más hondas
disquisiciones para establecer cuál de esas absurdas categorías creadas por él es
la más antigua, si la exogamia o la endogamia. Este absurdo ha concluído por sí
solo al descubrirse la gens basada en el parentesco consanguíneo y la resultante
imposibilidad del matrimonio entre los miembros. Es evidente que en el estadio
en que hallamos a los iroqueses la prohibición del matrimonio dentro de la gens
se observa inviolablemente.
4. La propiedad de los difuntos pasaba a los demás miembros de la gens, pues no
debía salir de ésta. Dada la poca monta de lo que un iroqués podía dejar a su
muerte, la herencia se dividía entre los parientes gentiles más próximos, es decir,
entre sus hermanos y hermanas carnales y el hermano de su madre, si el difunto
era varón, y si era hembra, entre sus hijos y hermanas carnales, quedando
excluidos sus hermanos. Por el mismo motivo, el marido y la mujer no podían ser
herederos uno del otro, ni los hijos serlo del padre.
5. Los miembros de la gens se debían entre sí ayuda y protección, y sobre todo
auxilio mutuo para vengar las injurias hechas por extraños. Cada individuo
confiaba su seguridad a la protección de la gens, y podía hacerlo; todo el que lo
injuriaba, injuriaba a la gens entera. De ahí, de los lazos de sangre en la gens,
nació la obligación de la venganza, que fue reconocida en absoluto por los
iroqueses. Si un extraño a la gens mataba a uno de sus miembros, la gens entera
de la víctima estaba obligada a vengarlo. Primero se trataba de arreglar el
asunto; la gens del matador celebraba consejo y hacía proposiciones de arreglo
pacífico a la de la víctima, ofreciendo casi siempre la expresión de su sentimiento
por lo acaecido y regalos de importancia; si se aceptaban éstos, el asunto
quedaba zanjado. En el caso contrario, la gens ofendida designaba a uno o a
varios vengadores obligados a perseguir y matar al matador. Si así sucedía, la
gens de este último no tenía ningún derecho a quejarse; quedaban saldadas las
cuentas.
6. La gens tiene nombres determinados, o una serie de nombres que sólo ella
tiene derecho a llevar en toda la tribu, de suerte que el nombre de un individuo
indica inmediatamente a qué gens pertenece. Un nombre gentil lleva vinculados,
indisolublemente, derechos gentiles.
7. La gens puede adoptar extraños en su seno, admitiéndoles, así, en la tribu. Los
prisioneros de guerra a quienes no se condenaba a muerte, se hacían de este
modo, al ser adoptados por una de las gens, miembros de la tribu de los senekas,
y con ello entraban en posesión de todos los derechos de la gens y de la tribu. La
adopción se hacía a propuesta individual de algún miembro de la gens, de algún
hombre, que aceptaba al extranjero como hermano o como hermana, o de alguna
mujer que lo aceptaba como hijo; la admisión solemne en la gens era necesaria
en concepto de ratificación. A menudo, gens muy reducidas en número por
causas excepcionales se reforzaban de nuevo así, adoptando en masa a
miembros de otra gens con el consentimiento de esta última. Entre los iroqueses,
la admisión solemne en la gens verificábase en sesión pública del consejo de
tribu, lo que hacía prácticamente de esta solemnidad una ceremonia religiosa.
8. Es difícil probar en las gens indias la existencia de solemnidades religiosas
especiales; pero las ceremonias religiosas de los indios están, más o menos,
relacionadas con las gens. En las seis fiestas anuales de los iroqueses, los sachem
y los caudillos, en atención a sus cargos, contábanse entre los "guardianes de la
fe" y ejercían funciones sacerdotales.
9. La gens tiene un lugar común de inhumación. Este ha desaparecido ya entre los
iroqueses del Estado de Nueva York, que hoy viven apretados en medio de los
blancos, pero ha existido en otros tiempos. Todavía subsiste entre otros indios,
por ejemplo entre los tuscaroras, próximos parientes de los iroqueses. Aun
cuando son cristianos, los tuscaroras tienen en el cementerio una determinada fila
de sepulturas para cada gens, de tal suerte que la madre está enterrada allí en la
misma hilera que los hijos, pero no el padre. Y entre los iroqueses también la
gens entera asiste al entierro de un muerto, se ocupa de la tumba, de los
discursos fúnebres, etc...
10. La gens tiene un consejo, la asamblea democrática de los miembros adultos,
hombres y mujeres, todos ellos con el mismo derecho de voto. Este consejo elige
y depone a los sachem y a los caudillos, así como a los demás "guardianes de la
fe"; decide el precio de la sangre ("Wergeld") o la venganza por el homicidio de
un miembro de la gens; adopta a los extranjeros en la gens. En resumen, es el
poder soberano en la gens.
Tales son las atribuciones de una gens india típica. "Todos sus miembros son
individuos libres, obligados a proteger cada uno la libertad de los otros; son
iguales en derechos personales, ni los sachem ni los caudillos pretenden tener
ninguna especie de preeminencia; todos forman una comunidad fraternal, unida
por los vínculos de la sangre. Libertad, igualdad y fraternidad; ésos son, aunque
nunca formulados, los principios cardinales de la gens, y esta última es, a su vez,
la unidad de todo un sistema social, la base de la sociedad india organizada. Eso
explica el indomable espíritu de independencia y la dignidad que todo el mundo
nota en los indios".
En la época del descubrimiento, los indios de toda la América del Norte estaban
organizados en gens con arreglo al derecho materno. Sólo en algunas tribus,
como entre los dacotas, la gens estaba en decadencia y en otras, como entre los
ojibwas y los omahas, estaba organizada con arreglo al derecho paterno.
En numerosísimas tribus indias que comprenden más de cinco o seis gens
encontramos cada tres, cuatro o más de éstas reunidas en un grupo particular,
que Morgan, traduciendo fielmente el nombre indio, llama fratria (hermandad),
como su correspondiente griego. Así, los senekas tienen dos fratrias: la primera
comprende las gens 1-4, y la segunda las gens 5-8. Un estudio más profundo
muestra que estas fratrias representan casi siempre las gens primitivas en que se
escindió al principio la tribu; porque dada la prohibición del matrimonio en el
seno de la gens, cada tribu debía necesariamente comprender por lo menos dos
gens para tener una existencia independiente. A medida que la tribu aumentaba
en número, cada gens volvía a escindirse en dos o más, que desde entonces
aparecían cada una de ellas como una gens particualr; al paso que la gens
primitiva, que comprende todas las gens hijas, continúa existiendo como fratria.
Entre los Senekas y la mayor parte de los indios, las gens de una de las fratrias
son hermanas entre sí, al paso que las de la otra son primas suyas, nombres que,
como hemos visto, tienen en el sistema de parentesco americano un significado
muy real y muy expresivo. Originariamente ningún seneka podía casarse en el
seno de su fratria; sin embargo, esta usanza desapareció muy pronto, quedando
limitada a la gens. Según una tradición que circula entre los senekas, el "oso" y el
"ciervo" fueron las dos gens primitivas, de las que se desprendieron con el
tiempo las demás. Una vez arraigada, esa nueva organización fue modificándose
con arreglo a las necesidades; si se extinguían las gens de una fratria, hacíase
pasar a veces a ella gens enteras de otras fratrias. Por eso encontramos en
diferentes tribus gens del mismo nombre agrupadas en distintas fratrias.
Las funciones de la fratria entre los iroqueses son en parte sociales, en parte
religiosas. 1) Las fratrias juegan a la pelota una contra otra; cada una designa a
sus mejores jugadores; los demás indios, formando grupos por fratrias, observan
el juego y apuestan por la victoria de los suyos. 2) En el consejo de tribu se
sientan juntos los sachem y los caudillos de cada fratria, colocándose frente a
frente los dos grupos; cada orador habla a los representantes de cada fratria
como a una corporación particular. 3) Si en la tribu se cometía un homicidio, sin
pertenecer a la misma fratria el matador y la víctima, la gens ofendida apelaba a
menudo a sus gens hermanas, que celebraban un consejo de fratria y se dirigían
a la otra fratria como corporación con el fin de que ésta convocase igualmente un
consejo para arreglar pacíficamente el asunto. En este caso, la fratria aparece de
nuevo como la gens primitiva, y con muchas más probabilidades de buen éxito
que la gens individual, más débil, hija suya. 4) En caso de defunción de
personajes importantes, la fratria opuesta se encargaba de organizar y dirigir las
ceremonias de los funerales, mientras la fratria de los difuntos participaba en
ellas como parientes en duelo. Si moría un sachem, la fratria opuesta anunciaba la
vacante de su cargo en el consejo de los iroqueses. 5) Cuando se elegía sachem,
intervenía igualmente el consejo de la fratria. Solía considerarse como casi
segura la ratificación del electo por las gens hermanas; pero las gens de la otra
fratria podían oponerse a ella. En tal caso reuníase el consejo de esta fratria, si la
oposición era mantenida, la elección se declaraba nula. 6) Al principio, tenían los
iroqueses misterios religiosos particulares, llamados por los blancos "medicine
lodges". Celebrábanse estos misterios entre cada una de las fratrias, que tenían
un ritual especialmente establecido para la iniciación de nuevos miembros. 7) Si,
como es casi seguro, los cuatro linajes (gens) que habitaban por el tiempo de la
conquista en los cuatro barrios de Tlaxcala eran cuatro fratrias, esto prueba que
las fratrias constituían también unidades militares, lo mismo que entre los griegos
y en otras uniones gentilicias análogas entre los germanos; cada uno de esos
cuatro linajes iba a la guerra como ejército independiente, con su uniforme y su
bandera particulares, y al mando de su propio jefe.
Así como varias gens forman una fratria, de igual modo, en la forma clásica, varias
fratrias constituyen una tribu; en algunos casos, en las tribus muy débiles falta el
eslabón intermedio, la fratria. ¿Qué es, pues, lo que caracteriza a una tribu india
de América?.
1. Un territorio propio y un nombre particular. Fuera del sitio donde estaba
asentada verdaderamente. Cada tribu poseía además un extenso territorio para la
caza y la pesca. Detrás de éste se extendía una ancha zona neutral, que llegaba
hasta el territorio de la tribu más próxima, zona que era más estrecha entre las
tribus de la misma lengua, y más ancha entre las que no tenían el mismo idioma.
Esta zona venía a ser lo que el bosque limítrofe de los germanos, el desierto que
los suevos César creaban alrededor de su territorio, el "ísarnholt" (en
dinamarqués "jarnved", limes Danicus") entre daneses y alemanes, el
"sachsenwald" y el "branibor" (eslavo: bosque protector), que dio su nombre al
Brandeburgo, entre alemanes y eslavos. Este territorio, comprendido dentro de
fronteras tan inciertas, era el país común de la tribu, reconocido como tal por las
tribus vecinas y que ella misma defendía contra los invasores. En la mayoría de
los casos, la imprecisión de las fronteras no suscitó en la práctica inconvenientes,
sino cuando la población hubo crecido de modo considerable. Los nombres de
las tribus parecen debidos a la casualidad más que a una elección razonada; con
el tiempo sucedió a menudo que una tribu era conocida entre sus vecinas con un
nombre distinto del que ella misma se daba, como ocurrió con los alemanes, a
quienes los celtas llamaron "germanos", siendo éste su primer nombre histórico
colectivo.
2. Un dialecto particular propio de esta sola tribu. De hecho, la tribu y el dialecto
son substancialmente una y la misma cosa. La formación de nuevas tribus y
nuevos dialectos, a consecuencia de una escisión, acontecía hace aún poco en
América, y todavía no debe haber cesado por completo. Allí donde dos tribus
debilitadas se funden en una sola, ocurre, excepcionalmente, que en la misma
tribu se hallan dos dialectos muy próximos. La fuerza numérica media de las
tribus americanas es de unas dos mil almas; sin embargo, los cheroquees son
veinteséis mil, el mayor número de indios de los Estados Unidos que hablan un
mismo dialecto.
3. El derecho de dar solemnemente posesión a su cargo a los sachem y los
caudillos elegidos por las gens.
4. El derecho de exonerarlos hasta contra la voluntad de sus respectivas gens.
Como los sachem y los jefes militares son miembros del consejo de tribu, estos
derechos de la tribu respecto a ellos se explican de por sí. Allí donde se ha
formado una federación de tribus y donde el conjunto de éstas se halla
representado por un consejo federal, esos derechos pasan a este último.
5. Ideas religiosas (mitología) y ceremonias del culto comunes. "Los indios eran, a
su manera bárbara, un pueblo religioso". Su mitología no ha sido aún objeto de
investigaciones críticas. Personificaban ya sus ideas religiosas -espíritus de todas
clases-, pero el estadio inferior de la barbarie en el cual estaban no conoce aún
representaciones plásticas, lo que se llama ídolos. Es el de ellos un culto de la
naturaleza y de los elementos que tiende al politeismo. Las diferentes tribus
tenían sus fiestas regulares, con formas de culto determinadas, principalmente el
baile y los juegos. La danza, sobre todo, era una parte esencial de todas las
solemnidades religiosas. Cada tribu celebraba en particular sus propias fiestas.
6. Un consejo de tribu para los asuntos comunes. Componíase de lso sachem y los
caudillos de todas las gens, sus representantes reales, puesto que eran siempre
revocables. El consejo deliberaba públicamente, en medio de los demás
miembros de la tribu, quienes tenían derecho a tomar la palabra y hacer oir su
opinión; el consejo decidía. Por regla general, todo asistente al acto era oído a
petición suya; también las mujeres podían expresar su parecer mediante un
orador elegido por ellas. Entre los iroqueses, las resoluciones definitivas debían
ser tomadas por unanimidad, como se requería para ciertas decisiones en las
comunidades de las marcas alemanas. El consejo de tribu estaba encargado,
particularmente, de regular las relaciones con las tribus extrañas. Recibía y
mandaba las embajadas, declaraba la guerra y concertaba la paz. Si llegaba a
estallar la guerra, solía hacerse casi siempre valiéndose de voluntarios. En
principio, cada tribu considerábase en estado de guerra con toda otra tribu con
quien expresamente no hubiera convenido un tratado de paz. Las expediciones
contra esta clase de enemigos eran organizadas en la mayoría de los casos por
unos cuantos notables guerreros. Estos ejecutaban una danza guerrera y todo el
que les acompañaba en ella declaraba de ese modo su deseo de participar en la
campaña. Formábase en seguida un destacamento y se ponía en marcha. De igual
manera, grupos de voluntarios solían encargarse de la defensa del territorio de la
tribu atacada. La salida y el regreso de estos grupos de guerreros daban siempre
lugar a festividades públicas. Para esas expediciones no era necesaria la
aprobación del consejo de tribu, y ni se pedía ni se daba. Eran éstas exactamente
como las expediciones particulares de las mesnadas germanas según las
describe Tácito, con la sola diferencia de que los grupos de guerreros tienen ya
entre los germanos un carácter más fijo y constituyen un sólido núcleo,
organizado en tiempos de paz, en torno al cual se agrupan los demás voluntarios
en caso de guerra. Los destacamentos de esta especie rara vez eran numerosos;
las más importantes expediciones de los indios, aun a grandes distancias,
realizábanse con fuerzas insignificantes. Cuando se juntaban varios de estos
destacamentos para acometer una gran empresa, cada uno de ellos obedecía a su
propio jefe; la unidad del plan de campaña asegurábase, bien o mal, por medio
de un consejo de estos jefes. Esta es la manera cómo hacían la guerra los
alemanes del alto Rin en el siglo IV, según la vemos descrita por Amiano
Marcelino.
7. En algunas tribus encontramos un jefe supremo (Oberhäuptling), cuyas
atribuciones son siempre muy escasas. Es uno de los sachem, que, cuando se
requiere una acción rápida, debe tomar medidas provisionales hasta que pueda
reunirse el consejo y tomar las resoluciones finales. Es un débil germen de poder
ejecutivo, germen, que casi siempre queda estéril en el transcurso de la
evolución ulterior; este poder, como veremos, sale en la mayoría de los casos, si
no en todos, del jefe militar supremo (obersten Heerführer).
La gran mayoría de los indios americanos no fue más allá de la unión en tribus.
Estas, poco numerosas, separadas unas de otras por vastas zonas fronterizas y
debilitadas a causa de continuas guerras, ocupaban inmensos territorios muy
poco poblados. Acá y allá formábanse alianzas entre tribus consanguíneas por
efecto de necesidades momentáneas, con las cuales tenían término. Pero en
ciertas comarcas, tribus parientes en su origen y separadas después, se
reunieron de nuevo en federaciones permanentes, dando así el primer paso hacia
la formación de naciones. En los Estados Unidos encontramos la forma más
desarrollada de una federación de esa especie entre los iroqueses. Abandonando
sus residencias del Oeste del Misisipí, donde probablemente habían formado una
rama de la gran familia de los dacotas, se establecieron después en largas
peregrinaciones en el actual Estado de Nueva York, divididos en cinco tribus: los
senekas, los cayugas, los onondagas, los oneidas y los mohawks. Vivían de la
pesca, la caza y una horticultura rudimentaria y habitaban en aldeas, fortificadas
en su mayoría con estacadas. No excedieron nunca de veinte mil; tenían muchas
gens comunales en las cinco tribus, hablaban dialectos parecidísimos de la
misma lengua y ocupaban a la sazón un territorio compacto repartido entre las
cinco tribus. Siendo de conquista reciente ese territorio, caía de su propio peso la
necesidad de la unión habitual de esas tribus frente a las que ellas habían
desposeído. En los primeros años del siglo XV, a más tardar, se convirtió en una
"liga eterna", en una confederación que, comprendiendo su nueva fuerza, no
tardó en tomar un carácter agresivo; y al llegar a su apogeo, hacia 1675, había
conquistado en torno suyo vastos territorios, a cuyos habitantes había en parte
expulsado, en parte hecho tributarios. La confederación iroquesa presenta la
organización social más desarrollada a que llegaron los indios antes de salir del
estadio inferior de la barbarie, excluyendo, por consiguiente, a los mexicanos, a
los neomexicanos y a los peruanos. Los rasgos principales de la confederación
eran los siguientes:
1. Liga eterna de las cinco tribus consanguíneas basada en su plena igualdad y en
la independencia en todos sus asuntos interiores. Esta consanguinidad formaba el
verdadero fundamento de la liga. De las cinco tribus, tres llevaban el nombre de
tribus madres y eran hermanas entre sí, como lo eran igualmente las otras dos,
que se llamaban tribus hijas. Tres gens -las más antiguas- tenían aún
representantes vivos en todas las cinco tribus, y otras tres gens, en tres tribus. Los
miembros de cada una de estas gens eran hermanos entre sí en todas las cinco
tribus. La lengua común, sin más diferencias que dialectales, era la expresión y la
prueba de la comunidad de origen.
2. El órgano de la liga era un consejo federal de cincuenta sachem, todos de igual
rango y dignidad; este consejo decidía en última instancia todos los asuntos de la
liga.
3. Estos cincuenta títulos de sachem, cuando se fundó la liga, se distribuyeron
entre las tribus y las gens, y eran sus portadores los representantes de los nuevos
cargos expresamente instituídos para las necesidades de la confederación. A
cada vacante eran elegidos de nuevo por las gens interesadas y podían ser
depuestos por ellas en todo tiempo, pero el derecho de darles posesión de su
cargo correspondía al consejo federal.
4. Estos sachem federales lo eran también en sus tribus respectivas, y tenían voz y
voto en el consejo de tribu.
5. Todos los acuerdos del consejo federal debían tomarse por unanimidad.
6. El voto se daba por tribu, de tal suerte que todas las tribus, y en cada una de
ellas todos los miembros del consejo, debían votar unánimemente para que se
pudiese tomar un acuerdo válido.
7. Cada uno de los cinco consejos de tribu podía convocar al consejo federal,
pero éste no podía convocarse a sí mismo.
8. Las sesiones se celebraban delante del pueblo reunido; cada iroqués podía
tomar la palabra; sólo el consejo decidía.
9. La confederación no tenía ninguna cabeza visible personal, ningún jefe con
poder ejecutivo.
10. Por el contrario, tenía dos jefes de guerra supremos, con iguales atribuciones
y poderes (los dos "reyes" de Esparta, los dos cónsules de Roma).
Tal es toda la constitución social bajo la que han vivido y viven aún los iroqueses
desde hace más de cuatrocientos años. La he descrito con detalle, siguiendo a
Morgan, porque aquí podemos estudiar la organización de una sociedad que no
conocía aún el Estado. El Estado presupone un poder público particular, separado
del conjunto de los respectivos ciudadanos que lo componen. Y Maurer reconoce
con fiel con fiel instinto la constitución de la Marca alemana como una institución
puramente social diferente por esencia del Estado, aun cuando más tarde le sirvió
en gran parte de base. En todos sus trabajos Maurer observa que el poder
público nace gradualmente tanto a partir de las constituciones primitivas de las
marcas, las aldeas, los señoríos y las ciudades, como al margen de ellas. Entre los
indios de la América del Norte vemos cómo una tribu unida en un principio se
extiende poco a poco por un continente inmenso; cómo, escindiéndose, las tribus
se convierten en pueblos, en grupos enteros de tribus; cómo se modifican las
lenguas, no sólo hasta llegar a ser incomprensibles unas para otras, sino hasta el
punto de desaparecer todo vestigio de la prístina unidad; cómo en el seno de las
tribus se escinden en varias gens individuales y las viejas gens madres se
mantienen bajo la forma de fratrias; y cómo los nombres de estas gens más
antiguas se perpetúan en las tribus más distantes y separadas más largo tiempo
(el lobo y el oso son aún nombres gentilicios en la mayoría de las tribus indias). Y
a todas estas tribus corresponde, en general, la constitución antes descrita, con la
única excepción de que muchas de ellas no llegan a la liga entre tribus parientes.
Pero dada la gens como unidad social, vemos también con qué necesidad casi
ineludible, por ser natural, se deduce de esa unidad toda la constitución de la
gens, de la fratria y de la tribu. Todos los tres grupos son diferentes gradaciones
de consanguinidad, encerrado cada uno en sí mismo y ordenando sus propios
asuntos, pero completando también a los otros. Y el círculo de los asuntos que les
compete abarca el conjunto de los negocios sociales de los bárbaros del estado
inferior. Así, pues, siempre que en un pueblo hallemos la gens como unidad
social, debemos también buscar una organización de la tribu semejante a la que
hemos descrito; y allí donde, como entre los griegos y los romanos, no faltan las
fuentes de conocimiento, no sólo la encontraremos, sino que además nos
convenceremos de que en todas partes donde esas fuentes son deficientes para
nosotros, la comparación con la institución social americana nos ayuda a despejar
las mayores dudas y a adivinar los más difíciles enigmas.
¡Admirable constitución ésta de la gens, con toda su ingenua sencillez! Sin
soldados, gendarmes ni policía, sin nobleza, sin reyes, gobernadores, prefectos o
jueces, sin cárceles ni procesos, todo marcha con regularidad. Todas las
querellas y todos los conflictos los zanja la colectividad a quien conciernen, la
gens o la tribu, o las diversas gens entre sí; sólo como último recurso, rara vez
empleado, aparece la venganza, de la cual no es más que una forma civilizada
nuestra pena de muerte, con todas las ventajas y todos los inconvenientes de la
civilización. No hace falta ni siquiera una parte mínima del actual aparato
administrativo, tan vasto y complicado, aun cuando son muchos más que en
nuestros días los asuntos comunes, pues la economía doméstica es común para
una serie de familias y es comunista; el suelo es propiedad de la tribu, y los
hogares sólo disponen, con carácter temporal, de pequeñas huertas. Los propios
interesados son quienes resuelven las cuestiones, y en la mayoría de los casos
una usanza secular lo ha regulado ya todo. No puede haber pobres ni
necesitados: la familia comunista y la gens conocen sus obligaciones para con los
ancianos, los enfermos y los inválidos de guerra. Todos son iguales y libres,
incluídas las mujeres. No hay aún esclavos, y, por regla general, tampoco se da el
sojuzgamiento de tribus extrañas. Cuando los iroqueses hubieron vencido en
1651 a los erios y a la "nación neutral", les propusieron entrar en la confederación
con iguales derechos; sólo al rechazar los vencidos esta proposición, fueron
desalojados de su territorio. Qué hombres y qué mujeres ha producido semejante
sociedad, nos lo prueba la admiración de todos los blancos que han tratado con
indios no degenerados ante la dignidad personal, la rectitud, la energía de
carácter y la intrepidez de estos bárbaros.
Recientemente hemos visto en Africa ejemplos de esa intrepidez. Los cafres de
Zululandia hace algunos años y los nubios[29] hace pocos meses (dos tribus en
las cuales no se han extinguido aún las instituciones gentiles) han hecho lo que no
sabría hacer ninguna tropa europea. Armados nada más que con lanzas y
venablos, sin armas de fuego, bajo la lluvia de balas de los fusiles de repetición
de la infantería inglesa (reconocida como la primera del mundo para el combate
en orden cerrado), se echaron encima de sus ballonetas, sembraron más de una
vez el pánico entre ella y concluyeron por derrotarla, a pesar de la colosal
desproporción entre las armas y aun cuando no tienen ninguna especie de
servicio militar ni saben lo que es hacer la instrucción. Lo que pueden hacer y
soportar lo sabemos por las lamentaciones de los ingleses, según los cuales un
cafre recorre en veinticuatro horas más trayecto, y a mayor velocidad, que un
caballo: "Hasta su más pequeño músculo sobresale, acerado, duro, como una
tralla de látigo", decía un pintor inglés.
