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te da la bienvenida
al Club de las Palabras
y te felicita por haber elegido la lectura
como una forma de utilizar tu tiempo libre.
¡Diviértete leyendo!
Edición: 2006
Depósito legal:
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Hay compañeros de juegos,
de risas y de trastadas.
Algunos son sólo eso
y otros son amigos del alma.
Juan
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Índice
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Invescán ................................................................
9
La fuga ..................................................................
11
Juan, el niño del cuarto ........................................
14
La tía Rafaela ..........................................................
17
Un perro más que inteligente ..............................
20
Llamar a los bomberos ..........................................
22
El primer día de colegio ........................................
25
Unas gafas para ver ................................................
29
Juan se lleva una sorpresa ....................................
33
Una llamada peligrosa ..........................................
36
La gran huida ........................................................
39
En la granja de Manolo ..........................................
43
La jugada le salió mal ............................................
46
Salvando a Rita ......................................................
49
La final de liga ......................................................
53
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El rescate ..............................................................
58
Ricardo se disculpa ..............................................
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Todos los perros tienen casa ................................
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Invescán
En el Centro de Investigación I nvescán todos estaban
expectantes. Los avances de los científicos iban a pasos
agigantados y llegó la hora de probar el nu evo experimento.
El doctor Suarón entró en una enorme sala llena de jaulas y
al verlo, los perros gimieron asustados escondiéndose al
fondo de sus pequeñas cárceles. Avanzó despacio, pasando
sus dedos por las rejas de cada una de ellas, para elegir
detenidamente a la víctima.
Se detuvo delante de una jaula. No era más grande ni más
pequeña que las otras, pero en su interior estaba el cachorro
más joven de todo el Centro de Investigación. Se trataba de
Arán, un precioso perro pastor que le miraba con la lengua
fuera.Tenía el pelo largo, blanco y tan suave que parecía un
algodón de azúcar.
—Mira Roberto, —le dijo a su ayudante— éste será perfecto
para las pruebas de inteligencia y nos hará muy ricos.
Llévamelo al laboratorio en cuanto esté listo.
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—Sí, doctor —contestó el hombretón. Era enorme y le
faltaban dos dientes que dejaban a la vista unos negros
agujeros en su boca. Metió sus grandes manazas en la jaula,
cogió por el cuello al cachorro y lo regó con la manguera.
Arán no podía comprender las malvadas intenciones del
perrero y lo miraba juguetón. Los otros perros y ratas, más
viejos y sabios que él, sabían que algo malo iba a pasar y
arañaban las puertas de sus jaulas mientras gemían y
protestaban bajito.
Roberto le colocó una cuerda alrededor del cuello y lo llevó
al laboratorio:
—Doctor, ya está listo, lo he lavado bien —dijo colocándolo
sobre una camilla.
Arán, sentado, movía contento su rabito.
El doctor Suarón lo miró fijamente con sus diminutos ojos
negros y le dijo:
—No te muevas.
Acercó una enorme jeringuilla con un líquido rosado y
burbujeante y se lo inyectó.
Arán se quedó muy quieto. ¿Por qué le pinchaban?
Un terrible dolor le quemó la piel y soltó un profundo
aullido. Después ya no sintió nada: se había quedado
dormido.
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La fuga
Era tarde y el laboratorio estaba a oscuras cuando Arán se
despertó:
—¡¡Auuu!! —protestó estirando el cuello hacia delante y
hacia atrás.
—¿Qué me pasa? ¿Qué hago aquí?
Le dolía todo el cuerpo y estaba mareado, p e ro algo
sorprendente había sucedido. Miró el cartel de la jaula y
leyó:
“Girar a la derecha para abrir”
—Parece fácil —pensó.
Levantó la pata y empujó la puerta sin dificultad.
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Desde el laboratorio escuchó llorar a sus amigos, los otros
p e rro s ,y sin hacer ruido se deslizó hasta el cuarto de las jaulas.
Al verlo, todos ladra ron y lo saludaron con la lengua fuera.
—¡No hagáis ruido! —susurró.
Se acercó a la puerta de la primera jaula y una por una, las
abrió todas. Veintiséis perros y cuarenta ratas se deslizaron
en silencio por el frío y largo pasillo.
Era de noche y no se veía nada. Las luces seguían apagadas y
en recepción el guarda dormía profundamente. Arán se
dirigió a la salida y tecleó la clave que había visto en el
cuaderno de la entrada.
6, 3, 9, 4... La puerta se abrió lentamente y el aire frío de la
noche se coló dentro. El guarda de seguridad se revolvió en
su asiento y un escalofrío le recorrió el cuerpo.
—¡¡Brrrrrrruuuuu..., qué frío!!
Todos contuvieron la respiración. El silencio era tan grande
que se podía oír trabajar a las hormigas, pero el guarda se
acurrucó en el sillón y volvió a roncar.
¡El peligro había pasado!
Arán sujetó la puerta y sus amigos salieron silenciosamente
en fila. ¡Por fin estaban en el jardín! Las ratas se fueron
rápidamente hacia las alcantarillas y los perros se alejaron
por la avenida principal.
—¡Chicos, esperad, si vais todos juntos os cogerán más
fácilmente! —ladró Arán tratando de avisarlos. Pero ya no le
oían, corrían calle abajo aullando de felicidad.
Se detuvo un instante para pensar. Miró en todas
d i recciones y se alejó por un camino distinto al de los demás.
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Hacía mucho frío y la calle estaba solitaria, no se oían ruidos,
sólo sus pisadas sobre el asfalto mojado.
De pronto, levantó las orejas. ¿Qué ruido era ese? ¡Era el de
unos tacones! Miró en todas direcciones buscando a la
dueña de aquellos zapatos y la vio cruzando la calle.
La siguió durante un rato hasta que se detuvo en un portal y
abrió la puerta para entrar. Sin pensárselo dos ve c e s ,
aprovechó la ocasión y se metió dentro. Allí estaría seguro y
caliente hasta el amanecer.
Había sido un día agotador. Se acurrucó en la escalera y se
quedó dormido. ¡Ya tendría tiempo de pensar mañana!
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Juan,
el niño del cuarto
Un niño con flequillo y pantalones largos bajaba las
escaleras a la velocidad del rayo, arrastrando un carrito de la
compra. De pronto tropezó con algo y cayó rodando
escalera abajo.
—¡Socorro! ¡Ay que daño! —gritó mientras se golpeaba en
las piernas y en la espalda armando un ruido tremendo. Los
vecinos se asomaron para ver qué había pasado:
—¿Pero qué ruido es ese?
—¿Se puede saber quién está armando tanto jaleo?
—¡Lo siento, perdonen, es que me he caído! —dijo el niño
tratando de tranquilizarlos.
Escuchó los portazos de unos y otros que volvían a la cama
para aprovechar los últimos minutos de sueño. Aún era muy
temprano.
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Se llevó la mano a la espalda magullada y subió las escaleras de
dos en dos a pesar de que le dolían todos los huesos. Quería
s aber qué era lo que le había hecho tropezar y buscó
atentamente en cada peldaño. ¡Ahí estaba! A c u rrucado en un
escalón y hecho un ovillo se encontró a un pequeño cachorro.
—¿Conque has sido tú? ¿Has visto el piñazo que me he
metido por tu culpa?
Arán lo miró asustado y trato de escapar.
—¿A dónde vas? —dijo sujetándolo con las dos manos. —No
te preocupes, no voy a hacerte nada. Ya sé que ha sido sin
querer.
Se sentó en la escalera y lo acarició suavemente.
—¿Cómo te llamas? Ya veo que no tienes collar. Anda, ven
conmigo. Me llamo Juan y vivo en esta casa, con mi tía
Rafaela.
Lo metió con suavidad en el carro de la compra y se fueron
juntos al mercado. El cachorro asomaba la cabeza para
escuchar a su nuevo amigo.
—Mi tía no ve ni torta y si va a comprar ella sola, a lo mejor
se pierde por el camino y aparece en la playa.
—Guau, guau... —ladró Arán divertido.
