I Al parecer, cuando se trata de considerar el mundo de la sociedad

Anuncio
9
I
REVELACIÓN DE LA NATURALEZA
Al parecer, cuando se trata de considerar el mundo de la sociedad,
es preciso partir de ese mundo.
Sin embargo, la sociedad y cada uno de los seres que la
integran no existirían si no fuese por la Naturaleza, el antecedente
único, la fuente primaria y nutricia de la vida y, con ella, de la
plenitud de sus potencialidades y manifestaciones.
El hombre es parte de la Naturaleza y es, por tanto, naturaleza
él mismo. Y, en tanto que naturaleza es, en primer lugar, un
organismo al cual le asiste el derecho fundamental de vivir, que sólo
es posible mediante la satisfacción de sus necesidades:
alimentación, vivienda y vestido.
Así, pues, «el rey de la Naturaleza», como se decía antes, ha
descendido de su esfera para posar sus pies en la tierra, gracias,
principalmente, a Darwin, a Freud y a Marx.
La Tierra ha ido descendiendo también desde la zona
privilegiada del centro del Universo hasta la menos importante de
[9]
10
un astro que gira alrededor del Sol y, por último, de un planeta entre
miles de millones de planetas, en una galaxia entre muchas otras
galaxias, en un despliegue inabarcable, aun para la imaginación
más audaz.
La Naturaleza, es decir, la Totalidad, el Universo, el Cosmos,
es principio y fin, alfa y omega, la raíz y la razón suprema de todas
las cosas.
Cuando nos sentimos atraídos irresistiblemente por una mujer
(y una mujer por un hombre); cuando vamos hacia ella y nos atamos
gozosamente con un vínculo más o menos duradero; cuando
engendramos hijos y los amamos y protegemos; cuando nuestra
vida se prolonga o se acorta porque nuestros órganos funcionan
bien o no, cuando nuestro bienestar está asegurado de antemano
o, en cambio, es inevitable la agresión de las enfermedades;
cuando nos acosan el hambre y la sed y comemos y bebemos
hasta saciarnos; cuando descansamos y dormimos y soñamos, es
la Naturaleza quien gobierna nuestra vida y decide, en gran parte,
nuestras actividades.
Detrás de las palabras, de las acciones, de las formas sociales,
de las posibilidades y las limitaciones, de los enfrentamientos, de
las victorias y derrotas, de los gestos de las actitudes, está la
Naturaleza. Es por ella que nacemos y morimos, amamos y
odiamos, gozamos y sufrimos; es por ella, también que cada ser
humano nace para cumplir una misión o ninguna, para mandar o
para obedecer, para crear o para repetir, para figurar en la historia
con nombre propio o ser conocido sólo por familiares y amigos; para
tomar conciencia de las cosas o para permanecer en la superficie
de los lugares comunes.
Platón advirtió ya este poder primario y decisivo de la
Naturaleza y dejó sentado que unos recibían el oro o la plata y otros
el bronce o el hierro como un don de los dioses, motivo por el cual
estaban destinados a ejecutar diversas tareas y es evidente el
11
paralelismo platónico «entre el alma social y el alma individual»,
como lo hace notar un comentarista.
Así, pues, el destino existe. Está inscrito en el código genético
de cada ser y corresponde, en gran medida, al sino histórico. Aquél
que ha sido dotado generosamente de ese poder sobrehumano, ha
recibido un mandato y, con él, como lo decíamos antes, una misión
que cumplir. Si las condiciones en que se desenvuelve su vida y las
circunstancias que confluyen en él son favorables, no le será difícil
desplegar las alas, aun en una edad temprana. Si, al contrario, los
obstáculos se multiplican, en una suerte de conjura para hundirlo,
él saldrá a flote, quizá con algunas heridas, pero fortificado por la
lucha triunfante que no permitirá la frustración de su destino.
Es indudable que esta determinación se refleja en la historia.
Los grandes hombres, aquellos que han abierto un camino, que han
encontrado el tesoro de una verdad, con la cual nos han enriquecido
a todos; que han luchado heroicamente hasta el sacrificio en
defensa de valores que consideraban sagrados, tenían que hacerlo,
porque esa era «su manera de vivir», como decía Flaubert de su
entrega a la creación literaria.
El destino de los musulmanes y la predestinación de cierta
secta cristiana no están, por tanto, enteramente equivocados, si se
tiene en cuenta la tónica permanente de cada existencia individual
y se abstraen las anécdotas y las ocurrencias cotidianas.
No se trata, por supuesto, de volver a los héroes de Carlyle. El
hombre no sería nada, ni siquiera hombre al margen de la sociedad
y la cultura, de las cuales surgen todos y, entre ellos, quienes han
recibido dotes de una superioridad manifiesta.
El hombre superior no parte de cero sino de un mundo variado
y fecundo que le ofrece tesoros inapreciables a manos llenas y,
más aún, la tradición, el acervo y los instrumentos propios del
campo elegido. Como se sabe, la ciencia y la tecnología, la filosofía
y el arte, constituye un continuum, como la cultura misma de la que
dependen, por encima de divisiones y clasificaciones muchas
12
veces arbitrarias.
Un filósofo, decía Hegel, es el filósofo de su tiempo(1). Lo
mismo se podría decir del científico, del artista, del político, que
encuentran el camino abierto y transitado durante siglos por
sucesivas generaciones para su propia realización, según las
posibilidades y limitaciones de su tiempo.
Cuando coinciden la personalidad y la tónica social y cultural,
es posible que surja la obra serena y armoniosa, como si fluyese
de una fuente escondida. En cambio, cuando la divergencia y aun
la oposición entre ambos es evidente, la obra humana no podrá
substraerse a los efectos del conflicto.
Por otra parte, el proceso que empieza con una célula y termina
con un hombre; la sexualidad infantil revelada por Freud; la pubertad
y la adolescencia, la juventud y la edad madura; la vejez y la muerte,
no son obra de la sociedad, ni siquiera de la cultura, sino el
cumplimiento de una regulación anterior que es propia del reino de
la Naturaleza.
El instinto de la reproducción es, precisamente, un poder que
se traduce en un mandato. Obedecerlo y cumplir el papel de un
instrumento es, sin embargo, la mayor fuente de placer y, en
muchos casos, de felicidad. El amor verdadero constituye para el
alma juvenil, sobre todo en el caso de los bien dotados, un
deslumbramiento. En buena cuenta, no es la entrega de un ser a
otro, sino de ambos a la Naturaleza. Ocurre, entonces, que se
descubre y se siente el poder por antonomasia; aquel que rige y
ordena la vibración de los átomos y el curso de los astros. El amor,
más allá de la peripecia personal y la condición terrena, es un
sentimiento cósmico.
Es preciso admitir que la transición de la niñez a la
adolescencia no se efectúa con la misma intensidad en todos los
casos. Se puede pasar de una etapa a otra casi inadvertidamente
y es posible también que la última se prolongue durante toda la vida,
como se ha dicho respecto de Shelley.
La psicología diferencial tiene un fundamento más firme que
13
cualquier otra, en ese punto, y el fenómeno de la adolescencia, que
Spranger describe con belleza y hondura, es tangible en aquellos
que han recibido el oro platónico, en diversidad de condiciones y
circunstancias.
Consciente o inconsciente la sensación de la soledad marca
una frontera entre el sujeto y el mundo circundante. La vida interior
surge, entonces, con ímpetu, pone freno a la comunicación con los
demás y deriva fácilmente hacia el romanticismo.
¿Por qué, al convertirse el niño en adolescente, es capaz de
superar las limitaciones de lo momentáneo y lo concreto y
ascender al nivel del pensamiento formal, de las operaciones
lógicas, de la deducción de conclusiones a partir de hipótesis,
como lo hace notar Jean Piaget?
El maravilloso mundo de la infancia, para quienes han tenido la
fortuna de vivirlo a plenitud, y que se guarda en la memoria como un
cofre que se puede abrir al conjuro de la evocación placentera, como
quería Rilke, ha terminado.
El juego ya no es una fuente de goce, por lo menos el juego
espontáneo y natural que se basta a sí mismo. La dependencia de
los mayores cede el paso a la autonomía de la personalidad, aun
en proceso de desarrollo, es cierto, pero ya suficientemente
efectiva para separar el yo del no-yo.
El monólogo interior, la abstracción, la generalización, las
ideas, la concepción, los planes, los proyectos, la crítica, la
aprobación o la desaprobación, la aceptación o el rechazo, en
suma, la libertad y el ejercicio de la personalidad, se manifiestan
cuando se asume la inquietante, la difícil, la dramática tarea de
pensar y decidir por sí y ante sí; de ser uno entre todos.
La sociedad aprehende al sujeto con una trama de costumbres,
de convenciones y fórmulas más o menos rigurosas.
Las profesiones, los oficios, las ocupaciones, las maneras de
trabajar para subsistir, son múltiples y variadas.
14
Cada uno elige o se ve obligado a aceptar aquello que se le
ofrece, pero tiene, sobre todo, una capacidad general, un conjunto
de aptitudes, una dirección primaria.
Los instintos son poderes de la Naturaleza inherentes a nuestro
ser y, aunque los psicólogos multiplican los nombres y las
clasificaciones, son dos los fundamentales: el instinto de
reproducción, que asegura la subsistencia y propagación de la
Especie, y el instinto de conservación que defiende y favorece a
cada individuo.
La intuición, la premonición, el magnetismo personal, la
telepatía, los variados fenómenos que ocurren sin explicación
satisfactoria y que la parasicología trata de comprender y explicar,
son manifestaciones de una naturaleza inteligente que no yerra
nunca y acierta siempre, porque la sabiduría del Universo se cierne
inmutable sobre las personas y las cosas, al margen del espacio
y el tiempo.
Somos, por tanto, actores de un drama o una comedia en «el
gran teatro del mundo». A cada uno de nosotros se nos ha asignado
un papel y apenas podemos apartarnos del libreto al acudir a
algunas «morcillas», como se dice en la jerga teatral. Según el
Egmont de Goethe, «cual fustigados por genios invisibles, los
solares corceles del tiempo van tirando de nuestro sino; y a
nosotros sólo nos toca retener de buen talante las riendas, y ya a
la derecha, ya a la izquierda, ir encarrilando las ruedas,
apartándolas aquí de una piedra, allá de un hoyo. ¿Quién sabe a
dónde va el carro, si apenas se acuerda de dónde vino?».
Es de común conocimiento que el individuo generosamente
dotado supera fácilmente el nivel de la mayoría, sobresale por su
talento, sorprende por su capacidad creadora, se singulariza, en fin,
por sus actitudes, sus hábitos y su conducta.
El genio surge de pronto, en una parte u otra, sin que haya una
explicación satisfactoria. Y es, precisamente, el genio, cuyo poder
le ha sido dado, el que enriquece la cultura y, en numerosos casos,
imprime una nueva dirección a la historia esencial que discurre
15
dentro y fuera del hombre mismo.
La aparición de genios incomparables en Grecia, en la Europa
del Renacimiento, en la edad contemporánea; la obra singular de
científicos, de filósofos, de artistas, de hombres de acción; la
entrega de cada uno de ellos a su labor, aun a costa de sacrificios
y, en muchos casos, de su bienestar y su vida, nos inclinan a
pensar que cumplen una misión para la que han sido predestinados
y que, por tanto, es ineludible.
El predominio del código genético sobre el medio social es
evidente en los seres dotados con generosidad, lo cual no tiene
nada en común con la tesis del nazismo sobre la «raza aria», pues
los genios y los hombres con talento y aptitudes singulares surgen
en todas partes, independientemente del color de la piel o de la
ubicación en tal o cual zona geográfica.
El tema del amor, como el de la genialidad, constituye un punto
de apoyo a este respecto. A la pregunta ¿por qué amamos?, la
respuesta no puede ser dada por la sociedad y la cultura, sino por
la Naturaleza.
Estamos hechos, fundamentalmente, para alimentarnos y
reproducirnos. El Arcipreste de Hita lo dijo a su manera:
Como dize Aristóteles, cosa es verdadera;
El mundo por dos cosas trabaja: la primera
Por haber mantenencia; la otra cosa
Por haber juntamiento con fembra plazentera.
Del poder instintivo al amor hay más de un paso. El amor es la
humanización del instinto, la profundización de una fuerza natural
en el mundo de la cultura, la idealización de la atracción primitiva
y, si se quiere seguir a Freud, la sublimación de la libido, aunque
nuestra posición no sea ortodoxa en este punto.
Las sociedades, más que la sociedad, han echado capas de
artificio y de convencionalismo sobre hombres y mujeres y más
sobre éstas que aquellos, hasta el punto de encerrar a piedra y lodo,
16
en la mayor parte de los casos, sus signos representativos, de
extraviar por intrincados vericuetos el papel de unos y otros y de
confundir, en un cuadro, la precisión lineal de las figuras.
La mujer –se ha dicho más de una vez– ha sido modelada según
la idea que de ella ha tenido y ha impuesto el hombre, en el seno
de un grupo organizado y dominado por él. Se añade, con cierto
fundamento, que hay dos principios, el masculino y el femenino,
que predominan en un caso u otro.
Sin embargo, un punto de apoyo que supera en solidez a todos
los argumentos de los hombres, puesto que pertenece al dominio
de la Naturaleza, es la maternidad. Es ella la que configura a la
mujer, la que otorga un sentido profundo a su vida y le señala una
misión fundamental, puesto que se trata nada menos que de la
perduración de la Especie.
He aquí por qué la mujer tiene un margen mayor de vida que el
hombre, resiste más que él los excesos de la temperatura, el dolor
y las enfermedades y está dotada de mayor riqueza afectiva y de
una intuición certera, a la vez que se inclina al tratamiento realista
y práctico de las cosas, todo lo cual es necesario para la
salvaguarda del hijo.
Se explican así, también, su anhelo de seguridad y su
tendencia a lo concreto y personal; su fácil y, a veces, apasionada
subordinación a las costumbres, que son los signos tangibles de
un orden social.
Seguramente pertenece a este círculo su sentimiento religioso,
en fina urdimbre con el misterio de la creación, en que ella cumple
un papel protagónico, y, aún más, con la existencia de una
autoridad suprema y de un orden eterno, con un asidero en lo
absoluto que se nutre de la fe y satisface una necesidad vital de
estabilidad y permanencia, al amparo del azar, de los cambios y los
peligros del mundo.
La mujer es un ser constante en medio de un torrente
impetuoso de formas diversas y fugaces que se suceden como las
aguas de un río. Quien busque las notas invariables y el fiel de la
balanza los encontrará en ella. Quizá por esa cualidad esencial se
17
vincule generalmente con manifestaciones adjetivas de la cultura o
tome algunos de sus elementos secundarios con los que juega o
se adorna, sin descender a las capas profundas, a menos que esté
capacitada especialmente para hacerlo y renuncie, en todo o en
parte, a su vocación natural, en una sorda batalla de renunciamientos y transmutaciones, aunque puede también, en más de un
caso, conciliar el mandato universal con el impulso de su vocación
particular y su talento.
Desde la edad temprana, la creación alienta en su seno,
envuelta aún por el misterio, y asciende hasta la conciencia como
un anhelo vago, tocado de temor e inquietud, para mostrarse luego
esperanzada y ansiosa en los años juveniles y cumplirse, por
último, segura y triunfante, en el afecto compartido, en la
concepción y el advenimiento de un nuevo ser.
La creación entendida como acto soberano, sería imposible sin
el amor, no sólo como impulso universal y sobrehumano sino como
fuente de vida inextinguible y como ligamen de los seres unidos en
pequeñas comunidades, a salvo de la soledad y el desamparo.
De allí que el amor sea, preferentemente, un don de la mujer,
pronto a manifestarse por los modos más diversos: los juegos
infantiles de rondas, los cambios de abrazos y besos, de guiños y
sonrisas; la tierna posesión de una muñeca, los arrullos y los
cantos de cuna; el pudor que surge como el signo de una revelación
consciente y un escudo de defensa; el dominio de sí en las
relaciones con personas del otro sexo; la iniciativa que vence a la
timidez y la decisión que se adelanta y se mantiene, a pesar de
todo, en circunstancias excepcionales; la apasionada adhesión a
ideas a través de personas; la irradiación de su innato poder de
fecundidad que atrae y estimula, desde el plano físico hasta la
esfera artística y literaria.
No es frecuente que la mujer se evada de su mundo para
recorrer los lejanos y tortuosos caminos de la abstracción y la
generalización, del análisis y la síntesis y del razonamiento
riguroso, ni que pueda alcanzar la visión y la perspectiva que
acompañan a la comprensión, a despecho del espacio y el tiempo.
18
Más familiares son para ella las relaciones con un fondo de
afectividad, la conversación animada, el cumplimiento de tareas
culturales que no exijan una función directiva, la realización de un
trabajo paciente y minucioso.
En un mundo interior en el cual los móviles afectivos tienen el
campo libre a expensas, muchas veces, de la razón, como si el
conocido aserto de Pascal tuviese aquí mayor vigencia que en otra
parte, («El corazón tiene sus razones que la razón no puede
comprender») y en que lo próximo se impone a lo lejano, lo personal
a lo impersonal, lo concreto a lo abstracto y lo presente a lo pasado
y futuro; en ese mundo hay lugar para los celos, para la limitación
cercana y para la comunión con credos y patrones culturales
próximos a su personalidad.
Como se sabe, la mujer encuentra en la sociedad, entendida
como un sistema viviente de relaciones y costumbres bajo un
conjunto de normas, una satisfacción que, generalmente, deja de
lado la Naturaleza, a la cual no siente como portento cósmico,
precisamente porque ella está inserta en su seno, porque la lleva
dentro de sí, donde actúa con un poder fecundo y silencioso.
Por supuesto, sería inútil esperar que, en la mayor parte de los
casos, piense y actúe en armonía con su misión substantiva, que
rebasa la individualidad y requiere de dotes que no se prodigan con
frecuencia. A menudo se puede observar el cumplimiento ciego de
tareas que se desprenden de la maternidad o la derivación de la
conducta hacia asuntos en los que prolifera una suerte de maleza
social que amenaza muchas veces con cubrir y sepultarlo todo.
