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DESCARTES Y EL BARROCO.
A PROPÓSITO DE LAS PARTES II Y IV DEL DISCURSO DEL MÉTODO
Óscar Barroso Fernández
Universidad de Granada
[email protected]
1. El barroco como clave de comprensión del siglo XVII
El hecho de que aún hoy, en la historia de la filosofía construida desde la
academia, se siga insistiendo en las claves científica y analítica del racionalismo, es
muestra del peso que sigue teniendo en nuestra concepción del siglo XVII la
historiografía despreciativa del Barroco en comparación con el Renacimiento. Lo cual,
entre otras cosas, imposibilita una adecuada comprensión de la historia de un pueblo, el
español, que cifra precisamente en la cultural del Siglo de Oro lo mejor de su tradición
intelectual. En el caso de la lectura en concreto de Descartes la cuestión ha de resultar
especialmente grave, aquí, en Granada, si tenemos en cuenta la gran influencia que uno
de los más insignes granadinos ejerció sobre él: Francisco Suárez. En realidad esta
influencia no se detiene en Descartes, sino que llega directamente hasta Wolff; y, a
través de él, también hasta Kant y Hegel. En lo que se refiere al contexto del
racionalismo, por ejemplo, el orden del posible en Leibniz no es pensable sin Suárez; lo
mismo habría que decir de la modalización de la realidad por parte de Spinoza o del
tratamiento que hace de los trascendentales y los entes de razón.
Es grave que de los Pirineos hacia arriba se desprecie sistemáticamente la
cultura española (excepción hecha de algunas de sus formas artísticas singulares), pero
lo es más que nosotros mismo nos comprendamos desde esta clave prejuiciosa.
A este respecto parece seguir teniendo cierta vigencia la afirmación de un tal
Victor Delbos: “Pour connaître la totalité de la philosophie, il est nécessaire de posséder
toutes les langues, sauf toutefois l’espagnol”. O la idea del Ortega, en su fase más
regeneracionista, de que la historia moderna de España se caracteriza por su resistencia
a la cultura moderna, tanto en sus aspectos científicos como filosóficos. Si entendemos
que la modernidad se inicia precisamente no con el Renacimiento, sino con el Barroco,
esta comprensión de la cultura española, en sus orígenes esenciales, profundamente
barroca, ha de resultar cuanto menos tremendamente paradójica.
Pero, ¿qué es aquello a que refiere el Barroco?
Desde el punto de vista etimológico, la palabra baroque aparece primariamente
en lengua francesa hacia el siglo XVIII y en su forma castellana en un momento
indeterminado del siglo XIX. “Baroque” designa un estilo irregular y extravagante de la
arquitectura del XVII. El concepto parece proceder de la fusión de “barocco” (pala bra
que refiere a una figura del silogismo en el Medievo y que en el Renacimiento será un
término que se usará para designar lo formalista y absurdo) y baroque (palabra
portuguesa que significa “perla de forma irregular”).
Con ello descubrimos que el término barroco encuentra su primera aplicación en
el arte, indicando aquellas formas del mismo características por su exceso en la
ornamentación, la desmesura y la irracionalidad. También se aplica peyorativamente a
la cultura en que se da este arte junto a una literatura (culteranismo y conceptismo) de
carácter rebuscado y oscuro.
1
Desde el punto de vista historiográfico, la primera referencia importante al
Barroco la encontramos en la obra de Jakob Burckhardt, La cultura del renacimiento
en Italia (1860). En ella, el barroco aparece como el final decadente del renacimiento y
hablando su mismo lenguaje. Aunque negativamente, es la primera vez que se estudia
con seriedad la época.
En el libro de Heinrich Wölfflin, Conceptos fundamentales para la historia del arte
(1915), aparece el primer análisis diferencial entre los siglos XVI y XVII: “el barroco
no es ni el esplendor ni la decadencia del clasicismo, sino un arte totalmente diferente”;
expresa lo absurdo y regular por oposición a la pureza renacentista.
Por su parte, Benedetto Croce (España en la vida italiana durante el renacimiento,
1923), insiste en valor del pensamiento, la poesía y la vida moral en la época Barroca,
pero desprecia el arte: “delirio decadente”; “variedad de lo feo”.
Todavía en el texto de Eugenio D’Ors, Du Baroque (publicado en París en 1935,
Librairie Gallimard), aún la apreciación de la singularidad que supone el Barroco (o,
más bien, lo barroco, dada la caracterización de D’Ors del asunto más como un eón
transversal a la historia que como una época concreta), no deja de haber cierta
ambigüedad en su evaluación. En todo caso, a mi juicio, la influencia de este texto en el
pensamiento francés del siglo XX es enorme, y creo que, aunque quizás indirectamente,
tiene un peso determinante en la lectura del Barroco que producirán Foucault (Las
palabras y las cosas, 1968) y Deleuze (El pliegue, 1988). Determinante es, a mi juicio,
para una comprensión cabal del Barroco español, la obra de José Antonio Maravall: La
cultura del barroco, 1975).
Volviendo a la conceptuación dorsiana de lo barroco como un eón, recordemos que
el autor parte de la dualidad entre los eones barroco y clásico, como dos entendimientos
radicalmente contrapuestos de la vida: mientras que el segundo representa la razón, el
equilibrio y la mesura, el primero está atravesado por la irracionalidad, el instinto y la
sensualidad. Obviamente, sólo como eones se dan de forma pura; lo normal es que en la
experiencia histórica lo que encontremos sea una mayor prevalencia de un elemento y
otro. Y, a este respecto, lo cierto es que el siglo XVII ha de ser entendido como el siglo
de predominio de lo barroco por excelencia no sólo en sus expresiones artísticas, sino
también en las epistemológicas y morales.
Precisamente, quiero partir de la tesis de que lo que llamamos racionalismo, ha
intentado ser depurado en sus aspectos más próximos al eón clásico, velando con ello
todo lo barroco presente en tal movimiento cultural. Mi objetivo hoy será, a propósito
del comentario de las partes II y IV del Discurso del método, rescatar lo barroco
presente en Descartes, que a mi juicio se cifra en múltiples aspectos, entre los que
destaca la influencia ejercida en él por la metafísica de Francisco Suárez y un
voluntarismo exacerbado tras el que se manifiesta la clave barroca por excelencia: su
secreto teológico.
Lo primero que hay que hacer, entonces, es caracterizar adecuadamente el
barroco, comprender sus claves fundamentales. Y, al respecto, si bien hay que reconocer
la genialidad de la intuición dorsiana, creo que el Barroco, como época, se caracteriza
más que por el predominio del eón barroco, por una experiencia histórica paradójica,
abismal y crítica, respecto de la cual, lo clásico y lo barroco, en tanto que eones,
constituyen dos intentos de resolución, de salida. ¿En qué consiste entonces esta
experiencia?
El Barroco es ante todo una época de crisis cultural vivida como la experiencia
del antagonismo radical entre la explicación científica del mundo y la tradición
religiosa. Y aunque en casos excepcionales (como ocurre con Hobbes), tal conflicto fue
2
solucionado a través de la postulación de un naturalismo radical, lo normal fue que la
clave teológica no desapareciera de escena. Esta clave teológica resultó tan fundamental
para las vivencias agónicas o trágicas de la crisis (como la de Pascal), como para los
intentos más conciliadores o componedores, entre los que habría que situar tanto la
filosofía de Descartes, como la “compleja estructura de principios” que, según la
interpretación de Deleuze, elabora Leibniz. Como ha escrito Cerezo en su ensayo,
“Homo duplex. El mixto y sus dobles” (J. F. G. Casanova (eds.), El mundo de Baltasar
Gracián, Universidad de Granada, 2003): “la razón barroca o es una nueva razón
teológica o es una razón rota, escindida y desesperada, a la búsqueda de una unidad tan
necesaria como imposible” (p. 406).
Ahora podemos decir, contra D’Ors, que si bien la experiencia trágica de la
crisis se va a plasmar por vías irracionalistas y sensuales, la más conciliadora irá por
caminos propiamente racionalistas; sin dejar, por ello, de ser también barroca.
Pero entonces, el racionalismo no debe sus características fundamentales al
nuevo conocimiento científico, a la pretensión de una mathesis universalis, sino que,
más bien, tal pretensión es sólo uno de los resultados producidos a causa del intento,
siempre dramático, de conjugación de lo teológico y lo científico.
Ciertamente, cabía una tercera vía, que adquirió su forma expresiva no en el
ámbito de la filosofía en sentido estricto, sino en obras literarias como la de Cervantes,
Gracián o Quevedo. Recurriendo de nuevo a las fructíferas investigaciones de Cerezo
sobre el Barroco: “Gracián representa en cierto modo un camino intermedio entre el
pesimismo jansenista y el optimismo leibniziano: no se le oculta que el juego transcurre
en medio de un ‘mundo invertido’ en su sentido y valor, donde la secularización ha
hecho ya presa, y se manifiesta en una creciente naturalización y mundialización de la
vida, pero no se esfuerza menos en preservar la clave teológica y ontológica, única
capaz de introducir orden y armonía en medio de la disolución y la inversión
dominantes” (ibíd.). Pero no pensemos que la clave teológica es menos importante en
Descartes que en Gracián: tanto para uno como para el otro, el mundo está suspendido
de esta clave.
Por lo demás, no se agotan aquí las similitudes entre la literatura barroca y la
filosofía de Descartes. Otro aspecto común lo encontramos en la idea del “mixto
demoníaco”, la mezcla de finitud e infinitud inherente al ser humano, que le constituye
trascendentalmente, y que aleja la antropología del barroco tanto de la idea del hombre
armónico del renacimiento como del hombre trágico propio del romanticismo. A este
respecto resulta muy significativo el siguiente pasaje de las Meditaciones metafísicas
(KRK, Oviedo, 2004):
“advierto que soy como un término medio entre Dios y la nada, es decir, colocado de tal
suerte entre el supremo ser y el no ser que, en cuanto el supremo ser me ha creado, nada
hallo en mí que pueda llevarme a error, pero, si me considero como partícipe, en cierto
modo, de la nada o del ser –es decir, en cuanto que yo no soy el ser supremo-, me veo
expuesto a muchísimos defectos, y así no es de extrañar que yerre” (M. IV, p. 193).