—¿No me crees? Lo digo en serio y además no oye nada.
¡Pero es genial! Ya la conocerás.
Al volver a casa Juan llevaba el carrito lleno. Había comprado
una caja grande de leche, un melón y muchas cosas más y
pesaba lo suyo. Sacó a Arán, que esperaba sentado sobre el
tambor de detergente, lo metió en su cama y lo arropó con
la manta.
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—Espérame aquí, voy a preparar el desayuno a la tía Rafaela
y ahora te traigo algo de comer.
En la cocina todo estaba oscuro. Juan le dio al interruptor
de la luz y sacó la mantequilla de la nevera, después
encendió la radio y puso a calentar la leche.
—“Noticias de última hora: Ayer por la noche se escaparon
más de 25 perros del Centro de Investigación Invescán.
Todos han sido recuperados excepto uno. Es un cachorro
que parece un algodón de azúcar. Se llama Arán. Si alguien
conoce su para d e ro se ruega llamen al número de
teléfono...” .
La noticia seguía dando detalles, pero él no oyó nada más. ¡El
cachorro que estaba en su cama debía ser Arán!
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La tía Rafaela
Juan preparó el desayuno a la tía Rafaela y se lo llevó en
una bandeja a su cuarto.
—Tía, ¿Qué tal has dormido?
—¿Que tienes mucho frío? ¿No estarás poniéndote enfermo?
—No, tía. Digo que qué tal has dormido.
—No, no me duele el ombligo. ¿Por qué me iba a doler?
Juan chilló más fuerte. —¡¡digo que qué tal has dormido!!
—Regular. ¡Pero no chilles que te oigo perfectamente!
La tía se levantó de la cama y le siguió hablando:
—Me desperté a media noche, iba a la cocina para tomar
algo y en lugar de eso, salí al jardín. ¡Casi me como los clavos
del cobertizo pensando que eran cacahuetes!
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—¡Qué cosas te pasan tía!
Juan salió del cuarto y fue a ver a Arán. Se acercó a él y
susurrándole al oído lo llamó por su nombre:
—Arán, Arán.
El cachorro se despertó sobresaltado.
—Uhhh... —gimoteó escondiéndose bajo las sábanas.
—¿No te gustaba ese lugar, ve rdad? —le preguntó
acariciándolo suavemente— No me extraña, debe ser
horri ble que hagan ex p e rimentos con uno. ¡No te
preocupes, aquí no te encontrarán, yo te cuidaré!
Al oír aquello movió el rabo entusiasmado. Era la mejor
noticia que podían haberle dado.
—Bueno, tendré que ir a explicarle a la tía Rafaela que vas a
vivir con nosotros.
La tía estaba en su cuarto tratando de ponerse los floreros en
los pies, pensando que eran los zapatos.
—Ven tía, siéntate, yo te ayudo.
Cuando se sentó, Juan le dijo despacio, alto y claro:
—¡Tía, tenemos un perro!
—¿Que me lave el pelo? No, hijo, no. Ahora tengo mucha
prisa porque vienen a buscarme mis amigas.
—Bueno tía, —dijo Juan resignado— que lo pases muy bien.
—¿Que si me he lavado los pies? ¿Pero qué te crees sobrino
que soy una sucia?
¡¡Clin, clan, crass!! Se escuchó un gran ruido en la calle.
A Juan, del susto, casi se le sale el corazón por la boca, pero
la tía Rafaela le dijo tranquilamente:
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—Deben ser mis amigas. ¡Hasta luego sobrino, sé bueno!
Juan se asomó a la ventana. La avioneta de Gertrudis se
había estampado contra la farola. Era una avioneta de la
época de la guerra y con ella se paseaba por la ciudad en
compañía de sus amigas: la tía Rafaela y Bárbara.
El guardia de tráfico llegó corriendo:
—Doña Gertrudis, ¿cuántas veces tengo que decirle que se
compre un coche normal?
—No se ponga así, agente —dijo ajustándose las gafas de
bucear que llevaba para que no le entrara polvo en los ojos.
Cuando la tía Rafaela tomó asiento, Gertrudis puso el motor
en marcha y se alejaron dando tumbos por las calles de la
ciudad.
—Adiós, agente.
—¡¡Piiiiii!! —El guardia de tráfico, como siempre, tocó el
silbato para separar a los coches y que la avioneta no los
destrozara con sus alas.
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Un perro más que
inteligente
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uando las tres amigas se hubieron alejado en su vieja
avioneta, Juan fue a ver a Arán.
Había algo escrito en el ordenador y se acercó a leerlo.
—“Hola Juan, gracias por ayudarme, me gustaría hacer algo
por ti”.
—¿Quién ha escrito esto? —se preguntó mirando para todos
los lados.
—¿El perro? —pensó— ¡Imposible!
El cachorro se acercó a él y le dio un lametón en la cara.
—¿Has sido tú? —le preguntó incrédulo.
Arán puso la pata sobre el ordenador y escribió.
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—“¿Qué es lo que más te gustaría?”
—¿A mí? —nadie le había preguntado eso nunca, pero lo
sabía muy bien.
—Me gustaría tener buenos amigos y jugar al fútbol —dijo
muy serio mientras se sentaba a su lado.
—“¿Por qué no vas al colegio?” —continuó escribiendo Arán.
—Porque no tengo quien cuide de mi tía.
—“Yo lo haré”.
Al leer esto, Juan casi se desmaya.
—¿Tuuuuú?
¿Un perro cuidando de la tía Rafaela? ¿Un perro escribiendo
en el ordenador? ¿y él, hablando con un perro? ¡Debía estar
soñando!
Se fue al cuarto de baño y metió la cabeza bajo la ducha de
agua fría. Seguro que ahora se le despejarían las ideas.
—Debe haber sido el golpe que me di escaleras abajo
—pensó.
Volvió a su cuarto más tranquilo, pero ahí seguía Arán,
mirándole con los ojos muy abiertos, sentado en el taburete
frente al ordenador.
—“Llévame de paseo, quiero hacer pis” —escribió.
— Sí, será lo mejor. Necesito salir a la calle para despejarme.
Cogió una cuerda para atar al cachorro, pero cuando iba a
ponérsela, se lo pensó mejor. ¡Un perro capaz de escribir en
el ordenador no necesita correa!
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Llamar a los
bomberos
A
rán estaba sentado en el sofá al lado de Juan. Miraba la
tele sin pestañear, muy interesado en todo lo que veía.
Tenía ganas de aprender deprisa.
La tía Rafaela llegó cargada de bolsas y entró en el cuarto de
estar.
—Hola Juan, hola vecina.
—¿Vecina? ¿A quien has llamado vecina?
—Perdona sobrino, no sabía que se llamaba Cristina —dijo
mientras colgaba el abrigo.
—¡¡Uf!! —Juan suspiró y se acurrucó en el sofá. Si ella creía
que Arán era una vecina llamada Cristina, a él le parecía muy
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bien. Estaba cansado de chillar y además ahora empezaba su
programa favorito en la tele.
—Te voy a hacer una cena de rechupete querido Juanete
—dijo la tía poniéndose el delantal.
Pero Juan estaba absorto con la tele y no oyó nada. Sin
embargo,Arán se dio cuenta de que podía haber problemas
y salió corriendo hacia la cocina a la velocidad del rayo.
¡Efectivamente! La tía Rafaela había confundido los filetes
con los guantes de goma y la sartén ardía por todas partes.
Estaba envuelta en llamas y un humo negro llenaba la
habitación.
Sin perder un segundo, Arán marcó el número de los
bomberos y les alertó del peligro con sus ladridos.
¿Tardarían mucho? El cachorro corría nervioso por la cocina
mientras las llamas tocaban el techo y la tía Rafaela aplaudía
encantada.
—¡Son fuegos artificiales! —gritaba.
Menos mal que enseguida llegaron los bomberos y
aporrearon la puerta de la casa.
—¿Dónde está el fuego? —preguntaron.