Tal era el aspecto de los hombres y de la sociedad humana antes de que se
produjese la escisión en clases sociales. Y si comparamos su situación con la de la
inmensa mayoría de los hombres civilizados de hoy, veremos que la diferencia
entre el proletario o el campesino de nuestros días y el antiguo libre gentilis es
enorme.
Este es un aspecto de la cuestión. Pero no olvidemos que esa organización estaba
llamada a perecer. No fue más allá de la tribu; la federación de las tribus indica
ya el comienzo de su decadencia, como lo veremos y como ya lo hemos visto en
las tentativas hechas por los iroqueses para someter a otras tribus. Lo que estaba
fuera de la tribu, estaba fuera de la ley. Allí donde no existía expresamente un
tratado de paz, la guerra reinaba entre las tribus y se hacía con la crueldad que
distingue al ser humano del resto de los animales, y que sólo más adelante quedó
suavizada por el interés. El régimen de la gens en pleno florecimiento, como lo
hemos visto en América, suponía una producción en extremo rudimentaria y, por
consiguiente, una población muy diseminada en un vasto territorio, y, por lo
tanto, una sujeción casi completa del hombre a la naturaleza exterior,
incomprensible y ajena para el hombre, lo que se refleja en sus pueriles ideas
religiosas. La tribu era la frontera del hombre, lo mismo contra los extraños que
para sí mismo: la tribu, la gens, y sus instituciones eran sagradas e inviolables,
constituían un poder superior dado por la naturaleza, al cual cada individuo
quedaba sometido sin reserva en sus sentimientos, ideas y actos. Por más
imponentes que nos parecen los hombres de esta épóca, apenas si se
diferenciaban unos de otros, estaban aún sujetos, como dice Marx, al cordón
umbilical de la comunidad primitiva. El poderío de esas comunidades primitivas
tenía que quebrantarse, y se quebrantó. Pero se deshizo por influencias que
desde un principio se nos parecen como una degradación , como una caída
desde la sencilla altura moral ade la antigua sociedad de las gens. Los intereses
más viles -la baja codicia, la brutal avidez por los goces, la sórdida avaricia, el
robo egoísta de la propiedad común- inauguran la nueva sociedad civilizada, la
sociedad de clases; los medios más vergonzosos -el robo, la violencia, la perfidia,
la traición-, minana la antigua sociedad de las gens, sociedad sin clases, y la
conducen a su perdición. Y la misma nueva sociedad, a través de los dos mil
quinientos años de su existencia, no ha sido nunca más que el desarrollo de una
ínfima minoría a expensas de uan inmensa mayoría de explotados y oprimidos; y
esto es hoy más que nunca.
NOTAS
[29] Se hace referencia a la guerra entre los ingleses y los zulús en 1879 y entre
los ingleses y los nubios en 1883. (N. de la Red.).
IV. LA GENS GRIEGA
En los tiempos prehistóricos, los griegos, como los pelasgos y otros pueblos
congéneres, estaban ya constituidos con arreglo a la misma serie orgánica que
los americanos: gens, fratria, tribu, confederación de tribus. Podía faltar la fratria,
como en los dorios; no en todas partes se formaba la confederación de tribus;
pero en todos los casos, la gens era la unidad orgánica. En la época en que
aparecen en la historia, los griegos se hallan en los umbrales de la civilización;
entre ellos y las tribus americanas de que hemos hablado antes median casi dos
grandes períodos de desarrollo, que los griegos de la época heroica llevan de
ventaja a los iroqueses. Por eso la gens de los griegos ya no es de ningún modo la
gens arcaica de los iroqueses; el sello del matrimonio por grupos comienza a
borrarse notablemente. El derecho materno ha cedido el puesto al derecho
paterno; por eso mismo la riqueza privada, en proceso de surgimiento, ha abierto
la primera brecha en la constitución gentilicia. Otra brecha es consecuencia
natural de la primera: al introducirse el derecho paterno, la fortuna de una rica
heredera pasa, cuando contrae matrimonio, a su marido, es decir, a otra gens,
con lo que se destruye todo el fundamento del derecho gentil; por tanto, no sólo
se tiene por lícito, sino que hasta es obligatorio en este caso, que la joven núbil se
case dentro de su propia gens para que los bienes no salgan de ésta.
Según la historia de Grecia debida a Grote, la gens ateniense, es particular,
estaba cohesionada por:
1. Las solemnidades religiosas comunes y el derecho de sacerdocio en honor a un
dios determinado, el pretendido fundador de la gens, designado en ese concepto
con un sobrenombre especial.
2. Los lugares comunes de inhumación (Véase "Contra Eubúlides", de
Demóstenes).
3. El derecho hereditario recíproco.
4. La obligación recíproca de prestarse ayuda, socorro y apoyo contra la
violencia.
5. El derecho y el deber recíprocos de casarse en ciertos casos dentro de la gens,
sobre todo tratándose de huérfanas o herederas.
6. La posesión, en ciertos casos por lo menos, de una propiedad común, con un
arconte y un tesorero propios.
La fratria agrupaba varias gens, pero menos estrechamente; sin embargo,
también aquí hallamos derechos y deberes recíprocos de una especie análoga,
sobre todo la comunidad de ciertos ritos religiosos y el derecho a perseguir al
homicida en el caso de asesinato de un frater. El conjunto de las fratrias de una
tribu tenía a su vez ceremonias sagradas periódicas, bajo la presidencia de un
"filobasileus" (jefe de tribu) elegido entre los nobles (eupátridas).
Ahí se detiene Grote. Y Marx añade: "Pero detrás de la gens griega se reconoce
al salvaje (por ejemplo al iroqués)". Y no hay manera de no reconocerlo, a poco
que prosigamos nuestras investigaciones.
En efecto, la gens griega tiene también los siguientes rasgos:
7. La descendencia según el derecho paterno.
8. La prohibición del matrimonio dentro de la gens, excepción hecha del
matrimonio con las herederas. Esta excepción, erigida en precepto, indica el
rigor de la antigua regla. Esta, a su vez, resulta del principio generalmente
adoptado de que la mujer, por su matrimonio, renunciaba a los ritos religiosos de
su gens y pasaba a los de su marido, en la fratria del cual era inscrita. Según eso,
y con arreglo a un conocido pasaje de Dicearca, el matrimonio fuera de la gens
era la regla. Becker, en su "Charicles", afirma que nadie tenía derecho a casarse
en el seno de su propia gens.
9. El derecho de adopción en la gens, ejercido mediante la adopción en la
familia, pero con formalidades públicas y sólo en casos excepcionales.
10. El derecho de elegir y deponer a los jefes. Sabemos que cada gens tenía su
arconte; pero no se dice en ninguna parte que este cargo fuese hereditario en
determinadas familias. Hasta el fin de la barbarie, las probabilidades están en
contra de la herencia de los cargos, que es de todo punto incompatible con un
estado de las cosas donde ricos y pobres tenían en el seno de la gens derechos
absolutamente iguales.
No sólo Grote, sino también Niebuhr, Mommsen y todos los demás historiadores
que se han ocupado hasta aquí de la antigüedad clásica, se han estrellado contra
la gens. Por más atinadamente que describan muchos de sus rasgos distintivos, lo
cierto es que siempre han visto en ella un "grupo de familias" y no han podido por
ello comprender su naturaleza y su origen. Bajo la constitución de la gens, la
familia nunca pudo ser ni fue una célula orgánica, porque el marido y la mujer
pertenecían por necesidad a dos gens diferentes. La gens entraba entera en la
fratria y ésta, en la tribu; la familia entraba a medias en la gens del marido, a
medias en la de la mujer. Tampoco el Estado reconoce la familia en el Derecho
público; hasta aquí sólo existe el Derecho civil. Y, sin embargo, todos los trabajos
históricos escritos hasta el presente parte de la absurda suposición, que ha
llegado a ser inviolable, sobre todo en el siglo XVIII, de que la familia
monogámica, apenas más antigua que la civilización, es el núcleo alrededor del
cual fueron cristalizando poco a poco la sociedad y el Estado.
"Hagamos notar al señor Grote -dice Marx- que aun cuando los griegos hacen
derivar sus gens de la mitología, no por eso dejan de ser esas gens más antiguas
que la mitología, con sus dioses y semidioses, creada por ellas mismas".
Morgan cita de referencia a Grote, porque es un testigo prominente y nada
sospechoso. Más adelante Grote refiere que cada gens ateniense tenía un nombre
derivado de su fundador presunto; que, antes de Solón siempre, y después de él
en caso de muerte intestada, los miembros de la gens (gennêtes) del difunto
heredaban su fortuna; y que en caso de muerte violenta el derecho y el deber de
perseguir al matador ante los tribunales correspondía primero a los parientes
más cercanos, después al resto de los gentiles y, por último, a los fratores de la
víctima. "Todo lo que sabemos acerca de las antiguas leyes atenienses está
fundado en la división en gens y fratrias".
La descendencia de las gens de antepasados comunes ha producido muchos
quebraderos de cabeza a los "sabios filisteos" de quienes habla Marx. Como
proclaman puro mito a dichos antepasados y no pueden explicarse de ningún
modo que las gens se hayan formado de familias distintas, sin ninguna
consanguinidad original, para salir de este atolladero y explicar la existencia de
la gens recurren a un diluvio de palabras que giran en un círculo vicioso y no van
más allá de esta proposición: la genealogía es puro mito, pero la gens es una
realidad. Y, finalmente, Grote dice (las glosas entre paréntesis son de Marx);
"Rara vez oímos hablar de este árbol genealógico, porque sólo se exhibe en
casos particularmente solemnes. Pero las gens de menor importancia tenían
prácticas religiosas comunes propias de ellas (¡qué extraño, señor Grote!) y un
antepasado sobrenatural, así como un arbol genealógico común, igual que las
más célebres (¡pero qué extraño es todo esto, señor Grote, en gens de menor
importancia!); el plan fundamental y la base ideal (¡no ideal, caballero, sino
carnal, o dicho en sencillo alemán fleischlich!) eran iguales para todas ellas".
Marx resume com sigue la respuesta de Morgan a esa argumentación: "El sistema
de consanguinidad que corresponde a la gens en su forma primitiva -y los
griegos la han tenido como los demás mortales- aseguraba el conocimiento de los
grados de parentesco de todos los miembros de la gens entre sí. Aprendían esto,
que tenía para ellos suma importancia, por práctica, desde la infancia más
temprana. Con la familia monogámica, cayó en el olvido. El nombre de la gens
creó una genealogía junto a la cual parecía insignificante la de la familia
monogámica. Ahora este nombre debía confirmar el hecho de su descendencia
común a quienes lo llevaban; pero la genealogía de la gens se remontaba a
tiempos tan lejanos, que sus miembros ya no podían demostrar su parentesco
recíproco real, excepto en un pequeño número de casos en que los
descendientes comunes eran más recientes. El nombre mismo era una prueba
irrecusable de la procedencia común, salvo en los casos de adopción. En cambio,
negar de hecho toda consanguinidad entre los gentiles, como lo hacen Grote y
Niebuhr, que han transformado la gens en una creación puramente imaginaria y
poética, es digno de exégetas "ideales", es decir, de tragalibros encerrados entre
cuatro paredes. Porque el encadenamiento de las generaciones, sobre todo
desde la aparición de la monogamia, se pierde en la lejanía de los tiempos y
porque la realidad pasada aparece reflejada en las imágenes fantásticas de la
mitología, ¡los buenazos de los viejos filisteos han deducido y deducen aún que
una genealogía imaginaria creó gens reales!".
La fratria, como entre los americanos, era una gens madre escindida en varias
gens hijas, a las cuales servía de lazo de unión y que a menudo las hacía también
a todas descender de un antepasado común. Así, según Grote, "todos los
coetáneos de la fratria de Hecateo tenían un solo y mismo dios por abuelo en
decimosexto grado". Por lo tanto, todas las gens de aquella fratria eran, al pie de
la letra, gens hermanas. La fratria aparece ya com unidad militar en Homero, en el
célebre pasaje donde Néstor da este consejo a Agamenón: "Coloca a los hombres
por tribus y por fratrias, para que la fratria preste auxilio a la fratria y la tribu a la
tribu". La fratria tenía también el derecho y el deber de castigar el homicidio
perpetrado en la persona de un frater, lo que indica que en tiempos anteriores
había tenido el deber de la venganza de sangre. Además, tenía fiestas y
santuarios comunes; en general, el desarrollo de la mitología griega a partir del
culto a la naturaleza, tradicional en los arios, se debió esencialmente a las gens y
las fratrias y se produjo en el seno de éstas.
Tenía también la fratria un jefe ("fratriarcos"), y, asimismo, según De Coulanges,
asambleas cuyas decisiones eran obligatorias, un tribuna y una administración.
Posteriormente, el Estado mismo, que pasaba por alto la existencia de las gens,
dejó a la fratria ciertas funciones públicas, de carácter administrativo.
La reunión de varias fratrias emparentadas forma la tribu. En el Atica había cuatro
tribus, cada una de tres fratrias que constaban a su vez de treinta gens cada una.
Una determinación tan precisa de los grupos supone una intervención consciente
y metódica en el orden espontáneamente nacido. Cómo, cuándo y por qué
sucedió esto, no lo dice ha historia griega, y los griegos mismos conservan el
recuerdo de ello hasta la época heroica nada más.
Las diferencias de dialecto estaban menos desarrolladas entre los griegos,
aglomerados en un territorio relativamente pequeño, que en los vastos bosques
americanos; sin embargo, también aquí sólo tribus de la misma lengua madre
aparecen reunidas formando grandes agrupaciones; y hasta la pequeña Atica
tiene su propio dialecto, que más tarde pasó a ser la lengua predominante en
toda la prosa griega.
En los poemas de Homero hallamos ya a la mayor parte de las tribus griegas
reunidas formando pequeños pueblos, en el seno de las cuales, sin embargo,
conservaban aún completa independencia las gens, las fratrias y las tribus. Estos
pueblos vivían ya en ciudades amuralladas; la población aumentaba a medida
que aumentaban los ganados, se desarrollaba la agricultura e iban naciendo los
oficios manuales; al mismo tiempo crecían las diferencias de fortuna y, con éstas,
el elemento aristocrático en el seno de la antigua democracia primitiva, nacida
naturalmente. Los distintos pueblos sostenían incesantes guerras por la posesión
de los mejores territorios y también, claro está, con la mira puesta en el botín,
pues la esclavitud de los prisioneros de guerra era una institución reconocida ya.
La constitución de estas tribus y de estos pequeños pueblos era en aquel
momento la siguiente:
1. La autoridad permanente era el consejo ("bulê"), primitivamente formado
quizás por los jefes de las gens y más tarde, cuando el número de éstas llegó a
ser demasiado grande, por un grupo de individuos electos, lo que dio ocasión
para desarrollar y reforzar el elemento aristocrático. Dionisio dice que el consejo
de la época heroica estaba constituido por aristócratas ("kratistoi"). El consejo
decidía los asuntos importantes. En Esquilo, el consejo de Tebas toma el acuerdo,
decisivo en aquella situación, de enterrar a Etéocles con grandes honores y de
arrojar el cadáver de Polinices para que sirva de pasto a los perros. Con la
institución del Estado, este consejo se convirtió en Senado.
2. La asamblea del pueblo ("ágora"). Entre los iroqueses hemos visto que el
pueblo, hombres y mujeres, rodea a la asamblea del consejo, toma allí la palabra
de una manera ordenada e influye de esta suerte en sus determinaciones. Entre
los griegos homéricos, estos "circunstantes", para emplear una expresión jurídica
del alemán antiguo, "Umstand", se han convertido ya en una verdadera asamblea
general del pueblo, lo mismo que aconteció entre los germanos de los tiempos
primitivos. Esta asamblea era convocada por el consejo para decidir los asuntos
importantes; cada hombre podía hacer uso de la palabra. El acuerdo se tomaba
levantando las manos (Esquilo, en "Las Suplicantes"), o por aclamación. La
asamblea era soberana en última instancia, porque, como dice Schömann
("Antiguedades griegas")[30], "cuando se trata de una cosa que para ejecutarse
exige la cooperación del pueblo, Homero no nos indica ningún medio por el cual
pueda ser constreñido éste a obrar contra su voluntad". En aquella época, en que
todo miembro masculino adulto de la tribu era guerrero, no había aún una fuerza
pública separada del pueblo y que pudiera oponérsele. La democracia primitiva
se hallaba todavía en plena florescencia, y esto debe servir de punto de partida
para juzgar el poder y la situación del consejo y del "basileus".
3. El jefe militar ("basileus"). A propósito de esto, Marx observa: "Los sabios
europeos, en su mayoría lacayos natos de los príncipes, hacen del "basileus" un
monarca en el sentido moderno de la palabra. El republicano yanqui Morgan
protesta contra esa idea. Del untuoso Gladstone, y de su obra "Juventus
Mundi"[31] dice con tanta ironía como verdad: "Mister Gladstone nos presenta a
los jefes griegos de los tiempos heroicos como reyes y príncipes que, por
añadidura, son unos cumplidos gentlemen; pero él mismo se ve obligado a
reconocer que, en general, nos parece encontrar suficiente, pero no
rigurosamente establecida la costumbre o la ley del derecho de primogenitura".
Es de suponer que un derecho de primogenitura con tales reservas debe
parecerle al propio señor Gladstone suficientemente, aunque no con todo rigor,
privado de la más mínima importancia.
Ya hemos visto cuál era el estado de cosas respecto a la herencia de las funciones
superiores entre los iroqueses y los demás indios. Todos los cargos eran
electivos, la mayor parte en el seno mismo de la gens, y hereditarios en ésta.
Gradualmente se llegó a dar preferencia en caso de vacante al pariente gentil
más próximo -al hermano o al hijo de la hermana-, siempre que no hubiese
motivos para excluirlo. Por tanto, si entre los griegos, bajo el imperio del derecho
paterno, el cargo de "basileus" solía pasar al hijo o a uno de los hijos, esto
demuestra simplemente que los hijos tenían allí a favor suyo la probabilidad de
elección legal por elección popular, pero no prueba de ningún modo la herencia
de derecho sin elección del pueblo. Aquí vemos, entre los iroqueses y entre los
griegos, el primer germen de familias nobles, con una situación especial dentro
de las gens, y entre los griegos también el primer germen de la futura jefatura
militar hereditaria o de la monarquía. Por consiguiente, es probable que entre los
griegos el "basileus" debiera ser o electo por el pueblo o confirmado por los
órganos reconocidos de éste, el consejo o el "ágora", como se practica respecto
al "rey" ("rex") romano.
En la "Ilíada", el jefe de los hombres, Agamenón, aparece no como el rey
supremo de los griegos, sino como el general en jefe de un ejército confederado
ante una ciudad sitiada. Y Ulises, cuando estallan disensiones entre los griegos,
apela a esta calidad, en el famoso pasaje: "No es bueno que muchos manden a la
vez, uno solo debe dar órdenes", etc... (El tan conocido verso en que se trata del
cetro es un postizo intercalado posteriormente.). "Ulises no da aquí una
conferencia acerca de la forma de gobierno, sino que pide que se obedezca al
general en jefe en campaña. Entre los griegos, que no aparecen antre Troya más
que como ejército, el orden imperante en el "ágora" es bastante democrático.
Cuando Aquiles habla de presentes, es decir, del reparto del botín, no encarga
de ese reparto no a Agamenón ni a ningún otro "basileus", sino a "los hijos de los
Aqueos", es decir, al pueblo. Los atributos "engendrado por Zeus", "criado por
Júpiter", nada prueban, desde el momento en que cada gens desciende de un
dios y la gens del jefe de la tribu de uno "más alto", en el caso presente, de Zeus.
Hasta os individuos no manumitidos, como el porquero Eumeo y otros, son
"divinos" ("dioi" y "theioi"), y eso en la Odisea, es decir, en una época muy
posterior a la descrita por la Iliada. También en la "Odisea", se llama "heros" al
mensajero Mulios y al cantor ciego Demodoco. En resumen: la palabra "basileia",
que los escritores griegos emplean para la sedicente realeza homérica,
acompañada de un consejo y de una asamblea del pueblo, significa,
sencillamente, democracia militar (porque el mando de los ejércitos era su
distintivo principal" (Marx).
Además de sus atribuciones militares, el "basileus" las tenía también religiosas y
judiciales; estas últimas eran indeterminadas, pero las primeras le correspondían
en concepto de representante supremo de la tribu o de la federación de tribus.
Nunca se habla de atribuciones civiles, administrativas, aunque el "basileus"
parece haber sido miembro del consejo, en atención a su cargo. Traducir
"basileus" por la palabra alemana "König" es, pues, etimológicamente muy
exacto, puesto que "König" ("Kuning") se deriva de "Kuni", "Künne", y significa
jefe de una gens. Pero el "basileus" de la Grecia antigua no corresponde de
ninguna manera a la significación actual de la palabra "König" (rey). Tucídides
llama expresamente a la antigua "basileia" una "patriké", es decir, derivada de las
gens, y dice que tuvo atribuciones fijas, y por tanto limitadas. Y Aristóteles dice
que la "basileia" de los tiempos heroicos fue una jefatura militar ejercida sobre
hombres libres, y el "basileus" un jefe militar, juez y gran sacerdote. No tenía, por
consiguiente, ningún poder gubernamental en el sentido ulterior de la
palabra[32].
Así, pues, en la constitución griega de la época heroica vemos aún llena de vigor
la antigua organización de la gens, pero también observamos el comienzo de su
decadencia: el derecho paterno con herencia de la fortuna por los hijos, lo cual
facilita la acumulación de las riquezas en la familia y hace de ésta un poder
contrario a la gens; la repercusión de la diferencia de fortuna sobre la
constitución social mediante la formación de los gérmenes de una nobleza
hereditaria y de una monarquía; la esclavitud, que al principio sólo comprendió a
los prisioneros de guerra, pero que desbrozó el camino de la esclavitud de los
propios miembros de la tribu, y hasta de la gens; la degeneración de la antigua
de guerra de unas tribus contra otras en correrías sistemáticas por tierra y por
mar para apoderarse de ganados, esclavos y tesoros, lo que llegó a ser una
industria más. En resumen, la fortuna es apreciada y considerada como el sumo
bien, y se abusa de la antigua organización de la gens para justificar el robo de
las riquezas por medio de la violencia. No faltaba más que una cosa; la institución
que no sólo asegurase las nuevas riquezas de los individuos contra las tradiciones
comunistas de la constitución gentil, que no sólo consagrase la propiedad privada
antes tan poco estimada e hiciese de esta santificación el fin más elevado de la
comunidad humana, sino que, además, imprimiera el sello del reconocimiento
general de la sociedad a las nuevas formas de adquirir la propiedad, que se
desarrollaban una tras otra, y por tanto a la acumulación, cada vez más acelerada,
de las riquezas; en una palabra, faltaba una institución que no sólo perpetuase la
naciente división de la sociedad en clases, sino también el derecho de la clase
poseedora de explotar a la no poseedora y el dominio de la primera sobre la
segunda.
Y esa institución nació. Se inventó el Estado.
NOTAS
[30] G. F. Schömann. "Griechische Alterthümer", Bd. I-II. Berlín 1855-59. (N. de la
Red.).
[31] W. E. Gladstone. "Juventus Mundi. The gods and Men of the Heroic Age".
London 1869. ("La juventud del Mundo. Los dioses y los hombres de la época
heróica"). (N. de la Red.).
[32] Lo mismo que al "basileus" griego, se ha presentado falsamente al jefe militar
azteca como a un príncipe en el sentido moderno.
V. GENESIS DEL ESTADO ATENIENSE
En ninguna parte podemos seguir mejor que en la antigua Atenas, por lo menos
en la primera fase de la evolución, de qué modo se desarrolló el Estado, en parte
transformando los órganos de la constitución gentil, en parte desplazándolos
mediante la intrusión de nuevos órganos y, por último, remplazándolos pior
auténticos organismos de administración del Estado, mientras que una "fuerza
pública" armada al servicio de esa administración del Estado, y que, por
consiguiente, podía ser dirigida contra el pueblo, usurpaba el lugar del
verdadero "pueblo en armas" que había creado su autodefensa en las gens, las
fratrias y las tribus. Morgan expone mayormente las modificaciones de forma; en
cuanto a las condiciones económicas productoras de ellas, tendré que añadirlas,
en parte, yo mismo.
En la época heroica, las cuatro tribus de los atenienses aún se hallaban
establecidas en distintos territorios de Africa. Hasta las doce fratrias que las
componían parece ser que también tuvieron su punto de residencia particular en
las doce ciudades de Cécrope. La constitución era la misma de la época heroica:
asamblea del pueblo, consejo del pueblo y "basileus". Hasta donde alcanza la
historia escrita, se ve que el suelo estaba ya repartido y era propiedad privada, lo
que corresponde a la producción mercantil y al comercio de mercancías
relativamente desarrollados que observamos ya hacia el final del estadio superior
de la barbarie. Además de granos, producíase vinos y aceite. El comercio
marítimo en el Mar Egeo iba pasando cada vez más de los fenicios a los griegos
del Atica. A causa de la compraventa de la tierra y de la creciente división del
trabajo entre la agricultura y los oficios manuales, el comercio y la navegación,
muy pronto tuvieron que mezclarse los miembros de las gens, fratrias y tribus. En
el distrito de la fratria y de la tribu se establecieron habitantes que, aun siendo
del mismo pueblo, no formaban parte de estas corporaciones y, por consiguiente,
eran extraños en su propio lugar de residencia, ya que cada fratria y cada tribu
administraban ellas mismas sus asuntos en tiempos de paz, sin consultar al
consejo del pueblo o al "basileus" en Atenas, y todo el que residía en el territorio
de la fratria o de la tribu sin pertenecer a ellas no podía, naturalmente, tomar
parte en esa administración.