También reina en el mundo cartesiano, como en el de Gracián, la ambigüedad, la
duplicidad: el mundo que aprehendemos es un mundo de apariencia; pero, ¿cómo y
dónde hallar el mundo verdadero? Al respecto, ni para Gracián, ni para Descartes es ya
transitable la vía platónica: ya no es posible pensar en un mundo ideal e inverso al
vivido. Entonces, tal mundo verdadero sólo puede ser descubierto a través de una nueva
mirada al mundo de la apariencia: una mirada desengañada para Gracián; una mirada
escéptica para Descartes. Y, así, tanto para uno como para otro, la posibilidad de
alcanzar el mundo verdadero exige una resolución, un acto de voluntad. A este respecto,
3
escribe Cerezo: “el héroe barroco tiene que resolverse en medio de las apariencias que
lo cercan, en medio de sus dudas y vacilaciones, acertarse en su verdadero ser. La
resolución sería la salida voluntariosa de un dilema entre la esencia y la apariencia, que
se corta heroicamente en el rapto de una de-cisión” (op. cit. p. 440).
A poco que se observe, la clave teológica del barroco ha de resultar aquí de
nuevo fundamental, porque para que tal exigencia de resolución no se deshaga
trágicamente en una experiencia nihilista radical, se requiere de una medida de
perfección que el ser humano, en tanto que mixto demoníaco, no puede dar por sí
mismo: ¿cómo alcanzar el mundo verdadero sólo desde mi propio ser, un ser transido de
nihilidad y finitud? He aquí de nuevo el sentido del secreto teológico; secreto que,
insisto, impregna toda obra barroca, y que, como veremos, constituye uno de los temas
fundamentales para una adecuada comprensión de la filosofía cartesiana.
Pero, si al fin y al cabo el Barroco dispone de una clave teológica, ¿por qué
aquella dramática experiencia de la ambigüedad del mundo? Sencillamente, porque
Dios, frente a lo que ocurría en el mundo medieval, ya no se manifiesta abiertamente en
él. Dios se ha vuelto, como escribe Gracián en el Criticón, un Deus absconditus, que
reclama que se le busque a través del desengaño, de la duda.
Una duda que, en todo caso, nunca se deshace en un escepticismo radical, sino
que se resuelve precisamente, en la clave divina; clave recóndita de armonía, a través de
la cual en mundo trasparece, más allá de su ambigüedad, en su faz verdadera.
Si el barroco es la cultura de la ambigüedad es porque mientras que por un lado
cuenta con un Dios que ya comienza a retirarse de la escena, por el otro se trata de una
época en que la acción tiende a ser comprendida desde una libertad asentada sobre sí
misma. La ambigüedad se expresa en una subjetividad no consumada (se entiende, al
respecto, que Foucault distinguiera la episteme de esta época, la episteme clásica, de la
episteme moderna); una subjetividad salvada al fin y al cabo desde un plano de
trascendencia, aunque ahora sólo comparezca en el sentido del Deus absconditus; único
a salvo del simulacro y al mismo tiempo garante de que no todo se reduce a simulacro.
Ello no es óbice para que el Barroco entreviera la posibilidad, a través de la tesis del
Dios engañador, de que él mismo cayera en el simulacro, en la apariencia, pero
enseguida la idea fue desechada. Como veremos, en Descartes ello tiene la forma de la
admisión de verdades eternas como fundamento del nuevo saber.
En fin, lo que parece caracterizar al barroco, tanto en sus formas filosóficas
como literarias, es que, para él, “Dios es necesario para que el mundo tenga sentido”.
Aunque ahora el tránsito hasta Dios, un ser que se oculta, exija el esfuerzo resolutivo
del yo, de la voluntad.
Por otro lado, si resulta que la distinción entre esencia y apariencia, entre mundo
verdadero y aparente, dependen de la voluntad del hombre, del yo resolutivo, entonces
lo verdadero sólo puede darse en el través del ser humano. Pero entonces, esto
verdadero tiende a identificarse con lo representable; ya sea en la forma literaria del
artificio graciano o en la más propiamente filosófica de la objetividad cartesiana.
Como viera Heidegger, con ello se inaugura la época de la imagen del mundo, la
época de reducción del mundo a su representación. Dejando de lado si esto es así
efectivamente en Gracián (si da tiempo volveremos al final del trabajo sobre el asunto),
en lo que a Descartes se refiere, parece que Heidegger tenía efectivamente razón. Y lo
cierto es que con ello Descartes ha dado carta de presentación a la filosofía moderna,
filosofía antropologista por excelencia. La modernidad filosófica es, en la diversidad de
sus figuras, una antropología filosófica.
Aunque, como estamos viendo, hay un fondo común, barroco, entre el
pensamiento literario español y el racionalismo europeo del siglo XVII, lo cierto es que
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ambos movimientos tomaron, en un cruce no identificable sin grandes dificultades,
caminos muy diferentes. Obviamente, la nueva física matemática y la reforma luterana
han de entenderse como impulsores fundamentales del camino transitado por la filosofía
propiamente dicha, pero, ¿puede explicarse ésta exclusivamente por dichas claves?
A la hora de pensar en soluciones a la manida crisis de la modernidad, en tanto
que crisis filosófica, se ha querido ver en el pensamiento español propio del Siglo de
Oro y su crecimiento al margen de las líneas de fuerza de la modernidad, una alternativa
a esta misma modernidad (como digo, si da tiempo volveré sobre ello al final), pero a
mi juicio la clave barroca que triunfó en filosofía, la reconciliadora o componedora de
las experiencias científica y teológica, tiene una de sus fuentes fundamentales también
en el Siglo de Oro español, en concreto, en el espíritu de la contrarreforma jesuítica, y,
sobre todo, en la metafísica de Francisco Suárez.
Quizás en ningún aspecto de la metafísica de Suárez esto puede ser observado
tan nítidamente como en la trascendentalización a que somete la metafísica: su
reducción ontológico o al ámbito de lo objetivamente representable. Antes de entrar en
la filosofía de Descartes, quiero referirme brevemente a este asunto.
2. De la metafísica creacionista a la ontología objetivista en Francisco Suárez
La sistematización a la que Suárez somete a la metafísica tiene por objeto
alcanzar una ciencia unitaria desde el libre examen del conjunto de problemas que
constituyen su objeto propio. Aquí es fundamental subrayar que se trata de un libre
examen, porque a partir de él será posible un desarrollo autónomo del problema
metafísico que conducirá a una renovada unidad de la metafísica en tanto que onto-teología. Si nos fijamos bien en el planteamiento tomista, la metafísica, como transfísica,
queda reducida al estudio de las razones comunes del ente, es decir, tiene un sentido
técnico en consonancia con su papel en tanto que ancilla theologiae. En cambio, Suárez
no tiene problemas en equiparar la teología natural con la metafísica entendida como
transfísica1, y hacerlo además encontrando una coherencia interna entre el orden de la
teología natural y el de las verdades metafísicas fundamentales. Esta coherencia se logra
subordinando lo teológico a lo metafísico a través del reconducimiento del sermo de
Deo ac divinis rebus al de las comunes rationes entis. Es decir, Suárez, y frente a la
tradición medieval, funda ontológicamente la teología –y no teológicamente la
ontología–.
El precio a pagar será el de dejar lo existencial en un segundo plano, y así,
habiendo considerado que el ente con valor nominal es el objeto adecuado de la
metafísica, Suárez afirmará que “el ente, tomado con valor de nombre, significa lo que
tiene esencia real, prescindiendo de la existencia actual, sin excluirla ciertamente o
negarla, sino sólo abstrayendo de ella precisivamente” (DM, 2,4,9).
Subrayo que con “esencia real” no se está refiriendo a la esencia actualizada en
la efectividad misma, sino a la pura posibilidad, es decir, a la esencia pensada, a la
potentia objectiva. Con ello, Suárez está proponiendo una noción de la realidad en
orden a la posibilidad, a la objetividad, a la representación. Estamos ante el núcleo de lo
que podemos entender por una metafísica barroca, una metafísica ontologizada, situada
en un plano fundamentalmente noético. Así, Suárez ha dado el paso del ámbito óntico1
Ya en la exposición del motivo y plan de las Disputationes, Suárez toma nota al respecto: “la Teología
divina y sobrenatural precisa y exige ésta natural y humana, hasta el punto que no vacilé en interrumpir
temporalmente el trabajo comenzado para otorgar, mejor dicho, para restituir a la doctrina metafísica en
lugar y puesto que le corresponde” (DM, “Motivo y plan de toda la obra”).
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creacionista al ontológico-objetivista. El orden a la creación, a la causación, pasa a un
segundo plano. La ontología debe poder deducirse desde el principio de no
contradicción.
Obviamente, hablamos más de un resultado histórico que de lo efectivamente
pensado por Suárez. En la metafísica del filósofo granadino sigue presente el sentido
existencial de lo real, el problema de la causación continúa ocupando una parte
importante de las disputaciones, y los dogmas siguen desempeñando un papel muy
importante, cosa, por cierto, en un planteamiento tan marcadamente contrarreformista y
tridentino. Desde la perspectiva de la culminación de tal proceso, pensemos por ejemplo
en la ontología de Wolff, se trata aún de una “ontología impura”, pero lo iniciado por
Suárez es ya imparable.
El resultado, una metafísica que se mueve en los márgenes del objetivismo y la
representación, es obviamente barroco, pero también lo es la intención misma, intención
profundamente jesuítica. El propósito que guía tal metafísica no es otro que el de
mostrar, “representar”, la gloria de Dios en el orden del ser. Se trata de plasmar el ideal
de Ignacio de Loyola, haciendo coincidir la revelación divina, extensivamente, con el
puro dato natural. Frente a Lutero, la visibilidad divina en el mundo debe pasar a un
primer plano.
Desde esta perspectiva, el propósito suareciano de desplegar toda la metafísica
partiendo desde un principio natural como es el principio de no-contradicción, y con la
vista puesta en lograr una comprensión puramente natural de la teología cristiana,
obedece claramente a los ideales jesuitas. Si entendemos por metafísica barroca la
metafísica ontológica, hay que decir que su origen está en el radicalismo tridentino e
ignaciano.