Arán corrió por el pasillo ladrando y ellos lo siguieron con
sus pesadas botas, sus guantes, sus cascos y una enorme
manguera. El suelo retumbaba con las pisadas de aquellos
hombres y Juan, que seguía sentado viendo la tele, se
sobresaltó al oír tanto ruido. Se levantó de un bote y salió al
pasillo a ver qué pasaba:
—¡Una serpiente! —gritó al ver que algo se arrastraba por el
suelo. Luego miró mejor aquella cosa alargada y amarilla que
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se deslizaba por la alfombra. Muy despacio la tocó con la
punta del pie. No, no era una serpiente, ¡era una manguera!
Siguió su recorrido y llegó a la cocina.
Desde la puerta contempló la escena con los ojos como
platos. El suelo estaba inundado. La caja de galletas y el
cartón de leche flotaban por la habitación. El techo se había
chamuscado y de la sartén salía humo todavía.
Los bomberos chapoteaban en el agua con sus pesadas botas
tratando de cerrar la manguera que bailaba descontrolada
por la cocina.
—¿Pero qué pasa aquí? —preguntó asombrado.
—Tenemos goteras —dijo la tía Rafaela mientras quitaba
agua con un cubo echándola por el fregadero—, voy a subir
a casa de los vecinos a protestar. Se han debido dejar
abiertos todos los grifos.
Por fin uno de los bomberos consiguió dominar la manguera y
la cerraron. Juan los acompañó a la puerta y volvió a la cocina.
—¡Qué brutos son estos vecinos! —seguía protestando la tía
Rafaela.
Su sobrino la miró sonriendo pacientemente y dijo:
—¡Pero si han sido los bomberos, tía!
—¿Que me voy a quedar fría? Tienes razón. Anda toma la
fregona que yo voy a secarme un poco.
Juan se acercó a Arán que estaba chorreando en un rincón y
le susurró:
—¿Has avisado tú a los bomberos? ¡Amigo, creo que mañana
voy a ir al colegio y tú te quedarás cuidando a la tía Rafaela!
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El primer día
de colegio
Un delicioso olor a tostadas despertó a Juan por la
mañana y lo llevó hasta la cocina.
Sentada en un taburete y con los rulos puestos estaba la tía
Rafaela.
—Buenos días, Juanete. Cristina, la vecina, me está
preparando unos huevos.
—Huelen muy bien —dijo Juan.
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Arán sonrió y siguió cocinando.
—Después vamos a jugar al parchís ¿Verdad Cristina? —dijo
la tía.
—Guau, guau.
—Ves, a ella también le parece guay el parchís.
Juan se despidió y salió a la calle. Estaba muy nervioso pero
tenía ganas de aprender, de hacer amigos y sobre todo, de
jugar al fútbol.
Al doblar la esquina miró al frente y allí estaba el colegio.
Era un enorme edificio de ladrillo rojo con un gran patio del
que salían las risas y gritos de los alumnos.
La puerta estaba abierta y montones de niños, con sus
mochilas a la espalda, entraban por ella. Juan los siguió:
—Perdona. ¿Sabes cuál es la clase de quinto de primaria?
Un chico lleno de pecas lo miró sorprendido.
—¿ Todavía no sabes cuál es? ¡Si el curso empezó hace tres meses!
—Es que no he podido venir antes.
—No tendrás que andar mucho. Es ésta de aquí —dijo
señalando la puerta de al lado.
Juan se asomó y poco a poco se decidió a entrar. Los niños
se tiraban tizas y aprendían a hacer globos con el chicle
mientras esperaban a la profe.
—Buenos días, niños —dijo doña Paca.
Todos se colocaron en su sitio rápidamente y tiraron los
chicles a la papelera. Bueno, todos menos Ramón que del
susto se lo tragó.
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—Veo una cara nueva, vaya, vaya. ¿Cómo te llamas?
—Soy Juan.
—Muy bien Juan, bienvenido. Espero que seas tan buen
alumno como pareces.
—Lo intentaré.
Todos miraban al nuevo con interés. En el recreo le harían
el interrogatorio habitual: ¿a qué cole ibas antes, por qué te
has cambiado, echas de menos a tus amigos...?
Pero al llegar la hora del recreo nadie tuvo tiempo de
preguntar nada. Juan se moría por jugar un partido de
fútbol, y en cuanto salió de clase, corrió al patio y se unió a
los primeros que vio con una pelota.
—¿Puedo jugar? —preguntó.
Eran los mayores. Le sacaban una cabeza y lo miraron de
arriba abajo mientras se daban codazos y cuchicheaban.
—Bueno —dijo Antonio el capitán— pero no lloriquees si te
haces daño.
Todos se rieron y empezó el partido.
Sus compañeros de clase esperaron sentados a ver qué
sucedía.
Para sorpresa de unos y otros, Juan se movía con una
agilidad asombrosa y manejaba el balón con maestría. El
partido fue brillante y metió tres goles.
Al terminar, Antonio se acercó a felicitarlo.
—Tío, no había visto nada igual. Te mueves como un
guepardo. ¡Enhorabuena!
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Los de su clase lo rodearon, pero ninguno se acordó de
hacerle el interrogatorio habitual. Sólo Ricardo, el capitán
del año pasado, lo miró con mala cara.
—Este niñato —les dijo a sus primos— como me fastidie,
se va a enterar.
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Unas gafas para ver
Cuando Arán se despertó buscó a Juan por toda la casa.
Había tenido una idea para ayudar a la tía Rafaela y estaba
deseando contársela.
¿Pero dónde se habría metido Juan? No esperaría a hablar
con él. Aquella encantadora mujer necesitaba su ayuda, ya.
Fue corriendo a su cuarto y tiró de las sábanas.
—Hola querida vecina ¿Cómo estás? —dijo la tía estirando
los brazos y la espalda— Hace un día precioso, ¿te apetecería
dar un paseo?
—Guau —respondió el cachorro.
—Me encanta, a ti todo te parece guay. —La tía saltó de la
cama y se vistió rápidamente.
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Las cosas estaban saliendo muy bien y ahora Arán podría
poner en marcha su plan. Se fue al cuarto de Juan y escribió
una nota. Después, le echó un vistazo al periódico:“Vista de
Lince” la mejor óptica de la ciudad. ¡Venga a visitarnos!
—Eso vamos a hacer —pensó encantado.
Subieron al autobús y la tía se sentó junto a la ventana
mirándolo todo con los ojos entornados y la frente arrugada.
—¿Dónde me llevas Cristina? Me encantan las sorpresas.
Seguro que vamos al zoo, ¿a que sí?
Al bajar del autobús, la tía se paraba delante de todos los
escaparates.
—¿Esta es la jaula de los monos o son los osos panda? —decía
señalando a las dependientas, que la miraban ofendidas.
Por fin llegaron a la óptica. En la puerta tenía un enorme
cartel que decía:“perros no”.
—Tendré que esperar fuera —pensó Arán dando un suave
empujón a la tía Rafaela para que entrara.
El óptico, un señor con cara simpática, se acercó a ella:
—Buenos días, señora, ¿qué desea?
—Vengo aquí, con mi vecina, que me quería dar una
sorpresa.
El óptico miró para todos los lados buscando a la vecina,
pero allí no había nadie.
—Pase señora, lo que esta claro es que necesita usted gafas.
—¿Que también tienen jirafas? ¡Menuda idea ha tenido
Cristina, mi vecina!
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—Creo que va a necesitar también un aparato para la
sordera.
—¿Que las tiene en la pradera?
—No, —dijo el doctor— ¡que necesita un audífono!
—¿Un mamífero? Si, ya sé que la jirafa es un mamífero.
El óptico movió la cabeza pacientemente y sentó a la tía
Rafaela en un taburete. Después, acercó la lupa y le chilló al
oído:
—¡Mire por el cristal!
A la pobre se le pusieron los pelos de punta, pero entendió
lo que le decían y miró con atención.
—¡Pero si aquí no hay jirafas! ¡Pero si esto es una óptica!
—gritó.
—Muy bien, señora —sonrió el óptico—, ahora mismo le
damos sus gafas.
La tía Rafaela salió de la óptica con sus gafas puestas.
