MODERNIDAD: EL CASO DEL ROMANTICISMO Los cambios sociales, culturales y estéticos acontecidos a partir del período del renacimiento se caracterizan por una ruptura con un fundamento teológico del mundo. Ya hemos visto cómo este periodo (Renacimiento), se caracteriza por una cosmovisión antropocéntrica, que valora y reivindica las posibilidades humanas de comprender el universo, de conocerlo, de acceder a la verdad y, por esta vía, acceder a la virtud y la salvación. El renacimiento no se ha separado ni cuestionado fundamentalmente al cristianismo dominante durante el periodo de la Edad Media, piensa y obra en el contexto de sus categorías y sin abandonar la idea de Dios como fundamento último, encuentra que existe una continuidad entre la creación (por obra divina) de todo el universo y el hombre, que coronando esta creación puede acceder a través de su inteligencia a comprender la grandeza de la creación divina: ¿Por qué, si el hombre corona la creación y se distingue de todo lo creado por su capacidad intelectual (inteligencia: etimológicamente, ínter legere “leer a través de”), no estaría previsto en la suprema inteligencia divina que lo crea la posibilidad de que, educando adecuadamente dicha capacidad, el hombre pudiera llegar a “leer” la magnificencia de todo lo que es obra del creador? Este tipo de razonamiento establecen un puente entre la naturaleza, el hombre y dios: tanto lo creado como el hombre y dios participan de algo en común que es cierta lógica que estructura la completa realidad. Dicha lógica puede ser comprendida. La naturaleza se vuelve transparente, el mundo, ya no será concebido como un lugar en que el hombre se pierde, por ser mera ocasión del pecado, y el hombre ideal, es concebido como aquel que no sólo es inteligente para comprender la realidad que le rodea, sino que se sirve de esos datos para obrar en el momento preciso y para obrar bien (tal es el sentido del concepto de virtu). El poeta de la lengua castellana Garcilaso de la Vega, autor de las más delicadas composiciones amorosas y elegíacas, fue también un hombre de acción1. Igualmente lo fue Miguel de Cervantes, el autor del Quijote. Hemos visto asimismo que dicho equilibrio entre acción y reflexión, esa confianza puesta en las capacidades de conocer entra en crisis en el Barroco. Hamlet, expresa precisamente esta crisis con su duda, metódica primero( duda de que el espectro diga la verdad, por lo que se propone corroborarlo), existencial después (duda de las actitudes de todos los que lo rodean) y luego metafísica (duda de que la existencia en general y su propia existencia tenga sentido. Es más se inclina a pensar que no lo tiene). En efecto, el Barroco advierte que el hombre no se maneja conforme a la razón, incluso cuando lo quisiera. Las pasiones son más poderosas que la razón y ellas pueden ser terribles: así la voluntad de Claudio de hacerse del trono de su hermano, lo lleva a matarlo: sabe que lo que ha hecho es un crimen imperdonable, pero no siente arrepentimiento. Esto quiere decir que el saber no es congruente con la voluntad, como estaban dispuestos a asegurar los renacentistas. Como puede advertirse, a partir de la pérdida de un eje estable como la divinidad (en occidente el Dios cristiano) y su progresivo reemplazo por el hombre en un proceso paulatino de laicización de la realidad, se suceden los cambios en las concepciones del mundo, el hombre y la 1 En 1510, Garcilaso ingresó en la corte del emperador Carlos I y tomó parte en numerosas batallas militares y políticas. Participó en la expedición a Rodas (1522) junto con Boscán y en 1523 fue nombrado caballero de Santiago.En 1530 Garcilaso se desplazó con Carlos I a Bolonia, donde éste fue coronado. Permaneció allí un año, hasta que, debido a una cuestión personal mantenida en secreto, fue desterrado a la isla de Schut, en el Danubio, y después a Nápoles, donde residió a partir de entonces. Herido de muerte en combate, durante el asalto de la fortaleza de Muy, en Provenza, Garcilaso fue trasladado a Niza, donde murió. vida. Como dice el crítico literario mejicano Octavio Paz2, la revolución que implica el Renacimiento “ostenta un rasgo que la hace única en la historia: su impotencia para consagrar los principios en los que se funda”. Esto quiere decir, que si la crítica racional será el gran logro del mundo renacentista, el principio eje que reemplaza al eje de lo divino, precisamente por el carácter de la crítica misma, ese eje no asegura estabilidad alguna: todo puede ser sometido a crítica y discusión. Así, tenemos que en los principios de la Modernidad, ese período que se extiende culturalmente desde final de la edad media y que aún no se sabe si ha terminado, encontramos las semillas de lo que se manifestaría plenamente a partir del s. XIX, en términos de autonomización del individuo, con el movimiento Romántico, periodo estético que estudiaremos conformando un bloque con las corrientes realistas-naturalistas y vanguardistas, éstas últimas situadas históricamente a comienzo del siglo XX. Nos proponemos enfocar este arco histórico a partir de la consideración de la relación entre hombre y sociedad. Tengamos en cuenta que podemos tener en mente cuál era la relación entre el hombre y su comunidad en Edipo Rey, en Hamlet (Qué lindo tema para una integración a fin de año, digo, ver cómo se modifica la noción de héroe como modelo ideal), cómo se modifica ésta en el periodo plenamente moderno y qué