Ocurre, entonces, que la autenticidad deja el paso a la ficción, el
vigor a la debilidad y el cumplimiento del deber a las satisfacciones
fugaces.
La mujer debería educarse como tal, con las variantes
adaptables a cada caso, en pos de la conciencia de sí misma, de
su dignidad y respetabilidad, así como de ese mundo de amor, de
abnegación y de sutiles preferencias que le pertenecen por derecho
propio. Las puertas de las más diversas instituciones deben estar
abiertas para ella, pues el cumplimiento de su función natural no
excluye sino demanda, más bien, su participación en el mundo de
la sociedad y la cultura.
19
Tan peligroso es, sin duda, prepararla preferentemente para la
caza del hombre, como convertirla en un apéndice del engranaje
industrial. Son notorios, en el primer caso, el predominio de la
frivolidad y el artificio, la superposición de los medios a los fines y
los excesos de la simulación en desmedro de la naturalidad y la
verdad; y en el segundo, el sacrificio de la mujer a las exigencias
de la maquinaria montada para la producción en serie, al servicio de
intereses comerciales.
Cuando la mujer actúa en armonía con su misión de madre y
la cumple con un fondo de comprensión y ternura que no excluyen
la energía y la justicia sino que las integran, –recordemos la linda
cólera materna de un poema de César Vallejo– es superior al
hombre porque, en buena cuenta, es anterior a él y porque lleva
implícita una función vital –y la vida es superior a la cultura– una
misión humana que se resuelve en creación –y la creación, como
acto, es lo primero– sin olvidar que hay una fuerza originaria,
volvemos a decirlo, que alienta en el substratum de todo lo que vive
y, más aún, de quienes tienen conciencia de que viven: el amor.
Entre la mujer, tocada por la maternidad, y el hombre, que
interviene fugazmente en la concepción, hay notables dife-rencias.
Si él no tuviese otra cosa que hacer, sería el zángano del cual habla
Katherine Mansfield en Preludio. Sin embargo, la continuidad de la
vida, gracias al advenimiento de los nuevos seres, su alimentación
y salvaguarda, serían imposibles sin la organización, la
administración y la dirección de la sociedad, sin el trabajo merced
al cual se obtienen los recursos necesarios para el mantenimiento,
el bienestar y el avance de la sociedad y cada uno de sus miembros,
y sin la creación y el enriquecimiento del mundo de la cultura, todo
lo cual corresponde preferentemente al hombre, libre de las
ataduras de la maternidad.
El hombre, menos resistente que la mujer al dolor y las
enfermedades, con menos vida por delante, menos natural también
y acaso más vulnerable e inacabado, se mantiene en evolución
constante, como si en él hubiese una síntesis de fuerza muscular
y capacidad racional, de ímpetus animales y aspiración a la
20
conciencia, de apetitos e ideales, de «cuidados pequeños» y un
insaciable anhelo de absoluto y de eternidad. No es extraño, por
tanto, que intente realizar aventuras, llevado por un impulso
irresistible o una curiosidad insaciable que lo llevan a descubrir
verdades ocultas, a luchar y triunfar, y a convertir cada triunfo en un
punto de partida para una nueva aventura.
Esta actividad incesante y múltiple, que se desarrolla
febrilmente, que demanda increíbles sacrificios, que requiere de
sistemas, de instrumentos, de organismos; que agrega un
elemento a otro elemento, un eslabón a otro eslabón, hasta
conformar un mundo inacabado como el hombre, constituye su
razón de ser y su supremo destino.
El hombre puede elevarse, con relativa facilidad, a la esfera de
las abstracciones y las generalizaciones; puede seguir el hilo de
una reflexión lógica y elaborar una teoría o un sistema digno de tal
nombre; puede crear en el campo de la literatura, de la música y de
las artes plásticas; puede ahondar en una partícula y aprehender un
conocimiento que unido a muchos otros y organizado en una
estructura suficientemente autónoma termina por constituir una
ciencia; y puede, también, dejar atrás el estrecho círculo de las
costumbres y las convenciones sociales y caer en el agnosticismo
y el escepticismo, pero es capaz de abrazar una causa y sufrir y
morir por ella.
Puesto que su contribución más importante es al mundo de la
cultura, no se debe esperar de él la inmovilidad y la satisfacción
permanentes sino una inquietud y un impulso interior capaces de
llevarlo a la previsión del futuro, a la concepción de una utopía y al
empeño y el esfuerzo para contribuir a la transformación de una
realidad que considera injusta e irracional.
Ciertamente, el amor es en él una fuente de estímulos, de
imágenes seductoras y de escondido deleite, que puede proyectarse a los seres y las cosas del Universo, como en el caso de
Francisco de Asís, y sentirse hermanado con ellos a la vez que
soñar con realizaciones imposibles.
21
La disciplina, impuesta por sí mismo, la organización, la crítica,
el gobierno, son partes de su mundo.
Su capacidad para encontrar en un árbol, en un ave o un río un
motivo de goce y satisfacción íntima, para vagar con el pensamiento
y alumbrar ideas, van a la par del sentimiento cósmico que
desborda el marco del orden impuesto por pequeñas necesidades
humanas, precisamente porque entre la totalidad y él hay una línea
divisoria que le permite alcanzar la visión y la comprensión objetiva.
Es comprensible que estas calidades, tan variadas y de tan alto
rango, no se den juntas en una sola persona y que, muchas de ellas,
se excluyan mutuamente.
Además, la mayor parte de estas consideraciones no se
refieren al hombre y la mujer, en general, sino a quienes reúnen en
sí mismos las calidades esenciales de su sexo, cuya plenitud
humana los acredita como representantes de la masculinidad y la
femineidad.
Las calidades innatas son decisivas porque se identifican con
cada ser humano, delínean su personalidad y configuran su
carácter, a la vez que le señalan sus posibilidades y limitaciones
dentro del medio social.
22
II
NATURALEZA
Y
VIVENCIA POPULAR
La subordinación del hombre primitivo a la Naturaleza se explica
fácilmente. Surgido como un brote de la tierra, su sentimiento de
sujeción y desamparo en un mundo misterioso y mágico, regido por
divinidades invisibles, tendría que llevarlo al acatamiento de
poderes ocultos, a la intermediación de magos y brujos, a la
formulación de conjuros, al afán de adivinar el porvenir y a la práctica
de sacrificios de animales y aun de seres humanos para agradar,
recibir ayuda o aplacar a las potencias divinas.
En la obra de L. Lévi-Bruhl La Mentalidad Primitiva(2), los
ejemplos y las observaciones ilustran acerca de esta dependencia
en numerosas páginas. «Para la mentalidad primitiva –dice el
autor– el mundo sensible y el invisible forman un todo. La
comunicación entre lo que llamamos la realidad sensible y las
potencias místicas es, pues, constante. Todos los objetos y todos
los seres están implicados en una red de participaciones y de
exclusiones místicas. La mentalidad primitiva vive en un mundo
donde innumerables potencias ocultas siempre presentes, están
obrando constantemente o listas para obrar. A los ojos de los
primitivos, nada hay fortuito. A los dankays los espíritus y los
[22]
23
demonios les parecen tan reales como sus propias personas. Es
natural que en las representaciones colectivas de los dankays, los
pájaros sagrados no solamente anuncian los acontecimientos sino
que los produzcan. A los ojos de la mentalidad primitiva curar una
enfermedad es vencer el encantamiento que le ha causado por
medio de un encantamiento más fuerte».
«En las sociedades más desarrolladas del África central, la
obsesión por la hechicería es continua».
Es verdad que la magia, la hechicería y el tabú no han
desaparecido. El mito y las supersticiones son universales. En
estos casos hay un fondo de irracionalidad pero también de
vitalidad.
El mito es elogiado y reclamado por quienes tratan de dar vida
y poder fecundante a una utopía, en tanto que los racionalistas a
outrance lo condenan sin atenuantes.
La fuerza del mito está dada por su raíz vital, a despecho del
intelecto. En el polo opuesto al escepticismo, que alienta y se
extiende en el seno de los pueblos viejos, el mito es un impulso
juvenil. Aquello que se alimenta de una convicción, existe
realmente, aunque sólo sea por sus efectos y, quizá, únicamente
para cada persona o un conjunto de personas.
Si el mito nos mueve y nos proyecta hacia algo, la superstición,
en cambio, nos detiene y nos ata a supuestos igualmente
irracionales. La mayor parte de personas tiene una superstición o
más porque para ellas no todo es tangible ni todo está explicado.
El espacio en que se encuentran no termina con la percepción
efectiva o posible, sino que se extiende hasta una zona en la cual
reina el misterio.
Algunos hechos pueden ocurrir porque no obedecen a la
voluntad del protagonista o a una causa verificable, sino a un poder
ignorado, con lo cual no se está muy lejos de la mentalidad primitiva.
El mito y la superstición permanecerán siempre porque son
propias de la naturaleza humana. La razón cubre una parte del
24
dominio del hombre. La otra, mucho más amplia y profunda, porque
es más vital, pertenece al mundo de los instintos, de la afectividad
y, en suma, de la subconciencia.
Cuando se pasa de los pueblos primitivos a las altas culturas,
el vínculo del hombre con la Naturaleza se mantiene y las
diferencias que se advierten entre ellas son, en su mayor parte,
formales.
Elijamos dos de ellas.
En Grecia, esa vinculación se expresa a través de un cierto
número de divinidades, mayores o menores. Cada una de las
manifestaciones y poderes del Universo encuentra en un dios una
representación viva que es como una extensión humana. Además,
las pasiones de los hombres se objetivan también en un ser
superior.
Es difícil comprender la identificación de fenómenos naturales
con personajes divinos, no como una figuración poética o un
recurso intelectual, sino como una realidad tangible, hasta el punto
de que a esos dioses se les teme, en algunos casos, se los invoca
con frecuencia y se les rinde culto público y privado y se multiplican
los sacrificios, las procesiones y las festividades.
El culto se efectúa en los templos, algunos de ellos suntuosos,
pero también en santuarios modestos y en la intimidad del hogar,
sin que se desdeñen las rocas, los árboles, las fuentes y las grutas,
vinculadas a alguna divinidad.
Esta vinculación antropomórfica del pueblo con su medio
natural, tiene un fondo de misterio, de mito y de unción religiosa.
Los dioses se parecen mucho a los hombres.
Sus aventuras son del dominio común y, en más de un caso,
distan mucho de normas morales y requerimientos éticos. Los
poetas fueron convirtiendo a las divinidades primitivas en otras más
accesibles y añadieron, sin duda, episodios más complicados a
una mitología cada vez más vasta y variada.
25
«Lo primero que resulta, a lo que parece, –nos dice Burckhardt–
es que los bienhechores y educadores de la humanidad han sido
elevados a la categoría de dioses, y se ponía en esta categoría,
además de Heracles, a los Dioscuros y a Asclepia. Eolo se convirtió
en dios de los vientos porque inventó el navegar a vela. Medusa se
nos convierte en una princesa Libia contra la que marcha Perseo.
Los dioses no son de tamaño mayor que el hombre; se sientan
con él a la mesa. Algunos de los dioses no son sino
personificaciones de impulsos humanos como Ares, ‘el insensato‘
y Afrodita. Hermes resulta el ratero por antonomasia. Ares es la
lucha desesperada. Afrodita es el instinto y Helena su víctima
involuntaria. Dionisos posee un tipo de personalidad distinto de los
demás dioses. Le incumbe particularmente la vida, pero las delicias
del vino y la embriaguez no agotan su importancia»(3).
La Iliada se inicia con una invocación a los dioses. «Canta,
diosa, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo». Y a lo largo del poema,
los dioses son los protagonistas de la lucha, más aún que los
hombres. Apolo diezma a los griegos; Zeus recurre al engaño de un
sueño para confundir a Agamenón; Atenea interviene en la
contienda, lo mismo que Iris; Poseidón acude en defensa de los
griegos contra los troyanos, los dioses infunden ánimo a unos u
otros de los combatientes y Aquiles, el héroe, suspende la batalla
y permite que se levante un túmulo para el cadáver de Héctor.
La Odisea se inicia con una invocación a la Musa y la asamblea
de los dioses. Como en la Ilíada, ellos alternan con los hombres y
deciden el curso de los sucesos, aunque la Moira es el Destino que
rige a todos.
La Naturaleza encuentra aquí las palabras que le son debidas:
«Junto a la gruta, una magnífica viña desplegaba sus ramas
cargadas de racimos, y muy cerca unas de otras vertían su clara
linfa cuatro fuentes, que dejaban correr sus aguas a través de sus
suaves praderas de perejil y violetas».
«Al llegar a aquel paraje, los ojos de cualquier dios se hubieran
26
sentido hechizados y encantada su alma».
El viaje de Ulises no sólo llama a los dioses a participar en él
para favorecerlo o impedirlo, sino es un constante contrapunto del
héroe y los peligros y los refugios de la Naturaleza, personificada
muchas veces en seres divinos: Circe, las Sirenas, Caribdis y
Escila, entre otros.
Por lo demás, en este mundo que podríamos llamar de
«realismo mágico», adelantándonos en muchos siglos a un
fenómeno literario de nuestro tiempo, los hechos y las ficciones se
confunden porque éstas son vividas como partes animadas del
conjunto. «Desde la playa, partiendo de las rocas, –leemos en
Lezama Lima– comienzan a surgir los caballos voladores, como
una espada que arrancase de las rocas telas mágicas. Un aire de
flauta comienza a desenvolver una cancioncilla recogida por Orfeo,
mientras se alejan los portadores de tirsos. La canción de Orfeo, la
flauta panida y los gallos eleusinos, destruyen el sombrío manto de
la enemiga de Psique»(4).
En el Perú, la vinculación del hombre con la Naturaleza, la
vivencia popular de ese ligamen misterioso y, en cierta forma,
sagrado, constituyó una de las notas esenciales de la cultura
andina que aún se mantiene en gran parte de la población.
En este caso, la relación es directa, sin intermediarios o
figuraciones poéticas, como si un cordón umbilical mantuviese
unidos a la Naturaleza y a sus hijos, los hombres.
Es ya revelador el hecho de que se llame «la madre tierra»
(Pacha mama) al astro que habitamos y al que debemos la vida. El
ayllu, la comunidad tradicional, permanece unida, sobre todo, por
la posesión de la tierra y, a la vez, por vínculos religiosos y
tradicionales. «El ayllu o comunidad –dice Luis E. Valcárcel– es la
reunión de familias vinculadas entre sí por lazos de parentesco, de
posesión común de la tierra, de la misma religión, el mismo idioma,
las mismas tradiciones y la convivencia durante siglos. El pequeño
mundo dentro del cual vive la comunidad está constituido por
27
elementos físicos como la tierra en sus diversos accidentes:
montañas, ríos, fuentes, cuevas, peñascos, etc.».
Pero este medio físico constituye un mundo mágico. El cerro
más alto alberga el espíritu tutelar del ayllu; la caverna es la
pacarina o lugar de origen, lo mismo que el manantial o la naciente
de un río; todo está poblado de seres que influyen distintamente en
la vida del hombre. Esta vida mágica del paisaje tiene un valor
enorme para él porque no sólo tiene un valor económico sino
mágico-religioso»(5).
De allí que, aparte de los templos y santuarios, hayan sido
innumerables los adoratorios al aire libre en cerros y quebradas, en
fuentes y cavernas, en peñascos y lagunas.
Así pues, si el antropomorfismo predominó en Grecia, aquí
encontramos el predominio del animismo. Desde luego, este
mundo mágico no se circunscribe a un lugar, ni siquiera a la Tierra.
Va más allá y termina por abarcar el Universo.
El Sol, Inti, al que se rinde culto preferente; la Luna, Quilla, los
astros que brillan en el cielo, son mirados y sentidos por el hombre
peruano con unción religiosa.
Se ha hablado más de una vez, de un sentimiento cósmico en
el antiguo Perú, no sólo por el testimonio de la tradición oral, por
algunas referencias de los cronistas y por la vivencia popular aún en
nuestros días, si no por los restos monumentales que motivan la
admiración de visitantes, en general, y de hombres de estu- dio.
Las rayas de Nasca, por ejemplo, constituyen un motivo de
asombro, sin que se pueda encontrar una explicación satisfactoria. Las figuras zoomorfas de enormes proporciones, hasta el
punto de que sólo se las puede apreciar desde la altura, posible en
nuestro tiempo merced a la navegación aérea, pero imposible en la
época en que fueron trazadas; la precisión con que están hechas,
la posible intención de los autores y su verdadero carácter, son
cuestiones que, probablemente, no serán dilucidadas, pero sí hay
algo que se puede afirmar: su amplitud, que va más allá de la medida
habitual, adquiere una categoría universal.
28
La ciudad de Machu Picchu, construida en la cumbre de una
montaña, es otro ejemplo de una unidad entre el medio natural y la
obra humana. Aldous Huxley encontró en ella un testimonio pétreo
de «la sabiduría ecológica de los Incas».
Machu Picchu es más que una ciudad. Podría ser un santuario;
un intento del hombre de aproximarse a regiones excelsas, una
invocación hecha muros y cobijos y albergues, una oración
silenciosa.
En un paraje de montes cubiertos por una densa vegetación, allí
donde el cálido ambiente es propicio para la fecundación y los
partos prodigiosos, sería inútil que el viajero buscase una ciudad y,
aún menos, que pretendiera encontrarla, por un exceso de la
imaginación, en la cumbre de una de esas montañas.
Sin embargo, quienes han ascendido penosamente por una
senda zigzagueante ganada a la vegetación y desesperan de
encontrarla, dominados por el cansancio, ven aparecer de pronto,
como si surgiese de un paraje mágico obedeciendo a un conjuro,
una ciudad suspendida en el abismo que multiplica sus muros,
torreones y ventanas y desborda en andenes serpenteantes
tapizados de verde: Es Machu Picchu.
