sa en toda América, al conseguir de Pío IX, en 1886, la corona para

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sa en toda América, al conseguir de Pío IX, en 1886, la corona
para Nuestra Señora de la Esperanza de Jacona, Michoacán.
Destierro de sombras es un libro de historia y de antro­
pología de la religión, excelentemente documentado, brillan­
temente escrito, esclarecedor y apasionante. Todo mexicano
debiera conocer este texto que, en verdad, arroja una gran “luz
en el origen de la imagen y culto de Nuestra Señora de
Guadalupe del Tepeyac”.
Jesús Tapia Santamaría
El Colegio de Michoacán
NOTAS
1.
2.
3.
4.
El apogeo de la contienda y la consolidación de ese proceso de hegemonizadón de los
prelados diocesanos han sido documentados por el texto de fray Alonso de la Mota y
Escobar, Memorias del Obispo de Tlaxcala, editado por la SEP, en 1987, dentro de su
Colección Quinto Centenario, con introducción y notas de Alba González Jácome y,
últimamente, por Oscar Mazín en su artículo “Reorganización del clero secular
novohispano en la segunda mitad del siglo xvm”, en el voi. X, núm. 39, (Verano de
1989), pp. 69-86, de esta misma revista Relaciones.
Cfr. Marc Bloch, Los reyes taumaturgos. México, Fondo de Cultura Económica, 1988.
Cfr. Piero Camporesi, La carne impassibile. Milano, II Saggiatore, 1983. Existe
traducción francesa por Flammarion, París, 1986.
Cfr. Matías de Escobar, Americana Thebaida. Vitas patrum de los religiosos hermitaños de N. P. San Agustín de la Provincia de San Nicolás Tolentino de Mechuacán,
(1729). Prólogo de Nicolás P. Navarrete, Morelia, Balsal Editores, S.A., 1970.
JUAREZ NIETO, Carlos, El clero en Morelia durante el siglo
XVII. Morelia, Instituto Michoacano de Cultura/Centro
Regional Michoacán INAH, 1988, 212 pp.
La actual sociedad de Morelia, algunas de las instituciones de
la ciudad y no digamos un buen número de sus casas y
edificios, tienen antepasados, raíces y cimientos en el siglo
de integración étnica, territorial e institucional del México
Novohispano, paradójicamente el siglo olvidado en la histo­
riografía de este país: el XVII.
Bueno o malo, ese es nuestro pasado, y conviene para
nuestra salud cultural sacarlo del inconsciente historiográfico
para que dándole la luz lo reconozcamos, y una vez recono­
cido lo asimilemos y lo pongamos en su lugar.
El libro de Carlos Juárez, El clero en Morelia durante el
siglo XVII se propone contribuir a ese reconocimiento. La
obra se divide en tres partes. Trata la primera sobre el clero
novohispano del siglo XVII en general. La segunda parte nos
recuerda cómo era Valladolid de Michoacán en esa centuria,
tanto por lo que se refiere a geografía, población y economía,
como por lo que concierne a su gobierno municipal. Final­
mente el tercer capítulo afronta el tema principal: el clero
vallisoletano de la olvidada centuria, tanto el regular como el
secular.
Con el objeto de tener centrada la imaginación sobre
nuestro objeto de presentación, figurémonos el mapa del
obispado de Michoacán en el siglo XVII: desde Colima hasta
Río Verde y aun un poco más al norte, y desde ahí hasta
Zihuatanejo. Hacia el centro sur de este gran triángulo, la
ciudad de Valladolid que durante esos años estaba a medio
construir, se estaba haciendo: de la catedral actual se levan­
taban apenas las naves. Los dos conventos viejos -San Fran­
cisco y San Agustín- ya estaban, pero sus iglesias sin torres
tan altas; la espadaña del Carmen tampoco estaba así; de la
Merced, apenas los comienzos. La Compañía ya era grande,
pero aún no llegaba a la monumentalidad que alcanzó en la
siguiente centuria. Ahora imaginemos a la entrada de cada
iglesia a los respectivos clérigos o frailes con sus diferentes
hábitos: unos repasando las cuentas del Rosario y otros...
repasando las cuentas de sus haciendas, censos, capellanías,
diezmos y legados. He aquí el asunto principal sobre el cual
se borda la tesis de este libro: el poder económico del clero
vallisoletano. De manera reiterada Carlos Juárez nos dice: “Es
justamente en este siglo cuando el clero novohispano, tanto
regular como secular, encontró y creó las condiciones reales
como el grupo social más fuerte...” (p.14). Tanto
el clero secular como el regular tuvieron una incidencia total en la
conformación de la ciudad, debido a su influencia ideológica y
económica que ejercían sobre los otros grupos sociales en el poder
(hacendados, mineros, comerciantes y burócratas. Lo que se hacía
evidente en el control que sobre los colegios e instituciones benéficas
tenía, así como en la administración de grandes unidades productivas
(haciendas, estancias e ingenios)... (p.197).
