La tradición del destierro / Jorge Monteleone

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La tradición del destierro / Jorge Monteleone
En el ensayo de los años cincuenta «El escritor argentino y la tradición», Jorge Luis Borges, para argumentar contra
la busca de color local en la literatura argentina, proponÃ-a el caso de la poesÃ-a de Enrique Banchs. En La urna,
conjunto de sonetos modernistas de rara perfección, publicado en 1911 e inspirado en el modelo petrarquesco en torno
de una amada ausente, Banchs escribe un poema donde hay tejados y ruiseñores, que no existen en los suburbios de
Buenos Aires, donde abundan las azoteas y los gorriones. Esa falta de color local, decÃ-a Borges, no hacÃ-a menos
argentinos que el MartÃ-n Fierro los poemas de Banchs. En ellos —escribió famosamente Borges— «no estarán desde
luego la ornitologÃ-a ni la arquitectura argentinas, pero están el pudor argentino, la reticencia argentina». El hecho de
que Banchs recurriera a imágenes extranjeras y convencionales para hablar del gran dolor que lo abrumaba era
significativo del «pudor, de la desconfianza, de la reticencia argentinas; de la dificultad que tenemos para la reticencia,
para la intimidad», decÃ-a Borges. Muchos años después, en su ensayo «El canon argentino», Tomás Eloy MartÃ-nez
criticaba ese modelo que habrÃ-a creado una descendencia antisentimental en la literatura argentina, al que oponÃ-a, por
ejemplo, la literatura de Manuel Puig. Basta todo el cancionero del tango o la narrativa no sólo de Puig sino también de
Aira, de Lamborghini o de Copi para desmentir las prevenciones de Tomás Eloy MartÃ-nez acerca del pudor o la
reserva.
    Pero acaso Borges se referÃ-a menos al poema que al poeta: hablaba de la reticencia de Banchs, menos que de la
del sujeto del poema, como si éste enmascarara o desplazara el dolor del hombre. Tal vez habÃ-a allÃ- un rasgo, una
marca, no de la literatura argentina, sino de cierto modo de ser del poeta argentino en relación con su poema. No hablo
de una esencia sino de una cierta tradición que en cierto modo difiere; tampoco hablo de una imagen existencial, sino
de una figura, es decir, de una invención. La reticencia de Banchs serÃ-a uno de los modos de autorrepresentación del
poeta argentino en tanto figura, en tanto imago autoral.
    Su caso es elocuente. La urna es el cuarto y último libro de Enrique Banchs sobre un duelo amoroso que anega al
Yo y lo consume. Poeta del modernismo tardÃ-o, en plena juventud Banchs ya habÃ-a compuesto cuatro libros con
notable maestrÃ-a y poco tiempo después parece abandonar la poesÃ-a. Como si acompañara el vasto duelo de La
urna, después de ese libro deja de publicar, con escasas y poco relevantes excepciones: se mantiene en silencio de
luto, como si su vida declinara. Pero, inversamente, el hombre de carne y hueso inicia una larga vida retirada hasta
cumplir ochenta años. La reticencia se desplaza a la figura de autor y crea el efecto de un silencio áulico y un duelo
mudo, a lo que hace eco la longevidad. ¿Qué mayor reticencia para la historia de la poesÃ-a argentina que la del poeta
imperceptible, aquel que, inadvertido, no parece comenzar, o comienza tardÃ-amente, o tempranamente se retira? A la
inversa está aquel poeta que, como Hugo Padeletti, alrededor de los sesenta años, hacia 1989 publicó tres libros de
una obra poética compuesta a lo largo de cuarenta años, desde la adolescencia hasta la madurez. Ese acontecimiento
no es fruto de un accidente sino de un acontecer que Padeletti llamó «destinal»; la modestia, la paciencia, la
diligencia, la lentÃ-sima acumulación concurren en su modo de ser poeta: «No hay secreto / que no sea interior. / Aún
en flor / su encubrimiento prevalece. [...] / Voy a plantar esta almendra / para dar testimonio / de la paciencia», escribió.