«Cualquier americano semiinstruido –dice Juan Larrea– sabe
que en cierto paraje de su espacio natural donde por lo común no
ha puesto sus plantas todavía, se muestra uno de esos raros
fenómenos en los que lo humano parece haberse conjugado con lo
cósmico en términos inexplicablemente excepcionales. Machu
Picchu tiene, al parecer, mucho de cósmico. Hay allí algo que no
se ajusta a las dimensiones de lo humano por mucho que se las
hipertrofie y enaltezca, cierta rara sublimidad que no se siente en
El Escorial, en Atenas o Roma, en Delfos, en Gizeh y demás
lugares prestigiados por la acción del hombre»(6).
Estos testimonios son, sin duda, definitivos, pero hay algo más
aún cuando se trata de la comunión del hombre con la Tierra; del
29
vínculo de los seres humanos con los montes, las fuentes y los ríos;
el íntimo contacto del paisaje natural y el paisaje humano, hechos,
expresión y poesía en la obra de José María Arguedas, el gran
escritor peruano.
Bastaría, para probarlo, espigar en sus cuentos y en sus
novelas, como en Warma Kuyay que empieza con aquella
evocación de encantamiento: Noche de luna en la quebrada de
Viseca. Salcedo, el protagonista de Orovilca, habla de un ave: «El
chaucato es un príncipe como de los cuentos».
«Debe ser algún genio, antiguo, iqueño. Es quizá el agua que
se esconde en el subsuelo de este valle y hace posible que la tierra
produzca tres años, a veces más años, sin ser regada». En Hijo
Solo: «A ratos, desde el fondo del bosque, llegaba la voz tibia de las
palomas».
«Creía Singu que de ese canto invisible brotaba la noche;
porque el canto de la calandria ilumina como la luz, vibra como ella,
como el rayo de un espejo. Singu se sentaba sobre la piedra. Le
extrañaba que precisamente al anochecer se destacara tanto la flor
de los duraznos. Le parecía que el sonido del río movía los árboles
y mostraba las pequeñas flores blancas y rosadas». En El Ayla: «El
sol del crepúsculo comulga con el hombre, no sólo embellece el
mundo. Mientras el Auki cantaba, la luz se extendía, bajaba de las
cumbres sin quemar los ojos. Se podía hablar con el resplandor o,
mejor, ese resplandor vibraba en cada cuerpo de la piedra, del grillo
que empezaba ya a inquietarse para cantar y en el ánimo de la
gente»(7).
Cuando Arguedas habla de sí mismo y de su sentimiento de la
Naturaleza, que lo es de la comunidad a que pertenece y representa
como ningún otro, sus palabras fluyen como la linfa de una fuente:
«Quedaron en mí dos cosas muy sólidamente desde que aprendí
a hablar: la ternura y el amor sin límites de los indios, el amor que
se tienen entre ellos mismos y que le tienen a la naturaleza, a las
montañas, a los ríos, a las aves, y el odio que tenían a quienes, casi
inconscientemente, y como una especie de mandato Supremo, les
hacían padecer. Yo hasta ahora, les confieso con toda honradez,
con toda honestidad, no puedo creer que un río no sea un hombre
30
tan vivo como yo mismo. Yo les decía a mis amigos en el Rhin, si
trajera a unos cuantos de mis paisanos de Puquio y los pusiera en
la proa de este barco, caerían todos de rodillas ante el espectáculo
de este río».
«Para el hombre quechua monolingüe, el mundo está vivo; no
hay mucha diferencia, en cuanto se es ser vivo, entre una montaña,
un insecto, una piedra inmensa y el ser humano. No hay, por tanto,
muchos límites entre lo maravilloso y lo real».
«Una montaña es dios, un río es dios, el ciempiés tiene virtudes
sobrenaturales»(8).
En Diamantes y Pedernales: «Porque el achauk`aray y el
phalcha florecen sobre la tierra helada, bajo los pedregales en que
comienza la nieve. Respiran lozanas en las silentes regiones donde
no llegan ni las gramíneas ni las aves pequeñas, ni las vicuñas. El
corazón humano se enciende al encontrarlas. Quien las descubre
junto a los desiertos cegadores de nieve, vibra dulcemente y se
arrodilla».
«Los bosques de retama perfumaban el campo. Se veían las
flores como claras manchas a las orillas del río. La luna menguante
no opacaba a las estrellas, iba acercándose al filo de los montes
en un extremo del cielo despejado; bajo la luz tranquila brillaban las
estrellas sin herir tanto».
«Nunca se funden las cosas del mundo como en esa luz».
«El resplandor de las estrellas llega hasta el fondo, a la materia
de las cosas, a los montes y ríos, al color de los animales y flores,
al corazón humano, cristalinamente; y todo está unido por ese
resplandor silencioso».
«Desaparece la distancia. El hombre galopa pero los astros
cantan en su alma, vibran en sus manos. No hay alto cielo».
Arguedas dice cuando está escribiendo El Zorro de Arriba y el
Zorro de Abajo: «Yo estoy sufriendo hartísimo, pero cada vez amo
más el mundo. La sola presencia de una árbol me recompensa de
todo lo sufrido».
31
III
LA NATURALEZA Y ROUSSEAU
Juan Jacobo Rousseau tenía la Naturaleza a flor de labio.
Que sepamos, ningún escritor la ha citado tantas veces, como
si en ella se encontrase la clave de todas las cosas.
Así, pues, el recuerdo de su personalidad y su obra, que se
mantienen aún presentes a pesar del tiempo transcurrido desde
entonces, es ineludible.
Todo el mundo ha oído hablar de Rousseau, pero son muchos
los que ignoran las particularidades y vicisitudes de este hombre
apasionado, complejo y contradictorio, que se entregó a la misión
para la cual había nacido, a pesar de la pobreza, la soledad y los
peligros que lo acompañaron siempre.
Cuando nació Rousseau, Europa estaba profundamente
dividida entre católicos y luteranos, y la muerte de su madre, a la
que no pudo conocer, constituyó uno de los lamentables sucesos
que afectaron su vida, como anuncio de lo que habría de ocurrirle
después.
La Ginebra de entonces se había entregado a la severidad de
[31]
32
las normas religiosas. El padre de Juan Jacobo, un relojero un tanto
abúlico y excéntrico, no acompañó a su hijo mucho tiempo. Pupilo
en la casa de un pastor; aprendiz de grabador, incomprendido y
maltratado, en una lucha entre las costumbres licenciosas de sus
compañeros y una exigencia ética apenas naciente; atraído por las
mujeres desde su temprana adolescencia pero obligado siempre a
mirarlas de lejos; libre al fin cuando las puertas de Ginebra se le
cierran, sin poder evitarlo; vagabundo impenitente y lector
insaciable, acogido por la señora Warens a quien llamaría mamá,
pero que lo atraería más tarde para convertirlo en uno de sus
amantes; luterano refugiado en un hospicio católico, y luego,
lacayo de librea; seminarista por breve tiempo; pensionista en la
casa de un músico y alojado después en la casa de un zapatero
remendón; aprendiz de músico en Lausana; secretario de un falso
eclesiástico; empleado en una oficina de provisión de tierras;
preceptor de niños en Lyon; secretario del Embajador de Francia en
Venecia; compositor de óperas; secretario y cajero de una dama,
Mme. Dupin, es difícil encontrar un caso semejante, en el que los
cambios de ocupación, la vagancia consuetudinaria y el encuentro
a tropezones con su propio camino, hayan ido a la par de un
carácter extremadamente impresionable, de una imaginación
desbordante y una pasión impetuosa que lo condujeron a la
realización de una obra perdurable.
«En su propia juventud singular –dice Matthew Josephson, uno
de sus biógrafos– no hizo más que vagar como un paria por los
caminos de Europa, compartiendo la rústica comida de las chozas
campesinas y pasando las noches en cuevas y agujeros en los
campos o en las desoladas calles de las ciudades»(9).
Una tarde, vagando como siempre, lleva en las manos el
Mercure de France y lee allí que la Academia de Dijon ha propuesto
para el premio del año siguiente el tema «El progreso de las
ciencias y las artes ¿ha contribuido a purificar o a corromper las
costumbres?».
Es su camino de Damasco. Rousseau lo ha contado en una
carta a Malesherbes con un estilo inimitable: «Sentíme de pronto
deslumbrado por un millar de luces resplandecientes; una multitud
de ideas vívidas se apiñaban en mi mente con tal fuerza y convicción
que me sumieron en una agitación indecible; sentía mi cabeza
33
remolinear como la de un borracho. Sobrecogióme una violenta
palpitación que hacía latir mi corazón de una manera insoportable;
faltándome el aliento para seguir andando, me desplomé debajo de
uno de los árboles del camino, donde permanecí durante media
hora en un grado tal de exaltación que, al levantarme, noté la parte
anterior de mi chaqueta humedecida por mis lágrimas, aunque
inconsciente en absoluto de haberlas derramado».
Ecce homo. Este es el hombre. Todo lo que se diga sobre él
será siempre pálido y pobre ante estas líneas.
Ese era el tema de toda su vida. Las ideas afluyen de pronto
como si se hubiera esfumado la barrera que las detenía. La frivolidad
y la hipocresía de un medio artificial; la injusticia de una sociedad
gobernada por el egoísmo, la irracionalidad y el desdén sistemático
e inhumano; los males que se habían ido acumulando sin medida;
todo eso debía desaparecer para que surgiese el hombre despojado
de esa capa opresora que desvirtuaba también el sentido de la
cultura y de la historia.
Ganó el premio y la fama lo hizo suyo para siempre. Diderot, ya
su amigo, le dijo: «Su discurso toma por asalto a todo el mundo».
La fama, ciertamente, no había de faltarle, pero tampoco el
sufrimiento, el temor, la envidia de los otros y la persecución del
Poder, con mayúscula.
Rousseau, con su Discurso sobre las artes y las ciencias, se
perfilaba no sólo como un contestatario sino como un
revolucionario. Lo fue toda la vida. De allí que uno de sus
contemporáneos, Garat, dijese que produjo escándalo, admiración
y terror, como si se intuyese ya la explosión de 1789.
Aún hoy, sus palabras son capaces de provocar un incendio:
«La primera fuente del mal es la desigualdad –dice adelantándose
en doscientos años a los revolucionarios de hoy, y agrega:– Si yo
fuese el cacique de alguna nación africana colgaría a todos los
europeos que cruzasen la frontera».
Aún más: «Cuántos crímenes –antes de Proudhon y de Marx–
34
guerras, asesinatos, miserias y horrores habría ahorrado a la
especie humana el que, arrancando las estacas o arrasando el
foso, hubiese gritado a sus semejantes: ¡Guardaos de escuchar a
este impostor! ¡Estáis perdidos si olvidáis que los frutos son para
todos y que la tierra no es de nadie! Únicamente el trabajo da al
cultivador de la tierra derechos sobre la cosecha».
La fama no lo colmó de soberbia sino constituyó más bien un
reto que lo obligó a traducir en actos sus ideas.
Se había unido con una humilde lavandera que no sabía leer ni
escribir ni expresarse correctamente ni aprender siquiera los
nombres de los meses del año. Envió a sus hijos al orfelinato
apenas habían nacido, y el remordimiento lo agobió el resto de su
vida, afectada también por una enfermedad que no pudo curar
nunca: la retención de orina.
Reducido, por su propia voluntad, al oficio de copista, encontró
en él los recursos necesarios para vivir a su manera.
Sería inútil continuar con las vicisitudes de Rousseau. Al primer
discurso siguió otro sobre el origen de la desigualdad entre los
hombres, y su actividad intelectual culminó con obras capitales:
Emilio, El Contrato Social, La Nueva Heloísa, Confesiones y
Ensueños de un Paseante Solitario, seguramente la más hermosa
de todas.
La revelación de la Naturaleza es para Rousseau un motivo de
exaltación y una fuente de felicidad. La siente como una obra de la
divinidad, a la que dedica páginas memorables en «La Profesión de
Fe del Sacerdote Saboyano» que incluyó en Emilio. El libro fue
quemado por el verdugo en un acto público y su autor hubo de huir
y refugiarse en Inglaterra.
Le obsesionaba el tema de la naturaleza en el hombre, cuyas
leyes superan sin medida a las otras, propias de las convenciones
sociales. Para él, la naturaleza humana y la civilización se oponen
entre sí, por lo cual, concluye, hay que volver al hombre de la
35
Naturaleza. El aserto se presta a confusión y las interpretaciones
son diversas.
Francisque Vial ha tratado de explicarlo: «El hombre de la
naturaleza, tal como él [Rousseau] entiende definirlo, no es un ser
histórico y real; es una abstracción lógica, un concepto. Del
hombre, tal como él lo ve, elimina todo lo sobreañadido, lo ficticio,
y lo que encuentra bajo esa gruesa costra de caracteres adquiridos,
es la constitución primaria del hombre, es la esencia del mismo, es
el hombre de la naturaleza».
«Para Rousseau, y podemos decir esto sin jugar con las
palabras, el hombre de la naturaleza es exactamente la naturaleza
del hombre»(10).
«Todo está bien al salir de manos del Autor de las cosas; todo
degenera en manos del hombre». Así empieza el Emilio.
«El hombre ha nacido libre, pero en todas partes se halla
cargado de cadenas». Así empieza el Contrato Social.
Naturalmente, esta obsesión por «el hombre de la naturaleza»
había de ser mirada con escepticismo y provocar polémicas y
burlas. El más mordaz fue, por supuesto, Voltaire que le escribió
a Rousseau, después de recibir su libro sobre el Origen de la
desigualdad entre los hombres:
«Acabo de recibir, señor, su nuevo libro contra la especie humana,
y le agradezco por ello. Pinta usted con verdaderos colores los
horrores de la sociedad humana. Jamás he visto tanto talento
empleado para volvernos estúpidos. Leyendo su libro siéntese el
deseo de andar a cuatro patas. Empero, como por desgracia, hace
más de sesenta años que he perdido ese hábito, me es imposible
asumirlo nuevamente y debo dejar esa postura natural a quienes
sean más dignos de ella que usted y yo».
El hombre que encuentra en la Naturaleza la clave de la felicidad
humana, se despoja de sus preocupaciones y siente un goce
profundo cuando va por caminos solitarios bordeados de flores, allí
donde todo está lejos de la civilización. «En aquella profunda y
36
deliciosa soledad –refiere en sus Confesiones– en medio de los
bosques y de las aguas, oyendo el concierto de los pájaros,
aspirando el perfume de la flores de naranjo, compuse en un
continuo éxtasis el quinto libro de Emilio cuyo colorido bastante
fresco debo en gran parte a la viva impresión del local donde lo
escribí»(10).
Refugiado en la isla de Saint-Pierre, añade a sus ocupaciones
habituales la recolección y el estudio amoroso de hojas, de flores
y de hierbas, que habían de prolongarse hasta su muerte. «Errar
perezosamente por el bosque y por el campo –dice– tomar esto y
aquello, tan pronto una flor como una rama; coger las yerbas al
acaso, observar mil y mil veces las mismas cosas y siempre con
el mismo interés».
«Por muy diversa que sea la estructura de los vegetales no
puede interesar a una mirada ignorante. No ven nada en detalle
porque no saben siquiera lo que es preciso mirar y no ven tampoco
el conjunto, porque no tienen ninguna idea de esa cadena de
relaciones y de combinaciones que colma con sus maravillas el
espíritu del observador».
«No quería dejar una brizna de hierba sin análisis y me disponía
a hacer, con una selección de observaciones curiosas, la Flora
petrinsularis».
«He amado siempre, apasionadamente, el agua, y su vista me
lanza a un sueño delicioso. Al levantarme, cuando hacía buen
tiempo, no dejaba nunca de correr sobre la terraza para aspirar el
aire salobre y fresco de la mañana y contemplar aquel hermoso
lago, cuya ribera y las montañas que le rodean encantaban mi vida.
No encuentro un homenaje más digno a la divinidad de esa
admiración muda que excita la contemplación de sus obras y que
no se expresa de una manera material».
«Oh, Naturaleza, oh madre mía», hubo de clamar más de una
vez con entrega total y unción religiosa.
Así, pues, Rousseau se convierte en naturalista.
37
Iba a vagar, ciertamente, como lo había hecho con frecuencia,
pero iba a la vez a herborizar, no sólo con un propósito de
conocimiento si no de íntima comprensión y, algo más, de retorno
a la vida universal, para confundirse con ella y sentirse animado por
el mismo impulso misterioso que convierte las semillas en plantas
y las gemas en hojas, en flores y frutos.
38
IV
LAS AFINIDADES NATURALES
En las Afinidades Electivas de Goethe, Eduardo y Carlota
comparten su vida, como esposos que son, en medio de la
abundancia, pero también tocados por la soledad que a veces
interrumpe las visitas de vecinos y amigos. Eduardo insiste en
atraer al Capitán con el que pasó días muy felices, y Carlota se
esfuerza por convencer a Otilia, una linda muchacha, protegida
suya, para que deje el internado y vaya a vivir con ellos.
Ambos alcanzan lo que desean y, con el correr de los días,
Eduardo y Otilia se sienten mutuamente atraídos, así como Carlota
y el Capitán.
Esa atracción se acentúa hasta el punto de que Carlota debe
acudir a su dominio sobre sí misma, y el Capitán se aleja a tiempo,
pero el amor de Eduardo por Otilia crece como un incendio y sólo
termina con la muerte de ambos.
Es natural que Eduardo se sienta deslumbrado y cada vez más
atraído por una bella muchacha que, además, obedece al mismo
impulso, que se adapta a sus costumbres y trata de complacerlo,
porque ella ve también en él aquello que le faltaba; y es natural que
Carlota y el Capitán sientan una atracción mutua que desborda el
[38]
39
marco del matrimonio, institución a la cual ella está obligada y que
él respeta por ella misma, por su amigo y por la acogida que se han
servido dispensarle.
Al parecer, las afinidades, en este caso, no son electivas sino
enteramente naturales. La elección implica un razonamiento
previo, una comparación de las ventajas y las desventajas y una
decisión que se traduce en hechos.
