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HUMEDICAS 65
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Humanidades médicas
Luis M. Iruela*
Arte y medicina
Contra el suicidio
M
ar adentro (2004), la película de Amenábar, ha estimulado
quizá sin saberlo una perceptible tradición ética del pensamiento occidental, la de la legitimidad del suicidio. Tradición
que encuentra una expresión distinguida en la Roma clásica,
donde autores como Plinio1 se referían a la muerte por propia
mano como “ese privilegio que [la Divinidad] concedió al hombre en medio de tantos sufrimientos de la vida”. También los estoicos, en particular Séneca, concebían el suicidio de una forma
liberadora.
A finales de 1755, David Hume (1711-1776) entregó a la imprenta un opúsculo sobre esta cuestión2, si bien la prudencia impediría después su publicación. En esa disertación, se argumentaba seriamente a favor del suicidio, en oposición a las tres razones de Tomás de Aquino, quien lo calificaba de grave pecado
contra Dios, contra la comunidad y contra uno mismo. Sin embargo, para Hume, resulta congruente con la propia persona, ya
que “el deber para con nosotros mismos es algo que nadie puede
cuestionar, una vez se admite que la edad, la enfermedad o la
desgracia pueden convertir la vida en una carga y hacer de ella
algo peor que la aniquilación”2.
Toda esta corriente de pensamiento desconcierta profundamente a los médicos, educados para proteger y mantener la vida
humana por un lado, pero asimismo formados para aliviar el sufrimiento intolerable por otro.
No es difícil que cualquier médico, en su práctica, tenga que
afrontar algún día las declaraciones de suicidio de un paciente.
Podrá comprobar, entonces, el peso de las palabras de Hume:
“En toda controversia, el que defiende el lado negativo disfruta
siempre de una enorme ventaja”. En efecto, prácticamente el
único argumento contra la autólisis es el valor intrínseco de la vida, que la mayoría de las personas admite como algo incuestionable, pero que no suele hacer mella en la desesperanza del suicida. Por ello, no es extraño que el médico se sienta incómodo e
indefenso en estas situaciones. Indefensión que se hace casi absoluta en los casos de petición de ayuda para morir como el que
muestra el citado filme.
El cine ha explorado minuciosamente los caminos psicológicos y sociales que llevan a una persona hasta el suicidio. En cambio, ha dedicado menos atención a los que la salvan de ese laberinto, posiblemente porque la estética del drama sea más atrayente que la del optimismo.
Sin embargo, Frank Capra (1897-1991) ha demostrado lo
contrario con su película ¡Qué bello es vivir! (It’s A Wonderful
Life, 1946), un alegato contra el suicidio, cuyo tono ingenuo y
emotivo resulta engañoso, ya que como casi todas las cosas de valor el filme es mucho más de lo que a simple vista parece.
“A Christmas Carol”
Inspirado en un relato de Philip van Doren Stern, sigue el modelo narrativo de la Canción de Navidad de Dickens: la acción
transcurre durante esa época iluminada, hay una participación
decisiva de lo maravilloso en el desenlace de la historia, el final
es feliz y nos brinda una moraleja confortadora. A pesar de todo
Psiquiatra. Hospital Puerta de Hierro. Madrid. España.
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JANO 13-19 MAYO 2005. VOL. LXVIII N.º 1.565
Escena de la película Mar adentro.
esto, constituye un estudio profundo sobre el sentimiento nuclear del suicidio: la desesperación que estalla tras largos años de
callada desesperanza por el fracaso de un proyecto vital. El terrible sentimiento de ver cerrado el sentido de la propia vida.
La película cuenta la trayectoria de George Bailey, un hombre
generoso que ha ido postergando siempre sus planes personales
a causa de las necesidades de los demás. Esto le ha obligado a renunciar a su gran sueño de viajar por todo el mundo, ya que, cada vez que pretendía abandonar Bedford Falls, su pequeña localidad natal, surgía algo inaplazable que reclamaba el sacrificio.
George ha vivido en todo momento para los otros, a costa de sus
más genuinos y mimados proyectos. Un día, las circunstancias le
colocan en una grave e inesperada situación. Es acusado de desfalco por su único enemigo, el banquero Mr. Potter, alguien que
pretende el dominio económico completo de la ciudad y sus habitantes, pero sobre todo la desaparición de la modesta empresa
de George, que durante muchos años ha permitido alcanzar a los
más humildes la aspiración de tener un hogar propio.
Agobiado por la amenaza de la bancarrota y la vergüenza de la
cárcel, Bailey vaga por las calles de Bedford Falls. Un agrio incidente en un bar le despierta la desoladora noción de haber recibido mal por bien a lo largo de su vida. Mientras cae nocturna la
nieve, George se asoma al pretil de un puente con la intención
de arrojarse al río. En ese instante, salta al agua un hombre de
edad, y Bailey, una vez más, vuelve a pensar en los otros antes
que en sí mismo. Sin demora, se lanza a la fría corriente para salvarlo.
Clarence Odbody, la figura que ha personificado el deseo autolítico de George, se revela entonces como su ángel de la guarda, enviado por el Cielo con la misión de impedir el suicidio.
Bailey le dice que toda su vida es un agudo fracaso, y señala que
habría sido mejor no haber nacido. Ante ello, Clarence decide
mostrarle cómo sería el mundo si George no hubiera existido.
La visión resulta aterradora. Todas las buenas acciones que
Bailey había hecho en vida no han ocurrido en realidad. Su hermano habría muerto ahogado en la infancia al quebrarse la capa
(1664)
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de hielo sobre la que jugaba, puesto que George no estaba allí
para ayudarle. El farmacéutico, Mr. Grower, habría sido encarcelado por la muerte de un niño al equivocarse de sustancia en la
preparación de un medicamento porque George tampoco estaba
allí para avisarle. Mary, su esposa, se habría convertido en una bibliotecaria solterona e infeliz. Bedford Falls lleva ahora el nombre de Potterville, y nunca los más desfavorecidos habrían contado con la opción de ser propietarios de una casa.
