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El último cuerpo de Úrsula
Patricia de Souza
Colección Lo real
Novela
EXCODRA EDITORIAL
2013
Texto: © Patricia de Souza.
Imagen portada: © Ludovica Bastianini.
Edición: © Excodra Editorial.
1ª Edición, en formatos ePub y PDF, marzo del 2013.
ISBN: 978­84­941149­9­1
http://www.excodraeditorial.com
[email protected]
El último cuerpo de Úrsula
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Patricia de Souza
NOTA A LA PRESENTE EDICIÓN
Todo empieza con el encierro en una habitación de la rue Matabiau, en
Toulouse. Luego es la llamada de teléfono de la editorial Seix Barral
pidiéndome un libro. En ese momento estoy tan en el interior de un texto, tan
ocupada en saber qué sucede con mi cuerpo, con el cuerpo de mujer, que el
hecho de que alguien ponga su mirada en mi trabajo, no es lo más importante.
Aunque sé que la lectura cierra de alguna forma el proceso del libro, esas
miradas permanecen ajenas por un tiempo al proceso mismo de escritura.
Escribir lo es todo, es la piel y es el interior. Eso me estaba sucediendo con El
último cuerpo de Úrsula, publicada por primera vez el año 2000. Tampoco la
noción de tiempo es válida, es algo abstracto, lo que queda es esto, el texto
como huella, como marca. Me pregunto si escribir para mí no es un hecho casi
traumático, algo que me revela toda mi vulnerabilidad, algo que me desarma y
termina por acercarme definitivamente a los otroAs. Creo que estaba
abandonada a esa certeza cuando la voz me pidió viajar a Barcelona. Primero
Basilio Baltazar, luego conocer a Pere Gimferrer en una oficina de la editorial,
que dice haber leído mi libro, enseguida el envío de sus observaciones en el
texto, mi arrogancia para aceptar consejos, o debería decir, mi inseguridad y
falta de confianza en ese recorrido violento. Cada texto se inscribe en mí con
la amenaza de terminar con mi identidad. El último cuerpo, es el libro en que
la identidad social, individual, cultural, se disuelve, se descompone a tal punto
que solo queda escribir para empezar todo de nuevo, desde cero. Ha habido una reedición peruana que circuló de manera limitada y a la que le
tengo mucho cariño. Ahora, gracias a la iniciativa de Rubén Darío Fernández,
a quien llamo cariñosamente Rubens, como el pintor, este libro vuelve a
circular en un formato digital. No es una proeza mía, es un don de los
lectores, de su amor por el texto y el lenguaje. Tan simple y tan increíble como
eso. Lima, 14 de febrero del 2013.
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Patricia de Souza
EL ÚLTIMO CUERPO DE ÚRSULA
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No sé cuál sería el comienzo, si es que existe alguno, de lo que podría
llamar mi experiencia pasada; no sé, tampoco, si debería empezar a contarla
por el principio o por el final. Esta confesión sigue el ritmo de mis
sentimientos, es decir: disparatado. Está llena de ansiedad por la vida, por mi
vida, por la que he estado dispuesta a hacer cualquier cosa.
Hasta el día en que sufrí mi primera parálisis, mi vida era un
conglomerado de hechos más o menos con sentido y armonía. Entendía la
contradicción, y hasta el dolor, como parte de esa confrontación entre el
mundo y lo que soy en el tiempo y en cada una de esas partículas que lo
componen; pero cuando ocurrió el accidente, comprendí algo que estaba más
allá de todas las ideas que podía haber aprendido o hasta inventado;
comprendí que existía únicamente como carne, materia, moléculas
condenadas a transformarse en partículas que ignorarían la sutileza de mis
sentimientos; comprendí que dentro de mí estaba la muerte, y así conocí el
odio que nace de esa frustración. Cuando ocurrió el accidente, entendí lo
esencial: que el final empieza por la ausencia de placer.