—¡Esto es maravilloso! Puedo ver la gente y los semáforos y
hasta los carteles de la calle.
Miró de un lado a otro.
—¿Pero dónde se habrá metido Cristina, mi vecina? Estoy
deseando enseñarle mis gafas nuevas —pensó.
De pronto, un perrito precioso que parecía un algodón de
azúcar, se acercó a ella con una nota en la boca y se la dio.
“Querida Rafaela: soy Cristina, la vecina, te dejo a Arán para
que me lo cuides bien. Muchas gracias”.
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—¡Oh, qué monada! Así que tú eres Arán.Ven aquí perrito, yo
te cuidaré —dijo mientras lo cogía en brazos y se subía al
autobús.
El cachorro se acurrucó en el regazo de la tía Rafaela y se
durmió satisfecho. ¡Todo había salido a la perfección!
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Juan se lleva
una sorpresa
J uan
estaba en su pupitre , tratando de hacer la
multiplicación que la profe les había mandado, cuando miró
por la ventana de la clase y le pareció ver a la tía Rafaela
sentada en el autobús.
—No, no puede ser, debe ser una alucinación —pensó
tratando de concentrarse en la operación.
El día se le hizo muy largo, no paraba de darle vueltas a lo
que había visto. ¿Qué hacía la tía Rafaela sentada en ese
autobús? ¿Dónde habría ido, con lo cegata que estaba?
—Vamos, Juan. ¿Juegas al fútbol? —le preguntó Ramón.
—No, gracias. Hoy tengo que volver pronto a casa. —Se alejó
hacia la puerta y Ramón lo llamó:
—E s p e ra, hoy vamos a votar en la clase quién va a ser el
capitán del equipo para la liga y nos gustaría que te quedara s .
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—Lo siento mucho, pero me tengo que ir. Estoy preocupado
por mi tía.
—Está bien. Espero que no le haya pasado nada malo.
Juan salió muy deprisa y al doblar la esquina se chocó con
Ricardo. Estaba esperándole con sus dos primos y tenía cara
de pocos amigos.
—¿Qué pasa, tío? —dijo empujándolo contra la pared—
¿Qué, has venido a fastidiarme? Yo soy el capitán y no voy a
consentir que un niñato me quite el puesto.
—¿Pero de qué estás hablando? Yo no pretendo quitarte
nada, además ese puesto no es tuyo ni de nadie, es de quien
la clase decida.
—Si no gano, te las verás conmigo y con mis primos.
Los primos, con cara de brutos y unas espaldas como un
camión de mudanzas, le cogieron por la camisa:
—¿Lo has entendido bien?
—¡Bueno, ya está bien! —contestó empujándoles con la
mano— tengo que irme.
Ricardo lo vio alejarse sin saber qué decir.
—¿No decías que el nuevo se iba a hacer pis de miedo?
—preguntaron sus primos— me parece que no hemos
conseguido asustarlo.
Juan corrió hacia su casa y abrió la puerta deprisa mirando
para todos los lados. La casa olía a delicioso asado y a flan de
vainilla. Siguió olisqueando hasta la cocina. ¡Menuda
sorpresa! Allí estaba la tía Rafaela con unas enormes gafas y
con una fuente humeante en la mano.A su lado,Arán movía
el rabo contento.
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—¿Pero, qué es esto?
—Hola querido sobrino. ¡Pero qué alto y qué guapo eres!
Siéntate, te he pre p a rado una ce na suculenta —dijo
separando la silla— ¡Ah! Se me olvidaba, éste es Arán, la
vecina Cristina me ha pedido que lo cuide.
Arán miró a su amigo y le guiñó un ojo.
—Ya me explicarás luego lo que ha pasado —le susurró Juan
mientras se sentaba.
—Por cierto —dijo la tía— no te he dicho nada, pero creo
que voy a comprarme un audífono, me da la sensación de
que no oigo muy bien.
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Una llamada
peligrosa
El teléfono sonó toda la mañana, pero la tía Rafaela no lo
oía.
Arán estaba descansando en el sofá y se tapó las orejas con
un almohadón.
—Ring, ring.
—Qué mareo —pensó—. Será mejor que apunte el número
y se lo dé a Juan. Se acercó a la pantalla digital para
memorizarlo y al verlo se cayó al suelo de espaldas.
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—Es el número de Invescán. Me han localizado. Tengo que
contárselo a Juan ahora mismo.
Salió a la calle y fue corriendo hasta el colegio. Juan estabaaún
en clase y se quedó observándolo a través de la puerta de cristal.
—Bueno, chicos, vamos a conocer los resultados de la
votación de ayer —dijo Lucía.
Lucía era la más pequeña de la clase y la portera del equipo
de fútbol. Todos la llamaban La Rana porque pegaba unos
saltos capaces de parar cualquier balón, aunque entrara por
la escuadra.
De un salto se colocó encima de la mesa, se aclaró la voz y
dijo con cara de satisfacción:
—Ricardo ha tenido 1 voto, Ramón 8 y Juan 23.
Todos gritaron entusiasmados.Todos menos Ricardo que se
sentó en el suelo, furioso.
Arán entró disimuladamente y buscó a su amigo con la
mirada. Por fin lo localizó. Estaba en la tercera fila de
pupitres y los niños lo rodeaban para felicitarlo. Se acercó
sin hacer ruido y escribió en el ordenador:
—“Han llamado de Invescán”
Nadie lo había visto teclear. Sólo Ricardo, que seguía sentado
en un rincón, se dio cuenta.
Arán tiró del jersey de su amigo para que mirara la pantalla.
Al ver lo que había escrito en ella, Juan cogió al cachorro en
brazos y salió corriendo hacia su casa.
Ricardo sonrió maliciosamente. ¡Ya sabía cómo fastidiar al
nuevo! Se acercó a la clase de sus primos y les esperó en la
puerta.
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—No os lo vais a creer. ¡El perro del nuevo sabe escribir en
el ordenador! Me parec e que deberíamos hacer una
llamadita a Invescán.
—¿Invescán? ¿Qué es eso? —dijo uno de sus primos.
—¿No os acordáis? Aquel sitio que salió en la tele del que se
escaparon un montón de perros. ¡Me parece que el del
nuevo es uno de ellos!
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La gran huida
J
uan llegó a casa con la lengua fuera. Había ido corriendo
todo el camino con Arán en brazos y se recostó sobre la
puerta para recuperar fuerzas.
Después de explicarle a la tía las cosas con todo detalle, la
miró con atención.
—Bueno, tía ¿se te ocurre alguna idea?
—¿Has dicho algo de que Arán tiene problemas?
—Sí, tía —dijo Juan pacientemente.
—No necesito saber nada más —contestó descolgando el
teléfono. Marcó un número y gritó por el aparato:
—¡Chicas, venid enseguida!
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En menos que canta un gallo aparecieron sus amigas con su
extraño vehículo. El motor de la avioneta sonaba
e s t repitosamente y en su interior, Gert rudis y Bárbara
esperaban impacientes a que la tía Rafaela, Juan y Arán
tomaran asiento.
—¡Vamos, daos prisa! —gritaba Gertrudis preparada para
salir zumbando.
Se subieron justo a tiempo. En el mismo momento en que
llegaba el doctor Suarón al volante de su furgoneta dispuesto
a llevarse al perro.
Arán temblaba de miedo y la tía Rafaela lo abrazaba.
—¡Deprisa, salgamos de aquí! —gritó a sus amigas.
Gertrudis pisó el acelerador y entró derrapando en la calle
principal. El guardia de tráfico, separó los coches como pudo
y la avioneta cogió velocidad seguida muy de cerca por la
furgoneta de Invescán.
—¡Sigue acelerando! —le gritaban todos a Gertrudis.
La buena mujer, aceleró tanto, que la avioneta empezó a
elevarse por los aires.
—¡Socorro! —gritaba— ¡Yo no sé volar!
El guardia de tráfico, los coches, e incluso el doctor Suarón,
se quedaron mirando con la boca abierta.
