Título: EL CASO SERRALLO. Autor: ILIAS ATTAR HURTADO Primer

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Título: EL CASO SERRALLO.
Autor: ILIAS ATTAR HURTADO
Primer Premio del I Cuentamágina.
El inspector Serrallo no daba crédito a lo que veían sus ojos. Meses antes había pedido traslado desde la lejana ciudad de Chemsa huyendo de una serie de asesinatos imposibles de resolver que le habían quitado el sueño, el hambre y hasta las ganas de seguir perteneciendo al cuerpo de policía. Se sentía inútil y desbordado ante aquella oleada de crímenes sangrientos que nadie acertaba a determinar con qué tipo de arma se habían llevado a cabo. En todos ellos coincidía la forma de actuar del asesino pero no se había usado la misma arma, a juzgar por la forma de la herida mortal que se hallaba en los cuerpos de las víctimas y que, siempre, atravesaba el corazón del muerto. Aquel nuevo crimen, con el mismo modus operandi, en un lugar tan alejado, parecía perseguirle, parecía burlarse de él y de su infantil intento de huir del fracaso que nunca había conocido en su brillante y meteórica carrera.
­O’Hara, ven aquí.
O’Hara era un tipo menudo de ojos saltones y aspecto asustadizo que, sin embargo, tenía fama de buen investigador y de poseer un gran olfato. Se agarró al San Patricio que colgaba de su cuello y, por un momento, recordó su verde y bella Irlanda.
­¿Por qué crees que el asesino ha mojado al difunto después de matarle? ¿Corresponde a algún tipo de rito?
­No tengo ni idea, señor, no tiene ningún sentido que yo conozca.
­Bueno, chico, observa bien todos los detalles, que no se te escape nada. Mañana quiero un informe con tus conclusiones. Confío en ti.
Serrallo no podía dormir. Asomado a la ventana de su habitación miraba las luces cambiantes de los anuncios luminosos en aquella ciudad desconocida que, después de aquel asesinato, parecía más cercana. El asesino iba tras él, estaba casi seguro, era demasiada casualidad. Un escalofrío recorrió su espalda.
­¿Tienes miedo, Mark?­ se preguntó a sí mismo en voz alta.
Aquella voz suya le sorprendió, era sarcástica y temblorosa a la vez. Frialdad y temor. Volvió a la cama, pronto amanecería y deseaba leer cuanto antes el informe de aquel O’Hara que le había tocado de ayudante. A la mañana siguiente el informe estaba sobre su mesa. Sonrió, O’Hara tampoco había dormido. Leyó: “15 de Septiembre de 2005 […] se trata de algún objeto ancho como una estaca y puntiagudo como un puñal pero que no parece ser de madera ni metal […] las ropas y el cuerpo de la víctima estaban mojados […] primer caso de estas características en este Estado […] la víctima tenía antecedentes por robo en domicilios, fue acusado de homicidio pero se le absolvió por falta de pruebas”. Ahora estaba completamente seguro, no era casualidad. Aquella fecha, siempre la misma desde hacía diez años. Las características del arma, el tipo de víctima, todo igual. Le perseguía. Fuera donde fuera los crímenes se repetirían. No entendía por qué el asesino aún no se había puesto en contacto directo con él de alguna forma, no entendía qué sentido tenía provocarle así. No podía huir de nuevo, pedir nuevamente traslado, tenía que enfrentarse a aquello, tenía que averiguar qué extraño lazo le unía al despiadado asesino de ladronzuelos de poca monta acusados de crímenes no probados. Quizás fuera alguien a quien él hubiera enviado a prisión, quizás había conocido a las víctimas en la cárcel… Algo que se le escapaba desde hacía diez años le unía con el asesino y con los asesinados. Debía seguir esa línea de investigación antes del próximo 15 de Septiembre o habría una víctima más.
Aquellos meses transcurrieron muy deprisa, parecían escurrirse entre los dedos. Pocos delitos, nada importante, tan sólo un homicidio del que se acusó, en un primer momento, a un ladrón de casas, Sam Neil, pero la denuncia no prosperó por falta de pruebas. ¿Sería este la próxima víctima del asesino en serie que tenía obsesionado a Serrallo? El policía no estaba dispuesto a consentirlo.
­Ha sido él, inspector, el dueño de la casa lo descubrió y Sam lo mató.
­O’Hara, te ciega tu celo, las pruebas no son concluyentes, no se puede condenar a una persona sin pruebas definitivas que lo incriminen.
El subalterno bajó la mirada y acarició al San Patricio que colgaba de su cuello, el inspector tenía razón pero es que él lo veía tan claro... Pensamientos contradictorios se agolparon en su mente, ¡qué lejos estaba de su querida Irlanda!...