Yo empecé a vivir mi final el día en que se lesionó un disco de mi
columna vertebral y tuve que ingresar de urgencia en una clínica. Una lesión
en un disco de la columna puede durar quince días, un mes... depende del
paciente. Yo no fui lo que se dice una buena paciente; la enfermedad me hizo
sentir fragmentada, volviéndome indiferente al mundo y a los demás, aunque
las lágrimas me llenasen los ojos y gritase por salir de esa extraña beatitud a la
que me condenó saber que poseía un cuerpo. Durante varias noches, en mi
habitación, abría repentinamente los ojos incapaz de abandonarme al sueño,
esperando cada adormecimiento (primero se me adormecían los brazos;
luego, las piernas; así hasta quedar completamente paralizada), que parecían
empujones hacia la muerte. Entonces mi voluntad de guardar silencio sobre mi
estado empezaba a fallarme y, durante el sueño, se transformaba en ahogados
gemidos en mi garganta que llamaban la atención de enfermeras provistas de
agujas que clavaban en mi espalda, piernas y brazos; me doblaban en dos
como una O, me frotaban el cuerpo antes de sumergirme en agua helada
mientras yo, o ese estado consciente al que llamamos yo, asistía a cada escena
de ese lamentable espectáculo como una espectadora obligada. Me
abandonaba a esas sensaciones completamente desconocidas, pasmosas
confrontaciones de materia ósea (nunca he sentido tanto el peso y la forma de
mis huesos como durante ese mes en el que estuve internada en la clínica),
filamentos, litros de agua, membranas... Mi cuerpo me sorprendía como un
extraño; revelaba la vida en sus formas más secretas y despóticas, negándole a
mi voluntad la posibilidad de satisfacer mis necesidades físicas y psicológicas;
la peor negación: no sentir placer. Así, postrada sobre una cama, tuve que
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aprender a dialogar con mi cuerpo; un diálogo en el cual él estableció las
reglas, por lo menos al principio. Después, aprenderé a dominarlo, ya verán de
qué manera. Internada en la clínica, he padecido el lento goteo de tiempo
reconociendo olores que hasta entonces me eran indiferentes, identificando
cualquier gesto, cualquier signo, como una promesa de placer. Pero lo que
acabo de decir no fue sino el preámbulo de lo que podría llamarse el origen de
lo que sucedió más tarde, aunque no estoy segura de que haya tenido una
importancia definitiva. Cuando salí con el alta, el médico me advirtió que
sufriría en lo subsiguiente algunas parálisis que seguramente durarían un
período muy corto y me recetó cientos de medicamentos; entre otros, algunos
tranquilizantes que consumo cuando llego a un estado de angustia
incontrolable. El día en que salí de la clínica, el médico me lo dijo en privado:
¿quién iba a sospechar lo que realmente me sucedía? Nunca se lo he dicho a
nadie; ni siquiera a mi madre, con quien he hablado de otras cosas muy
íntimas sin llegar a confesarle mi verdadero padecimiento. En una ocasión,
mientras estábamos sentadas frente a frente, comiendo en la terraza de mi
casa, estuve a punto de decírselo, pero no pude; tuve miedo de asustarla y de
que me dijese lo que todo el mundo me repetía: tienes que volver a ver a tu
médico. En ese momento, mi madre tenía bastante con todos sus problemas
económicos que la agobiaban: mi padre la había abandonado dejándola
prácticamente en la miseria, y ese abandono fue arrancándole lo poco que le
quedaba de juventud y belleza. Buscarla era contemplar su dolor y su desgano
frente a la vida, y yo no hacía otra cosa que luchar por volver a sentir su
intensidad corriendo por mis venas. Mi madre quería retirarse de la vida y yo
quería avanzar ¡hélas! estaba dispuesta a arrasar con todo. Mi madre sentía
que había tocado el último nivel del fracaso porque mi padre la abandonó por
otra mujer ignorando cómo se las arreglaría para seguir viviendo, y, sin
embargo, ésta no había sido la primera vez que sucedía. Cuando éramos muy
pequeños, mi padre partió al Japón por motivos que nunca comprendimos,
dejándonos en el desamparo más completo porque mi madre nunca había
trabajado y desconocía lo que significaba el trabajo remunerado (quizás algo
tan abstracto como la mayoría de las cosas que le hacían sentir lo que era la
obligación), y sólo lloraba quejándose de su suerte, pálida y ojerosa, cada vez
más distinta y lejana. Junto a nuestra casa se encontraba una congregación de
monjas canonesas que nos obsequiaban con alimentos que nos permitieron
subsistir unos tres meses. Hasta que una tarde un hombre, que supuestamente
era el abogado de mi padre, nos trajo un sobre que mi madre deslizó
discretamente en uno de sus bolsillos.