La afinidad natural, en cambio es una suerte de atracción que
actúa por sí misma, independientemente de la voluntad de las
personas que se sienten, más bien, arrastradas por una fuerza que
tiende a unificarlas, a pesar de las convenciones sociales, porque
esa fuerza es una manifestación del imperio de la Naturaleza.
Sin embargo, la afinidad de los elementos químicos que figura
en la novela, es un punto de apoyo para una conclusión diferente.
La definición que da el Capitán no deja lugar a dudas. «Llamamos
afines aquellas naturalezas que al encontrarse rápidamente hacen
presa una de otra y de un modo recíproco se influyen».
Es inevitable que, al abordar este asunto, nos encontremos de
pronto con el movedizo y complejo mundo de la psicología.
Las diferencias individuales constituyen un axioma desde el
punto de vista psicológico. Asombra el hecho de que cada ser
humano sea único, aunque millones de ellos pueblan la tierra. Se
ha dicho que ni dos gotas de agua son iguales y Montaigne ha
llegado a afirmar que la diferencia entre un hombre y otro hombre
es mayor que entre un hombre y un animal.
Es interesante observar que, pese a estas diferencias o,
precisamente, a causa de ellas, unos y otros se siente atraídos
entre sí, al margen de la reflexión y la voluntad.
Conviene a nuestro propósito, referirnos a un hecho
previamente a las afinidades mismas.
Nadie puede dudar del dominio del código genético. Una simple
observación a lo largo de nuestras relaciones, por fugaces que ellas
sean, nos permiten distinguir el talento de unos y la limitación
40
mental de otros que se revelan principalmente a través del lenguaje,
como lo hace notar Klages.
La agilidad mental, la rapidez de la comprensión, el uso de las
palabras adecuadas, la fluidez de la expresión, la adaptación
inmediata a ambientes y situaciones distintas que van más allá del
influjo de un medio determinado o del contacto con otras culturas
y otras gentes y aún más allá de la educación misma, nos revela
sobre todo, una capacidad natural que no se manifiesta en otras
personas.
Ocurre lo mismo cuando se habla con razón, de un poeta o de
un filósofo o pintor o un músico «nato». Esta palabra lo dice todo.
La intuición del médico, del político, del científico es, también, un
don de la Naturaleza. Las cualidades extraordinarias que estudia la
parapsicología tienen el mismo sello. Y el genio, al que nos
referíamos antes, constituye, quizá, la prueba más convincente a
este respecto.
La Caracterología nos proporciona una prueba más en apoyo de
esta tesis. Los temperamentos sanguíneo, melancólico, colérico y
flemático, admitidos desde antiguo, y los tipos pícnico y leptosomo
de Kretschmer a los que corresponden los temperamentos
ciclotímico y esquizotímico, no son productos de la sociedad y la
cultura sino de la Naturaleza.
La afinidad es, generalmente, una suerte de vínculo natural
entre dos personas que han sido dotadas igual o semejantemente
desde su nacimiento, aunque en numerosos casos se trata, más
bien, de una suerte de compensación o complementación
necesaria y, por lo tanto, difícil de eludir.
La Historia nos ofrece ejemplos muy ilustrativos al respecto. Es
difícil encontrar una afinidad como la que hubo entre Sócrates y
Platón, hasta el punto de que no se sabe qué es lo que pertenece
al uno y al otro, pues la esencia y la trama filosófica son de ambos,
sin distinción posible.
En este caso, la afinidad fue no sólo una atracción mutua dada
por el genio, sino una extraordinaria identidad de ambos en la
concepción del mundo y del yo.
41
Si Sócrates era el Maestro de tan grande virtud intelectual que
su personalidad y su obra dividen la historia de la filosofía en dos
etapas, antes de él y después de él, Platón era el discípulo capaz
de fijar en la palabra escrita y a través del diálogo, inseparable de
la reflexión compartida y la búsqueda fervorosa de la verdad, el
pensamiento de aquél, que andaba por las calles, alejándose
muchas veces de la irascible Xantipa, hasta encontrar un
interlocutor inteligente con quien dialogar.
Sócrates ha sido, sin duda, el más grande educador del mundo
occidental, a la vez que «un santo de la historia de la filosofía»,
como dice Jaspers.
Erasmo de Rotterdam se dirigía a Sócrates como a un dechado
de santidad: Sancte Sócrates, ora pro nobis. Y Platón, en una de
sus cartas, dice: «mi querido y viejo amigo Sócrates, a quien no
temo proclamar el hombre más justo de su tiempo».
La vida y la muerte de Sócrates superan ampliamente a la
palabra escrita –como se sabe, él no dejó ni una sola línea–. El
testimonio de su pensamiento nos dice que la filosofía no era, en
su caso, un ejercicio de la inteligencia sino una función vital.
¿Cómo era Sócrates? ¿Quiénes pudieron verlo y acompañarlo
en la aventura de abrir un camino y discurrir por él?
En El Banquete, Alcibiades, que había interrumpido el diálogo
de sus amigos en torno al amor, al llegar embriagado y con grandes
voces, es invitado a hacer el elogio de Sócrates, presente allí y lo
compara «a esos silenos que hay en los talleres de los escultores,
que modelan los artífices con siringas o flautas en la mano y que
al abrirlas en dos se ve que tienen en su interior estatuillas de dioses
pues, cuando se escucha a tí -dice, mirando a Sócrates- o a otro
contar tus palabras, quedamos transportados de estupor y
arrebatados por ellas. Muchas son, sin duda, las otras y admirables
cosas que se podrían alabar en Sócrates; pero sí entre sus demás
acciones tal vez las haya semejantes a las que se podrían citar de
42
otras personas, en cambio, el no ser semejante a ninguno de los
hombres, ni de los antiguos ni de los que ahora viven, es digno de
toda admiración».
En Critón, Sócrates, ya en prisión y seguro de que va a ser
condenado a muerte, recibe la visita de uno de sus discípulos,
Critón, precisamente, quien lo insta a fugar con ayuda de sus
amigos, para salvar su vida. Sócrates, que no acude a la razón sino
que es la razón misma, en carne y en espíritu, le replica de este
modo: «La Patria es más digna de respeto que la madre, el padre
y los antepasados todos».
Si aceptara la propuesta de Critón, las leyes, es decir, las
normas que presiden la vida ciudadana, le dirían según él,
«Sócrates, obedécenos y evita el ridículo que harías saliendo de la
ciudad, pues es evidente que también tus amigos correrían el riesgo
de ser desterrados y quedar privados de sus derechos civiles o
perder su fortuna».
«En cuanto a ti si vas a alguna de las ciudades más cercanas,
llegarás a ellas como enemigo de su régimen de gobierno, todos
cuantos miran por el bien de la ciudad te verán con desconfianza,
por considerarte un violador de las leyes y harás buena la opinión
de tus jueces. Y siendo esto así ¿huirás de las ciudades de buenas
leyes y de los hombres más honestos? Y si obras así, ¿Valdrá la
pena vivir?».
Su defensa ante los jueces terminó con estas palabras: «Yo he
de marchar a morir y vosotros a vivir. ¿Sois vosotros o soy yo quien
va a una situación mejor? Eso es oscuro para cualquiera, salvo para
la divinidad».
En Fedón, ya habiendo muerto Sócrates, se habla acerca de
sus últimos momentos. Fedón dice a su amigo Equícrates: «Tan
tranquilo y noblemente moría, que se me ocurrió pensar que no
descendía al Hades sin cierta asistencia divina, y que al llegar allí
iba a tener una dicha cuan nunca tuvo otro alguno».
43
Sócrates, rodeado por alguno de sus discípulos, se mantiene
sereno y dialoga con ellos como lo hacía siempre, esta vez sobre
la muerte y el alma. «Y qué no es otra cosa que la separación del
alma y del cuerpo? ¿Y qué el estar muerto consiste en que el
cuerpo, una vez separado del alma, queda a un lado solo en sí
mismo, y el alma al otro, separada del cuerpo y sola en sí misma?
¿Es acaso la muerte otra cosa que eso? ¿Y no se da el nombre de
muerte a eso, precisamente, al desligamiento y separación del
alma con el cuerpo? ¿Y no sería ridículo que un hombre que se ha
preparado durante su vida a vivir en un estado lo más cercano
posible al de la muerte, se irrite luego cuando le llega ésta? Pues,
afirma, «los que filosofan en el recto sentido de la palabra se
ejercitan a morir».
«Así, pues, me pareció que era menester refugiarme en los
conceptos y contemplar en aquellos la verdad de las cosas» –dice
Sócrates– «puesto que nuestros sentidos llaman a engaño». La
reminiscencia de vidas anteriores y la reencarnación posible
constituyen puntos de mira para Sócrates, pues, «si el alma existe
previamente y es necesario que, cuando llegue a la vida y nazca no
nazca de otra cosa que de la muerte. Luego, cuando se acerca la
muerte al hombre, su parte mortal perece pero la inmortal se retira
sin corromperse, cediendo el puesto a aquella».
Sócrates, finalmente, llama al que debía darle el veneno. «Y
bien, buen hombre, tú que entiendes de estas cosas, ¿qué debo
hacer?» –le pregunta–. «Nada más que beberlo y pasearte hasta
que se te pongan las piernas pesadas, y luego tumbarte. Así hará
su efecto» –es la respuesta.
Sócrates bebe la cicuta tranquilamente. Hace como se le había
indicado. Sus amigos no pueden contener las lágrimas.
«Qué es lo que hacéis, hombres extraños» –les dice– «Si
mandé afuera a las mujeres fue por esto especialmente para que no
importunasen de este modo, pues tengo oído que se debe morir
entre palabras de buen augurio. ¡Ea! pues, estad tranquilos y
mostraos fuertes».
44
Platón es, como se ha dicho más de una vez, el filósofo por
antonomasia. Se lo mira de lejos, como una cima, y quienes
tuvieron la capacidad de trazar una línea de su superación humana,
partieron de él para continuarla con Leonardo y Goethe.
Whitehead dice que la filosofía es una serie de acotaciones a
Platón y Jaspers confiesa que, después de haberse alejado un
paso, es preciso volver a él una vez y otra vez.
Platón es la síntesis y la exaltación de una cultura, la más
fecunda y preclara de que se tenga noticia en Occidente, en el
momento en que el apogeo había de ceder a la declinación
inevitable y la maravillosa unidad del ser se convertía en una
dualidad de cuerpo y alma, precursora del Cristianismo.
En la célebre alegoría de la caverna, «imagínate una caverna
subterránea –nos dice– que dispone de una larga entrada para la luz
a todo lo largo de ella, y figúrate a unos hombres que se encuentran
ahí ya desde la niñez, atados por los pies y el cuello, de tal modo
que hayan de permanecer en la misma posición y mirando tan sólo
hacia adelante, imposibilitados como están por las cadenas de
volver la mirada hacia atrás. Pon a su espalda la llama de un fuego
que arde sobre una altura a distancia de ellos, y entre el fuego y los
cautivos un camino eminente flanqueado por un muro, semejante
a los tabiques que se colocan entre los charlatanes y el público para
que aquellos puedan mostrar, sobre ese muro, las maravillas de que
disponen».
«Observa ahora a lo largo de ese muro unos hombres que llevan
objetos de todas las clases que sobresalen sobre él, y figuras de
hombres o de animales, hechas de piedra, de madera y de otros
materiales.
– ¿Crees, en primer lugar, que esos hombres han visto de sí
mismos o de otros algo que no sea las sombras proyectadas por
el fuego de la caverna, exactamente en frente de ellos?
45
– Esos hombres tendrán que pensar que lo único verdadero son
las sombras.
– Considera la situación de los prisioneros, una vez liberados
de las cadenas y curados de su insensatez. ¿Qué crees que podría
contestar ese hombre si alguien le dijese que entonces sólo veía
bagatelas y que ahora, en cambio estaba más cerca del ser y de
objetos más verdaderos?».
La singularidad de Platón consiste no sólo en la primacía, la
amplitud y la profundidad de su obra, si no en su interés por la
política y la educación, pues quería contribuir a la mejora de los
hombres y hubo de poner en peligro su vida misma, cuando llevado
por esta pasión, viajó a Siracusa para inducir al tirano Dionisio a
poner en práctica las ideas que él había presentado especialmente
en La República y las Leyes.
¿Qué unió a Sócrates y Platón para siempre? Fue el genio,
ciertamente, pero un genio dotado para aprehender la esencia de
los seres y las cosas, con el acicate de favorecer el avance del
hombre.
Entre fines del siglo XI y principios del XII, en una ciudad de Italia
del Medioevo europeo, un joven se divierte y derrocha dinero a
manos llenas. Le llaman, por esta razón, «cesta agujereada».
Su padre es un rico mercader, duro de corazón, y su madre es
una mujer bondadosa que alguna vez sufrió una perturbación mental
y fue detrás de un ermitaño. Su hermano perdió la razón a fuerza
de beber. De su amor por Clara no hay casi noticias.
Un día, entre otros, se sintió enfermo. Y todo ese mundo de
placeres, que compartía con otros jóvenes como él, se esfumó ante
el ímpetu de una inquietud creciente por la búsqueda del camino
que lo conduciría hacia Dios.
A partir de ese momento, el joven que esparcía dinero en todas
46
partes, se fue convirtiendo en un alma atormentada dentro de su
propia carne, cada vez más débil, dolorida y sangrante, que no
conocía límites para el sufrimiento y que repetía incesantemente
las palabras amor, amor, amor.
Amó profundamente, con una entrega total, no sólo a los
hombres si no a los animales, a las plantas, a los astros, en una
comunión universal con el hermano Sol, la hermana Luna, la
hermana agua, el hermano pájaro y la hermana hoja, desprendida
del árbol y ya sin vida.
Ha habido muchos ascetas y las religiones han sido las fuentes
de renunciaciones y martirios en Oriente y Occidente, pero es difícil
encontrar una vida semejante a la de Francisco de Asís, el
pobrecillo que canta y danza y mira con ojos límpidos el prodigio del
mundo y duerme en el suelo y tiene una piedra por almohada y echa
cenizas en su pobre alimento y se refugia en una choza o asciende
a una cumbre inclemente para ser herido por el viento helado a
través de sus harapos, mientras dice sus parábolas o llama a las
aves y las flores a entonar su Himno al Sol.
¿Quién lo indujo a este cambio del placer por el dolor, de las
comodidades y el lujo de una mansión por el helado refugio de una
caverna, del ambiente familiar por la soledad y el desamparo?
¿Cómo se desbordó ese amor hasta abarcar el Universo? ¿Por
qué fue su entrega total, más allá de la capacidad y la resistencia
humanas, a una doctrina de amor y de renunciación a los apetitos
de la carne?
El Cristo de Francisco no es aquél que dijo: «no penséis que
vine a meter paz en la tierra; no vine a meter paz sino espada», sino
el Jesús del Sermón de las Montaña y de las Bienaventuranzas.
Francisco transformó en vida el verbo del evangelio que se hizo en
su ser llama de amor y luz y linfa clara.
En la América conquistada y sometida al imperio español, la
libertad había llegado a ser un vivo anhelo para un puñado de criollos
conscientes de su postergación y atentos a los estallidos de la
47
Revolución Francesa.
El régimen impuesto a sangre y fuego no podía tolerar el más
débil asomo de disconformidad. Para él, no había un crimen mayor
que la rebeldía contra el Rey, un rey lejano de un país remoto, pero
presente a través de su representante, de funcionarios y de
ceremonias.
A pesar de todo, las conspiraciones y levantamientos
terminaron por convertirse en una guerra entre «peninsulares» e
«insurgentes» que se extendió por todas partes pero que alcanzó
en Venezuela su máxima intensidad, como si fuese un incendio
incontenible, del que surgió un héroe fulgurante, Simón Bolívar, el
Libertador por antomasia.
El no fue sólo un hombre de guerra. Caudillo, político, estadista,
escritor, orador, vidente, no hubo en su tiempo y no hay aún en el
nuestro, nadie que pueda comparársele, y es imposible que su
gesta pueda repetirse, porque no se concibe siquiera la posibilidad
de que alguien derrote al poderoso opresor de un continente y
devuelva la libertad a cinco colonias, convertidas en repúblicas, y
sueñe con unirlas, en medio de la incomprensión, la ignorancia y
la mezquindad que lo condujeron a la muerte.
Así, pues, aunque Bolívar hubo de alternar con personas
notables, ninguno puede ser considerado cuando se trata de una
afinidad natural, si se tiene en cuenta la plenitud de la intuición
política, la pasión generosa, la capacidad creadora, la voluntad y el
coraje a toda prueba, y es preciso pensar que alguien se sintiera
atraído por él, que compartiera sus ideales, se adaptara a su
carácter y permaneciese junto a él con lealtad ejemplar, como el
mejor de sus discípulos. Ese hombre fue José Antonio de Sucre.
Este es, también, un caso ejemplar de afinidad natural.
De un lado está Bolívar, el genio de América, que se ha
entregado a la lucha por la Libertad, como no lo ha hecho nadie, con
una visión de continente y de futuro; del otro lado está Sucre,
honesto a carta cabal, íntegro y recto, en el que se conjugan la
prudencia y el coraje y que ve encarnada en Bolívar la idea de la
48
Libertad. Su entusiasmo por la gesta revolucionaria y su admiración
por el héroe, lo llevan junto a él y se convierte en un ejecutor
irreemplazable que culmina su obra al lado del Libertador con el
triunfo de Ayacucho y la creación de Bolivia.
La afinidad de Manuelita Sáenz y Bolívar se podría reducir a la
atracción recíproca entre una mujer y un hombre, si se tiene en
cuenta que él era un enamorado constante de la Mujer, con
mayúscula, y ella, un ser apasionado, capaz de echar por la borda
prejuicios y ataduras sociales cuando sentía, precisamente, el
impulso del amor al rojo vivo. Sin embargo, hay algo más.
Manuelita se sintió atraída, sobre todo, por el genio de Bolívar,
por sus hazañas, por el halo de gloria que iba con él a todas partes.
