4.2. Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo

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Hermandad de la Estrella de Córdoba
4.2. Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo
Autor Administrator
miércoles, 22 de julio de 2009
Objetivo:
- Ahondar en la historicidad de los sucesos acaecidos durante la Pasión.
- Volver la vista a gestos, miradas, momentos... de la vida de Jesús y de su Madre que propician nuestra devoción y la
de muchos hermanos.
- ¿Por qué este galileo dejó una huella tan grande que dividió el imperio romano y el mundo entero en dos? Antes de C.
y después de Cristo.
- ¿Sigue Jesús llamando la atención a hombres y mujeres del siglo XXI y atrayendo hacia él?
- ¿Sus palabras, hechos y actitudes nos interpelan?
- Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
II. Diálogo previo / Coloquio previo
- ¿Qué imagen tienes de Dios?
- ¿Qué repercusión tiene en tu vida?
III. Exposición del tema: Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo (2 Cor 1,3) (CIC 232-248; 268-274) El mensaje del
Nuevo Testamento tiene un núcleo central y su novedad radical en la confesión de Dios como Padre de Nuestro Señor
Jesucristo. La imagen de Dios experimenta, a partir de Cristo, un giro decisivo e insospechado en lo referente a la idea
de su paternidad. Tan insospechado que sopondrá un verdadero salto cualitativo: la denominación de Padre se
convierte prácticamente en la definición propia de Dios.
1. Dios Padre en el Antiguo Testamento
Es evidente que el Antiguo Testamento representa una preparación de esta novedad. Los israelitas conocen y aplican a
Yahveh el nombre de Padre, pero usan esta denominación en contadas ocasiones. En el Antiguo Testamento el nombre
divino de Padre tiene un carácter histórico-salvífico y se halla vinculado a la Alianza, que funda una especial relación
paterno-filial entre Yahveh y el pueblo israelita. Es en el marco de esta alianza donde Yahveh afirma: “Israel es mi
hijo, mi primogénito” (Ex 4,22) y donde el pueblo puede acercarse a su Dios e invocarlo como Padre:
“Abrahán no nos conoce, Israel no nos recuerda. Tú, Señor, eres nuestro Padre, tu nombre es el que nos
rescata desde siempre” (Is 63, 16). Este nombre entraña autoridad, protección y exigencias de obediencia, pero
en los profetas va adquiriendo connotaciones afectivas y se le asocia al amor y a la misericordia: “Cuando Israel
era niño, yo lo amé y de Egipto llamé a mi hijo” (Os 11,1) (Cf. Os 11,8; Sal 103,13; 27,10; Jer 31,20) La
paternidad de Dios se refiere sobre todo al Pueblo en su conjunto, pero poco a poco es referida también a los
individuos, especialmente a los pobres y desamparados (Ecl 4, 10-11; 23,1; Sal 68,6; 27,10)
- Dios Padre en la vida de Jesús
La experiencia religiosa de Jesús se sitúa en la línea de esta tradición, pero la paternidad de Dios adquiere en Él un
alcance que el Antiguo Testamento no pudo imaginar: Jesús revela a Dios como Padre suyo en un sentido absoluto y
propio. El carácter trascendente y único de esta paternidad divina y de la filiación de Jesús nos viene dado por Cristo a
través de un conjunto de factores que alcanzan su confirmación a la luz de su Resurrección. Lo primero que llama la
atención en Jesús es que invoca siempre a Dios con el nombre de Padre, convirtiendo esta denominación en el centro de
su experiencia religiosa. Jesús experimenta a Dios, ante todo y sobre todo, como Padre. Pero este nombre tiene en la
boca de Jesús una particularidad muy significativa, pues Jesús emplea el término arameo “Abba” (Mc
14,36), que denota una gran confianza y supone un clima de afectividad y cercanía. Esta forma de relacionarse con Dios
era nueva e inaudita, pues los judíos, por temor reverencial, no pronunciaban el nombre de Yahveh. Jesús introduce un
