INTRODUCCIÓN habitualmente como “singulares” a aquellos ejemplares de árboles o grandes arbustos que resaltan sobre el resto de los de su especie, como resultado de su extraordinaria longevidad o dimensiones, su forma excepcional, o, en su caso, por ejemplificar una determinada simbología cultural, social o histórica. En las culturas atlánticas y del centro y norte de Europa, el factor cultural alcanza especial relieve, al identificarse a menudo a determinados especímenes arbóreos con hechos históricos relevantes, hasta el punto de que tales árboles llegan a constituir el símbolo de una sociedad, como ocurre en Euskadi con el conocido “árbol de Gernika”. Las culturas mediterráneas no suelen mostrar ejemplos tan patentes de singularidad sociocultural asociada a especímenes concretos de árboles, y a menudo el concepto de árbol singular se restringe casi por completo al de “árbol monumental”, es decir, a los pies arbóreos de mayor talla dentro de cada especie. Lejos de lo que pueda imaginarse, los árboles monumentales no son tan fáciles de ver en nuestro medio natural; por el contrario, la mayoría de estos ejemplares están claramente ligados a actividades humanas presentes o pasadas, y sus dimensiones son el resultado de haber crecido durante décadas o siglos en un ambiente de falta de competencia intra e interespecífica, al tiempo que han sido especialmente beneficiados de prácticas como el abonado, las podas de formación, etc. Es por ello que la gran mayoría de nuestros árboles monumentales se distribuyen en tres tipos de enclaves antrópicos bien definidos: 1) árboles de ermitas y plazas de pueblo –en especial olmos, que sustituían en las regiones secas a los Populus (chopos y álamos) o “árboles del pueblo” cuyas plantaciones fomentó la civilización romana–; muchos de estos árboles han desaparecido en las dos últimas décadas como resultado del avance de la grafiosis, enfermedad que ataca especialmente al olmo menor (Ulmus minor); 2) árboles agrarios y de era, situados en las inmediaciones de masías, a los que se podaba para obtener portes abiertos, que proyectaran gran superficie de sombra para resguardar a los agricultores y las caballerías, o en su caso para D ENOMINAMOS 61 favorecer la producción de fruto; y 3) árboles de descansadero o cruce de vías pecuarias, situados a menudo junto a fuentes, abrevaderos o apriscos de las principales rutas de transhumancia. Muchos de los árboles monumentales actualmente localizados en el seno de zonas forestales de la Comunidad Valenciana pertenecen al último tipo, estando claramente ligados a azagadores y cañadas ganaderas; el hecho de que hoy en día se encuentren integrados en la vegetación arbórea se debe, en la mayoría de ocasiones, al desarrollo posterior de los hábitats periféricos, que han recolonizado zonas otrora desnudas de arbolado; no se trata por tanto, salvo raras excepciones, de residuos o testigos vivientes de antiguos bosques formados por árboles de grandes dimensiones. Existe, no obstante, una cierta cantidad de los llamados “árboles padre”, ejemplares nacidos y crecidos en los montes sin intervención ni favores especiales de la actividad humana, que en muchos casos parecen corresponder a supervivientes de uno o varios incendios sucesivos, habiendo alcanzado tallas tan elevadas que resulta difícil que sean alcanzados por las llamas en fuegos posteriores” siempre que éstos no posean excesiva intensidad (obs. pers.). Aunque no existen censos precisos, y si excluimos los grandes árboles que forman parte de jardines urbanos públicos y privados, podemos indicar que la Comunidad Valenciana posee un patrimonio no inferior a 500 ejemplares de árboles calificables como monumentales, atendiendo a los límites de envergaduras y edades habitualmente considerados por los especialistas en estas materias (v. A.E.P.J.P., 1999; Cardells & Salvador, 2000); no pocos