Pero tal interpretación de la metafísica cristiana como metafísica natural tiene un
precio a pagar: la catolicidad de la metafísica va retrocediendo hasta llegar a dar en una
concepción neutral o indiferente del ser mismo en la que el ser revelado no se distingue
en nada del ser natural. Paradójicamente, la reacción al protestantismo lleva a elaborar
un pensamiento católico que acaba aliándose y fundando al primero, como ocurre en el
caso de la ontología de Wolff.
Desde esta perspectiva, la usual comprensión del surgir del pensamiento
moderno como una reacción contra la fe parece perder todo sentido de ser. Al contrario,
la independencia moderna de la filosofía sólo se logrará a partir de la sistematización
barroca de la propia fe. La reacción es propia del renacimiento, pero los verdaderos
orígenes de la filosofía moderna no han de ser buscados en él, sino en el barroco. El
Dios causa sui de los filósofos, como sustituto del Dios personal de la Biblia, debe más
al barroco que al renacimiento.
Aunque ahora no puedo entrar en ello, en un planteamiento como el suareciano,
los entes de razón están llamados a desempeñar una importantísima función: el
aseguramiento de la validez científica. Al respecto resulta fundamental caer en la cuenta
de la diferencia entre la quimera, que pasa a ocupar un lugar muy secundario, y el resto
de los entes de razón: negación, relación de razón y privación. Con ello Suárez ha
asentado las bases de la manera propiamente barroca de entender el mundo: una
realidad extramental para cuyo conocimiento científico requerimos de la introducción
del artificio, del ente de razón; aunque Suárez tiene aún en mente el modelo de ciencia
aristotélica, basado en la relación de universalidad, lo que le hace despreciar los entes de
razón matemáticos. En todo caso, creemos que los entes de razón ayudan a comprender
la singularidad de la metafísica barroca respecto al ontologismo posterior.
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3. El camino cartesiano hasta el Discurso del método
Barroco es, por tanto, el contexto histórico-cultural que impregna la obra de
Descartes, y, más concretamente, jesuítico y contrarreformista.
Descartes había nacido en 1596, un año antes de la publicación de las
Disputationes Metaphysicae, y de las que hasta 1536 se hicieron 16 publicaciones
repartidas por toda Europa, constituyéndose en manual de referencia para el estudio de
la metafísica en las más importantes universidades de Europa, y, por supuesto, en los
colegios jesuitas, entre ellos aquel en que se educó Descartes: el Collège Royal de La
Flèche. Es conocida la poca formación filosófica de Descartes; pues bien, lo cierto es
que esta poca filosofía fue directamente aprendida de la lectura de Suárez (Marion).
Por otro lado, Gilson2 daba cuenta del acercamiento de Descartes hacia la
escolástica en torno a la década de 1640, en razón de su afán por divulgar su “nueva”
filosofía (Los principios de la filosofía, 1644), mostrando su compatibilidad esencial
con la filosofía y la teología ‘aristotélicas’ dominantes.
Por otro lado, es posible encontrar una razón del acercamiento a la escolástica
por parte de Descartes en las burlas que habían recibido algunas de las tesis de
Descartes por parte del padre Bourdin. Esto inquietaba a Descartes, que temía que su
física cayera en descrédito de forma irreversible, debido al poderoso influjo educativo
de la Compañía (Henri Gouhier, La pensée religieuse de Descartes, Vrin, Paris, 1972,
pp. 97-112).
Pero dejemos por ahora la relación con Suárez y centrémonos en el contexto de
gestación propiamente cartesiano del Discurso del Método.
Aunque había publicado ya en 1618 su Compendium Musicae, su primera gran
obra filosófica, no acabada, fue escrita unos 10 años más tarde. Me refiero a las
denominadas Reglas para la dirección del espíritu (Alianza, Madrid, 2003). En ellas
Descartes da carta de presentación al nuevo espíritu de la ciencia moderna, es decir, al
saber cierto y evidente. Esto queda perfectamente expresado en la importancia que
adquieren los problemas del método (“es necesario para la investigación de las cosas”,
R. IV, p. 82) y el orden (“Debe saberse, además, que excogitar el orden requiere no
poca habilidad, como se puede observar a lo largo de este método, que casi no enseña
otra cosa”, R. XIV, p. 171). Por lo demás, en referencia a este orden, adquirirán todo el
peso que tienen en la obra de Descartes la investigación general de la matemática y el
descubrimiento del método de la Mathesis universalis (p. 91); que más que método
matemático, es aquel que procede como el matemático para obtener las mismas
garantías de certeza que éste en cuestiones más elevadas que las propiamente
matemáticas, es decir, en cuestiones filosóficas (p. 92).
Esto significa que el conocimiento que persigue Descartes, ya desde las Reglas,
ha renunciado a la experiencia: las cosas que le interesan son aquellas que están
presentes intuitivamente al espíritu o que pueden ser deducidas de lo inmediatamente
presente: intuición y deducción… no hay otra vía posible de conocimiento. De este tren
ya no se bajará Descartes. Hacer ciencia no es más que deducir a partir de lo más fácil y
obvio.
En 1633, cuando estaba lista para su publicación, Descartes retiró de la imprenta
su libro Traité du Monde ou de la Lumière. En la quinta parte del Discurso del método
precisamente se indica que se van a resumir las ideas fundamentales de este tratado. Y
2
Index scolastico-cartésien (1912), La liberté chez Descartes et chez la Théologie (1913), Études sur le
rôle de la philosophie médiêvale dans la formation de la philosophie cartesienne (1927).
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en la sexta parte se explica la razón fundamental por la que Descartes renunció a
publicar el texto: la condena que sufrió Galileo en 1633 a causa de la publicación de sus
Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo un año antes. El interés
fundamental de este libro de Descartes está en que nos muestra su concepción del
mundo, una vez puesto en práctica su método basado en la intuición y la deducción, sin
empiria o, como dirá en 1644 en sus Principios de Filosofía (Alianza, Madrid, 1995),
sin aceptar ningún principio en física que no sea aceptado en matemáticas (pr. 64, p.
119). El resultado será un mundo descrito al modo de quien inventa una fábula; mundo
imaginado e hipotético. En cuanto que deducido matemáticamente, un mundo no
fáctico, sino sólo posible, aunque, paradójicamente, en todo semejante al nuestro. Lo
más interesante, para el desarrollo posterior de la filosofía de Descartes, y sobre todo
para que lo que afecta a lo dicho en la parte cuarta de su Discurso, es que se trata de un
mundo compuesto por un solo cuerpo de extensión ilimitada, totalmente sólido (sin
vacio) y continuo; y donde la traslación, por lo tanto, sólo puede entenderse como el
desplazamiento circular de unos cuerpos que no son más que partes de esta materia
única.
Eh aquí las bases de la física cartesiana: res extensa y causalidad puramente
mecánica. Un planteamiento que deja de lado las causas finales escolásticas, pero que,
al mismo tiempo, en toda su intención barroca, está referido a “ciertas leyes que Dios ha
establecido en la naturaleza y cuyas nociones ha impreso en nuestras almas, de tal suerte
que, si reflexionamos sobre ellas con bastante detenimiento, no podremos dudar de que
se cumplen exactamente en todo lo que es o se hace en el mundo” (Discurso, V). Es el
secreto teológico lo que permite que un mundo deducido puramente desde la
matemática y, por lo tanto, un mero posible, acabe teniendo una correspondencia exacta
con el mundo físico.
La siguiente obra de Descartes, publicada en 1637, es la que nos tiene aquí
reunidos: Discurso del método. Breve texto en el que éste se plantea dos objetivos
fundamentales. En primer lugar, mostrar la aplicabilidad universal de su método,
pensado, por tanto, no sólo para la comprensión del mundo físico, sino incluso para el
más elevado mundo metafísico. Método que, así, permite recorrer toda realidad: Dios,
alma y mundo. Prácticamente es el mismo método que había defendido en sus Reglas
para la dirección del espíritu, pero ahora resumido elegantemente, como sabemos, en
cuatro reglas.
En segundo lugar, un objetivo profundamente metafísico: obtener los principios
filosóficos a partir de los cuales sea posible cimentar todo el ámbito de las ciencias,
incluidas las matemáticas; fundar filosóficamente el saber científico. Y es que para
Descartes, los errores fundamentales de la ciencia encuentran su causa en la penuria que
atraviesa la filosofía en cuanto saber de principios: “En relación con las otras ciencias
juzgaba que en la medida en que tomaban su principios de la filosofía, no podían haber
construido algo sólido sobre cimientos tan poco estables” (Discurso, I).
Propuesta del método y su aplicación para el descubrimiento de las verdades
metafísicas: eh aquí el objeto respectivo de las partes II y IV del Discurso.
En la primera parte del Discurso, Descartes ha hecho referencia a los éxitos ya
logrados por su método universal en los ámbitos concretos de la geometría, la aritmética
y la física. Sólo a dicho método cree deber todos sus éxitos, habida cuenta del desprecio
con el que se refiere a las enseñanzas recibidas y a la futilidad de su búsqueda de
respuestas en el “libro del mundo”. Ni en los maestros, ni en sus libros, ni en la
experiencia mundanal, ni en la propiamente intersubjetiva, Descartes ha logrado un
conocimiento adecuado, es decir, no dubitativo. Ahora sólo queda un camino posible; el
viaje interior: “tomé un día la resolución de estudiar también en mí mismo y de emplear
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todas las fuerzas de mi espíritu en la elección del camino que debía seguir” (Discurso,
I).
Por supuesto, tal búsqueda interior parte de un presupuesto de tal importancia
que es el que precisamente ha abierto el libro: “el buen sentido, es la cosa que mejor
repartida está en el mundo” (Discurso, I). Bons sens es aquí sinónimo de razón, es decir,
de la facultad para distinguir lo verdadero de lo falso; capacidad de juzgar. Esto es lo
que está repartido por igual en todos los humanos, a diferencia, obviamente de la
sabiduría. Pero, ¿de dónde procede esta medida para distinguir lo verdadero de lo falso?
Esta es, sin duda, la cuestión más crucial a la que se enfrenta la filosofía cartesiana.