O aquel otro poeta argentino que, como Jorge Leónidas Escudero, de oficio minero en la provincia de San Juan,
comenzó a escribir a los cincuenta años, de un modo marginal y, durante largo tiempo, secreto, siguiendo los ritmos
del habla en un enunciado a la vez radicalmente propio y colectivo. En el «Prólogo del autor» a Verlas venir (2002), el
autor escribe «Mi escritura en los versos tiende a representar la palabra hablada, ello porque me las oigo decir y las
digo, se me pegan al oÃ-do pero no siempre. [...] Y sÃ-, a las palabras que siguen las vi venir desde el fondo de
nosotros».
    La historia de la poesÃ-a argentina es rica en tradiciones oblicuas, súbitas obras reunidas que se vuelven familiares
o largas perseverancias que culminan en la visibilidad. Como Zama, en la novela homónima de Antonio Di Benedetto,
muchos poetas argentinos fueron o serán «vÃ-ctimas de la espera». Por ejemplo, numerosas obras forman parte de lo
que podrÃ-a denominarse un «canon tardÃ-o». La relativa singularidad de poetas argentinos de diversas generaciones
que no pertenecieron, como otros, a un grupo literario, a una corriente estética hegemonizante, o a una revista literaria,
no les impidió integrar un nuevo canon de lecturas en las últimas décadas —como Amelia Biagioni, César Fernández
Moreno, Hugo Gola, Hugo Padeletti, Susana Thénon, JoaquÃ-n Giannuzzi, Héctor Viel Temperley, Miguel Õngel Bustos,
Emma Barrandeguy, Alberto Vanasco, Arnaldo Calveyra, Rodolfo Godino, Ricardo Zelarrayán, Juana Bignozzi, entre
muchos otros. Dichas lecturas, que los sitúan en su dimensión histórica mediante una interpretación más cabal, son
relativamente tardÃ-as y se ejercieron con plenitud por las nuevas generaciones de poetas y crÃ-ticos de poesÃ-a,
principalmente a partir de los años ochenta. Ello ocurrió al menos por dos motivos: por un lado, porque, en muchos
aspectos, su obra se difundió de otro modo, y por otro, porque la nueva poesÃ-a ofrecÃ-a nuevas condiciones de
legibilidad para reinterpretar y en algunos casos redescubrir esos textos.
    Pero en cierto modo el canon de la poesÃ-a argentina siempre es un canon tardÃ-o, mutable, desplazado e
inventivo: siempre hay nuevos poetas por descubrir, una gran obra desconocida, una labor silenciosa o, a la inversa, un
brusco silenciamiento que en décadas volverá a nombrarse. La extraordinaria obra de Oliverio Girondo, que surge como
parte de la vanguardia argentina de los años veinte para finalizar en uno de los libros más radicales de la poesÃ-a en
lengua española, En la masmédula (1955), a pesar de las vindicaciones previas como las del grupo de la revista Zona
de la PoesÃ-a Americana (1963-1964), necesitó de la gran relectura realizada por Delfina Muschietti, Tamara
Kamenszain, Jorge Schwartz o Raúl Antelo y de las elecciones estéticas de la revista Xul. Signo Viejo y Nuevo durante
la dictadura, para volver a ser visible y vindicada en su enorme despliegue.
Pero el rasgo de la visibilidad se interseca a menudo con cierto carácter reticente o elusivo, uno de cuyos máximos
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modelos es el gran poeta Juan L. Ortiz, que si ahora ocupa el centro del canon de la poesÃ-a argentina, fue durante
décadas un poeta de culto, apartado y silencioso. Hacia 1937 escribió que era «un hombre sin biografÃ-a», pero desde
esa vacuidad construyó un mito personal con los gestos de lo mÃ-nimo, lo inaprehensible, lo imperceptible, lo tenue,
multiplicado hasta la saciedad, hasta volverse innumerable en su efecto de infinita diferencia. Y ese hombre huido que
usaba en su vida cotidiana elementos largos y finos parecÃ-a ahusarse en sus versos de diminuta tipografÃ-a, y se
repetÃ-an en las imágenes del poema: en las lÃ-neas de los rÃ-os, las islas alargadas, las serpentinas que vacilan en los
estanques, los ramajes adelgazándose y las raicillas, la lluvia que cae como juncos de vidrio que huyeran, los tallos de
la luz, la luna hilándose en los sauces, los sones de las flautas que callan en los hilos de la eternidad, las hebras, los
cabellos de las algas o de los serafines. La materialidad se transfigura y el entorno armoniza con la figura corporal. De
algún modo, esa figura del poeta argentino imperceptible está prevista por el poema: lo modela, lo contiene. La
iconicidad fina y larga del hombre espejea en la iconicidad del paisaje imaginario que va espiritualizándose. El cuerpo
de la duración consuma la ilusión de eternidad en un esprit de finesse.Â
    Ese aspecto de la reticencia integra un contexto mayor en la tradición poética de la figura autoral en la poesÃ-a
argentina y radica en cierto anarquismo, cierta resistencia al poder fáctico, cierta excentricidad, cierto descentramiento.
