La sangrienta mañana de la Santa Ana Eran la 5:15 a.m. del 26 de julio de 1953, madrugada calurosa en Santiago de Cuba, ciudad que ese día despertó de una manera diferente. Atrás habían quedado los acordes de la rumba carnavalesca, para ser sustituida por la música inusual de las balas. Un grupo de jóvenes rebeldes iniciaban así el asalto al cuartel Moncada. Uno a uno, con exactitud de minutos y segundos previstos de antemano, fueron cayendo los edificios que rodean el campamento. Abel Santamaría, con 21 hombres, había ocupado el Hospital Civil; iban también con él para atender a los heridos el médico Mario Muñoz, Haydee Santamaría y Melba Hernández. Raúl Castro, con 10 hombres, ocupó el Palacio de Justicia; y Fidel atacó el campamento con el resto, 95 hombres. Fue precisamente en la posta tres donde se inició el combate, al encontrarse el automóvil donde iba Fidel con una patrulla de recorrido exterior armada de ametralladoras. Vestidos con uniformes similares al ejército y grados de sargento, 8 asaltantes lograron tomar la posta número tres luego de desarmar a dos soldados, pero un sargento se resistió y pudo tocar el timbre de alarma. El grupo de reserva, que tenía casi todas las armas largas, pues las cortas iban a la vanguardia, tomó por una calle equivocada y se desvió por completo dentro de una ciudad que no conocían. Debido a esto el apoyo nunca llegó en el momento preciso. Con admirable precisión, coordinación y absoluto secreto se planificó esta acción de manera simultánea con el asalto al cuartel Carlos Manuel de Céspedes en la oriental ciudad de Bayamo. Pero el factor sorpresa aniquiló las esperanzas de un triunfo, y abrió un sangriento camino en la mañana de la Santa Ana. El plan concebía, además, cortar la línea de ferrocarril para evitar la entrada de refuerzos y armas a la ciudad, así como destruir el puente sobre el río Cauto, al norte de Bayamo, a unos 200 kilómetros de Santiago de Cuba. De esa forma quedaría cortada toda ayuda desde el fuerte regimiento militar de la ciudad de Holguín, a unos 134 kilómetros de la ciudad capital. Al considerar Fidel las causas del fracaso táctico, aparte del lamentable error mencionado anteriormente, estimó que fue una falta dividir la unidad de comandos que se entrenó cuidadosamente. El choque con la patrulla (totalmente casual, pues 20 segundos antes o 20 segundos después no habría estado en ese punto) dio tiempo a que se movilizara el campamento, que de otro modo habría caído en manos de los asaltantes sin disparar un tiro, pues ya la posta estaba en poder de ellos, aclara el líder de la Revolución Cubana en el libro “Cien Horas con Fidel”. Por otra parte, agrega en su relato, que salvo los fusiles calibre 22 que estaban bien provistos, el parque de ellos era escasísimo. De haber tenido granadas de mano, los militares no hubieran podido resistir 15 minutos. En combate desigual, los revolucionarios resistieron hasta pasadas las 8:00 a.m., cuando Fidel convencido de que todos los esfuerzos eran ya inútiles para tomar la fortaleza, comenzó a retirar a los hombres en grupos de 8 y de 10. La retirada fue protegida por seis francotiradores que, al mando de Pedro Miret y de Fidel Labrador, le bloquearon heroicamente el paso al Ejército. Las pérdidas en combate dentro de estos combatientes fueron insignificantes. El grupo del Hospital Civil no tuvo más que una baja; el resto fue copado al situarse las tropas del Ejército frente a la única salida del edificio, y solo depusieron las armas cuando no les quedaba una bala. Nuestros planes, aclara Fidel en diálogo con el periodista Ignacio Ramonet, era proseguir la lucha en las montañas, en caso de fracasar el ataque al regimiento. A pesar de reunir nuevamente en Siboney a la tercera parte de las fuerzas; muchos combatientes estaban desalentados. Unos 20 decidieron presentarse, agrega Fidel; el resto, 18 hombres, con las armas y el parque que quedaban, me siguieron a las montañas. Durante una semana ocupamos la parte alta de la cordillera de la Gran Piedra y el Ejército ocupó la base. Ni nosotros podíamos bajar ni ellos se decidieron a subir. No fueron, pues, las armas; fueron el hambre y la sed quienes vencieron la última resistencia, sentenció Fidel durante su conversación con Ramonet. Cuando solo quedaban con Fidel dos compañeros: José Suárez y Oscar Alcalde, totalmente extenuados, al amanecer del sábado 1 de agosto, una fuerza del mando del teniente Sarría los sorprendió durmiendo. Para entonces ya la matanza de prisioneros había cesado por la tremenda reacción que provocó en la ciudadanía este cobarde proceder del gobierno batistiano. Del baño de sangre se salvaron unos 50 que quedaron libres y 30 condenados a prisión, entre ellos Fidel Castro, Haydee Santamaría y Melba Hernández. La orden emitida por el alto mando militar fue matar diez prisioneros por cada soldado muerto. El 95 por ciento de las pérdidas dentro de los jóvenes asaltantes fue producto de la crueldad de las torturas, y a los asesinatos a sangre fría y a traición en el momento en que eran apresados. Todo esto fue demostrado por el abogado Fidel Castro durante su autodefensa en el juicio de la causa número 37. En su alegato conocido por La historia me absolverá, Fidel al referirse a la acción del Moncada describió: “los muros se salpicaron de sangre; en las paredes las balas quedaron incrustadas con fragmentos de piel, sesos y cabellos humanos, chamusqueados por los disparos a boca de jarro, y el césped se cubrió de oscura y pegajosa sangre. Las manos criminales que rigen los destinos de Cuba habían escrito para los prisioneros a la entrada de aquel antro de muerte, la inscripción del infierno: "Dejad toda esperanza." Fuentes: Ramonet, Ignacio. “Cien Horas con Fidel”. Capítulos 5 y 6. Tercera edición. Castro, Fidel. “La Historia me Absolverá”. Trabajos especiales publicados por la Agencia Prensa Latina sobre el asalto al cuartel Moncada.