Al unirse a su héroe, le fue fiel en todo momento y le salvó la vida
cuando un grupo de conjurados irrumpió en sus habitaciones con
el propósito de matarlo.
En Bolívar visto por sus contemporáneos de José Luis
Busaniche,(12) se dedican algunas páginas a las relaciones de
Manuelita con el Libertador.
Bolívar entraba triunfante en Quito después de la victoria de
Pichincha cuando «sintió caer sobre su cabeza una corona de
laurel» y, al levantar la mirada, «vio una hermosa dama que con el
fulgor de sus ojos negros hizo bajar los suyos», refiere Ml. J. Calle.
Poco después, en el baile, le fue presentada al Libertador «la
señora Manuela Saénz de Thorne», pues era esposa del médico
inglés Dn. Jaime Thorne. Bolívar reconoció en ella a la linda mujer
que le había arrojado desde el balcón una corona de laurel. Y desde
ese momento –dice Calle– «abandonando hogar, familia,
pisoteando las leyes del honor y atropellando toda consideración
social, esta mujer se unió a Bolívar y dióse a seguir los pasos del
gran hombre, compañera de sus días de gloria y de sus horas de
desaliento».
Sobre su coraje y desprecio por las convenciones sociales,
bastan unas líneas de Ricardo Palma: «En Lima cabalgaba a
49
manera de hombre en brioso corcel, escoltada por dos lanceros y
vistiendo dormán rojo con brandeburgos de oro y pantalón
bombacho de cotonía blanca», una réplica americana de la europea
George Sand.
Más expresiva es la nota de José Cuervo: «En Bogotá se
presentaba Manuelita con frecuencia vestida de oficial y seguida de
dos esclavas negras con uniformes de húsares, que se llamaban
Natán y Jonatás. En este traje, ella espada en mano y las negras
con lanza, salieron en 1830, la víspera de Corpus, y rompiendo en
la plaza mayor por la muchedumbre y atropellando las guardias,
fueron a desbaratar los castillos de pólvora en que se decía haber
figuras caricaturescas del Libertador».
Cuando Bolívar corre el peligro de ser asesinado, ella lo
despierta y lo urge para que salte por la ventana y se ponga a salvo.
Sin temor a las consecuencias, se enfrenta a los conspiradores y
los retiene con argucias que se le ocurren en ese momento.
Su esposo la reclama, a pesar de todo, y ella le escribe una
graciosa carta que es ya antológica. «No, no, no; no más, hombre
de Dios. ¿Usted cree que yo, después de ser la querida de mi
general por siete años y con la seguridad de poseer su corazón,
preferiría ser la mujer del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, o de
la Santísima Trinidad?
¿Me cree usted menos honrada por ser él mi amante y no mi
marido? ¡Ah! yo no vivo de las preocupaciones sociales inventadas
para atormentarse mutuamente. Déjeme usted mi querido inglés.
Hagamos otra cosa: en el cielo nos volveremos a casar; pero en la
tierra no. ¿Cree usted malo este convenio? En la patria celestial
pasaremos una vida angelical y toda espiritual (pues como hombre
usted es pesado).
Allá todo será a la inglesa, porque la vida monótona está
reservada a su nación (en amores, digo, pues en lo demás,
¿quiénes más hábiles para el comercio y la marina?).
50
El amor les acomoda sin placeres, la conversación sin gracia
y el caminar despacio; el saludar con reverencia, el levantarse y
sentarse con cuidado, la chanza sin risa.
Estas son formalidades divinas; pero yo, miserable mortal, que
me río de mí misma, de usted y de estas seriedades inglesas, ¡qué
mal me iría en el cielo!».
El amor apasionado hasta la propia renunciación y el sacrificio
de una hermosa mujer por un gran hombre, es uno de los hechos
más conmovedores en las páginas de la historia.
¿Se trata también de una afinidad natural, como las anteriores?
Lo es, siempre que la belleza esté animada por el talento. Sólo una
mujer superior podía desdeñar y burlarse de las costumbres
rutinarias, de los prejuicios admitidos; sólo ella era capaz de
comprender la grandeza de un hombre y entregarse a él y
defenderlo porque así acudía, consciente o inconscientemente, al
cumplimiento de un destino histórico.
En la Francia del siglo XIX, el genio de Víctor Hugo ha marcado
ya sus pasos con Odas y Baladas, Las Orientales, Cromwell, el
prefacio de Cromwell, Hernani... Tiene treinta años y es el jefe, por
mérito propio, de la escuela romántica.
A la lectura de Lucrecia Borgia, un drama a punto de ser llevado
al escenario, asiste Juliette Drouet, un dechado de belleza, que
admira a Hugo, y de la admiración al amor sólo hay un paso, cuando
quien admira es una mujer.
El poeta, que ya no cuenta con la intimidad de Adéle, su mujer,
resiste, a pesar de todo, las insinuaciones de Juliette, pero al fin se
entrega a ella y se inicia, entonces, un amor profundo, sin temores
y sin límites; una entrega total, a prueba de sacrificios, a este
hombre que cede fácilmente a las tentaciones. Chair de la femme!
argile ideal! o merveille!, dice uno de sus versos.
La vida de Juliette, a partir de esa noche, la primera, en la que
51
la algarabía del carnaval se desbordaba por las calles, mientras los
amantes bebían la miel y la ambrosía, fue una ofrenda perpetua, una
defensa maternal, una intuición fraterna. «Tú eres mi fe, mi religión
y mi esperanza», le dice en una de sus cartas. Y en otra, cuando
la declinación inevitable se avecina, habla de sí misma como “una
pobre mujer que te ama hasta la muerte”.
Cuando el «Príncipe-Presidente» se proclama emperador,
Víctor Hugo se lanza a la calle a gritar que Luis Napoleón es un
traidor y a pedir el rechazo de los ciudadanos. Juliette da con él y
lo pone a salvo. «A su devoción admirable le debí la vida en las
jornadas de 1851», confiesa Hugo.
Al abandonar París y refugiarse en Jersey, primero, y en
Guernesey, después, Juliette se instala siempre cerca de su
amado y lo acompaña cuando, después de la derrota, Francia
retorna al sistema republicano. Hugo vuelve a su patria, donde es
recibido como un héroe y se le tributan honores excepcionales.
En su última carta, próxima ya a la muerte, Juliette es, como
siempre, una llama de amor inextinguible: «Mi querido adorado. Te
amo».
El caso de Pierre Curie y Marie Sklodowska, más tarde Mme.
Curie, es distinto. Ambos habían sido dotados generosamente por
la Naturaleza. Ambos encontraban en la investigación científica,
específicamente en los campos de la Física y la Química, la razón
de ser de su vida misma; y aparte de la atracción mutua entre un
hombre y una mujer, había una suerte de compensación, como en
el caso de muchas uniones matrimoniales, pues María era tenaz y
dominante y Pierre se caracterizaba, más bien, por su timidez y su
idealismo.
Esa conjunción de vocaciones que coinciden hasta el punto de
convertirse en una sola; esa entrega solidaria y abnegada a la
investigación científica sin otra meta que la verdad; ese sacrificio
compartido que fue minando la salud de ambos, ante la indiferencia,
la incomprensión y la mezquindad de todos, con rarísimas
excepciones; ese trabajo agotador en las peores condiciones, por
la falta de recursos, constituyen una página de una vieja historia en
52
que alternaban el cumplimiento de una misión y «la condición
humana».
Mientras el amor entre un caudillo o un poeta y una hermosa
mujer nos agrada y seduce, la vida monótona de dos, marido y
mujer, empeñados en una agobiadora tarea sin más apoyo que el
que podían procurarse a sí mismos, carece de atractivo, aunque de
ella se derive un beneficio permanente para la humanidad.
Sin embargo, triunfa una vez más y siempre triunfará, la afinidad
del talento y la vocación. Se trata, en este caso, de una misión
ineludible, de un mandato interno, de una razón de ser de la
existencia misma compartida por dos.
Pierre Curie y María Sklodowska, que reducen su vida a la
soledad y el trabajo, y en investigar y descubrir aquello que buscan
encuentran la satisfacción y la alegría, mantienen entre ambos un
amor sereno. Él depende, en gran parte, de su mujer, porque se han
unido la timidez y la energía dominante, en un haz de energía
inagotable.
Dedicada al estudio exigente y sistemático, María alcanza el
primer lugar entre sus condiscípulos en la licenciatura de ciencias
matemáticas.
Pierre era un físico notable, dedicado a investigar la simetría de
los cristales. Su tesis doctoral sobre el magnetismo fue
sobresaliente. A pesar de todo, no obtuvo el reconocimiento que
merecía, aunque se le dotó de una cátedra y un laboratorio y su
candidatura a la Academia de Ciencias obtuvo éxito en un segundo
intento, al cual fue empujado, literalmente, por uno de sus amigos.
El nombre de Marie ésta unido al radio, descubierto por ella a
fuerza de trabajos increíbles. Fue la primera mujer a la que se
concedió el Premio Nobel y la primera, también sin distinción de
sexos, en recibirlo por segunda vez.
Es indudable que Pierre compartió el trabajo y el triunfo con ella,
aunque siempre insistió en reconocer que el descubrimiento era
obra de Marie.
53
Ambos se entregaron a una suerte de ascetismo del
investigador que rehuye las fiestas, las reuniones y los halagos y
se dedica exclusivamente a su tarea, sin importarle el dinero ni los
premios ni aun las aplicaciones prácticas, porque su campo era el
de la ciencia, y sería inútil agregar que se trataba de la ciencia pura,
porque no hay más que una.
Cuando Pierre murió en un accidente, Marie lo reemplazó en su
cátedra universitaria y continuó dedicándose a la investigación
científica con la misma dedicación de antes.
Tenía 38 años y dos hijas: Irene y Eve.
Al cabo de cinco años de la pérdida de Pierre, surgió un nuevo
atractivo, siempre en el campo de la ciencia, específicamente, de
la Física. Langevin era ya un notable investigador, apasionado por
su trabajo como Marie. Así, pues, la afinidad era evidente y la
atracción mutua poco menos que inevitable.
El recuerdo de estos casos nos lleva a la formulación de una
verdad: investigar o escribir o crear es «una manera de vivir», como
decía Flaubert, –lo recordamos por segunda vez– reducido a una
existencia casi monacal para que Mme. Bovary se echara a andar
por el mundo.
Es cierto que todos los seres humanos tenemos una manera
de vivir. El artesano, el profesional, el educador, el sacerdote, tienen
que vivir de alguna manera, por la simple razón de que no son
plantas ni animales.
Cuando se trata del poeta, del compositor, del escritor, del
pintor, del investigador científico, dignos de tales nombres, esas
maneras de vivir alcanzan una intensidad extraordinaria.
Se ha dicho que el niño sólo vive intensamente cuando juega.
Y el poeta también cuando da forma a un poema; y el compositor
cuando trabaja en una partitura; y el escritor cuando vierte en un
ensayo, en un cuento o en una novela, algo que surge de sí mismo.
54
Se cae en un error cuando se asocia la felicidad o, por lo menos,
la alegría, a la satisfacción que nos procura la buena mesa o las
relaciones íntimas o las reuniones sociales, si se las considera por
modo exclusivo. No hay paralelo posible, entre esos momentos
fugaces y la dedicación intensa, apasionada, permanente, a un tipo
de actividad que se impone desde adentro y sin la cual la vida no
tiene justificación alguna.
La afinidad natural no se da siempre entre quienes cultivan la
misma disciplina o realizan tareas semejantes o se distinguen
como creadores en un campo determinado. Ocurre, a veces, que
la rivalidad se hace presente y pone una venda en los ojos de uno
de los dos o de ambos, incapaces ya de apreciar el mérito ajeno
porque se lo impide la propia manera de investigar o de concebir o
de expresarse.
Es conocida la competencia entre los hombres de ciencia que
quieren ser los primeros o que dan por errónea la tesis ajena.
Cuando se concede el Premio Nobel a Golgi y a Ramón y Cajal por
sus investigaciones en el campo de la neurología, la rivalidad entre
ambos es inevitable.
Golgi defiende una tesis, al parecer errónea en más de un
punto, y Cajal se mantiene en la suya, no sin advertir los yerros de
su compañero. Es notoria, además, la diferencia y aun la oposición
de temperamentos. Golgi es impetuoso, extrovertido, dominante,
ególatra; Cajal es dueño de sí mismo, sereno, mesurado. No era
posible que se entendieran.
Pasteur no tuvo rivales de su talla y hubo de luchar, más bien,
contra la rutina, la incomprensión y la ignorancia. Es verdad que en
Alemania, Robert Koch descubrió el bacilo de la tuberculosis y el
del cólera, distinguiéndose como un científico eminente, pero no
hubo ninguna desavenencia entre el sabio francés y el sabio
alemán, coincidentes en el estudio del bacilo del carbunco y
entregados a su trabajo a un lado y otro de la frontera.
Si hubo algún brote de rivalidad entre los esposos Curie, por una
parte, y Ernest Rutherford por la otra, no pasó de la superficie. El
55
radio pertenecía a un campo común y hubo, más bien, una simpatía
mutua que se manifestó en el cambio de mensajes y de
invitaciones. Marie Curie envió a Rutherford algún material para su
trabajo y él señaló apenas ciertas limitaciones en la formulación
teórica de sus amigos.
En el Panteón de París, Voltaire y Rousseau están frente a
frente. Se trata de una rivalidad alimentada por la diferencia radical
de caracteres. Voltaire es conocido como un burlón irreverente,
armado del sarcasmo para pulverizar a sus enemigos, capaz de
combinar hábilmente la intención y la ironía; entregado, es cierto,
al embate sistemático contra el despotismo, el sectarismo, la
ignorancia, los prejuicios y la estupidez y, a veces, comprometido
en la defensa de las víctimas de una injusticia clamorosa.
Nadie se acuerda de sus Tragedias y son muy pocos lo que leen
alguna de sus novelas, salvo, naturalmente, Cándido, que mantiene
su juventud hasta hoy.
A Voltaire le debemos, además, la Filosofía de la Historia y la
Historia de la Cultura. Meinecke en El Historicismo y su génesis
dice que Voltaire fue considerado «el inaugurador de una nueva
era», a raíz de la publicación de su Ensayo sobre las costumbres
y el espíritu de las naciones y El siglo de Luis XIV, y recuerda que
él habló por primera vez de una «filosofía de la historia».
Rousseau fue, en cambio, un hombre excesivamente sensible,
apasionado, impresionable, hipocondríaco, al que nos hemos
referido ya en un capítulo especial. No encontraremos en él la burla
ni el sarcasmo, ni siquiera la ironía, sino el deslum-bramiento, la
revelación, el entusiasmo, la intuición, el fervor, el anhelo de algo
mejor.
Rousseau creía desesperadamente y se esforzaba por difundir
su verdad, por hacer de los hombres partícipes de su convicción, por
apartarlos de una sociedad frívola y estéril y volverlos a las
costumbres austeras de las mejores épocas, aunque se tratase
sólo de un deseo generoso en el límite de la utopía.
Mientras Voltaire vivía cómodamente y acumulaba riquezas y
56
fama y poder, Rousseau era víctima del abandono, la pobreza, la
injusticia y las enfermedades.
Voltaire se había instalado, a salvo de peligros, entre Suiza y
Francia, difundía impunemente sus libelos en Europa y se carteaba
con Federico II de Prusia y Catalina de Rusia.
Por último, viajó a París y fue ovacionado y coronado en una
ceremonia que apresuró su muerte.
Rousseau vivió a salto de mata, fue vilipendiado y perseguido,
casi siempre solitario y enfermo. Es comprensible que en sus
últimos años sufriera un delirio de persecución y se encontrara al
borde de la locura.
La colisión entre dos caracteres que eran como dos polos, el
de Voltaire y Rousseau, era inevitable. Contemporáneos ambos,
pertenecientes al mismo mundo cultural, (porque aun cuando
Rousseau nació en Ginebra y era, por tanto, suizo, se incorporó a
la cultura francesa y es considerado como miembro de esa
nacionalidad) interesados igualmente en el cambio político y social;
sarcástico y sutil el autor de Cándido; fervoroso y sencillo el padre
de Emilio; orgulloso y seguro de su poder y su fama, el primero;
humilde y vacilante a veces, el último; el recuerdo de esta pequeña
historia nos muestra al «rey Voltaire» enfurecido y al pobre
Rousseau a merced de sus dardos, sin defensa alguna.
Inicialmente, Rousseau admiraba a Voltaire, como todo el
mundo, pero a medida que pensaba y escribía, que su nombre era
conocido y sus ideas eran compartidas o rechazadas y su estatura
se elevaba cada vez más, su actitud iba pasando de la admiración
a la crítica y, finalmente, a la oposición declarada.
Entre el hombre situado en la cima de una sociedad refinada y
el parvenu que se revela contra ella y que poco a poco se eleva hasta
situarse en el mismo nivel de aquél, había de generarse una tensión
creciente que se manifestó muchas veces en palabras.
Cada uno expresa la índole y la manera de actuar de su
personalidad. Voltaire, escéptico y soberbio, se resuelve en sí
57
mismo, con una mezcla de asombro y de furia, cuando ve que se
alza frente a él, hasta entonces dueño de un poder omnímodo en
el mundo de las letras, a un hombre que emerge de la pobreza y el
anonimato hasta erigirse no sólo en un par sino en un competidor
temible, sin más armas que su fervor y su humildad.
Voltaire abre las compuertas de la ira, y el insulto, la calumnia
y la difamación van a estrellarse contra Rousseau que los
considera, a veces, como un homenaje a su persona, y se suscribe
con dos luises al proyecto de levantar una estatua a su rival. Voltaire
estalla al saberlo: «¡No! ¡Los escritores franceses jamás deben
permitir que un autor extranjero participe en esta cuestión!».
Unamuno se ha referido a este asunto a propósito de una
conferencia de Lemaitre que acusa a Rousseau ¡de ser extranjero!