Es inexistente en la poesÃ-a argentina la figura de poetas consulares como Octavio Paz o Pablo Neruda o incluso una
contrafigura centenaria como Nicanor Parra, y difÃ-cilmente se halla un equivalente a esas señeras totalidades llamadas
Rubén DarÃ-o, César Vallejo o José Lezama Lima. El propio Borges, cuya obra poética es vasta, suele ser leÃ-do como
un poeta menor que, asimismo, construye una figura en la cual la ceguera —no la videncia—, la enumeración caótica —no
catálogo del mundo—, la naderÃ-a de la personalidad —no la eminencia— son sus significados. Leopoldo Lugones fue un
poeta que cortejó el Estado y acabó por ser uno de los ideólogos del golpe militar de 1930: ocho años después se
suicidó en una isla del Tigre. Su figura monumental, que él mismo construyó, alcanzó una deletérea inadecuación en
su propio exceso, un derrumbe de profunda asocialidad. Desde ese fracaso gigantesco, que parece constituir una figura
de excepción, los poetas argentinos nunca alcanzaron una majestad pública y omnipresente. Esteban EcheverrÃ-a, que
habÃ-a sido elegido por la generación de 1837 para imaginar un modelo de Nación, querÃ-a abjurar de su actuación
pública para abrazar enteramente la poesÃ-a. Y el poeta nacional José Hernández en el MartÃ-n Fierro, el más grande
poema del siglo xix, y, junto con el Facundo de Sarmiento, una de las obras mayores del romanticismo latinoamericano,
dio voz a un gaucho que se hallaba fuera de la ley y que fue, como afirmó MartÃ-nez Estrada, el primer desterrado de la
literatura argentina cuando junto a su amigo Cruz emprendió el camino hacia la frontera para vivir entre los indios
expulsado por la civilización. Y acaso aquÃ- se halla la clave de esta tradición del apartamiento en la figura del poeta
argentino: la tradición del destierro. Porque esa voz de la poesÃ-a argentina que asume la figura de autor es a menudo
una voz exiliar.
    Y asÃ- Leónidas Lamborghini vindicó la gauchesca como arte bufo que puso al descubierto un sistema polÃ-tico
ejecutor del exterminio organizado de las masas gauchas y vindicó a MartÃ-n Fierro como gaucho rotoso que se rebeló
contra el Modelo. Y Diana Bellessi, en cuya poesÃ-a tempranamente situó la vindicación del habla femenina constituida
como fuera de la ley patriarcal y asÃ- rescató el habla de los desplazados y los outsiders, para releer su propia posición
enunciadora en la tradición posible de un destierro —ella, que se autodesterró en el Tigre Ã-ntimo durante la dictadura de
1976 y escribió los poemas de Tributo del mudo—, se cuestionaba: «Al fin una se pregunta si no será como el gaucho
que escuchaba los versos de Hernández en la pulperÃ-a creyendo que hablaba de él, o que él mismo hablaba; o si una
no será como el propio Hernández, ese señorito de ciudad realizando una operación que, en su mejor alternativa,
pareciera prestar oÃ-do, sÃ-, y en la peor, podrÃ-a actuar de un modo paternalista acompañando al proyecto dominante
desde los arrabales que éste siempre admite». Â
    Esa categorÃ-a, la del exilio, la del destierro, informa casi toda la poesÃ-a de Juan Gelman, no sólo porque fue
efectivamente un exiliado durante la dictadura, no sólo porque buscó denodadamente hasta encontrarla a su nieta
Macarena y los restos de sus padres desaparecidos, a su hijo Marcelo y a su nuera, y construyó una poesÃ-a sobre lo
no dado, sobre lo no concluido, sino también porque el exilio es una categorÃ-a existencial de toda su obra, el destierro
como condición del ser mismo.