La avioneta se alejaba, dejando una estela de humo, entre los
gritos de socorro de sus locos ocupantes.
—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó Gertrudis con cara de
soponcio.
—Lo mejor será que nos dejes pilotar a nosotros —dijo Juan.
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—Está bien —contestó tapándose la cara con las manos.
Bárbara puso los ojos en blanco y se desmayó.
Arán se sentó de copiloto mientras Juan tomaba los mandos.
El avión botaba arriba y abajo y decidieron que lo mejor
sería buscar una explanada para aterrizar.
Entre las nubes, la vieron: era una extensión grande y verde
donde cientos de vacas pastaban tranquilamente. Debían
estar muy lejos de casa, porque allí todo era campo y sólo se
veía alguna que otra granja salpicando el paisaje.
Juan levantó los mandos y bajó el tren de aterrizaje.
—¿Qué ha sido ese ruido? —dijo Gertrudis temblando.
—Tranquila, han sido las ruedas, las he vuelto a sacar para
poder aterrizar.
—¡Oh, Dios mío! —dijeron las dos amigas mientras se
abrazaban y cerraban los ojos.
Bárbara seguía desmayada y Arán tuvo que abrocharle el
cinturón de seguridad.
—¡Allá vamos! —exclamó Juan bajando en dirección a la
pradera.
Al verlo, las vacas se apartaron deprisa y la avioneta pegó un
bote. Las ruedas habían tocado tierra y rodaban por la
hierba dando tumbos.
Con tanto alboroto Bárbara se despertó.
—¡Estamos en tierra! ¡Viva! —gritó entusiasmada.
Tardaron un buen rato en frenar, p e ro por fin lo
consiguieron empotrándose en una enorme montaña de
paja almacenada.
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—¡Puaj! Todo el mundo abajo —dijo la tía Rafaela
quitándose pajitas de la boca mientras salía de la avioneta.
De pronto se tocó la cara y gritó:
—¿Dónde están mis gafas?
Todos se pusieron manos a la obra. Era urgente encontrar las
gafas de la tía, sin ellas estaba perdida. Ya era bastante que
no oyera.
Bárbara se sentó en la hierba para quitarse los incómodos
palitos amarillos de sus zapatos, mientras los demás
buscaban las gafas de la tía Rafaela.
Revolvieron entre la paja rebozándose de arriba abajo.
Al cabo de un rato Juan levantó la cabeza llena de briznas
amarillas y dijo:
—¡Las he encontrado!
En cuanto se las puso, la tía Rafaela cogió a su sobrino por
los hombros y lo abrazo.
—Eres un chico estupendo —le dijo agradecida.
Los dos rodaron por la montaña de paja hasta que chocaron
con Bárbara, que seguía quitando pajitas de sus zapatos.
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En la granja
de Manolo
Caminaron durante un buen rato hasta que llegaron a una
granja. La granjera daba de comer a los cerdos y al verles
llegar se pegó un susto de muerte.
Venían cojeando, magullados y llenos de paja de la cabeza a
los pies. ¡Parecían espantapájaros!
Juan se acercó a ella tratando de ser amable.
—Buenas tardes señora, ¿podríamos descansar un rato en su
casa?
La mujer se había quedado quieta y los miraba con los ojos
como platos.
—¿Puedo ayudarles en algo? —preguntó alguien detrás de
ellos.
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Todos se dieron la vuelta. Era un niño de la edad de Juan,
tenía el pelo naranja como una zanahoria y sonreía de oreja
a oreja.
—¡Puaj! —dijo la tía Rafaela mientras seguía tratando de
escupir las pajas que aún le quedaban en la boca. —Ahora
me encantaría darme un baño.
—Claro, señora, pasen a la casa y arréglense un poco.
—Hemos tenido un accidente de avioneta —le dijo Juan al
chico del pelo color zanahoria— ¿Cómo te llamas?
—Soy Manolo, ¿y tú?
—Yo me llamo Juan y éste es Arán, mi perro, y las señoras
que van escupiendo hierba son mi tía Rafaela y sus amigas.
Por cierto, Manolo, ¿dónde estamos?
—Al lado del pueblo de Navarrales.
—¿Puedo usar un momento vuestro teléfono?
—Claro, aquí está.
Juan lo cogió y se alejó para hablar tranquilamente. Al rato
volvió muy contento.
—Todo solucionado. He hablado con Ramón y dentro de un
rato vendrá a por Arán.
—¡Qué buena idea! —dijo Gertrudis— en su casa nadie lo
buscará.
Se sentaron frente a la chimenea mientras tomaban unas
tostadas calientes y una taza de chocolate.
—Viene alguien por el viejo camino —dijo Manolo mirando
por la ventana.
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Efectivamente, una nube de polvo se veía a lo lejos. Se fue
acercando y por fin reconocieron una moto oxidada. E ra
una de esas motos antiguas con carrito auxiliar que hacen
un ruido tremendo.
Todos salieron a ver quién era. El visitante llevaba un casco
negro, guantes y botas de goma. Frenó en seco y se quitó el
casco.
—¡Ya estoy aquí! —dijo.
¡Era Ramón! Tenía la cara llena de polvo y cuando se levantó
las gafas quedaron a la vista dos círculos blancos alrededor
de sus ojos.
—Vamos, daos prisa. Tengo que volver antes de que mi
hermano se dé cuenta de que le he cogido la moto.
Juan le dio un suave empujón a Arán.
—Venga, Arán, sube al carro . M u chas gracias Ramón,
mañana nos vemos en el cole.
Arán subió y la moto se alejó roncando con fuerza y cuando
la nube de polvo no les dejó ver nada, volvieron a entrar en
casa.
Juan y Manolo remolcaron la avioneta con el tractor y la
llevaron hasta la granja.
—¡Mi avioneta querida! —gritó Gertrudis cuando la vio
acercarse.
—Bueno, ¿y quién va a conducirla hasta la ciudad? porque yo
no pienso hacerlo— dijo muy seria.
Todos miraron a Juan.
—Está bien —dijo— yo lo haré.
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La jugada
le salió mal
Por la mañana, Juan llegó a clase agotado y magullado.
Ramón le hizo señas desde la última fila.
—He traído a Arán en la mochila —le susurró.
Pero Juan no era el único que lo había oído.
—¡Vas a ver la bronca que te espera! —se rió Ricardo
mientras clavaba con fuerza el boli en la mochila de Ramón.
—¡¡Auuuuuuh!! —Un profundo aullido retumbó en la clase.
El pobre Arán se frotó el trasero dolorido.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó doña Paca.
—Creo que el ruido venía de la mochila de Ramón —dijo
Ricardo.
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—¡Trae aquí tu mochila! —ordenó la profe.
Ramón se acercó temblando. Ya estaba imaginando la
b ronca que le esperaba cuando la oyó decir:
—Aquí sólo hay libros,perdona Ramón, puedes volver a tu sitio.
—Guau, guau, guau... —unos alegres ladridos salieron de
pronto de la mochila de Ricardo.
—¡Trae tu mochila Ricardo! —gritó doña Paca.
Al abrir la cremallera, Arán salió disparado hacia el jardín.
—Ricardo, castigado sin recreo. No se deben traer animales
al colegio.
—¡Pero si no es mío! —protestó.
—¡Vete al rincón! — volvió a gritar doña Paca.
Cuando terminó la clase, Juan le dijo a Ramón:
—¿Has visto qué listo ha sido Arán? Se ha cambiado a la
mochila de Ricardo para que no te regañaran. Este perro es
un cerebro.
Ramón miró su reloj.
—¡Ay va, qué tarde es! Está a punto de empezar el partido,
¡vamos!
Los dos amigos corrieron hacia los vestuarios y se pusieron
las camisetas del equipo.
Juan salió con el número 7 y fue recibido con grandes aplausos.
El árbitro pitó el comienzo y el balón voló por los aires de
un lado a otro haciendo que el partido se pusiera de lo más
emocionante. Pero el nuevo capitán parecía distraído.