Ella tenía entonces el pelo larguísimo, casi hasta la cintura, como lo
tengo yo ahora, largo y lacio. Desde que conocimos el hambre, nunca volvió a
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ser lo mismo, y creo que dejamos de soñar como el resto de niños pobres que
pasean su exilio de la vida como un hábito de muerte: envejecimos, y tal vez
también empezamos a sentir resentimiento. No sé hasta dónde pudo haber
llegado ese odio en nuestras vidas; se transformó ayudado por la ternura de
mi madre, o adquiríamos una cierta sabiduría, ¿por qué no? Así es como
empezamos a diferenciarnos de los otros niños de nuestra edad: mirábamos a
nuestro alrededor, afilábamos los cuchillos sintiéndonos dueños de nuestro
territorio. Yo me hacía diferente por un gorro azul con el que me paseaba por
las calles provocando los comentarios más necios y estúpidos que jamás haya
oído, y mis hermanos por algunos intentos pirómanos que le costaron una
multa a mi madre, quien tuvo que pedir prestado dinero para pagarla. La
última vez, mi hermano menor le quemó un árbol a la vecina, quien vino a
casa llorando con un rama ennegrecida en la mano, mientras mi hermano la
observaba desde una ventana musitando insultos a media voz (imposible
detenerlo): Tonta. Fue como llamó a mi madre delante de la vecina. Yo no
pude reñirlo ni recriminarle por actuar así, sino que lo quise con más pasión.
Si pudiera explicarlo de alguna manera, diría que nuestras cortas vidas se
entregaron al placer del cuerpo en contacto con la naturaleza, favorecido por
el clima e intensificado por nuestra pobreza. Un hecho concreto, ser pobres,
nos hizo sensuales (como no hacía frío, no necesitábamos mucha ropa, por lo
que nuestras pieles quedaban siempre en contacto con el sol y el viento),
aunque este hecho no negase la existencia de otras formas de relación con el
cuerpo: la masturbación, por ejemplo. Con la parálisis, en cambio, sucedió lo
que nunca hubiese esperado: conocí el displacer, la rigidez y el frío del miedo;
y lo que dije antes: la rabia, la felonía, el egoísmo. Ésas son las primeras cosas
que tenía que decir; tenía que empezar por hablar de lo que me había
revelado mi nueva relación con el cuerpo...
He amado, he odiado a causa de un cuerpo que me enseñó a ser yo misma.
Nadie más que yo, sola.
Debo ser concreta, lo más concreta posible. Aunque la soledad y el encierro al
que me he visto sometida al conocer los límites del sentir, los límites del
cuerpo y la mente juntos, no me hayan dejado acercarme a los demás como
hubiese querido, esos años los viví de prisa, demasiado ocupada en el
aprendizaje de mi cuerpo o, mejor dicho, en tratar de dominarlo. No sé qué
sucedió conmigo, sin embargo, he sido lo que se dice feliz durante un viaje
que hice con Nicolás a Montevideo. No hacíamos sino reír y comer y el amor y
el sol se recostaba sobre nuestra ventana, y nos amábamos. Ese mes parecía
todo dicho en mi vida, las cartas sobre la mesa: sería escritora, nos casaríamos
en primavera y viajaríamos siempre juntos (Nicolás trabajaba entonces como
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productor de cine, por lo que viajaba constantemente al extranjero), sin hijos
por el momento, ya veríamos más tarde. Teníamos tiempo, era lo que más nos
sobraba: el tiempo, que después se encargaría de hacer lo contrario. Bastó una
frase dicha en medio de una noche en la que uno espera lo mejor del otro,
para que la fragilidad de nuestros sentimientos se revelase en toda su
desnudez dejándonos desunidos, bastó tocar ese grado cero de la reacción, la
violencia, para que nos arrojásemos a la cara las peores ofensas y blasfemias,
para que el amor sólo fuera una bola de trapo al alcance de cualquier perro
vagabundo. Las pasiones del cuerpo son la fuente de toda la desconfianza en
la pareja; sería necesario no amar a la persona con quien se vive, pero es
quizás una renuncia demasiado dolorosa y por eso acepté el sometimiento que
me impuso mi sed de pasión y fui capaz de ponerme de rodillas para implorar
al azar un poco más de tiempo, sin ver la abyección que provocaban en mí ese
tipo de gestos. Había que vivir con eso como con los recuerdos que nos
perturban y nos desfiguran la realidad. Por entonces tuve un sueño que me
pareció premonitorio al representar, a mi modo de ver, la castración de nuestra
relación: había que recoger la ropa que se encontraba tendida en la azotea.