Por otro lado, Bailey comprueba que él mismo se ha transmutado en un fantasma. Nadie en la ciudad es capaz de reconocer a
quien jamás ha vivido. Esta experiencia de anulación de la identidad le produce una angustia tan disgregadora que pide volver a
la vida aceptando las condiciones de ésta sean cuales fueren.
Cuando, al fin, regresa a su domicilio, contempla cómo el fervor de sus amigos ha conseguido reunir el dinero necesario para
librarlo de la cárcel. Y así, en medio de la emoción, la vida de
George Bailey recobra el sentido perdido o, quizá, él comprende
en ese instante cuál era su verdadero destino.
Una parábola utilitarista
La película contiene algunas sorpresas de gran interés. La primera es oponerse a la tópica expresión “no hay nadie imprescindible”, para señalar que si bien todos podemos ser tratados como
suplentes en muchas ocasiones, esto no significa que seamos en
realidad sustituibles. Es decir, afirma tanto la individualidad y la
originalidad de cada persona como la acción cualitativa que ejercemos sobre la vida de los otros, algo que con frecuencia suele
pasarnos desapercibido: nuestra influencia en el bienestar de los
demás. Sin embargo, esta última puede llegar a ser enorme.
Piénsese tan sólo en las decisiones diarias de un médico sobre el
diagnóstico, tratamiento y destino de sus pacientes. O de un abogado, o de un funcionario..., por poner otros ejemplos.
Esto lleva aparejada una conclusión importante, la de que, en
cierta medida, todos estamos en manos de todos y nuestras biografías se influyen sin cesar entre sí.
La segunda sorpresa es la defensa que hace la película de un
valor absoluto como la vida en sí misma —“lo más precioso que
existe”, dice el filme— con una argumentación utilitarista. En
efecto, George Bailey ha hecho el bien y las consecuencias han
sido muy beneficiosas para su mundo. El hermano vive y se ha
convertido en un héroe, el farmacéutico no ha ido a la cárcel y la
ciudad se ha salvado del dominio de Mr. Potter. El sacrificio de
su proyecto vital ha tenido, pues, consecuencias positivas para
mucha gente. La inexistencia de George habría hecho estremecer de frío a otras vidas.
Ahora bien, esta emotiva argumentación nos conduce pronto
a un callejón sin salida, porque si hubiera sido el malvado Potter
el que albergara ideas de suicidio, ¿se habría presentado también
un ángel para salvarlo? Sin Potter el mundo sería objetivamente
mejor, ¿quiere decir eso que su desaparición comportaría asimismo un considerable beneficio para Bedford Falls? Como vemos,
esta cadena “consecuencialista” podría llevarnos demasiado lejos,
por ejemplo a la justificación del asesinato o de la pena de muerte. No parece que Frank Capra fuera consciente de esta derivación siniestra de su bello argumento. Y es que, quizá, los grandes
valores absolutos no puedan pensarse como ilustraciones del
principio de utilidad.
Un problema ontológico
La tercera sorpresa del filme es la presentación del suicidio como un problema ontológico radical, exactamente igual que lo hace Hamlet en su famoso monólogo. Vemos aquí a George Bailey
experimentar la angustia esencial del ser ante el “dejar de ser”,
ante la disolución y el anonadamiento; por eso en los momentos
(1665)
Frank Capra hizo un alegato contra el suicidio con la película ¡Qué bello
es vivir!
de máxima aflicción él desea la inexistencia desde siempre para
así poder librarse de todo sufrimiento presente y pasado. Es éste
un hondo clamor de consuelo en la desesperación, un deseo de
nunca haber sido, que aparece ya reflejado en el Libro de Job:
“¿Por qué no quedé muerto desde el seno materno, / por qué no
expiré al salir del vientre? [...] ahora yacería tranquilo, / dormiría
y tendría reposo”3. Albert Camus decía que el único problema filosófico importante es el del suicidio, es decir, la aceptación o no
de la vida sin reservas. Curiosamente, el optimista Capra llega a
la misma conclusión para elegir, casi al instante, la afirmación de
la existencia.
Antídotos contra el suicidio
La película nos dice que encontrar un sentido a nuestras vidas es
el mejor antídoto contra el suicidio. Y añade que vivir para los
otros es el más eficaz de todos ellos.
Se opone así al egocentrismo de nuestra época, heredero del
Romanticismo y su exaltación del yo como única norma vital. En
esa línea, el filme va contracorriente y no es demasiado extraño
que toda su riqueza haya pasado desapercibida. Ahora bien, durante muchos años ha ido viviendo George Bailey entre la resignación y la esperanza. También son ambas antídotos poderosos, y
así lo ha observado Harry Martinson en su poema: “No son las
revoluciones, sino las resignaciones / las que han permitido al
hombre que viva”4.
Muchos seres humanos permanecen en tensión entre los dos
extremos, guardando un equilibrio inestable y prolongado de
tranquila desesperanza. El problema se presenta cuando algún
acontecimiento logra que esa tranquilidad se desmorone...
Bibliografía
1. Plinio. Historia natural. Madrid: Cátedra, 2002.
2. Hume D. Sobre el suicidio y otros ensayos. Madrid: Alianza Editorial, 1988.
3. Anónimo. Libro de Job. En: La Santa Biblia. Madrid: Ediciones Paulinas,
1971; p. 633-65.
4. Martinson H. La mejor solución. En: Paz O, editor. Versiones y diversiones.
Barcelona: Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2000; p. 445.
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