«Rousseau –dice Lemaitre– ese extranjero, inserta en nuestra
historia literaria un fenómeno, un monstruo», y al reconocer que él
preparó la Revolución y el romanticismo, agrega: «fue un extranjero,
un perpetuo enfermo y, por último, un loco». Y comenta Unamuno:
«¡un extranjero! He aquí el mayor delito para este francés
francisante. Un extranjero, es decir, ¡un bárbaro! Y, además, un
loco. Y un loco en cuanto extranjero».
Las diatribas de Voltaire se multiplican hasta caer en la infamia,
aunque admite el mérito de su rival: «Escribe con una pluma que
incendia el papel en que se posa».
«Un falso hermano –habría de decir– que ha traicionado la
filosofía, un perro rabioso que muerde a todos, un bastardo de
Diógenes, aunque a veces escribe como Platón». Y en un libelo
anónimo, después de una de las calamidades que afligen a
Rousseau: «Lo sentimos por el lunático; pero cuando su locura se
vuelve furia debe atársele». Y en una carta a Hume: «Podemos
arrojar algunos pedazos de pan sobre el fumiere en que yace
afilando sus dientes contra la especie humana. Es un charlatán que
ha colmado la piedad de sus benefactores y la indignación pública,
que ha deshonrado a él y a la literatura».
58
Y, por último, su broche de oro: «Un monstruo de vanidad y
bajeza. Un viejo pederasta que ha tenido relaciones con el vicario
saboyano» (¡¡!!).
Rousseau se limitó a describir a Voltaire como «un genio sutil
y un alma mezquina».
Cuando uno se pregunta por qué estos hombres eran como
eran, la respuesta es inquietante y perturbadora: Porque habían
nacido así. Las comodidades y los halagos que envolvieron a
Voltaire no modificaron aquello que le era constitutivo. Acaso
contribuyeron a darle mayor firmeza.
Las duras pruebas que hubo de soportar Rousseau, la
incomprensión y los ataques de sus enemigos gratuitos, las
amenazas que conspiraron contra su tranquilidad, su salud y su
vida, contribuyeron, más bien, a fortificar su convicción, a desdeñar
las convenciones sociales y a refugiarse en la soledad. En medio
de todo, esa convicción se fue afirmando progresivamente y su
actitud y su conducta correspondieron a ella hasta el punto de
identificarse con su manera de vivir y de alternar con los demás.
Así, pues, los dos cumplieron su destino. ¿En qué medida
puede contrariarlo la voluntad, si es parte de ese destino? ¿Y la
libertad, el «libre arbitrio», la capacidad de elegir, por dónde andan?
Apenas si podemos acentuar más o menos el tipo de actividad para
el cual hemos nacido, sin olvidar que son legión aquellos que vagan
perdidos en el bosque, a merced de la lluvia y el viento, llevados y
traídos por manos que no son las suyas.
Voltaire tuvo admiradores; Rousseau, discípulos. Nadie sigue
prendado de un burlón; en cambio, son muchos los que se sienten
atraídos y aun subyugados por el fervor y la pasión generosa de un
hombre que vive en comunión con sus ideas.
La afinidad natural se da entre Rousseau y sus espontáneos
59
discípulos. María Luisa de Verdelin habla de «la sublime Eloísa» y
confiesa: «Cien veces al día pienso con ternura que desde el mismo
comienzo de nuestras relaciones, no han recaído un instante sus
bondades, sus atenciones su amistad. Ojalá pueda tratarme
siempre como a una hermana; es cuanto quiero ser para usted».
Mariana de la Tour de Francqueville, que ha elegido el nombre
de Julia (La Nueva Eloísa) para comunicarse con su autor, al
enterarse de que él está en París, le escribe: «Si no puedo verle
durante su permanencia aquí, nada me consolará en la vida» y sale
en defensa de su maestro con un fascículo: Precis sur M.
Rousseau, cuando él es vilipendiado impunemente.
Es notoria no sólo la semejanza sino la continuidad, entre un
ser y otro ser, de la misma arcilla humana. Uno y otro poseen la
misma capacidad, el mismo interés sustancial, la misma nota
acorde ante las vicisitudes del mundo. Ellos pueden entenderse
porque tienen en común la sensibilidad, el órgano de recepción y
comunicación y el instrumento del lenguaje, aunque se encuentren
en las antípodas.
No se trata del campo, de la disciplina, del arte que comparten
éste y aquél, sino de su aptitud particular, de su preferencia
específica, de la manera que les es propia, de su estilo, en suma,
que los lleva a coincidir o a discrepar y aun a oponerse rotunda y,
a veces, furiosamente, porque les es imposible entenderse entre sí.
Goethe se refirió alguna vez a «sus enemigos» y los clasificó
en cinco grupos: los estúpidos, los envidiosos, los fracasados, los
críticos y los discrepantes. Es evidente que sólo podían
comprenderlo y admirarlo aquellos que estuviesen hechos de la
misma sustancia. Él lo dijo en breves palabras: «Lo decisivo es que
aquél de quien queramos aprender sea conforme a nuestra
naturaleza».
Debemos a Eckermann uno de los libros más hermosos y
profundos de la literatura universal, porque en él se recoge, gota a
gota, la sabiduría de Goethe que se vierte en la conversación
informal, en el diálogo de todos los días, en la expresión oportuna
y espontánea, a propósito de sucesos, de obras y de personas.
60
Este es un caso, precisamente, de afinidad natural.
Entre aquél joven que admira a Goethe, que se atreve a
escribirle y tiene la fortuna de recibir una respuesta; que, por último,
decide verle y viaja a Weimar y no sólo da cima a su deseo sino que
se queda, retenido por su ídolo, que ve en él la juventud vigorosa y
entusiasta que Mefistófeles dio a Fausto; entre el genio universal y
el joven talento, había una heredad común, un puente de
comunicación, una armonía humana que se resolvió en la acogida
benévola, por una parte, y la asistencia delicada y fervorosa por la
otra.
Goethe admiraba a Shakespeare, a Byron, a Molière, a
Calderón y, porsupuesto, a Schiller, su amigo predilecto. La
admiración, en este caso, es, ciertamente, un homenaje, el más
preciado que se pueda rendir porque es de un genio a otro genio,
pues hay una variedad de ambientes, de actitudes, de maneras de
ver y de crear, de recorrer caminos y alcanzar cimas y descubrir
parajes que sólo pueden vislumbrarse desde esa cumbre y no otra.
Goethe extremó el elogio a Shakespeare, hasta el punto de
declarar que lo veneraba al mirar en él la manifestación de una
naturaleza superior, ante la cual la realidad circundante resultaba
pequeña, pues era capaz de abarcarla como una totalidad y revelar,
al mismo tiempo, el sentido de las fuerzas ocultas que agitan al
mundo. Shakespeare dejaba que su naturaleza se manifestase en
sus obras con toda libertad. «Es un gran psicólogo –dijo en una
ocasión– y a través de él aprendemos a conocer el corazón
humano».
Y sin embargo, ese genio portentoso, ese «dulce cisne del
Avon», ante quien se inclina Goethe, es un «bárbaro» para Voltaire.
Las reglas al uso y las tres unidades de rigor han sido
olímpicamente olvidadas por el creador de Hamlet que se desborda
como un río caudaloso y abre su propio lecho y fecunda la tierra.
Bárbaros son también, mirados con estas anteojeras, Cervantes y
Walt Whitman, no importa el espacio de tiempo que media entre
ambos. Los gramáticos, los críticos y los preceptistas se cebaron
en el Quijote y la gente común de aquella época la juzgó obra de
humorada, y la poesía de Whitman fue piedra de escándalo para los
61
puritanos y las honestas familias de entonces y aun escritores
como Henry James y Santayana ahorraron los elogios y no vieron
o no quisieron ver el torrente renovador que corría ante sus ojos.
Shakespeare, Cervantes y Walt Whitman dejaron que saliera
impetuoso y arrollador aquello que llevaban adentro. Era como si
ellos mismos se hubieren volcado en una transmutación de ser y
verbo y como, sin proponérselo, ese torrente hubiese borrado las
viejas reglas, a manera de trabas corroídas por las inclemencias del
tiempo.
Se ha dicho de Shakespeare que «la osadía de su sintaxis, sus
faltas de concordancia y de régimen, la inseguridad de los tiempos
en las oraciones condicionales, hacen de su lengua la más libre del
mundo» y es probable que escribiera como si obediese a un
demonio interior, el mismo que llevaba Sócrates consigo.
Para Azorín, «lo que aquí es trabajo, técnica laboriosa,
particularidades de la época, en Cervantes es ligereza, sutilidad,
inactualidad. Páginas hay que con ligeras modificaciones
ortográficas, parecerían escritas ahora; el autor escribiendo
embebido en su propia visión interior sin reparar en la forma
literaria». Y agrega estas palabras que merecen ser subrayadas:
«Cervantes no se da cuenta de cómo escribe. Cuando se llega a ese
estado es cuando realmente la expresión literaria alcanza su más
alto valor».
Borges dice de Walt Whitman: «su fuerza es tan avasalladora
y tan evidente que sólo percibimos que es fuerte». Y en una
conferencia sobre Nathaniel Hawthorne, cita un párrafo de este
autor que es pertinente aquí: «En el desorden aparente de nuestro
misterioso mundo, cada hombre está ajustado a un sistema con tan
exquisito rigor –y los sistemas entre sí, y todos a todo– que el
individuo que se desvía un sólo momento, corre el albur de ser,
como Wakefield, el Paria del Universo».
Hay, pues un poder interior, en cada caso, y un patrimonio
común que permite comprender y sentir como propia la creación
ajena. La admiración alienta allí donde hay una heredad
compartida. Goethe admira a Shakespeare porque hay entre
ambos una capacidad y un don que han sido dados a uno y a otro.
62
Entre Goethe y Lord Byron hay una admiración mutua, y
cuando el autor del Fausto se refiere a Molière, multiplica los
elogios: «Es un hombre puro. En él no hay nada escondido ni
disimulado. Y luego, ¡qué grandeza la suya! Domina las
costumbres de su tiempo en vez de estar dominado por ellas.
Molière amonestaba a los hombres poniéndoles ante los ojos su
verdadero ser». De Calderón dijo que en él se hallaba la perfección
teatral: «sus obras son teatrales de pies a cabeza; no hay nada en
ellos que no esté calculado para producir el efecto que se busca.
Calderón es el genio que ha tenido más ingenio».
Entre Goethe y Schiller había algo más que una mutua
admiración. Había amistad. La admiración es un deslumbramiento
que ilumina el alma y la mantiene en suspenso, embebida en el ser
de aquél a quien se admira. La amistad es un sentimiento que
vincula a dos seres, libres del imperio de la carne.
Schiller era más joven que Goethe y lo superaba en belleza
corporal, en arrogancia y en actitud aristocrática.
Estas no eran las únicas diferencias entre ambos. Había otras,
pero se daba entre ello una suerte de compensación que iba a la par
de su poder creador y su familiaridad con la más nobles ideas. «Era
imponente y majestuoso –dijo Goethe de Schiller– pero tenía los
ojos dulces. Y lo mismo que su cuerpo era su alma. Cogía un tema
de altos vuelos, se adentraba en él osadamente, lo consideraba y
le daba vueltas por todas partes y lo manejaba a su antojo. Su
epistolario es el más bello de los recuerdos que de él guardo. La
última de sus cartas la conservo entre mis tesoros cual sagrada
reliquia».
Así como las afinidades surgen al imperio de la Naturaleza, la
oposición de los contrarios tiene el mismo origen y se muestra con
una energía que bordea la violencia. Goethe advierte que Víctor
Hugo tiene un gran talento y pide a su interlocutor que le lea el
poema Les deux ils pero, en cambio, rechaza con desagrado la
63
novela Nuestra Señora de París. El genio apolíneo de Weimar que
se desliza levemente entre la mesura y el equilibrio, se horroriza
ante el desborde romántico que altera el paisaje y se precipita en
una ciénaga.
«Es el libro más horrible que se ha escrito jamás» –dice–.
«No hay en todo el libro ni pizca de naturaleza. Los personajes
que hace desfilar el autor no son ni remotamente seres de carne y
hueso sino muñecos de palo que él maneja a su antojo».
Tolstoi escribe sobre Los Miserables: «Inmenso», pero cuando
se refiere a Hugo es para llamarlo charlatán, mientras que
Baudelaire ve en él «un asno con genio» y echa por la borda Los
Miserables porque, en su opinión, es «un libro inmundo e inepto».
¿Qué ha ocurrido allí para que se vaya tan lejos? Pues que no
sólo hay una diferencia sino una contradicción de caracteres y, por
tanto, de gustos, de preferencias y de posibilidades. Hugo es un
genio fluvial. Su poesía es caudalosa y pasa con facilidad al drama
y a la novela. Es sensible a los problemas sociales y se interesa
por la política, en la que interviene finalmente al servicio de intereses
nacionales y populares que tienen una dimensión humana. Es un
hombre sensual –¿y quién no lo es?– dotado excepcionalmente
para el amor físico, capaz de iniciar una escuela literaria y de
provocar agitaciones y motines.
Henri Barbusse dice de Hugo: «Ha creado un esplendor verbal
tan enorme que después de él parece como si hubiese cambiado
el aspecto del Universo». Y Borges, que prefiere el alemán al
francés, declara: «El sonido del francés no me agrada, creo que le
falta la sonoridad de otros idiomas latinos, pero cómo pensar mal
de un idioma que ha permitido versos tan admirables como el de
Hugo: L´hydre-Universe tordant son corps écaillé d´astres?»
Las palabras de Amiel, después de haber leído Los Miserables,
son las siguientes: «¡Qué potencia fisiológica y literaria la de Víctor
Hugo! Posee todas las lenguas contenidas en nuestro idioma: la del
64
palacio, la de la bolsa, la de la marina y la guerra; la de la filosofía
y la del presidio, la de los oficios y la de la arqueología, la del librero
y la del pocero. Todas las antiguallas de la historia y de las
costumbres le son conocidas, lo mismo que le son familiares todas
las curiosidades del suelo y del subsuelo».
«Tiene una prodigiosa memoria y una imaginación fulgurante».
Baudelaire es el reverso de la medalla. El título de su obra
capital lo dice todo: Les Fleurs du Mal. Es ciertamente un gran
poeta pero nadie podrá negar que su personalidad y su obra son
morbosas. Es uno de los «poetas malditos» de Francia. Frente a
ese fauno vigoroso y expresivo que es Hugo, Baudelaire se nos
presenta como un caso lamentable de perversión consciente y
preferida. Sartre cita palabras reveladoras del mismo Baudelaire:
«Cuando haya inspirado asco y horror universales, habré
conquistado la soledad. Pero no hay nada, ni aun la sífilis, de que
no sea artesano casi voluntario». Y Sartre añade estos datos: «Se
dice atraído por las prostitutas más miserables. La mugre, la
miseria física, la enfermedad, el hospital, eso es lo que sucede, eso
es lo que ama en Sarah, 'la horrible judía'».
En este universo bipolar del que somos parte; en este universo
de contrarios que da pábilo a la dialéctica de la mujer y el hombre,
anverso y reverso del ser, en constante atracción y rechazo, como
si obedeciesen a las fuerzas centrífuga y centrípeta que equilibran
a los astros; un impulso s uperior a nuestra voluntad, que se revela
desde edad temprana y se reviste de imágenes cautivantes; un
impulso que es como un torbellino; que es la médula del poema, del
teatro, de la novela, del ballet, de la música, de las artes plásticas;
un impulso tan grande como la vida, y como la muerte, que se
incuba en la vida; un impulso que nos lleva y nos trae y nos procura
el mayor deleite; que es, sin duda, la afinidad fundamental, la
afinidad suprema, la afinidad por excelencia; un impulso, en fin, al
que damos el nombre de amor.
Acerca de su carácter contradictorio, a la vez seductor y
engañoso; irresistible y surcado de peligros; misterioso y
transparente; oculto y manifiesto, hay, en lengua española, tres
sonetos extraídos de un cúmulo de elogios y de quejas, de diatribas
65
y suspiros. El primero es de Quevedo. El segundo, de Lope. El
tercero, de González Prada.
Es hielo abrazador, es fuego helado,
es herida que duele y no se siente;
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado;
es un descuido que nos da cuidado,
un cobarde con nombre de valiente,
un andar solitario entre la gente,
un amar solamente ser amado.
Es una libertad encarcelada,
que dura hasta el postrero paroxismo,
enfermedad que crece si es curada.
Este es el niño Amor, este es su abismo;
mirad cuál amistad tendrá con nada
el que en todo es contrario de sí mismo.
Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo.
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave,
olvidar el provecho, amar el daño;
Creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor; quien lo probó lo sabe.
66
Si eres un bien arrebatado al cielo
¿Por qué las dudas, el gemido, el llanto,
la desconfianza, el torcedor quebranto,
las turbias noches de febril desvelo?
Si eres un mal en el terrestre suelo
¿Por qué los goces, la sonrisa, el canto,
las esperanzas, el glorioso encanto,
las visiones de paz y de consuelo?
Si eres nieve, ¿por qué tus vivas llamas?
Si eres llama, ¿por qué tu hielo inerte?
Si eres sombra, ¿por qué la luz derramas?
¿Por qué la sombra, si eres luz querida?
Si eres vida ¿por qué me das la muerte?
Si eres muerte ¿por qué me das la vida?
«Entre ellas y nosotros -decía Montaigne- existen naturalmente querellas y dificultades; y hasta la más íntima unión que
con ellas nos sea dable mantener es de índole tempestuosa y
tumultuaria. Ninguna pasión tan avasalladora como ésta, a la cual
queremos que resistan ellas solas, y no ya como a un vicio de su
medida, sino como a la abominación y a la execración, más todavía
que a la irreligión y el parricidio, mientras los hombres nos
entregamos a ella sin escrúpulos ni reparos. Todo el movimiento del
universo se resuelve y encamina a este aclopamiento; es una
materia infusa por doquiera, y un centro al cual todas las cosas
convergen».