Nicolás transportaba una batea entre las manos, mientras subía una escalera
de hierro tipo caracol. En la azotea, la ropa tendida era sacudida por fuertes
ráfagas de viento que, de vez en cuando, golpeaban la cara de Nicolás.
Permanecí sentada en la escalera, asomando de tanto en tanto la cabeza para
ver si terminaba de tender la ropa, cuando aparecieron en el cielo oscuros
aviones de caza que dejaban un espectro sombrío. Descendían hasta volar muy
bajo, lo que me hizo decirle a Nicolás que agachase la cabeza, a lo cual me
respondió con una sonrisa de sorpresa: no había entendido mi mensaje o los
aviones de caza no significan ningún peligro para él. ¿No lo ha entendido? No.
Permanecí agazapada, con miedo, hasta oír un golpe seco y cortante, abrí los
ojos ¡y ahí estaba la cabeza de Nicolás! ¡Desprovista del tronco, como una
pelota de fútbol abandonada en un campo siniestro!
Tengo el cuerpo rígido cuando me despierto, las manos de trapo, el cuello de
trapo...
He llevado las marcas de la parálisis en mi cuerpo y he tratado de borrarlas
con nuevas experiencias, invirtiendo mucho tiempo en eso. A los ojos de los
demás puede parecer absurdo. ¡Qué idiotez, sentir miedo de su propio cuerpo!
Pero yo sí lo sentía y me he visto obligada a perderle el miedo, a contemplar
sus líneas presintiendo el fluido que corre bajo la piel, a cerrar los ojos para
imaginar la estructura ósea y frágil que sostienen los cincuenta y dos kilos de
carne que transporto diariamente; he dudado en reconocer con los dedos la
topografía que cubre la parte superior del coxis y he padecido al notar la línea
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cerrada entre las dos masas carnosas de mis glúteos (cosa extraña, el orificio
me hacía sentir cierta libertad) mientras me calmaba diciéndome que estaba
descubriendo el límite de la materia. Este lento aprendizaje me ha hecho ver
de manera distinta a los demás, he contemplado con tristeza la decrepitud de
esos otros cuerpos y no he sabido soportar ese espectáculo sin echarme a
llorar presintiendo la terrible realidad con la que se verán confrontados: sus
cuerpos desmoronándose, anunciando su muerte. He comprendido y amado el
silencio de esas carnes moviéndose en la oscuridad, la humildad de sus
necesidades: sueño, comida y hasta la defecación; también he sentido la
soberbia de aquellos que admiran la fortaleza de su cuerpo olvidando que será
igualmente vulnerable y que no hay escapatoria. La vejez y la muerte son la
única forma de experiencia metafísica (¡oh, esa palabra tan fea!) y tal vez de
toda moral. La enfermedad y la muerte son iguales para todos. Yo sabía lo que
era la enfermedad. En realidad, hasta sufrir la parálisis, adoraba enfermarme
(gripes, rubéolas, las clásicas enfermedades de adolescente) para que me
cuidasen. Disfrutaba de la calidez de las frazadas y las caricias de mi madre en
mis cabellos extendidos sobre la almohada como si ese tiempo de enfermedad
significase un regreso sobre mí misma y lo que llamaba vida interior. Esos
pequeños placeres de la imaginación, que gozan de la vida en estado
embrionario (sentía que estaba en una especie de incubadora) para salir
fortalecida a las experiencias importantes, las de los sentidos. Sí, era feliz
echada sobre las piernas de mi madre para contemplar la luz que entraba por
la ventana prometiendo días nuevos y sortilegios desconocidos, soñaba,
deseaba, desde mi pequeña construcción de huesos y carne era inconsciente...
¿Es una consciente de lo que sucede?, ¿lo es de sus actos, de sus
sentimientos, de las reacciones y pensamientos que provoca en los demás? Los
sentimientos más bajos nos revelan lo más importante de nosotras mismas; no
nos mienten: son el callejón sin salida. Son caminos que se abren frente a
nosotras, más o menos sinuosos, más o menos visibles, y hay que decidir. Y yo
decidía, una primera vez y otra segunda vez. Una primera vez decido saber lo
que es la pasión compartida con un hombre mucho mayor: lo elijo a él, ¿por
qué? Fue fácil convencerme: bastó la invitación a un restaurante, la intimidad
de la noche y unas cuantas frases que halagaban mi vanidad de aspirante a
escritora, para que me decidiera a marcharme con él. Yo era lo que los
hombres llamar comúnmente una chica fácil, sedienta de afecto y capaz de
hacer cualquier cosa por transformarme en una Atenea descendiendo con la
gracia para Ulyses. Era muy ambiciosa, nunca he dejado de serlo...; sólo así se
explica lo que debo confesar; pero lo haré más tarde, ahora no: ahora es
necesario que diga otras cosas.