4. La cuestión de la verdad, la falsedad y la duda
En la segunda parte del Discurso destaca, obviamente, la formulación de las
reglas del método, pero hay también otro aspecto que no deja de llamar nuestra
atención. Me refiero a la defensa de la unidad sistemática de la ciencia. Iniciado el viaje
interior a la verdad, este es precisamente uno de los primeros descubrimientos que hace:
“ocurrírseme considerar que muchas veces sucede que no hay tanta perfección en las
obras compuestas de varios trozos y hechas por diferentes maestros como en aquellas en
que uno solo ha trabajado”. La idea le resulta tan importante que pone hasta cinco
ejemplos con lo que pretende respaldar su apoyo a la unidad: la arquitectura, el
urbanismo, la legislación, la filosofía escolástica y las opiniones de los hombres.
Claro que la “prudencia” tan característica en Descartes, le hace enseguida
matizar su afirmación, mostrando que su propuesta de reforma desde la unidad del
método ha de aplicarse no al orden de las instituciones sociales, ya se trate del Estado o
del orden de las ciencias y las enseñanzas, sino, más modestamente al orden del
pensamiento propio y las opiniones en él establecidas sin método y, por lo tanto, en
forma caótica.
Respecto a este pensamiento propio, el objetivo es alcanzar su unidad
sistemática; y para ello hay que dejarlas temporalmente en suspenso, para más tarde
“abandonarlas para sustituirlas por otras mejores o aceptarlas de nuevo cuando las
hubiese sometido al juicio de la razón”.
Respecto a las reglas del método, creo que filosóficamente la más interesante es
la primera, y en ella me quiero centrar ahora. Como sabemos, dice así: “no admitir
jamás como verdadera cosa alguna sin conocer con evidencia que lo era; es decir,
evitara cuidadosamente la precipitación y la prevención y no comprender, en mis
juicios, nada más que lo que se presentase a mi espíritu tan clara y distintamente que no
tuviese motivo alguno para ponerlo en duda”. Creo que no hay otra frase en la que se
pueda compendiar mejor lo que va a ser el espíritu de la modernidad en orden a su
comprensión del problema de la verdad.
Partamos de la constatación de la doble intencionalidad que se esconde tras la
regla: 1) establecimiento de un nuevo criterio de verdad: la evidencia; y 2)
esclarecimiento de las condiciones necesarias de la evidencia: evitar la precipitación y la
prevención, y aceptar sólo aquello que se presenta de forma clara y distinta.
Respecto a la verdad como evidencia, quizás no hay lugar en el que se muestre
más claramente la ruptura con el espíritu renacentista. Foucault lo expresó muy
adecuadamente en Las palabras y las cosas: ya no es posible un saber basado en las
semejanzas y las analogías, en la proximidad y la verosimilitud. Con el establecimiento
de la evidencia como criterio de verdad, Descartes ha renunciado a toda vía media entre
un conocimiento absoluto y la ignorancia: “A principios del siglo XVII, en este período
que equivocada o correctamente ha sido llamado barroco, el pensamiento deja de
9
moverse dentro del elemento de la semejanza. La similitud no es ya la forma del saber,
sino más bien, la ocasión de error, el peligro al que uno se expone cuando no se
examina el lugar mal iluminado de las confusiones” (Foucault, Las palabras y las cosas,
Siglo XIX, Madrid, 2005, p. 57). Aparece con ello un nuevo parentesco entre la
semejanza y la ilusión, en el sentido del engaño. No podía ser de otra forma si, como
señalamos al principio de esta intervención, ya no es posible aquella ingenua confianza
en el mundo, cuando este ha mostrado, dramáticamente, su doblez.
En un mundo de dobleces, de simulacros e ilusiones, el único camino para lograr
la verdad parece estar en uno mismo, en la certeza subjetiva que surge de aquellas
intuiciones sin mediación que se dan en lo que se presenta de forma clara y distinta, es
decir, respectivamente, aquello que “se presenta de un modo manifiesto a un espíritu
atento” (Principios, pr. 45), y el conocimiento que es “tan preciso y tan diferente de
todos los demás que sólo comprende lo que manifiestamente aparece al que lo considera
como es debido” (ibíd.).
En un conocimiento que ha renunciado de forma absoluta a la más mínima duda,
la única fuente de error puede hallarse únicamente en la precipitación y la prevención.
La precipitación, que consiste en aceptar como verdadero aquello que no es evidente, es
decir, aquello de lo que no tenemos certeza absoluta, es el resultado del desequilibrio
que hay entre una voluntad infinita (“sólo la voluntad o libertad de arbitrio siento ser en
mí tan grande, que no concibo la idea de ninguna otra que sea mayor”, Meditaciones, p.
198) y un entendimiento limitado. Esta es de hecho la principal fuente de error para
Descartes. En Meditaciones había sostenido que el error no puede estar en el
entendimiento: “por medio del solo entendimiento, yo no afirmo ni niego cosa alguna,
sino que sólo concibo las ideas de las cosas que puedo afirmar o negar. Pues bien,
considerándolo precisamente así, puede decirse que en él nunca hay error” (p. 197). Así,
el error sólo puede nacer de que “siendo la voluntad más amplia que el entendimiento,
no la contengo dentro de los mismos límites que éste, sino que la extiendo también a las
cosas que no entiendo” (p. 200). Es por ello que en el prefacio de sus Principios de la
filosofía Descartes propondrá la “circunspección” (resolución de abstenerse de juzgar
sin contar con la evidencia).
La prevención es una fuente de error opuesta a la precipitación, consistente en
negarse a aceptar aquello que es aprehendido de forma evidente. Aquí se muestra con
toda su fuerza el peso de los prejuicios; o, como diría Ortega, la fuerza de las creencias
frente a las ideas.
Aunque Descartes no trata el tema de las fuentes del error en la parte II del
Discurso, sino en la IV, quiero traerlo ahora a colación por la evidente relación que
guarda con la cuestión de la verdad.
La importancia que la duda tiene en la filosofía de Descartes está obviamente
vinculada al valor que concede a la evidencia como fuente única de verdad. Ello implica
que no sólo aquello que sabemos que es falso, sino aquello de lo que tenemos la más
mínima duda, es decir, aquello de lo que no tenemos verdad evidente y cierta, ha de ser
rechazado como falso, al menos hasta que no haya sido apoyado en algo evidente.
Pero, ¿dónde están las fuentes del error? La referencia al asunto en el Discurso
es más bien breve: “puesto que los sentidos nos engañan a veces, quise suponer que no
hay cosa alguna que sea tal como ellos nos lo hacen imaginar. Y como hay hombres que
se equivocan al razonar, aun acerca de las más sencillas cuestiones de geometría, y
cometen paralogismo (razonamientos incorrectos), juzgué que estaba yo tan expuesto a
errar como cualquier otro y rechacé como falsos todos los razonamientos que antes
había tomado por demostraciones. Finalmente, considerando que los mismos
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pensamientos que tenemos estando despiertos pueden también ocurrírsenos cuando
dormimos, sin que en tal caso sea ninguno verdadero, resolví que todas las cosas que
habían entrado hasta entonces en mi espíritu no eran más cierta que las ilusiones de mis
sueños”.
Por el primer motivo de duda, sabemos que la evidencia y la certeza se encuentra
en Descartes sólo en las intuiciones intelectuales y no en las empíricas, en tanto que los
sentidos, en ocasiones, nos engañan.
El tercer motivo de error, es profundamente barroco. Se refiere al carácter
ambiguo del mundo; al problema de la ilusión en una vida que, radicalizará Calderón,
no es más que sueño. Este motivo de duda es extremadamente importante en Descartes.
A primera vista parecería una matización decorativa de la posibilidad de error en los
sentidos, porque, obviamente, nos seguimos moviendo en el terreno de las sensaciones;
pero en realidad Descartes va más allá, porque no sólo hace que intervenga la duda en
aquello que siento, sino en todo aquello que puedo imaginar de otra manera a como
siento que es. El ejemplo que pone Descartes al respecto en las Meditaciones es, como
veremos dentro de muy poco, bastante significativo: “Y ¿cómo negar que estas manos y
este cuerpo sean míos, si no es poniéndome a la altura de esos insensatos, cuyo cerebro
está tan turbio y ofuscado por los negros vapores de la bilis que aseguran
constantemente ser reyes siendo muy pobres, ir vestidos de oro y púrpura estando
desnudos, o que se imaginan ser cacharros o tener el cuerpo de vidrio?” (Meditaciones,
p. 131). Ciertamente esto es cosa de locos, pero basta que con yo pueda “representarme
en sueños las mismas cosas”, para que, habida cuenta de que “no hay indicios
concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño de la vigilia”,
pueda introducir en el asunto la duda: todo aquello que puede ser imaginado de otra
manera, puede ser, en la forma en que efectivamente lo vemos, objeto de un sueño o
ilusión y, por lo tanto, motivo de duda.
Mientras que los motivos de duda primero y tercero se refieren al ámbito de las
sensaciones, el segundo entra en un terreno más espinoso para los intereses de la
filosofía cartesiana, ya que empieza a afectar a la noción misma de la ciencia; al menos
a aquellas cuestiones científicas que dependen de cosas compuestas. Pero lo cierto es
que el error puede ser evitado con sólo rechazar todos los razonamientos previamente
aceptados por la posibilidad de que en ellos hubiera errores. Obviamente, con ello
Descartes no está poniendo en duda las verdades apodícticas; es decir, la necesidad con
la que sentimos los pasos en las deducciones rigurosamente establecidas, sino la
posibilidad de que aquellas deducciones hayan sido producto de paralogismo, es decir,
de razonamientos incorrectos, no ajustados a las normas básicas de la lógica.
En fin, todos estos errores pueden ser evitados con una aplicación rigurosa del
método cartesiano: partir de verdades evidentes y seguir sólo a partir de ellas y con
sumo cuidado, un orden deductivo apodíctico.
En cambio, en un dramático y nuevo giro barroco a su filosofía, Descartes va
más lejos en las Meditaciones, mostrando un motivo de duda que afecta esencialmente a
su concepto de ciencia, no sólo extrínsecamente por la posibilidad de paralogismo, y
que nos permite captar la dependencia de todo su planteamiento del secreto o clave
teológica: “hace tiempo que tengo en mi espíritu cierta opinión, según la cual hay un
Dios que todo lo puede, por quien he sido creado tal como soy. Pues bien: ¿quién me
asegura que el tal Dios no haya procedido de manera que no exista figura, ni magnitud,
ni lugar, pero a la vez de modo que yo, no obstante, sí tenga la impresión de que todo
existe tal y como lo veo?” (p. 134). Más adelante, teniendo en cuenta el peligro que para
su integridad física implica una tesis tal, la matiza: “supondré que hay, no un Dios –que
es fuente suprema de verdad-, sino cierto genio maligno, no menos artero y engañador
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que poderoso, el cual ha usado de toda su industria para engañarme” (pp. 137-138).