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Lo cierto es que no paraba de mirar fuera del campo en
dirección a los matorrales. Hacía un rato que le había
p a recido ver pasar la furgoneta de Inve s c á n y quería
comprobar si era cierto o estaba equivocado. ¿Y si aparecía
el doctor Suarón? ¡Menudo problema!
Menos mal que Lucía, La Rana, hizo un par de paradones.
Gracias a ella podrían ir a la final.
Ramón se acercó a su amigo.
—¿Pero qué te pasaba, tío?
—Los de Invescán están aquí.Tenemos que hacer algo.
—Ya decía yo que no era normal lo distraído que estabas
—dijo Ramón—. No te preocupes, mientras los entretenéis,
yo me llevaré a Arán a la granja de Manolo. Allí estará a salvo.
Todos los amigos de clase, con Juan a la cabeza, se acercaron
al doctor Suarón y le rodearon.
—Doctor, ¿le gusta investigar?
—¿Me firmaría un autógrafo?
—¿Cree que lloverá mañana?
—¿Cuáles son sus flores preferidas?
El doctor estiraba el cuello tratando de encontrar a Arán,
mientras disimulaba firmando autógrafos a los chicos.
Pero el cachorro ya estaba muy lejos de allí. Ramón y él se
dirigían en la moto hacia la granja de Manolo.
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Salvando a Rita
E
n la granja, Arán estaba muy tranquilo, demasiado
tranquilo, e ch aba de menos a su amigo Juan y no quería
perd e rse la final de la liga.Desesperado, paseaba arriba y abajo.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Manolo— No puedes más
¿verdad?
—Guau, guau —ladró Arán.
—Pero si vuelves te encerrarán en Invescán. A menos que
no te reconozcan.
—Guau, guau.
Arán salió del cuarto y Manolo lo siguió.
—¿Dónde me llevas?
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Entraron en el cuarto de baño y el cachorro se detuvo frente
al armario. Manolo lo abrió y empezó a revolver en él.
—¡Claro, pero qué listo eres! El tinte para las canas de mi
madre.
Sin perder un segundo lo cogió, era negro y olía a rayos.
El pobre Arán arrugó el hocico. ¡Qué pestazo!
—Tranquilo —dijo Manolo con una pinza en la nariz— te
voy a dejar muy guapo.
Se puso los guantes de goma y le extendió el líquido negro
por todo el pelo frotando con fuerza.
Al terminar lo miró detenidamente.
—¡Estás genial! Así de negro seguro que no te reconocerán.
Le dio los últimos toques con los guantes puestos y le advirt i ó :
—¡Ten mucho cuidado, que mancha!
Arán lo miró y le dio un lametón de despedida en la cara.
Corrió durante todo el día y llegó agotado a la ciudad. Como
era tarde, se metió en un callejón oscuro y solitario y se
quedó dormido.
— ¡ ffffffffffffff! —se escuchó de pronto. Arán levantó
sobresaltado la cabeza y estiró las orejas.
Cuatro gatos callejeros habían acorralado a una preciosa
perrita.
—¡¡Socorro!! —ladraba desesperada.
Arán se puso en pie y gruñó tan fuerte como pudo,
mostrando todos los dientes. Los gatos se acercaron a él con
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el pelo erizado y maullando estrepitosamente. Uno de ellos
le arañó en la cara y los demás le atacaban también. Pero él
se defendía con uñas y dientes.
Alguien gritó:
—¡Tranquilo amigo, ya viene toda la panda!
Al oír esto, los gatos salieron despavoridos.
La perrita se agachó y lamió las heridas del pobre Arán
mientras le decía:
—¿Has visto cómo los he engañado? Por cierto, me llamo
Rita. Muchas gracias por salvarme la vida.
—De nada. Oye Rita, ¿qué hace una perrita como tú en un
sitio tan sucio como éste?
—Verás, siempre he vivido en la calle, pero hace unos días
me encerraron en Invescán y me escapé. Por eso estoy aquí
escondida. Es un sitio horrible, tienen a muchos perros
prisioneros que sufren.
—¡No puede ser, nos fugamos hace ya varias semanas!
—Entonces tú debes ser Arán. ¿No te habías enterado de que
los volvieron a coger?
—No, no sabía nada.
—Pues dicen que ahora es peor que antes. Casi no les dan de
comer y les someten a terribles y dolorosos experimentos.
— ¡Tenemos que liberarlos!
¡¡ffffff!! —Se volvió a escuchar.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Rita asustada.
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—Me parece que son los gatos. No les habrá gustado que te
burles de ellos.
En menos de un minuto estaban rodeados de gatos furiosos.
Eran muchos, más de veinte, todos los que vivían en el
callejón. Tenían los pelos erizados y los ojos brillantes. Se
acercaron lentamente, gruñendo con las garras afiladas.
—Tengo miedo —ladró Rita.
Aran movió la cabeza para todos los lados tratando de
encontrar una salida, pero estaban acorralados. ¡No tenían
escapatoria!
De pronto, al otro lado del callejón se escuchó un ruido
aterrador y una luz potente iluminó la pared. Los gatos
salieron despavoridos, esta vez para siempre. El ruido se oía
cada vez más cerca y al doblar la esquina unos focos les
deslumbraron en la cara. ¡Era Manolo con su tractor!
—¿Qué tal, Arán? Estaba preocupado y he venido a ver si
todo iba bien.
Rita se le acercó con la lengua fuera y Manolo se agachó a
acariciarla
—Vaya, veo que tienes una nueva amiga. Bueno, daos prisa
—dijo poniendo en marcha el tractor— Juan juega la final de
liga y no me la perdería por nada del mundo.
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La final de liga
El cole estaba lleno de globos y pancartas de colores y las
gradas del campo de fútbol estaban atestadas de gente que
charlaba animadamente agitando los banderines de sus
equipos mientras esperaban que empezara el partido.
Los del colegio visitante parecían muy mayores, eran altos y
fuertes y Ramón los miraba preocupado.
—¡Vamos, chicos, no podemos acobardarnos por su tamaño!
—les animó Juan— Nosotros somos ágiles y tenemos mucho
dominio del balón y eso es lo que de verdad cuenta, ¿o
pensáis que tienen algún jugador tan veloz como Ramón?, ¿o
una portera como Lucía, La Rana?
—¡Tienes razón! —gritaron todos dispuestos a luchar por el
título.
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Empezó el partido y todo el mundo animaba con gritos y
canciones.
—Arán, tranquilo, nadie te reconocerá —dijo Manolo sin
apartar los ojos del campo— ¡Qué golazo!
Rita no se despegaba de Arán.
—Tengo miedo —ladró de pronto— ¿estás seguro de que no
vendrán los de Invescán?
—No te preocupes —le tranquilizó Arán. Pero levantó la
cabeza y miró en todas direcciones. De pronto, sus orejas se
pusieron tiesas y sus ojos se abrieron desorbitadamente.
—¿Qué pasa? —preguntó Rita.
—Ese es Ricardo, uno de la clase de Juan. No me fío de él.
Ricardo tenía cara de enfado. Se acercó a la fila donde
estaban sentados Manolo, Rita y Arán y empujó a todos los
que se cruzaron en su camino por la grada.
—Dejadme sitio —refunfuñó. Se sentó justo al lado de Arán,
y al bajar el brazo, su jersey se manchó de negro.
—¿Qué es esto? —dijo mirándose la manga. Luego observó
detenidamente a aquel perro negro.
—¡Claro, es el perro del nuevo! ¡Qué listo, se ha disfrazado!
—Se levantó a toda velocidad y dando a sus primos en el
hombro les susurró al oido:
—Venga tíos, tengo que llamar urgentemente a Invescán.
—¡Nos ha pillado! —ladró Arán—.Vamos,Rita,tenemos trabajo.
Los dos cachorros siguieron a Ricardo dejando a Manolo
concentrado en el partido de fútbol.
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—Rita, tienes que conseguir que entren en el gimnasio y
luego te vas corriendo, ¿de acuerdo? ¡Lo demás es cosa mía!
—Está bien —contestó Rita echando a correr. Pasó junto a
Ricardo que se dirigía a la cabina de teléfono y con un rápido
movimiento le quitó el jersey de la cintura y se lo llevó.