Es necesario que las diga mientras dure este sentimiento de adonde me dirijo
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con este relato.
Empecé una relación con el poeta­pintor y lo que podría llamarse una
humillación sistemática de sus sentimientos (las relaciones son como los
imperios: se fundan en una sola cosa, y esta creció sobre la humillación del
poeta­pintor). La inicié un día de ésos en que mi propia pequeñez me reveló la
nimiedad de mis sentimientos; entonces comencé a criticarlo, a hacerle sentir
viejo, a insultarle cuando no reaccionaba; llegué a ver a otros hombres, a
llevarlos a casa, y hasta dejé que saborease el gusto de sus besos sobre mi piel.
¿Cómo empezó? Trataré de explicarlo con una sola escena, aunque no sea
suficiente para entender cómo llegué a ser cruel e indiferente hacia los
aspectos de ternura y devoción que, por otra parte, también sentía por él. Es
decir, al principio tenía mucha confianza en mis sentimientos; creía (estaba
segura) que eran buenos. No dudaba, hasta que, de pronto... No recuerdo el
día, pero sí que él estaba pintando, con una brocha muy gruesa, el fondo azul
de una tela que tenía extendida sobre el suelo. Entonces empezó un temblor
que me hizo pisar la tela pintada, arrancándole un alarido casi de dolor a mi
poeta­pintor, mientras que lo único que yo esperaba era que me protegiese de
esa mal llamada naturaleza que sacudía el suelo. Sin embargo, estuvo claro
que no pensó primero en mí; pensó primero en su tela, y se quedó tratando de
borrar la marca de mis pies. Bajé a toda prisa, creyendo que la casa se vendría
abajo con el ahora terremoto; y no volví sobre mis pasos, sino que corrí hasta
quedar fuera de peligro, los ojos con lágrimas de rabia porque sentía que me
plegaba a mi debilidad, a mis ganas de vengarme de su grito de dolor
proferido cuando mis pies marcaron su pintura. Traté de llevar esa abyección
hacia el extremo: traje a un hombre desconocido a su casa (ni siquiera le
pregunté su nombre, lo abordé en la calle y lo invité a seguirme), le conté
falsedades sobre mi vida tratando de despertar su morbosidad (dije que era
bailarina de cabaret, ¡y él me creyó!) y, una vez que sentí su fragilidad, lo
ridiculicé, lo hice a un lado frente a mi poeta­pintor, que me miraba desde la
puerta sin lograr salir de su asombro (un chorro de luz amarilla entraba
violentamente por una teatina haciéndole empequeñecer los ojos, obligándole
a reconocer que no me interesaba estar con otro, sino que lo había llevado
hasta ahí para que me viese con él); enseguida, mi poeta­pintor trató de
sobornarme con promesas de viajes que nunca realizaríamos, juramentos
contra los que injurié indignada, abandonándolo en compañía del extraño que
me había seguido.
Con el tiempo llegué a ser completamente indiferente a su dolor; traté
de estar al mismo nivel de mi crueldad, no veía nada sino mi propia imagen
miserable en el espejo de su mirada, con frustración, con los puños cerrados.
Hasta que un día él abdicó. No comprendí sino mucho después que había ido
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demasiado lejos en ese querer mostrarme tal cual era. Dejando que mis
pasiones me dominasen y con total indulgencia hacia ellas, rodé sobre mi
propio barro. ¿Pero fui realmente culpable de su degradación como ser
humano? He temido mucho el no poder superar esa certeza. Yo fui la causante
de esa decadencia a la que se abandonó dejando de pintar y encerrándose
entre cuatro paredes; yo debía pagar por ello, aunque todos dijesen lo
contrario y viesen en mí a una muchacha indefensa, víctima de la lujuria de un
viejo. Tardaba en explicarles: ya no era una niña indefensa, me habían crecido
garras y sabía usarlas. Tenían que aceptarme tal cual era; luché en silencio, y
creo que logré imponerme en algunas ocasiones que no mencionaré.