Aquí el “engaño” no se refiere sólo a la realidad sensible, sino que es mucho más
profundo: “podría ocurrir que Dios haya querido que me engañe cuantas veces sumo
dos más tres, o cuando enumero los lados de un cuadrado, o cuando juzgo de cosas aún
más fáciles que ésas; si es que son siquiera imaginables” (p. 135).
Fijémonos en lo terrible de la cuestión. Aquí la posibilidad de duda se mete en el
corazón mismo de la filosofía cartesiana, porque afecta a su criterio de verdad: la
evidencia. Un dios o genio tal, podría hacer que me engañara en mis evidencias. Sólo
conjurando este peligro, puede Descartes recuperar el valor veritativo absoluto de la
evidencia, expulsar de ella toda duda: “siempre que contengo mi voluntad en los límites
de mi conocimiento, sin juzgar más que de las cosas que el entendimiento le representa
como claras y distintas, es imposible que me engañe, porque toda concepción clara y
distinta es algo real y positivo, y por tanto no puede tomar su origen de la nada, sino que
debe necesariamente tener a Dios por autor, el cual, siendo sumamente perfecto, no
puede ser causa de error alguno; y, por consiguiente, hay que concluir que una tal
concepción o juicio es verdadero. Por lo demás, no sólo he aprendido hoy lo que debe
evitar para no errar, sino también lo que debo hacer para alcanzar el conocimiento de la
verdad. Pues sin duda lo alcanzaré, si detengo lo bastante mi atención en todas las cosas
que conciba perfectamente, y las separo de aquellas que sólo conciba de un modo
confuso y oscuro” (p. 206).
Pero, cabría preguntar: ¿cómo conjurar el Dios engañador sino a través de la fe
en que Dios ha de ser bondadoso y por tanto no puede ser que me engañe hasta tal
punto? Más adelante volveremos sobre esta cuestión, pero antes quisiera mostrar la
enorme influencia que Suárez ha ejercido sobre Descartes en el tema de la verdad.
Efectivamente, quizás en ningún lugar de las Disputationes, como en la sección
II de la Disputatio novena, se nota tanto la clara influencia de Suárez sobre la filosofía
de Descartes. Y aunque la influencia es menos patente en el Discurso del método,
parece claro que Descartes estaba pensando en Suárez al tratar el problema de la verdad
en sus Meditaciones metafísicas, en concreto aquellas que se refieren a la posibilidad de
un Dios engañador o un genio maligno (primera meditación), o a la infinitud de una
voluntad que no se acomoda a un entendimiento finito (meditación cuarta).
Para explicar cuáles son las causas del error en Suárez, es preciso que antes
delimitemos el lugar de la verdad y del error, el lugar de lo verdadero y lo falso.
Obviamente, las diferencias respecto al planteamiento cartesiano no pueden ser
ignoradas. Descartes es Descartes, eje de la modernidad, el pensador del cogito,
influenciado por Montaigne, el escéptico metódico que busca la verdad en la propia
subjetividad. Por su parte, Suárez ni concede nada al escéptico, ni ha visto la
importancia metódica de la subjetividad.
Pero lo cierto es que Suárez ha situado el problema metafísico de la verdad en el
plano de la subjetividad al hacerlo pasar por la certeza y al valorar la simplicidad en las
formas de conocimiento.
Así, Suárez considera que si la metafísica es sabiduría, ha de contar con un alto
grado de certeza (DM, 1,5,10), y no dudará en atribuir esta certeza a la consideración
ontológica de la metafísica; es decir, en considerar que certeza y evidencia aparecen
ligadas a la ciencia de los primeros principios:
Parece que en esta ciencia hay que distinguir dos partes; una es la que trata del ente
como tal y de sus primeros principios y propiedades, otra, la que trata de algunas
razones peculiares de los entes, principalmente de los inmateriales. En cuanto a la
primera parte, no hay duda de que esta ciencia es la más cierta de todas […] una ciencia
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es certísima cuando trata principalmente de los primeros principios y realiza su
cometido con menos elementos (DM, 1,5,23).
Suárez considera que el acto cognoscitivo puede ser denominado verdadero en
dos sentidos diferentes: radical y formalmente. Es en el ámbito radical donde se sitúa la
evidencia, y en virtud de dicha evidencia, el acto mismo en infalible (DM, 8,2,14).
El siguiente pasaje, hablando de la verdad radical, apunta al ámbito de la
diferencia entre lo contingente y lo necesario, situando lo necesario en el ámbito de la
evidencia misma, que se da su propia medida:
“la verdad radical que se toma de la razón formal de tal conocimiento es una
perfección absoluta del entendimiento por pertenecer absolutamente al concepto
de virtud intelectual; en cambio, la verdad actual, a la que nos referimos, no es
una perfección absoluta; más aún, no siquiera añade perfección a la naturaleza o
especie del acto cognoscitivo. Porque esta verdad actual, en cuanto incluye o
connota una concomitancia o conveniencia del objeto exterior, no añade al acto
nada real, por lo que tampoco puede conferirle perfección alguna; y en cuanto
supone o exige por parte del acto una representación o relación real al objeto
expresa alguna perfección de él, que algunas veces puede ser absoluta, pero que
otras es sólo relativa. Hay, en efecto, ocasiones en que esta verdad actual se
encuentra unida, de manera infalible y necesaria, con la real y esencial
perfección de tal acto y en virtud del mismo; entonces, la perfección que supone
esencialmente en el acto es absoluta por pertenecer al concepto de virtud
intelectual absoluta; pero en otros casos esta verdad actual no se halla
esencialmente unida con el acto, o no lo está en virtud de la razón formal y
esencial del mismo, en cuyo caso la perfección que se supone en el acto no es
absoluta, sino relativa, puesto que no pertenece al concepto de virtud intelectual
absoluta y siempre lleva aneja, de manera intrínseca, la imperfección de un
conocimiento oscuro y confuso, cual ocurre en la fe humana, en la opinión, etc.
(DM, 8,2,15).
Incluso más: “la verdad radical constituye una perfección propia del hábito de la
ciencia, y la verdad actual no le confiere aumento alguno de perfección” (DM, 8,2,15).
El paradigma moderno de la verdad está prácticamente servido.
Por otro lado, Suárez, afirma que el lugar en el que se da la distinción entre lo
verdadero y lo falso es en el juicio que compone o divide (DM, 8,1,1). A este respecto,
dice lo siguiente sobre la verdad del juicio:
“estimo que la verdad del conocimiento complejo, es decir, de la composición y
división, o del juicio en virtud del cual juzgamos que una cosa es esto o aquello,
o que no lo es (pues tomamos todo esto en el mismo sentido), consiste en la
conformidad del juicio con la cosa conocida tal como es en sí, y que de esa
conformidad procede el que se diga que la misma cosa juzgada es, en sí, tal
como ha sido juzgada” (DM. 8,1,3).
Así, la verdad viene a connotar “que el objeto se comporta así como es representado por
el acto” (8,2,9). Y esta connotación se produce a través de una “representación
intencional”: “la verdad lógica implica una representación cognoscitiva que lleva aneja
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la concomitancia de un objeto que se comporta así como es representado por el
conocimiento” (8,2,12).
Entrando en el tema de la falsedad y sus causas, que es lo que quería destacar
especialmente en este apartado, Suárez sitúa la falsedad también en el ámbito de la
verdad lógica, es decir, la verdad en su sentido formal y actual:
“la falsedad está en la composición o división como en el cognoscente, no
porque la misma falsedad en cuanto tal se conozca directamente, sino porque se
conoce como unido o conforme a otro algo que en realidad se halla, más bien,
separado y disconforme, de donde resulta que se conoce ‘en acto ejercido’
aquello que es disconforme o falso, a saber, que una cosa es lo que en realidad
no es, o que no es lo que en realidad es” (DM, 9,1,17).
¿Cuál es el origen del error? Este puede tener su origen en el propio hombre o en
causas extrínsecas al hombre. En el primer caso, como el hombre puede conocer “por
invención y por doctrina o enseñanza” (DM, 9,2,5), así que también el error puede
encontrarse en ambos lugares. Si nos fijamos en el error que se produce en la enseñanza,
este puede ser entendido de dos formas diferentes, ya que dos son las formas de obtener
el juicio por enseñanza: “unas veces se lleva a cabo buscando fundamento en las cosas,
y otras se apoya únicamente en la autoridad del que dice o enseña, de modo que, en
unas ocasiones, la enseñanza se comporta como proposición y aplicación de los objetos
y medios del juicio, y en otras constituye toda la esencia o razón del juicio” (DM,
9,2,5). Cuando el juicio se basa sólo en la autoridad del expositor, es claro que un
origen de la falsedad (Suárez dice “en cuanto a su especificación” (DM, 9,2,5), se halla
en la “imperfección del que dice o enseña, porque puede engañarse o mentir” (DM,
9,2,5). Así, en este caso, el error siempre se hallaría en una autoridad. Un poco más
adelante recupera el tema de este tipo de error preguntándose ahora “cuál es el origen de
la falsedad en quien la atestigua”, es decir, de donde procede a su vez la falsedad en lo
que dice el que enseña. En primer lugar, puede ser intencionada, y en ese caso más que
de falsedad hay que hablar de “malicia o liberta de la voluntad” (DM, 9,2,9). En sentido
más propio, hablando de estricta falsedad, es imposible averiguar desde cuándo circula
el error por las disciplinas que se enseñan. La conclusión precartesiana, que parece
exigir ya la duda metódica, es clara: “A esto se debe el que, en gran parte, las ciencias
humanas tengan falsas opiniones mezcladas con la verdad” (DM, 9,2,9). En todo caso,
para no remontarse al infinito, es preciso detenerse en un desliz de alguien, en un error
por vía inventiva, con lo que entramos en el segundo tipo de error.