expresión adquiere en la literatura de los diferentes momentos (romanticismo, realismo-naturalista y vanguardias históricas). ROMANTICISMO El romanticismo es un movimiento filosófico - artístico que se genera en Europa occidental a mediados del siglo diecinueve. Surge como contestación al racionalismo ilustrado del siglo dieciocho. Frente a la mentalidad lógica y objetivista del ilustrado, el romántico se convierte en pura subjetividad emotiva. La emoción y la sensibilidad prevalecen sobre la intelección. El romántico es ante todo un nostálgico. O bien dirige la mirada a un pasado lejano e idealizado en que todo iba mejor, o vive del recuerdo de la felicidad perdida. Sin embargo, el alma romántica no desea evadir la tristeza, sino que la busca activamente, encerrándose en su propio desgarramiento. Dice Hauser: Nostalgia y dolor por lo lejano son los sentimientos por los que los románticos son desgarrados en todas direcciones. Echan de menos la cercanía y sufren por su aislamiento de los hombres, pero al mismo tiempo los evitan y buscan con diligencia la lejanía y el desconsuelo. Sufren por su extrañamiento del mundo pero captan y quieren este extrañamiento. (360) En nada se refleja con más claridad el desgarramiento de la subjetividad romántica como en su obsesión por la subjetividad particular. Este culto al yo se revela particularmente en el impulso irresistible que el romántico tiene por la introspección. Se trata de una manía de autoobservación y de la necesidad del héroe romántico de tomarse a sí mismo como objeto de contemplación. 2 Paz, Octavio: El Arco y la lira. Fondo de Cultura económica, Méjico 1967, p.221. El héroe romántico se halla en oposición antitética con el mundo, ya bien sea por la fineza de sus emociones, o por los conflictos insolubles que la vida le presenta. Generalmente se siente ajeno al mundo y estima que los asuntos interiores son de mayor importancia que los asuntos del mundo. Mas aún, el romántico busca lo irracional, el éxtasis, la superstición y lo ficticio y lo misterioso con el mismo ahínco que se pliega sobre si mismo. Es decir, el romántico se "arroja en el auto desdoblamiento como se arroja en todo lo ambiguo" (367). De aquí el gusto por lo macabro, lo oscuro, lo nocturno y lo ficticio. La enfermedad se presenta ante la sensibilidad romántica como la prueba fehaciente de una noble humanidad. Según Hauser, este culto a la enfermedad, esta hipocondría esteticista, se debe a la renuncia del romántico a facticidad. La enfermedad es el escape para no someter la vida al análisis ético y cívico que, como vimos, era esencial para el pensador ilustrado. La enfermedad "no es otra cosa que una fuga del dominio racional, de los problemas de la vida racional de los problemas de la vida y el estar enfermo, sólo un pretexto para sustraerse de la vida diaria." (368). En fin. todo lo que se asocia a la subjetividad impera y la emoción triunfa sobre la intelección. Otro rasgo del romanticismo la tendencia a presentar la subjetividad en conflicto, o bien consigo misma como alma atormentada, o con otro sujeto, o circunstancia, que trunca el camino del alma romántica hacia la felicidad. El alma romántica se afirma en el obstáculo que se le presenta frente a la posibilidad de su plenitud. Se puede alegar que el alma romántica es aquella que sabe que pudo haber sido feliz y que mantiene una sostenida añoranza por lo que pudo tener. El recuerdo lastimero y la melancolía son rasgos de una conciencia cuya definición se encuentra en el reino de la posibilidad, y específicamente en un proyecto de felicidad que queda trunco. En fin, los románticos, consideran "todo lo lógico y definido como algo menos valioso que la posibilidad abierta y no consumada ." ( Hauser, 369). El romántico es ocasionalista, es decir el mundo material es mera ocasión para que el pueda afirmar su subjetividad. Mientras más insustancial el mundo más concreta y vital es el alma romántica. Así también, el alma romántica trata a la naturaleza en función de sus estados anímicos, sicologizándola y quitándole así su independencia. Si canta el ave, se detiene a escuchar la musicalidad del trino y piensa que ésta le celebra empáticamente sus amores imposibles; si el cielo se nubla es índice de su futura desventura; si crece el río es para que no se encuentre con su amada. Otras veces la naturaleza se afana en no reflejar el alma romántica. De todos modos, el mundo natural se define como el "no-yo." La naturaleza es en tanto que existe para la subjetividad individual por ello es doliente y empática, adversa y hostil o sencillamente indiferente al proyecto-pena del héroe romántico. Según Hauser, el romanticismo es historicista. Para el romántico cada suceso está atado a una cadena de acontecimientos previos que lo explican o lo evocan. Así el futuro es anhelado como consecuencia natural de la situación presente. Los artistas románticos tienen conciencia de que están haciendo época, de que su gesta tendrá consecuencias para su entorno social. La conciencia histórica del artista romántico unida al particularismo que se asocia a la creación artística culmina en el culto al héroe dotado de talentos artísticos. El alma romántico es una especie de espíritu de contradicción, de oposición sentimental al estado de cosas. No obstante, el artista ve en este cuestionamiento del mundo su aportación a ese mismo mundo. 