EL NORTE.COM Extras dE hoy Círculo de Padres “Mi hijo de 4 años dice malas palabras imitando a su papá. Mi esposo no quiere corregir su lenguaje; ¿qué puedo hacer?”. d participa elnorte.com/vida Domingo. 16 de Noviembre del 2008. [email protected] / Tel. 8150-8289 / Fax. 8150-8726 Editor: Francisco Betancourt Daniel de la Fuente E •••• De Juan Pablo ya ni quién se acuerde. Lo dice Imelda, su hermana, y se balancea en la mecedora que tiene en la tienda que la familia abrió después de la muerte del joven y que se llama Don Generoso, en honor al padre. “Con tanto asesinato, ni quién se acuerde de Juan”, repite y traza el retrato de su hermano, quien de niño no quiso seguir en la escuela porque los demás se burlaban de su sobrepeso. “Por eso trabajó desde chico”, cuenta Imelda, años mayor que Juan Pablo. “Era noble, buen hermano”. Ambos y un hermano más laboraban para los dueños del depósito donde ocurrió el crimen. Como dicta el infortunio, ella terminó su turno después de medianoche y la relevó Juan Pablo. “Trabajó unos años en las tiendas, luego se salió para manejar un transporte escolar, pero al morir papá volvió al depósito y allí se quedó... “Nunca lo hubiera hecho”, lamenta y cuenta lo poco que sabe de esa noche, casi todo leído en los periódicos. Al morir el chico, la Policía devolvió unas llaves y ropa con sangre, no así el celular y la credencial del IFE. Nadie se presentó con ellos para darles una versión de lo sucedido, dice Imelda. Una vez vio en el periódico los retratos de los presuntos asesinos, pero le dio vuelta a la página. “¿Serán en verdad ellos?”, se preguntó, en tanto ella y su madre, quien tras tomar un baño se peina su largo cabello, muestran el pequeño altar que colocaron en una esquina de la tienda. En una foto, Juan Pablo sonríe. Llega Óscar, hijo de ella, de 7 años. Juan Pablo fue su padrino de bautizo e iba a ser el de la comunión. “Mírelo”, advierte Imelda y su madre observa triste al nieto que pide permiso para tomar una golosina. “Así era mi hermano de chiquito. Cómo es la vida, ¿verdad?”, dice. “¿Qué caso tenía matarlo?”. Lo mismo pregunta Jesús Castillo Martínez, quien afuera de su casa rodeada de albahaca, en la Colonia Valle de las Flores, prepara mezcla para avanzar en la barda que construye en su vivienda, ubicada en la división entre Guadalupe y Apodaca. “Te subes a la banqueta y estás en Guadalupe; te bajas y es Apodaca”, sonríe este hombre de 56 años. “No le he avanzado mucho desde que ella murió”, comenta. “Como me cambian los turnos en la fábrica, no puedo avanzar tanto”. Pareciera que Jesús no puede ni ordenar sus ideas desde que la mujer con la que vivió cuatro años, Irma López Macías, fue asesinada en la balacera que se desató en las primeras horas del 30 de noviembre del 2006, afuera de Soriana Valle Soleado. La refriega, que de acuerdo a testigos tuvo una duración de 30 minutos y que protagonizaron los cárteles del Golfo y Sinaloa, inició en el instante en el que pasó el transporte de personal de una maquiladora donde iban el chofer, Irma y otra empleada, quedando en el fuego cruzado. A Irma, madre de cinco hijos, una de las 700 balas disparadas le interrumpió la vida. Lo mismo le sucedió a cuatro personas más, entre ellas Miguel Án- muertos infortunio Perfiles e Historias: Piden justicia deudos de ejecutados inocentes Los del No eran los objetivos, pero estas víctimas de la delincuencia organizada estuvieron en el lugar y el momento equivocados • Con su muerte, dejaron en la orfandad a sus hijos y dolor en sus familias, que no han sido apoyadas por la autoridad • d José (der.) y uno de los hijos que tuvo con Ignacia Pérez, asesinada en la joyería de Calzada Madero, en el 2007. gel Alanís Caballero “La Chiva”, presuntamente uno de los