Pero Suárez considera que en cuanto al ejercicio del conocer, incluso en el caso
de la doctrina, aunque especialmente en el caso de la invención, es decir, de la
investigación o razonamiento del sujeto, “la causa propia es la voluntad del hombre
mismo que juzga” (DM, 8,2,5). Y es que el entendimiento solo puede ser obligado en
orden a la verdad, nunca en orden a la falsedad. Pero una vez que salimos del orden de
la necesidad, de las verdades necesarias a las que el entendimiento se ve constreñido, es
la voluntad la que nos determina a juzgar.
En la disputación 54, a propósito del tratamiento de los hábitos del
entendimiento, nos dice que cuando el entendimiento no tiene evidencia, emite el juicio
con cierta indiferencia, lo que implica, obviamente, que queda en manos de la voluntad.
A propósito del entendimiento, dice lo siguiente:
“aun cuando no sea una potencia tan indiferente como la voluntad, no obstante
participa de la indiferencia en algún modo; primeramente, al emitir juicio acerca
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de aquellas cosas de las que no consigue un conocimiento evidente como son las
que caen bajo la fe o la opinión por eso nos consta por experiencia que el
hombre difícilmente se aparta de las cosas de las que tiene una fe u opinión
inveterada” (DM, 54,1,12).
En conclusión, sólo cuando hay evidencia el entendimiento se ve constreñido a
juzgar en orden a la verdad (DM, 8,2,5), aunque la fuerza de la fe o de la opinión
asimiladas, tienen tal poder que pueden incluso obnubilar las mismas evidencias.
Más adelante nos da la diferencia entre los hábitos evidentes del entendimiento y
los inevidentes:
“Se da entre ellos la diferencia de que los hábitos evidentes muestran la verdad
de la cosa en sí misma, ya sea por los propios términos, ya sea por algún medio;
cambio, los inevidentes no muestran la verdad en sí, sino que por medios
extrínsecos inducen al entendimiento a que asientan, aun cuando no intuya la
verdad” (DM, 54,11,45).
Y en el parágrafo siguiente nos hace ver cómo “un hábito inevidente puede inclinar a
varias materias con mayor facilidad que uno evidente” (DM, 54,11,46):
“La explicación está en que la razón extrínseca de asentir puede aplicarse de
manera uniforme a diversas materias, cosa que es posible ver sobre todo en la fe,
tanto infusa como humana. En cambio, cuando la razón de asentir es intrínseca,
como sucede en los hábitos evidentes, una misma razón no puede aplicarse a
diversas proposiciones” (DM, 54,11,45).
El hecho de que la fe es un criterio de certeza absoluto para un pensador escolástico
como Suárez, no le deja ver consecuencias interesantísimas de su planteamiento para la
modernidad. Si eliminamos esta fe y pensamos la inevidencia sólo en términos de mera
opinión, será posible comparar una forma de conocer analítica que parte de evidencias,
a una forma de conocer confusa, que todo lo mezcla; y la depuración de la primera
empujará a los filósofos del XVII a la búsqueda del método adecuado que nos lleve a un
conocimiento evidente y a una correcta clasificación de las ciencias.
Recordemos de nuevo las palabras de Descartes al respecto en sus Meditaciones:
“¿De dónde nacen, pues, mis errores? Sólo de esto: que siendo la voluntad más amplia
que el entendimiento no la contengo dentro de los mismos límites que éste, sino que la
extiendo también a las cosas que no entiendo, y, siendo indiferente a éstas, se extravía
con facilidad, y escoge el mal en vez del bien, o lo falso en vez de lo verdadero. Y ello
hace que me engañe y peque” (Meditaciones, p. 200). De tal forma que “siempre que
contengo mi voluntad en los límites de mi conocimiento, sin juzgar más que de las
cosas que el entendimiento le presenta como claras y distintas, es imposible que me
engañe” (p. 206).
Si tenemos en cuenta todas las causas de la falsedad que ha encontrado Suárez, y
al mismo tiempo rechazamos la idea de un conocimiento verosímil, considerando que
no hay término medio entre la certidumbre absoluta y la ignorancia, la primera regla del
método, tal como aparece en el Discurso, está prácticamente servida.
Como ya he adelantado antes, Suárez también introduce, como posible origen
del error su fuente divina, ya sea en la forma del engaño provocado directamente por
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Dios o bien a través de un genio maligno (“ángel engañador”), y Suárez rechaza las dos;
en el primer caso porque “Dios no puede inducir a falsedad al entendimiento, ya que
esto repugna a su bondad tanto como la mentira” (DM, 8,2,7) y en el segundo caso,
porque no puede producir esta mutación en la inteligencia humana, a lo sumo puede
usar las armas de la persuasión, pero nunca nos hará ver como evidente lo que no lo es.
5. Los principios de la metafísica
Volviendo a Suárez, y asegurado el método, la certidumbre como camino hacia la
verdad y no sólo como el resultado de las operaciones lógicas, Descartes se dispone
para entrar en los principios metafísicos, como ya hemos visto, fundamentales para
asegurar todo el aparato de la ciencia. Este es el objetivo de la parte cuarta del Discurso,
y por eso comienza afirmando que va a referirse a “meditaciones metafísicas”. En su
caso, tales meditaciones están vinculadas a la prueba de la existencia tanto de Dios
como del alma humana; y al aseguramiento del resto de seres a partir de ahí.
Ahora bien, de acuerdo con el método cartesiano, tales cuestiones sólo pueden
ser tratadas con fundamento a partir de una primera creencia que se presente como
absolutamente indubitable, es decir, como algo de lo que tengamos evidencia, algo
aprehendido clara y distintamente. El motivo radical de duda que supone la posibilidad
de un dios engañador, hace que incluso las verdades matemáticas queden por ahora
entre paréntesis; es cierto que Descartes va a afirmar que la bondad de Dios impide
llegar el engaño hasta tal extremo, pero no lo es menos que la misma afirmación de la
bondad de Dios ha de ser probada científicamente si ha de servir para superar la duda
(¿cómo iba a ser una cuestión de fe el fundamento de todo el saber?).
Pero, si bien la hipótesis de un dios engañador me hace dudar de todo, incluso,
insisto, de las evidencias matemáticas, ¿puede hacerme dudar de que yo existo? Es
decir, ¿cabe la posibilidad de un dios engañador que me persuada de que existo sin que
ello sea verdadero? La formulación alternativa al cogito ergo sum que aparece en las
Meditaciones resulta tajante: “Pues no: si yo estoy persuadido de algo, o meramente si
pienso algo, es porque yo soy” (Meditaciones, p 143). Y continua: “cierto que hay no sé
qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme.
Pero entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto
quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo”.
Fijémonos en que efectivamente Descartes ha conjurado al genio maligno en lo
que a esta primera verdad se refiere. Que yo soy mientras dudo, mientras pienso, es algo
que está más allá de toda posible duda: se trata de una primera evidencia, de una
certeza, valga la paradoja de la expresión, indubitable. A causa de la duda, y sobre todo,
a causa de la posibilidad de un dios engañador, Descartes se verá recluido en sus
propios pensamientos. Y será precisamente en el pensar la duda donde encuentre la
certeza inconmovible. Percibo con claridad y distinción que si pienso existo. Es una
intuición resistente a todo intento de duda. No se trata del pensamiento en cuanto
pensado (esto también entrará en duda), sino en cuanto pensante. Ni la omnipotencia
divina podría hacer que esta intuición fallara. Y se trata de un pensamiento que
envuelve en sí la existencia. ¡No es de extrañar que del descubrimiento de algo tan
importante… un pensamiento que envuelve su propia existencia, Descartes concluyera
que “soy esencia pensante”!
En fin, se trata de un pensamiento a través del cual logramos tener evidencia de
la existencia de algo: el ego. Tan importante es la cuestión que el cogito ergo sum se ha
convertido en la carta de presentación de Descartes; en la máxima que le representa. Se
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ha insistido hasta la saciedad en que no hay ninguna novedad al respecto en Descartes;
se ha visto que tal idea estaba ya en la antigüedad en la comedia de Plauto, incluso en la
filosofía de Aristóteles. Se ha insistido en su presencia en la filosofía medieval, en San
Anselmo, y, sobre todo, en San Agustín (“si fallor, sum”, De libero arbitrio). Y es una
idea presente en autores del renacimiento, como el escéptico Francisco Sánchez,
Campanella o Gómez Pereira. Entonces, ¿qué es lo que hace a la afirmación de
Descartes tan singular? Pues nada más y nada menos que se constituye en piedra
angular de su filosofía: en primer principio metafísico.
El descubrimiento cartesiano del cogito no procede a través de un método
psicológico de introspección, sino de un método trascendental: inquiere las condiciones
de posibilidad de todo yo; con lo que el yo, como ámbito privado, se disuelve. Es decir,
Descartes se sitúa en la línea, que culminará con Kant, del “yo trascendental”. El “si
fallor, sum” de San Agustín, se refiere al yo privado, nada más.
Pero la reflexión trascendental no se agota aquí, sino que además de permitirme
descubrir que soy, me permite saber qué soy con sólo con analizar las condiciones de su
propia aparición:
“Posteriormente, examinando con atención lo que yo era, y viendo que podía fingir que
carecía de cuerpo, así como que no había mundo o lugar alguno en el que me
encontrase, pero que, por ello, no podía fingir que yo no era, sino que por el contrario,
sólo a partir de que pensaba dudar acerca de la verdad de otras cosas, se seguía muy
evidente y ciertamente que yo era, mientras que, con sólo que hubiese cesado de pensar,
aunque el resto de lo que había imaginado hubiese sido verdadero, no tenía razón alguna
para creer que yo hubiese sido, llegué a conocer a partir de todo ello que era una
sustancia cuya esencia o naturaleza no reside sino en pensar y que tal sustancia, para
existir, no tiene necesidad de lugar alguno ni depende de cosa alguna material. De suerte
que este yo, es decir, el alma, en virtud de la cual yo soy lo que soy, es enteramente
distinta del cuerpo, más fácil de conocer que éste y, aunque el cuerpo no fuese, no
dejaría de ser todo lo que es” (Discurso, IV).