de ellos son especies agrarias como olivos o algarrobos, excluidos del ámbito de esta disertación. En todo caso, si retrocedemos en el tiempo, la información se diluye extraordinariamente, con la única salvedad de las excelentes descripciones biogeográficas de los ilustrados que nacieron o vivieron en tierras valencianas, o que las visitaron como parte de su actividad profesional. FUENTES DE ESTUDIO La Ilustración constituyó una corriente de pensamiento cuya expresión más patente se desarrolló desde mediados del siglo XVIII hasta la primera mitad del XIX. Este período se caracterizó en la Comunidad Valenciana por una rápida sucesión de cambios paisajísticos ligados a la degradación cualitativa y cuantitativa de la cubierta vegetal autóctona, incidiendo muy especialmente en las especies arbóreas, que vieron desplazados sus dominios a favor de la agricultura que ahora llamamos marginal, habitualmente practicada en bancales en secano (E. Laguna, 1997). El paisaje del territorio valenciano, y en particular su riqueza forestal y las interrelaciones entre la sociedad de la época ilustrada y los montes, fueron descritos por nuestros más importantes biogeógrafos de la época, entre los que destaca con especial relieve la figura de Antonio José de Cavanilles, nacido en Valencia en 1745 y fallecido en Madrid en 1804. El abad Cavanilles, de vuelta a 62 España tras una dilatada estancia en Francia, en la que contactó con las más relevantes figuras de la Ilustración y se inició en el estudio de la Botánica, recorre por orden de Carlos IV los montes, campos, ciudades y pueblos valencianos entre 1791 y 1793 –v. López Piñero & Navarro (1995), Mateu (1986, 1995), Rosselló (1987)–, plasmando sus impresiones en un diario inédito; un extracto de sus numerosas anotaciones y dibujos de campo verá la luz a través de la más conocida e inmortal de sus obras, las Observaciones sobre la Historia Natural, Geografía, Agricultura, Población y Frutos del Reyno de Valencia (Cavanilles, 1795-1797), editado por la Imprenta Real. Algunos años antes, hacia 1781 y 1782, Pedro de Villanueva había realizado el primer censo forestal de los montes valencianos, indicando el número de pies arbóreos que poseía cada término municipal de la época (v. De la Croix, 1801; Currás, 2001; Reyna & Fernández Guijarro, 2001); no se trataba de un estudio guiado por el interés botánico, sino de un censo detallado del arbolado valenciano, con el fin de que el Estado, y en especial la Marina, pudieran acometer las cortas de madera necesarias para mantener la costosa y maltrecha flota de guerra española (v. Aranda, 1990, 1992), así como para planificar y llevar a cabo políticas de plantación obligatoria de árboles a las que se sometía a los agricultores de las poblaciones cercanas a la costa o a los ríos que más tarde servirían para transportar los troncos. Poco después de las Observaciones de Cavanilles, verá la luz la memoria Los Montes del Reyno de Valencia de Joaquín De la Croix y Vidal, premiada en Junta Pública de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Valencia el 9 de diciembre de 1800, y editada en 1801 (v. De la Croix, 1801; Cardells, 2001); De la Croix –o simplemente Delacroix, como lo citan algunos autores– dibuja con extrema precisión el proceso de deterioro al que habían llegado los montes valencianos y apunta numerosas soluciones que aún hoy en día están en muchos casos por abordar (Currás, op. cit.; Cardells, op. cit.). Por aquella misma época iniciará también su andadura botánica uno de los más importantes naturalistas españoles del XIX, Simón de Rojas Clemente y Rubio, natural de Titaguas, que dejó en varios de sus artículos y libros excelentes descripciones biogeográficas del Alto Turia valenciano del primer cuarto de aquel siglo, y en especial en la inédita “Historia civil, natural y eclesiástica de Titaguas” (v. Martín Polo & Tello, 