­¡Este maldito irlandés…!­masculló Serrallo­En su país las cosas también son así, la justicia es la justicia, si no se siguen sus normas, se convierte en venganza y, si volvemos al ojo por ojo, todos acabaremos ciegos. Quizá pretenda que importemos al IRA para estos casos. ¡Qué elemento!
Serrallo volvió al caso de siempre, el que no le dejaba dormir la mitad de las noches, cogió de nuevo todos los informes de Chemsa y el de aquí y los leyó detenidamente por enésima vez. Nada, no había nada, ni una huella, ni una fibra, ninguna pista que pudiera ayudar a la policía a desentrañar el enigma, el asesino, desde luego, era un profesional en toda regla, ni un solo despiste, inteligente y meticuloso.
“Este sanguinario me conoce, conoce la historia, sabe que lo observo, que lo persigo y que no apruebo sus métodos… salvo en aquella ocasión en que, sin yo quererlo, aplaudí en mi interior su fechoría. Todos los días me arrepiento de haberme alegrado de su primer asesinato pero es algo que no puedo evitar. Hay heridas profundas, lacerantes y eternamente abiertas por las que algo, un instinto primitivo en nuestro interior, clama y se alegra con la venganza. Me siento como un monstruo por pensar así, quizás yo no sea mucho mejor que el hombre al que persigo, quizás su herida sea como la mía y no haya sabido dominar la sed de venganza y canalizar su dolor en otra dirección como he hecho yo.”
Empezaba Septiembre y la actividad en la comisaría se volvió frenética. El tiempo se acababa y no se obtenía resultado alguno. A aquel escurridizo malhechor parecía habérselo tragado la tierra el resto del año.
­O’Hara, llama a Chemsa otra vez a ver si hay novedades y date prisa, se nos acaba el tiempo.
­¡Ojalá este año ese asesino acabe con Sam Neil!
­¡Muchacho, sal de mi despacho inmediatamente y sujeta tu lengua o me veré obligado a sancionarte!­rugió el inspector. No podía tolerar comentarios de ese tipo entre sus hombres aunque sabía que el hombre asesinado en su domicilio era amigo y vecino de O’Hara. “Es 14 de Septiembre, el tiempo apremia. Tampoco este año podré detenerle. Dejaré el cuerpo de policía y él seguirá matando todos los 15 de Septiembre… o no. Quizás lo deje cuando yo me vaya. Puede que pare cuando sepa que ya no le persigo. Es muy triste dejar una maravillosa carrera policial como la mía, sin una sola mancha en mi hoja de servicios, con un fracaso tan estrepitoso. Aún puedo atraparle, esta noche doblaré la vigilancia en los alrededores de la casa de Neil, casi seguro que irá a por él. Colocaré a mis hombres en lugares estratégicos que sólo yo conoceré, comunicaré su puesto a cada uno de ellos individualmente, por separado, en el más estricto secreto, no me fio de nadie, nadie debe saber qué puesto ocuparán el resto de sus compañeros. Puede que me esté volviendo paranoico pero el asesino puede ser cualquiera, puede que yo lo conozca, puede, incluso, ser policía, uno de los míos, puede que el impulsivo mequetrefe irlandés.”
­O’Hara, sé sincero conmigo, no te sancionaré.
­Lo seré, señor.
­¿Matarías con tus propias manos, si pudieras, al asesino de tu amigo?
­ Charly era un buen hombre, nunca hizo daño a nadie, su asesino debe pagar.
­¿Y el resto de los muchachos? ¿Lo harían?
­Si no temieran ser descubiertos, lo harían. No me cabe la menor duda.
­ Está bien, O’Hara, puedes seguir con tu trabajo.
Aquella calurosa noche de finales de verano el inspector Serrallo dormía apaciblemente. A las tres de la madrugada, súbitamente, abrió los ojos como todas las madrugadas de todos los años el mismo 15 de Septiembre desde aquel en que, Rob Swan, un ladrón de domicilios de poca monta entró en su casa, asesinó a su familia al ser descubierto por su esposa y salió en libertad por falta de pruebas. Swan fue la primera víctima del asesino en serie, la única muerte que el inspector no podía evitar aplaudir en su corazón. Serrallo se levantó lentamente y se vistió, bajó al sótano y abrió un congelador, cuando volvió a subir la escalera, su mirada helaba la sangre, un objeto brilló en su mano, una barra de hielo “ancha como una estaca y puntiaguda como un puñal”. Había llegado la hora de Sam Neil. El inspector Serrallo iba a darle caza. 
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