Trataba de luchar contra el aislamiento y el miedo, quería conocer los
meandros de las relaciones entre hombres y mujeres, quería la verdad.
Todavía no estaba cansada de buscarla en el trato con ellos; me preparaba
para el mundo sin creer en él, desafecta, cada vez más fiel a mi desapego,
segura de que no tendría escapatoria y mi cuerpo me traicionaría, tarde o
temprano, en el instante menos esperado, obligándome a abandonar el lugar
donde me encontrase. Mi miedo era tal que, a partir de entonces, cargué
siempre conmigo una caja Xanax; y si la olvidaba, era capaz de regresar desde
el otro extremo de Lima para recuperarla. Sólo la olvidé en una ocasión, iba a
Chaclacayo acompañada de un amigo, eran las doce de la noche, no había
farmacias abiertas, en el baño abrí el bolso sin encontrar la plaqueta de
pastillas tubulares, me entró el pánico, temblaba, pedí volver a Lima, mi
amigo no me creía, vomité, me puse azul, se asustó y regresamos.
No tengo nada especial que contar si no es este miedo a perder la
sensibilidad en las extremidades y sentirme ausente de mi cuerpo, sin
creencias ni certezas que me protejan, sólo con dudas. Sin embargo, puedo
decir que me tranquiliza mirar el mar, este mar de Lima indiferente a los
criterios de belleza, tan humilde, tan austero, incapaz de rendirle al habitante
el decorado para una tarjeta postal; me tranquiliza su sosegada indiferencia y
su silencio que a veces se hace exasperante. ¿Pero qué significa amar el mar?
¿Acaso no hay tablistas aferrados a sus tablas hawaianas durante el año, a la
espera de una ola, que demuestran una verdadera pasión por él? Hay que
sentir una pasión extraordinaria por el mar para tolerar esa soledad, ese
silencio. Sólo uno de esos jóvenes apasionados del mar, de labios prietos y piel
curtida, sería capaz de explicar qué se siente cuando se está en medio de esa
soledad; no yo, que siempre lo contemplo desde el acantilado. Cuando era
pequeña íbamos de pesca con mi padre; atrapábamos los peces con las manos
golpeándolos contra el casco del bote para matarlos y echarlos dentro de una
bolsa de plástico. Recibíamos comentarios laudatorios de mi padre: qué bien
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mataba mi hermana, qué bien yo, la mayor, consumadas asesinas de peces que
deberíamos comer más tarde en casa de mi abuela entre olores de muros
enchapados en madera y muebles de Cansiani, únicos momentos en que
dejábamos de ser niños pobres para ser los nietos de una abuela adinerada. Yo
no como pescado, sólo carne vacuna, pero no creo que tenga relación con ese
recuerdo de infancia; es más bien una cuestión de gusto: me gustan los
sabores fuertes, graves, no los evanescentes; la carne permanece por más
tiempo en la boca y me deja satisfecha también por más tiempo. Son
sensaciones de fortaleza, que en un mundo tan violento, dan resistencia. Una
tiene la impresión de que camina entre la gente con mayor prestancia, una
tiene la impresión de ser físicamente más fuerte que ellos, una tiene la
ilusión... ¿Por qué tengo que decir ilusión? ¿Por qué tengo que contar la
historia para creerla? ¿No jugamos siempre a la vida y a la muerte? ¿No
estamos, a veces, muertos, a pesar de estar vivos? ¿No hay tanta gente muerta
paseándose por las calles? Aquel hombre que atraviesa la calle obligado a
detenerse frente al auto que casi le pasa por encima y que habría podido
dejarlo tirado sobre la calzada; ese conductor anónimo muerto desde hace
tiempo: ciego ante su volante, ¿no es ésa su verdadera humanidad, su
indiferencia, su desprecio? O cuántas mujeres de pelo teñido, arrugadas por
dentro, incapaces de conmoverse ante el drama de otra mujer que les pide
dinero con un niño entre los brazos, dispuestas a actuar bondadosamente si
alguien las mira, soñando con ser bellas y jóvenes, muertas desde hace tiempo
pero simulando estar vivas. Sí, esa palabrita humanamente desproporcionada
de cuatro letras que tanto nos conmueve, a­m­o­r, esa coartada para no pensar
en el odio ni en la muerte. Nuestra historia no sería tan épica si no fuese por
esas historias de amor que nos marcan desde nuestro origen. ¡Ah, la
indulgencia que sentimos siempre hacia nosotros mismos! ¿Inventaremos otra
palabra menos falsa, otra historia? Tendría que llorar, tendría que gritar, sí;
llorar por esta humanidad que odio y amo con tantas ganas, llorar por todas
las mentiras que digo, por los hombres que he amado y ya no tengo, por la
miseria que he absorbido a través de los años, por toda la ternura que me
inspira la maldad en los otros como si no fuese suficiente con tantos débiles
ansiosos de poder que han hecho tanto daño, los supuestos débiles, como si no
fuese suficiente con las masacres que nos hacen vivir en constante duelo,
como si no fuese suficiente vivir la felonía a cada instante apretando los labios
para no decir lo que realmente pensamos sobre los otros, como si no fuese
intolerable una boca que no habla, unos ojos que no ven, unas manos que no
sienten; como si fuera poco y no suficiente para privarme de cualquier placer
individual y reprimir mis deseos, el deseo desesperado de sentir el calor de la
palma de una mano sobre mi mejilla... sí, me gusta coger las manos de los
otros y llevármelas al rostro...
