ENTREVISTA CON FRANCISCO MORA "El científico filosofa, piensa, no se queda únicamente en los datos" TOMÁS VAL Francisco Mora es un hombre apasionado con todo aquello relacionado con las emociones, los sentimientos, la razón. Con todo aquello que tenga que ver con el cerebro y su funcionamiento. Profundo conocedor de este órgano que crea el mundo en nuestro interior, asegura que el deber principal del científico es pensar la ciencia, destilarla, colocarla en un marco filosófico y social que nos posibilite sacar conclusiones y extraer enseñanzas que vayan más allá de la mera transmisión de conocimientos y datos. A pesar de sus muchos libros publicados, rechaza la etiqueta de divulgador y reclama la de pensador de la ciencia y la urgente necesidad de crear una cultura científica en España cuyo último premio Nobel, Ramón y Cajal, data de 1906. Es necesario, dice, que el conocimiento científico se extienda a todos los sectores de la sociedad. Doctor en Medicina por la Universidad de Granada y en Neurociencias en Oxford, actualmente es catedrático en la Complutense de Madrid y profesor adscrito de Fisiología Molecular y Biofísica en la Universidad de Iowa, en Estados Unidos. En su último libro, El dios de cada uno, publicado en 2011, analiza cómo surge la idea de la divinidad en el cerebro humano. Antes escribió El sueño de la inmortalidad, Genios, locos y perversos, Cómo funciona el cerebro, Los laberintos del placer en el cerebro humano y El bosque de los pensamientos. Si todo lo percibimos a través de nuestro cerebro y todo lo que vemos y sentimos, incluso nuestra identidad, es una imagen cerebral, ¿qué somos en realidad? Somos lo que somos: el producto de un proceso que ha durado millones de años. Eso hoy no lo discute nadie. Los genes mutan, cambian de modo azaroso. Y en ese proceso, lo que determina el éxito es la supervivencia. ¿Qué pasa en nuestro cerebro para que se siga aferrando a creencias esotéricas, mágicas, religiosas? Lo que pasa, y lo digo en mi último libro, El dios de cada uno, es que existe un rincón en nuestro cerebro, el cerebro emocional, que se pregunta qué sentido tiene ese morir y ese nacer sin otra dimensión que la puramente física. Esa pregunta está en nuestro cerebro. Ese dios universal del que hoy hablamos tiene solamente cuatro o cinco mil años. Antes éramos todos politeístas. Dentro de nosotros tenemos un algo que, en nuestra soledad, nos impulsa a esa pregunta que es una pregunta del corazón del ser humano: “¿Esto qué es?” ¿Surge esa pregunta del miedo? No tanto del miedo como del preguntarnos acerca del orden, como hacía Einstein y tantos otros. Nuestro cerebro consciente y nuestro conocimiento de las leyes nos hacen darnos cuenta de que, como seres humanos y conscientes, no podemos contestar esas cuestiones; que estamos limitados. Pero ese límite no impide que haya algo emocional que te lleve a hacer la pregunta. Cuando eso se instrumentaliza, cuando se institucionaliza, es cuando empiezan los problemas. Cuando alguien te dice yo tengo la respuesta, siempre está el poder detrás. George Steiner dice que todas las culturas son mortales, todas las religiones también. Estamos entrando en una era de la posreligión. La pregunta es: ¿qué nos espera? Hawking arranca su último libro diciendo que el desarrollo de la ciencia llevará a la muerte de la Filosofía, que poco a poco se irán contestando todas las preguntas. Hay que matizar. En el fondo, el método científico, que es observación, experimentación, hipótesis y vuelta a comenzar, lo que nos proporciona, en parte, es lo que creemos que es la realidad. Pero detrás de todo eso está el pensamiento. El científico, si solo mide, no alcanza a llevarnos al conocimiento de todo lo que significa la ciencia. ¡La ciencia hay que pensarla, destilarla! Y pensar la ciencia, destilarla, es una dimensión filosófica. Pero la filosofía suele ambicionar la demostración o validación de