    Diversas formas del destierro, y también lo descentrado, lo lateral, lo oblicuo, lo pudoroso, lo reticente, han dado a
la poesÃ-a argentina toda su potencia enunciativa. Y puede hallarse en numerosos y muy diversos gestos. En el Belarte
de Macedonio Fernández, el no existente Caballero que se presenta como poeta recienvenido. En las caminatas
interminables del flâneur urbano y bohemio que se aparta del mundo en la poesÃ-a de Baldomero Fernández Moreno.
En la poesÃ-a de todos los puertos y las errancias sin fin y también en el destierro de los muertos y en los objetos
polvorientos de las trastiendas en los versos de Raúl González Tuñón. En aquel poema final, «Voy a dormir...», de
Alfonsina Storni antes de arrojarse al mar, o en la suicida Alejandra Pizarnik, que escribe con un lenguaje de los lÃ-mites
acerca de los espejismos del yo y su doble ominoso. En el destierro de la «soterrada» Amelia Biagioni o en los versos
océanicos que se nombran como un rito de pasaje en la poesÃ-a de Olga Orozco. En la agonÃ-a trascendente de Viel
Temperley y en las derivas imaginarias de la muerte propia o en aquel espacio utópico iluminado por el sol antiverbal
de El Himalaya o la moral de los pájaros, del poeta desaparecido Miguel Õngel Bustos. En la estética de la superficie y la
irisación barroca de Néstor Perlongher, que halló sin embargo, en su fulgor significante, el verso más estremecedor de
la poesÃ-a escrita bajo la dictadura: «Hay cadáveres». El criollo del universo extraviado en los vastos tembladerales de
oro de la poesÃ-a de Francisco Madariaga. El ritmo ascético y pudoroso de lúcida sintaxis y recóndita autoconciencia de
la poesÃ-a de Alberto Girri. El asma, que habla todavÃ-a como un aliento cortado en la poesÃ-a de Irene Gruss. La
poesÃ-a por interpósita persona de autor como resto o ready made en los poemas plagiados de Esteban Peicovich. En
la Patagonia como una extensión gravitatoria en la intimidad propia de la poesÃ-a de Irma Cuña o de NinÃ- Bernardello.
En la casa grande o en el ghetto de la lengua, donde la poesÃ-a de Tamara Kamenszain halla el hábitat que le aporta un
techo a la experiencia extrema del desierto. En el regreso a la infancia como reinvención de la inocencia del poema en
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la poesÃ-a de Arturo Carrera o en el duelo de lo perdido que retorna en las miniaturas y los relicarios lÃ-ricos de la
poesÃ-a de MarÃ-a Negroni. En la construcción del Unusmundus desde la lengua desterrada de la poesÃ-a de Adrián
Navigante. En la pudorosa emotividad y la precisión de la materia susurrada en la poesÃ-a de Carlos Battilana. En la
«Voz Extraña» que habla en los entresijos del ego de Horla City en la poesÃ-a de Fabián Casas. En la búsqueda de
los pasos, en las huellas y los ecos de los vestigios perdidos en la poesÃ-a de Teresa Arijón. Y éstos son apenas
algunos ejemplos entre tantos, tantos otros.
    AllÃ- en la tradición del destierro y el habla lateral, en la lengua que dice su nombre al margen de los poderes, en
esas voces atravesadas de otredad, de ajenidad y extranjerÃ-a bárbara en el desierto del sentido o en las voces oblicuas
e imperceptibles, allÃ- en su anarquÃ-a, en su excentricidad, en su terca conspiración apartada, allÃ- todavÃ-a la poesÃ-a
argentina siempre puede hallar su paradójica fuerza.
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