0 de otra manera, el mundo es en tanto se le presenta como conflicto al alma romántica, y en cuanto su genio puede elevar este conflicto al plano del arte. El héroe romántico (tanto el protagonista de la literatura romántica, como podría afirmarse que los propios autores románticos) busca el absoluto. Su compromiso es con el absoluto: la libertad absoluta en el plano político, el amor absoluto, en el plano sentimental, la belleza absoluta. Esta búsqueda tiránica, aparta al individuo del resto: el héroe romántico es un extremista, un incomprendido, un loco. Manifestación del rechazo por la emergencia de esa incipiente realidad social que es la ciudad atestada de gente y lo amorfo que se le presenta la sociedad burguesa con sus intereses mezquinos y estrechamente materiales, el artista romántico adopta una actitud aristocrática en relación a su arte: sólo quienes tiene la sensibilidad para captar lo sublime se comprometen en una vía y en una búsqueda que puede ser adversa pero se justifica en sí misma porque promete un bien incorruptible (sea el amor, o la libertad). Los movimientos revolucionarios en lo político tuvieron ese componente romántico entre sus precursores y sus seguidores. Entre las elaboraciones conceptuales de importancia para comprender el romanticismo y su posterior influencia hasta nuestros días, el concepto de genio merece ser considerado especialmente. El concepto de genio El Sturm und Drang En la primera mitad del siglo XVIII se juzga genial a personas consideradas notables en el campo filosófico, científico, político o militar. Desde la segunda mitad del siglo XVIII en adelante la cualidad de genio será restringida al mundo de las artes. El Sturm und Drang (movimiento pre-romántico alemán. Su nombre significa “tormenta e impulso”) reacciona durante la década del ´70 del siglo XVIII contra la tradición racionalista ilustrada, según la cual la creación de un objeto artístico responde a reglas puntuales, mensurables, racionalizables y pasibles de normatividad. Prefigura al romanticismo al negarse a reducir la imagen de la naturaleza a una dimensión científica y racional en la que todo responde a causas y efectos. Postula una relación nueva e íntima con la naturaleza viva que se expresará a través de la sensibilidad del artista. En contraste con el criterio racionalista, que concibe a la naturaleza como un todo ordenado pasible de ser apropiado con criterio utilitario, los teóricos del Sturm und Drang entienden que la naturaleza es una gran maestra que, lejos de reducirse a la aprehensión y explotación humana, cobija al ser humano en su plenitud y lo vincula con sus orígenes perdidos. Desde esta perspectiva se exaltan la plenitud del instinto, la imaginación, los valores inconscientes y la libertad de sentimiento (que incluye el derecho al amor más allá de los vínculos sanguíneos); y se afirma que la creación no debe dar cuenta solo de lo bello sino también de lo feo e inarmónico. Así como en el clasicismo a menudo explica el acto creativo en virtud de la prescripción de fórmulas previamente estipuladas, el Sturm und Drang opone una tendencia irracionalista al racionalismo ilustrado, rechaza la idea de "progreso" racional -Rousseau fue una de las influencias significativas del movimiento- y postula la figura del genio original que crea con indiferencia de las reglas preexistentes, con "abundancia de corazón", y brinda, mediante la descodificación que llevan a cabo los críticos, nuevas reglas para el arte venidero. El artista "genial" aparece como una figura que rompe de manera radical con las normas establecidas. El movimiento alcanza su apogeo entre los años 1766 y 1784, en los prolegómenos de la Revolución Francesa: no es de extrañar que el concepto de revolución, entendido como reacción violenta contra todo lo anterior, que tanto peso adquiriría pocos años después para la teoría y para la práctica política, fuera anticipado por una rebelión producida en la esfera del arte. Los integrantes del Sturm und Drang son jóvenes que se pronuncian públicamente en contra de los tabúes sociales y enarbolan el ideal de la libertad contra cualquier forma de tiranía. La relación entre juventud y rebeldía aparece por entonces como un dato novedoso que influirá consciente o inconscientemente en numerosas prácticas político-sociales y literarias posteriores. Uno de los integrantes del movimiento, Christoph Kaufmann, se hace llamar el "Apóstol de los genios" y recorre el país descalzo, con la melena larga y el pecho desnudo. Su desenfado contribuye notablemente al rechazo que empieza a suscitar la juventud como figura emblemática de la rebeldía. Brugger señala acertadamente que aunque el movimiento se oponga a numerosos valores ilustrados, es de todos modos un "hijo legítimo de todo el siglo XVIII" por su temple sediento de libertad y por su revalorización de un humanismo que pretende liberar al ser humano de las ataduras propias de la "minoría de edad". El Sturm und Drang se nutre de la estética inglesa, particularmente de Young y Shaftesbury. Young señala que, en tanto genio original, Shakespeare puede prescindir de la erudición porque tiene como escuela a la naturaleza. Si en la teoría de los furores el entusiasmo infundido por la divinidad tornaba prescindibles las reglas del arte, ahora la prescindencia será suscitada por una naturaleza que pierde su carácter sagrado y dicta las reglas para el arte futuro. Shakespeare, no muy conocido por entonces en Alemania, es el modelo de genio por excelencia para el Sturm und Drang, una