ciertos postulados, mientras que la ciencia no pretende demostrar nada, sino mostrar. Ahí es donde tenemos que ponernos de acuerdo. El científico filosofa, piensa, no se queda únicamente en los datos. Me refiero a la filosofía de la deducción, del pensamiento. En El dios de cada uno, hay un constructo que parte de las filosofías más fuertes, como la de Kant en su Crítica de la razón pura, que es una idea inútil para crear conocimiento. Y yo lo construyo a partir de lo que hoy sabemos de cómo el cerebro construye el conocimiento, cómo construye los abstractos, cómo generaliza a partir de las cosas concretas. Cuando yo en mi mente creo el concepto caballo, creo un caballo que no existe en el mundo; pero sí crea realidad en tanto que cada vez que te digo que he visto un caballo, ese abstracto conecta con la realidad que tengo delante y se vuelve real. ¿Y no le parece más milagroso el hecho de que el lenguaje, a partir de esos abstractos mentales e individuales, nos permita entendernos y comunicarnos? ¿Es un milagro del cerebro o de las palabras? Tenemos un problema con eso. Nosotros no nos comunicamos con abstractos que sean enteramente productos de la razón, nunca captarás el matiz total de ese caballo mío. Sabemos cómo funciona en parte el cerebro y sabemos que todo lo que vemos, antes de llegar a formar parte de nuestro razonamiento, pasa por unas áreas cerebrales que lo pintan de color emocional. Es con un abstracto pintado con lo que razono y pienso. Por lo tanto, el matiz emocional es decisivo y mi caballo jamás será como el tuyo. Eso convierte al hombre en un ser condenado a la soledad. El ser humano es un ser esencialmente solitario. También social, pues no concebimos el mundo sin tener al otro delante de nosotros. Somos seres dependientes de los otros desde el nacimiento hasta bien adelantados los quince años. Y también lo somos en la vida adulta, en la vejez, a partir de una edad. ¿Qué hacemos aquí y ahora tú y yo juntos? ¿Qué necesidad tenemos de esa interacción? Porque esa necesidad está en nuestra propia esencia y de lo contrario te conviertes en un chimpancé. Cuando los sistemas económicos, políticos y hasta filosóficos se desmoronan, ¿es la ciencia nuestra única esperanza? Es la única vía posible de aportar un conocimiento que podamos compartir todos. El método científico nunca permite alcanzar la verdad plena, pero nos acerca cada vez más; no tenemos otro instrumento. Incluso es la única herramienta para estructurar lo que va a hacer la futura sociedad. Yo no soy un gurú, pero las mentes más avanzadas están viendo que el placer, el castigo, el dolor, la felicidad son emanaciones de una cultura que va a ir desapareciendo. Cuando alguien hace algo que en esa cultura religiosa es malo, ese juicio está formulado a partir de parámetros que empiezan a quedarse obsoletos. Cuando veamos a un psicópata asesino, frío, esa sociedad futura se dará cuenta de que actúa así por determinantes cerebrales que él no controla; cuando veamos a pedófilos que son consecuencia de un pequeñísimo tumor, empezaremos a preguntarnos en qué se basan los antiguos conceptos de castigo si esos individuos no son responsables de sus actos. Los últimos descubrimientos sobre el cerebro y su funcionamiento nos cuentan que la inteligencia está íntimamente ligada a los sentimientos. Por simplificar, que la inteligencia es la empatía, la posibilidad de sentir y compartir esos sentimientos. Sin duda. Antes te he dicho que no hay abstractos que construyan un razonamiento al margen de las emociones. No hay razonamiento puro, sino razonamiento embebido de emoción, de sentimiento. ¿Y el inconsciente, qué papel juega en ese proceso? Nuestros constructos de conducta han sido elaborados durante millones de años. Hay millones de especies que dependen de unos microsegundos para reaccionar y salir huyendo del depredador. En nosotros, a ciertos niveles, ocurre exactamente igual. Y