2000). El segundo cuarto de la centuria, en medio de un marcado ambiente de represión política y oscurantismo cultural, apenas si pueden encontrarse referencias escritas que permitan seguir las pistas de la evolución de los montes, aunque algunos trabajos enciclopédicos como el Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España de Pascual Madoz aportan datos sustanciales (v. Madoz, 1845-1850); sin embargo, los cambios del paisaje y sus consecuencias, en especial a partir del vasto proceso deforestador que acompañó a las desamortizaciones de tierras del Estado y de la Iglesia, en parte propiciadas por el propio Madoz, serán reflejados más tarde en dos obras cruciales, fruto de dos de los más insignes componentes de las primeras promociones de la ingeniería 63 forestal en España (v. Casals, 1996): la Memoria sobre la Inundación del Júcar en 1864, presentada al Ministerio de Fomento por Miguel Bosch y Juliá, e impresa en 1866 (v. Bosch, 1866; González Escrig, 2002), y los Resúmenes de los trabajos verificados por la Comisión de la Flora Forestal Española de Máximo Laguna, publicados en varios tomos (v. M. Laguna, 1868 y 1870; Gómez Mendoza, 1995), antecedente de la conocida obra enciclopédica Flora Forestal Española (v. M. Laguna & De Ávila, 1883-1890; González Escrig, 2002; González Escrig & Fernández Ruiz, 1997). Junto a todas las obras anteriores, debe destacarse la existencia de una larga lista de aproximaciones más puntuales a la descripción geográfica y naturalística de las tierras valencianas que pasa por nombres destacados de la época ilustrada y su prolongación durante el siglo XIX, desde Antonio Ponz hasta Francisco Mira, u obras como el célebre Diccionario de Bergnes (1831-1834). ESTADO DEL TERRITORIO VALENCIANO EN LA ÉPOCA ILUSTRADA Las obras precitadas, muy especialmente la de Cavanilles y en menor escala territorial las de Bosch y Clemente, permiten dibujar con una buena aproximación el estado de los montes valencianos por aquellos tiempos. Sometidos durante siglos al efecto implacable de las guerras, el fuego, la roturación y el sobrepastoreo, habían gozado de un período de resurgimiento durante buena parte del siglo XVII, debido al abandono de amplias zonas rurales como resultado de la expulsión de los moriscos; las cartas pueblas de repoblación favorecieron la colonización de gentes de territorios más norteños, provinientes de climas más lluviosos, y acostumbrados por tanto al uso del fuego para generar nuevos pastizales, al pastoreo intensivo y a la extracción de la madera sin excesivos riesgos de sobreexplotación o erosión en sus regiones de origen; en consecuencia, se tendió sin duda a la aplicación de prácticas tradicionales compatibles con los parámetros ambientales de sus zonas de origen, pero insostenibles para los montes mediterráneos de inviernos secos como los del área valenciana. Aragoneses, catalanes y mallorquines constituyeron el grueso de esta población, implantada de modo desigual, hasta el punto de que, como se ha transmitido hasta la actualidad, algunos territorios de las zonas interiores más montañosas apenas si llegaron nunca a ser colonizados, permitiendo el desarrollo de importantes masas forestales; por el contrario, el resto del territorio quedó sometido a prácticas incompatibles con la conservación a largo plazo de la vegetación, extendiéndose por muchos de los montes valencianos la costumbre de la roturación para el cultivo del cereal, a la que sucedía en pocos años el abandono del cultivo, una vez agotados los nutrientes superficiales del suelo (v. Cavanilles, op. cit.; Urteaga, 1984 y 1987); se alcanza así un estado que desde Cavanilles hasta Bosch y Juliá fue sistemáticamente tachado de “lamentable”, y que de hecho venía a culminar un largo proceso ya denunciado con antelación por otros ilustrados a escala nacional –Bernardo Ward, 64 Antonio Ponz, Mariano Lagasca, Melchor Gaspar de Jovellanos, José María Nieva, etc.