Esta circunstancia desequilibró hasta tal punto el funcionamiento de la
constitución gentilicia, que en los tiempos heroicos se hizo ya necesario
remediarla y se adoptó la constitución atribuída a Teseo. El cambio principal fue
la institución de una administración central en Atenas; es decir, parte de los
asuntos que hasta entonces resolvían por su cuenta las tribus fue declarada
común y transferida al consejo general residente en Atenas. Los atenienses
fueron, con esto, más lejos que ninguno de los pueblos indígenas de América: la
simple federación de tribus vecinas fue remplazada por la fusión en un solo
pueblo. De ahí nació un sistema de derecho popular ateniense general, que
estaba por encima de las costumbres legales de las tribus y de las gens. El
ciudadano de Atenas recibió como tal derechos determinados, así como una
nueva protección jurídica incluso en el territorio que no pertenecía a su propia
tribu. Pero éste fue el primer paso hacia la ruina de la constitución gentilicia, ya
que lo era hacia la admisión, más tarde, de ciudadanos que no pertenecían a
ninguna de las tribus del Atica y que estaban y siguieron estando completamente
fuera de la constitución gentilicia ateniense. La segunda institución atribuida a
Teseo fue la división de todo el pueblo en tres clases -los eupátridas o nobles, los
geomoros o agricultores y los demiurgos o artesanos-, sin tener en cuenta la
gens, la fratria o la tribu, y la concesión a la nobleza del derecho exclusivo a
ejercer los cargos públicos. Verdad es que, excepto en lo de ocupar la nobleza
los empleos, esta división quedó sin efecto por cuanto no establecía otras
diferencias de derechos entre las clases. Pero es importante, porque nos indica
los nuevos elementos sociales que habían ido desarrollándose
imperceptiblemente. Demuestra que la costumbre de que los cargos gentiles los
desempeñasen ciertas familias, se había transformado ya en un derecho apenas
disputado de las mismas a los empleos públicos; que esas familias, poderosas ya
por sus riquezas, comenzaron a formar, fuera de sus gens, una clase privilegiada,
particular; y que el Estado naciente sancionó esta usurpación. Demuestra que la
división del trabajo entre campesinos y artesanos había llegado a ser ya lo
bastante fuerte para disputar el primer puesto en importancia social a la antigua
división en gens y en tribus. Por último, proclama el irreconciliable antagonismo
entre la sociedad gentilicia y el Estado; el primer intento de formación del Estado
consiste en destruir los lazos gentilicios, dividiendo los miembros de cada gens
en privilegiados y no privilegiados, y a estos últimos, en dos clases, según su
oficio, oponiéndolas, en virtud de esta misma división, una a la otra.
La historia política ulterior de Atenas, hasta Solón, se conoce de un modo muy
imperfecto. Las funciones del "basileus" cayeron en desuso; a la cabeza del
Estado púsose a arcontes salidos del seno de la nobleza. La autoridad de la
aristocracia aumentó cada vez más, hasta llegar a hacerse insoportable hacia el
año 600 antes de nuestra era. Y los principales medios para estrangular la
libertad común fueron el dinero y la usura. La nobleza solía residir en Atenas y en
los alrededores, donde el comercio marítimo, así como la piratería practicada en
ocasiones, la enriquecían y concentraban en sus manos el dinero. Desde allí el
sistema monetario en desarrollo penetró, como un ácido corrosivo, en la vida
tradicional de las antiguas comunidades agrícolas, basadas en la economía
natural. La constitución de la gens es en absoluto incompatible con el sistema
monetario; la ruina de los pequeños agricultores del Atica coincidió con la
relajación de los antiguos lazos de la gens, que los protegían. Las letras de
cambio y la hipoteca (porque los atenienses habían inventado ya la hipoteca) no
respetaron ni a la gens, ni a la fratria. Y la vieja constitución de gens no conocía el
dinero, ni las prendas, ni las deudas de dinero. Por eso el poder del dinero en
manos de la nobleza, poder que se extendía sin cesar, creó un nuevo derecho
consuetudinario para garantía del acreedor contra el deudor y para consagrar la
explotación del pequeño agricultor por el poseedor del dinero. Todas las
campiñas del Atica estaban erizadas de postes hipotecarios en los cuales estaba
escrito que los fundos donde se veían puestos, hallábanse empeñados a fulano o
mengano por tanto o cuanto dinero. Los campos que no tenían esos postes, habían
sido vendidos en su mayor parte, por haber vencido la hipoteca o no haber sido
pagados los intereses, y eran ya propiedad del usurero noble; el campesino
podía considerarse feliz cuando lo dejaban establecerse allí como colono y vivir
con un sexto del producto de su trabajo, mientras tenía que pagar a su nuevo amo
los cinco sextos como precio del arrendamiento. Y aún más: cuando el producto
de la venta del lote de tierra no bastaba para cubrir el importe de la deuda, o
cuando se contraía la deuda sin asegurarla con prenda, el deudor tenía que
vender a sus hijos como esclavos en el extranjero para satisfacer por completo al
acreedor. La venta de los hijos por el padre: ¡éste fue el primer fruto del derecho
paterno y de la monogamia!. Y si el vampiro no quedaba satisfecho aún, podía
vender como esclavo a su mismo deudor. Tal fue la hermosa aurora de la
civilización en el pueblo ateniense.
Semejante revolución hubiera sido imposible en el pasado, en la época en que las
condiciones de existencia del pueblo aún correspondían a la constitución de la
gens; pero ahora se había producido, sin que nadie supiese cómo. Volvamos por
un momento a nuestros iroqueses. Entre ellos era inconcebible una situación tal
como la impuesta a los atenienses sin, digámoslo así, su concurso y, con
seguridad, a pesar de ellos. Siendo siempre el mismo el modo de producir las
cosas necesarias para la existencia, nunca podían crearse tales conflictos, al
parecer impuestos desde fuera, ni engendrarse ningún antagonismo entre ricos y
pobres, entre explotadores y explotados. Los iroqueses distaban mucho de
domeñar aún la naturaleza, pero dentro de los límites que ésta les fijaba, eran los
dueños de su propia producción. Si dejamos aparte los casos de malas cosechas
en sus huertecillos, de escasez de pesca en sus lagos y ríos y de caza en sus
bosques, sabían cuál podía ser el fruto de su modo de proporcionarse los medios
de existencia. Sabían que -unas veces en abundancia, y otras no-obtendrían
medios de subsistencia; pero entonces eran imposibles revoluciones sociales
imprevistas, la ruptura de los vínculos de la gens, la escisión de las gens y de las
tribus en clases opuestas que se combatieran recíprocamente. La producción se
movía dentro de los más estrechos límites, era la inmensa ventaja de la
producción bárbara, ventaja que se perdió con la llegada de la civilización y que
las generaciones futuras tendrán el deber de reconquistar, pero dándole por
base el poderoso dominio de la naturaleza, conseguido en la actualidad por el
hombre, y la libre asociación, hoy ya posible.
Entre los griegos las cosas eran muy distintas. La aparición de la propiedad
privada sobre los rebaños y los objetos de lujo, condujo al cambio entre los
individuos, a la transformación de los productos en mercancías. Y éste fue el
germen de la revolución subsiguiente. En cuanto los productores dejaron de
consumir directamente ellos mismos sus productos, deshaciéndose de ellos por
medio del cambio, dejaron de ser dueños de los mismos. Ignoraban ya qué iba a
ser de ellos, y surgió la posibilidad de que el producto llegara a emplearse
contra el productor para explotarlo y oprimirlo. Por eso, ninguna sociedad puede
ser dueña de su propia producción de un modo duradero ni controlar los efectos
sociales de su proceso de producción si no pone fin al cambio entre individuos.
Pero los atenienses debían aprender pronto con qué rapidez domina el producto
al productor en cuanto nace el cambio entre individuos y los productos se
transforman en mercancías. Con la producción de mercancías apareció el cultivo
individual de la tierra y, en seguida, la propiedad individual del suelo. Más tarde
vino el dinero, la mercancía universal por la que podían cambiarse todas las
demás; pero, como los hombres inventaron el dinero, no sospechaban que
habían creado un poder social nuevo, el poder universal único ante el que iba a
inclinarse la sociedad entera. Y este nuevo poder, al surgir súbitamente, sin
saberlo sus propios creadores y a pesar de ellos, hizo sentir a los atenienses su
dominio con toda la brutalidad de su juventud.
¿Qué se podía hacer?. La antigua constitución de la gens se había mostrado
impotente contra la marcha triunfal del dinero; y, además, era en absoluto
incapaz de conceder dentro de sus límites lugar ninguno para cosas como el
dinero, los acreedores, los deudores, el cobro compulsivo de las deudas. Pero
allí estaba el nuevo poder social; y ni los píos deseos, ni el ardiente afán por
volver a los buenos tiempos antiguos pudieron expulsar ya del mundo al dinero
ni a la usura. Además, en la constitución gentilicia fueron abiertas otras brechas
menos importantes. La mezcla de los gentiles y de los fraters en todo el territorio
ático, particularmente en la misma ciudad de Atenas, aumenaba de generación
en generación, aun cuando por aquel entonces un ateniense tenía derecho a
vender su fundo fuera de la gens, pero no su vivienda. Con los progresos de la
industria y el comercio habíase desarrollado más y más la división del trabajo
entre las diferentes ramas de la producción: agricultura y oficios manuales, y
entre estos últimos una multitud de subdivisiones, tales como el comercio, la
navegación, etc. La población se dividía ahora, según sus ocupaciones, en grupos
bastante bien determinados, cada uno de los cuales tenía una serie de nuevos
intereses comunes para los que no había lugar en la gens o en la fratria y que, por
consiguiente, necesitaban nuevos funcionarios que velasen por ellos. Había
aumentado muchísimo el número de esclavos, y en aquella época debía ya de
exceder con mucho del de los atenienses libres. La constitución gentil no conocía
al principio ninguna esclavitud ni, por consiguiente, ningún medio de mantener
bajo su yugo aquella masa de personas no libres. Y, por último, el comercio había
atraído a Atenas a multitud de extranjeros que se habían instalado allí en busca
de fácil lucro. Mas, a pesar de las tolerancia tradicional, estos extranjeros no
gozaban de ningún derecho ni protección legal bajo el viejo régimen, por lo que
constituían entre el pueblo un elemento extraño y un foco de malestar.
En resumen, la constitución gentilicia iba tocando a su fin. La sociedad rebasaba
más y más el marco de la gens, que no podía atajar ni suprimir los peores males
que iban naciendo ante su vista. Mientras tanto, el Estado se había desarrollado
sin hacerse notar. Los nuevos grupos constituídos por la división del trabajo,
primero entre la ciudad y el campo, después entre las diferentes ramas de la
industria en las ciudades, habían creado nuevos órganos para la defensa de sus
intereses, y se instituyeron oficios públicos de todas clases. Luego, el joven
Estado tuvo, ante todo, necesidad de una fuerza propia, que en un pueblo
navegante, como eran los atenienses, no pudo ser primeramente sino una fuerza
naval, usada en pequeñas guerras y para proteger los barcos mercantes. En una
época indeterminada, anterior a Solón, se instituyeron las "naucrarias", pequeñas
circunscripciones territoriales a razón de doce por tribu; cada "naucraria" debía
suministrar, armar y tripular un barco de guerra, y proporcionar además dos
jinetes. Esta institución socavaba por dos conceptos a la gens: en primer término,
porque creaba una fuerza pública que ya no era en nada idéntica al pueblo
armado; y en segundo lugar, porque por primera vez dividía al pueblo, en los
negocios públicos, no con arreglo a los grupos consanguíneos, sino con arreglo
al lugar de residencia común. Veamos a continuación qué significaba esto.
Como el régimen gentilicio no podía prestarle ningún auxilio al pueblo
explotado, lo único que a éste le quedaba era el Estado naciente, que le prestó la
ayuda de él esperada mediante la constitución de Solón, si bien la aprovechó
para fortalecerse aún más a expensas del viejo régimen. No nos incumbe tratar
aquí cómo se realizó la reforma de Solón en el año 594 antes de nuestra era. Solón
inició la serie de lo que se llama revoluciones políticas, y lo hizo con un ataque a
la propiedad. Hasta ahora, todas las revoluciones han sido en favor de un tipo de
propiedad sin lesionar a otro. En la gran Revolución francesa, la propiedad feudal
fue sacrificada para salvar la propiedad burguesa; en la de Solón, la propiedad
de los acreedores fue la que tuvo que sufrir en provecho de la de los deudores.
Las deudas fueron, sencillamente, declaradas nulas. No conocemos con exactitud
los detalles, pero Solón se jacta en sus poesías de haber hecho quitar los postes
hipotecarios de los campos empeñados en pago de deudas y de haber repatriado
a los hombres que a causa de ellas habían sido vendidos como esclavos o habían
huído al extranjero. Eso no podía hacerse sino mediante una descarada violación
de la propiedad. Y de hecho, desde la primera hasta la última de estas pretensas
revoluciones políticas, todas ellas se han hecho en defensa de la propiedad, de
un tipo de propiedad, y se han realizado por medio de la confiscación (dicho de
otra manera, del robo) de otro tipo de propiedad. Tanto es así, que desde hace
dos mil quinientos años no ha podido mantenerse la propiedad privada sino por
la violación de los derechos de propiedad.
Pero tratábase a la sazón de impedir que los atenienses libres pudieran ser
esclavizados nuevamente. Al principio se logró con medidas generales; por
ejemplo, prohibiendo los contratos de préstamo en los cuales el deudor se hacía
prenda del acreedor. Además, se fijó la extensión máxima de la tierra que podía
poseer un mismo individuo, con el propósito de poner un freno que moderase la
avidez de los nobles por apoderarse de las tierras de los campesinos. Después
hubo cambios en la propia constitución (Verfassung), siendo para nosotros los
principales los siguientes:
El consejo se elevó hasta cuatrocientos miembros, cien de cada tribu. Hasta aquí,
la tribu seguía siendo, pues, la base del sistema. Pero éste fue el único punto de la
constitución antigua adoptado por el Estado recien nacido. En lo demás, Solón
dividió a los ciudadanos en cuatro clases, con arreglo a su propiedad territorial y
al producto de ésta. Los rendimientos mínimos que se fijaron para las tres
primeras clases fueron de quinientos, trescientos y ciento cincuenta "medimnos"
de grano respectivamente (un "medimno" viene a equivaler a unos cuarenta y un
litros para áridos); formaban la cuarta clase los que poseían menos tierra o
carecían de ella en absoluto. Sólo podían ocupar todos los oficios públicos los
individuos de las tres primeras clases, y los más importantes los de la primera
nada más; la cuarta no tenía sino el derecho de tomar la palabra y votar en la
asamblea. Pero allí eran donde se elegían todos los funcionarios, allí era donde
éstos tenían que rendir cuenta de su gestión, allí era donde se hacían todas las
leyes, y allí la mayoría estaba en manos de la cuarta clase. Los privilegios
aristocráticos se renovaron, en parte, en forma de privilegios de la riqueza, pero
el pueblo obtuvo el poder supremo. Por otra parte, las cuatro clases formaron la
base de una nueva organización militar. Las dos primeras suministraban la
caballería, la tercera debía servir en la infantería de línea, y la cuarta como tropa
ligera (sin coraza) o en la flota; probablemente, esta clase estaba a sueldo.
Aquí se introducía, pues, un elemento nuevo en la constitución: la propiedad
privada. Los derechos y los deberes de los ciudadanos del Estado se
determinaron con arreglo a la importancia de sus posesiones territoriales; y
conforme iba aumentanto la influencia de las clases pudientes, iban siendo
desplazadas las antiguas corporaciones consanguíneas. La gens sufrió otra
derrota.
Sin embargo, la gradación de los derechos políticos según los bienes de fortuna
no era una de esas instituciones sin las cuales no puede existir el Estado. Por
grande que sea el papel que ha representado en la historia de las constituciones
de los Estados, gran número de éstos, y precisamente los más desarrollados, se
han pasado sin ella. En Atenas misma no representó sino un papel transitorio;
desde Arístides, todos los empleos eran accesibles a cada ciudadano.
Durante los ochenta años que siguieron, la sociedad ateniense tomó
gradualmente la dirección en la cual siguió desarrollándose en los siglos
posteriores. Habíase puesto coto a la usura de los latifundistas anteriores a Solón,
y asimismo a la concentración excesiva de la propiedad territorial. El comercio y
los oficios, incluídos los artísticos, que se practicaban cada vez más en grande,
basándose en el trabajo de los esclavos, llegaron a ser las preocupaciones
principales. La gente adquirió más luces. En vez de explotar a sus propios
conciudadanos de una manera inicua, como al principio, se explotó sobre todo a
los esclavos y a los clientes no atenienses. Los bienes muebles, la riqueza en
forma de dinero, el número de los esclavos y de las naves aumentaban sin cesar;
pero ya no eran un simple medio de adquirir tierras, como en el primer período,
con sus cortos alcances, sino que se convirtieron en un fin de por sí. De una parte,
la nobleza antigua en el Poder encontró asi unos competidores victoriosos en las
nuevas clases de ricos industriales y comerciantes; pero, de otra parte, quedó
destruída también la última base de los restos de la constitución gentilicia. Las
gens, las fratrias y las tribus, cuyos miembros andaban ya a la sazón dispersos
por toda el Atica y vivían completamente entremezclados, eran ya del todo
inútiles como corporaciones políticas. Muchísimos ciudadanos atenienses no
pertenecían ya a ninguna gens; eran inmigrantes a quienes se había concedido el
derecho de ciudadanía, pero que no habían sido admitidos en ninguna de las
antiguas uniones gentilicias. Además, cada día era mayor el número de
inmigrantes extranjeros que sólo gozaban del derecho de protección [metecos].
Mientras tanto, proseguía la lucha entre los partidos; la nobleza trataba de
reconquistar sus viejos privilegios y volvió a tener, por un tiempo, vara alta; hasta
que la revolución de Clistenes (año 509 antes de nuestra era) la abatió
definitivamente, derribando también, con ella, el último vestigio de la
constitución gentilicia.
En su nueva constitución, Clistenes pasó por alto las cuatro tribus antiguas
basadas en las gens y en las fratrias. Su lugar lo ocupó una organización nueva,
cuya base, ensayada ya en las "naucrarias", era la división de los ciudadanos
según el lugar de residencia. Ya no decidió para nada el hecho de pertenecer a
los grupos consanguíneos, sino tan sólo el domicilio. No fue el pueblo, sino el
suelo, lo que se subdividió; los habitantes hiciéronse, políticamente, un simple
apéndice del territorio.
Toda el Atica quedó dividida en cien municipios (demos). Los ciudadanos
(demotas) habitantes en cada demos elegían su jefe (demarca) y su tesorero, así
como también treinta jueces con jurisdicción para resolver los asuntos de poca
importancia. Tenían igualmente un templo propio y un dios protector o héroe,
cuyos sacerdotes elegían. El poder supremo en el demos pertenecía a la
asamblea de los demotas. Según advierte Morgan con mucho acierto, éste es el
prototipo de las comunidades urbanas de América, que se gobiernan por sí
mismas. El Estado naciente tuvo por punto de partida en Atenas la misma unidad
que distingue al Estado moderno en su más alto grado de desarrollo.
Diez de estas unidades (demos) formaban una tribu; pero ésta, al contrario de la
antigua tribu gentilicia ["geschlechtstamm"], llamóse ahora tribu local
["Ortsstamm"]. La tribu local no sólo era un cuerpo político que se administraba a
sí mismo, sino también un cuerpo militar. Elegía su filarca o jefe de tribu, que
mandaba la caballería, el taxiarca para la infantería, y el estratega, que tenía a sus
órdenes a todas las tropas reclutadas en el territorio de la tribu. Además armaba
cinco naves de guerra con sus tripulantes y comandantes, y recibía como patrón
un héroe del Atica, cuyo nombre llevaba. Por último, elegía cincuenta miembros
del consejo de Atenas.
Coronaba este edificio el Estado ateniense, gobernado por un consejo compuesto
de los quinientos representantes elegidos por las diez tribus y, en última
instancia, por la asamblea del pueblo, en la cual tenía entrada y voto cada
ciudadano ateniense. Junto con esto, velaban por las diversas ramas de la
administración y de la justicia los arcontes y otros funcionarios. En Atenas no
había un depositario supremo del Poder ejecutivo.
Debido a esta nueva constitución y a la admisión de un gran número de clientes
(unos inmigrantes, otros libertos), los órganos de la gens quedaron al margen de
la gestión de los asuntos públicos, degenerando en asociaciones privadas y en
sociedades religiosas. Pero la influencia moral, las concepciones e ideas
tradicionales de la vieja época gentilicia vivieron largo tiempo y sólo fueron
desapareciendo paulatinamente. Esto se hizo evidente en otra institución
posterior del Estado.
Hemos visto que uno de las caracteres esenciales del Estado consiste en una
fuerza pública aparte de la masa del pueblo. Atenas no tenía entonces más que un
ejército popular y una flota equipada directamente por el pueblo, que la
protegían contra los enemigos del exterior y manteníana en la obediencia a los
esclavos, que en aquella época formaban ya la mayor parte de la población. Para
los ciudadanos, esa fuerza pública sólo existía, al principio, en forma de policía;
ésta es tan vieja como el Estado, y, por eso, los ingenuos franceses del siglo XVIII
no hablaban de naciones civilizadas, sino de naciones con policía ("nations
polisées"). Los atenienses instituyeron, pues, una policía, un verdadero cuerpo de
gendarmería de a pie y de a caballo formado por sagitarios, "Landjäger", como se
dice en el Sur de Alemania y en Suiza. Pero esa gendarmería se formó de
esclavos. Este oficio parecía tan indigno al libre ateniense, que prefería se
detenido por un esclavo armado a cumplir él mismo tan viles funciones. Era una
manifestación del antiguo modo de ver de las gens. El Estado no podía existir sin
la policía; pero todavía era joven y no tenía suficiente autoridad moral para hacer
respetable un oficio que los antiguos gentiles no podían por menos de considerar
infame.
El rápido vuelo que tomaron la riqueza, el comercio y la industria nos prueba
cuán adecuado era a la nueva condición social de los atenienses el Estado,
cuajado ya entonces en sus rasgos principales. El antagonismo de clases en el
que se basaban ahora las instituciones sociales y políticas ya no era el existente
entre los nobles y el pueblo sencillo, sino el antagonismo entre esclavos y
hombres libres, entre clientes y ciudadanos. En tiempos del mayor florecimiento
de Atenas, sus ciudadanos libres (comprendidos las mujeres y los niños), eran
unos 90.000 individuos; los esclavos de ambos sexos sumaban 365.000 personas y
los metecos (inmigrantes y libertos) ascendían a 45.000. Por cada ciudadano
adulto contábanse, por lo menos, dieciocho esclavos y más de dos metecos. La
causa de la existencia de un número tan grande de esclavos era que muchos de
ellos trabajaban juntos, a las órdenes de capataces, en grandes talleres
manufactureros. Pero el acrecentamiento del comercio y de la industria trajo la
acumulación y la concentración de las riquezas en unas cuantas manos y, con ello,
el empobrecimiento de la masa de los ciudadanos libres, a los cuales no les
quedaba otro recurso que el de elegir entre hacer competencia al trabajo de los
esclavos con su propio trabajo manual (lo que se consideraba como deshonroso,
bajo y, por añadidura, no producía sino escaso provecho), o convertirse en
mendigos. En vista de las circunstancias, tomaron este último partido; y como
formaban la masa del pueblo, llevaron a la ruina todo el Estado ateniense. No fue
la democracia la que condujo a Atenas a la ruina, como lo pretenden los
pedantescos lacayos de los monarcas entre el profesorado europeo, sino la
esclavitud, que proscribía el trabajo del ciudadano libre.
La formación del Estado entre los atenienses es un modelo notablemente típico
de la formación del Estado en general, pues, por una parte, se realiza sin que
intervengan violencias exteriores o interiores (la usurpación de Pisístrato no dejó
en pos de sí la menor huella de su breve paso); por otra parte, hace brotar
directamente de la gens un Estado de una forma muy perfeccionada, la república
democrática; y, en último término, porque conocemos suficientemente sus
particularidades esenciales.
VI. LA GENS Y EL ESTADO EN ROMA
Según la leyenda de la fundación de Roma, el primer asentamiento en el territorio
se efectuó por cierto número de gens latinas (cien, dice la leyenda), reunidas
formando una tribu. Pronto se unió a ella una tribu sabelia, que se dice tenía cien
gens, y, por último, otra tribu compuesta de elementos diversos, que constaba
asimismo de cien gens. El relato entero deja ver que allí no había casi nada
formado espontáneamente, excepción hecha de la gens, y que, en muchos casos,
ésta misma sólo era una rama de la vieja gens madre, que continuaba habitando
en su antiguo territorio. Las tribus llevan el sello de su composición artificial,
aunque están formadas, en su mayoría, de elementos consanguíneos y según el
modelo de la antigua tribu, cuya formación había sido natural y no artificial; por
cierto, no queda excluída la posibilidad de que el núcleo de cada una de las tres
tribus mencionadas pudiera ser una auténtica tribu antigua. El eslabón
intermedio, la fratria, constaba de diez gens y se llamaba curia. Había treinta
curias.
