17 de septiembre: San Roberto Belarmino, Doctor de la Iglesia

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Prelatura de Ayaviri
17 de septiembre: San Roberto Belarmino, Doctor de la Iglesia
Nace hacia el año 1542 en Montepulciano. Profesó en la Compañía de Jesús a sus diecisiete años y residió en los
Países Bajos. De joven se mostró orador fácil y fogoso. Fue llamado a Roma por el Papa Gregorio XIII para fundar la
famosa cátedra «de controversias», en la que destacó como teólogo de gran erudición y lucidez, y de la que brotó la obra
que lleva el mismo título. Ocupó los cargos de Director Espiritual y Rector del Colegio Romano. Clemente VIII le nombró
Cardenal y se valió de su colaboración para la edición de la «Vulgata Clementina». Gobernó durante unos años el
arzobispado de Capua. Terminó sus días en Roma, retirado junto a los novicios de la Compañía. Moría el 17 de
septiembre de 1621. Mereció los elogios de «teólogo eminentísimo, defensor acérrimo de la fe católica, varón discreto,
humilde, extraordinariamente limosnero». Pío XI le beatificó en 1923, le canonizó en 1930 y le declaró Doctor de la Iglesia en
1931. - Fiesta: 13 de mayo. Misa propia.
Tras las asambleas y las guerras de religión, habían de desfilar los santos, en la Reforma que se había propuesto llevar a
cabo la Iglesia del siglo XVI. Con el amor manifestado prácticamente hasta lo heroico, pondrían broche de oro y signo
de eficacia cristiana al magno monumento tridentino. A esta cima había de llegar aquel niño de familia de nobles y de
Papas, que todos los días iba a la iglesia con su madre, Cintia Cervina, en Montepulciano. Allí va asimilando la austeridad
y serenidad de espíritu que ofrecerá luego como preciado servicio, en difíciles encomiendas, a la Santa Madre Iglesia.
Desde pequeño se siente Roberto metido en ambiente de lucha: las competiciones escolares de su lugar natal le
preparan a la persistencia en ser fiel a su vocación de jesuita, que brota en su alma a los dieciséis años y que se ve
combatida por las dudas de su padre.
Un anhelo de renuncia, en búsqueda de la tranquilidad del alma frente a lo caduco, le lleva a las puertas de la
Compañía; la semilla silenciosamente plantada por su madre germina á tiempo de sobreponerse a la ambición que
rodea por todos los lados al joven amador de los clásicos.
Comienza sus estudios en Italia, empezando ya a descollar por su cálida oratoria vertida en platicas y sermones. Pero
su magisterio sagrado llega al cenit en el púlpito de San Miguel de Lovaina y en su Universidad. Aquí combate con éxito
y valentía las confusas doctrinas del rector Miguel Bayo y a sus sermones acuden, en multitud, estudiantes de todos los
países y de todas las confesiones, como representando al aplauso universal.
Un alto personaje canta las maravillas del joven predicador en su cara, y Belarmino, desconocido por su interlocutor,
tempera las alabanzas.
Su fama de teólogo se propaga aceleradamente. Las Universidades europeas le reclaman con urgencia. Borromeo le
quiere tener a su lado. Por fin, es Roma la que adquiere la riqueza de la presencia del santo apologista.
A los siete años de sus primeras lides lovainenses, en 1576, acude a la cita pontificia y abre en el Colegio Romano de
la Compañía, la Cátedra De Controversiis para exponer la verdadera doctrina contra los errores teológicos que en mayor
o menor grado, se hallaban diseminados en casi todos los centros universitarios de su tiempo.
Sus clarísimas lecciones, exposición de la verdad positiva, íntegra, total, se plasman en tres colosales volúmenes que
difunden por toda Europa la saludable teología y levantan clamores de aprobación en todos los espíritus rectos. Desde
entonces el nuevo profesor pasa a ser tenido como uno de los grandes defensores de la Iglesia romana, admirado por
su método, apto, por su vasta erudición, por su sinceridad ingenua, por su dignidad en la polémica. Y además se le
escucha y se le medita, siguiendo numerosas conversiones a la lectura del «Belarmino», como se llamaba al libro de las
«Controversias».