–. En apenas un siglo, un importante porcentaje del territorio forestal valenciano quedó transformado en áreas abancaladas de agricultura de montaña, o deforestado hasta su reducción al estado de suelo mineral. La degradación de los montes alcanzó tal intensidad que la necesidad de su férrea defensa y restauración constituyó una filosofía ampliamente extendida y sistemáticamente promovida por las Sociedades Económicas de Amigos del País (v. Nieva, 1865). La mayoría de masas forestales bien desarrolladas descritas por Cavanilles parecen conservarse en la actualidad en un estado parecido, sin merma de haber sufrido, en muchos casos, uno o más incendios catastróficos de grandes dimensiones en los últimos dos siglos. Estas zonas coinciden en gran medida con las de mayor número de árboles atendiendo a los censos de Pedro de Villanueva. Sin embargo, la comparación con los datos actuales ha demostrado un descenso de pies mayores de las principales especies de quercíneas –carrascas, quejigos, melojos y alcornoques–, al tiempo que, globalmente, se ha multiplicado por 4 el número de pies arbóreos, siendo especialmente patente este incremento en las especies del género Pinus (v. C.A.M.A., 1996; Reyna & Fernández Guijarro, 1998 y 2001; Currás, 2001). Son pocos los casos en que Villanueva o Cavanilles dan datos de zonas forestales más arboladas que en la actualidad –p.ej., el término de Llíria y su entorno–; a lo sumo da la impresión de que los bosques de ribera eran mucho más abundantes y continuos que los presentes, aunque en paralelo soportaban a menudo una intensa agricultura de terraza fluvial bajo la sombra de las especies arbóreas dominantes, o con mezcla de especies introducidas idóneas para tales hábitats, como moreras y nogales (E. Laguna, 1997). Atendiendo a Cavanilles y Madoz, los conos aluviales de los grandes ríos valencianos estaban formados por enormes bosques artificiales de moreras, algunas de grandes dimensiones, que conforme a las indicaciones de Bosch cayeron en el más absoluto abandono a partir de mediados del XIX, sustituyéndose por los naranjales (v. Bosch, 1866); para hacerse una idea de la entidad de estos pseudobosques plantados durante siglos para proporcionar alimento al gusano de la seda, baste recordar que, conforme a los datos de Bosch, el término de Carcaixent poseía 80.000 moreras, a pesar de su escasa superficie. Tanto en las Observaciones cavanillesianas como en los censos de Villanueva, parece patente que el número de árboles era inferior al actual, pero que las superficies de terreno natural, los “montes” en sentido amplio, eran de igual o superior tamaño a la de nuestros días. Simultáneamente, los dibujos y descripciones de la obra de Cavanilles, y los datos de densidad extraíbles de los censos de Villanueva, llevan a considerar que el paisaje debía tener en gran parte del territorio un aspecto de dehesa o bosque abierto (E. Laguna, op. cit.), sometida sistemáticamente al pastoreo, carboneo, desrame y podas abusivas, y a la extracción de gran parte de la biomasa arbustiva; veamos así las palabras del ingeniero Bosch y Juliá (op. cit.): “Los montes, en rigor, no merecen este 65 nombre. Raras veces los árboles constituyen verdaderos rodales. Median entre ellos distancias muy grandes...”