Está reconocido que la gens romana era una institución idéntica a la gens griega;
si la gens griega es una forma más desarrollada de aquella unidad social cuya
forma primitiva observamos entre los pieles rojas americanos, cabe decir lo
mismo de la gens romana. Por esta razón, podemos ser más breves en su análisis.
Por lo menos en los primeros tiempos de la ciudad, la gens romanta tenía la
constitución siguiente:
1. El derecho hereditario recíproco de los gentiles; los bienes quedaban siempre
dentro de la gens. Como el derecho paterno imperaba ya en la gens romana, lo
mismo que en la griega, estaban excluídos de la herencia los descendientes por
línea femenina. Según la ley de las Doce Tablas -el monumento del Derecho
romano más antiguo que conocemos-, los hijos heredaban en primer término, en
calidad de herederos directos; de no haber hijos, heredaban los agnados
(parientes por línea masculina); y faltando éstos, los gentiles. Los bienes no salían
de la gens en ningún caso. Aquí vemos la gradual introducción de disposiciones
legales nuevas en las costumbres de la gens, disposiciones engendradas por el
acrecentamiento de la riqueza y por la monogamia; el derecho hereditario,
primitivamente igual entre los miembros de una gens, limítase al principio (y en
un período muy temprano, como hemos dicho más arriba) a los agnados y, por
último, a los hijos y a sus descendientes por línea masculina. En las Doce Tablas,
como es natural, este orden parece invertido.
2. La posesión de un lugar de sepultura común. La gens patricia Claudia, al
emigrar de Regilo a Roma, recibió en la ciudad misma, además del área de tierra
que le fue señalada, un lugar de sepultura común. Incluso en tiempos de Augusto,
la cabeza de Varo, muerto en la selva de Teutoburgo, fue llevada a Roma y
enterrada en el túmulo gentilicio; por tanto, su gens (la Quintilia) aún tenía una
sepultura particular.
3. Las solemnidades religiosas comunes. Estas llevaban el nombre de "sacra
gentilitia" y son bien conocidas.
4. La obligación de no casarse dentro de la gens. Aun cuando esto no parece
haberse transformado nunca en Roma en una ley escrita, sin embargo, persistió la
costumbre. Entre el inmenso número de parejas conyugales romanas cuyos
nombres han llegado hasta nosotros, ni una sola tiene el mismo nombre gentilicio
para el hombre y para la mujer. Esta regla es ve también demostrada por el
derecho hereditario. La mujer pierde sus derechos agnaticios al casarse, sale
fuera de su gens; ni ella ni sus hijos pueden heredar de su padre o de los
hermanos de éste, puesto que de otro modo la gens paterna perdería esa parte
de la herencia. Esta regla no tiene sentido sino en el supuesto de que la mujer no
pueda casarse con ningún gentil suyo.
5. La posesión de la tierra en común. Esta existió siempre en los tiempos
primitivos, desde que se comenzó a repartir el territorio de la tribu. En las tribus
latinas encontramos el suelo poseído parte por la tribu, parte por la gens, parte
por casas que en aquella época difícilmente podían ser aún familias individuales.
Se atribuye a Rómulo el primer reparto de tierra entre los individuos, a razón de
dos "jugera" (como una hectárea). Sin embargo, más tarde encontramos aún
tierra en manos de las gens, sin hablar de las tierras del Estado, en torno a las
cuales gira toda la historia interior de la república.
6. La obligación de los miembros de la gens de prestarse mutuamente socorro y
asistencia. La historia escrita sólo nos ofrece vestigio de esto; el Estado romano
apareció en la escena desde el principio como una fuerza tan preponderante, que
se atribuyó el derecho de protección contra las injurias. Cuando fue apresado
Apio Claudio, llevó luto toda su gens, hasta sus enemigos personales. En tiempos
de la segunda guerra púnica, las gens se asociaron para rescatar a sus miembros
hechos prisioneros; el Senado se lo prohibió.
7. El derecho de llevar el nombre de la gens. Se mantuvo hasta los tiempos de los
emperadores. Permitíase a los libertos tomar el nombre de la gens de su antiguo
señor, sin otorgarles, sin embargo, los derechos de miembros de la misma.
8. El derecho a adoptar a extraños en la gens. Practicábase por la adopción en
una familia (como entre los indios), lo cual traía consigo la admisión en la gens.
9. El derecho de elegir y deponer al jefe no se menciona en ninguna parte. Pero
como en los primeros tiempos de Roma todos los puestos, comenzando por el
rey, sólo se obtenían por elección o por aclamación, y como los mismos
sacerdotes de las curias eran elegidos por éstas, podemos admitir que el mismo
orden regía en cuanto a los jefes ("príncipes") de las gens, aun cuando pudiera
ser regla elegirlos de una misma familia.
Tales eran los derechos de una gens romana. Excepto el paso al derecho paterno,
realizado ya, son la imagen fiel de los derechos y deberes de una gens iroquesa;
también aquí "se reconoce al iroqués".
No pondremos más que un ejemplo de la confusión que aún reina hoy en lo
relativo a la organización de la gens romana entre nuestros más famosos
historiadores. En el trabajo de Mommsen acerca de los nombres propios romanos
de la época republicana y de los tiempos de Augusto ("Investigaciones Romanas",
Berlín 1864, tomo I[33]) se lee: "Aparte de los miembros masculinos de la familia,
excluídos naturalmente los esclavos, pero no los adoptados y los clientes, el
nombre gentilicio se concedía también a las mujeres... La tribu ("Stamm", como
traduce Mommsen aquí la palabra gens) es... una comunidad nacida de la
comunidad de origen (real, o probable, o hasta ficticia), mantenida en un haz
compacto por fiestas religiosas, sepulturas y herencia comunes y a la cual pueden
y deben pertenecer todos los individuos personalmente libres, y por tanto las
mujeres también. Lo difícil es establecer el nombre gentilicio de las mujeres
casadas. Cierto es que esta dificultad no existió mientras la mujer sólo pudo
casarse con un miembro de su gens; y es cosa probada que durante mucho
tiempo les fue difícil casarse fuera que dentro de la gens. En el siglo VI
concedíase aún como un privilegio especial y como una recompensa este
derecho, el "gentis enuptio"[34]. Pero cuando estos matrimonios fuera de la gens
se producían, la mujer, por lo visto, debía pasar, en los primeros tiempos, a la
tribu de su marido. Es indudable en absoluto que en el antiguo matrimonio
religioso la mujer entraba de lleno en la comunidad legal y religiosa de su marido
y se salía de la propia. Todo el mundo sabe que la mujer casada pierde su
derecho de herencia, tanto activo como pasivo, respecto a los miembros de su
gens, y entra en asociación de herencia con su marido, con sus hijos y con los
gentiles de éstos. Y si su marido la adopta como a una hija y le da entrada en su
familia, ¿cómo puede ella quedar fuera de la gens de él?" (págs. 9 - 11).
Mommsen afirma, pues, que las mujeres romanas pertenecienets a una gens no
podían al principio casarse sino dentro de ésta y que, por consiguiente, la gens
romana fue endógama y no exógama. Ese parecer, que está en contradicción con
todo lo que sabemos acerca de otros pueblos, se funda sobre todo, si no de una
manera exclusiva, en un solo pasaje (muy discutido) de Tito Livio (lib. XXXIX, cap.
19), según el cual el Senado decidió en el año de Roma 568, o sea, el año 186
antes de nuestra era, lo siguiente: "uti Feceniae Hispallae datio, deminutio, gentis
enuptio, tutoris optio item esset quasi ei vir testamento dedisset; utique ei
ingenuo nubere liceret, neu quid ei qui eam duxisset, ob id fraudi ignominiaeve
esset"; es decir, que Fecenia Hispalla sería libre de disponer de sus bienes, de
disminuirlos, de casarse fuera de la gens, de elegirse un tutor para ella como si su
(difunto) marido le hubiese concedido este derecho por testamento; así como le
sería lícito contraer nupcias con un hombre libre (ingenuo), sin que hubiese
fraude ni ignominia para quien se casase con ella.
Es indudable que a Fenecia, una liberta, se le da aquí el derecho de casarse fuera
de la gens. Y es no menos evidente, por lo que antecede, que el marido tenía
derecho de permitir por testamento a su mujer que se casase fuera de la gens,
después de muerto él. Pero, ¿fuera de qué gens?.
Si, como supone Mommsen, la mujer debía casarse en el seno de su gens,
quedaba en la misma gens después de su matrimonio. Pero, ante todo,
precisamente lo que hay que probar es esa pretendida endogamia de la gens. En
segundo lugar, si la mujer debía casarse dentro de su gens, naturalmente tenía
que acontecerle lo mismo al hombre, puesto que sin eso no hubiera podido
encontrar mujer. Y en ese caso venimos a para en que el marido podía transmitir
testamentariamente a su mujer un derecho que él mismo no poseía para sí; es
decir, venimos a parar a un absurdo jurídico. Así lo comprende también
Mommsen, y supone entonces que "para el matrimonio fuera de la gens se
necesitaba, jurídicamente, no sólo el consentimiento de la persona autorizada,
sino además el de todos los miembros de la gens" (pág. 10, nota). En primer
lugar, esta es una suposición muy atrevida; en segundo lugar, la contradice el
texto mismo del pasaje citado. En efecto, el Senado da este derecho a Fecenia en
lugar de su marido; le confiere expresamente lo mismo, ni más ni menos, que el
marido le hubiera podido conferir; pero el Senado da aquí a la mujer un derecho
absoluto, sin traba alguna, de suerte que si hace uso de él no pueda sobrevenirle
por ello ningún perjuicio a su nuevo marido. El Senado hasta encarga a los
cónsules y pretores presentes y futuros que velen porque Fecenia no tenga que
sufrir ningún agravio respecto a ese particular. Así, pues, la hipótesis de
Mommsen parece inaceptable en absoluto.
Supongamos ahora que la mujer se casaba con un hombre de otra gens, pero
permanecía ella misma en su gens originaria. En ese caso, según el pasaje citado,
su marido hubiera tenido el derecho de permitir a la mujer casarse fuera de la
propia gens de ésta; es decir, hubiera tenido el derecho de tomar disposiciones
en asuntos de una gens a la cual él no pertenecía. Es tan absurda la cosa, que no
se puede perder el tiempo en hablar una palabra más acerca de ello.
No queda, pues, sino la siguiente hipótesis: la mujer se casaba en primeras
nupcias con un hombre de otra gens, y por efecto de este enlace matrimonial
pasaba incondicionalmente a la gens del marido, como lo admite Mommsen en
casos de esta especie. Entonces, todo el asunto se explica inmediatamente. La
mujer, arrancada de su propia gens por el matrimonio y adoptada en la gens de
su marido, tiene en ésta una situación muy particular. Es en verdad miembro de la
gens, pero no está enlazada con ella por ningún vínculo consanguíneo; el propio
carácter de su adopción la exime de toda prohibición de casarse dentro de la
gens donde ha entrado precisamente por el matrimonio; además, admitida en el
grupo matrimonial de la gens, hereda cuando su marido muere los bienes de
éste, es decir, los bienes de un miembro de la gens. ¿Hay, pues, algo más natural
que, para conservar en la gens estos bienes, la viuda esté obligada a casarse con
un gentil de su primer marido, y no con una persona de otra gens?. Y si tiene que
hacerse una excepción, ¿quién es tan competente para autorizarla como el mismo
que le legó esos bienes, su primer marido?. En el momento en que le cede una
parte de sus bienes, y al mismo tiempo permite que la lleve por matrimonio o a
consecuencia del matrimonio a una gens extraña, esos bienes aún le pertenecen;
por tanto, sólo dispone, literalmente, de una propiedad suya. En lo que atañe a la
mujer misma y a su situación respecto a la gens de su marido, éste fue quien la
introdujo en esa gens por un acto de su libre voluntad, el matrimonio; parece,
pues, igualmente natural que él sea la persona más apropiada para autorizarla a
salir de esa gens, por medio de segundas nupcias. En resumen, la cosa parece
sencilla y comprensible en cuanto abandonamos la extravagante idea de la
endogamia de la gens romana y la consideramos, con Morgan, como
originariamente exógama.
Aún queda la última hipótesis -que también ha encontrado defensores, y no los
menos numerosos-, según la cual el pasaje de Tito Livio significa simplemente
que "las jóvenes manumitidas ("libertae") no podían, sin autorización especial, 'e
gente enubere' (casarse fuera de la gens) o realizar ningún acto que, en virtud de
la 'capitis deminutio minima'[35], ocasionase la salida de la liberta de la unión
gentilicia" (Lange, "Antigüedades romanas", Berlín 1856, tomo I, pág. 195[36],
donde se hace referencia a Huschke respecto a nuestro pasaje de Tito Livio). Si
esta hipótesis es atinada, el pasaje citado no tiene nada que ver con las romanas
libres, y entonces hay mucho menos fundamento para hablar de su obligación de
casarse dentro de la gens.
La expresión "enuptio gentis" sólo se encuentra en este pasaje y no se repite en
toda la literatura romana; la palabra "enubere" (casarse fuera) no se encuentra
más que tres veces, igualmente en Tito Livio y sin que se refiera a la gens. La idea
fantástica de que las romanas no podían casarse sino dentro de la gens debe su
existencia exclusivamente a ese pasaje. Pero no puede sostenerse de ninguna
manera, porque, o la frase de Tito Livio sólo se aplica a restricciones especiales
respecto a las libertas, y entonces no prueba nada relativo a las mujeres libres
(ingenuae), o se aplica igualmente a estas últimas, y entonces prueba que como
regla general la mujer se casaba fuera de su gens y por las nupcias pasaba a la
gens del marido. Por tanto, ese pasaje se pronuncia contra Mommsen y a favor de
Morgan.
Casi cerca de trescientos años después de la fundación de Roma, los lazos
gentiles eran tan fuertes, que una gens patricia, la de los Fabios, pudo emprender
por su propia cuenta, y con el consentimiento del senado, una expedición contra
la próxima ciudad de Veies. Se dice que salieron a campaña trescientos seis
Fabios, y todos ellos fueron muertos en una emboscada; sólo un joven, que se
quedó rezagado, perpetuó la gens.
Según hemos dicho, diez gens formaban una fratria, que se llamaba allí curia y
tenía atribuciones públicas más importantes que la fratria griega. Cada curia
tenía sus prácticas religiosas, sus santuarios y sus sacerdotes particulares; estos
últimos formaban, juntos, uno de los colegios de sacerdotes romanos. Diez curias
constituían una tribu, que en su origen debió de tener, como el resto de las tribus
latinas, un jefe electivo, general del ejército y gran sacerdote. El conjunto de las
tres tribus, formaba el pueblo romano, el "populus romanus".
Así, pues, nadie podía pertenecer al pueblo romano si no era miembro de una
gens y, por tanto, de una curia y de una tribu. La primera constitución de este
pueblo fue la siguiente. La gestión de los negocios públicos era, en primer lugar,
competencia de un Senado, que, como lo comprendió Niebuhr antes que nadie,
se componía de los jefes de las trescientas gens; precisamente, por su calidad de
jefes de las gens llamáronse padres ("patres") y su conjunto, Senado (consejo de
los ancianos, de "senex", viejo). La elección habitual del jefe de cada gens en las
mismas familias creó también aquí la primera nobleza gentilicia. Estas familias se
llamaban patricias y pretendían al derecho exclusivo de entrar en el Senado y al
de ocupar todos los demás oficios públicos. El hecho de que con el tiempo el
pueblo se dejase imponer esas pretensiones y el que éstas se transformaran en
un derecho positivo, lo explica a su modo la leyenda, diciendo que Rómulo había
concedido desde el principio a los senadores y a sus descendientes el patriciado
con sus privilegios. El senado, como la "bulê" ateniense, decidía en muchos
asuntos y procedía a la discusión preliminar de los más importantes, sobre todo
de las leyes nuevas. Estas eran votadas por la asamblea del pueblo, llamada
"comitia curiata" (comicios de las curias). El pueblo se congregaba agrupado por
curias, y verosimilmente en cada curia por gens. Cada una de las treinta curias
tenía un voto. Los comicios de las curias aprobaban o rechazaban todas las leyes,
elegían todos los altos funcionarios, incluso el "rex" (el pretendido rey),
declaraban la guerra (pero el Senado firmaba la paz), y en calidad de tribunal
supremo decidían, siempre que las partes apelasen, en todos los casos en que se
trataba de pronunciar sentencia de muerte contra un ciudadano romano. Por
último, junto al Senado y a la Asamblea del pueblo, estaba el "rex", que era
exactamente lo mismo que el "basileus" griego, y de ninguna manera un monarca
casi absoluto, tal como nos lo presenta Mommsen[37]. El "rex" era también jefe
militar, gran sacerdote y presidente de ciertos tribunales. No tenía derechos o
poderes civiles de ninguna especie sobre la vida, la libertad y la propiedad de
los ciudadanos, en tanto que esos derechos no dimanaban del poder disciplinario
del jefe militar o del poder judicial ejecutivo del presidente del tribunal. Las
funciones de "rex" no eran hereditarias; por el contrario, y probablemente a
propuesta de su predecesor, era elegido primero por los los comicios de las
curias y después investido solemnemente en otra reunión de las mismas. Que
también podía ser depuesto, lo prueba la suerte que cupo a Tarquino el Soberbio.
Lo mismo que los griegos de la época heroica, los romanos del tiempo de los
sedicentes reyes vivían, pues, en una democracia militar basada en las gens, las
fratrias y las tribus y nacida de ellas. Si bien es cierto que las curias y tribus
fueron, en parte, formadas artificialmente, no por eso dejaban de hallarse
constituidas con arreglo a los modelos genuinos y plasmadas naturalmente de la
sociedad de la cual habían salido y que aún las envolvía por todas partes. Es
cierto también que la nobleza patricia, surgida naturalmente, había ganado ya
terreno y que los "reges" trataban de extender poco a poco sus atribuciones pero
esto no cambiaa en nada el carácter inicial de la constitución, y esto es lo más
importante.
Entretanto, la población de la ciudad de Roma y del territorio romano ensanchado
por la conquista fue acrecentándose, parte por la inmigración, parte por medio
de los habitantes de las regiones sometidas, en su mayoría latinos. Todos estos
nuevos súbditos del Estado (dejemos a un lado aquí la cuestión de los "clientes")
vivían fuera de las antiguas gens, curias y tribus y, por tanto, no formaban parte
del "populus romanus", del pueblo romano propiamente dicho. Eran
personalmente libres, podían poseer tierras, estaban obligados a pagar el
impuesto y hallábanse sujetos al servicio militar. Pero no podían ejercer niguna
función pública no tomar parte en los comicios de las curias ni en el reparto de las
tierras conquistadas por el Estado. Formaban la plebe, excluída de todos los
derechos públicos. Por su constante aumento del número, por su instrucción
militar y su armamento, se conviertieron en una fuerza amenazadora frente al
antiguo "populus", ahora herméticamente cerrado a todo incremento de origen
exterior. Agréguese a esto que la tierra estaba, al parecer, distribuída con
bastante igualdad entre el "pópulus" y la plebe, al paso que la riqueza comercial
e industrial, aun cuando poco desarrollada, pertenecía en su mayor parte a la
plebe.
Dadas las tinieblas que envuelven la historia legendaria de Roma - tinieblas
espesadas por los ensayos racionalistas y pragmáticos de interpretación y las
narraciones más recientes debidas a escritores de educación jurídica, que nos
sirven de fuentes- es imposible decir nada concreto acerca de la fecha, del curso
o de las circunstancias de la revolución que acabó con la antigua constitución de
la gens. Lo único que se sabe de cierto es que su causa estuvo en las luchas entre
la plebe y el "populus".
La nueva Constitución, atribuida al "rex" Servio Tulio y que se apoyaba en
modelos griegos, principalmente en la de Solón, creó una nueva asamblea del
pueblo, que comprendía o excluía indistintamente a los individuos del "populus"
y de la plebe, según prestaran o no servicios militares. Toda la población
masculina sujeta al servicio militar quedó dividida en seis clases, con arreglo a su
fortuna. Los bienes mínimos de las cinco clases superiores eran para la I de
100.000 ases; para la II de 75.000; para la III de 50.000; para la IV de 25.000 y para
la V de 11.000, sumas que, según Dureau de la Malle, corresponden
respectivamente a 14.000, 10.500, 7000, 3.600 y 1.570 marcos. La sexta clase, los
proletarios, componíase de los más pobres, exentos del servicio militar y de
impuestos. En la nueva asamblea popular de los comicios de las centurias
("comitia centuriata") los ciudadanos formaban militarmente, por compañías de
cien hombres, y cada centuria tenía un voto. La 1ª clase daba 80 centurias; la 2ª,
22; la 3ª, 20; la 4ª, 22; la 5ª, 30 y la 6ª, por mera fórmula, una. Además, los
caballeros (los ciudadanos más ricos) formaban 18 centurias. En total, las
centurias eran 193. Para obtener la mayoría requeríase 97 votos, como los
caballeros y la 1ª clase disponían juntos de 98 votos, tenían asegurada la mayoría;
cuando iban de común acuerdo, ni siquiera se consultaba a las otras clases y se
tomaba sin ellas la resolución definitiva.
Todos los derechos políticos de la anterior asamblea de las curias (excepto
algunos puramente nominales) pasaron ahora a la nueva asamblea de las
centurias; como en Atenas, las curias y las gens que las componían se vieron
rebajadas a la posición de simples asociaciones privadas y religiosas, y como
tales vegetaron aún mucho tiempo, mientras que la asamblea de las curias no
tardó en pasar a mejor vida. Para excluir igualmente del Estado a las tres antiguas
tribus gentilicias, se crearon cuatro tribus territoriales. Cada una de ellas residía
en un distrito de la ciudad y tenía determinados derechos políticos.
Así fue destruido en Roma, antes de que se suprimiera el cargo de "rex", el
antiguo orden social, fundado en vínculos de sangre. Su lugar lo ocupó una nueva
constitución, una auténtica constitución de Estado, basada en la división territorial
y en las diferencias de fortuna. La fuerza pública consistía aquí en el conjunto de
ciudadanos sujetos al servicio militar y no sólo se oponía a los esclavos, sino
también a la clase llamada proletaria, excluída del servicio militar y privada del
derecho a llevar armas.
En el marco de esta nueva constitución -a cuyo desarrollo sólo dieron mayor
impulso la expulsión del último "rex", Tarquino el Soberbio, que usurpaba un
verdadero poder real, y su remplazo por dos jefes militares (cónsules) con
iguales poderes (como entre los iroqueses)- se mueve toda la historia de la
república romana, con sus luchas entre patricios y plebeyos por el acceso a los
empleos públicos y por el reparto de las tierras del Estado y con la disolución
completa de la nobleza patricia en la nueva clase de los grandes propietarios
territoriales y de los hombres adinerados, que absorbieron poco a poco toda la
propiedad rústica de los campesinos arruinados por el servicio militar, cultivaban
por medio de esclavos los inmensos latifundios así formados, despoblaron Italia
y, con ello, abrieron las puertas no sólo al imperio, sino también a sus sucesores,
los bárbaros germanos.
NOTAS
[33] Th. Mommsen. "Römische Forschungen", Ausg. 2. Bd. I-II. Berlin 1864- 1878.
(N. de la Red.).
[34] Derecho de casarse fuera de la gens. (N. de la Red.).
[35] Pérdida de los derechos de familia. (N. de la Red.).
[36] L. Lange. "Römische Alterthümer". Bd. I-III. Berlín 1856-71. (N. de la Red.).
[37] El latino "rex" es el celto-irlandés "righ" (jefe de tribu) y el gótico "reiks".
Esta palabra significaba lo mismo que antiguamente el "Fürst" alemán (es decir,
lo mismo que en inglés "first", y en danés "förste", el primero), jefe de gens o de
tribu; así lo evidencia el hecho de que los godos tuvieran desde el siglo IV una
palabra particular para designar el rey de tiempos posteriores, jefe militar de
todo un pueblo, la palabra "thiudans". En la traducción de la Biblia de Ulfilas
nunca se llama "reiks" a Artajerjes y a Herodes, sino "thiudans"; y el imperio de
Tiberio nunca recibe el nombre de "reiki", sino el de "thiudinassus". Ambas
denominaciones se confundieron en una sola en el nombre de "thiudans", o como
traducimos inexactamente, del rey gótico Thiudareiks, Teodorico, es decir,
Dietrich. (Nota de Engels).
VII. LA GENS ENTRE LOS CELTAS Y ENTRE LOS GERMANOS
Por falta de espacio no podremos estudiar las instituciones gentilicias que aún
existen bajo una forma más o menos pura en los pueblos salvajes y bárbaros más
diversos ni seguir sus vestigios en la historia primitiva de los pueblos asiáticos
civilizados. Unas y otros encuéntranse por todas partes. Bastarán algunos
ejemplos. Aún antes de que se conociese bien la gens, MacLennan, el hombre
que más se ha afanado por comprenderla mal, indició y describió con suma
exactitud su existencia entre los kalmucos, los cherkeses, los samoyedos, y en
tres pueblos de la India: los waralis, los magares y los munnipuris. Más
recientemente, Máximo Kovalevski la ha descubierto y descrito entre los
pschavos, los jensuros, los svanetos y otras tribus del Cáucaso. Aquí nos
limitaremos a unas breves notas acerca de la gens entre los celtas y entre los
germanos.