En veinte años se vio precisado a editarlo casi cada año, obligado por los requerimientos de sus alumnos.
San Francisco de Sales no subía al púlpito, en su campaña contra los calvinistas, sin armarse previamente de la Biblia
y el «Belarmino». Al libro de Teología para los doctos no tardó en seguir el Catecismo para el pueblo sencillo, y fue la
«Doctrina cristiana breve» para los niños, acompañada de una Declaración más copiosa para los maestros. El éxito
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del librito superó al de las «Controversias» y ha sido reeditado casi hasta nuestros días.
Roberto no perdía la paz del alma ante el aplauso colectivo y seguía trabajando por la Iglesia en todos los campos
adonde se le llamó.
Los jóvenes jesuitas se vieron beneficiados con su consejo valiosísimo durante los años que estuvo al frente de la
dirección espiritual y disciplinaria del Colegio Romano. Entre sus hijos espirituales brilló especialmente Luis Gonzaga, que
fue llevado a las cumbres de la santidad por Belarmino.
El secreto estaba en que Roberto, además de teólogo y polemista, era también un santo. Al posesionarse del cargo de
Rector, las habitaciones rectorales se vieron de la noche a la mañana desnudadas de suntuosidades y adornos,
quedando reducido su moblaje a lo indispensable.
Tal austeridad recibió dura prueba cuando, en el año 1599, Clemente VIII quiso premiar sus servicios a la Iglesia con el
capelo cardenalicio. Empezó a disculparse ante el Pontífice por causa de su profesión religiosa, pero éste le interrumpió:
«En virtud de santa obediencia y bajo pena de pecado mortal, te mando que aceptes».
El jesuita acepta, pero en su interior promete con firmeza que su ritmo de vida no cambiará lo más mínimo ni cederá
un ápice en austeridad, humildad y pobreza.
Con el mismo desinterés y amor sigue sirviendo a la Iglesia en las Congregaciones y Comisiones cardenalicias, y el
excedente de sus rentas es distribuido entre los pobres. Lo dijo y lo vivió: «He nacido como pobre gentilhombre, he vivido
pobre religioso, quiero vivir y morir como pobre cardenal». Un verdadero grito de pobreza evangélica en el ambiente de
su siglo.
Se ha hecho famosa la plegaria que constantemente salía de sus labios durante los Cónclaves a los que asistió y en los
que su candidatura hubiera podido prosperar a no ser por su obstinación en la renuncia: «Líbrame, Señor, del Papado».
No faltó en su policroma existencia el tiempo dedicado al pastoreo directo de las almas. Fue en Capua donde emuló a su
compatriota Carlos Borromeo por el gobierno amoroso, abnegado, reformador.
Paulo V le volvió a retener en Roma, ya hasta el final. A su lado, aún se sintió fuerte para combatir en favor de los
derechos de la Iglesia.
Intervino en las polémicas con Jacobo de Inglaterra y la República veneciana. Con el primero se trataba de defender el
poder indirecto del Papa sobre las potestades de la tierra.
La doctrina serena y equilibrada de Belarmino le había costado la enemiga de los galicanos y del Papa Sixto V, pero al
fin apareció claramente su acierto en tan difícil cuestión.
Agotado por tantas luchas, pidió como único favor, al nuevo Papa Gregorio XV, la gracia de retirarse con sus hermanos
los novicios, para prepararse a morir. Pero aún no supo estarse sin mover la pluma, y ahora salieron de ella suaves
efluvios espirituales, con sabor de autobiografía: Tratados sobre la ascensión a Dios, la felicidad de los santos, y un
último opúsculo, en el que derrama sus lágrimas y gemidos ante la tierra y el cielo.
Era su última batalla, ahora consigo mismo, purificación serena y sencilla, como fue toda su existencia y su ejecutoria
eclesiástica. Y, rogando no se le tributase ningún honor, recibió a la muerte, tan anhelada.
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