de los reflejos subimos a otro nivel que es la emoción: la reacción inconsciente que busca la mejor solución a un peligro. Las decisiones se toman sobre una base emocional, sobre lo que podríamos llamar –bien entendido– placer. Cuando yo distingo entre dos naranjas, cuando elijo una u otra en el postre, hay un mecanismo inconsciente que es producto de todo lo que has aprendido emocionalmente a lo largo de tu vida, desde que naciste. No es al azar, es un determinante. Hoy sabemos bien que el principio básico de las grandes decisiones, las más grandes, es la emoción, un determinante que sin saberlo nosotros nos hace sentirnos mejor con una decisión que con otra. Lo cual no quiere decir que esa emoción sea buena ni que nuestros impulsos sean acertados. No. Ahí es donde viene la implementación de la razón. Si es inteligente y capaz, el individuo, después de ese impulso emocional, empieza a razonar. La razón es el determinante último que, de alguna manera, matiza lo que inicialmente sentimos. Nuestra mente, libre, elige por criterios emocionales e inconscientes. Supongo que la intuición tiene mucho que ver con el arte y con el aprendizaje. El aprendizaje y la intuición son cosas distintas. No se puede aprender más que aquello que se ama. Eso es lo que se llama neuroeducación, aportar lo que conocemos del cerebro y su funcionamiento a las escuelas. En eso estoy lidiando, en poder llevar a un libro lo que la neuroeducación puede aportar. Es que no prestáis atención, dice el maestro. Eso no vale de nada. Al niño hay que cautivarlo, que abra la ventana y diga “qué interesante lo que me cuenta el maestro”. La atención es una ventana que se abre y esa es la base del aprendizaje. Y hay que saber que esa atención máxima no dura más allá de los cuarenta o cuarenta y cinco minutos. Todo eso tiene que ver con la intuición, con la emoción. Si para el niño tiene un significado lo que oye, le presta atención. Pero esos significados varían también con la edad. No es lo mismo a los tres años, que es cuando se empieza a memorizar, que a los siete, a los diez, en la pubertad… Los maestros no saben que en la pubertad y en la adolescencia el cerebro no es el mismo cerebro. Mueren miles de neuronas con esa tormenta hormonal y las que quedan, se reorganizan. El cerebro humano no termina de madurar hasta los veintisiete o treinta años, donde empieza el envejecimiento. Se dice que a los dieciocho ya son adultos, que piensan como adultos. No es verdad. Y por eso no podemos juzgar a un niño de diecisiete años como juzgamos a alguien de cuarenta o cincuenta. Durante años hemos venido oyendo hablar de la importancia del genoma y de cómo influye en nuestra vida. Sin embargo, usted es más partidario de la unión de genoma y medio ambiente. La importancia de la vida, de la educación, de las vivencias. Sin duda alguna. ¿Recuerdas aquella frase de Watson: “durante años creímos que nuestro destino estaba escrito en las estrellas; ahora sabemos que está escrito en nuestros genes”? Señor Watson, está tan equivocado como el que creía que está escrito en las estrellas. Por supuesto que del genoma humano no sale un gato o un elefante, pero lo que yo voy a ser, está determinado por el medio ambiente. Eso son los códigos neuronales que traemos, si por código se entiende lo que viene preensamblado para terminar de ensamblarse y eso es lo que hace que aprendamos un idioma y conformemos un mundo distinto del que habla otro idioma. El chino no percibe el mundo que nosotros percibimos. Su lengua y su cultura tienen un componente emocional que le hacen ver un mundo diferente. El veinticinco por ciento de nosotros depende del genoma, pero el setenta y cinco restante depende del estilo de vida que llevemos. Somos lo que aprendemos. El cerebro es un registrador constante y por eso no eres el de ayer. Claro que sabes que no eres el niño de cuando tenías quince años, pero con dudas dirías que