El veneno de la épica kirchnerista

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El veneno de la épica kirchnerista
Por Marcos Aguinis | LA NACION
Un baúl lleno de palabras seductoras encubre el veneno que contiene la publicitada épica
kirchnerista. La alienación, en gran parte, se consigue mediante bellos vocablos, como
nacional, popular, inclusión, equidad, derechos humanos, modelo, justicia social, proyecto y
otras por el estilo. Equivalen a las que usan y usaron los autoritarismos de diverso tinte.
Basta echar un vistazo a la historia y la geografía. No hay dictador que no se autocondecore
como el "elegido" de su pueblo. Hasta la dinastía comunista familiar que hubiese puesto los
pelos de punta a Karl Marx -el "progresista gobierno de izquierda" que hambrea a Corea del
Norte- designa al abuelo, padre y nieto "Amado Líder".
Acá ya tenemos el "Eternauta" y la "Bella Dama". No hay mucho que esperar para que
también se los llame "Amados", pero antes tendrían que sacarse de encima a un verdadero
Amado, que es Boudou.
Cuando Néstor Kirchner accedió a la presidencia de la República con el menor número de
votos que registre la historia nacional (incluso menos que Arturo Illia), no se esmeró en
ocultar los frascos de veneno que traía bajo el poncho. Las pócimas que había derramado en
Santa Cruz no le impidieron apropiarse de la presidencia con toda la fuerza de su cuerpo. Al
contrario, esa ponzoña lo llevó a la consagración. Estaba tan contento que empuñó el bastón
de mando al revés (¿el cielo mandó una alerta?) y pronto se arrojó sobre la multitud que lo
aclamaba hasta herirse la frente con una cámara de TV. De inmediato se puso a replicar en
el ámbito nacional la química que le permitió apropiarse de toda una provincia.
Desde La Plata había vuelto a Río Gallegos al comenzar la última dictadura militar (¿o un
poco antes, cuando el gobierno de Isabelita?). Importaba poco en esa emergencia. Al llegar
al Sur olvidó su militancia y se puso a ejecutar a los pobres diablos que estrangulaba la
circular 1050. El comienzo de su fortuna equivale en su biografía a un bíblico pecado
original. Después conquistó la intendencia, se rodeó de colaboradores a los que exigía
lealtad antes que eficacia, aumentó su fortuna y se dedicó a conquistar la provincia.
Instalado en la Casa de Gobierno, puso en marcha una política autoritaria desprovista de
piedad. Reformó la Constitución para ser reelegido hasta que él mismo dijese basta.
Persiguió a los medios de comunicación con dientes de lobo para conseguir la supresión de
toda crítica. Amedrentó al Poder Judicial. Pisoteó a la oposición. E impuso la identidad
entre Estado y gobierno o -más claro aún- entre Estado, gobierno y él mismo. La fórmula
del omnipotente Luis XIV. Su última proeza fue mandar al exterior e inscribir a su nombre
la impresionante fortuna de varios cientos de millones de dólares que pertenecían a la
provincia. Hasta ahora no se ha efectuado una transparente rendición de cuentas. No se sabe
por dónde circularon los dólares, cuánto perdieron o ganaron los depósitos. Es un trayecto
tan misterioso como el tenebroso viaje al que fue sometido el cadáver de Evita.
Cuando Duhalde convocó a elecciones presidenciales, Kirchner era el gobernador con más
dinero para hacer la campaña. Un sector democrático del país, representado entonces por
López Murphy y Elisa Carrió, no logró unirse en una sola fórmula y Kirchner accedió a un
angosto segundo lugar. Carlos Menem no se atrevió a otra vuelta y Kirchner quedó elegido.
Pero lleno de resentimiento, porque asumía con un anémico porcentaje de sufragios.
No demoró mucho en soltar su temperamento destructor (de todo menos de su fortuna). Fue
desagradecido con Eduardo Duhalde, que le obsequió los votos e influencias que le
permitieron llegar al segundo sitio en la carrera presidencial. Además, Duhalde ya había
superado lo peor de la crisis desatada en 2001, acompañado por Lavagna, su eficiente
ministro de Economía. Le entregaba un país en marcha, que ascendía hacia una buena
cicatrización de sus heridas. También llegaba un fabuloso viento de cola.
