Constructores de Otredad Tristes trópicos C. Lévi-Strauss Capítulo XXIX: “Hombres, mujeres, jefes.”1 [...] Muchas veces he hecho alusión a las mujeres del jefe. La poligamia, que es prácticamente su privilegio, constituye la compensación moral y sentimental de sus pesadas obligaciones, al mismo tiempo que le proporciona un medio para cumplirlas. Salvo raras excepciones, sólo el jefe y el brujo (cuando estas funciones se reparten entre dos individuos) pueden tener varias mujeres. Pero aquí se trata de un tipo de poligamia bastante especial. En lugar de un matrimonio plural en el sentido propio del término, se tiene más bien un matrimonio monogámico al que se agregan relaciones de naturaleza diferente. La primera mujer desempeña el papel habitual de la mujer monógama en los matrimonios ordinarios. Se conforma a los usos de la división del trabajo entre los sexos, cuida los niños, se ocupa de la cocina y recoge los productos salvajes. Las uniones posteriores, si bien son reconocidas como matrimonios, son de otro orden. Las mujeres secundarias pertenecen a una generación más joven. La primera mujer les llama “hijas” o “sobrinas”. Además, no obedecen a las reglas de división sexual del trabajo sino que participan indistintamente de las ocupaciones masculinas o femeninas. En el campo, desdeñan los trabajos domésticos y permanecen ociosas, ya jugando con los niños, que de hecho son de su generación, ya acariciando a su marido; mientras tanto la primera mujer se afana alrededor del hogar y la cocina. Pero cuando el jefe parte en expedición de caza o de exploración –o a cualquier otra empresa masculina–, sus mujeres secundarias lo acompañan y le prestan asistencia física y moral. Esas muchachas con aspecto de jovencitas, elegidas entre las más bonitas y sanas del grupo, son para el jefe, amantes más que esposas. Vive con ella en una camaradería amorosa que presenta un notable contraste con la atmósfera conyugal de la primer unión. Los hombres y las mujeres no se bañan al mismo tiempo, pero a menudo se ve al marido y sus mujeres poligámicas 1 tomar un baño juntos, pretexto para grandes batallas acuáticas, pruebas e innumerables gracias. A la noche, juega con ellas, ya sea amorosamente –revolcándose en la arena, abrazados de a dos, tres o cuatro– ya de manera pueril –por ejemplo, el jefe wakletoçu y sus dos mujeres más jóvenes, extendidos sobre la espalda, formando sobre el suelo una estrella de tres puntas, levantan sus pies en el aire y los hacen chocar mutuamente, planta contra planta, a un ritmo regular. La unión poligámica se presenta, de esa manera, como superposición de una forma pluralista de camaradería amorosa y del matrimonio monogámico; al mismo tiempo, es un atributo del mando, dotado de un valor funcional, tanto desde el punto de vista económico como psicológico. Las mujeres viven habitualmente en muy buena relación, y aunque la suerte de la primera parezca a veces ingrata (trabaja mientras oye a su lado las carcajadas de su marido y de sus pequeñas amantes, y hasta asiste a los más tiernos retozos) no manifiesta mal humor. Esta distribución de los papeles no es, en efecto, ni inmutable ni rigurosa, y a veces, aunque con menos frecuencias, el marido y su primera mujer también juegan; ella no está de ninguna manera excluida de la vida alegre. Además, su menor participación en las relaciones de camaradería amorosa está compensada por una mayor respetabilidad y cierta autoridad sobre sus jóvenes compañeras. Este sistema implica graves consecuencias para la vida del grupo. Al retirar periódicamente jóvenes mujeres del ciclo regular de los matrimonios, el jefe provoca un desequilibrio entre el número de muchachos y muchachas en edad matrimonial. Los hombres jóvenes son las víctimas principales de esta situación y se ven condenados a permanecer solteros durante muchos años, o a desposar viudas o mujeres viejas repudiadas por sus maridos. Los nambiquara resuelven entonces el problema de otra manera: mediante En: Tristes trópicos. EUDEBA, Buenos Aires, 1976. pp. 310-312. 