Soy, por lo tanto, res cogitans, sustancia pensante. Se ha escrito mucho sobre la
precipitación en la que ha incurrido Descartes en este paso del hecho de que soy a la
cuestión de qué soy. Heidegger escribió en Ser y tiempo: “Con el cogito sum pretende
Descartes dar a la filosofía una base nueva y segura. Pero lo que él deja indeterminado
en este comienzo radical es la forma del ser de la res cogitans, o más exactamente, el
sentido del ser del sum” (pr. 6). En realidad, más que dejar indeterminado, lo que hace
Descartes es dar por supuesta la concepción clásica de la sustancia como supuesto
(hypokeímenon), en tanto que el cogito termina suponiendo la res cogitans. ¿Dónde ha
quedado al respecto toda la precaución preconizada por Descartes en su método?
Se entiende perfectamente la razón por la cual el cogito no puede ser res extensa.
A partir de uno de los motivos de duda, la dificultad para distinguir a veces la vigilia del
sueño, había que dudar de todo aquello que pudiera ser imaginado de otra forma, y,
efectivamente, puedo imaginarme sin cuerpo, aunque no sin pensamiento, en tanto que
pienso. Descartes es perfectamente coherente con su método y con sus motivos de duda,
pero precisamente, en esa coherencia, se encuentra su limitación: como puedo
imaginarme sin cuerpo, no soy cuerpo (aunque esto fuera mantenido sólo de modo
provisional); y como sólo hay dos sustancias (res cogitans y res extensa),
necesariamente he de ser res extensa. Pero, ¿y si, como ocurre de hecho, resulta que aún
cuando imaginativamente pueda pensarme sin cuerpo, soy, efectivamente, fácticamente,
cuerpo? La cuestión da mucho que pensar…
17
La reflexión trascendental, además de permitirme averiguar que soy y qué soy,
me permite establecer con firmeza el criterio de verdad. Descartes es muy claro al
respecto:
“Analizadas estas cuestiones, reflexionaba en general sobre todo lo que se
requiere para afirmar que una proposición es verdadera y cierta, pues, dado que
acababa de identificar una que cumplía tal condición, pensaba que también
debía conocer en qué consiste esta certeza. Y habiéndome percatado que nada
hay en pienso, luego soy que me asegure que digo la verdad, a no ser que yo veo
muy claramente que para pensar es necesario ser, juzgaba que podía admitir
como regla general que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son
todas verdaderas; no obstante, hay solamente cierta dificultad en identificar
correctamente cuáles son aquellas que concebimos distintamente”.
Saber que soy, y saber que soy pensamiento, es también averiguar en qué otras
circunstancias, semejantes a las que afectan a esas verdades, podré afirmar cosas con la
misma convicción con que afirmo éstas. Con ello Descartes, por la vía trascendental, ha
alcanzado el complemento perfecto de su primera regla: una medida para la regla
general de verdad.
Pero ni siquiera acaba aquí la reflexión trascendental. La verdad del cogito me
permite saber más cosas fundamentales: he descubierto que soy dudando, pero si es
porque soy un ser imperfecto, vacilante, finito, dúplex y demoníaco. Ahora bien, es
imposible pensar lo imperfecto y finito sin presuponer la idea de algo más perfecto que
uno mismo. Y esa idea, ¿cómo he aprendido a pensarla? No he sido yo, desde luego,
quien se la ha enseñado a sí mismo; y tampoco es posible que esté en mí a partir del
conocimiento de las cosas exteriores, porque tampoco en ellas se halla la perfección
buscada. Sólo queda una opción: que la idea de perfección haya sido puesta en mí por
un ser perfecto, esto es, por Dios.
Esta prueba de la existencia de Dios se completa con una nueva versión del
argumento ontológico:
“examinando de nuevo la idea que tenía de un Ser Perfecto, encontraba que la existencia
estaba comprendida en la misma de igual forma que en la del triángulo está
comprendida la de que sus tres ángulos sean iguales a dos rectos o en la de una esfera
que todas sus partes equidisten del centro e incluso con mayor evidencia. Y, en
consecuencia, es por lo menos tan cierto que Dios, el Ser Perfecto, es o existe como lo
pueda ser cualquier demostración de la geometría”.
Descartes con ello ha aseguro, después de la existencia del cogito, una segunda
existencia: la de Dios; que se revela como una existencia fundamental para alcanzar
cualquier otra verdad; pues garantizar la realidad de lo fundante (Dios), es garantizar la
realidad de toda realidad; de todo lo afirmativo, de todo lo positivo, de todo lo que
cualquier cosa tenga de perfección. Y ahora viene una afirmación, que desde las
objeciones de Arnauld a las Meditaciones, quizás sea el asunto en que más tinta se ha
gastado a propósito de Descartes: “incluso lo que anteriormente he considerado como
una regla (a saber: que lo concebido clara y distintamente es verdadero) no es válido
más que si Dios existe, es un ser perfecto y todo lo que hay en nosotros procede de él”.
Se entiende perfectamente la objeción de Arnauld al respecto: “cómo puede
pretenderse no haber cometido círculo vicioso, cuando dice que sólo estamos seguros de
que son verdaderas las cosas que concebimos clara y distintamente en virtud de que
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Dios existe. Pues no podemos estar seguros de que existe Dios, si no concebimos eso
con toda claridad y distinción; por consiguiente, antes de estar seguros de la existencia
de Dios, debemos estarlo de que es verdadero todo lo que concebimos con claridad y
distinción” (Meditaciones, pp. 456-457).
Descartes responde a la objeción de la siguiente forma:
“no he incurrido en lo que llaman círculo, al decir que sólo estamos seguros de que las
cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas, a causa de que
existe Dios, y, a la vez, que sólo estamos seguros de que Dios existe, a causa de que lo
concebimos con gran claridad y distinción; pues ya entonces distinguí entre las cosas
que concebimos, en efecto, muy claramente, y aquellas que recordamos haber
concebido muy claramente en otro tiempo. En efecto: en primer lugar, estamos seguros
de que Dios existe, porque atendemos a las razones que nos prueban su existencia; mas
tras esto, basta con que nos acordemos de haber concebido claramente una cosa, para
estar seguros de que es cierta: y no bastaría con eso si no supiésemos que Dios existe y
no puede engañarnos” (Meditaciones, cuartas objeciones, p. 506).
Es decir, Descartes distingue entre las razones por las que una cosa es clara y
distinta, lo cual ocurre independientemente de Dios, y la permanencia de tales razones
en el tiempo, lo cual está asegurado sólo gracias a que Dios existe.
Desde entonces y hasta la actualidad, los estudiosos de Descartes se han situado
a un lado u otro de la acusación de circulatio. En el siglo XX, Rábade (Descartes y la
gnoseología moderna), por ejemplo consideró, aceptando la respuesta de Descartes a la
objeción de Arnauld, que el último criterio de verdad es la evidencia. Para afirmar a
continuación que hay en Descartes dos órdenes de verdades: las proposiciones cuya
verdad se establece de manera clara y distinta, y las proposiciones cuya verdad se deriva
por deducción de proposiciones anteriores. El cogito es del primer tipo (una intuición) y
Dios no es necesario para fundamentar la verdad del cogito; tampoco se necesita a Dios
para las demás ideas simples; pero para las largas deducciones, donde interviene la
memoria, sí que es necesario Dios.
Rábade se sitúa con ello en una interpretación similar a la de Gilson en sus
comentarios al Discurso: ya que la evidencia, como criterio de verdad, se extrajo de la
certeza del cogito antes de plantearse el problema de la existencia de Dios, la garantía
de la evidencia no se puede referir a la evidencia misma, sino sólo al recuerdo de la
evidencia.
A mi juicio, tales defensas de Descartes son insostenibles. Es cierto que la
evidencia del cogito ergo sum se sostiene por sí misma sin necesidad de Dios; y es
cierto que Descartes ha utilizado el grado de certeza aquí alcanzado como medida de la
evidencia, como criterio de verdad; pero no es menos cierto que la evidencia del cogito
es de un tipo muy especial; que no hay ninguna evidencia igual a ella. Ya lo hemos
indicado anteriormente: no se trata del pensamiento en cuanto pensado, sino en cuanto
pensante; un pensamiento ejecutivo, y con ello, resistente incluso a la posibilidad de que
existiera un dios engañador (incluso él, no podría hacer que no existiera cuando
descubro, pensando, que existo… esto, en ningún caso, podría ser una ilusión). Pero de
todo lo demás de lo que tengo conocimiento cierto no puedo decir más que son
pensamientos pensados, incluso así es con la idea misma de Dios. De todo ello, por lo
tanto, incluido el mismo Dios, no puedo decir que tenga la misma certeza que la que
tengo respecto del cogito.
¿Cae entonces Descartes en un círculo vicioso objetable? Mi lectura barroca de
Descartes me lleva también a negar tal acusación: Dios no es en Descartes algo
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deducido, sino más bien condición de posibilidad de todo, incluyendo lo deducible: la
clave teológica es fundamental para que el mundo tenga sentido. Dios aparece entonces
como lo trascendental por excelencia, como la condición de posibilidad de un mundo no
sólo cognoscible, sino también mínimamente habitable.
A este respecto, creo que Vidal Peña, en su introducción a las Meditaciones, ha
dado con la clave interpretativa más ajustada: no hay círculo vicioso, porque, en
realidad, el criterio último de verdad es Dios. Vidal Peña afirma que con esto Descartes
ha mostrado una tremenda modernidad (yo diría, más bien, moderna por tremendamente
barroca).
Por lo demás, en las Meditaciones este Dios queda postulado tanto en cuanto
inteligencia como en cuanto voluntad. Con el Dios-inteligencia, Descartes se sitúa en
los umbrales de un planteamiento crítico-trascendental. La existencia de Dios significa
que hay una línea entre la cordura y la locura, que el orden racional queda legitimado.
Postular a Dios es postular las condiciones que hacen posible la no disolución de la
conciencia: Dios es la garantía de que existen verdades eternas y un orden racional.
Descartes escapa del círculo vicioso al ver que postular a Dios es postular las
condiciones de posibilidad del pensamiento. Tal cosa debe ser así porque sino la
conciencia entera se desmoronaría: Dios deja de ser una cosa de la que se habla para
convertirse en una cosa desde la que se habla (plano fundamentador); un trascendental
en el sentido kantiano del término (aunque un trascendental trascendente).