Pero el veneno de la épica kirchnerista no presta atención a esas minucias. Néstor carecía de
políticas de Estado, no le interesaba el beneficio de su país, sino el propio. Desde Santa
Cruz evidenció que su meta, siempre, era saciar su adictiva hambre de poder y de las
fortunas que el poder brinda. En lugar de sentirse un servidor del pueblo, el pueblo debía
servir a sus ambiciones. "El Estado soy yo", le recordaba un sincero Luis XIV.
Sólo cabe mencionar algunos de los daños que produce su veneno, ahora convertido en
epopeya.
Conviene empezar por la ingratitud. Es un instrumento poderoso, porque aterroriza en
especial a los cercanos. No sólo apartó a Duhalde, sino que humilló enseguida a su
vicepresidente Scioli porque se reunía con empresarios. Scioli lo hacía para poner paños
fríos y ayudar, pero no había solicitado permiso. Entonces, sin anestesia lo despojó de toda
otra función que no fuera tocar la campanilla del Senado. Néstor odiaba que algún ministro,
secretario, gobernador o intendente se sintiera seguro, porque le rebanaba un pedazo de su
poder total. No le tembló la mano al echar a Béliz o desprenderse de Lavagna o sacar de su
puesto a cualquiera que se le ocurriese. Después Cristina siguió sus enseñanzas (las peores,
se debe consignar) repartiendo guadañazos a diestra y siniestra según sus cortoplacistas
amores y perspectivas.
Kirchner convirtió el "escrache" en un nuevo recurso político de doma. Desde el atril señaló
a empresarios, empresas, periodistas, sacerdotes, militares, políticos y otros ciudadanos a
los que buscaba someter. La gilada -como el mismo Perón solía llamar con humorismo a
sus seguidores más fanáticos- se ocupaba después de convertir la amenaza en un acto
concreto.
Otro componente notable del veneno kirchnerista es la prédica del odio. El maduro consejo
de Perón en el sentido de que "para un argentino nada es mejor que otro argentino" fue
convertido en lo opuesto. Gracias a la épica kirchnerista ya no se pueden reunir familias
enteras ni grandes grupos de amigos porque estalla la confrontación. Ahora hay elegidos y
réprobos, progresistas y reaccionarios, izquierda y derecha que ni pueden dialogar. El
oficialismo decide quiénes son unos y otros. Quienes disienten -cualquiera que fuesen sus
méritos- deben cargar el sambenito inquisitorial de calificativos degradantes.
La corrupción se ha vuelto septicémica. El modelo consiste en profundizarla. Nada
importante se hace para disminuirla. Desde lo alto se dibuja el camino. Si la yunta
presidencial ha conseguido amasar una fortuna que no se podría fundir en varias
generaciones, quienes se acercan a ella esperan lograr lo mismo. o un poco, aunque sea. Las
fuerzas (¿paramilitares?) de Milagro Sala provocaron analogías con las Juventudes
Hitlerianas. Estas últimas, sin embargo, por asesinas y despreciables que hayan sido,
luchaban por un ideal absurdo pero ideal al fin, como la raza superior y otras locuras. Los
actuales paramilitares kirchneristas, y La Cámpora, y El Evita, y Tupac Amaru, y otras
fórmulas igualmente confusas, en cambio, han estructurado una corporación que milita para
ganar un sueldo o sentirse poderosos o meter la mano en los bienes de la nación. Muchos de
los blogueros que se ocuparán de insultar este artículo lo harán por la rabia que les produce
un desenmascaramiento y el temor de perder sus mal habidos ingresos.
Asombra que tan poca gente (primero El y Ella, ahora sólo Ella) haya conseguido armar una
tan poderosa legión de autómatas. Es patético ver cómo gente grande aplaude y sonríe ante
el mínimo gesto que se manda la Presidenta mientras actúa por cadena nacional. Sometió a
millones de argentinos, de los cuales una pequeña porción obtiene beneficios caudalosos y
la mayoría debe conformarse con los subsidios de la mendicidad. En realidad, la épica
kirchnerista no quiere terminar con la pobreza porque necesita de los votos que se
retribuyen por subsidios y otros favores.
La reforma de la Constitución es otro frasquito del veneno -no el último- traído desde Santa
Cruz y que los traidores de la democracia pretenden hacer beber a la ciudadanía. Pero ¡ojo!:
hay algo peor que la reelección indefinida. Es terminar con el actual y débil Estado de
Derecho. "Ir por todo" requiere una Constitución que permita a los actuales dueños del
poder hacerse del cuerpo y el alma del país. Hacerse dueños de "todo". Ese es el veneno.
Ese es el proyecto.
© La Nacion
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