figura prometeica a la que dota de atributos divinos. Shaftesbury revaloriza la antigua idea platónica de entusiasmo (A letter concerning enthusiasm) sobre la que se edificará el fundamento romántico de exaltación de la sensibilidad por oposición a la razón ilustrada Las sensaciones -el instinto, el inconsciente, dirá más tarde Schelling- es anterior a cualquier reflexión y marca una tendencia natural -es decir, innata- a la belleza y al bien. Shaftesbury anticipará la revalorización del entusiasmo que conmoverá a toda la Europa dieciochesca hasta bien entrado el siglo XIX. A su modo de ver el entusiasmo no se vincula con el fanatismo sino con el sentimiento de algo divino, absolutamente íntimo en la conciencia moral, una conciencia que no depende de la religión entendida como coacción jurídica de premios y castigos, ya que este régimen extorsivo destruye a su entender el carácter desinteresado de la virtud. Shaftesbury concibe al genio como una forma de existencia inmediata y original, no imitativa. Frente al racionalismo ilustrado, frente a la posibilidad de que una familiaridad con el arte permita crear obras "admirables" a todo aquel que se lo proponga, el Sturm und Drang rescata la idea religiosa e "irracional" de la musa. Las palabras de Homero aparecen para Gerstenberg como "chispas puras, espirituales y sublimes", chispas "emanadas de la fragua del genio", "irrupciones de la divinidad parlante o de la musa", que "nos admite como espectadores". "Lo que nos convierte en espectadores insatisfechos", escribe Gestenberg, es la "falta de inspiración"; el genio poético, en cambio, consiste en "la inventiva, en la economía del todo, en la novedad y el impulso original". Sin genio, para Gerstenberg no existe el poeta. Mientras los ingeniosos pueden ser agrupados en niveles diversos, "un poeta sin gran genio no es poeta". Gerstenberg diferencia también el genio del talento: el concepto de genio alude a la facultad de creación; el de talento, en cambio, refiere a la posibilidad de otorgar mediante las reglas del arte una forma racional al material suministrado por el genio. El talento es patrimonio de muchos, el genio de unos pocos. El Sturm und Drang produce un giro en la estética moderna y anticipa el concepto de arte por el arte: al ubicar el centro de gravedad en el artista-hacedor se deja al artista en libertad de considerar que la obra, surgida de fuentes irracionales, constituye en sí misma un valor independiente de los efectos ejercidos en el público, una concepción que desplaza la idea racionalista de que la obra de arte tiene que deleitar y ser útil como medio de educación preferentemente moral. Esta nueva concepción estética también acrecienta el interés por la psicología del artista y por los móviles del proceso creador. Apología romántica del genio "Los arrebatos de los poetas, lo sublime de los oradores, los éxtasis de los músicos, el ensimismamiento de los virtuosos: todo es puro entusiasmo. El saber mismo, el amor a las artes y a los descubrimientos, el espíritu de los viajeros y aventureros, el coraje, la guerra, el heroísmo, ¡todo es entusiasmo! Es lo que nos inspira algo que está por encima de lo ordinario y nos eleva más allá de nosotros mismos. Sin esta imaginación y sin esta fantasía, el mundo sería gris y la vida un enojoso pasatiempo. A duras penas sería vida. Las funciones animales podrían seguir su curso, pero nadie buscaría ni encontraría nada superior. Dejaríamos de lado los sentimientos más nobles, las fantasías más elegantes y las belles passions -todo ello con la Belleza como principioy, probablemente, no podríamos hacer otra cosa que satisfacer nuestros apetitos más elementales con el menor esfuerzo posible, para acabar llegando a un estado de indolencia e inactividad". (Shaftesbury, Letter concerning enthusiasm, en Characteristics, vol I) Al igual que Shaftesbury, Young y el Sturm und Drang, la estética kantiana influirá considerablemente en la exaltación de la figura del genio que lleva a cabo el romanticismo en su preocupación por destacar los caracteres subjetivos e inconscientes del artista, rasgos que con frecuencia se nutren de idea antigua de entusiasmo o inspiración. El genio romántico caracterizado por Fichte, Jean Paul y Carlyle aparece como un ser dotado de elementos cognoscibles e incognoscibles, divino y venerable, generador de procesos vitales analogables al crecimiento de un árbol, un ser que detenta un poder insondable para sí mismo y para los otros que lo lleva a crear imprevistamente sus más grandes obras. El romántico retoma la doctrina del microcosmos, la consideración de que el ser humano es un reflejo del conjunto del universo, del cual es imagen y resumen. Esto implica no tomar en serio manifestaciones particulares del infinito como el yo, dios, el arte o la naturaleza. Al igual que el Sturm und Drang, el romanticismo identifica la figura del genio con la libertad, el inconformismo y la trasgresión, y la contrapone al filisteo, que es la imagen del burgués obediente, atado a las convenciones y a las reglas del mercado. El romanticismo retoma la concepción del renacimiento que cifra en el artista el modelo del potencial humano creador, una capacidad que refleja en escala reducida las aptitudes del gran Creador y que configura un ideal de humanidad que será encarnado por la figura del genio mediante la estética y la práctica del arte. En Sistema del idealismo trascendental, una obra publicada