LITERATURA Y LABERINTO Antonio Martínez Sarrión Así, a bote

Anuncio
ENCUENTROS EN VERINES 1994
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
LITERATURA Y LABERINTO
Antonio Martínez Sarrión
Así, a bote pronto, me parece que salta a la vista una primera similitud entre el
arte de combinar palabras con intención de producir, en primer lugar, placer estético y el
objeto, categoría, concepto o construcción denominado laberinto, ya que en ambos
supuestos conviven y se solapan lo más arbitrario contingente y desprovisto de sentido
funcional, con algo que pudiera constituir el paradigma y emblema de lo meditado, lo
riguroso, sofisticado, simétrico y especular que, aun en sus formas más simples o laxas,
a ambos términos y a lo largo del tiempo han caracterizado.
Establecida la hipótesis, aventurada la regla, vamos de inmediato con las
excepciones, que suelen ser lo más sabroso y medular de aquélla.
Aparquemos por ahora la literatura, cuya manipulación instrumental nunca faltó.
Vengamos, pues, al laberinto. Pues bien, por perversa y contra natura que pudiera
parecernos tal desviación, conocemos que en la antigüedad fueron construidos
laberintos con designios iniciáticos y por lo tanto prácticos y funcionales; que otros más
fueron proyectados y edificados (o excavados) a fin de engañar a los demonios, los
cuales fatigaban errantes y desesperados sus corredores y encrucijadas. Desde este
último supuesto y retomando de nuevo el símil, la literatura que idealmente valoramos
más funcionaría con un propósito inverso; tras una deriva cuya condición laberíntica y
enredada no haría más que enriquecer y complejizar el tiempo de la lectura, los diablos,
contra toda la tradición ortodoxa, transmutados en ángeles se hallarían, al cabo libres de
sortilegios y encarcelamiento, para caer de nuevo en ellos, garantizada siempre su
liberación, cuando la voluntad, el gusto, el tiempo, el ocio y el sosiego lo permitieran.
Con ello, la literatura y su activación por medio del acto de leer entrarían en tangencia
con otra figura simbólicamente próxima al laberinto: con la embriaguez. Dos notables
diferencias separan, sin embargo, ambas condiciones o estados, puesto que la inmersión
gustosa, alta y enriquecedora, en los libros, no deja de ser un acto controlado y
controlable, con secuelas en su ejercitación de la más absoluta inocuidad.
Puestos a encontrar figuras heráldicas o emblemáticas, un poco a la manera de
las muy celebradas de Andrea Alciato, acaso la literatura pudiera también cifrarse –y
más allá del laberinto, pero de algún modo emparentado con él- con aquel motivo o
figura del remolino en lo que tiene éste de vertiginoso, hipnótico, imantado y fatal. El
ejemplo clásico sería el Mäelstrom, que tragaba en pocos instantes los mejor aparejados
veleros, según la maravillosa invención de Edgar Allan Poe. Motivo al que, en mi
parecer, no cede en cuanto a vigor y riquezas simbólicas, si se me permite la licencia de
saltar un poco bruscamente de un arte a otro, de la literatura al cine, con ese plano final
del sumidero del baño por donde escurre la sangre de la víctima en aquella mil veces
citada, plagiada, homenajeada y paradójica secuencia del asesinato en la ducha, del film
Psicosis de Alfred Hitchcock. También en estos remolinos se produce el
establecimiento o devolución a terreno seguro del espectador, una vez experimentado el
trance.
Si continuamos haciendo memoria, acaso nos sorprenderá el hecho de que las
excepciones a la gratuidad y falta de fines prácticos en cualquier laberinto, se van
haciendo inquietantemente numerosas, cuando recordamos, verbigracia, que para el
neoplatonismo florentino, el laberinto representa la caída y consiguiente urgencia de
volver a recuperar el “centro” de la creación. O que, más atrás aún, durante la Edad
Media europea, el acto de recorrer un laberinto pintado o figurado de alguna manera en
el suelo valía tanto como la no siempre factible peregrinación a Tierra Santa. Aquí
parece obligado el sombrerazo a Julio Cortázar, a la hora de acordarnos de correlatos
literarios ilustres, pues ¿qué si no un laberinto de último tipo sería la rayuela, ese juego
infantil que da nombre a su título famoso?
Para Mircea Eliade el laberinto constituye una forma de defensa de lo sagrado y,
en ese sentido, su representación entrañaría el mismo que la figura del dragón
defendiendo una entrada y al cual deberá someter y ejecutar el caballero. Pareciera que
la situación laberíntica, sin embargo, fuera más ardua que la dragontea, valga la
licencia, por cuanto en la primera se yerguen dos potencias a doblegar: el propio
laberinto y, en multitud de casos, el minotauro que incesantemente lo recorre.
¿Qué decir para ir finalizando de los laberintos no horizontales sino empinados?
Porque nada más que un laberinto ascensional representaría la Torre de Babel según la
iconografía más ilustre. Y ¿cómo adivinar si la configuración de nuestro mundo de hoy
no pudiera encontrar su símil y transposición en las figuras del laberinto, lato senso, del
mefítico pantano, del mar de sargazos o de las traicioneras arenas movedizas?
Habrán echado todos menos, en este rápido y deshilvanado barajar de
erudiciones la alusión al quizás más brillante, más citado y más nuestro de los artistas
del verbo expertos en laberintos. Al proyectar estas páginas contemplé la posibilidad de
no nombrar a Borges, pero no hacerlo me constituiría realmente (y no al revés) en el
colmo de la petulancia, la impertinencia, la pedantería y el tópico, además de ser una
crasa iniquidad. Augusto Ferrán, para mí nuestro más puro poeta romántico en unión de
Gustavo Adolfo Bécquer, escribió frente a su libro La soledad lo siguiente: [...] he
puesto unos cuantos cantares del pueblo de los muchos que tengo recogidos, para estar
seguro al menos de que hay algo bueno en este libro”. Para que alguna sustancia posean
estas líneas, me voy a permitir acabar con la siguiente declaración del maestro
argentino: “... el laberinto tiene algo muy curioso porque la idea de perderse no es rara,
pero la idea de una edificio construido para que la gente se pierda –aunque esa idea sea
tomada de los túneles de las minas- es una idea rara, la idea de un arquitecto de
laberintos, la idea de Dédalo o (si se quiere literalmente) la idea de Joyce es una idea
rara, la de continuar un edificio de arquitectura cuyo fin sea que se pierda la gente y se
pierda el lector [...] por eso he seguido siempre pensando en el laberinto”.
Descargar