Las más antiguas leyes célticas que han llegado hasta nosotros nos muestran aún
en pleno vigor la gens; en Irlanda sobrevive hasta nuestros días en la conciencia
popular, por lo menos instintivamente, desde que los ingleses la destruyeron por
la violencia; en Escocia estaba aún en pleno florecimiento a mediados del siglo
XVIII, y sólo sucumbió allí por las armas, las leyes y los tribunales de Inglaterra.
Las leyes del antiguo País de Gales, que fueron escritas varios siglos antes de la
conquista inglesa (lo más tarde, el siglo XI), aún muestran el cultivo de la tierra en
común por aldeas enteras, aunque sólo fuese como una excepción y como el
vestigio de una costumbre anterior generalmente extendida; cada familia tenía
cinco acres de tierra para su cultivo particular; aparte de esto, se cultivaba el
campo en común y su cosecha era repartida. La semejanza entre Irlanda y Escocia
no permite dudar que esas comunidades rurales eran gens o fracciones de gens,
aun cuando no lo probase de un modo directo un estudio nuevo de las leyes
gaélicas, para el cual me falta tiempo (hice mis notas en 1869). Pero lo que
prueban de una manera directa los documentos gaélicos e irlandeses es que en el
siglo XI el matrimonio sindiásmico no había sido sustituido aún del todo entre los
celtas por la monogamia. En el País de Gales, un matrimonio no se consolidaba, o
más bien no se hacía indisoluble sino al cabo de siete años de convivencia. Si sólo
faltaban tres noches para cumplirse los siete años, los esposos podían separarse.
Entonces se repartían los bienes: la mujer hacía las partes y el hombre elegía la
suya. Repartíanse los muebles siguiendo ciertas reglas muy humorísticas. Si era
el hombre quien rompía, tenía que devolver a la mujer su dote y alguna cosa más;
si era la mujer, esta recibía menos. De los hijos, dos correspondían al hombre, y
uno, el mediano, a la mujer. Si después de la separación la mujer tomaba otro
marido y el primero quería llevarsela otra vez, estaba obligada a seguir a éste,
aunque tuviese ya un pie en el nuevo tálamo conyugal. Pero si dos personas
vivían juntas durante siete años, eran marido y mujer aun sin previo matrimonio
formal. No se guardaba ni se exigía con rigor la castidad de las jóvenes antes del
matrimonio; las reglas respecto a este particular son en extremo frívolas y no
corresponden a la moral burguesa. Si una mujer cometía adulterio, el marido
tenía el derecho de pegarle (éste era uno de los tres casos en que le era lícito
hacerlo; en los demás, incurría en una pena), pero no podía exigir ninguna otra
satisfacción, porque "para una misma falta puede haber expiación o venganza,
pero no las dos cosas a la vez". Los motivos por los cuales podía la mujer reclamar
el divorcio sin perder ninguno de sus derechos en el momento de la separación,
eran muchos y muy diversos: bastaba que al marido le oliese mal el aliento. El
rescate por el derecho de la primera noche ("gobr merch" y de ahí el nombre
"marcheta", en francés "marchette", en la Edad Media), pagadero al jefe de la
tribu o rey, representa un gran papel en el Código. Las mujeres tenían voto en las
asambleas del pueblo. Añadamos que en Irlanda existían análogas condiciones;
que también estaban muy en uso los matrimonios temporales, y que en caso de
separación se concedían a la mujer grandes privilegios, determinados con
exactitud, incluso una remuneración en pago de sus servicios domésticos; que allí
se encuentra una "primera mujer" junto a otras mujeres; que en las particiones de
herencia no se hace distinción entre los hijos legítimos y los hijos naturales, y
tendremos así una imagen del matrimonio por parejas en comparación con el cual
parece severa la forma de matrimonio por usada en América del Norte, pero que
no debe asombrar en el siglo XI en un pueblo que aún tenía el matrimonio por
grupos en tiempos de César.
La gens irlandesa ("sept"; la tribu se llama "clainne" o clan) no sólo está
confirmada y descrita por los libros antiguos de Derecho, sino también por los
jurisconsultos ingleses que fueron enviados en el siglo XVII a ese país, para
transformar el territorio de los clanes en dominios del rey de Inglaterra. El suelo
había seguido siendo propiedad común del clan o de la gens hasta entonces,
siempre que no hubiera sido transformado ya por los jefes en dominios privados
suyos. Cuando moría un miembro de la gens y, por consiguiente, se disolvía una
hacienda, el jefe (los jurisconsultos ingleses lo llamaban "caput cognationis"),
hacía un nuevo reparto de todo el territorio entre los demás hogares. En general,
este reparto debía de hacerse siguiendo las reglas usuales en Alemania. Todavía
se encuentran algunas aldeas -hace cuarenta o cincuenta años eran
numerosísimas- cuyos campos son distribuídos según el sistema denominado
"rundale". Los campesinos, colonos individuales del suelo en otro tiempo
propiedad común de la gens y robado después por el conquistador inglés, pagan
cada uno de ellos el arrendamiento, pero reunen todas las parcelas de tierra de
labor o prados, las dividen según su emplazamiento y su calidad en "gewanne"
(como dicen en las márgenes del Mosela) y dan a cada uno su parte en cada
"gewanne". Los pantanos y los pastos son de aprovechamiento común. Hace
cincuenta años nada más, renovábase el reparto de tiempo en tiempo, en algunos
lugares anualmente. El plano catastral del territorio de uan aldea "rundale" tiene
enteramente el mismo aspecto que una comunidad de hogares campesinos
(Gehöfersschaft) de orillas del Mosela o del Hochwald. La gens sobrevive
también en las "factions"[38]. Los campesinos irlandeses divídense a menudo en
bandos que se diría fundados en triquiñuelas absurdas. Estos bandos son
incomprensibles para los ingleses y parecen tener por único objeto el popular
deporte de tundirse mutuamente con toda solemnidad. Son reviviscencias
artificiales, compensaciones póstumas para la gens desmembrada, que
manifiestan a su modo cómo perdura el instinto gentilicio hereditario. En muchas
comarcas los gentiles viven en su antiguo territorio; así, hacia 1830, la gran
mayoría de los habitantes del condado de Monaghan sólo tenía cuatro apellidos,
es decir, descendía de cuatro gens o clanes[39].
En Escocia, la ruina del orden gentilicio data de la época en que fue reprimida la
insurrección de 1745. Falta investigar qué eslabón de este orden representa en
especial el clan escocés; pero es indudable que es un eslabón. En las novelas de
Walter Scott revive ante nuestra vista ese antiguo clan de la Alta Escocia. Dice
Morgan: "Es un ejemplar perfecto de la gens en su organización, y en su espíritu,
un asombroso ejemplo del poderío de la vida de la gens sobre sus miembros. En
sus disensiones y en sus venganzas de sangre, en el reparto del territorio por
clanes, en la explotación común del suelo, en la fidelidad a su jefe y entre sí de
los miembros del clan, volvemos a encontrar los rasgos característicos de la
sociedad fundada en la gens... La filiación seguía el derecho paterno, de tal
suerte que los hijos de los hombres permanecían en sus clanes, mientras que los
de las mujeres pasaban a los clanes de sus padres". Pero prueba la existencia
anterior del derecho materno en Escocia el hecho de que en la familia real de los
Pictos, según Beda, era válida la herencia por línea femenina. También se
conservó entre los escoceses hasta la Edad Media, lo mismo que entre los
habitantes del País de Gales, un vestigio de la familia punalúa, el derecho de la
primera noche, que el jefe del clan o el rey podía ejercer con toda recién casada
el día de la boda, en calidad de último representante de los maridos comunes de
antaño, si no se había redimido la mujer por el rescate.
***
Es un hecho indiscutible que, hasta la emigración de los pueblos, los germanos
estuvieron organizados en gens. Es evidente que no ocuparon el territorio situado
entre el Danubio, el Rin, el Vístula y los mares del Norte hasta pocos siglos antes
de nuestra era; los cimbrios y los teutones estaban aún en plena emigración, y los
suevos no se establecieron en lugares fijos hasta los tiempos de César. Este dice
de ellos, con términos expresos, que estaban establecidos por gens y por
estirpes ("gentibus cognationibusque"), y en boca de un romano de la gens Julia,
esta expresión de "gentibus" tiene un significado bien definido e indiscutible.
Esto se refería a todos los germanos; incluso en las provincias romanas
conquistadas se establecieron por gens. Consta en el "Derecho Consuetudinario
Alamanno" que el pueblo se estableció en los territorios conquistados al sur del
Danubio por gens ("genealogiae"); la palabra genealogía se emplea exactamente
en el mismo sentido que lo fueron más tarde las expresiones "Marca" o
"Dorfgenossenschaft"[40]. Kovalevski ha emitido recientemente la opinión de que
esas "genealogiae" no serían otra cosa sino grandes comunidades domésticas
entre las cuales se repartía el suelo y de las que más adelante nacerían las
comunidades rurales. Lo mismo puede decirse respecto a la "fara", expresión con
la cual los burgundos y los longobardos -un pueblo de origen gótico y otro de
origen herminónico o altoalemán-designaban poco más o menos, si no con
exactitud, lo mismo que se llamaba "genealogía" en el "Derecho Consuetudinario
Alamanno". Debe aún ser investigado qué encontramos aquí, si una gens o una
comunidad doméstica.
Los monumentos filológicos no resuelven nuestras dudas acerca de si a la gens se
le daba entre todos los germanos la misma denominación y cuál era ésta.
Etimológicamente, al griego "genos" y al latín "gens" corresponden el gótico
"kuni" y el medioalto-alemán "künne", que se emplea en el mismo sentido. Lo que
nos recuerda los tiempos del derecho materno es que el sustantivo mujer deriva
de la misma raíz: en griego "gyne", en eslavo "zhená", en gótico "quino", en
antiguo noruego, "kona", "kuna". Según hemos dicho, entre los burgundos y los
longobardos encontramos la palabra "fara", que Grimm hace derivar de la raíz
hipotética "fisan" (engendarar). Yo preferiría hacerla derivar de una manera
evidente de "faran" (marchar, viajar, volver), para designar una fracción
compacta de una masa nómada, fracción formada, como es natural, por parientes;
esta designación, en el transcurso de varios siglos de emigrar primero al Este,
después al Oeste, pudo terminar por ser aplicada, poco a poco, a la propia gens.
Luego, tenemos el gótico "sibja", el anglosajón "sib", el antiguo altoalemán
"sippia", "sippa", estirpe ("sippe"). El escandinavo no nos da más que el plural
"sifjar" (los parientes): el singular no existe sino como nombre de una diosa, Sif.
Y, en fin, aún hallamos otra expresión en el "Canto de Hildebrando", donde éste
pregunta a Hadubrando: "¿Quién es tu padre entre los hombres del pueblo... o de
qué gens eres tú?". ("Eddo huêlihhes c n u o s l e s du sís"). Si ha existido un
nombre general germano de la gens, ha debido de ser en gótico "kuni"; vienen
en apoyo de esta opinión, no sólo la identidad con las expresiones
correspondientes de las lenguas del mismo origen, sino también la circunstancia
de que de "kuni" se deriva "kuning" (rey), que significaba primitivamente jefe de
gens o de tribu. "Sibja" (estirpe) puede, al parecer, dejarse a un lado; y "sifjar",
en escandinavo, no sólo significa parientes consanguíneos, sino también afinidad,
por tanto, comprende por lo menos a los miembros de dos gens: luego tampoco
"sif" es la palabra sinónima de gens.
Tanto entre los germanos como entre los mexicanos y los griegos, el orden de
batalla, trátese del escuadrón de caballería o de la columna de infantería en
forma de cuña, estaba constituído por corporaciones gentilicias. Cuando Tácito
dice por familias y estirpes, esta expresión vaga se explica por el hecho de que
en su época hacía mucho tiempo que la gens había dejado de ser en Roma una
asociación viviente.
Un pasaje decisivo de Tácito es aquél donde dice que el hermano de la madre
considera a su sobrino como si fuese hijo suyo; algunos hay que hasta tienen por
más estrecho y sagrado el vínculo de la sangre entre tío materno y sobrino, que
entre padre e hijo, de suerte que cuando se exigen rehenes, el hijo de la hermana
se considera como una garantía mucho más grande que el propio hijo de aquel a
quien se quiere ligar. He aquí una reliquia viva de la gens organizada con arreglo
al derecho materno, es decir, primitiva, y que hasta caracteriza muy en particular
a los germanos[41]. Cuando los miembros de una gens de esta especie daban a
su propio hijo en prenda de una promesa solemne, y cuando este hijo era víctima
de la violación del tratado por su padre, éste no tenía que dar cuenta a su madre
sino a sí mismo. Pero si el sacrificado era el hijo de una hermana, esto constituía
una violación del más sagrado derecho de la gens; el pariente gentil más
próximo, a quien incumbía antes que a todos los demás la protección del niño o
del joven, erea considerado como el culpable de su muerte; bien no debía
entregarlos en rehenes, o bien debía observar lo tratado. Si no encontrásemos
ninguna otra huella de la gens entre los germanos, este único pasaje nos bastaría.
Aún más decisivo, por ser unos ochocientos años posterior, es un pasaje de la
"Völuspâ", antiguo canto escandinavo acerca del ocaso de los dioses y el fin del
mundo. En esta "Visión de la profetisa", en la que hay entrelazados elementos
cristianos, según está demostrado hoy por Bang y Bugge, se dice al describir los
tiempos depravados y de corrupción general, preludio de la gran catástrofe:
"Boedhr munu berjask
munu systrungar
ok at bönum verdask,
sifjum spilla".
"Los hermanos se harán la guerra y se convertirán en asesinos unos de otros; hijos
de hermanas romperán sus lazos de estirpe". Systrungr quiere decir el hijo de la
hermana de la madre; y que esos hijos de hermanas reniegen entre sí de su
parentesco consanguíneo, lo considera el poeta como un crimen mayor que el
propio fratricidio. La agravación del crimen la expresa la palabra "systrungar",
que subraya el parentesco por línea materna; si en lugar de esa palabra estuviese
"syskinabörn" (hijos de hermanos y hermanas) o "syskinasynir" (hijos varones de
hermanos y hermanas), la segunda línea del texto citado no encarecería la
primera, sino que la atenuaría. Así, pues, hasta en los tiempos de los vikingos, en
que apareció la "Völuspâ", el recuerdo del matriarcado no había desaparecido
aún en Escandinavia.
Por lo demás, ya en los tiempos de Tácito, entre los germanos (por lo menos entre
los que él conoció de cerca) el derecho materno había sido remplazado por el
derecho paterno; los hijos heredaban al padre; a falta de ellos sucedían los
hermanos y los tíos por ambas líneas, paterna y materna. La admisión del
hermano de la madre a la herencia se halla vinculada al mantenimiento de la
costumbre que acabamos de recordar y prueba también cuán reciente era aún
entre los germanos el derecho paterno. Encuéntranse también huellas del
derecho materno a mediados de la Edad Media. Según parece, en aquella época
no había gran confianza en la paternidad, sobre todo entre los siervos; por eso,
cuando un señor feudal reclamaba a una ciudad algún siervo suyo prófugo,
necesitábase -en Augsburgo, en Basilea y en Kaiserslautern, por ejemplo-, que la
calidad de siervo del perseguido fuese afirmada bajo juramento por seis de sus
más próximos parientes consanguíneos, todos ellos por línea materna (Maurer,
"El régimen de las ciudades", I[42] pág. 381).
Otro resto del matriarcado agonizante era el respeto, casi incomprensible para
los romanos, que los germanos profesaban al sexo femenino. Las doncellas
jóvenes de las familias nobles eran conceptuadas como los rehenes más seguros
en los tratos con los germanos. La idea de que sus mujeres y sus hijas podían
quedar cautivas o ser esclavas, resultaba terrible para ellos y era lo que más
excitaba su valor en las batallas. Consideraban a la mujer como profética y
sagrada y prestaban oído a sus consejos hasta en los asuntos más importantes.
Así, Veleda, la sacerdotisa bructera de las márgenes del Lippe, fue el alma de la
insurrección bátava en la cual Civilis, a la cabeza de los germanos y de los
belgas, hizo vacilar toda la dominación romana en las Galias. La autoridad de la
mujer parece indiscutible en la casa; verdad es que todos los quehaceres tienen
que desempeñarlos ella, los ancianos y los niños, mientras el hombre en edad
viril caza, bebe o no hace nada. Así lo dice Tácito; pero como no dice quién
labraba la tierra y declara expresamente que los esclavos no hacían sino pagar
un tributo, pero sin efectuar ninguna prestación personal, por lo visto eran los
hombres adultos quienes realizaban el poco trabajo que exigía el cultivo del
suelo.
Según hemos visto más arriba, la forma de matrimonio era la sindiásmica, cada
vez más aproximada a la monogamia. No era aún la monogamia estricta, puesto
que a los grandes se les permitía la poligamia. En general, cuidábase con rigor
de la castidad en las jóvenes (lo contrario de lo que pasaba entre los celtas), y
Tácito se expresa también con particular calor acerca de la indisolubilidad del
vínculo conyugal entre los germanos. No indica más que el adulterio de la mujer
como motivo de divorcio. Pero su relato tiene aquí muchas lagunas; además, es
en exceso evidente que sirve como un espejo de la virtud para los corrompidos
romanos. Lo que hay de cierto es que si los germanos fueron en sus bosques esos
excepcionales caballeros de la virtud, necesitaron poquísimo contacto con el
exterior para ponerse al nivel del resto de la humanidad europea; en medio del
mundo romano, el último vestigio de la rigidez de costumbres desapareció con
mucha más rapidez aún que la lengua germana. Basta con leer a Gregorio de
Tours. Claro está que en las selvas vírgenes de Germania no podían reinar como
en Roma excesos refinados en los placeres sensuales; por tanto, en este orden de
ideas, aún les quedan a los germanos bastantes ventajas sobre la sociedad
romana, sin que les atribuyamos en las cosas de la carne una continencia que
nunca ni en ningún pueblo ha existido como regla general.
La constitución de la gens dio origen a la obligación de heredar las enemistades
del padre o de los parientes, lo mismo que sus amistades; otro tanto puede
decirse de la "compensación" en vez de la venganza de sangre por homicidio o
daño corporal. Esta compensación ("Wergeld"), que apenas hace una generación
se consideraba como una institución particular de Germania, se encuentra hoy en
centenares de pueblos como una forma atenuada de la venganza de sangre
propia de la gens. La encontramos también entre los indios de América, al mismo
tiempo que la oligación de la hospitalidad; la descripción hecha por Tácito
("Costumbres de los germanos", cap. 21) de la manera cómo ejercían la
hospitalidad, coincide hasta en sus detalles con la dada por Morgan respecto a
los indios.
Hoy pertenecen al pasado las acaloradas e interminables discusiones acerca de si
los germanos de Tácito habían repartido definitivamente las tierras de labor, y
sobre cómo debían interpretarse los pasajes relativos a este punto. Desde que se
ha demostrado que en casi todos los pueblos ha existido el cultivo común de la
tierra por la gens y más adelante por las comuidades familiares comunistas -cosa
que César observó ya entre los suevos-, así como la posterior distribución de la
tierra a familias individuales, con nuevos repartos periódicos; desde que está
probado que la redistribución periódica de la tierra se ha conservado en ciertas
comarcas de Alemania hasta nuestros días, huelga gastar más palabras sobre el
particular. Si desde el cultivo de la tierra en común, tal como César lo describe
expresamente hablando de los suevos (no hay entre ellos, dice, ninguna especie
de campos divididos o particulares), han pasado los germanos, en los ciento
cincuenta años que separan esa época de la de Tácito, al cultivo individual con
reparto anual del suelo, esto constituye, sin duda, un progreso suficiente; el paso
de ese estadio a la plena propiedad privada del suelo, en ese breve intervalo y
sin ninguna intervención extraña, supone sencillamente una imposibilidad. No
leo, pues, en Tácito sino lo que dice en pocas palabras: Cambian (o reparten de
nuevo) cada año la tierra cultivada, y además quedan bastantes tierras comunes.
Esta es la etapa de la agricultura y de la apropiación del suelo que corresponde
con exactitud a la gens contemporánea de los germanos.
Dejo sin cambiar nada el párrafo anterior, tal como se encuentra en las otras
ediciones. En el intervalo, el asunto ha tomado otro sesgo. Desde que Kovalevski
ha demostrado (véase pág. 44[43]) la existencia muy difundida, dado que no sea
general, de la comunidad doméstica patriarcal como estadio intermedio entre la
familia comunista matriarcal y la familia individual moderna, ya no se plantea,
como desde Maurer hasta Waitz, si la propiedad del suelo era común o privada;
lo que hoy se plantea es qué forma tenía la propiedad colectiva. No cabe duda de
que entre los suevos existía en tiempos de César, no sólo la propiedad colectiva,
sino también el cultivo en común por cuenta común. Aún se discutirá por largo
tiempo si la unidad económica era la gens, o la comunidad doméstica, o un grupo
consanguíneo comunista intermedio entre ambas, o si existieron simultáneamente
estos tres grupos, según las condiciones del suelo. Pero Kovalevski afirma que la
situación descrita por Tácito no suponía la marca o la comunidad rural, sino la
comunidad doméstica; sólo de esta última es de quien, a juicio suyo, había de
salir, más adelante, a consecuencia del incremento de la población, la comunidad
rural.
Según este punto de vista, los asentamientos de los germanos en el territorio
ocupado por ellos en tiempo de los romanos, como en el que más adelante les
quitaron a éstos, no consistían en poblaciones, sino en grandes comunidades
familiares que comprendían muchas generaciones, cultivaban una extensión de
terreno correspondiente al número de sus miembros y utilizaban con sus vecinos,
como marca común, las tierras de alrededor que seguían incultas. Por tanto, el
pasaje de Tácito relativo a los cambios del suelo cultivado debería tomarse de
hecho en el sentido agronómico, en el sentido de que la comunidad roturaba
cada año cierta extensión de tierra y dejaba en barbecho o hasta completamente
baldías las tierras cultivadas el año anterior. Dada la poca densidad de la
población, siempre había posesión del suelo. Y la comunidad sólo debió de
disolverse siglos después, cuando el número de sus miembros tomó tal
incremento, que ya no fue posible el trabajo común en las condiciones de
producción de la época; los campos y los prados, hasta entonces comunes,
debieron de dividirse del modo acostumbrado entre las familias individuales que
iban formándosed (al principio temporalmente y luego de una vez para siempre),
al paso que seguían siendo de aprovechamiento común los montes, las dehesas y
las aguas.
Respecto a Rusia, parece plenamente demostrada por la historia esta marcha de
la evolución. En lo concerniente a la Alemania, y en segundo término a los otros
países germánicos, no cabe negard que esta hipótesis dilucida mejor los
documentos y resuelve con más facilidad las dificultades que la adoptada hasta
ahora y que hace remontar a Tácito la comunidad rural. Los documentos más
antiguos, por ejemplo, el "Codex Laureshamensis"[44], se aplican mucho mejor
por la comunidad de familias que por la comunidad rural o marca. Por otra parte,
esta hipótesis promueve otras dificultades y nuevas cuestiones que será preciso
resolver. Aquí sólo nuevas investigaciones pueden decidir; sin embargo, no
puedo negar que como grado intermedio la comunidad familiar tiene también
muchos visos de verosimilitud en lo relativo a Alemania, Escandinavia e
Inglaterra.
Mientras que en la época de César apenas han llegado los germanos a tener
residencias fijas y aun las buscan en parte, en tiempo de Tácito llevan ya un siglo
entero establecidos; por tanto, no pueden ponerse en duda el progreso en la
producción de medios de existencia. Viven en casas de troncos, su vestimenta es
aún muy primitiva, propia de los habitantes de los bosques: un burdo manto de
lana, pieles de animales, y para las mujeres y los notables, túnicas de lino. Su
alimento se compone de leche, carne, frutas silvestres y, como añade Plinio,
gachas de harina de avena (aún hoy plato nacional céltico en Irlanda y en
Escocia). Su riqueza consiste en ganados, pero de raza inferior: el ganado vacuno
es pequeño, de mala estampa, sin cuernos; los caballos, pequeños poneys que
corren mal. La moneda, exclusivamente romana, era escasa y de poco uso. No
trabajaban el oro ni la plata ni los tenían en aprecio; el hierro era raro, y a lo
menos en las tribus del Rin y del Danubio parece casi exclusivamente importado,
pues no lo extraían ellos mismos. Los caracteres rúnicos (imitados de las letras
griegas o latinas), sólo se conocían como escritura secreta y se empleaban
únicamente en la hechicería religiosa. Aún estaban en uso los sacrificios
humanos. En resumen, eran un pueblo que apenas si acababa de pasar del
estadio medio al estadio superior de la barbarie. Pero al paso que en las tribus
limítrofes con los romanos la mayor facilidad para importar los productos de la
industria romana impidió el desarrollo de una industria metalúrgica y textil
propia, no cabe duda de que en el Nordeste, en las orillas del Mar Báltico, esa
industria se formó. Las armas encontradas en los pantanos de Schleswig (una
larga espada de hierro, una cota de malla, un casco de plata, etc.) con monedas
romanas de fines del siglo II, y los objetos metálicos de fabricación germana
difundidos por la emigración de los pueblos, presentan un tipo originalísimo de
arte y son de una perfección nada común, incluso cuando imitan, en sus
comienzos, originales romanos. La emigración al imperio romano civilizado puso
término en todas partes a esta industria indígena, excepto en Inglaterra. Los
broches de bronce, por ejemplo, nos muestran con qué uniformidad nacieron y
se desarrollaron esas industrias. Los ejemplares hallados en Borgoña, en
Rumanía, en las orillas del Mar de Azov, podrían haber salido del mismo taller
que los broches ingleses y suecos, y, sin duda alguna, son también de origen
germánico.
