Las hadas Cuando era pequeña, solía hablar con las hadas. Pasado un bloque de edificios vacíos, unas calles más abajo de la mía, había un árbol, uno de esos árboles de corteza nudosa y muchas ramas, de los que a mi hermano y a mí nos gustaba trepar. Ahí vivían las hadas. Se escondían en las flores en primavera, e impregnaban mi ropa con frutos pegajosos en verano. En invierno, con las ramas desnudas, incluso mi hermano las veía. Ese árbol era nuestro árbol, e íbamos siempre que podíamos. Pero también iban otros chicos, y ellos siempre eran más y eran más fuertes. Intentábamos llegar temprano y escondernos entre las ramas, pero sabíamos que nos verían cuando llegaran ellos también. Y entonces corríamos y corríamos, con mi mano en la suya y su mano en la mía, porque todos saben y porque las hadas me contaron que si te alcanzan no vuelves a casa. Pero un día nos alcanzaron. Nos alcanzaron y volvimos a casa, aunque bien podríamos no haberlo hecho. Allí nos abofetearon lo que no nos golpearon en las calles, y nos echaron en cara los labios rotos y los cuerpos morados. Las hadas observaban por la ventana con rostros tristes y mil impronunciables te lo dije. Nos alcanzaron y volvimos a casa, y entendimos entonces por qué era mejor no hacerlo. Ese fue el mismo año que le dispararon a mi hermano. Lo trajeron tarde, tan tarde que sabíamos lo que venía incluso antes de que golpearan la puerta, con tres golpes secos y brutales que no sorprendieron a nadie, porque todos -1- estábamos desde hace horas mirando hacia afuera. Lo trajeron y lo pusieron ahí, con un hoyo en el pecho y otro en la frente, con el rostro lleno de sangre y barro. Nos lo trajeron para que lo enterráramos, cuando estaba claro que otro ya lo había hecho. Después de eso fui sola al árbol, y trepé tan alto que, al llegar, los otros chicos no me vieron. Allí hablé con las hadas y les pedí que lloraran conmigo, pero nunca lo hicieron. Me dijeron que las hadas no lloran, y que si lo hacen el mundo se rompe, el tiempo se tuerce y las aguas se desbordan. Les pedí que lloraran conmigo, les pedí que rompieran el mundo en su nombre, pero nunca lo hicieron. Cuando los chicos bajo el árbol me vieron, intentaron subir y alcanzarme, pero no lo lograron. Me apuntaron con dagas y lanzaron palos, pero al final solo esperaron a que bajara sola, porque nadie puede vivir por siempre en un árbol. Y yo bajé, y peleé por mí y por él y por las hadas y porque mi mundo ya estaba roto. Porque el tiempo no se torció y las aguas no se desbordaron, y sí, el mundo siguió girando, pero nada de eso importa si tu héroe está muerto. Peleé, y rasgué rostros, rompí rodillas y cegué ojos, y hui con los rudillos pelados y la ropa en jirones. Peleé y volví a casa porque en realidad no sabía de otro sitio, y ahí me sacaron en cara las costillas rotas y el vientre sangriento y la cara hinchada. Peleé y volví a casa, y recordé por qué, si te alcanzan, es mejor no hacerlo. De más grande dejé de ir al árbol. Las hadas nunca me visitaron, y yo nunca vi una razón para hacerlo yo. En su lugar, me detenía siempre e -2- invariablemente en el bloque de edificios vacíos, a apenas unas cuadras y a un mundo de distancia. Ese era el bloque de edificios en el que ya nadie vivía, cuyas ventanas estaban rotas y cuyas paredes contaban historias grabadas sobre el concreto con pintura en aerosol. Cuando era pequeña, yo y mi hermano solíamos evitar aquel lugar, y cada vez que pasábamos frente a él lo hacíamos corriendo. Lo hacíamos porque todos saben y porque las hadas me contaron que allí se juntan los drogos, los que se vuelan y se embriagan, los que violan y los que matan. Pero cuando fui más grande me olvide de eso, y nadie intentó recordármelo. Me hice amigos envuelta en el humo de un pito, con el alcohol en mis venas y quien sabe que mierda más en el sistema. Me hice amigos y ahora nosotros éramos más y éramos más fuertes, nosotros éramos los que alcanzaban y eran ellos los que no volvían a casa. Me olvide de la niña que corría por las calles con su hermano de la mano y las hadas en el bolsillo, me olvide de los huesos rotos y los ojos en tinta, y nadie intentó recordármelo. En esos edificios vacíos aprendí sobre la vida. Aprendí sobre la marca que deja un cigarro encendido en la piel desnuda, sobre los caminos que abre un cuchillo presionado contra tu cuello, sobre el silencio que sucede a las balas. Aprendí sobre besos, sobre las manos de un chico buscando aquella tibia humedad entre tus muslos, sobre chicas con las que se tiene más que una amistad. Aprendí que cierta belleza es violenta y que cierta violencia es bella, y que el dolor no siempre era algo malo. Aprendí a abrir las piernas sin sentir la -3- vergüenza que me inculcara mi madre, a amar y a desear entre aquellas paredes grises y en esas calles que eran nuestro reino, al mismo tiempo que aprendí a tirar de un gatillo. Al mismo tiempo que aprendí a matar héroes y heroínas, que olvide a la niña llorosa que escalaba árboles y que nadie intentó recordármela. Pero una noche la recordé. La recordé medio de aquel lugar, de aquellas salas vacías rebosantes de humo y delirio etílico, con un chico sujetando mis caderas entre sus manos y con el sabor de una chica aún en mi boca. La recordé, y como a ella le gustaba llevar el pelo largo porque su hermano creía que así se veía bonita, y como ella estaba segura de que jamás amaría a nadie con más fuerza que a él. La recordé, con el pelo corto y de un azul irreconocible, con las piernas enredadas en torno a las de alguien más. La recordé. Esa fue la misma noche que volví al árbol. Volví tarde, tan tarde que la noche ya era día, y en el horizonte podía verse un pálido amanecer. Las hadas seguían ahí, y ellas también recordaron. Comprendieron, y no me echaron en cara que había cambiado ni que no hubiera vuelto, y por unos instantes todo cobró sentido. Pensé en volver a casa. Podría haber vuelto a casa, porque en realidad no sabía de otro sitio. Pero yo también comprendí, y supe que no importaba realmente estar ahí, sobre el árbol. Supe que a mí también me habían alcanzado. Y no volví a casa. No volví a casa, porque todos saben y porque las hadas me contaron que si te alcanzan no vuelves a casa. -4-