En particular de la investigación implicada en este libro
se desprende, en cuanto al clero regular:
l 2 Que “la orden de San Agustín se constituyó como una
de las principales administradoras de haciendas agropecua­
rias y de fincas urbanas (pp.96-97) ...logró acumular durante
el siglo XVn una buena cantidad de propiedades rústicas y
urbanas (p.104)”. Al mismo tiempo se caracterizó por las
luchas internas entre criollos y peninsulares que se disputaba a
las riendas de la provincia.
2ÜQue le seguían los jesuitas, cuya administración metó­
dica de sus propiedades les valió crear un excedente de trabajo
que emplearon en la construcción de suntuosos colegios y
casas (p.106).
32 Venía luego el convento femenino de Santa Catalina de
Siena, “que satisfizo la reproducción ideológica del sistema
imperante, es decir, preservación de los valores religiosos y
étnicos...” (p.117).
4a Las propiedades de los carmelitas y mercedarios, al
parecer, no fueron tan significativas, mientras que las condi­
ciones económicas de los franciscanos eran “demasiado es­
trechas” (p.93).
Por lo que toca al clcro secular, la investigación establece:
1QQue como grupo de poder dentro de ese clero destacaba
el cabildo catedral, que además de llevarse una gran tajada
del diezmo, participaba decisivamente en la recolección o
arrendamiento del mismo, así como en su distribución, sin
dejar de meter mano, por otra parte, en los negocios de
testamentos y capellanías, en la construcción de la catedral,
y en muchos otros aspectos de la administración del obispado,
sobre todo durante las sedes vacantes, que a lo largo de aquel
siglo sumaron hasta 24 años.
22 Que en la serie de los nueve obispos que gobernaron
en el siglo XVII cabe hacer distingos importantes. Tres de ellos
parece no significaron mayor cosa en razón de la cortedad de
su período o rutina de su gestión. Dos cargan con nota
negativa: Baltasar de Covarrubias por favorecer a su familia
y Alonso Enríquez de Toledo por demasiado conflictivo: se
peleó con los dos cabildos de Valladolid y con medio mundo.
En cambio los otros cuatro figuran como buenos administra­
dores, diligentes en su ministerio y en la reforma del clero.
Ellos fueron Francisco de Rivera, Marcos Ramírez de Prado,
Francisco de Aguiar y Seijas y Juan de Ortega y Montañez.
3o Que a lo largo de aquel siglo este clero secular se fue
imponiendo al regular. De modo especial esto se verificó a
raíz de que la catedral vallisoletana logró que todas las
órdenes religiosas pagaran el diezmo.
Las fuentes donde Carlos Juárez abrevó su información
archivística fueron tres repositorios morelianos: el archivo del
ayuntamiento, el de la Casa de Morelos y el de Notarías. Una
breve pero selecta bibliografía aumentó la información y
brindó elementos de interpretación. Obras muy reconocidas
de Silvio Zavala, Enrique Florescano y François Chevalier se
alternan con otras menos divulgadas pero no de menor im­
portancia en la reconstrucción de esta historia. Tal es el caso
de Gabriel Martínez Reyes, de Virve Piho y del extraordinario
documento editado por Ramón López Lara, El Obispado de
Michoacán en el siglo XVü.
A mi modo de ver, uno de los méritos que se deben abonar
a este libro es precisamente su labor de búsqueda en fuentes
de primera mano. De manera especial conviene señalar varios
felices hallazgos de documentos singularmente ricos en in­
formación y sugerencias. Como largas vetas de metal precio­
so son todavía susceptibles de ulteriores aprovechamientos.
Tal es el caso de la “Lista y minuta de los dueños de ganados
mayores y menores en esta provincia de Michoacán”, Archivo
del Ayuntamiento, libro de Cabildos 1654-1670 (p.42). En el
mismo repositorio, para los años 1628-29, una relación de
algunos propietarios de tierra en Michoacán (p.52), y una
visita, en 1636, de obrajes, huerta y matanzas de la misma
Provincia. De la casa de Morelos destaca el “Libros de
inventarios de títulos, censos y obligaciones de este conven­
to... de N. Padre San Agustín...” (p.100); el expediente sobre
el litigio que entabló la catedral contra varias órdenes por el
pago del diezmo (p.109); el inventario de bienes y alhajas de
todas las parroquias en 1651 (p.158); y en fin, la descripción
de cada convento hecha en tiempo de Aguiar y Seijas (p.163).
Otro mérito del trabajo es el esfuerzo de síntesis interpre­
tativa en la conjunción de los elementos manuscritos y los
bibliográficos. Asimismo hay que señalar la atingencia del
planteamiento inicial, avalado por personalidades del tamaño
de don Juan Ortega y Medina.