La constitución de los germanos corresponde ingualmente al estadio superior de
la barbarie. Según Tácito, en todas partes existía el consejo de los jefes
(príncipes), que decidía en los asuntos menos graves y preparaba los más
importantes para presentarlos a la votación de la asamblea del pueblo. Esta
última, en el estadio inferior de la barbarie -por lo menos entre los americanos,
donde la encontramos-, sólo existe para la gens, pero todavía no para la tribu o la
confederación de tribus. Los jefes (príncipes) se distinguen aún mucho de los
caudillos militares (duces), lo mismo que entre los iroqueses. Los primeros viven
ya, en parte, de presentes honoríficos, que consisten en ganados, granos, etc.,
que les tributan los gentiles; casi siempre, como en América, se eligen en una
misma familia. El paso al derecho paterno favorece la transformación progresiva
de la elección en derecho por herencia, como en Grecia y en Roma, y por lo
mismo la formación de una familia noble en cada gens. La mayor parte de esta
antigua nobleza, llamada de tribu, desapareció con la emigración de los pueblos,
o por lo menos poco tiempo después. Los jefes militares eran elegidos sin
atender a su origen, únicamente según su capacidad. Tenían escaso poder y
debían influir con el ejemplo. Tácito atribuye expresamente el poder
disciplinario en el ejército a los sacerdotes. El verdadero poder pertenecía a la
asamblea del pueblo. El rey o jefe de tribu preside; el pueblo decide que "no"
con murmullos, y que "sí" con aclamaciones y haciendo ruido con las armas. La
asamblea popular es también tribunal de justicia; aquí son presentadas las
demandas y resueltas las querellas, aquí se dicta la pena de muerte, pero con
ésta sólo se castigan la cobardía, la traición contra el pueblo y los vicios
antinaturales. En las gens y en otras subdivisiones también la colectividad es la
que hace justicia, bajo la presidencia del jefe; éste, como en toda la
administración de justicia germana primitiva, no puede haber sido más que
dirigente del proceso e interrogador. Desde un principio y en todas partes, la
colectividad era el juez entre los germanos.
A partir de los tiempos de César, se habían formado confederaciones de tribus.
En algunas había reyes. Lo mismo que entre los griegos y entre los romanos, el
jefe militar supremo aspiraba ya a la tiranía, lográndola a veces. Aunque estos
usurpadores afortunados no ejercían, ni mucho menos, el poder absoluto,
comenzaron a romper las ligaduras de la gens. Al paso que en otros tiempos los
esclavos manumitidos eran de una condición inferior, puesto que no podían
pertenecer a ninguna gens, hubo junto a los nuevos reyes esclavos favoritos que a
menudo llegaban a tener altos puestos, riquezas y honores. Lo mismo aconteció
después de la conquista del imperio romano por los jefes militares, convertidos
desde entonces en reyes de extensos países. Entre los francos, los esclavos y los
libertos de los reyes representaron un gran papel, primero en la corte y luego en
el Estado; de ellos descendió en gran parte la nueva nobleza.
Una institución favoreció el advenimiento de la monarquía: las mesnadas. Ya
hemos visto entre los pieles rojas americanos cómo, paralelamente al régimen de
la gens, se crean compañías particulares para guerrear por su propia cuenta y
riesgo. Estas compañías particulares habían adquirido entre los germanos un
carácter permanente. Un jefe guerrero famoso juntaba una banda de gente moza
ávida de botín, obligada a tenerle fidelidad personal, como él a ella. El jefe se
cuidaba de su sustento, les hacía regalos y los organizaba en determinada
jerarquía; formaba una escolta y una tropa aguerrida para las expediciones
pequeñas y un cuerpo de oficiales aguerridos para las mayores. Por débiles que
deban de haber sido esas compañías, por débiles que hayan sido en realidad por ejemplo, las de Odoacro en Italia-, constituían el germen de la ruina de la
antigua libertad popular, cosa que pudo comprobarse durante la emigración de
los pueblos y después de ella. Porque, en primer término, favorecieron el
advenimiento del poder real y, en segundo lugar, como ya lo advirtió Tácito, no
podían mantenerse en estado de cohesión sino por medio de continuas guerras y
expediciones de rapiña, la cual se convirtió en un fin. Cuando el jefe de la
compañía no tenía nada que hacer contra los vecinos, iba con sus troas a otros
pueblos donde hubiese guerra y posibilidades de saqueo; las fuerzas auxiliares
de germanos que bajo las águilas romanas combatían contra los germanos
mismos, se componían en parte de bandas de esta especie. Constituían el
embrión de los futuros lansquenetes, vergüenza y maldición de los alemanes.
Después de la conquista del imperio romano, estas mesnadas de los reyes, con
los siervos y los criados de la corte romana, formaron el segundo elemento
principal de la futura nobleza.
En general, las tribus alemanas reunidas en pueblos tienen, pues, la misma
constitución que se desarrolló entre los griegos de la época heroica y entre los
romanos del tiempo llamado de los reyes: asambleas del pueblo, consejo de los
jefes de las gens, jefe militar supremo que aspira ya a un verdadero poder real.
Esta era la constitución más perfecta que pudo producir la gens; era la
constitución típica del estadio superior de la barbarie. El régimen gentilicio se
acabó el día en que la sociedad salió de los límites dentro de los cuales era
suficiente esa constitución. Este régimen quedó destruído, y el Estado ocupó su
lugar.
NOTAS
[38] Bandos. (N. de la Red.).
[39] Durante los pocos días pasados en Irlanda he advertido de nuevo hasta qué
extremo vive aún allí la población campesina con las ideas del tiempo de la gens.
El propietario territorial, de quien es arrendatario el campesino, está considerado
por éste como una especie de jefe de clan que debe administrar la tierra en
beneficio de todos y a quien el aldeano paga un tributo en forma de
arrendamiento, pro de quien también debe recibir auxilio y protección en caso
de necesidad. Y de igual manera a todo irlandés de posición desahogada se le
considera obligado a socorrer a sus vecinos más pobres en cuanto caen en la
miseria. Estos socorros no son una limosna; constituyen lo que le corresponde de
derecho al más pobre por parte de su compañero de clan más rico o de su jefe de
clan. Compréndese los lamentos de los economistas y de los jurisconsultos
acerca de la imposibilidad de inculcar al campesino irlandés la noción de la
propiedad burguesa moderna. Una propiedad que sólo tiene derechos y no tiene
deberes es algo que no cabe en la mente del irlandés. Pero también se
comprende cómo los irlandeses, bruscamente transplantados con estas cándidas
ideas gentilicias a las grandes ciudades de Inglaterra o América, en medio de una
población con ideas muy diferentes acerca de la moral y el Derecho acaban con
facilidad por no comprender ya nada acerca del Derecho y la moral, pierden pie
y, necesariamente, se desmoralizan en masa. (Nota de Engels para la 4ª edición.).
[40] Comunidad rural. (N. de la Red.).
[41] Los griegos no conocían más que por la mitología de la hépoca heroica el
carácter íntimo (proveniente de la era del matriarcado) del vínculo entre el tio
materno y el sobrino, que se encuentra en cierto número de pueblos. Según
Diodoro (IV, 34), Meleagro mata a los hijos de Testio, hermanos de su madre
Altea. Esta ve en ese acto un crimen tan imperdonable, que maldice al matador
(su propio hijo) y le desea la muerte. "Dícese que los dioses atendieron a sus
imprecaciones y dieron fin con la vida de Meleagro". Según el mismo Diodoro
(IV, 44) los argonautas tomaron tierra bajo el mando de Heracles en Tracia, y
encontráronse allí con que Fineo, instigado por su nueva mujer, maltrataba
odiosamente a los dos hijos habidos de su esposa repudiada, la Boreada
Cleopatra. Pero entre los argonautas había también dos boreadas, hermanos de
Cleopatra, y por consiguiente, hermanos de la madre de las víctimas.
Intervinieron inmediatamente en favor de sus sobrinos, los libertaron y quitaron
la vida a sus guardianes. (Nota de Engels.).
[42] G. L. Maurer. "Geschichte der Städteverfassung in Deutschland". Bd. I- IV.
Erlangen 1869-71. (N. de la Red.).
[43] La página indicada por Engels en la 4ª ed. en alemána. Véase las págs. 229230 del presente tomo. (N. de la Red.).
La anterior nota corresponde a la redacción de la edición española impresa por
AKAL de referencia: Marx/Engels: Obras escogidas. II. AKAL74. Por supuesto, en
caso de futuras ediciones propias hay que tener en cuenta la variable de formato
de edición y colocar la correcta página. (Nota del mecanógrafo).
[44] "Codex Laureshamensis": registro de tierras de la ciudad de Lorch. (N. de la
Red.).
VIII. LA FORMACION DEL ESTADO DE LOS GERMANOS
Según Tácito, los germanos eran un pueblo muy numeroso. Por César nos
formamos una idea aproximada de la fuerza de los diferentes pueblos germanos.
Según él, los usipéteros y los teúcteros, que aparecieron en la orilla izquierda del
Rin, eran 180.000, incluídos mujeres y niños. Por consiguiente, correspondían
cerca de 100.000 seres a cada pueblo[45], cifra mucho más alta, por ejemplo, que
la de la totalidad de los iroqueses en los tiempos más florecientes, cuando en
número menor de 20.000 fueron el terror del país entero comprendido desde los
Grandes Lagos hasta el Ohío y el Potomac. Si tratáramos de señalar en un mapa el
emplazamiento de los pueblos de las márgenes del Rin, que conocemos mejor
por los relatos llegados hasta nosotros, veríamos que cada uno de ellos ocupa en
el mapa, poco más o menos, la misma superficie de un departamento prusiano, o
sea unos 10.000 kilómetros cuadrados o 182 millas geográficas cuadradas. La
"Germania Magna" de los romanos, hasta el Vístula, abarcaba en números
redondos 500.000 kilómetros cuadrados. Pues bien; tomando para cada pueblo la
cifra media de 100.000 individuos, la población total de la "Germania Magna" se
elevaría a 5 millones, cifra considerable para un grupo de pueblos bárbaros,
pero en extremo baja para nuestras actuales condiciones (10 habitantes por
kilómetro cuadrado, o 550 por milla geográfica cuadrada). Pero esa cifra no
incluye, ni mucho menos, a todos los germanos que vivían en aquella época.
Sabemos que a lo largo de los Cárpatos, hasta la desembocadura del Danubio,
vivían pueblos germanos de origen gótico -los bastarnos, los peukinos y otros-,
tan numerosos, que Plinio los tiene por la quinta tribu principal de los germanos;
unos 180 años antes de nuestra era; esos pueblos servían ya como mercenarios al
rey macedonio Perseo y en los primeros años del imperio de Augusto avanzaron
hasta llegar a Andrinópolis. Supongamos que sólo fuesen un millón, y tendremos,
en los comienzos de nuestra era, un total probable de 6 millones de germanos,
por lo menos.
Después de fijar su residencia definitiva en Germania, la población debió de
crecer con rapidez cada vez mayor; prueba de ello son los progresos industriales
de que antes hablamos. Los descubrimientos hechos en los pantanos de
Schleswig son del siglo III, a juzgar por las monedas romanas que forman parte
de los mismos. Así, pues, por aquella época había ya en las orillas del Mar Báltico
una industria metalúrgica y una industria textil desarrolladas, se desplegaba un
comercio activo con el imperio romano y entre los ricos existía cierto lujo, indicio
todo ello de una población más densa. Pero también por aquella época comienza
la ofensiva general de los germanos en toda la línea del Rin, de la frontera
fortificada romana y del Danubio, desde el Mar del Norte hasta el Mar Negro,
prueba directa del aumento constante de la población, la cual tendía a la
expansión territorial. La lucha duró tres siglos, durante los cuales todas las tribus
principales de los pueblos góticos (excepto los godos escandinavos y los
burgundos) avanzaro hacia el Sudeste, formando el ala izquierda de la gran línea
de ataque, en el centro de la cual los altoalemanes (herminones) empujaban hacia
el alto Danubio y en el ala derecha los istevones, llamados a la sazón francos, a lo
largo del Rin. A los ingevones les correspondió conquistar la Gran Bretaña. A
fines del siglo V, el imperio romano, débil, desangrado e impotente, se hallaba
abierto a la invasión de los germanos.
Antes estuvimos junto a la cuna de la antigua civilización griega y romana. Ahora
estamos junto a su sepulcro. La garlopa niveladora de la dominación mundial de
los romanos había pasado durante siglos por todos los países de la cuenca del
Mediterráneo. En todas partes donde el idioma griego no ofreció resistencia, las
lenguas nacionales tuvieron que ir cediendo el paso a un latín corrupto;
desaparecieron las diferencias nacionales, y ya no había galos, íberos, ligures,
nóricos; todos se habían convertido en romanos. La administración y el Derecho
romanos habían disuelto en todas partes las antiguas uniones gentilicias y, a la
vez, los últimos restos de independencia local o nacional. La flamante ciudadanía
romana conferida a todos, no ofrecía compensación; no expresaba ninguna
nacionalidad, sino que indicaba tan sólo la carencia de nacionalidad. Existían en
todas partes elementos de nuevas naciones; los dialectos latinos de las diversas
provincias fueron diferenciándose cada vez más; las fronteras naturales que
habían determinado la existencia como territorios independientes de Italia, las
Galias, España y Africa, subsistían y se hacían sentir aún. Pero en ninguna parte
existía la fuerza necesaria para formar con esos elementos naciones nuevas; en
ninguna parte existía la menor huella de capacidad para desarrollarse, de
energía para resistir, sin hablar ya de fuerzas creadoras. La enorme masa humana
de aquel inmenso territorio, no tenía más vínculo para mantenerse unida que el
Estado romano, y éste había llegado a ser con el tiempo su peor enemigo y su
más cruel opresor. Las provincias habían arruinado a Roma; la misma Roma se
había convertido en una ciudad de provincia como las demás, privilegiada, pero
ya no soberana; no era ni punto céntrico del imperio universal ni sede siquiera de
los emperadores y gobernantes, pues éstos residían en Constantinopla, en
Tréveris, en Milán. El Estado romano se había vuelto una máquina gigantesca y
complicada, con el exclusivo fin de explotar a los súbditos. Impuestos,
prestaciones personales al Estado y censos de todas clases sumían a la masa de la
población en una pobreza cada vez más angustiosa. Las exacciones de los
gobernantes, los recaudadores y los soldados reforzaban la opresión, haciéndola
insoportable. He aquí a qué situación había llevado el dominio del Estado romano
sobre el mundo: basaba su derecho a la existencia en el mantenimiento del orden
en el interior y en la protección contra los bárbaros en el exterior; pero su orden
era más perjudicial que el peor desorden, y los bárbaros contra los cuales
pretendía proteger a los ciudadanos eran esperados por éstos como salvadores.
No era menos desesperada la situación social. En los últimos tiempos de la
república, la dominación romana reducíase ya a una explotación sin escrúpulos
de las provincias conquistadas; el imperio, lejos de suprimir aquella explotación,
la formalizó legislativamente. Conforme iba declinando el imperio, más
aumentaban los impuestos y prestaciones, mayor era la desvergüenza con que
saqueaban y estrujaban los funcionarios. El comercio y la industria no habían sido
nunca ocupaciones de los romanos, dominadores de pueblos; en la usura fue
donde superaron a todo cuanto hubo antes y después de ellos. El comercio que
encontraron y que había podido conservarse por cierto tiempo, pereció por las
exacciones de los funcionarios; y si algo quedó en pie, fue en la parte griega,
oriental, del imperio, de la que no vamos a ocuparnos en el presente trabajo.
Empobrecimiento general; retroceso del comercio, de los oficios manuales y del
arte; disminución de la población; decadencia de las ciudades; descenso de la
agricultura a un grado inferior; tales fueron los últimos resultados de la
dominación romana universal.
La agricultura, la más importante rama de la producción en todo el mundo
antiguo, lo era ahora más que nunca. Los inmensos dominios ("latifundia") que
desde el fin de la república ocupaban casi todo el territorio en Italia, habían sido
explotados de dos maneras: o en pastos, allí donde la población había sido
remplazada por ganado lanar o vacuno, cuyo cuidado no exigía sino un pequeño
número de esclavos, o en villas, donde masas de esclavos se dedicaban a la
horticultura en gran escala, en parte para satisfacer el afán de lujo de los
propietarios, en parte para proveer de víveres a los mercados de las ciudades.
Los grandes pastos habían sido conservados y hasta extendidos; las villas y su
horticultura habíanse arruinado por efecto del empobrecimiento de sus
propietarios y de la decadencia de las ciudades. La explotación de los
"latifundia", basada en el trabajo de los esclavos, ya no producía beneficios, pero
en aquella época era la única forma posible de la agricultura en gran escala. El
cultivo en pequeñas haciendas había llegado a ser de nuevo la única forma
remuneradora. Una tras otra fueron divididas las villas en pequeñas parcelas y
entregadas éstas a arrendatarios hereditarios, que pagaban cierta cantidad en
dinero, o a "partiarii" (aparceros), más administradores que arrendatarios, que
recibían por su trabajo la sexta e incluso la novena parte del producto anual. Pero
de preferencia se entregaban estas pequeñas parcelas a colonos que pagaban en
cambio una retribución anual fija; estos colonos estaban sujetos a la tierra y
podían ser vendidos con sus parcelas; no eran esclavos, hablando propiamente,
pero tampoco eran libres; no podían casarse con mujeres libres, y sus uniones
entre sí no se consideraban como matrimonios válidos, sino como un simple
concubinato ("contibernium"), por el estilo del matrimonio entre esclavos. Fueron
los precursores de los siervos de la Edad Media.
Había pasado el tiempo de la antigua esclavitud. Ni en el campo, en la agricultura
en gran escala, ni en las manufacturas urbanas, daba ya ningún provecho que
mereciese la pena; había desaparecido el mercado para sus productos. La
agricultura en pequeñas haciendas y la pequeña industria a que se veía reducida
la gigantesca producción esclavista de los tiempos del imperio, no tenían dónde
emplear numerosos esclavos. En la sociedad ya no encontraban lugar sino los
esclavos domésticos y de lujo de los ricos. Pero la agonizante esclavitud aún era
suficiente para hacer considerar todo trabajo productivo como tarea propia de
esclavos e indigna de un romano libre, y entonces lo era cada cual. Así, vemos,
por una parte, el aumento creciente de las manumisiones de esclavos superfluos,
convertidos en una carga; y, por otra parte, el aumento de los colonos y los libres
depauperados (análogos a los "poor whites"[46] de los antiguos Estados
esclavistas de Norteamérica). El cristianismo no ha tenido absolutamente nada
que ver con la extinción gradual de la esclavitud. Durante siglos coexistió con la
esclavitud en el imperio romano y más adelante jamás ha impedido el comercio
de esclavos de los cistianos, ni el de los germanos en el Norte, ni el de los
venecianos en el Mediterráneo, ni más recientemente la trata de negros[47]. La
esclavitud ya no producía más de lo que costaba, y por eso acabó por
desaparecer. Pero, al morir, dejó detrás de sí su aguijón venenoso bajo la forma
de proscripción del trabajo productivo para los hombres libres. Tal es el callejón
sin salida en el cual se encontraba el mundo romano: la esclavitud era
económicamente imposible, y el trabajo de los hombres libres estaba
moralmente proscrito. La primera no podía ya y el segundo no podía aún ser la
forma básica de la producción social. La única salida posible era una revolución
radical.
La situación no era mejor en las provincias. Las más amplias noticias que
poseemos se refieren a las Galias. Allí, junto a los colonos, aún había pequeños
agricultores libres. Para estar a salvo contra las violencias de los funcionarios, de
los magistrados y de los usureros, se ponían a menudo bajo la protección, bajo el
patronato de un poderoso; y no fueron sólo campesinos aislados quienes tomaron
esta precaución, sino comunidades enteras, de tal suerte que en el siglo IV los
emperadores tuvieron que promulgar con frecuencia decretos prohibiendo esta
práctica. Pero, ¿de qué servía a los que buscaban protección?. El señor les
imponía la condición de que le transfiriesen el derecho de propiedad de sus
tierras y en compensación les aseguraba el usufructo vitalicio de las mismas. La
Santa Iglesia recogió e imitó celosamente esta artimaña en los siglos IX y X para
agrandar el reino de Dios y sus propios bienes terrenales. Verdad es que por
aquella época, hacia el año 475, Salviano, obispo de Marsella, indignábase aún
contra semejante robo y relataba que la opresión de los funcionarios romanos y
de los grandes señores territoriales había llegado a ser tan cruel, que muchos
"romanos" huían a las regiones ocupadas ya por los bárbaros, y los ciudadanos
romanos establecidos en ellas nada temían tanto como volver a caer bajo la
dominación romana. El que por entonces muchos padres vendían como esclavos
a sus hijos a causa de la miseria, lo prueba una ley promulgada contra esta
práctica.
Por haber librado a los romanos de su propio Estado, los bárbaros germanos se
apropiaron de dos tercios de sus tierras y se las repartieron. El reparto se efectuó
según el orden establecido en la gens; como los conquitadores eran
relativamente pocos, quedaron indivisas grandísimas extensiones, parte de ellas
en propiedad de todo el pueblo y parte en propiedad de las distintas tribus y
gens. En cada gens, los campos y prados dividiéronse en partes iguales, por
suertes, entre todos los hogares. No sabemos si posteriormente se hicieron
nuevos repartos; en todo caso, esta costumbre pronto se perdió en las provincias
romanas, y las parcelas individuales se hicieron propiedad privada alienable,
alodios ("alod"). Los bosques y los pastos permanecieron indivisos para su uso
colectivo; este uso, lo mismo que el modo de cultivar la tierra repartida, se
regulaba según la antigua costumbre y por acuerdo de la colectividad. Cuanto
más tiempo llevaba establecida la gens en su poblado, más iban confundiéndose
germanos y romanos y borrándose el carácter familiar de la asociación ante su
carácter territorial. La gens desapareció en la marca, donde, sin embargo, se
encuentran bastante a menudo huellas visibles del parentesco original de sus
miembros. De esta manera, la organización gentilicia se transformó
insensiblemente en una organización territorial y se puso en condiciones de
adaptarse al Estado, por lo menos en los países donde se sostuvo la marca (Norte
de Francia, Inglaterra, Alemania y Escandinavia). No obstante, mantuvo el
carácter democrático original propio de toda la organización gentilicia, y así
salvó -incluso en el período de su degeneración forzada- una parte de la
constitución gentilicia, y con ella un arma en manos de los oprimidos que se ha
conservado hasta los tiempos modernos.
Si el vínculo consanguíneo se perdió con rapídez en la gens, debiose a que sus
organismos en la tribu y en el pueblo degeneraron por efecto de la conquista.
Sabemos que la dominación de los subyugados es incompatible con el régimen
de la gens, y aquí lo vemos en gran escala. Los pueblos germanos, dueños de las
provincias romanas, tenían que organizar su conquista. Pero no se podía absorver
a las masas romanas en las corporaciones gentilicias, ni dominar a las primeras
por medio de las segundas. A la cabeza de los cuerpos locales de la
administración romana, conservados al principio en gran parte, era preciso
colocar, en sustitución del Estado romano, otro Poder, y éste no podía ser sino
otro Estado. Así, pues, los representantes de la gens tenían que transformarse en
representantes del Estado, y con suma rapidez, bajo la presión de las
circunstancias. Pero el representante más propio del pueblo conquistador era el
jefe militar. La seguridad interior y exterior del territorio conquistado requería
que se reforzase el mando militar. Había llegado la hora de transformar el mando
militar en monarquía, y se transformó.
Veamos el imperio de los francos. En él correspondió a los salios victoriosos la
posesión absoluta no sólo de los vastos dominios del Estado romano, sino
también de todos los demás inmensos territorios no distribuídos aún entre las
grandes y pequeñas comunidades regionales y de las marcas, y principalmente
la de todas las extensísimas superficies pobladas de bosques. Lo primero que
hizo el rey franco, al convertirse de simple jefe militar supremo en un verdadero
príncipe, fue transformar esas propiedades del pueblo en dominios reales,
robarlas al pueblo y donarlas o concederlas en feudo a las personas de su
séquito. Este séquito, formado primitivamente por su guardia militar personal y
por el resto de los mandos subalternos, no tardó en verse reforzado no sólo con
romanos (es decir, con galos romanizados), que muy pronto se hicieron
indispensables por su educación y su conocimiento de la escritura y del latín
vulgar y literario, asi como del Derecho del país, sino tamibén con esclavos,
siervos y libertos, que constituían su corte y entre los cuales elegía sus favoritos.
A la más de esta gente se les donó al principio lotes de tierra del pueblo; más
tarde se les concedieron bajo la forma de beneficios, otorgados la mayoría de las
veces, en los primeros tiempos, mientras viviese el rey. Así se sentó la base de
una nobleza nueva a expensas del pueblo.