. Si bien el número de árboles era inferior al actual, también es probable que la talla media de tales ejemplares fuera algo superior; es evidente que el mantenimiento a largo plazo de estas estructuras adehesadas o de bosque-parque da lugar a masas forestales monumentales, como ocurre hoy en día en el quejigar del Barranc dels Horts (Ares del Maestre), o como probablemente ocurrió para generar el impresionante alcornocal del Valle de la Mosquera, entre Azuébar y Almedíjar; de haber evolucionado en este sentido, nuestras masas de pino carrasco habrían alcanzado el aspecto que ahora poseen los rodales relictuales de esta especie en Sierra Mágina, en la provincia de Jaén (obs. pers.). LOS ÁRBOLES MONUMENTALES EN LA ÉPOCA ILUSTRADA VALENCIANA Las prácticas ganaderas y forestales precitadas conllevaban a la larga una selección paisajística favorable a los grandes ejemplares pero, superadas determinadas tallas, los pies arbóreos pasaban a ser objeto de la codicia estatal, cuya maquinaria de guerra exigía incesantemente la corta de los mayores árboles del país, siempre que éstos pertenecieran a determinadas especies óptimas y no presentaran excesivas malformaciones. En consecuencia, poco futuro restaba a los árboles rectos de tallas más elevadas, sobre todo si se encontraban en enclaves accesibles, ya que pronto eran marcados para ser derribados y formar parte de mástiles y traviesas. Así pues, el arbolado forestal valenciano de la Ilustración sería menos denso que en la actualidad, aunque de pies arbóreos más voluminosos, pero éstos raramente alcanzarían el carácter de monumentales; a su vez, los árboles que se salvaran del hacha del Estado serían más fácilmente presa de la del agricultor. Debe tenerse en cuenta que algunas de las especies que ahora exhiben mayor abundancia de ejemplares monumentales, como los almeces, o hasta época reciente los olmos, raramente alcanzaban un porte arbóreo bien desarrollado, al ser objeto de prácticas específicas para aprovechar sus ramas. Así, las varas de los fresnos de flor, y sobre todo las del almez y el olmo acorchado o campestre, sirvieron durante siglos para fabricar aperos y bastones en el Valle de Ayora y Cofrentes, Segorbe, Agres y otros enclaves del interior valenciano (v. Bosch, op. cit.; Cavanilles, op. cit.). Las ramas de los sauces proveían el mimbre para fabricar cestas y útiles para la caza y la pesca, y la madera de ramas y troncos de hiedra, convenientemente molida, constituía la yesca que se usaba para encender el fuego (E. Laguna, 1998). Así pues, poco podemos esperar que estas especies exhibieran en aquella época grandes ejemplares. En todo caso, los troncos de cualquier árbol de gran porte, y en especial los de las coníferas, constituían un elemento insustituible para la construcción de edificios, al ser el principal componente de vigas, artesonados y elementos exteriores de las viviendas. 66 Sin duda la mejor obra de referencia para sondear el estado de los árboles singulares valencianos en la época ilustrada son las Observaciones de Cavanilles, por cuanto el “abate” recorrió la inmensa mayoría de las poblaciones, utilizando sin duda para ello la red de vías pecuarias, que constituían en aquella época los principales caminos y carreterras, y cuya estructura –que no su estado de conservación– se ha transferido prácticamente intacta hasta la actualidad. Dada su condición de religioso, sus principales informadores locales fueron siempre monjes, clérigos y párrocos, como el propio Cavanilles manifiesta en numerosos puntos de su obra; en consecuencia los árboles de las plazas, habitualmente situados junto a las iglesias principales, tampoco pudieron escapar a su vista. Cavanilles nos habla en muchas ocasiones de bosques maduros, formados por ejemplares de respetables dimensiones, casi siempre correspondientes a especies que hoy en día siguen siendo dominantes en los mismos enclaves; nos cita así las carrascas de Vallivana y la Font Roja de Alcoi, los tilos de Vilafranca, los alcornoques de Espadán, o los sabinares albares de la confluencia de Valencia, Cuenca y Teruel; sin embargo, no destaca ejemplares especialmente sobresalientes, y sus referencias son, en la gran mayoría de los casos, a grupos completos de especímenes que califica con apelativos como “grandes”, “robustos”, “enormes”, etc. Los únicos árboles que, en grupos o aislados, son tildados de “monstruosos”, epíteto que podríamos