—¡Será tonta esa perra! —gritó Ricardo mientras la
perseguía furioso con sus primos detrás.
Rita se metió en el gimnasio, tiró el jersey sobre una
colchoneta y salió pitando de allí.
Arán estaba esperando fuera y en cuanto Rita cruzó la
puerta, cerró el pestillo sin tardar un segundo.
—¿Qué hacen? —gritó Ricardo corriendo hacia la puerta.
Sus primos le siguieron, pero ya era tarde. ¡Habían caído en
la trampa de un perro!
—¡Abrid ahora mismo! —chillaron furiosos. Golpearon la
puerta, la arañaron, lloraron... pero fue inútil.
—¡Se lo voy a decir a mi madre! —gritó Ricardo.
—¡Y yo a doña Paca! —gimoteó uno de sus primos
sentándose en una colchoneta.
No hubo manera, todo el mundo estaba pendiente de los
últimos minutos del partido y nadie les oía.
El equipo visitante había hecho una remontada impresionante en la segunda parte y estaban empatados.
Entonces Juan, con un rapidísimo re g a t e , le quitó el balón al
capitán del otro equipo y se diri gió a la portería. Todos le
seguían y tuvo que esquivar a varios defensas en su
traye c t o .
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Por fin, se encontró frente al portero que lo esperaba
vigilante y con una increíble vaselina marcó el gol de la
victoria.
—¡¡Gooooooooooooool!! —el ruido retumbó por todo el
campo.
—¿Habéis visto qué jugada? —dijo Manolo volviendo la
cabeza— Arán, Rita... ¿Dónde estáis? —Miró para todos los
lados y por fin los vio acercarse.
—¡Qué golazo os acabáis de perder! ¿Dónde os habíais
metido? Vamos a clase a buscar a Juan, tenemos que
felicitarle por el partidazo.
Juan llegó agotado, tenía la camiseta empapada y sonreía.
—Hola chicos. Arán, buen truco ese de teñirte de negro.
—De pronto se detuvo y miró atentamente a Rita— ¡Vaya,
qué perrita tan preciosa! ¿Es tu amiga?
—Guau, guau. —ladró Arán. Se sentó en la silla y escribió en
el ordenador:
—“Se llama Rita”.
—Bonito nombre.
—“Tenemos que liberar a mis amigos de Invescán. Si no lo
hacemos los matarán” —tecleó Arán.
—¿Pero qué estás diciendo? ¡Ese sitio no debería existir!
—“Eso creo yo”.
—Cuando vengan los demás pensaremos algo para sacarlos
de allí.
Manolo estaba con la boca abierta.
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—¿Has visto lo que ha hecho Arán? ¡Sabe escribir! Este perro
es increíble.
—¿A que sí? —le contestó Juan.
Enseguida se fue llenando la clase. Todos se acercaban a
felicitar al nuevo capitán, dándole palmadas en la espalda.
—¡Qué partidazo, tío!
—¡Me tienes que repetir esa vaselina!
—¡Enhorabuena!
—Escuchadme, chicos —dijo Juan cerrando la puerta—
tenemos que liberar a los amigos de Arán. Están en un serio
peligro.
—¿Pero qué ha pasado? —preguntó Lucía.
—En Invescán maltratan a los perros y algunos están muy
enfermos. Hemos pensado en ir a rescatarlos. ¿Qué os
parece?
—¡Cuenta con nosotros! —gritó a coro toda la clase.
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El rescate
Esa misma tarde, antes de cenar, los amigos de clase
quedaron en el jardín de Invescán. No había luna y todo
estaba muy oscuro. Era la noche perfecta para el rescate.
—Vamos a repasar el plan —dijo Juan. —Ramón y yo
entraremos con Rita y Arán, los demás esperaréis fuera a que
salgan los perros.
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—Y cada uno cogemos uno y nos lo llevamos a casa
—añadió Lucia— Tendremos que cuidarlos bien. Por lo que
sabemos deben estar muy enfermos.
—Exacto —dijo Juan—. Bueno, chicos, en marcha.
Todavía quedaba gente trabajando dentro y el equipo para la
misión de rescate entró por la puerta de atrás. Era la entrada
al almacén de mercancías y estaba lleno de cajas.
—Vamos, nos meteremos aquí —susurró Ramón señalando
una caja enorme.
Dentro de la caja no se veía nada y era imposible moverse de
lo apretujados que se encontraban. Juan miró por una
ranura y vio como los transportistas metían y sacaban
paquetes sin parar. De pronto, uno de ellos se llevó la mano
a la espalda y dijo:
—Me duelen los riñones y estoy deseando meterme en la
cama.Yo me voy.
—Yo también —añadió otro—, apaga las luces, ya no queda
nadie.
Todo se quedó tranquilo y silencioso. Había llegado el
momento de actuar. Salieron de la caja sin hacer ruido y se
deslizaron por un largo pasillo.
Al llegar a una puerta azul, Arán se detuvo y la abrió
despacio.
—Por aquí —ladró.
La habitación era espaciosa, llena de enormes jaulas. Se oía
llorar a los perros y a algunos se les veían flacos y enfermos.
Hacía un frío terrible y una pardusca gotera mojaba el suelo
de la sala.
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—¡Abrir las jaulas! —susurró Juan.
Los perros salieron despacio y Ramón les indicó con el dedo
en la boca que no hicieran ruido.
Se arrastraron por el pasillo en silencio y en perfecto orden,
siguiendo atentamente las instrucciones de Arán.
En recepción, el vigilante de seguridad descansaba, como
siempre, adormilado en un sofá y Arán se acercó al cuaderno
que tenía delante. Memorizó la nu eva clave que había
escrita en él y sigilosamente la tecleó.
La puerta se abrió despacio y el agua de los aspersores que
regaban el jardín, se coló por ella.
Cientos de gotitas cayeron sobre el guarda de seguridad, que
sacó su pañuelo y se secó la cara con los ojos cerrados.
Todos contuvieron la respiración, el miedo a que los
descubriera era tan grande que se quedaron quietos como
estatuas de piedra.
De pronto, el guarda abrió los ojos y miró asombrado para
todos los lados.
—¿Pero, qué es esto? ¡La alarma, tengo que tocar la alarma!—
chilló poniéndose en pie de un bote.
—¡Todo el mundo fuera! —ladró Arán. Los perros salieron a
la velocidad del rayo.
¡Piiiiiii! La alarma saltó y las sirenas sonaron despertando a
media ciudad.
En el jardín empezaron a salir niños de detrás de los setos y
de las fuentes y fueron cogiendo a los perros perdiéndose
después en la noche.
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Sólo un cachorro gris, pequeño y flacucho, miraba a su
alrededor. Todos los niños se habían ido y él estaba solo.
Ramón lo vio y sin perder un segundo lo cogió.
—No te preocupes amigo, esta noche vendrás a casa con
Rita y conmigo y mañana te encontraremos un buen amo.
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Ricardo se disculpa
Ricardo y sus secuaces llevaban muchas horas encerrados
en el gimnasio y estaban asustados. Empujaron con fuerza la
puerta, una vez más. Les dolían los hombros de arremeter
contra ella y tenían la garganta irritada de tanto gritar y
llorar.
Doña Paca oyó ruido y les abrió:
—¿Pero, qué hacéis aquí encerrados?
Los primos de Ricardo lloraban temblorosos y la profesora se
los llevó a su despacho para invitarlos a galletas.
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—No pasa nada. Sonaos la nariz y cuando estéis más
tranquilos me lo contáis todo —les dijo pasándoles la mano
por el hombro.
—Y tú, ¿no quieres galletas? —preguntó Doña Paca al ver
que Ricardo se marchaba por el pasillo.
Pero Ricardo no contestó. Quería llamar por teléfono al
doctor Suarón y no tenía tiempo de gimotear como sus
primos.
—Claro, doctor —le dijo desde el teléfono del pasillo— yo le
acompañaré a casa de Juan.