Pero esto no fue todo. Debido a sus vastas dimensiones, no se podía gobernar el
nuevo Estado con los medios de la antigua constitución gentilicia; el consejo de
los jefes, cuando no había desaparecido hacía mucho, no podía reunirse, y no
tardó en verse remplazado por los que rodeaban de continuo al rey; se conservó
por pura fórmula la antigua asamblea del pueblo, pero convertida cada vez más
en una simple reunión de los mandos subalternos del ejército y de la nueva
nobleza naciente. Los campesinos libres propietarios del suelo, que eran la masa
del pueblo franco, quedaron exhaustos y arruinados por las eternas guerras
civiles y de conquista -por estas últimas, sobre todo, bajo Carlomagno- tan
completamente, como antaño les había sucedido a los campesinos romanos en los
postreros tiempos de la república. Estos campesinos, que originariamente
formaron todo el ejército y que constituían su núcleo después de la conquista de
Francia, habían empobrecido hasta tal extremo a comienzos del siglo IX, que
apenas uno por cada cinco disponía de los pertrechos necesarios para ir a la
guerra. En lugar del ejército de campesinos libres llamados a filas por el rey,
surgió un ejército compuesto por los vasallos de la nueva nobleza. Entre esos
servidores había siervos, descendientes de aquéllos que en otro tiempo no
habían conocido ningún señor sino el rey, y que en una época aún más remota no
conocían a señor ninguno, ni siquiera a un rey. Bajo los sucesores de
Carlomagno, completaron la ruina de los campesinos francos las guerras
intestinas, la debilidad del poder real, las correspondientes usurpaciones de los
magnates -a quienes vinieron a agregarse los condes de las comarcas instituídos
por Carlomagno, que aspiraban a hacer hereditarias sus funciones- y, por último,
las incursiones de los normandos. Cincuenta años después de la muerte de
Carlomagno, yacía el imperio de los francos tan incapaz de resistencia a los pies
de los normandos, como cuatro siglos antes el imperio romano a los pies de los
francos.
Y no sólo había la misma impotencia frente al exterior, sino casi el mismo orden, o
más bien desorden social en el interior. Los campesinos francos libres se vieron
de una situación análoga a la de sus predecesores, los colonos romanos.
Arruinados por las guerras y por los saqueos, habían tenido que colocarse bajo la
protección de la nueva nobleza naciente o de la iglesia, siendo harto débil el
poder real para protegerlos; pero esa protección les costaba cara. Como en otros
tiempos los campesinos galos, tuvieron que transferir la propiedad de sus tierras,
poniéndolas a nombre del señor feudal, su patrono, de quien volvían a recibirlas
en arriendo bajo formas diversas y variables, pero nunca de otro modo sino a
cambio de prestar servicios y de pagar un censo; reducidos a esta forma de
dependencia, perdieron poco a poco su libertad individual, y al cabo de pocas
generaciones, la mayor parte de ellos eran ya siervos. La rapidez con que
desapareció la capa de los campesinos libres la evidencia el libro catastral compuesto por Irminón- de la abadía de Saint-Germain-des-Prés, en otros
tiempos próxima a París y en la actualidad dentro del casco de la ciudad. En los
extensos campos de la abadía, diseminados en el contorno, había entonces, por
los tiempos de Carlomagno, 2.788 hogares, compuestos casi exclusivamente por
francos con apellidos alemanes. Entre ellos contábanse 2.080 colonos, 35
lites[48], 220 esclavos, ¡y nada más que ocho campesinos libres!. La práctica de
clarada impía por el obispo Salviano, y en virtud de la cual el patrón hacía que le
fuera transferida la propiedad de las tierras del campesino y sólo permitía a éste
el usufructo vitalicio de ellas, la empleaba ya entonces de una manera general la
Iglesia con respecto a los campesinos. Las prestaciones personales, que iban
generalizándose cada vez más, habían tenido su modelo tanto en las "angariae"
romanas, cargas en pro del Estado, como en las prestaciones personales
impuestas a los miembros de las marcas germanas para construir puentes y
caminos y para otros trabajos de utilidad común. Así, pues, parecía como si al
cabo de cuatro siglos la masa de la población hubiese vuelto a su punto de
partida.
Pero esto no probaba sino dos cosas: en primer lugar, que la diferenciación social
y la distribución de la propiedad en el imperio romano agonizante habían
correspondido enteramente al grado de producción contemporánea en la
agricultura y la industria, siendo, por consiguiente, inevitables; en segundo lugar,
que el estado de la producción no había experimentado ningún ascenso ni
descenso esenciales en los cuatrocientos años siguientes y, por ello, había
producido necesariamente la misma distribución de la propiedad y las mismas
clases de la población. En los últimos siglos del imperio romano, la ciudad había
perdido su dominio sobre el campo y no lo había recobrado en los primeros
siglos de la dominación germana. Esto presupone un bajo grado de desarrollo de
la agricultura y de la industria. Tal situación general produce por necesidad
grandes terratenientes dotados de poder y pequeños campesinos dependientes.
Las inmensas experiencias hechas por Carlomagno con sus famosas villas
imperiales, desaparecidas sin dejar casi huellas, prueban cuán imposible era
injertar en semejante sociedad la economía latifúndica romana con esclavos o el
nuevo cultivo en gran escala por medio de prestaciones personales. Estas
experiencias sólo las continuaron los conventos, y no fueron productivas más que
para ellosñ pero los conventos eran corporaciones sociales de carácter anormal,
basadas en el celibato. Es cierto que podían realizar cosas excepcionales, pero,
por lo mismo, tenían que seguir siendo excepciones.
Y sin embargo, durante esos cuatrocientos años se habían hecho progresos. Si al
expirar estos cuatro siglos encontramos casi las mismas clases principales que al
principio, el hecho es que los hombres que formaban estas clases habían
cambiado. La antigua esclavitud había desaperecido, y habían desaparecido
también los libres depauperados que menospreciaban el trabajo por estimarlo
una ocupación propia de esclavos. Entre el colono romano y el nuevo siervo
había vivido el libre campesino franco. El "recuerdo inútil y la lucha vana" del
romanismo agonizante estaban muertos y enterrados. Las clases sociales del siglo
IX no se habían formado con la decadencia de una civilización agonizante, sino
entre los dolores de parto de una civilización nueva. La nueva generación, lo
mismo señores que siervos, era una generación de hombres, si se compara con
sus predecesores romanos. Las relaciones entre los poderosos terratenientes y
los campesinos que de ellos dependían, relaciones que habían sido para los
romanos la forma de ruina irremediable del mundo antiguo, fueron para la
generación nueva el punto de partida de un nuevo desarrollo. Y además, por
estériles que parezcan esos cuatrocientos años, no por eso dejaron de producir
un gran resultado: las nacionalidades modernas, la refundición y la diferenciación
de la humanidad en la Europa occidental para la historia futura. Los germanos
habían, en efecto, revivificado a Europa y por eso la destrucción de los Estados
en el período germánico no llevó al avasallamiento por normandos y sarracenos,
sino a la evolución de los beneficios y del patronato (encomienda) hacia el
feudalismo y a un incremento tan intenso de la población, que dos siglos después
pudieron soportarse sin gran daño las fuertes sangrías de las cruzadas.
Pero, ¿qué misterioso sortilegio era el que permitió a los germanos infundir una
fuerza vital nueva a la Europa agonizante?. ¿Era un poder milagroso e innato a la
raza germana, como nos cuentan nuestros historiadores patrioteros?. De ninguna
manera. Los germanos, sobre todo en aquella época, eran una tribu aria muy
favorecida por la naturaleza y en pleno proceso de desarrollo vigoroso. Pero no
son sus cualidades nacionales específicas las que rejuvenecieron a Europa, sino,
sencillamente, su barbarie, su constitución gentilicia.
Su capacidad y su valentía personales, su espíritu de libertad y su instinto
democrático, que veía un asunto propio en los negocios públicos, en una palabra,
todas las cualidades que los romanos habían perdido y únicas capaces de formar,
del cieno del mundo romano, nuevos Estados y nuevas nacionalidades, ¿qué era
sino los rasgos característicos de los bárbaros del estadio superior de la
barbarie, los frutos de su constitución gentilicia?.
Si transformaron la forma antigua de la monogamia, suavizaron la autoridad del
hombre en la familia y dieron a la mujer una situación más elevada de la que
nunca antes había conocido el mundo clásico, ¿qué les hizo capaces de eso sino
su barbarie, sus hábitos de gentiles, las supervivencias, vivas en ellos, de los
tiempos del derecho materno?.
Si -por lo menos en los tres países principales, Alemania, el Norte de Francia e
Inglaterra- salvaron una parte del régimen genuino de la gens, transplantándola
al Estado feudal bajo la forma de marcas, dando así a la oprimida clase de los
campesinos, hasta bajo la más cruel servidumbre de la Edad Media, una cohesión
local y una fuerza de resistencia que no tuvieron a su disposición los esclavos de
la antigüedad y no tiene el proletariado moderno, ¿a qué se debe sino a su
barbarie, a su sistema exclusivamente bárbaro de colonización por gens?.
Y, por último, si desarrollaron y pudieron hacer exclusiva la forma de
servidumbre mitigada que habían empleado ya en su país natal y que fue
sustituyendo cada vez más a la esclavitud en el imperio romano, forma que, como
Fourier ha sido el primero en evidenciarlo, ofrece a los oprimidos medios para
emanciparse gradualmente como clase ("fournit aux cultivateurs des moyens
d'affranchissement collectif et progressif"), superando así con mucho a la
esclavitud, con la cual era sólo posible la manumisión inmediata y sin transiciones
del individuo (la antigüedad no presenta ningún ejemplo de supresión de la
esclavitud por una rebelión victoriosa), al paso que los siervos de la Edad Media
llegaron poco a poco a conseguir su emancipación como clase, ¿a qué se debe
esto sino a su barbarie, gracias a la cual no habían llegado aún a una esclavitud
completa, ni a la antigua esclavitud del trabajo ni a la esclavitud doméstica
oriental?.
Toda la fuerza y la vitalidad que los germanos aportaron al mundo romano, era
barbarie. En efecto, sólo bárbaros eran capaces de rejuvenecer un mundo senil
que sufría una civilización moribunda. Y el estadio superior de la barbarie, al cual
se elevaron y en el cual vivieron los germanos antes de la emigración de los
pueblos, era precisamente el más favorable para ese proceso. Esto lo explica
todo.
NOTAS
[45] Esta cifra la confirma el siguiente pasaje de Diodoro de Sicilia acerca de los
celtas galos: "En la Galia viven numerosos pueblos, desiguales por su fuerza
numérica. Los más grandes, son de unos 200.000 individuos y los pequeños de
50.000" ("Diodorus Siculos", V, 25). O sea, por término medio, 125.000. Algunos
pueblos galos, por efecto de su mayor grado de desarrollo, debieron ser,
indudablemente, más numerosos que los germanos. (Nota de Engels.).
[46] Pobres blancos. (N. de la Red.).
[47] Según el obispo Liutprando de Cremona, en el siglo X y en Verdún, por
consiguiente en el santo imperio alemán, el principal ramo de la industria era la
fabricación de eunucos que se exportaban con gran provecho a España, para los
harenes de los moros. (Nota de Engels).
[48] Categoría social intermedia entre los colonos y los esclavos. (N. de la Red.).
IX. BARBARIE Y CIVILIZACION
Ya hemos seguido el curso de la disolución de la gens en los tres grandes
ejemplos particulares de los griegos, los romanos y los germanos. Para concluir,
investiguemos las condiciones económicas generales que en el estadio superior
de la barbarie minaban ya la organización gentil de la sociedad y la hicieron
desaparecer con la entrada en escena de la civilización. "El Capital" de Marx nos
será tan necesario aquí como el libro de Morgan.
Nacida la gens en el estadio medio y desarrollada en el estadio superior del
salvajismo, según nos lo permiten juzgar los documentos de que disponemos,
alcanzó su época más floreciente en el estadio inferior de la barbarie. Por tanto,
este grado de evolución es el que tomaremos como punto de partida.
Aquí, donde los pieles rojas de América deben servirnos de ejemplo
encontramos completamente desarrollada la constitución gentilicia. Una tribu se
divide en varias gens; por lo común en dos; al aumentar la población, cada una
de estas gens primitivas se segmenta en varias gens hijas, para las cuales la gens
madre aparece como fratria; la tribu misma se subdivide en varias tribus, donde
encontramos, en la mayoría de los casos, las antiguas gens; una confederación,
por lo menos en ciertas ocasiones, enlaza a las tribus emparentadas. Esta sencilla
organización responde por completo a las condiciones sociales que la han
engendrado. No es más que un agrupamiento espontáneo; es apta para allanar
todos los conflictos que pueden nacer en el seno de una sociedad así organizada.
Los conflictos exteriores los resuelve la guerra, que puede aniquilar a la tribu,
pero no avasallarla. La grandeza del régimen de la gens, pero también su
limitación, es que en ella no tienen cabida la dominación ni la servidumbre. En el
interior, no existe aún diferencia entre derechos y deberes; para el indio no
existe el problema de saber si es un derecho o un deber tomar parte en los
negocios sociales, sumarse a una venganza de sangre o aceptar una
compensación; el planteárselo le parecería tan absurdo como preguntarse si
comer, dormir o cazar es un deber o un derecho. Tampoco puede haber allí
división de la tribu o de la gens en clases distintas. Y esto nos conduce al examen
de la base económica de este orden de cosas.
La población está en extremo espaciada, y sólo es densa en el lugar de residencia
de la tribu, alrededor del cual se extiende en vasto círculo el territorio para la
caza; luego viene la zona neutral del bosque protector que la separa de otras
tribus. La división del trabajo es en absoluto espontánea: sólo existe entre los dos
sexos. El hombre va a la guerra, se dedica a la caza y a la pesca, procura las
materias primas para el alimento y produce los objetos necesarios para dicho
propósito. La mujer cuida de la casa, prepara la comida y hace los vestidos; guisa,
hila y cose. Cada uno es el amo en su dominio: el hombre en la selva, la mujer en
la casa. Cada uno es el propietario de los instrumentos que elabora y usa: el
hombre de sus armas, de sus pertrechos de caza y pesca; la mujer, de sus
trebejos caseros. La economía doméstica es comunista, común para varias y a
menudo para muchas familias[49]. Lo que se hace y se utiliza en común es de
propiedad común: la casa, los huertos, las canoas. Aquí, y sólo aquí, es donde
existe realmente "la propiedad fruto del trabajo personal", que los jurisconsultos
y los economistas atribuyen a la sociedad civilizada y que es el último subterfugio
jurídico en el cual se apoya hoy la propiedad capitalista.
Pero no en todas partes se detuvieron los hombres en esta etapa. En Asia
encontraron animales que se dejaron primero domesticar y después criar. Antes
había que ir de caza para apoderarse de la hembra del búfalo salvaje; ahora,
domesticada, esta hembra suministraba cada año una cría y, por añadidura,
leche. Ciertas tribus de las más adelantadas -los arios, los semitas y quizás los
turanios-, hicieron de la domesticación y después de la cría y cuidado del ganado
su principal ocupación. Las tribus de pastores se destacaron del resto de la masa
de los bárbaros. Esta fue la primera gran división social del trabajo. Las tribus
pastoriles, no sólo produjeron muchos más, sino también otros víveres que el
resto de los bárbaros. Tenían sobre ellos la ventaja de poseer más leche,
productos lácteos y carne; además, disponían de pieles, lanas, pelo de cabra, así
como de hilos y tejidos, cuya cantidad aumentaba con la masa de las materias
primas. Así fue posible, por primera vez, establecer un intecambio regular de
productos. En los estadios anteriores no puede haber sino cambios accidentales.
Verdad es que una particular habilidad en la fabricación de las armas y de los
instrumentos puede producir una división transitoria del trabajo. Así, se han
encontrado en muchos sitios restos de talleres, para fabricar instrumentos de
sílice, procedentes de los últimos tiempos de la Edad de Piedra. Los artífices que
ejercitaban en ellos su habilidad debieron de trabajar por cuenta de la
colectividad, como todavía lo hacen los artesanos en las comunidades gentilicias
de la India. En todo caso, en esta fase del desarrollo sólo podía haber cambio en
el seno mismo de la tribu, y aun eso con carácter excepcional. Pero en cuanto las
tribus pastoriles se separaron del resto de los salvajes, encontramos enteramente
formadas las condiciones necesarias para el cambio entre los miembros de tribus
diferentes y para el desarrollo y consolidación del cambio como una institución
regular. Al principio, el cambio se hizo de tribu a tribu, por mediación de los jefes
de las gens; pero cuando los rebaños empezaron poco a poco a ser propiedad
privada, el cambio entre individuos fue predominando más y más y acabó por ser
la forma única. El principal artículo que las tribus de pastores ofrecían en cambio
a sus vecinos era el ganado; éste llegó a ser la mercancía que valoraba a todas las
demás y se aceptaba con mucho gusto en todas partes a cambio de ellas; en una
palabra, el ganado desempeñó las funciones de dinero y sirvió como tal ya en
aquella época. Con esa rapidez y precisión se desarrolló desde el comienzo
mismo del cambio de mercancías la necesidad de una mercancía que sirviese de
dinero.
El cultivo de los huertos, probablemente desconocido para los bárbaros asiáticos
del estadio inferior, apareció entre ellos mucho más tarde, en el estadio medio,
como precursor de la agricultura. El clima de las mesetas turánicas no permite la
vida pastoril sin provisiones de forraje para una larga y rigurosa invernada. Así,
pues, era una condición allí necesaria el cultivo pratense y de cereales. Lo mismo
puede decirse de las estepas situadas al norte del Mar Negro. Pero si al principio
se recolectó el grano para el ganado, no tardó en llegar a ser también un alimento
para el hombre. La tierra cultivada continuó siendo propiedad de la tribu y se
entregaba en usufructo primero a la gens, después a las comunidades de familias
y, por último, a los individuos. Estos debieron de tener ciertos derechos de
posesión, pero nada más.
Entre los descubrimientos industriales de ese estadio, hay dos importantísimos.
El primero es el telar y el segundo, la fundición de minerales y el labrado de los
metales. El cobre, el estaño y el bronce, combinación de los dos primeros, eran
con mucho los más importantes; el bronce suministraba instrumentos y armas,
pero éstos no podían sustituir a los de piedra. Esto sólo le era posible al hierro,
pero aún no se sabía cómo obtenerlo. El oro y la plata comenzaron a emplearse
en alhajas y adornos, y probablemente alcanzaron un valor muy elevado con
relación al cobre y al bronce.
A consecuencia del desarrollo de todos los ramos de la producción - ganadería,
agricultura, oficios manuales domésticos-, la fuerza de trabajo del hombre iba
haciéndose capaz de crear más productos que los necesarios para sus
sostenimento. También aumentó la suma de trabajo que correspondía
diariamente a cada miembro de la gens, de la comunidad doméstica o de la
familia aislada. Era ya conveniente conseguir más fuerza de trabajo, y la guerra la
suministró: los prisioneros fueron transformados en esclavos. Dadas todas las
condiciones históricas de aquel entonces, la primera gran división social del
trabajo, al aumentar la productividad del trabajo, y por consiguiente la riqueza, y
al extender el campo de la actividad productora, tenía que traer consigo
necesariamente la esclavitud. De la primera gran división social del trabajo nació
la primera gran escisión de la sociedad en dos clases: señores y esclavos,
explotadores y explotados.
Nada sabemos hasta ahora acerca de cuándo y cómo pasaron los rebaños de
propiedad común de la tribu o de las gens a ser patrimonio de los distintos
cabezas de familia; pero, en lo esencial, ello debió de acontecer en este estadio.
Y con la aparición de los rebaños y las demás riquezas nuevas, se produjo una
revolución en la familia. La industria había sido siempre asunto del hombre; los
medios necesarios para ella eran producidos por él y propiedad suya. Los
rebaños constituían la nueva industria; su domesticación al principio y su cuidado
después, eran obra del hombre. Por eso el ganado le pertenecía, así como las
mercancías y los esclavos que obtenía a cambio de él. Todo el excedente que
dejaba ahora la producción pertenecía al hombre; la mujer participaba en su
consumo, pero no tenía ninguna participación en su propiedad. El "salvaje",
guerrero y cazador, se había conformado con ocupar en la casa el segundo lugar,
después de la mujer; el pastor, "más dulce", engreído de su riqueza, se puso en
primer lugar y relegó al segundo a la mujer. Y ella no podía quejarse. La división
del trabajo en la familia había sido la base para distribuir la propiedad entre el
hombre y la mujer. Esta división del trabajo en la familia continuaba siendo la
misma, pero ahora trastornaba por completo las relaciones domésticas existentes
por la mera razón de que la división del trabajo fuera de la familia había
cambiado. La misma causa que había asegurado a la mujer su anterior
supremacía en la casa -su ocupación exclusiva en las labores domésticas-,
aseguraba ahora la preponderancia del hombre en el hogar: el trabajo doméstico
de la mujer perdía ahora su importancia comparado con el trabajo productivo del
hombre; este trabajo lo era todo; aquél, un accesorio insignificante. Esto
demuestra ya que la emancipación de la mujer y su igualdad con el hombre son y
seguirán siendo imposibles mientras permanezca excluída del trabajo productivo
social y confinada dentro del trabajo doméstico, que es un trabajo privado. La
emancipación de la mujer no se hace posible sino cuando ésta puede participar
en gran escala, en escala social, en la producción y el trabajo doméstico no le
ocupa sino un tiempo insignificante. Esta condición sólo puede realizarse con la
gran industria moderna, que no solamente permite el trabajo de la mujer en vasta
escala, sino que hasta lo exige y tiende más y más a transformar el trabajo
doméstico privado en una industria pública.
La supremacía efectiva del hombre en la casa había hecho caer los postreros
obstáculos que se oponían a su poder absoluto. Este poder absoluto lo
consolidaron y eternizaron la caída del derecho materno, la introducción del
derecho paterno y el paso gradual del matrimonio sindiásmico a la monogamia.
Pero esto abrió también una brecha en el orden antiguo de la gens; la familia
particular llegó a ser potencia y se alzó amenazadora frente a la gens.
El progreso más inmediato nos conduce al estadio superior de la barbarie,
período en que todos los pueblos civilizados pasan su época heroica: la edad de
la espada de hierro, pero también del arado y del hacha de hierro. Al poner este
metal a su servicio, el hombre se hizo dueño de la última y más importante de las
materias primas que representaron en la historia un papel revolucionario; la
última sin contar la patata. El hierro hizo posible la agricultura en grandes áreas,
el desmonte de las más extensas comarcas selváticas; dio al artesano un
instrumento de una dureza y un filo que ninguna piedra y ningún otro metal de los
conocidos entonces podía tener. Todo esto acaeció poco a poco; el primer hierro
era aún a menudo más blando que el bronce. Por eso el arma de piedra fue
desapareciendo con lentitud; no sólo en el canto de Hildebrando, sino también en
la batalla de Hastings, en 1066, aparecen en el combate las hachas de piedra.
Pero el progreso era ya incontenible, menos intermitente y más rápido. La
ciudad, encerrando dentro de su recinto de murallas, torres y almenas de piedra,
casas también de piedra y de ladrillo, se hizo la residencia central de la tribu o de
la confederación de tribus. Fue esto un progreso considerable en la arquitectura,
pero también una señal de peligro creciente y de necesidad de defensa. La
riqueza aumentaba con rapidez, pero bajo la forma de riqueza individual; el arte
de tejer, el labrado de los metales y otros oficios, cada vez más especializados,
dieron una variedad y una perfección creciente a la producción; la agricultura
empezó a suministrar, además de grano, legumbres y frutas, aceite y vino, cuya
preparación habíase aprendido. Un trabajo tan variado no podía ser ya cumplido
por un solo individuo y se produjo la segunda gran división del trabajo: los oficios
se separaron de la agricultura. El constante crecimiento de la producción, y con
ella de la productividad del trabajo, aumentó el valor de la fuerza de trabajo del
hombre; la esclavitud, aún en estado naciente y esporádico en el anterior estadio,
se convirtió en un elemento esencial del sistema social. Los esclavos dejaron de
ser simples auxiliares y los llevaban por decenas a trabajar en los campos o en
lose talleres. Al escindirse la producción en las dos ramas principales -la
agricultura y los oficios manuales-, nació la producción directa para el cambio, la
producción mercantil, y con ella el comercio, no sólo en el interior y en las
fronteras de la tribu, sino también por mar. Todo esto tenía aún muy poco
desarrollo. Los metales preciosos empezaban a convertirse en la mercancía
moneda, dominante y universal; sin embargo, no se acuñaban ún y sólo se
cambiaban al peso.
La diferencia entre ricos y pobres se sumó a la existente entre libres y esclavos;
de la nueva división del trabajo resultó una nueva escisión de la sociedad de
clases. La desproporción de los distintos cabezas de familia destruyó las antiguas
comunidades comunistas domésticas en todas partes donde se habían mantenido
hasta entonces; con ello se puso fin al trabajo común de la tierra por cuenta de
dichas comunidades. El suelo cultivable se distribuyó entre las familias
particulares; al principio de un modo temporal, y más tarde para siempre; el paso
a la propiedad privada completa se realizó poco a poco, paralelamente al tránsito
del matrimonio sindiásmico, a la monogamia. La familia individual empezó a
convertirse en la unidad económica de la sociedad.