eres diferente al de ayer. Por eso es una exigente obligación moral crear una cultura de la ciencia en un país como el nuestro. Cultura que no ha existido nunca. No hemos tenido más que un premio Nobel, ¡en 1906! Esa cultura científica, por ejemplo, nos diría que fumar puede transformar nuestros genes y que esos cambios los heredarán nuestros hijos. No estoy violando la evolución biológica, pero lo que hago, cómo me interacciono con los demás provoca unos cambios en los genes. El estilo de vida puede provocar alteraciones en nuestros genes y que nuestros hijos salgan con problemas. Eso no se sabía antes. Una de las grandes revoluciones científicas es que los hombres de ciencia han aprendido, en los últimos años, a escribir, a explicar al gran público sus descubrimientos y conclusiones. Estoy completamente de acuerdo. Lo que sí me gustaría distinguir es entre divulgador y entre pensador de la ciencia. Se confunden con mucha facilidad. Divulgar es llevar lo que conocemos con un lenguaje accesible a la sociedad. Sagan, Richard Dawkins… El divulgador hace asequible la jerga científica. El pensador de la ciencia es otra cosa. Yo me resisto a que muchos de mis libros sean catalogados de divulgación. Pretendo destilar lo que dice la ciencia, pensarla, colocarla en un marco filosófico y social. Eso no es divulgar, es pensar la ciencia. No es transmisión, es ir un poco más allá. ¿Por qué se ha producido ese cambio y la ciencia se ha convertido en algo atractivo para las masas? Porque se ha creado una necesidad de la gente. Nature hizo una pregunta a mucha gente: “¿qué espera usted de la ciencia del cerebro?” Lo que la gente espera es que esa ciencia le diga quiénes somos, porque el cerebro hace la educación y el pensamiento y la emoción y mis creencias y mis sentimientos. Ha habido una especie de maduración social y la gente quiere que el dinero que se destina a la ciencia repercuta en que todos nos enteremos de lo que se hace. Si queremos que la ciencia tenga un protagonismo mayor en la sociedad hay que crear esa cultura de la ciencia, tenemos que hacernos cultos en ciencia como lo somos en literatura o en muchas otras cosas. Muchos científicos españoles aseguran que, pese al desarrollo del español en el mundo, resulta inútil e infructuoso pretender publicar en nuestro idioma, que todo ha de ser en inglés. Eso está claro. El idioma de la ciencia es el inglés. Los chinos, que son mil cuatrocientos millones, están aprendiendo inglés; los japoneses están aprendiendo inglés. El lenguaje que sirve para la comunicación y difusión de la ciencia es el inglés y nada o casi nada existe fuera de él. Si el máximo mandamiento del cerebro es asegurar la supervivencia, ¿cómo entendemos entonces el suicidio? Ah, qué problema, entramos en aguas turbulentas. Fíjate que ese Dios omnipotente hay una cosa que no puede hacer: suicidarse. El dios Pan murió. Pero no el gran Dios universal. No es concebible. Pero bueno, evidentemente, el suicidio es producto de un trastorno cerebral que impide que nuestro cerebro acceda al placer. ¿Sin placer la vida se torna insufrible? Totalmente. El placer es el constante alimento del cerebro, aquello por lo que vale la pena seguir vivo. A medida que eso se va apagando, sale la angustia. Por eso digo que aquello que está entre la psicopatología y lo que crees que es la pura psicología, son aguas turbulentas. Pero si la vida es un infierno, ¿no es razonable el suicidio? No lo puedes decidir en ninguna circunstancia salvo en esa circunstancia extrema. Y, en esa circunstancia extrema, el cerebro ya no actúa libremente, es un cerebro defectuoso. En una sana interacción con el mundo, la idea del suicidio no viene nunca, no puede aparecer, es incongruente con el programa humano. Hemingway se pegó un tiro a los sesenta y dos años. Tenía detrás toda una historia de depresión maníaca, que es tremenda, y llegó un momento en que dijo “hasta aquí”.