Cuando sonó el timbre, la tía Rafaela fue a abrir muy
contenta. Tenía algo que contar a su sobrino y estaba segura
de que era él quien llamaba a la puerta.
—¡Qué sorpresa tan desagradable! —pensó. Allí, en la
puerta, frente a ella estaba el doctor Suarón con sus perreros
y Ricardo.
—Venimos a por Arán, nos han dicho que está aquí —dijo el
doctor.
—¿Qué que hago aquí? ¡Qué voy a hacer! ¡Es mi casa!
—No, señora, digo que venimos a por el perro.
—¿Por qué le iba yo a tomar el pelo? —dijo la tía Rafaela—
¡No señor, no le estoy tomando el pelo, ésta es mi casa!
El doctor se puso rojo, morado y verde de rabia y chilló:
—¿Dónde está su sobrino?
Pero, a pesar de aquel terrible grito, la tía Rafaela dijo sin
alterarse:
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—Ha salido a dar una vuelta, no tardará. Siéntense y
espérenlo tranquilamente.
Después sonrió y con disimulo metió un pequeño artefacto
metálico bajo el sofá.
Ricardo tenía mala cara y miraba para todos los lados sin
saber qué hacer.
—¿Puedo ir al cuarto de baño? —preguntó gritando— no
me siento bien.
—Claro chico, la primera puerta a la izquierda —le dijo la tía
Rafaela.
El doctor aprovechó el momento para hablar con sus
compinches:
—Voy a explicaros lo que haremos, ahora que no está el
chico. En cuanto nos devuelvan al perro, lo tiramos al río.
¡No podemos dejar pruebas de nu e s t ros experimentos
ilegales o acabaremos en la cárcel!
—Sí —dijo Roberto— es un perro demasiado listo y seguro
que nos creará problemas.
—Cuidado con la vieja, puede oírnos —dijo el otro perrero.
—No os preocupéis, me he informado bien y está sorda
como una tapia.
—¿Quieren tomar algo? —preguntó la tía Rafaela.
El doctor Suarón se sobresaltó y pegó un bote:
—Nada —contestó.
—¿Nata? ¿La quieren sola o con fresas?
El doctor Suarón se puso en pie y gritó:
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—¡Nada, señora, he dicho que no quiero nada!
—Bueno, no se ponga así. Me voy a la cocina.
Ricardo había escuchado todo escondido detrás de la puerta
y estaba arrepentido. Él sólo quería fastidiar al nuevo, pero
de ahí a que mataran a ese pobre perro... ¿Qué iba a hacer
ahora? Le entraron ganas de llorar, pero se contuvo y fue a la
cocina a hablar con la tía Rafaela.
—¡Siento mucho haber traído aquí al doctor! —dijo bajando
la cabeza y limpiándose las lagrimas con la manga.
—Toma un pañuelo —le dijo la tía.
—Estoy muy avergonzado de lo que he hecho.
—No te preocupes, todos cometemos errores, lo importante
es saber rectificar. Ven chico, se me ha ocurrido una idea.
Mientras, en el salón, el doctor Suarón y sus compinches
empezaron a impacientarse.
—¿Dónde estará ese Ricardo? —preguntó el doctor.
Roberto, el perrero, se levantó y fue a mirar al cuarto de
baño.Al poco rato volvió con la cara blanca como la pared:
—¡Ha escapado por la ventana! Estaba abierta y había una
cuerda colgando.
El doctor Suarón se levantó y corrió hacia la puerta.
—Ya sabía yo que se estaba arrepintiendo. ¡Ahora irá a
avisarlos para que no vuelvan! ¡Tenemos que detenerlo!
Miró a sus hombres y les chilló:
—¿A qué esperáis? ¡Vamos!
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Ricardo y la tía Rafaela los vieron alejarse desde la ventana
de la cocina:
—¿Has visto chico? ¡Han picado! Se han creído que has
escapado. ¡Cómo los hemos engañado!
Ricardo se sonaba ruidosamente la nariz, cuando llamaron al
timbre.
—¿Quieres ver quién es, por favor? —le pidió la tía.
Se acercó a la puerta con los ojos rojos y el pañuelo en la
mano.Al abrir se encontró de narices con Juan que lo miró
sorprendido:
—¿Qué haces tú aquí? —Le preguntó enfadado mientras
Arán, a su lado, gruñía con los ojos entornados.
—Quiero ayudaros.
—¿Lo dices en serio? —preguntó incrédulo.
—Claro. La tía Rafaela y yo tenemos un plan. Pasa y te lo
explicaremos. Sólo tenemos que esperar a que se haga de
día para ponerlo en práctica.
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Todos los perros
tienen casa
Por la mañana, a la entrada del colegio, el revuelo era
general. Una enorme furgoneta de Invescán y cuatro coches
de policía aparcaron en la puerta. El doctor y los perreros se
abrieron paso hasta el despacho del director y los policías
los siguieron.
Al entrar, el doctor se quedó sorprendido. Sentados alrededor
de la mesa, junto al director, e s t aban Juan, la tía Rafaela y Arán.
—Buenas tardes, doctor ¿Puedo ayudarle en algo?
—Señor director, no sé si sabrá que sus alumnos entraron
ayer en nuestro Centro de Investigación Invescán y robaron
todos nuestros perros.
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—Eso me estaban contando Juan y su tía, aunque ellos no
emplearon la palabra robar, sino rescatar.
—¿Rescatar de qué? Nuestros perros reciben excelentes
cuidados y los tratamos con mucho cariño.
— Te n go entendido que algunos perros estaban muy
enfermos y hambrientos — continuo el director del colegio.
—Usted no tiene pruebas. ¡Policías, arresten a este niño!
—¡Un momento! —dijo la tía Rafaela— tengo pruebas de
que el doctor miente.
Sacó de su bolso un objeto metálico y reluciente. El mismo
artefacto que había ocultado tras el sofá el día anterior. Se
trataba de una grabadora. La colocó sobre la mesa del
director, y al ponerla en marcha, se escuchó la voz del doctor
Suarón:
—“Voy a explicaros lo que haremos, ahora que no está el
chico. En cuanto nos devuelvan al perro lo tiramos al río. ¡No
podemos dejar pruebas de nuestros experimentos ilegales o
acabaremos en la cárcel!”.
—“Sí. Es un perro demasiado listo y seguro que nos creará
problemas”.
—“Cuidado con la vieja, puede oírnos”.
—“Tranquilo me he informado bien y está sorda como una
tapia”.
—Hay algo que ustedes no saben —dijo la tía Rafaela—.
Había preparado una sorpresa para mi querido sobrino:
¡Me he comprado un audífono! Les oía perfectamente, sólo
estaba disimulando. Y además, ¡no soy una vieja!
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Los policías se levantaron y esposaron al doctor y a sus
perreros.
—Acompáñenos a la comisaría —dijo el inspector jefe.
Cuando se hubieron marchado, Juan se despidió del director
y de la tía Rafaela y se fue a clase. Sus compañeros esperaban
impacientes el resultado de la reunión.
—¿Podremos quedarnos con los perros? —preguntó Lucía
botando nerviosa arriba y abajo.
—¡Por supuesto! —dijo Juan.
—¡Bien! —gritaron todos.
En ese momento sonó una bocina y se asomaron a la
ventana: era Manolo con su tractor. De un salto, entró por la
ventana y la clase estalló en aplausos y vivas, mientras se
abrazaban unos a otros brincando entre las mesas. Sólo
Ricardo permanecía quieto en un rincón.
Ramón se acercó a él con las manos en los bolsillos:
— O ye , Ricardo, t e n go un problema. Ayer uno de los
cachorros se quedó sin casa y me lo llevé yo, pero mi madre
no me deja quedarme con dos y yo ya tengo a Rita, ¿querrías
cuidarlo tú?
—¿Lo dices en serio?
—¡Claro! Juan me ha dicho que tú lo cuidarás genial. Ven a
casa esta tarde y te lo llevas.
—¡Bien! —exclamó Ricardo. Y saltando por encima de la
mesa, se unió a la fiesta de risas y aplausos que reinaban en
la clase.
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