Así, pues, el amor –si entendemos por tal la atracción mutua
y la fusión momentánea de dos seres, que se puede prolongar como
sentimiento en numerosos casos– no es, en el fondo, cosa nuestra,
como no lo son la vida y la muerte, aunque se den en nosotros y
marquen indeleblemente nuestra existencia. Vivimos porque así lo
ha dispuesto la Naturaleza; amamos y morimos porque ella nos ha
dado el amor y la muerte como parte de la vida.
Estamos aquí. Cada uno se las compone como puede. Los
filósofos pueden preguntarse de dónde hemos venido y a dónde
67
vamos. Nosotros, el común de las gentes, vivimos, simplemente,
sin formularnos preguntas. Los problemas nos los multiplica el
medio social, las dificultades del trabajo, las relaciones con otros
seres. Generalmente no pensamos en la muerte hasta que ella se
avecina. Nuestra vida se ha iluminado algunas veces con un
destello de amor. Y, para felicidad nuestra, él ha encontrado tierra
fértil en nuestro círculo, y los niños y las mujeres y los hombres han
recibido de nosotros una mirada de afecto y ha ocurrido algo
semejante con los animales y las plantas porque todos somos
hechuras y partes del Universo.
Que un ser se sienta atraído por otro, precisamente porque es
distinto y aun opuesto en más de un punto, es una paradoja. Sin
embargo, es lo que ocurre entre un hombre y una mujer. Se trata
de una afinidad de compensación.
A cada paso se ve un hombre de estatura alta acompañado por
una mujer que le da en el hombro. Es frecuente que un muchacho
se enamore de una mujer madura y que un hombre de cuarenta
años o más suspire por una muchacha de dieciocho o veinte.
Se ha dicho que detrás de un gran hombre hay una mujer,
afirmación tan errónea como si se dijese que detrás de una mujer
superior hay un hombre. El gran hombre sale adelante con una
mujer o sin ella y a pesar de todos los obstáculos que pueden ser
más bien, estimulantes y favorables para el vigor del carácter.
No es raro que el hombre superior se una con una mujer vulgar,
como se ha dicho reiteradamente. Es comprensible que un hombre
dotado con generosidad por la Naturaleza, se sienta atraído por la
mujer que ha recibido el atractivo físico, aunque carezca de dotes
que él posee en abundancia y que, por tanto, no necesita buscar
en otra parte.
Es explicable, también, que el hombre se una con una mujer,
sin más consideraciones, como un complemento y una ayuda, por
interés personal o por el cumplimiento de convenciones sociales.
Todo el mundo conoce a Xantipa, la irascible mujer que puso a
prueba la imperturbable serenidad de Sócrates. Cuando Goethe se
instala en Weimar, su amistad con una mujer inteligente y
68
aristocrática, la baronesa Carlote von Stein, tocada de un erotismo
platónico, no le impide entregarse al amor corporal con una humilde
florista, Cristiana Vulpius, hermosa, juvenil y sensual, que se le
ofrece como un fruto en sazón, al margen de ese cúmulo complejo
de las Letras, la Ciencia y la Filosofía que es el mundo de Goethe,
pero que sin Ella, la mujer, permanecería frío y árido, sin el fuego
inicial. Además, él había pasado de los cuarenta y ella no tenía más
de veintitrés. Como si esto fuera poco, tuvieron un hijo, Julio
Augusto, un nuevo don para Goethe, que lo acogió con amor y que
lo llevó a casarse formalmente con Cristiana, algunos años
después.
Rousseau hubo de refugiarse al fin en la compañía y el afecto
de Teresa Levasseur, sin lugar a dudas débil mental, huyendo de
esas terribles mujeres, Les Femmes Savantes de Molière, que
andaban en pos de hombres ilustres para exhibirlos en sus salones
o retenerlos a su lado en una propiedad cercana a París y alternar
con el elegido los días y las noches también, entre estudios,
recitales y discusiones, muchas veces apasionados.
Rubén Darío, el poeta de cisnes y princesas, encuentra en
Francisca Sánchez, humilde y afectuosa, incapaz, seguramente,
de comprender y recitar uno solo de sus poemas, el apoyo que le
faltaba. «Francisca Sánchez, acompáñame».
Es excepcional una afinidad plena, en todos los dominios de la
existencia humana, como en el caso del poeta belga Emil
Verhaeren, quien decía que su esposa era su mujer, su amante, su
amiga, su hermana y su madre.
Sin embargo, el caso común es el de la unión precipitada, las
complicaciones sociales, la frivolidad reinante, las falsas imágenes
que multiplican la televisión y el cine, la frustración cercana o
lejana, los desajustes, las contradicciones, el choque de
caracteres, las riñas y las ruptura o el avenimiento finales.
Los grandes amores, reales o imaginarios que encontramos en
la historia, la poesía, el teatro y la novela, tienen como raíz la
contradicción que hay entre el imperio de la Naturaleza y las
69
convenciones sociales.
Abelardo y Eloísa se aman profundamente. Él es el célebre
maestro de la Europa Medieval y ella es una mujer apasionada. Se
entregan a todos los refinamientos del amor pero olvidan que hay
rígidas barreras mantenidas por la tradición, ante las cuales caen
derrotados y encuentran un refugio en la vida conventual.
Romeo y Julieta son víctimas del odio de clanes que se
transmite de generación en generación, y su amor sucumbe con
su existencia, porque el odio es aliado de la muerte y pueden más
los prejuicios y la estupidez de los hombres que el poder que nos
mueve y que nos lleva al triunfo o al sacrificio.
Tristán cumple la orden dada por su tío, el viejo rey Marke, de
conducir a Isolda hacia él, porque se ha convenido en un
matrimonio que ella mira con terror. Cuando Tristán e Isolda se
encuentran en el barco, el amor entre ambos estalla y no hay
fuerza humana que pueda detenerlo, salvo la muerte que, como el
amor, ejerce su imperio sobre las convenciones y los designios de
los hombres.
70
V
LA ACTITUD ANTE LA NATURALEZA
Al margen de las variadas y, muchas veces, confusas acepciones
de los filósofos, la Naturaleza es, para nosotros –no nos
cansaremos de repetirlo– la Totalidad, el Cosmos, el Universo. Por
tanto, no hay nada fuera de su ámbito. Es el principio de lo que
existe, la fuente primaria y el sustento de los seres y las cosas.
Somos una porción mínima de la Naturaleza, pero no por
pequeña, insignificante. El pensamiento nos salva de la nulidad.
«L´homme n´est qu´un roseau, le plus faible de la nature; mais c´est
un roseau pensant», dijo Pascal. (El hombre no es más que un débil
junco, pero es un junco que piensa).
Y Teilhard de Chardin habla del «clásico problema del ‘lugar del
hombre en la naturaleza’. Hombre para haber comprendido al
Universo, como el Universo permanecería incomprendido si no
lográsemos integrar en él al hombre completo de un modo
coherente, sin deformación (al hombre completo, bien digo, no sólo
con sus miembros, sino con su pensamiento)».
Y en la Naturaleza, la vida es un fenómeno maravilloso, de una
variedad y fecundidad inmensurables. «La vida –dice el autor–
cuando la consideramos por primera vez a la luz del transformismo
[70]
71
y de las leyes de adaptación, toma la imagen de un río, capaz de
amoldarse a todas las orillas y de discurrir por entre todas las
grietas».
«La vida, pues, se propaga como un abanico de formas, cada
una de cuyas varillas puede dar origen a otro abanico, y así
indefinidamente».
«La humanidad nos parece pequeña y aburrida al lado de las
grandes fuerzas de la Naturaleza», como dice el autor, pero es
cierto también, según él mismo, que «el advenimiento de la facultad
de pensar es un acontecimiento tan real, tan específico y tan grande
como la primera condensación de la Materia, o la primera aparición
de la Vida».
«El Pensamiento es una energía física real sui generis, que en
unos cuantos cientos de siglos ha logrado cubrir la faz entera de la
Tierra de una red de fuerzas ligadas».
«El Pensamiento todavía no ha sido estudiado nunca, como lo
han sido las magnitudes naturales, en tanto que realidad de
naturaleza cósmica y evolutiva»(13).
Para Max Scheler, «El advenimiento del hombre y del espíritu
debería considerarse como el último proceso de sublimación de la
naturaleza» y, de acuerdo con Marx, «las ideas que no tienen tras
de sí intereses y pasiones –esto es, fuerzas procedentes de la
esfera vital e impulsiva del hombre– suelen ‘ponerse en ridículo’
inevitablemente en la historia».
Ahora bien, ¿cuál es la actitud del hombre ante la Naturaleza?
En la mayor parte de los casos, ninguna. Lo que ocurre,
generalmente, no desborda el pequeño marco del recinto familiar.
Se reciben y disfrutan los dones de la Naturaleza, sin extender la
mirada más allá del contorno.
El caso de algunos filósofos, de algunos poetas, de algunos
artistas y, por supuesto, de los miembros de una secta religiosa,
es otro.
72
Se ha repetido muchas veces la aserción de Aristóteles: la
filosofía nace del asombro. Si ésta es una verdad, todos los que nos
hemos detenido a mirar la parte del Universo que teníamos ante los
ojos; a deslumbranos ante el espectáculo del mar y las montañas
y las estrellas brillando en el cielo; a considerar el prodigio de los
seres y las cosas en variedad y número poco menos que infinito,
somos filósofos, en cierta medida.
Lo que importa, sin embargo, no es una simple contemplación,
por detenida y profunda que sea, ni aun las ideas resultantes que
puedan coordinarse alrededor de un núcleo, sino el hecho de
sentirnos parte del Universo y la aplicación a nuestra vida social e
individual de esta toma de conciencia.
Es verdad que el filósofo puede no sólo asombrarse sino
abarcar una extensión considerable con el pensamiento y alcanzar
una perspectiva que lo capacita para orientar a muchos y acaso
para ejercer una función directiva, en el caso de que su labor
intelectual, en comercio con las ideas, no lo absorba por completo
ni le impida actuar eficientemente en el campo de las decisiones y
las posibilidades.
Platón, que no veía con buenos ojos a los poetas en su
República, se inclinaba a favor de los filósofos y él mismo trató de
intervenir en política, para lo cual viajó a Sicilia donde gobernaba el
tirano Dionisio, como ya se ha dicho. «Quien quiera ser un buen
guardián de la ciudad, (de la ciudad-Estado, se entiende) deberá ser
filósofo y hombre fogoso, rápido en sus decisiones y fuerte por
naturaleza», son sus palabras.
Sin embargo, el filósofo puede asombrarse ante la Naturaleza
pero sentirse aparte de ella, en una relación de sujeto y objeto. Esta
es la actitud de un intelectual que puede conducir a la elaboración
de una obra, quizá atractiva y aun seductora, pero que no añadirá
ni una insignificante partícula a la existencia humana.
No obstante, si se juzgaran la intelección, la concepción, la
creación, según la utilidad de sus aplicaciones prácticas, quedaría
eliminada no sólo la filosofía sino la poesía, la música, las artes
plásticas y la literatura, en general, es decir, la mayor riqueza de
73
la cultura humana y, con ella, la dignidad del Hombre.
Aún la ciencia está a salvo de esta suerte de apreciaciones. El
científico se dedica a buscar la verdad, independientemente del
beneficio que pudiese recibir la tecnología, y, como se ha dicho por
autoridades en la materia, es erróneo hablar de «ciencia pura» y
«ciencia aplicada» porque la ciencia es una.
Hay algo más. No sólo el científico; el poeta, el escritor, el
artista, busca, consciente o inconscientemente, la verdad y es ella
«la que transparece bajo la forma» de una obra auténtica. Todo es
bello para el artista –decía Rodin– puesto que en todo ser y en toda
cosa, su penetrante mirada descubre el carácter, es decir la verdad
interior que transparece bajo la forma. Y esta verdad, es la belleza
misma».
El hombre de investigación y de estudio quiere conocer, ¿qué?
Un punto de esta maravillosa totalidad de la que hemos surgido y
cuyo cordón umbilical es el conocimiento.
Adentrarse en una partícula; dar con la razón de ser de una
función; traducir en fórmulas un fenómeno, un movimiento, una
estructura; inducir tales o cuales conclusiones; elaborar una teoría;
predecir hechos; ratificar o rectificar conocimientos; añadir un
eslabón más a una cadena interminable, esa la razón de ser del
asceta científico.
El artista, por su parte, traduce en la palabra o el sonido o la
forma o la línea y el color, o el movimiento o la representación, el
enigma de sí mismo que es parte del enigma del Universo.
Si no hay una entrega total, no hay arte ni artista verdadero.
Del libro de Rainer María Rilke, Cartas a un joven poeta,
tomamos algunos consejos:
«Nadie le puede aconsejar ni ayudar; nadie». (Estas palabras
son, por tanto, advertencias, consideraciones al margen,
indicaciones al caminante, no andaderas, porque, como decía
Antonio Machado «se hace camino al andar»).
74
«Sólo hay un medio: vuelva usted sobre sí. Confiese si no le
sería preciso morir en el supuesto que escribir le estuviera vedado».
«Entonces trate de expresar como un primer hombre lo que ve
y experimenta, y ama y pierde».
«¿No le quedaría siempre su infancia, esa riqueza preciosa,
imperial, esa arca de los recuerdos?»
«Una obra de arte es buena cuando ha sido creada
necesariamente».
«Pues el creador tiene que ser un mundo para sí, y hallar todo
en sí y en la naturaleza, a la que se ha incorporado».
«En verdad, una de las más difíciles pruebas para el creador
consiste en que debe permanecer inconsciente, distante de sus
mejores virtudes, si no quiere quitarles su ingenuidad y su
integridad».
«También se aprenderá, poco a poco, que lo que llamamos
destino sale de los hombres, no que entra en ellos desde fuera».
«El arte mismo no es más que una manera de vivir y puede uno
prepararse para él, sin saberlo, viviendo de cualquier manera».
Cuando un poeta habla de sí mismo (y Walt Whitman lo hace),
es como si nos permitiera ver su mundo interior y, algo más: Es
como si la Naturaleza y la Humanidad hablaran por sus labios:
Yo soy Walt Whitman...
Un cosmos. ¡Miradme!
El hijo de Manhattan
Turbulento, fuerte y sensual;
Como, bebo y engendro...
No soy sentimental.
Ni por encima ni separado de nadie,
Ni orgulloso ni humilde.
75
Tierra, sonríe:
Sonríe con tu aliento fresco, Tierra voluptuosa
de bosques adormilados y vaporosos,
Tierra de crepúsculos muertos,
Tierra de crestas hundidas en la niebla,
Tierra bañada con la leche azulenca de la luna llena
Tierra de luces y de sombras que jaspea la corriente
del río,
Tierra de nubes límpidas y grises que mi amor abrillanta
y enciende,
Tierra de profundos barrancos y llena de flores de
manzano...
Sonríe, sonríe porque tu amado llega,
Amor me diste generosa
y amor te devuelvo...
Amor indescriptible y apasionado.
Un minuto y una gota de mí mismo sosiegan mi espíritu
Creo que la tierra húmeda será un día luz y amor,
que el cuerpo del hombre y la mujer
son el compendio de todos los compendios,
que el amor que los une es una cumbre y una flor
y que de ese amor omnífero han de multiplicarse hasta
el infinito y hasta que todos y cada uno no sean más que
una fuente de alegría común.
Creo que una hoja de hierba es tan perfecta como
la jornada sideral de las estrellas,
y una hormiga,
un grano de arena
y los huevos del abadejo
son perfectos también.
El sapo es una obra maestra de Dios
y las zarzamoras podrían adornar los salones de la gloria.
El tendón más pequeño de mis manos avergüenza a
toda la maquinaria moderna,
una vaca paciendo con la cabeza doblada supera en
belleza a todas las estatuas,
76
y un ratón es milagro suficiente para convertir a
seis trillones de infieles.
Cuando otro poeta habla de sí mismo y nos revela su temor y
su angustia, por apartarse de su misión y su destino, lo hace a
través de un amigo fraterno: «Hoy, y más que nunca, quizás, siento
gravitar sobre mí, una hasta ahora desconocida obligación
secretísima, de hombre y de artista ¡la de ser libre! Si no he de ser
hoy libre, no lo seré jamás. Siento que gana el arco de mi frente su
más imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en la forma más libre
que puedo y ésta es mi mayor cosecha artística».
«¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasare
esa libertad y cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes
espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de
que todo se vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva!»
«Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo
ahora como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera.
Hoy sufro solamente». ¿No es la Naturaleza humanizada que habla
por medio de él? ¿No es la Humanidad, en suma, que sufre y clama
en él y por él?
Pero cuando yo muera
de vida y no de tiempo,
cuando lleguen a dos mis dos maletas,
éste ha de ser mi estómago en que cupo mi lámpara
en pedazos,
ésta aquella cabeza que expió los tormentos del
círculo en mis pasos,
éstos esos gusanos que el corazón contó por unidades
éste ha de ser mi cuerpo solidario
Un pedazo de pan, tampoco habrá ahora para mí?
Ya no más he de ser lo que siempre he de ser,
pero dadme,
por favor, un pedazo de pan en que sentarme,
pero dadme
en español
algo, en fin, de beber, de comer, de vivir,
de reposarse, y después me iré...
77
Y este poeta que sufre todos los dolores del mundo, que es
hermano de los hombres sin distinción ninguna y que sufre aún
más, herido por la tragedia de la guerra civil española, encuentra en
ella el sueño de la felicidad suprema:
Constructores
agrícolas, civiles y guerreros,
de la activa, hormigueante eternidad: estaba escrito
que vosotros haríais la luz entornando
con la muerte vuestros ojos;
que a la caída cruel de vuestras bocas,
vendrá en siete bandejas la abundancia, todo
en el mundo será de oro súbito
y el oro
fabulosos y mendigos de vuestra propia secreción de
sangre,
y el oro mismo será entonces de oro!
.......................................................................................
Se amarán todos los hombres
y comerán tomados de las puntas de vuestros pañuelos
tristes
y beberán en nombre
de vuestras gargantas infaustas!
........................................................................................
Sólo la muerte morirá! La hormiga
traerá pedacitos de pan al elefante encadenado
a su brutal delicadeza; volverán
los niños abortados a nacer perfectos, espaciales
y trabajarán todos los hombres,
engendrarán todos los hombres,
Comprenderán todos los hombres!