Sin embargo... sin embargo, me parece que también es
pertinente decir una palabra sobre las limitaciones de la obra.
No con el ánimo de restarle cualidades, sino con el propósito
de exhibir ante la comunidad que los trabajos académicos son
fuente de diálogo constructivo y de progreso mediante una
sana crítica. Que no se diga que los amigos intelectuales
estamos inscritos en sociedades de elogios mutuos.
Sea el primer “pero” el relativo a ciertas imprecisiones.
El regio patronato indiano no se transformó a partir de 1580
en el “regio vicario” (p.79). Conforme a las investigaciones
-hasta ahora no desmentidas- de Leturia y Egaña, no hubo
tal vicariato regio -que es la expresión correcta, sino hasta los
tiempos de Carlos III- y entendido y practicado por cierto de
manera unilateral. Los jesuítas no construían conventos, sino
“casas”. La distinción es importante, porque entonces tendía
a mostrar las diferencias con respecto a las órdenes mendi­
cantes. La “dependencia casi absoluta” de instituciones como
el convento de monjas de Santa Catalina respecto al clero
secular ( p .lll) está por verse. Otras investigaciones están
mostrando mayor complejidad en el gobierno de tales insti­
tuciones. Decir que “las tierras y sus productos eran la única
medida de poder económico”, hablando de propiedades de
monjas al momento de su fundación (p.l 15), pasa por alto la
minería y el comercio. Asentar que a los párrocos les estaba
“estrictamente prohibido invertir su dinero en bienes inmue­
bles”, no corresponde a ninguna disposición canónica. Lo que
estaba prohibido es que los clérigos se dedicaran como oficio
al comercio. En fin, una duda: ¿Sobre qué criterios se sustenta
la calificación de usureros a los réditos anuales del 5%?
Ciertamente no sobre los criterios del siglo XVII, cuya cultura
no los calificaba así. ¿Sobre criterios del siglo XX? Inde­
pendientemente del anacronismo que tal juicio puede com­
portar, yo me preguntaría si actualmente los deudores de un
préstamo al 5% anual entrarían bajo la férula de la usura.
Pero el problema de fondo en el presente libro es precisa­
mente el salto entre algunos datos y hechos del siglo xvn y
la interpretación del siglo XX -o tal vez del XIX europeo- sin
pasar por la cultura y los valores del tiempo. Sin duda que la
actualidad de la historia no debe renunciar a un juicio desde
aquí y ahora, pero antes hay que comprender las cosas a la
luz de su natural y primordial entorno. ¡Qué bueno, además,
que la importancia de la economía y de sus intereses se abra
paso y nos aparte de idealismos angelicales! Mas atención con
una historia demasiado lineal y determinista donde se omitan
los influjos recíprocos de la cultura, de la religión y de la
ideología sobre las mismas bases económicas. Y mayor aten­
ción aún con el manejo de la economía. Decir que “la catedral
vallisoletana se fue haciendo paulatinamente de una gran
cantidad de propiedades rurales, casas-habitación y comer­
cios”, “o que la misma catedral logró administrar una gran
cantidad de propiedades y de dinero líquido” (pp. 175,177),
sin dar cifras precisas y seriadas -excepto para el diezmo- y
sin establecer referencias y proporciones respecto a la econo­
mía restante de la provincia y del virreinato, ¿es eso procedi­
miento científico? ¿no sucede que en vez de avalar las hipó­
tesis las pone en tela de juicio?
Echanse de menos algunas obras en la bibliografía utili­
zada. Fundamental desde luego la Demarcación y Descrip­
ción del Obispado de Michoacán de Francisco Arnaldo de
Ysassi redactada en 1649 y publicada por Biblioteca Ameri­
cana en 1982. Tres capítulos dedica al obispado de Michoa­
cán la Descripción de la Nueva España en el siglo XVII de
Antonio Vázquez de Espinosa (México, 1944). Noticias im­
portantes hay que rastrear en varias crónicas faltantes del
clero regular: la de la Merced de Francisco de Pareja, escrita
en 1688 y publicada en 1882. Más extenso que Larrea y
Beaumont para el siglo xvn es el franciscano Isidro Félix de
Espinosa. ¿Y el jesuita Alegre?
En cuanto al anacronismo del título, Morelia en lugar de
Valladolid, me consta que no es atribuible al autor sino al
primero de los editores.
Los señalados hechos no quitan virtud a las cualidades.
Antes bien, ofrecen la posibilidad de discusiones fecundas.
Además falta adjudicarle otro mérito y es el de la elección
misma del tema y del tiempo. Carlos Juárez queda como
pionero en este campo.
Carlos Herrejón Peredo
El Colegio de Michoacán
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