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(Todavía nada está claro, salvo este extraño sentimiento de melancolía; sin
embargo, debo decir todo lo que me he propuesto sin dejarme seducir por mis
propias palabras. Hablaré, prometo que será una larga confesión.)
He tratado de reconciliarme con este mundo para no sentir que tengo un
cuerpo que me separa de él, para no sentir mi exilio ni la tumba de una vida
contemplativa, para gozar como cualquiera del olvido, para tantas cosas que
ni siquiera sé cómo nombrarlas. Una vez casada, dejé de angustiarme por los
adormecimientos; es decir, me acostumbré a sentirme mutilada, sin brazos y
sin piernas, alguien que se arrastra por la vida tratando de alcanzar un punto
de elevación sin conseguirlo. Los ataques no han sido nunca muy largos, pero
sí intensos en su brevedad; el adormecimiento se ha ido transformando, poco
a poco, en dolor, y el dolor en músculos entumecidos que desconocen la vida.
A veces, sentada sobre mi cama, luego de un mal sueño, paralizada en las
piernas (aún podía mover las manos y alcanzaba los medicamentos sobre la
mesa de noche), arrojaba monedas al suelo para ver si era capaz de
agacharme a recogerlas; sorprendida por Nicolás en ese intento e incapaz de
explicarle qué hacía por no creerlo necesario, sé que hay ciertos secretos que
forman parte de nuestro propio misterio y que no podemos rechazar; decirle
algo era aventurarme a hablar de lo desconocido, y era más bien el desconocer
cómo luchar contra mi cuerpo lo que me empujaba a volver a intentarlo
(agotada después de múltiples intentos, me decía que comprendería con el
tiempo) y a escribir este relato un tanto descabellado. Siempre he admirado el
pudor de la gente que sabe mantener una actitud secreta sin malgastar su
tiempo defendiendo sus opiniones: aquellos que conocen la elocuencia del
silencio, la falsedad de un sí y la locura apasionada de un no. Yo nunca había
hecho grandes esfuerzos por controlar mis ganas de hablar; es decir, antes
solía hacerlo con una amiga durante horas (desplazándonos de un café a otro)
sobre los libros que leíamos, la gente que frecuentábamos y las actividades
estudiantiles. Nos gustaba que el tiempo no contara en nuestras
conversaciones, y quizás ella se sentía realmente gratificada con mi atención,
o acaso era una manera de poner a prueba sus dotes retóricas para el diálogo.
Sé que, cuando dejé de verla porque estaba recién casada, se ofendió y no me
lo perdonó. Simplemente ignoré sus expectativas, y fue tan importante que
sacrificó nuestra amistad sin remordimientos, sin previa carta ni llamada.
Desapareció. Una se acostumbra a las personas, a sus olores, a su manera de
atravesar la calle, a sus inflexiones de voz, y luego hay que olvidarlas o hacer
como si no hubiesen existido aunque su ausencia sí importa y nunca las
olvidemos, obligados a curar nuestras heridas con nuevas experiencias,
ilusionados con ellas, sin dejar de sentirnos envilecidos por la decepción. Es
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