considerar más próximo a nuestro concepto de “monumental”, son casi siempre los nogales, en especial en las comarcas interiores y formando parte, las más de las veces, de vegetaciones de sotos y valles junto a las riberas, en régimen de semicultivo; habla así con admiración de estos ejemplares en sus descripciones de Forcall o de Castielfabib; en su referencia introductoria al Rincón de Ademuz dice: “vense con freqüencia nogales monstruosos, y no pocas veces como bosques de ellos”. Si otro adjetivo puede aproximarse a este concepto de árbol monumental es el de “corpulento”, que Cavanilles reserva a menudo para los algarrobos, además de para los propios nogales, o más raramente para especies netamente forestales como carrascas, quejigos, alcornoques o pinos. Bosch hará referencia a rodales de algarrobos de grandes dimensiones en la Valldigna o en Tous, pero siempre sometidos a los cuidados del cultivo agrario; de los de la Valldigna dijo Cavanilles: “...les es tan favorable el suelo, y son tan corpulentos, que muchos dan hasta 30 arrobas de fruto...”. La mayoría de enclaves actualmente ricos en árboles singulares pasaron ampliamente desapercibidos para Cavanilles; cabe preguntarse si no llegó a verlos aun existiendo en tales zonas, si no les dio la importancia que hoy les damos o si, simplemente, muchos de esos ejemplares ahora monumentales poseían aún un porte reducido. Parece evidente que no visitó algunas zonas, ante lo intrincado de la orografía o la falta de seguridad para el viajero; sin duda no llegó a recorrer realmente el camino de la Puebla de San Miguel al Cerro Calderón, pues de haberlo hecho habría descrito no pocas especies nuevas para la Botánica, y dedicado una o más páginas de las Observaciones a la 67 descripción de tal recorrido; de ahí que sus referencias a grandes sabinas albares se ciñan a lo que ahora es, muy probablemente, el sabinar de Losilla de Aras o sus inmediaciones, en vez de a las célebres sabinas de Sesga, o al impresionante grupo de las “Blancas” de la Puebla de San Miguel, que podrían superar los 1.000 años de edad. También es cierto que no pasó por zonas actualmente valencianas y ricas en árboles singulares, pero que entonces formaban parte de regiones colindantes, como ocurre con la Plana de UtielRequena. Sin embargo, Cavanilles atravesó inequívocamente muchos caminos que bien podrían promocionarse en la actualidad como rutas turísticas de árboles y arboledas singulares. Baste indicar su referencia al arbolado de los términos de Benasal y Culla: “hay en este distrito muchas carrascas y roures de mediana corpulencia”; recordemos que la célebre carrasca de Culla está considerada como una de las mayores encinas españolas, si no la mayor de todas, y que en su entorno, como en el camino que une más tarde las dos poblaciones citadas, se localizan hoy en día docenas de portentosos ejemplares sobresalientes de carrascas y quejigos. Ni siquiera el conocido “Roure de Cavanilles” de Serra d’En Garceran, aquel del que el botánico valenciano extrajera la muestra que le permitió describir el Quercus valentina Cav., mereció ser mencionado en las Observaciones; ¿quizá se trataba de un árbol de baja o mediana talla en aquella época? Más bien, por el contrario, nos encontrábamos en el margen de territorio que la Marina se reservaba para expropiar a bajo precio y cortar todo árbol que fuera de su interés (v. Aranda, 1990), actuación que mereció amplias críticas de los naturalistas e intelectuales ilustrados, incluidos los aquí citados; se trataba de una distancia variable, pero que al menos abarcaba las 25 millas terrestres desde la costa, y que se extendía a las tierras interiores a través de las riberas de los principales ríos navegables de la época (v. Aranda, 1992; Bauer, 1991). En estos perímetros, la administración estatal no sólo extraía el arbolado preexistente, sino que obligaba