en 1800 cuya última parte está dedicada al tema del genio, Schelling postula a la figura del genio como el ideal supremo de una humanidad en la que se resolverán las contradicciones y reinará una completa armonía. En este contexto la figura del genio representa el estadio superior de la evolución de los sucesivos grados que van de la inconsciencia hasta la conciencia absoluta. Schelling otorga al genio un valor análogo al que los neoplatónicos dieron a la divinidad. La figura del genio resume a su entender dos categorías que inicialmente estaban escindidas: la libertad y la naturaleza. La obra de arte es al mismo tiempo obra de la naturaleza, un universo en el que todo está determinado, y de la libertad, un ámbito en el que el ser humano se considera libre de tutelas y determinismos. Entendida como naturaleza, la obra de arte no es libre, es un producto de la inteligencia inconsciente. Como resultado de la libertad, permite formar una producción que si bien es consciente, articula significados que escapan a la intención del artista. El genio resume de este modo una actividad consciente -que se puede enseñar y aprender- y una actividad inconsciente, resultado de un don innato que consagra al artista como un favorito de la naturaleza. Genio y locura La figura del "genio incomprendido" como "mártir" que trabaja para la posteridad es prácticamente desconocida en la antigüedad. Si bien el poeta podía quejarse por su situación económica, no idealizaba la incomprensión, el sufrimiento o la pobreza como condiciones de posibilidad para la creación artística. Aunque la vinculación del genio con la locura pueda hundir sus raíces en la teoría antigua de la melancolía, en el mundo antiguo la enfermedad no es una pose buscada para ascender al rango de semidiós creativo. Difícilmente se encuentre en el mundo clásico greco-romano una idea como ésta que anota Goethe en Poesía y verdad: "El destino común del hombre, del que todos participamos, debe ser más difícil para aquellos que desarrollan más rápido y más ampliamente las fuerzas del espíritu", o como ésta que anota Schopenhauer en Parerga y Paralipomena: "El artista es él mismo la voluntad, que se objetiva y permanece en un continuo sufrimiento". Se desconoce que en la antigüedad hayan existido enfermedades que, como la tuberculosis, caracterizaran al artista en función de su obra, imágenes del artista mártir. La exaltación del sufrimiento del genio encuentra su origen en el legado judeocristiano de glorificación estética del dolor. La referencia del sacrificio de Cristo a la figura del genio es obra de una lenta construcción que se nutre de ciertos elementos de la antigüedad clásica -por ejemplo la consideración de que el artista es un favorito de los dioses y que su aparición es infrecuente- y de la contraposición romántica de la figura del artista a la del burgués filisteo. La belleza lo sublime y lo macabro Para los clasicistas la belleza depende, en forma subjetiva, de los objetos (unidad, variedad, regularidad, orden, proporción, etc.), más que de la sensación que producen éstos en quien los contempla. La belleza, en consecuencia, ha de proporcionar un estado de placer sereno, fruto del orden y la proporción, como ocurre con el arte griego. Pero también se tuvo en cuenta en el siglo XVIII junto a lo bello lo sublime, que desde la Antigüedad tenía que ver con la emoción. Dice el griego Longinos: "lo sublime es lo que nos emociona por su magnitud y energía superior a las facultades humanas; la naturaleza, el cosmos, la grandeza y profundidad de pensamiento” Junto a la belleza clásica y serena, los neoclásicos también disfrutaron, pues, de la sublimidad, de las emociones fuertes en el arte, de la Naturaleza majestuosa y sublime, de los motivos fúnebres, macabros o sobrenaturales. Kant lo reflejó muy bien: "El aspecto de una cadena de montañas cuyos picos nevados se pierden entre las nubes, la descripción de una tormenta o la que hace Milton del reino infernal, nos producen un placer mezclado con terror. El espectáculo de los prados poblados de flores y los valles surcados por arroyuelos, y donde pacen los rebaños, nos producen también un sentimiento agradable, pero plenamente gozoso y amable... La noche es sublime, el día es bello. Los que poseen el sentimiento de lo sublime están inclinados hacia los sentimientos elevados de la amistad, la eternidad, el desprecio del mundo, el silencio de las noches de verano tachonadas por la temblorosa luz de las estrellas y la solitaria luna en el horizonte. Lo sublime emociona, lo bello encanta. Lo sublime terrible, cuando se produce fuera de lo natural, se convierte en fantástico." ¿A qué aspira lo sublime? A presentar lo impresentable, demostrar lo indemostrable, visualizar lo invisible, descifrar lo indescifrable. Al tratar de presentar lo impresentable, la obra de arte se une con el absoluto. La aspiración del romántico a este tipo de experiencia lo lleva a desarrollar su imaginación por los territorios extremos de la noche, las tinieblas, las brumas. Nace, entonces, asociado a la experiencia inquietante de lo sublime el interés por lo fantástico. De hecho Frankestein es una obra romántica y también lo es gran parte de la obra de Edgar Allan Poe. Asimismo, y asociado al interés por la naturaleza y la aventura, los artistas románticos toman contacto con las zonas rurales y su literatura de carácter maravilloso que circula oralmente en forma de todo tipo de relatos con