Teresa desprecinta el alma - Alianza en Jesús por María

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Desprecintar el alma
A Teresa de Jesús le preocupaban los excesos de cordura. Y eso,
a pesar de que apreciaba la sensatez y el buen entendimiento, hasta
el punto de pensar que si la persona tiene esas cualidades, aunque no
«aproveche para mucho espíritu, aprovechará para buen consejo y para
hartas cosas, sin cansar a nadie».
Teniendo en cuenta esto, resulta mucho más valiosa su apasionada
personalidad. Y tal vez sea por cómo se conjugaban en ella la sensatez
y la pasión, por lo que contagiaba a los demás, con tanta fuerza, el amor
que ardía en su interior.
Teresa no tuvo miedo a sentir —ese miedo tan frecuente. La escritora
Edith Wharton ponía palabra a lo que muchos podrían confesar:
«Descubrí en mí tales posibilidades de sentir que temí…». La forma del
miedo puede variar, pero aparece en muchas ocasiones, porque sentir
es una aventura y nunca se sabe a dónde puede llevar.
El cansancio y la alegría, la decepción y el coraje, la ternura y la
desolación… todo lo pudo sentir Teresa. Amó, sufrió y gozó, y lo
hizo intensamente, porque era ajena a la indolencia. Pero eso no le
iba a bastar: quería sentir a Dios. Y cuando Él la cercó con su amor,
se dejó inundar. Así se abrieron todos los poros de su ser. Teresa soltó
el corazón, desprecintó su alma y dejó de vivir a resguardo del viento,
consciente de que este la podía abrasar.
«Hablar desatinos… ser locos de amor… deleite, suavidad, regalo…
gustar». Son incontables las expresiones que emplea para hablar de su
vivencia, de la fuerza que tiene en ella la presencia de Dios y de cómo
participa todo el ser: « ¡Qué metida está el alma y abrasada en el mismo
sol», que es Dios! Así siente y así vive Teresa.
«El alma es capaz para gozar del mismo Dios» —escribió. Cuando
comprendió esa verdad, cuando se dio cuenta que nadie debía quedar
excluido de esta alegría, exclamó: «No querría ver sino enfermos de
este mal que estoy yo ahora. Suplico a vuestra merced (P. García de
Toledo) seamos todos locos por amor de quien por nosotros se lo
llamaron».
«Locos por amor». Por eso escribía sin ningún encogimiento: «El amor
es el que habla, y está el alma tan enajenada, que no miro la diferencia
que haya de ella a Dios. Porque el amor que conoce que la tiene Su
Majestad, la olvida de sí y le parece está en Él y, como una cosa propia
sin división, habla desatinos».
Anima a gustar a Dios y saborear sus palabras. Cuando comenta el
Cantar de los cantares, dice: « ¡Gustad de todas estas palabras!».
<< ¡Sentidlas, llevadlas al corazón!>> Y aún dirá que no habla de «unas
devocioncitas del alma, de lágrimas y otros sentimientos pequeños» que
por cualquier cosa se desvanecen, sino de un amor verdadero e
intenso: «De veras digo gustos, una recreación suave, fuerte,
impresa, deleitosa, quieta».
Abrir la puerta entraña un riesgo… el de ser arrebatado. ¿A dónde se
puede llegar cuando se permite a Dios desabrochar los corsés íntimos?
San Bernardo ya había advertido de lo que puede pasar: «Es un amor
violento, devorador, impetuoso… solo se satisface consigo. Confunde los
grados, desafía las costumbres, no conoce mesura». De ese amor «tan
grande… y ternísimo», habla Teresa: «Es un glorioso desatino, una
celestial locura, adonde se deprende la verdadera sabiduría, y es
deleitosísima manera de gozar el alma».
Es un amor que no soporta la ausencia ni la separación: « ¡Oh, mi suave
descanso de los amadores de mi Dios! No faltéis a quien os ama, pues
por Vos ha de crecer y mitigarse el tormento que causa el Amado al
alma que le desea». Atrevida, y con inmensa ternura a la vez, Teresa
dirá a su Señor: «Creo yo, Señor, que si fuera posible poderme esconder
yo de Vos, como Vos de mí, que pienso y creo del amor que me tenéis
que no lo sufrierais».
Hay más, siempre hay más en Dios. Lo que se sabe, lo que se siente
y se dice de Él, apenas es nada. Teresa escribirá: «No os espantéis
de lo que está dicho y se dijere, porque es una cifra de lo que hay
que contar de Dios».
Por eso, deseaba encontrarse con muchos «locos de amor». Necesitaba
compartir la abundancia de su corazón y contagiarla. « ¡Oh, qué buena
locura, hermanas, si nos la diese Dios a todas!».
Se lamentaba a veces: «Parece se acabaron los que las gentes tenían
por locos, de verlos hacer obras heroicas de verdaderos amadores
de Cristo». Era esa cordura que tanto temía ella. Una cordura que
cortaba las alas, que impedía el bien, el mayor bien: el de unirse a Cristo.
Y por eso, no se callaba: «Querémonos mucho; hay muy mucha cordura
para no perder de nuestro derecho». Y «derecho» solo hay cuando no
se percibe el amor inmenso, el mar desbordado en el que todo está
sumergido, para quien de verdad ama.
Teresa decía que «querría dar voces y dar a entender a todos lo que les
va en no se contentar con cosas pocas y cuánto bien hay que nos dará
Dios en disponiéndonos nosotros». Dios está deseando hacer arder
todas las vidas.
Con ese fuego en las entrañas, Teresa quería incendiar todo lo que
tocaba. Por eso escribió: «Si pudiese, abrasaría todo el mundo».
De Gema Juan (Carmelo de Puzol)
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