a los agricultores a plantar un número determinado de árboles de especies de su interés, comprándoselos más tarde a un precio ridículo, como criticaría el propio Cavanilles en su descripción de las tierras del norte de Castellón. Se lamentaba así el abad de que, obligados los agricultores a plantar nogales, y una vez que éstos alcanzaban suficiente porte para producir nueces, la Marina obligara a cortarlos y los pagara a un precio muy inferior al del beneficio que extraerían por la venta del fruto seco. Curiosamente, la Marina parecía indultar a los nogales de grandes tallas, que acostumbran a tener troncos y ramas huecas en la zona valenciana (obs. pers.), y que como más tarde indicaría Clemente (Martín Polo & Tello, 2000), no tenían mayor fin que servir para hacer tablones con los que fabricar las cajas para fusiles. Puede decirse que Cavanilles no describe prácticamente ningún árbol monumental sobresaliente netamente forestal en su obra. Las referencias a árboles con “nombre propio”, que constituyan hitos geográficos, son escasísimas, como ocurre con la “Carrasca de la Legua” situada en la solana de la sierra del Carrascal de la Font Roja, bajando desde el Menejador hacia La Sarga. 68 De hecho, el abad ni siquiera da referencias de ejemplares sobresalientes en los cascos urbanos, ermitas y monasterios; el lector de las Observaciones se sentirá intrigado ante la falta de mención al Olmo de Navajas, al de Aras de los Olmos, o a los ya desaparecidos de Sant Joan de Penyagolosa o la Mare de Déu del Llosar de Vilafranca. Cavanilles cita numerosos topónimos relacionados con árboles, en particular cuando habla de fuentes y ermitas, pero no destaca ni describe grandes especímenes que justifiquen las denominaciones. Tampoco cita de hecho nuestros más célebres árboles de descansadero de vía pecuaria, como el “Xop” de Bocairent o el “Abuelo” de Cortes de Arenoso, a pesar de que tal ejemplar supera a 600 años de edad. La citada Carrasca de la Legua es probablemente un árbol de este grupo, pero Cavanilles la cita como un mero hito geográfico, sin dar la menor descripción. Sin duda, la inmensa mayoría de nuestros actuales árboles monumentales, aun siendo por aquella época ejemplares de gran talla para sus respectivas especies, no sobresalían notablemente sobre el resto, y de haberlo hecho hubieran sucumbido tempranamente al furor del hacha y la sierra. 200 años son ciertamente suficientes para que la carrasca de Culla y la de Xixona, el pino de Onil y otros tantos y tantos árboles con nombre propio, no fueran por aquel entonces tan espectaculares; incluso muchos grandes pinos albares y negrales ahora muertos, como el “Pi del Comú” de Vilafranca o el de la Mare de Déu de la Font de Castellfort, debieron reservarse y lucir sus legendarios portes y tallas tras la entrada del siglo XX. También son muchos años para que los árboles que verdaderamente sorprendieron a Cavanilles, aquellos nogales de Forcall y Castielfabib, hayan desaparecido arrasados por la codicia humana, o simplemente barridos por el peso de la edad. Esperemos, pues, que la herencia que hemos recibido, esos centenares de árboles sobresalientes que en muchos casos contemplaron el paso de Cavanilles, De la Croix, Clemente y otros tantos ilustrados, sobrevivan durante los próximos siglos, y quién sabe si en algunos casos hasta el próximo milenio. BIBLIOGRAFÍA A.E.P.J.P. 1999. Norma Granada. Método para valoración de árboles y arbustos ornamentales. 2ª ed. Asociación Española de Parques y Jardines Públicos (A.E.P.J.P.). Aranda, G. 1990. Los bosques flotantes, Historia de un roble del siglo XVII. Organismo Autónomo Parques Nacionales. Madrid. Aranda, G. 1992. La Ordenanza de Marina de 1748. Montes 28: 15-18. Bauer, E. 1991. Los Montes en la Historia de España. Fundación Conde del Valle de Salazar. Madrid. 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