81 Capítulo 2. La construcción del otro por la diversidad las relaciones homosexuales, que llaman poéticamente tamindige kihandige, es decir, “el amor mentira”. Esas relaciones son frecuentes entre los jóvenes y se desarrollan con una publicidad mucho mayor que las relaciones normales. Los participantes no se retiran al matorral como los adultos del sexo opuesto. Se instalan cerca de una de las fogatas del campamento bajo la mirada divertida de los vecinos. El incidente da lugar a bromas, generalmente discretas. Esas relaciones son consideradas infantiles y casi no se les presta atención. Queda por saber si esos ejercicios van hasta la satisfacción completa o si se limitan a efusividades sentimentales acompañadas de juegos eróticos, tales como los que caracterizan, en amplia medida, las relaciones entre cónyuges. Las relaciones homosexuales sólo son permitidas entre adolescentes que se encuentran en la relación de primos cruzados, es decir en las que uno de ellos está normalmente destinado a ser el esposo de la hermana del otro, a la que, por lo tanto, el hermano sirve provisionalmente de sustituto. Cuando uno pregunta a un indígena acerca de los contactos de ese tipo; la respuesta es siempre la misma: “Son primos (o cuñados) que se hacen el amor”. En la edad adulta, los cuñados siguen manifestando una gran libertad. No es raro ver dos o tres hombres, casados y padres de familia, paseándose por la noche, tiernamente abrazados. Sea lo que fuere con respecto a estas soluciones de reemplazo, el privilegio poligámico que los hace necesarios representa una concesión importante que el grupo hace a su jefe. ¿Qué significación tiene para este último? El acceso a jóvenes y lindas muchachas le ocasiona una satisfacción no tanto física (por razones ya expuestas) como sentimental. Sobre todo, el matrimonio poligámico y sus atributos específicos constituyen el medio puesto por el grupo a disposición del jefe para ayudarlo a cumplir sus deberes. Si estuviera solo, difícilmente podría hacer más que los otros. Sus mujeres secundarias, liberadas de los servicios propios de su sexo por status particular, le prestan asistencia y lo confortan. Ellas son la recompensa del poder y al mismo tiempo su instrumento [...]. Capítulo XXXVIII: “Un vasito de ron”2 [...] Ninguna sociedad es perfecta. Todas implican por naturaleza una impureza incompatible con las normas que proclaman y que se traduce concretamente por cierta dosis de injusticia, de insensibilidad, de crueldad. ¿Cómo evaluar esta dosis? La investigación etnográfica lo consigue. Pues si es cierto que la comparación de un pe2 82 En: Tristes trópicos. op.cit. 388-390. queño número de sociedades las hace aparecer muy distintas entre sí, esas diferencias se atenúan cuando el campo de investigación se amplía. Se descubre entonces que ninguna sociedad es profundamente buena; pero ninguna es absolutamente mala; todas ofrecen ciertas ventajas a sus miembros, teniendo en cuenta un residuo de iniquidad cuya importancia aparece más o menos constante y que quizás corresponde a una inercia específica que se opone, en el plano de la vida social, a los esfuerzos de organización. Esta frase sorprenderá al amante de los relatos de viajes que se emociona frente al recuerdo de las costumbres “bárbaras” de tal o cual población. Sin embargo, esas reacciones a flor de piel no resisten a una apreciación correcta de los hechos y su reubicación en una perspectiva ampliada. Tomemos el caso de la antropofagia, que de todas las prácticas salvajes es la que nos inspira más horror y desagrado. Se deberá, en primer lugar, disociar las formas propiamente alimentarias, es decir, aquellas donde el apetito de carne humana se explica por la carencia de otro alimento animal como ocurría en ciertas islas polinesias. Ninguna sociedad está moralmente protegida de tales crisis de hambre; el hambre puede llevar a los hombres a comer cualquier cosa: el ejemplo reciente de los campos de exterminación lo prueba. Quedan entonces las formas de antropofagia que se pueden llamar positivas, las que dependen de causas místicas, mágicas o religiosas. Por ejemplo, la ingestión de una partícula del cuerpo de un ascendiente o de un fragmento de un cadáver enemigo para permitir