nuevo nivel de relación filial con Dios, una nueva experiencia y comprensión de la paternidad divina. ¿Se trata de una
paternidad única y exclusiva, distinta de la que Dios tiene con sus discípulos? Así lo da a entender el propio Jesús,
utilizando las fórmulas diferenciadas “mi Padre” (Mt 7,21; 11,27; Lc 4, 49; 22,29) y “vuestro
Padre” (Mt 5, 45; 6,1; 7,11; Lc 13, 32), denominándose a sí mismo como “El Hijo” (Mc 13,32) o el
“Hijo amado” (Mc 12,6), es decir, único. En esta misma línea hay que mencionar la viva conciencia que
manifiesta Jesús de estar estrechamente compenetrado con el Padre como Hijo suyo en una profunda comunión
recíproca de conocimiento y amor: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y
aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 27). Estas palabras representan un momento de gran
intensidad reveladora. Jesús entreabre la puerta de su mundo interior y nos deja ver la íntima y exclusiva relación que
mantiene con el Padre. Por lo demás, esta relación filial única y exclusiva se desprende también de todo el actuar de
Jesús, especialmente cuando otorga el perdón a los pecadores (Mc 2, 1-12) revisa la antigua Ley a la luz de su propio
Mensaje (Mt 5, 21-48), vincula el Reino de Dios a su propia persona (Lc 11, 20) o reivindica una posición personal
determinante en la salvación o condenación de los hombres (Mc 8,35).
- Dios Padre en San Pablo y en San Juan
Situados en esta tradición e iluminados por el doble e inseparable acontecimiento de la Resurrección de Jesús y la
efusión de su Espíritu, San Pablo y San Juan explicitan el misterio de la singular paternidad de Dios respecto de Jesús,
una paternidad trascendente y eterna, que constituye el fundamento de la función salvífica de Cristo. San Pablo acuña y
utiliza a modo de definición de Dios, la expresión: “Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo” (2Cor 1,3; Ef
1,3; Rom 15,6). A raíz de su conversión a Cristo, ha tenido que revisar su definición de Dios para que reflejara su verdadera
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realidad, incluyendo una referencia a su condición de Padre de Cristo, Cristo es “Hijo propio” de Dios (Rom
8,32). A este Hijo preexistente y eterno (Fil 2, 6-7) el Padre lo envió al mundo, para que, tomando la condición humana nos
hiciera partícipes de su filiación y llegáramos así a ser hijos adoptivos de Dios (Gal 4, 4-7). San Juan es el autor que
más veces aplica a Dios el nombre de Padre. En él la consideración de Dios como Padre de Jesucristo ocupa el centro
de su pensamiento. Esta confesión constituye para el evangelista lo propio y específicamente cristiano. Y en consonancia
con esta perspectiva Cristo se presenta a sí mismo como el Hijo de Dios (Jn 3,18; 5,25; 10,36; 11,4) o simplemente el
Hijo (Jn 3, 16-17.35-36; 5, 19-23.26). Este carácter único de la filiación de Jesús se subraya a veces mediante el
término “Unigénito” (Jn 1,14, 18; 3,16; 1 Jn 4,9). Hasta ahora hemos comprobado que el mensaje
central del Nuevo Testamento consiste en la admirable noticia de que Dios es el Padre de nuestro Señor Jesucristo y
Jesucristo su Hijo verdadero y propio. Pero ¿qué papel práctico desempeña en Jesús la conciencia y la experiencia
de esta paternidad divina? ¿Cómo incide en su vida concreta?
- Jesús Hijo del Padre
La experiencia que Jesús tiene de Dios como Padre suyo y de Sí mismo como Hijo de Dios no constituye en su vida
un dato aislado en su mundo interior y desconectado de sus vivencias personales y de sus actuaciones concretas. Al
contrario, se trata de una experiencia central que preside, articula y determina sus actitudes fundamentales y sus
comportamientos básicos. El conjunto de la vida de Cristo, bajo todos sus aspectos, tiene que ver con su vivencia de la
paternidad de Dios. Todos los escritos del Nuevo Testamento testifican que Jesús es el revelador definitivo de Dios.