principales operadores del Cártel de Sinaloa y el objetivo de un comando del Cártel del Golfo a bordo de 10 camionetas. Al parecer, “La Chiva” contrataba al comando capturado en agosto del 2005 en un restaurante Vips. El punto de partida de la violencia sin precedentes en Nuevo León. “Primero llegó todo Valle Soleado y luego la Policía”, narró un testigo. Por la mañana, el Gobernador Natividad González Parás lamentó lo ocurrido, pero nadie de su equipo se presentó en la casa de Jesús. Tampoco con la madre de Irma, María del Pilar, quien en los meses siguientes al crimen tuvo en su casa que suele oler a frijoles recién hechos, en Juárez, a los hijos de la mujer. “Nadie. Nadie vino a decirme, todavía hoy, qué pasó, qué necesitamos”, agrega la mujer de 63 años, pelo entrecano y que cojea por una rodilla enferma, mientras les sirve picadillo a los hijos de Irma que le quedan: Luis y Carlos, de 20 y 15 años. “Nomás me dan al mes una despensita de Washington (de Bienestar Social del DIF estatal)”, y describe el bulto, que trae un litro de aceite, sobres de sopa y un kilo respectivamente de manteca, maseca, maíz y frijol. “Qué tanto nos puede alcanzar”, lamenta y se ensombrece, lo que apena a Anselmo, uno de los hermanos mayores de los 10 que tuvo Irma y cuya mayoría vive en Estados Unidos. La vida de Irma no fue distinta a la de otras mujeres que solas sacan adelante a sus hijos. Su madre cuenta que, cada que salía embarazada, su hija era abandonada por su pareja. d María del Pilar, madre de Irma López Macías, acribillada en el fuego cruzado en Valle Soleado, el 30 de noviembre del 2006. La acompañan dos hijos de la joven y uno de sus hermanos (der.). d Martín Medrano y Angélica Alemán, suegros de Fernando Rodríguez Hdz., guardia de seguridad también abatido en la joyería de Calzada Madero. “Quién sabe por qué, pero así decidió hacer su vida”, comenta, en tanto, Anselmo. Dice que para su hermana lo primero eran los hijos. “Vivía para ellos”, dice. Pero, por el crimen, quedaron dispersos: Claudia, de 30 años y con dos hijos, vive aparte; Luis, empleado de una refresquera, y Carlos, estudiante, se quedaron con su abuela. Erika, de 11 años, vive con una prima de Irma, y Alejandra, de 5 años, vive con su padre, Jesús, el que intenta reanudar la barda en su casa, y quien la lleva a sus chequeos en el Seguro Social, ya que la niña requiere de operaciones debido a un problema con los huesos del cráneo. Casi como caridad, el DIF de Apodaca le da 150 pesos mensuales. María del Pilar enumera las promesas oficiales dichas en las primeras horas del crimen: becas para los chicos, empleo para los grandes, terapias para remontar el trauma. También, abogados gratuitos y confiables para corregir la fecha de deceso equivocada en el acta de defunción de Irma, con la que se reclamaría su seguro de vida y su Afore. “¿Sabe si a los hijos de otros asesinados les dieron algo?”, pregunta, pero al oír la respuesta baja la vista. A la deriva, los hijos de Irma sobrellevan sus vidas, marcadas por el dolor que esculpen cuando se combinan el crimen y la mala fortuna. •••• Fernando Rodríguez Hernández se alistaba para salir la mañana del 14 de marzo del 2007 de la casa que rentaba con su esposa Oralia Medrano, en la Colonia Santa Lucía, en Escobedo. El hombre de 44 años y casado desde hace 18 pudo al fin mudarse d Familia de Juan Pablo Segundo Daniel de la Fuente ran casi las tres de la mañana del 17 de agosto del 2006 cuando Ramón Benavides, ex jefe de grupo de la desaparecida Judicial, llegó en su Hummer escuchando a El Recodo al Depósito Churubusco, sobre la calle del mismo nombre. Igual llegó en su pickup su primo Mario Martínez “La Amenaza”. Se desconoce si en la Hummer llegaron Antonio Cárdenas y Gonzalo Gámez “El Chalo”, pero según el dueño del depósito, Héctor Garza Martínez, cuando él salió para atender una llamada a su celular, los cuatro conversaban afuera, en tanto en el negocio se quedó el empleado Juan Pablo Segundo Pardo, de 22 años. La quietud de esa noche se rompió cuando llegaron dos autos, de los que descendieron sujetos que empezaron a disparar con armas de grueso calibre. Héctor se tiró y, junto, los cadáveres de “La Amenaza” y Gonzalo. Ramón, el presunto objetivo de los sicarios, huyó junto con Antonio. Héctor alzó la vista al oír la huida de los agresores y la voz de su hermano Martín, quien llegó al sitio. Ambos miraron al interior del local, donde yacía el cuerpo grande y robusto de Juan Pablo: le habían dado ocho balazos y el tiro de gracia. Así vivía Nuevo León su verano del 2006: con 34 ejecuciones, misma cifra cometida, pero en todo el 2005. Así terminaba sus días Juan Pablo, al que le decían “El Papa”, el chico bueno que tenía diabetes, el tío querido, el de los ocho años de trabajo en el depósito y el que abordaba el camión desde su casa en Santa Catarina. El que soñaba con tener su propia tienda y que para la autoridad no tuvo responsabilidad a excepción de estar en el lugar y la hora equivocados. Pardo, ultimado en el 2006 en un depósito de Av. Churubusco. de la casa de sus suegros, Angélica Alemán y Martín Medrano, pues obtuvo un empleo de guardia en la Joyería Lozano Garza, en Calzada Madero, que le permitió rentar junto al Cerro del Topo Chico. Alto, de bigote y ojos grandes, Fernando salió de la casa que ocupaba con su esposa y sus hijas de 16, 12 y 5 años de edad, y tomó los camiones que lo dejarían cerca del negocio. “Nosotros lo queríamos mucho y él se apoyaba en nosotros”, dice su suegra Angélica, en tanto sostiene amorosa a un nieto recién nacido, concebido por uno de sus siete hijos. Martín, entrecano de 77 años que casi no oye y le falla la vista, asiente como si escuchara en torno al afecto que sentían por este hombre que lo mismo fue cobrador que mozo. Una vecina, empleada de la joyería, le dijo que allí solicitaban un guardia, y Fernando no lo pensó: a su hija pequeña le gustaba beber a diario leche Sello Rojo y la grande quería celebrar sus 15 años, aunque sólo alcanzó para una cena familiar. “Él no quería que mi hija trabajara, pero ese día antes de irse le dijo ‘ándale, ve a buscar’, y ella fue a una fábrica donde solicitaban”, cuenta. La mañana en la joyería pasó serena y, a las 13:00 horas, Fernando subió a comer con unas empleadas. En eso llegó al negocio Ignacia Pérez Barrientos, de 40 años de edad y vecina de la Colonia Gloria Mendiola, para recoger piezas que revendía. Antes, ella marcó al celular de su esposo José Luis Rodríguez, de 46 años, quien era guardia en Céntrika. “¿Cómo ves, viejo? La señora de San Jerónimo me ofrece quedarme con ella (de empleada doméstica)”. “No sé, tú decide”, le contestó, e Ignacia, tras meditarlo, se decidió por seguir en sus ventas de alhajas y artículos de limpieza para ayudar a la manutención de sus cuatro hijos. Al colgar, Ignacia, madre de cuatro hijos, entró a la joyería. Hasta allí llega la información de su esposo, quien sentado a las afueras de su casa no tiene una versión cercana de lo que le sucedió a su mujer. “Ni idea, se dijeron tantas cosas”, comenta él, en tanto a los dos hijos que le quedan en su casa, los chicos, apenas si los ve porque pasa días cuidando un cárcamo en El Carmen. “A’i todavía están sus botes de enjuague y pinol que vendía”, dice y mira su casa. “¿Qué hago con ellos?”