contenidos mágicos. Los hermanos Grimm recopilan en un trabajo de campo que luego reelaboran literariamente gran variedad de relatos folklóricos. Este interés por la literatura popular, se relaciona igualmente con el interés por el pasado medieval, por las ruinas, por la “mitología” y emblemas del medioevo. Estos resultan también ambientes propicios para la imaginación romántica sedienta de experiencias de lo sublime, esa dimensión inexplicable, misteriosa y única de la existencia. De allí, al gusto por lo macabro no hay más que una fina línea, que diversos autores románticos cruzan. TEXTOS El retrato oval Edgar Allan Poe3 El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente 3 Edgar Allan Poe (1809-1849), ya se sabe, es uno de los grandes escritores de la literatura universal. Convirtió el cuento corto en un género técnicamente riguroso. Sus cuentos son económicos y funcionales, cada elemento está allí en función de un desenlace destinado a sorprender, a dejar una marca indeleble en el lector. Poe es considerado por la crítica como uno de los padres del cuento contemporáneo. Nacido en el Sur de los Estados Unidos, es posible que en su infancia haya escuchado de sus sirvientes negros los relatos de la tradición oral sureña poblados de fantasmas, cadáveres, aparecidos y seres sobrenaturales. El gótico (también parte de sus probables lecturas de infancia), un género ya en extinción a mediados del siglo XIX, adquiere en Poe nueva vitalidad. "El gato negro" es quizás uno de los cuentos más afamados del autor. La fuerza del relato recae en buena medida en ese narrador desquiciado, a punto de recibir su castigo en la horca, cuyas palabras dan cuenta del peor de los crímenes bajo una imperturbable máscara de cinismo y locura. Al horror de los hechos narrados se suma lo inaudito, lo inexplicable, lo que escapa a la razón. Un narrador de características similares es quien nos cuenta los hechos de "El corazón delator". "¡Es verdad! He sido y soy nervioso, muy, muy tremendamente nervioso, pero, ¿por qué dirían ustedes que estoy loco?", inicia su relato el hombre que describirá cómo noche a noche ha ido acechando a su presa: un anciano a su cuidado, para finalmente asesinarlo, y descuartizar su cuerpo. "El retrato oval" desarrolla dos temas propios del fantástico: el del doble (el retrato actúa como tal) y el del vampirismo. El artista, o más bien su arte, logra la perfección una vez que ha robado la vida de quien le sirve de modelo. prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban. Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro. Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente. No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida. El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente: "Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible: "¡En verdad, esta es la vida misma!" Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!" Gustavo Adolfo Bécquer4 4 Originario de Sevilla, España, Bécquer nació el 17 de febrero de 1836 siendo su padre un célebre pintor del costumbrismo sevillano quien dejó huérfano a Adolfo a los cinco años; comenzó sus primeros estudios en el colegio de San Antonio Abad, para luego pasar a tomar la carrera náutica en el colegio de San Telmo. A los nueve años quedó huérfano también de madre y salió del anterior colegio para ser acogido por su madrina de bautismo. A la edad de diecisiete años dejó a su madrina y a la buena posición que ésta le proporcionaba para viajar a Madrid en busca de fortuna a través del campo de las letras que se le daba con facilidad. Como es conocido, no era fácil subsistir de la literatura y paradójicamente, Bécquer que deseaba encontrar fortuna lo que abundó fueron escaseces, por lo que se vio obligado a servir de escribiente en la Dirección de Bienes Nacionales, donde su habilidad para el dibujo era admirada por sus compañeros, pero fue motivo de que fuera cesado al ser sorprendido por el Director haciendo dibujos de escenas de Shakespeare. De este modo volvió Gustavo a vivir de sus artículos literarios que eran entonces de poca demanda por lo que alternó esta actividad con la elaboración de pinturas al fresco. Tiempo después encontró una plaza en la redacción de "El Contemporáneo" y fue entonces que escribió la mayoría de sus leyendas y las "Cartas desde mi celda".En 1862 llegó a vivir con Bécquer su hermano Valeriano, célebre en Sevilla por su producción pictórica pero no por eso más afortunado que Gustavo, y juntos vivieron al día uno traduciendo novelas o escribiendo artículos y el otro dibujando y pintando por destajo; mucho les costó a los hermanos salir adelante de su infortunio y con el tiempo lograron juntos una modesta estabilidad que les permitía a uno retratar por obsequio y al otro escribir una oda por entusiasmo. Como legado para la literatura del mundo, Gustavo Adolfo Bécquer dejó sus "Rimas" a través de las cuales deja ver lo melancólico y atormentado de su vida; en el género de las leyendas escribió la célebre "Maese Pérez el Organista", "Los ojos verdes", "Las hojas secas" y "La rosa de pasión" entre varias otras. En septiembre de 1870 dejó de existir Valeriano, duro golpe El rayo de luna (Leyenda soriana) Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación. Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda, que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerlos un rato. I Era noble; había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante, ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última carta de un trovador. Los que quisieran encontrarlo no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su maza contra una piedra. —¿Dónde está Manrique? ¿Dónde está vuestro señor? —preguntaba algunas veces su madre. —No sabemos —respondían sus servidores—; acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña; sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr una tras otra las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo. En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra por que su sombra no lo siguiese a todas partes. Amaba la soledad porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, porque Manrique era poeta, ¡tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos! Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel, junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre. Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y para Gustavo, que pronto enfermó sin ningún síntoma preciso, de pulmonía que se convirtió luego en hepatitis para tornarse en una pericarditis que pronto había terminar su vida el 22 de diciembre de ese mismo año. suspiros o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio, intentando traducirlo. En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras inteligibles que no podía comprender. ¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar, como un junco. Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas, que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio exclamaba: —Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas! Y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor? II Sobre el Duero, que pasa lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río. En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie restos de los anchos torreones de sus muros; aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas. En los huertos y en los jardines cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada de sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; y las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en los trozos de fábrica, próxima a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina. Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente. Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios. La medianoche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito, un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo. En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines. —¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio... ¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco —exclamó Manrique—; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta. III Llegó al punto en que había visto perderse, entre la espesura de las ramas, a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía. —¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! —dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de piedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó, rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas, hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie! ¡Ah!... Por aquí, por aquí va —exclamó entonces—. Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje, que arrastra por el suelo y roza en los arbustos —y corría, y corría como un loco, de aquí para allá, y no la veía—. Pero siguen sonando sus pisadas —murmuró otra vez—; creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento, que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda: va por ahí, ha hablado..., ha hablado... ¿En qué idioma? No sé; pero es una lengua extranjera... Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla: ya notando que las ramas por entre las cuales había desaparecido se movían, ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus breves pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial, que aspiraba a intervalos, era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él complaciéndose en huirlo por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil! Vagó algunas horas de un lado a otro, fuera de sí, parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada. Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordeaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre las que se eleva la ermita de San Saturio. —Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto —exclamó, trepando de peña en peña con la ayuda de su daga. Llegó a la cima, desde la que se descubren la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero, que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan. Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia. La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta. En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarlo para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacía el puente. Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó, jadeante y cubierto de sudor, a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas. IV Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población y, dirigiéndose hacía el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura. Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro, ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de corcel que piafando hacía sonar la cadena que lo sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas. Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto; otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas corriendo al azar de un sitio a otro. Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra; oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio se veía un rayo de luz templada y suave, que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y agrietado paredón de la casa de enfrente. —No cabe duda; aquí vive mi desconocida —murmuró el joven en voz baja y sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica—; aquí vive... Ella entró por el postigo de San Saturio... Por el postigo de San Saturio se viene a este barrio... En este barrio hay una casa donde, pasada la medianoche, aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién, sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a esas horas?... No hay más; ésta es su casa. En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica; de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento. Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daban entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero apareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo. Verlo Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante. —¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, animal —ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarlo un buen espacio de tiempo con los ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa: —En esta casa vive el muy honrado señor don Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que, herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas. —Pero, ¿y su hija? —interrumpió el joven, impaciente—. ¿Y su hija, o su hermana, o su esposa, o lo que sea? —No tiene ninguna mujer consigo. —¡No tiene ninguna!... Pues, ¿quién duerme allí, en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz? —¿Allí? Allí duerme mi señor don Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece. Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras. V —Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla... ¿En qué? Eso es lo que no podré decir...; pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras. ¿Qué dijo?... ¿Qué dijo?... ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso...; pero aun sin saberlo, la encontraré...; la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas de oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata, una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa...; yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla. ¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color...; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí..., no hay duda: azules deben de ser, azules son seguramente, y sus cabellos, negros, muy negros y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros...; no me engaño, no, eran negros. ¡Y qué bien hacen unos ojos azules muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer alta...; porque... ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito! ¡Su voz!... Su voz la he oído...; su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música. Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta de lo que yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu hermano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma? Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que la he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas en el silencio de la noche? Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de don Antonio de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando, después de atravesar, absorto en estas ideas, el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines. VI La noche estaba serena y hermosa; la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles. Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto. Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo. Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco. Corre, corre en su busca; llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo, y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe, al fin, en una carcajada, en una carcajada sonora, estridente, horrible. Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos; pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante. Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía las ramas. ... Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial, junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi, y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre ni a los consuelos de sus servidores. —Tú eres joven, tú eres hermoso —le decía aquélla—. ¿Por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y amándote pueda hacerte feliz? —¡El amor!... El amor es un rayo de luna —murmuraba el joven. —¿Por qué no despertáis de ese letargo? —le decía uno de sus escuderos—. Os vestís de hierro de pies a cabeza; mandáis desplegar al aire vuestro pendón de rico hombre, y marchamos a la guerra. En la guerra se encuentra la gloria. —¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna. —¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto Mosén Arnaldo, el trovador provenzal? —¡No! ¡No! —exclamó el joven, incorporándose colérico en su sitial—. No quiero nada...; es decir, sí quiero: quiero que me dejéis solo... Cantigas..., mujeres..., glorias..., felicidad..., mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna. Manrique estaba loco; por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figura que lo que había hecho era recuperar el juicio. *****