la incorporación de sus virtudes o la neutralización de su poder. Al margen de que tales ritos se cumplen por lo general de manera muy discreta –con pequeñas cantidades de materia orgánica pulverizada o mezclada con otros alimentos–, se reconocerá, aun cuando revistan formas más francas, que la condenación moral de tales costumbres implica una creencia en la resurrección corporal –que será comprometida por la destrucción material del cadáver– o la afirmación de un lago entre el alma y el cuerpo con su correspondiente dualismo. Se trata de convicciones que son de la misma naturaleza que aquéllas en nombre de las cuales se practica la consumación ritual, y que no tenemos razones para preferir. Tanto más cuanto que el desapego por la memoria del difunto, que podemos reprochar al canibalismo, no es ciertamente mayor –bien al contrario– que el que nosotros toleramos en los anfiteatros de disección. Pero sobretodo, debemos persuadirnos de que si un observador de una sociedad diferente considerara ciertos Constructores de Otredad usos que nos son propios, se le aparecerían con la misma naturaleza que esa antropofagia que nos parece extraña a la noción de civilización. Pienso en nuestras costumbres judiciales y penitenciarias. Estudiándolas desde afuera, uno se siente tentado a oponer dos tipos de sociedades: las que practican la antropofagia, es decir, que ven en la absorción de ciertos individuos poseedores de fuerzas temibles el único medio de neutralizarlas y aún de aprovecharlas, y las que, como la nuestra, adoptan lo que se podría llamar antropoemía (del griego emein, “vomitar”). Ubicadas ante el mismo problema ha elegido la solución inversa que consiste en expulsar a esos seres temibles fuera del cuerpo social manteniéndolos temporaria o definitivamente aislados, sin contacto con la humanidad, en establecimientos destinados a ese uso. Esta costumbre inspiraría profundo horror a la mayor parte de las sociedades que llamamos primitivas; nos verían con la misma barbarie que nosotros estaríamos tentados de imputarles en razón de sus costumbres simétricas. Sociedades que nos parecen feroces desde ciertos puntos de vista pueden ser humanas y benevolentes cuando se la encara desde otros aspecto. Consideremos a los indios de las llanuras de América del Norte, que aquí son doblemente significativos, pues han practicado ciertas formas moderadas de antropofagia y que además ofrecen uno de esos pocos ejemplos de pueblos primitivos dotados de policía organizada. Esta policía (que también era un cuerpo de justicia) jamás hubiera concebido que el castigo del culpable debiera traducirse por una ruptura de los lazos sociales. Si un indígena contravenía las leyes de la tribu, era castigado mediante la destrucción de todos sus bienes –carpa y caballos-. Pero al mismo tiempo, la policía contraía una deuda con respecto a él; tenía que organizar la reparación colectiva del daño del cual, por su castigo, el culpable había sido víctima. Esta reparación hacía de este último deudor del grupo, al cual él debía demostrar su reconocimiento por medio de regalos que la colectividad íntegra –y la policía misma– le ayudaban a reunir, lo cual invertía nuevamente en relaciones; y así sucesivamente hasta que, al término de una serie de regalos y contrarregalos, el desorden anterior fuera progresivamente amortiguado y el orden inicial restablecido. No sólo esos usos son más humanos que los nuestros, sino que son más coherentes, aun si se formulan los problemas en términos de nuestra moderna psicología: en una buena lógica la “infantilización” del culpable, que la noción de castigo implica, exige que se le reconozca un derecho correlativo de gratificación, sin la cual el primer trámite pierde su eficacia, si es que no trae resultados inversos a los que se esperaban. Nuestro modo de actuar es el colmo de lo absurdo: tratamos al culpable simultáneamente como a un niño, para autorizarnos su castigo, y como a un adulto, para negarle consuelo; y creemos haber cumplido un gran progreso espiritual porque, en vez de consumir a algunos de nuestros semejantes, preferimos mutilarlos física y moralmente. 83