Esta revelación se halla enraizada en la concretez de su vida, pues todo en la vida de Cristo es “elocuente”,
todo “habla” del Padre. Cristo a través de su vida y de su destino, lo hace presente como Padre cercano y
amor activamente misericordioso. Indiquemos algunos de estos aspectos concretos de la vida de Jesús, relacionados
con su experiencia de la paternidad de Dios:
- La vivencia de la paternidad amorosa de Dios funda y alimenta en Jesús una actitud vital en la que podemos
apreciar un profundo sentimiento de confianza, una libertad gozosa y una obediencia incondicional. En efecto, Jesús
confía en Dios, porque experimenta a Dios como Padre suyo y amor activamente cercano. Vive la paternidad de Dios
como un estar bajo el amparo de sus manos, incluso cuando la experiencia empírica parece desmentir a gritos que tal
amparo se de, como es el caso de su muerte en la cruz (Lc 23,46; Mc 15,34). La paternidad de Dios no le dispensa de
la incompresible oscuridad, pero, en medio de esta situación, Jesús la experimenta como un misterio de fidelidad, al que
uno puede entregarse confiadamente con esperanza y fortaleza. Esta confianza en la paternidad de Dios genera, en
Jesús, un profundo sentimiento de libertad, que se manifiesta constantemente a lo largo de su vida terrena frente a
toda forma de poder esclavizante, bien se presente éste como angustia ante el futuro (Mt 6, 25-34), como miedo a la
muerte (Mt 10, 28-31) o como ídolo que intenta suplantar al Padre (Mt 6,24), fuente de la verdadera libertad. Si Jesús
ofrece a sus seguidores el don de la libertad de los hijos de Dios es porque, siendo él el Hijo unigénito de Dios, posee
esa libertad en plenitud y puede, por tanto, hacernos partícipes de ella (Jn 8, 32.36). En estrecha conexión con lo que
estamos diciendo, el Nuevo Testamento resalta a menudo la obediencia de Jesús a la voluntad del Padre. Este aspecto
define su actitud interior y sus comportamientos desde “su entrada en el mundo” (Heb 10,5) “hasta
la muerte de cruz” (Filp 2,8) Jesús no pretende otra cosa que hacer la voluntad del Padre (Jn 5,30). Ella es su
alimento permanente (Jn 4, 34).
- A través de sus palabras y de su actuación Jesús encarna y visibiliza, en virtud de su experiencia filial, los verdaderos
sentimientos de Dios hacia los hombres, el modo como Dios quiere comportarse con nosotros. De hecho, Jesús
justifica explícitamente su forma de actuar, que resultaba escandalosa para los escribas y fariseos, mediante esta
referencia a la paternidad de Dios (Lc 15, 1-3. 11-32). Si acoge a los pecadores (Mt 9, 9-13), si se muestra solidario con
los pobres y marginados y cercano a los que sufren (Lc 4, 16-21), si profesa un amor universal que no excluye a los
enemigos (Mt 5, 43-48), si perdona sin límites (Lc 23, 34; Miq 55,44) y afirma la fraternidad entre los hombres (Mt 23, 89), es porque Dios es Padre misericordioso y actúa así. Y, en definitiva, si Jesús vive para los demás (Lc 22, 27), es
porque el Padre es Amor (1 Jn 4,8), es decir, don de sí mismo, entrega personal, fuente de vida. A nosotros se nos ha
concedido el don de la filiación adoptiva por medio de Cristo, el Hijo unigénito de Dios (Gal 4,4-7). El Padre de Cristo se
nos ha dado como Padre nuestro y Cristo nos ha hecho partícipes de su filiación, quedando vinculados a Él como
Hermanos suyos (Rom 8,29). Nuestra referencia trinitaria al Padre y al Hijo no puede quedar reducida a una afirmación
abstracta e inoperante de este hecho. Al igual que en Cristo, la paternidad de Dios y nuestra referencia al Hijo deben
constituir una experiencia fundamental capaz de generar en nosotros actitudes interiores de confianza, espíritu de
libertad y docilidad a la voluntad del Padre, así como comportamientos concretos análogos a los del Primogénito entre
muchos hermanos.
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