Quienes han hecho el descubrimiento de César Vallejo y lo han
leído y se han deslumbrado, han sentido una transformación de sí
mismos, principalmente, porque se han encontrado con un poeta
y un hombre en una pieza; con un hombre, en fin que se ha erigido
78
en representante nuestro, en cuanto somos seres echados de un
paraíso que no tuvimos nunca.
Rodin, admirado fervorosamente por Rilke, de quien fue
secretario un tiempo y al que dedicó un estudio, dejó escrito en su
testamento, dirigiéndose a los jóvenes:
«Inclináos ante Fidias y ante Miguel Angel. Admirad la divina
serenidad del uno, la salvaje angustia del otro».
«La admiración es un vino generoso para los nobles espíritus».
«Guardaos, sin embargo, de imitar a vuestros mayores».
«Respetuosos de la tradición, sabed discernir lo que ella
contiene de eternamente fecundo: el amor a la Naturaleza y la
sinceridad. Estas son las dos fuertes pasiones de los genios.
Todos adoraron la Naturaleza y no mintieron jamás».
«Que la Naturaleza sea vuestra única diosa. Tened en ella una
fe absoluta. Sed profundamente, ferozmente verídicos. No vaciléis
jamás en expresar lo que sintáis, ni siquiera cuando os encontréis
en oposición con las ideas corrientes y aceptadas».
La Naturaleza es para Rodin la Madre, la Maestra, la Unica. «No
le parece a usted –le dice a Pablo Gsell, su interlocutor– que el
follaje constituye el marco más apropiado para la escultura
antigua? Los artistas griegos amaban de tal modo la naturaleza que
sus obras se bañan en ella como su propio elemento». Y Gsell
comenta: «Habitualmente se colocan las estatuas en un jardín con
el propósito de embellecerlo; Rodin lo hace para embellecer las
estatuas. Es que la Naturaleza es siempre para él la soberana
maestra y la perfección infinita».
Cuando Gsell le dice que él espera que sus modelos tomen una
posición interesante y no que obedezcan sus órdenes, Rodin
replica: «Yo no estoy a las órdenes de mis modelos, sino a las de
la Naturaleza. En todo obedezco a la Naturaleza y no pretendo
mandarla jamás. Mi única ambición es la de serle servilmente fiel».
79
«Las flores se tornan elocuentes para él –dice Gsell– mediante
la delicada curvatura de sus tallos, por los matices delicados de sus
pétalos; cada corola entre el follaje es una palabra afectuosa que
le dirige la Naturaleza».
Rodin contempla la figura de una mujer: «Oh!, la hermosura de
sus espaldas! ¡Curvas de perfecta belleza! Mire la garganta de ésta,
la adorable elegancia de esa dilatación, es de una gracia casi irreal!
Y los muslos de esta otra: ¡qué maravillosa ondulación! ¡Qué
exquisito desarrollo de los músculos en la suavidad de la superficie!
¡Es como para arrodillarse ante ella!».
Cuando Henry David Thoreau abandona la redacción de una
revista en la ciudad de Concord y se refugia en el bosque, cerca de
un lago, no sólo asume una actitud ante la Naturaleza, sino adopta
una manera de vivir.
La Naturaleza es para él la Madre, la fuente de vida, el milagro
patente en los montes y los valles y los lagos; en el solemne rumor
de los bosques, en el fluir del agua, en el regalo de las flores y los
frutos; en la aurora y el crepúsculo; en cada cosa, en cada brizna
de hierba.
Thoreau, que es, a su manera, filósofo y poeta, pero, sobre
todo, hombre, no lleva nada al bosque y se procura lo que necesita,
principalmente alojamiento y vivienda, merced a su trabajo.
Este nuevo Robinson Crusoe, no por accidente sino por propia
voluntad, vive, en cierto modo, como si fuese el primer hombre sobre
la tierra, pero sobre una tierra abonada ya por generaciones
sucesivas.
El mismo es el heredero de una cultura y hasta, podríamos
decir, de muchas culturas. Puede citar a filósofos y poetas,
recordar trozos enteros de libros ejemplares, evocar episodios
históricos y emplear instrumentos y aplicar técnicas que le vienen
de esa civilización que él abandona por nociva, pero cuyos dones
le son indispensables y a la que retorna después de su aventura
80
para contar la experiencia de una vida entre los árboles y el lago,
en comunión con la Naturaleza.
«Cuando escribí las páginas que siguen, o más bien la mayoría
de ellas, –dice al iniciar su libro Walden o mi vida entre bosques y
lagunas– vivía solo en los bosques, a una milla de distancia de
cualquier vecino, en una casa que yo mismo había construído, a
orillas de la laguna de Walden en Concord (Massachusetts) y me
ganaba la vida únicamente con el trabajo de mis manos. En ella viví
dos años y dos meses. Ahora soy de nuevo un morador en la vida
civilizada».
Quien abandona ese mundo que ha ido entrando literalmente en
él y, en un momento de inconformidad y rebeldía, deja tras de sí las
comodidades, las convenciones y la rutina, para entregarse a la
vida autónoma en medio de la Naturaleza, sin temor a la soledad y
la falta de recursos elegidos a su medida, pues tiene que vivir sin
relaciones con otros hombres y desprovisto de todo, es,
ciertamente, el protagonista de un acto heroico.
En verdad que no podrá desvincularse de ese mundo que es ya
constitutivo. Bastaría tener en cuenta el lenguaje, síntesis y cima
de la cultura, para comprender que esa soledad es la de un ser
humano, a fuerza de haber vivido en el seno de una comunidad, y
que su mente está poblada de seres y episodios y conceptos y las
incontables formas y figuras que no se pueden rechazar ni conviene
hacerlo, pero es verdad también que el rechazo no es a las cosas
esenciales sino a las nocivas y superfluas.
«La mayor parte de los lujos, o las así llamadas comodidades
de la vida, no son solamente innecesarios, sino también
impedimentos positivos para la elevación de la humanidad», dice
Thoreau y prosigue: «Ser un filósofo no consiste en tener
pensamientos sutiles meramente, ni en fundar una escuela, sino en
amar la sabiduría (la antigua acepción desde los griegos) tanto
como la vida que está de acuerdo con sus dictados, una vida de
simplicidad, independencia, magnanimidad y confianza. Consiste
no sólo en resolver teóricamente algunos problemas de la vida, sino
también prácticamente».
81
Y he aquí una pregunta inquietante: ¿Cómo puede un hombre
ser filósofo sin preguntarse en qué medida su ejercicio teórico podrá
contribuir a la mejora de los hombres? Es de temer que, en la mayor
parte de los casos, lo que interesó a quienes se esforzaron por
pensar «con anhelo de profundidad», como decía Emerson, era la
búsqueda de la verdad.
Es innegable que se trata de una empresa mayor, quizá la más
elevada y decisiva de todas las empresas, y quienes se dedican a
ella deben encontrarse entre los más grandes benefactores de la
humanidad. Que el filósofo no encuentre la suya o que crea haberla
encontrado o que nos la presente oscura y poco menos que
inaccesible, no le resta importancia a su labor. El artista trabaja
también para hallar la verdad que «transparece bajo la forma», en
palabras de Rodin. El científico consagra su vida a la búsqueda de
la verdad. Gandhi pone por título a su autobiografía: Historia de mis
experimentos con la verdad. Y Thoreau llega al extremo de preferirla
antes que al amor: «Denme la verdad antes que el amor, el dinero
y la reputación. Me senté a una mesa en la que había sabrosos
manjares y vino abundante y cuidadosa atención, pero donde
faltaban la sinceridad y la verdad; y me escapé con hambre de aquel
ágape poco hospitalario»(14).
Thoreau quiere un filósofo vital. ¿Y por qué no, un poeta? ¿Y un
artista? ¿Y un escritor?
Nos encontramos con frecuencia ante un escritor por un lado
y un hombre por el otro y, sin embargo, se trata de una sola persona.
Hizo bien el gran escritor argentino en dejarnos una hermosa
página, como todas las suyas: Borges y yo. Es difícil resistir la
tentación de copiar algunas líneas: «Al otro, a Borges, es a quien
le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro,
acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la
puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su
nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico...
Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo
me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa
literatura me justifica... Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y
todo es del olvido o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta
82
página».
¿Podemos despojarnos de ropajes añadidos por las
costumbres; de cosas superfluas e inútiles? ¿Somos capaces de
cuestionarlo todo o casi todo y, luego, de vivir con sujeción a
nuestras conclusiones, no a la rutina de los demás?
La civilización es, en gran parte, una suma de artificios en
medio de los cuales vivimos y a los que acatamos, como lo hace
todo el mundo, sin reparar en el engaño. «Sería una cosa
interesante saber cuánto duraría la posición social de los hombres
si éstos fueran despojados de sus vestiduras», dice Thoreau. Lo
primero que ven muchas personas es el traje. Carlyle escribió una
filosofía de los trajes en su Sartor Resartus y dedicó algunas
páginas al dandy que es, como dice el autor, «un hombre que lleva
trajes; un hombre cuyo estado, oficio y existencia, consisten en
llevar trajes. Todas las facultades de su alma, de su espíritu, de su
bolsillo y de su persona, están heroicamente consagradas a este
único fin: llevar los trajes de manera que sienten bien; de suerte que,
así como otros se visten para vivir; él vive para vestirse».
Imaginémonos a una u otra mujer elegante obligada a vestirse
como una mucama; al dandy desprovisto de su atuendo; al señorito
con la ropa de un obrero. Es indudable que su personalidad sufriría
los efectos de este cambio y que, en el caso del dandy, podría
llevarlo al suicidio.
Y, puesto que se trata de la vida, no de la vida anodina y
rutinaria, sino de aquella que se puede saborear; de la vida como
un don del cual se tiene conciencia y que no se podrá agradecer
jamás; de la vida que nos ha sido dada sin que la mereciéramos;
de la vida en la experiencia de Thoreau:
«Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente,
enfrentar sólo los hechos esenciales de la vida, y ver si yo no podía
ver lo que ella tenía que enseñar, no sea que cuando estuviera por
morir descubriese que no había vivido. Quise vivir profundamente y
extraer toda la médula de la vida, vivir en forma tan dura y espartana
como para derrotar lo que no fuera vida, cortar una amplia ringlera
al ras del suelo, llevar la vida a un rincón y reducirla a sus últimos
83
confines. Y sin embargo, nosotros vivimos mezquinamente como
las hormigas; nuestra vida está desmenuzada por el detalle».
Esta forma de vida y estas consideraciones, abonadas por las
que vienen después, son parte de una oposición entre la Naturaleza
y la sociedad, entre lo grande y eterno y lo pequeño y fugaz.
La entrega a la Naturaleza, a pesar de que ya ha sido
humanizada por el hombre en Walden, es también una entrega a la
soledad. Es verdad que cada filósofo, cada poeta, cada artista
auténtico está solo cuando medita o crea, pero lo rodean siempre
la agitación y el bullicio de una sociedad que es la suya y a la que
no es posible renunciar.
Thoreau ya está en Walden: «Este es un atardecer delicioso,
cuando todo el cuerpo es un solo sentido y absorbe deleite por
todos los poros. Voy y vengo con extraña libertad en la Naturaleza,
siendo una parte de ella misma. No puede existir un humor negro
para aquel que vive en medio de la Naturaleza y tiene sus sentidos
tranquilos. Nunca me he sentido solo, ni tampoco deprimido por
forma alguna de soledad, salvo una vez, y esto fue unas pocas
semanas después de haber venido a los bosques, cuando por una
hora dudé de si la próxima vecindad del hombre sería esencial para
una vida sincera y saludable».
«En medio de una lluvia suave, mientras prevalecían estos
pensamientos, me di cuenta de pronto de la existencia de una
sociedad dulce y benéfica en la Naturaleza, en el golpear
acompasado de las gotas y en cada sonido y en cada mirada
alrededor de mi casa; una amistad infinita e imposible de narrar,
como si se tratase de una atmósfera que me mantenía, una amistad
que convirtió en insignificantes todas las ventajas imaginarias de la
vecindad humana. Cada pequeña aguja de los pinos se dilataba,
henchida de simpatía, y me ofrecía su amistad».
Thoreau es testigo de una batalla feroz, como todas las
batallas, entre hormigas rojas y hormigas negras. No hay cuartel
–y ésta es una manera de decir, puesto que se trata de hormigas–
para nadie. Las escenas son dignas de uno de los combates que
figuran en la historia, casi siempre manchada de sangre: «El
guerrero negro había seccionado de sus cuerpos las cabezas de
84
sus enemigos, todavía vivientes, colgaban a cada uno de sus
costados, como trofeos horribles de su arzón, todavía al parecer tan
firmemente fijadas como siempre,y estaba tratando con esfuerzos
débiles –pues estaba sin antenas, con sólo el muñón de una pata
y no se cuántas heridas más– de desembarazarse de ellas, lo que
logró finalmente tras media hora más». Y el autor agrega: «Hasta
terminar aquel día sentí como si tuviera exaltados y atormentados
mis sentimientos, al presenciar la lucha, la ferocidad y la carnicería
de una batalla humana ante mi puerta».
Se habla con frecuencia de «la dignidad humana» y se la
relaciona con la satisfacción de las necesidades elementales, con
la justicia social y la libertad. ¿Y por qué no con la paz y la
solidaridad? La guerra es el mayor crimen de todos, y quienes la
instigan y alimentan son los más grandes criminales.
Rabelais ridiculizó la guerra y sus razones y motivos, en la
cabeza del rey Picrochole. Rumores, infundados, falsas alarmas,
pero al parecer, el asunto era que la sustracción de algunas tortas,
hacen montar en cólera al rey que se lanza con su ejército sobre
sus presuntos enemigos. Al invadir la Abadía, les sale al encuentro
el Hermano Juan que cae sobre ellos con furia incontenible.
«A unos les rompía el cráneo, a otros los brazos o las piernas,
a otros les dislocaba los espóndilos del cuello, a otros les molía los
riñones, les hundía la nariz, les sepultaba los ojos... Unos
clamaban por Santa Bárbara, otros por San Jorge, otros por Santa
Nituche, otros por Nuestra Señora de Cunault, de Loreto, de la
Buena Nueva, de Gunou o de Riviere... Unos se morían hablando y
otros hablaban sin morir...»
Por cuatro o cinco docenas de tortas, Grandgousier, padre de
Gargantúa, ordenó que le entregaran a Picrochole cinco carretas de
ellas, pero el rey se mantuvo en sus trece, halagado por sus
cortesanos que le hablaban de conquistar el mundo, y siguió
adelante.
Derrotado al fin, huyó y «los molineros lo molieron a palos, le
85
destrozaron todas sus ropas y le dieron para cubrirse un infamante
casacón».
Los animales despiertan en Thoreau un sentimiento profundo
que lo inclinan a mirarlos con amor y a deleitarse con ellos.
En principio, la vida es sagrada. Es verdad que ella no se
manifiesta siempre acorde con nuestros gustos y nuestras
inclinaciones. Son muchos los animales que nos inspiran temor y
aun repugnancia. Los hay nocivos y peligrosos. En cambio, el amor
y aun la ternura afloran cuando un ave se posa en una rama o una
mariposa traza una línea en el aire o una gatita se echa en el suelo
a la espera de las caricias habituales.
Los animales son puros porque son naturales. Ellos no tienen
intenciones como los hombres. No se ponen una careta para
ocultar sus propósitos y les son ajenas la hipocresía, la deslealtad,
la envidia, la mentira.
Se repite con frecuencia aquella boutade de Mark Twain: «A
medida que conozco más a los hombres, quiero más a los
caballos».
Durante la infancia somos menos tiernos con muchos
animales. A medida que pasamos de la adolescencia a la juventud,
y de ella a la edad madura y la vejez, el sentimiento se puede tornar
profundo y aquello que nos dejaba indiferentes quizá se torne
próximo y agradable, hasta el punto de merecer atenciones y
caricias plenamente correspondidas.
Sin embargo, los animales serán siempre atractivos para los
niños. No todos pueden reaccionar de la misma manera ante el
espectáculo de un rebaño que pasa ante la mirada o las fieras en
el zoológico, porque están dotados diversamente.
«A un chico lo llevaban por primera vez al zoológico –nos dice
Borges–. Ese chico será cualquiera de nosotros o, inversamente,
nosotros hemos sido ese chico y lo hemos olvidado. En ese jardín,
en ese terrible jardín, el chico ve animales vivientes que nunca ha
visto; ve jaguares, buitres, bisontes y, lo que es más extraño,
jirafas. Ve por primera vez la desatinada variedad del reino animal,
86
y ese espectáculo, que podría alarmarlo u horrorizarlo, le gusta. Le
gusta tanto que ir al jardín zoológico es una diversión infantil, o
puede parecerlo. ¿Cómo explicar este hecho común y a la vez
misterioso?»
Oscar Wilde puso un título muy significativo a una de sus obras:
Intenciones. Hay algo oculto en aquella persona que no
conocemos, que nos detiene en medio de la calle , que finge o dice
la verdad –¿quién puede saberlo?– acerca de una reunión, hace
muchos años, en tal o cual parte, y que termina pidiendo un favor.
Cada uno tiene su mundo interior. Cada uno guarda
celosamente una «reserva» de intenciones. Apenas nos es dado
mirar un semblante, adivinar un signo entre los ojos y los labios y
esperar el disparo de una intención lanzada por un carcaj invisible.
Así, pues, además del hombre social de Aristóteles, podemos
decir que el hombre es un animal que tiene intenciones.
«¡El primer gorrión de la primavera!», estalla en alegría Thoreau.
«¡El año comienza con una esperanza más joven de la que nunca
hubo! En casi todos los climas, la tortuga y la rana se encuentran
entre los precursores y los heraldos de la primavera y las plantas
brotan y florecen y los vientos soplan para corregir esa pequeña
oscilación de los polos y mantener el equilibrio de la naturaleza».
Descargar