En cuanto al Dios-voluntad, con su postulación Descartes ha procedido a una
moralización del conocimiento. Una nota más de su modernidad: la voluntad de Dios es
aquí el techo del racionalismo crítico; Descartes no se ocupa sólo de las garantías de la
racionalidad, sino también de sus límites. Para que la crítica no caiga en escepticismo,
tiene que producirse una moralización del conocimiento: es necesario postular a Dios
para escapar del genio maligno, del caos, de la falta de destino.
Para Zubiri esto significará que la clave final de comprensión del cartesianismo
está en un voluntarismo radical: la Creación es un acto libérrimo de Dios, y esta libertad
afecta tanto a la razón como a las cosas. Respecto a lo primero, a mi razón: “El orden
entero objetivo de mi razón, el orden trascendental entero, pende de un acto de libérrima
voluntad de Dios, que ha querido que haya una razón que tenga este orden objetivo”
(Zubiri, Los problemas fundamentales de la metafísica occidental, p. 141). Dios es “el
principio trascendente del orden trascendental” (p. 142). En segundo lugar, Dios ha
creado también libremente el mundo real. Pero eso significa, a su vez, que depende sólo
de la voluntad de Dios que haya correspondencia, aun con muchos defectos, entre el
orden objetivo de mis conceptos y el orden de la realidad efectiva; la correspondencia
no depende, en absoluto, de una supuesta inteligibilidad de lo real. El racionalismo que
triunfa en la modernidad no es en realidad intelectualista, sino voluntarista. Finalmente,
Scoto ganó la partida a Tomás de Aquino.
Quisiera acabar este apartado sobre la metafísica de Descartes haciendo hincapié
en la influencia que recibe en algunos aspectos bien concretos de las Disputaciones de
Suárez. Aunque éste sigue expresándose, a la hora de comprender el ser, a través del
esquema orgánico dual heredado por la tradición aristotélico-tomista, lo cierto es que ha
llevado a cabo cambios muy importantes. Las diferencias entre la potencia y el acto, la
materia y la forma, o la sustancia y el accidente, pierden nitidez.
Cuando en el horizonte de la filosofía cristiana, el horizonte de la nihilidad, la
potencia se piensa desde la estricta razón natural, se concibe en términos de posibilidad,
como decíamos antes, de potentia objectiva. Con ello, el sentido de la dualidad actopotencia se desvanece. Por ejemplo, aunque Suárez siga haciendo referencia a Dios
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como Actualidad pura, ello ya no apunta a la ausencia de potencialidad o composición,
sino a la necesidad y la infinitud. En lo que se refiere a las criaturas, el tomismo había
llevado a tal punto el dualismo entre potencia y acto, que llegó a aplicar a todo proceso
causal el principio aristotélico de que todo lo que se mueve es movido por otro. Pero si
la potencia es entendida en términos objetivos, si ya no se piensa en la potencialidad en
orden a la existencia, entonces el dualismo entre potencia y acto en orden a la
causalidad se desvanece.
El que la distinción entre acto y potencia pierda validez para comprender el ser
efectivo (existente), afectará a otra vieja dualidad: la que había entre materia y forma.
Sin un concepto riguroso de potencialidad, Suárez no ve cómo puede haber seres
intermedios entre la pura nada y la realidad, así que si la materia prima es algo real,
necesariamente ha de tener entidad actual. No hay que dar muchos pasos para llegar a
considerar la materia (o, el lenguaje de Descartes, la extensión) como algo sustancial.
En lo que se refiere al dualismo entre sustancia y accidente, su desplome no se
debe a aquel jesuitismo de fondo que afecta a la noción misma de metafísica, sino a la
observancia tridentina de los dogmas de fe. En lo básico, el mundo de Suárez sigue
siendo un mundo de sustancias estáticas, en el que el movimiento recae en los
accidentes. En esto parece poco barroco y bastante tradicional. Pero por los Misterios,
de los que el Concilio de Trento ha desterrado toda lectura alegórica, Suárez sabe que
hay accidentes que pueden existir con independencia de la sustancia. Esto lo expresa
diciendo que la inherencia a la sustancia no es actual, sino sólo aptitudinal.
La diferencia entre el accidente y la sustancia parece desvanecerse. Y si tenemos
en cuenta que Suárez considera que de las dos razones de sustancia que se dan, “estar
debajo” y “subsistir”, sólo la segunda es una razón adecuada (DM, 33,1,1-2), está
prácticamente servida la eliminación de las propiedades accidentales o la consideración
sustancial de las mismas, como ocurre singularmente en el caso de la cantidad,
sospechosamente, de un protagonismo absoluto en el Misterio más citado en las
Disputationes, el de la Eucaristía. Lo más paradójico es que sea la intervención de los
Misterios, de lo irracional, en la metafísica, lo que debilita la oposición sustanciaaccidente. Suárez es plenamente consciente de esta intervención, ya que considera que
la distinción real del accidente respecto a la sustancia es indemostrable desde la mera
razón: “una cosa es hablar de inseparabilidad natural y otra hablar de inseparabilidad en
orden a la potencia absoluta de Dios. Pues si sólo se parte de la primera no es posible
construir un argumento suficiente para la indistinción real, considerada de manera
absolutamente propia y rigurosa” (DM, 7,2,7).
En las metafísicas del siglo XVII desaparece el accidente y en su lugar
encontramos un tipo de entidad diferente, una especie de entidades mínimas, los modos,
y, con ellos, las diferencias modales. En tanto que elementos terminales, representan la
concreción última de la realidad en su dinamismo e interconexión. Pues bien, tales
modos desempeñan un papel fundamental en la metafísica de Suárez.
Como otros muchos aspectos de su filosofía, son algo que ya se hallaba en la
tradición filosófica, tienen una larga historia al menos desde San Agustín, y empezaron
a tener cierto protagonismo en tiempos de Escoto, pero lo cierto es que este
protagonismo es especialmente importante en la metafísica de Suárez, siendo, además,
el sentido que adquieren en ella el más próximo al de las filosofías del siglo XVII.
¿Qué son concretamente estos modos? Suárez es bastante claro al respecto: “en
las entidades creadas se dan algunos modos que las afectan, cuya naturaleza parece
consistir en que ellos mismos no son, de por sí, suficientes para constituir un ente o
entidad en la realidad, pero intrínsecamente exigen afectar en acto a alguna entidad, sin
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la que les es absolutamente imposible existir” (DM, 7,1,18). Los modos no son
entidades realmente distintas de las cosas a las que modifican, sino más bien lo que
permite las visibles modificaciones de estas cosas3. La realidad es ahora captada en su
movilidad y dinamicidad.
Si pensamos en el movimiento aristotélico o el tomista, vemos que la acción que
provoca una causa es distinta de la causa misma. En cambio, gracias a la consideración
modal de la realidad, Suárez puede introducir una nueva causalidad, la causalidad por
resultancia, que precisamente se caracteriza porque la acción resultante permanece en la
entidad que ejerce la causalidad: “no sólo los accidentes realmente distintos, sino
también aquellos que son modos verdaderamente distintos de las realidades a que
afectan, se producen en estas realidades mediante verdadera eficiencia, esto es,
mediante una acción propiamente tal, si se trata de modos adventicios y extraños, o, al
menos, por producirse juntamente con la realidad misma, dimanan de ella por interna
resultancia, si es que se trata de modos intrínsecos y de pasiones cuasi propias” (DM,
30,5,10). Si ponemos en relación esto con la teoría del acto virtual, el dinamismo en el
interior de la entidad está prácticamente servido.
Los modos accidentales deben su importancia en la obra de Suárez también a la
observancia de los Dogmas, ya que la diferencia que hay entre un accidente absoluto y
un accidente modal es que el primero puede ser mantenido en la existencia sin
inherencia actual y el segundo no. Los modos accidentales son aquellas entidades que,
dicho llanamente, ni Dios podría mantener en la existencia de forma separada. Si de
hecho hay accidentes que pueden existir separadamente, hace falta un nombre para esta
entidad mínima: “las cosas que […] no pueden conservarse mutuamente separadas sólo
se distinguen modalmente. La razón es que si uno de aquellos dos extremos es tal que
no puede conservarse sin el otro por la potencia absoluta de Dios, constituye un
argumento muy convincente de que aquel extremo únicamente es, por esencia, un
cierto modo, y no una verdadera entidad; porque si fuese una verdadera entidad le sería
imposible tener una dependencia tan intrínseca de otra entidad que Dios no pudiese
suplir a aquélla con su potencia infinita; luego esta imposibilidad sólo puede provenir de
que dicho extremo, en su intrínseca esencia, no es una entidad, sino únicamente un
modo” (DM, 7,2,8).
Cuando los Misterios dejen de intervenir en metafísica, desaparecerán los
accidentes absolutos, y los modos serán suficientes para terminar a las sustancias. La
prueba está en que en una crítica a Auréolo, quien parece considerar toda terminación
sustancial como modal. Suárez apoya el rechazo de tal perspectiva solamente en la
observancia de los Dogmas: “afirma que ningún accidente posee la entidad propia de la
forma mediante la cual modifica formalmente al sujeto, sino que es la actuación misma.
Mas apenas puede entenderse qué es lo que quiso decir, a no ser que, por ventura, haya
entendido que ningún accidente es algo realmente distinto de la entidad de la sustancia,
sino que es únicamente un modo, cosa que está en contradicción y disonancia con las
verdades de la fe por muchos conceptos. ¿Pues quién sería capaz de comprender que los
accidentes estén separados en la Eucaristía y que permanezcan sin la entidad de la
sustancia, y que no posean entidad alguna propia, realmente distinta de la entidad de la
sustancia? ¿Cómo, igualmente, puede entenderse debidamente toda la doctrina que
3
DM, 7,1,19: “siendo las criaturas imperfectas y, por tanto, dependientes, compuestas, limitadas o
mudables según los distintos estados de presencia, de unión o de terminación, necesitan de estos modos
para que en ellas se cumplan todas estas cosas”. “(…) el modo no es propiamente una cosa o entidad, y su
imperfección se manifiesta de manera óptima por el hecho de que siempre debe estar unido a otro, al que
se une inmediatamente y por sí mismo, sin que medie otro modo, como la acción de sentarse respecto al
que se sienta”.
22
defiende la fe sobre las cualidades infusas, si éstas no tienen sus entidades propias,
distintas de la entidad natural de la sustancia?” (DM, 16,1,2).
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