. Angélica, la suegra de Fernando, sabe un poco por lo que escuchó en los medios y por lo que le dijeron los reporteros que fueron a su casa. Ninguna autoridad se presentó con ella. A las 13:40 horas tres sujetos abrieron fuego hacia el local. Más tarde se sabría que iban contra el coordinador de la policía sampetrina Benjamín Espinosa, de 30 años, quien murió junto a su esposa Juana Sánchez. Una inocente más. Ellos dejaron a tres hijas, una de 3 meses de edad, que se quedó hospitalizada por un mal intestinal. Junto a ellos, cayeron también Fernando e Ignacia. “Dicen que Fernando pensó que había explotado el gas, por eso bajó”, cuenta Angélica, quien siente lo de su yerno, porque era miedoso y no tenía experiencia como guardia. “¿Qué pensaría en ese rato? ¿Nos querría gritar a nosotros, como dicen los que estaban allí enfrente, que sí gritaba él cuando vio aquello, cuando le estaban disparando?... Ay, no... “¿En qué más pudo pensar? En su familia, en nosotros...”. Como Oralia ya no contó con el salario de Fernando para la renta, volvió a casa de su madre, pero al año le asignaron un terreno en La Alianza y pudo dar el enganche y sus hermanos le ayudaron a edificar unos cuartos. “La nieta grande se salió de la escuela para cuidar a las otras dos, chiquitas, y mi hija se puso a trabajar. Pobres: tienen que comprar ropita de segunda en los mercados”, lamenta. “A veces, mi hija llega: ‘no tengo ni para comer’. ¡Qué triste estaría Fernando de saber cómo viven!”. Fernando, el de los zapatos viejos, pero boleados; el que cuando no tenía empleo se salía con su herramienta a buscar a quién darle servicio y el que no pudo darle una fiesta de quinceaños a su hija, está sepultado en un terreno de sus suegros porque ni para eso se acercó la autoridad. “Mijita, pobre, sale bien temprano y regresa tarde”, narra su madre. “Antes de lo de Fernando ella estaba gorda y ahora está bien flaca y, como se mortifica tanto, se le manchó toda su cara de paño. Le dije: ‘ay, mijita, te salió el luto por la cara”. Los ojos cafés de Angélica se entornan entristecidos y de los del silencioso Martín, su esposo, ocultos tras sus gafas oscuras, cae una lágrima. Una igual se resiste a caer de la mirada enrojecida de José Luis, el esposo de Ignacia, quien dice que recién llegó un nieto a la familia. El que ella esperó ilusionada pero, mala fortuna, no llegó a conocer. “Todo se te desmorona, tienes planeadas cosas”, responde cuando se le pregunta sobre su vida y la de sus hijos después de Ignacia, la que todos los días salía a vender cosas. “¿Qué queda? Nomás seguirle”. No hay de otra, pero subraya que duele recorrer la vida sin su mujer. Hay, sin embargo, una razón por la que la Policía Ministerial no ha dado una versión del crimen de la joyería: en sus archivos la dependencia ignora que Ignacia murió allí. En un escueto informe, proporcionado vía electrónica y donde no se dice nada excepto que la averiguación está abierta, en el lugar de la víctima no está su nombre. Dice: “Una persona N.N.”. •••• La autoridad no se ha acercado a estas familias para darles una versión de los hechos, menos su solución. Sería excepcional si así fuera. De acuerdo con registros periodísticos, en los últimos 10 años han sido ejecutadas más de 363 personas en Nuevo León, saldo de los asesinatos que se conocen y en el que hay víctimas como Ignacia, Irma, Fernando y Juan Pablo. Otras fueron los cuatro guardias del bar El Punto, abatidos el 15 de mayo del 2006 con granadas y a tiros, y donde hubo además 25 heridos. Otras víctimas casuales fueron Silvestre Rodríguez, intendente de la Policía de San Pedro, que murió el 29 de mayo del 2007 cuando la corporación fue rafagueada, y Leonardo Hernández, de sólo 4 años, asesinado recientemente por su tío “El Nova”. Víctimas de la mala suerte, pareciera que estos nombres pidieran justicia en el recuerdo de sus familias. La pregunta es a quién le compete dar paz a la memoria de los muertos del infortunio.