La creciente densidad de la población requirió lazos más estrechos en el interior
y frente al exterior; la confederación de tribus consanguíneas llegó a ser en todas
partes una necesidad, como lo fue muy pronto su fusión y la reunión de los
territorios de las distintas tribus en el territorio común del pueblo. El jefe militar
del pueblo -rex, basileus, thiudans- llegó a ser un funcionario indispensable y
permanente. La asamblea del pueblo se creció allí donde aún no existía. El jefe
militar, el consejo y la asamblea del pueblo constituían los órganos de la
democracia militar salida de la sociedad gentilicia. Y esta democracia era militar
porque la guerra y la organización para la guerra constituían ya funciones
regulares de la vida del pueblo. Los bienes de los vecinos excitaban la codicia de
los pueblos, para quienes la adquisición de riquezas era ya uno de los primeros
fines de la vida. Eran bárbaros: el saqueo les parecía más fácil y hasta más
honroso que el trabajo productivo. La guerra, hecha anteriormente sólo para
vengar la agresión o con el fin de extender un territorio que había llegado a ser
insuficiente, se libraba ahora sin más propósito que el saqueo y se convirtió en
una industria permanente. Por algo se alzaban amenazadoras las murallas
alrededor de las nuevas ciudades fortificadas: sus fosos eran la tumba de la gens
y sus torres alcanzaban ya la civilización. En el interior ocurrió lo mismo. Las
guerras de rapiña aumentaban el poder del jefe militar superior, como el de los
jefes inferiores; la elección habitual de sus sucesores en las mismas familias,
sobre todo desde que se hubo introducido el derecho paterno, paso poco a poco
a ser sucesión hereditaria, tolerada al principio, reclamada después y usurpada
por último; con ello se echaron los cimientos de la monarquía y de la nobleza
hereditaria. Así los organismos de la constitución gentilicia fueron rompiendo con
las raíces que tenían en el pueblo, en la gens, en la fratria y en la tribu, con lo que
todo el régimen gentilicio se transformó en su contrario: de una organización de
tribus para la libre regulación de sus propios asuntos, se trocó en una
organización para saquear y oprimir a los vecinos; con arreglo a esto, sus
organismos dejaron de ser instrumento de la voluntad del pueblo y se
convirtieron en organismos independientes para dominar y oprimir al propio
pueblo. Esto nunca hubiera sido posible si el sórdido afán de riquezas no hubiese
dividido a los miembros de la gens en ricos y pobres, "si la diferencia de bienes
en el seno de una misma gens no hubiese transformado la comunidad de
intereses en antagonismo entre los miembros de la gens" (Marx) y si la extensión
de la esclavitud no hubiese comenzado a hacer considerar el hecho de ganarse la
vida por medio del trabajo como un acto digno tan sólo de un esclavo y más
deshonroso que la rapiña.
***
Henos ya en los umbrales de la civilización, que se inicia por un nuevo progreso
de la división del trabajo. En el estadio más inferior, los hombres no producían
sino directamente para satisfacer sus propias necesidades; los pocos actos de
cambio que se efectuaban eran aislados y sólo tenían por objeto excedentes
obtenidos por casualidad. En el estadio medio de la barbarie, encontramos ya en
los pueblos pastores una propiedad en forma de ganado, que, si los rebaños son
suficientemente grandes, suministra con regularidad un excedente sobre el
consumo propio; al mismo tiempo encontramos una división del trabajo entre los
pueblos pastores y las tribus atrasadas, sin rebaños; y de ahí dos grados de
producción diferentes uno junto a otro y, por tanto, las condiciones para un
cambio regular. El estadio superior de la barbarie introduce una división más
grande aún del trabajo: entre la agricultura y los oficios manuales; de ahí la
producción cada vez mayor de objetos fabricados directamente para el cambio y
la elevación del cambio entre productores individuales a la categoría de
necesidad vital de la sociedad. La civilización consolida y aumenta todas estas
divisiones del trabajo ya existentes, sobre todo acentuando el contraste entre la
ciudad y el campo (lo cual permite a la ciudad dominar económicamente al
campo, como en la antigüedad, o al campo dominar económicamente a la ciudad,
como en la Edad Media), y añade una tercera división del trabajo, propio de ella
y de capital importancia, creando una clase que no se ocupa de la producción,
sino únicamente del cambio de los productos: los mercaderes. Hasta aquí sólo la
producción había determinado los procesos de formación de clases nuevas; las
personas que tomaban parte en ella se dividían en directores y ejecutores o en
productores en grande y en pequeña escala. Ahora aparece por primera vez una
clase que, sin tomar la menor parte en la producción, sabe conquistar su
dirección general y avasallar económicamente a los productores; una clase que
se convierte en el intermediario indispensable entre cada dos productores y los
explota a ambos. So pretexto de desembarazarr a los productores de las fatigas y
los riesgos del cambio, de extender la salida de sus productos hasta los mercados
lejanos y llegar a ser así la clase más útil de la población, se forma una clase de
parásitos, una clase de verdaderos gorrones de la sociedad, que como
compensación por servicios en realidad muy mezquinos se lleva la nata de la
producción patria y extranjera, amasa rápídamente riquezas enormes y adquiere
una influencia social proporcionada a éstas y, por eso mismo, durante el período
de la civilización, va ocupando una posición más y más honorífica y logra un
dominio cada vez mayor sobre la producción, hasta que acaba por dar a luz un
producto propio: las crisis comerciales periódicas.
Verdad es que en el grado de desarrollo que estamos analizando, la naciente
clase de los mercaderes no sospechaba aún las grandes cosas a que estaba
destinada. Pero se formó y se hizo indispensable, y esto fue suficiente. Con ella
apareció el "dinero metálico", la moneda acuñada, nuevo medio para que el no
productor dominara al productor y a su producción. Se había hallado la
mercancía por excelencia, que encierra en estado latente todas las demás, el
medio mágico que puede transformarse a voluntad en todas las cosas deseables y
deseadas. Quien la poseía era dueño del mundo de la producción. ¿Y quién la
poseyó antes que todos? El mercader. En sus manos, el culto del dinero estaba
bien seguro. El mercader se cuidó de esclarecer que todas las mercancías, y con
ellas todos sus productores, debían prosternarse ante el dinero. Probó de una
manera práctica que todas las demás formas de la riqueza no eran sino una
quimera frente a esta encarnación de riqueza como tal. De entonces acá, nunca se
ha manifestado el poder del dinero con tal brutalidad, con semejante violencia
primitiva como en aquel período de su juventud. Después de la compra de
mercancías por dinero, vinieron los préstamos y con ellos el interés y la usura.
Ninguna legislación posterior arroja tan cruel e irremisiblemente al deudor a los
pies del acreedor usurero, como lo hacían las leyes de la antigua Atenas y de la
antigua Roma; y en ambos casos esas leyes nacieron espontáneamente, bajo la
forma de derecho consuetudinario, sin más compulsión que la económica.
Junto a la riqueza en mercancías y en esclavos, junto a la fortuna en dinero,
apareció también la riqueza territorial. El derecho de posesión sobre las parcelas
del suelo, concedido primitivamente a los individuos por la gens o por la tribu, se
había consolidado hasta el punto de que esas parcelas les pertenecían como
bienes hereditarios. Lo que en los últimos tiempos habían reclamado ante todo
era quedar libres de los derechos que tenía sobre esas parcelas la comunidad
gentilicia, derechos que se habían convertido para ellos en una traba. Esa traba
desapareció, pero al poco tiempo desaparecía también la nueva propiedad
territorial. La propiedad plena y libre del suelo no significaba tan sólo facultad de
poseerlo íntegramente, sin restricción alguna, sino que también quería decir
facultad de enajenarlo. Esta facultad no existió mientras el suelo fue propiedad de
la gens. Pero cuando el nuevo propietario suprimió de una manera definitiva las
trabas impuestas por la propiedad suprema de la gens y de la tribu, rompió
también el vínculo que hasta entonces lo unía indisolublemente con el suelo. Lo
que esto significaba se lo enseñó el dinero descubierto al mismo tiempo que
advenía la propiedad privada de la tierra. El suelo podía ahora convertirse en una
mercancía susceptible de ser vendida o pignorada. Apenas se introdujo la
propiedad privada de la tierra, se inventó la hipoteca (véase Atenas). Así como el
heterismo y la prostitución pisan los talones a la monogamia, de igual modo, a
partir de este momento, la hipoteca se aferra a los faldones de la propiedad
inmueble. ¿No quisisteis tener la propiedad del suelo completa, libre,
enajenable? Pues, bien ¡ya la tenéis! <<Tu l'as voulu, George Dandin!>> [50].
Así, junto a la extensión del comercio, junto al dinero y la usura, junto a la
propiedad terrotorial y la hipoteca progresaron rápidamente la concentración y
la centralización de la fortuna en manos de una clase poco numerosa, lo que fue
acompañado del empobrecimiento de las masas y del aumento numérico de los
pobres. La nueva aristocracia de la riqueza, en todas partes donde no coincidió
con la antigua nobleza tribal, acabó por arrinconar a ésta (en Atenas, en Roma y
entre los germanos). Y junto con esa división de los hombres libres en clases con
arreglo a sus bienes, se produjo, sobr todo en Grecia, un enorme
acrecentamiento del número de esclavos [51], cuyo trabajo forzado formaba la
base de todo el edificio social.
Veamos ahora cuál fue la suerte de la gens en el curso de esta revolución social.
Era impotente ante los nuevos elementos que habían crecido sin su concurso. Su
primera condición de existencia era que los miembros de una gens o de una tribu
estuviesen reunidos en el mismo territorio y habitasen en él exclusivamente. Ese
estado de cosas había concluído hacia ya mucho. En todas partes estaban
mezcladas gens y tribus; en todas partes esclavos, clientes y extranjeros vivían
entre los ciudadanos. La vida sedentaria, alcanzada sólo hacia el fin del Estado
medio de la barbarie, veíase alterada con frecuencia por la movilidad y los
cambios de residencia debidos al comercio, a los cambios de ocupación y a las
enajenaciones de la tierra. Los miembros de las uniones gentilicias no podían
reunirse ya para resolver sus propios asuntos comunes; la gens sólo se ocupaba
de cosas de menor importancia, como las fiestas religiosas, y eso a medias. Junto
a las necesidades y los intereses para cuya defensa eran aptas y se habían
formado las uniones gentilicias, la revolución en las relaciones económicas y la
diferenciación social resultante de ésta habían dado origen a nuevas necesidades
y nuevos intereses, que no sólo eran extraños, sino opuestos en todos los sentidos
al antiguo orden gentilicio. Los intereses de los grupos de artesanos nacidos de la
división del trabajo, las necesidades particulares de la ciudad, opuestas a las del
campo, exigían organismos nuevos; pero cada uno de esos grupos se componía
de personas perteneceientes a las gens, fratrias y tribus más diversas, y hasta de
extranjeros. Esos organismos tenían, pues, que formarse necesariamente fuera
del régimen gentilicio, aparte de él y, por tanto, contra él. Y en cada corporación
de gentiles a su vez se dejaba sentir este conflicto de intereses, que alcanzaba su
punto culminante en la reunión de pobres y ricos, de usureros y deudores dentro
de la misma gens y de la misma tribu. A esto añadíase la masa de la nueva
población extraña a las asociaciones gentilicias, que podía llegar a ser una fuerza
en el país, como sucedió en Roma, y que, al mismo tiempo, era harto numerosa
para poder ser admitida gradualmente en las estirpes y tribus consanguíneas. Las
uniones gentilicias figuraban frente a esa masa como corporaciones cerradas,
privilegiadas; la democracia primitiva, espontánea, se había transformado en una
detestable aristocracia. En una palabra, el régimen de la gens, fruto de una
sociedad que no conocía antagonismos interiores, no era adecuado sino para una
sociedad de esta clase. No tenía más medios coercitivos que la opinión pública.
Pero acababa de surgir una sociedad que, en virtud de las condiciones
económicas generales de su existencia, había tenido que dividirse en hombres
libres y en esclavos, en explotadores ricos y en explotados pobres; una sociedad
que no sólo no podía conciliar estos antagonismos, sino que, por el contrario, se
veía obligada a llevarlos a sus límites extremos. Una sociedad de este género no
podía existir sino en medio de una lucha abierta e incesante de estas clases entre
sí o bajo el dominio de un tercer poder que, puesto aparentemente por encima de
las clases en lucha, suprimiera sus conflictos abiertos y no permitiera la lucha de
clases más que en el terreno económico, bajo la forma llamada legal. El régimen
gentilicio era ya algo caduco. Fue destruido por la división del trabajo, que
dividió la sociedad en clases, y remplazado por el Estado.
***
Hemos estudiado ya una por una las tres formas principales en que el Estado se
alza sobre las ruinas de la gens. Atenas presenta la forma más pura y
preponderantemente de los antagonismos de clase que se desarrollaban en el
seno mismo de la sociedad gentilicia. En Roma la sociedad gentilicia se convirtió
en una aristocracia cerrada en medio de una plebe numerosa y mantenida aparte,
sin derechos, pero con deberes; la victoria de la plebe destruyó la antigua
constitución de la gens e instituyó sobre sus ruinas el Estado, donde no tardaron
en confundirse la aristocracia gentilicia y la plebe. Por último, entre los germanos
vencedores del imperio romano el Estado surgió directamente de la conquista de
vastos territorios extranjeros que el régimen gentilicio era impotente para
dominar. Pero como a esa conquista no iba unida una lucha seria con la antigua
población, ni una división más progresiva del trabajo; como el grado de
desarrollo económico de los vencidos y de los vencedores era casi el mismo, y,
por consiguiente, subsistía la antigua base económica de la sociedad, la gens
pudo sostenerse a través de largos siglos, bajo una forma modificada, territorial,
en la constitución de la marca, y hasta rejuvenecerse durante cierto tiempo, bajo
una forma atenuada, en gens nobles y patricias posteriores y hasta en gens
campesinas como en Dithmarschen[52].
Así, pues, el Estado no es de ningún modo un poder impuesto desde fuera de la
sociedad; tampoco es "la realidad de la idea moral", "ni la imagen y la realidad
de la razón", como afirma Hegel. Es más bien un producto de la sociedad cuando
llega a un grado de desarrollo determinado; es la confesión de que esa sociedad
se ha enredado en una irremediable contradicción consigo misma y está dividida
por antagonismos irreconciliables, que es impotente para conjurar. Pero a fin de
que estos antagonismos, estas clases con intereses económicos en pugna no se
devoren a sí mismas y no consuman a la sociedad en una lucha estéril, se hace
necesario un poder situado aparentemente por encima de la sociedad y llamado
a amortiguar el choque, a mantenerlo en los límites del "orden". Y ese poder,
nacido de la sociedad, pero que se pone por encima de ella y se divorcia de ella
más y más, es el Estado.
Frente a la antigua organización gentilicia, el Estado se caracteriza en primer
lugar por la agrupación de sus súbditos según "divisiones territoriales". Las
antiguas asociaciones gentilicias, constituídas y sostenidas por vínculos de
sangre, habían llegado a ser, según lo hemos visto, insuficientes en gran parte,
porque suponían la unión de los asociados con un territorio determinado, lo cual
había dejado de suceder desde largo tiempo atrás. El territorio no se había
movido, pero los hombres sí. Se tomó como punto de partida la división
territorial, y se dejó a los ciudadanos ejercer sus derechos y sus deberes sociales
donde se hubiesen establecido, independientemente de la gens y de la tribu.
Esta organización de los súbditos del Estado conforme al territorio es común a
todos los Estados. Por eso nos parece natural; pero en anteriores capítulos hemos
visto cuán porfiadas y largas luchas fueron menester antes de que en Atenas y en
Roma pudiera sustituir a la antigua organización gentilicia.
El segundo rasgo característico es la institución de una "fuerza pública", que ya
no es el pueblo armado. Esta fuerza pública especial hácese necesaria porque
desde la división de la sociedad en clases es ya imposible una organización
armada espontánea de la población. Los esclavos también formaban parte de la
población; los 90.000 ciudadanos de Atenas sólo constituían una clase
privilegiada, frente a los 365.000 esclavos. El ejército popular de la democracia
ateniense era una fuerza pública aristocrática contra los esclavos, a quienes
mantenía sumisos; mas, para tener a raya a los ciudadanos, se hizo necesaria
también una policía, como hemos dicho anteriormente. Esta fuerza pública existe
en todo Estado; y no está formada sólo por hombres armados, sino también por
aditamentos materiales, las cárceles y las instituciones coercitivas de todo
género, que la sociedad gentilicia no conocía. Puede ser muy poco importante, o
hasta casi nula, en las sociedades donde aún no se han desarrollado los
antagonismos de clase y en territorios lejanos, como sucedió en ciertos lugares y
épocas en los Estados Unidos de América. Pero se fortalece a medida que los
antagonismos de clase se exacerban dentro del Estado y a medida que se hacen
más grandes y más poblados los Estados colindantes. Y si no, examínese nuestra
Europa actual, donde la lucha de clases y la rivalidad en las conquistas han hecho
crecer tanto la fuerza pública, que amenaza con devorar a la sociedad entera y
aun al Estado mismo.
Para sostener en pie esa fuerza pública, se necesitan contribuciones por parte de
los ciudadanos del Estado: los "impuestos". La sociedad gentilicia nunca tuvo idea
de ellos, pero nosotros los conocemos bastante bien. Con los progresos de la
civilización, incluso los impuestos llegan a ser poco; el Estado libra letras sobre el
futuro, contrata empréstitos, contrae "deudas de Estado". También de esto puede
hablarnos, por propia experiencia, la vieja Europa.
Dueños de la fuerza pública y del derecho de recaudar los impuestos, los
funcionarios, como órganos de la sociedad, aparecen ahora situados por encima
de ésta. El respeto que se tributaba libre y voluntariamente a los órganos de la
constitución gentilicia ya no les basta, incluso si pudieran ganarlo; vehículos de
un Poder que se ha hecho extraño a la sociedad, necesitan hacerse respetar por
medio de las leyes de excepción, merced a las cuales gozan de una aureola y de
una inviolabilidad particulares. El más despreciable polizonte del Estado
civilizado tiene más <<autoridad>> que todos los órganos del poder de la
sociedad gentilicia reunidos; pero el príncipe más poderoso, el más grande
hombre público o guerrero de la civilización, puede envidiar al más modesto jefe
gentil el respeto espontáneo y universal que se le profesaba. El uno se movía
dentro de la sociedad; el otro se ve forzado a pretender representar algo que está
fuera y por encima de ella. Como el Estado nació de la necesidad de refrenar los
antagonismos de clase, y como, al mismo tiempo, nació en medio del conflicto de
esas clases, es, por regla general, el Estado de la clase más poderosa, de la clase
económicamente dominante, que, con ayuda de él, se convierte también en la
clase políticamente dominante, adquiriendo con ello nuevos medios para la
represión y la explotación de la clase oprimida. Así, el Estado antiguo era, ante
todo, el Estado de los esclavistas para tener sometidos a los esclavos; el Estado
feudal era el órgano de que se valía la nobleza para tener sujetos a los
campesinos siervos, y el moderno Estado representativo es el instrumento de que
se sirve el capital para explotar el trabajo asalariado. Sin embargo, por
excepción, hay períodos en que las clases en lucha están tan equilibradas, que el
poder del Estado, como mediador aparente, adquiere cierta independencia
momentánea respecto a una y otra. En este caso se halla la monarquía absoluta de
los siglos XVII y XVIII, que mantenía a nivel la balanza entre la nobleza y la
burguesía; y en este caso estuvieron el bonapartismo del Primer Imperio francés
[53], y sobre todo el del Segundo, valiéndose de los proletarios contra la clase
media, y de ésta contra aquéllos. La más reciente producción de esta especie,
donde opresores y oprimidos aparecen igualmente ridículos, es el nuevo imperio
alemán de la nación bismarckiana: aquí se contrapesa a capitalistas y
trabajadores unos con otros, y se les extrae el jugo sin distinción en provecho de
los junkers prusianos de provincias, venidos a menos.
Además, en la mayor parte de los Estados históricos los derechos concedidos a
los ciudadanos se gradúan con arreglo a su fortuna, y con ello se declara
expresamente que el Estado es un organismo para proteger a la clase que posee
contra la desposeída. Así sucedía ya en Atenas y en Roma, donde la clasificación
era por la cuantía de los bienes de fortuna. Lo mismo sucede en el Estado feudal
de la Edad Media, donde el poder político se distribuyó según la propiedad
territorial. Y así lo observamos en el censo electoral de los Estados
representativos modernos. Sin embargo, este reconocimiento político de la
diferencia de fortunas no es nada esencial. Por el contrario, denota un grado
inferior en el desarrollo del Estado. La forma más elevada del Estado, la república
democrática, que en nuestras condiciones sociales modernas se va haciendo una
necesidad cada vez más ineludible, y que es la única forma de Estado bajo la cual
puede darse la batalla última y definitiva entre el proletariado y la burguesía, no
reconoce oficialmente diferencias de fortuna. En ella la riqueza ejerce su poder
indirectamente, pero por ello mismo de un modo más seguro. De una parte, bajo
la forma de corrupción directa de los funcionarios, de lo cual es América un
modelo clásico, y, de otra parte, bajo la forma de alianza entre el gobierno y la
Bolsa. Esta alianza se realiza con tanta mayor facilidad, cuanto más crecen las
deudas del Estado y más van concentrando en sus manos las sociedades por
acciones, no sólo el transporte, sino también la producción misma, haciendo de la
Bolsa su centro. Fuera de América, la nueva república francesa es un patente
ejemplo de ello, y la buena vieja Suiza también ha hecho su aportación en este
terreno. Pero que la república democrática no es imprescindible para esa unión
fraternal entre la Bolsa y el gobierno, lo prueba, además de Inglaterra, el nuevo
imperio alemán, donde no puede decirse a quién ha elevado más arriba el
sufragio universal, si a Bismarck o a Bleichröder. Y, por último, la clase poseedora
impera de un modo directo por medio del sufragio universal. Mientras la clase
oprimida -- en nuestro caso el proletariado-- no está madura para libertarse ella
misma, su mayoría reconoce el orden social de hoy como el único posible, y
políticamente forma la cola de la clase capitalista, su extrema izquierda. Pero a
medida que va madurando para emanciparse ella misma, se constituye como un
partido independiente, elige sus propios representantes y no los de los
capitalistas. El sufragio universal es, de esta suerte, el índice de la madurez de la
clase obrera. No puede llegar ni llegará nunca a más en el Estado actual, pero
esto es bastante. El día en que el termómetro del sufragio universal marque para
los trabajadores el punto de ebullición, ellos sabrán, lo mismo que los
capitalistas, qué deben hacer.
Por tanto, el Estado no ha existido eternamente. Ha habido sociedades que se las
arreglaron sin él, que no tuvieron la menor noción del Estado ni de su poder. Al
llegar a cierta fase del desarrollo económico, que estaba ligada necesariamente a
la división de la sociedad en clases, esta división hizo del Estado una necesidad.
Ahora nos aproximamos con rapidez a una fase de desarrollo de la producción en
que la existencia de estas clases no sólo deja de ser una necesidad, sino que se
convierte positivamente en un obstáculo para la producción. Las clases
desaparecerán de un modo tan inevitable como surgieron en su día. Con la
desaparición de las clases desaparecerá inevitablemente el Estado. La sociedad,
reorganizando de un modo nuevo la producción sobre la base de una asociación
libre de productores iguales, enviará toda la máquina del Estado al lugar que
entonces le ha de corresponder: al museo de antigüedades, junto a la rueca y al
hacha de bronce.
***
Por todo lo que hemos dicho, la civilización es, pues, el estadio de desarrollo de
la sociedad en que la división del trabajo, el cambio entre individuos que de ella
deriva, y la producción mercantil que abarca a una y otro, alcanzan su pleno
desarrollo y ocasionan una revolución en toda la sociedad anterior.
En todos los estadios anteriores de la sociedad, la producción era esencialmente
colectiva y el consumo se efectuaba también bajo un régimen de reparto directo
de los productos, en el seno de pequeñas o grandes colectividades comunistas.
Esa producción colectiva se realizaba dentro de los más estrechos límites, pero
llevaba aparejado el dominio de los productores sobre el proceso de la
producción y sobre su producto. Estos sabían qué era del producto: lo
consumían, no salía de sus manos. Y mientras la producción se efectuó sobre esta
base, no pudo sobreponerse a los productores, ni hacer surgir frente a ellos el
espectro de poderes extraños, cual sucede regular e inevitablemente en la
civilización.
Pero en este modo de producir se introdujo lentamente la división del trabajo, la
cual minó la comunidad de producción y de apropiación, erigió en regla
predominante la apropiación individual, y de ese modo creó el cambio entre
individuos (ya examinamos anteriormente cómo). Poco a poco, la producción
mercantil se hizo la forma dominante.
Con la producción mercantil, producción no ya para el consumo personal, sino
para el cambio, los productos pasan necesariamente de unas manos a otras. El
productor se separa de su producto en el cambio, y ya no sabe qué se hace de él.
Tan pronto como el dinero, y con él el mercader, interviene como intermediario
entre los productores, se complica más el sistema de cambio y se vuelve todavía
más incierto el destino final de los productos. Los mercaderes son muchos y
ninguno de ellos sabe lo que hacen los demás. Ahora las mercancías no sólo van
de mano en mano, sino de mercado en mercado; los productores han dejado ya
de ser dueños de la producción total de las condiciones de su propia vida, y los
comerciantes tampoco han llegado a serlo. Los productos y la producción están
entregados al azar.
Pero el azar no es más que uno de los polos de una 
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