Primeras páginas - La esfera de los libros

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Emilio Contreras
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Acoso y derribo
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Las conspiraciones, las traiciones y el cerco al presidente
contados por sus colaboradores más cercanos
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TODO OCURRIÓ
EN DIECISIETE MESES
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adrugada de 19 de febrero de 1979 en el hotel Corona de
Aragón de Zaragoza. España vivía la campaña de las segundas elecciones generales con la euforia y la aspereza de la recién
estrenada democracia. El silencio envolvía las estancias del hotel.
Cuando parecía que todos los huéspedes dormían, se abrió lentamente la puerta de una de las habitaciones de la tercera planta, de
la que salió con la mayor discreción y sigilo Francisco Fernández
Ordóñez, ministro de Hacienda en el Gobierno que presidía Adolfo Suárez y número uno de la lista de UCD al Congreso de los
Diputados por Zaragoza, quien se hospedó en ese hotel durante
las tres semanas que duró la campaña. Miró con recelo y desconfianza a ambos lados del pasillo, a esas horas solo iluminado por
unas tenues luces de seguridad. Cuando se aseguró de que no
había nadie, salió despacio y cerró la puerta lentamente para evitar
que hiciera ruido.
Anduvo con cautela posando con extremo cuidado sus pies en
la moqueta, al tiempo que escrutaba con la mirada cada metro de
su camino hacia el ascensor. Parecía desconfiar hasta de los personajes de los grabados que decoraban las paredes. Pulsó el botón de
llamada y, cuando se abrió la puerta, inclinó profundamente la cabeza fingiendo buscar un objeto personal perdido en el suelo para
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evitar que pudiera reconocerle algún ocupante inoportuno. Pero
el ascensor estaba vacío. Entró en él y subió dos plantas. Con el
mismo recelo miró al salir a ambos lados del pasillo y con el mismo cuidado fue posando los pies sobre la moqueta. Con igual discreción y sigilo se dirigió hacia una de las habitaciones. Golpeó
suavemente con los nudillos la puerta, que entreabrió muy despacio alguien también lleno de cautela… y apareció Felipe González,
secretario general del PSOE, principal adversario de UCD y de
Adolfo Suárez, que horas antes había dado un mitin ante varios
miles de personas en el pabellón francés de la Feria de Muestras
de Zaragoza.
Pero Ordóñez y González no eran los únicos que estaban despiertos a esas horas. Dos escoltas que cumplían con su deber de
vigilancia y protección tampoco dormían, y como buenos profesionales sí consiguieron no ser vistos por nadie. Ellos fueron testigos de ese sospechoso encuentro a escondidas y a altas horas de la
madrugada entre el ministro centrista y el líder socialista, cuyo
contenido nunca se ha conocido. Con el mismo sigilo, con las mismas cautelas, con la misma desconfianza y por los mismos pasillos
en penumbra, Fernández Ordóñez regresó a su habitación casi dos
horas más tarde. Y con igual diligencia los escoltas redactaron un
informe sin omitir detalle, en el que plasmaron todo lo que habían
visto. A las nueve de la mañana, el gobernador civil de Zaragoza,
Francisco Laína García, lo tenía sobre la mesa de su despacho.
Cuatro horas más tarde, ese informe estaba en manos de Adolfo
Suárez en el palacio de La Moncloa.
Esta fue la primera señal inequívoca que el presidente del Gobierno recibió sobre la deslealtad de algunos de sus colaboradores,
que habían empezado a remover las aguas en el seno de UCD y
que tres años más tarde acabarían arrastrando hacia la destrucción
al partido que había liderado la Transición.
A una semana de las elecciones, la mayoría de los sondeos auguraban unos resultados muy preocupantes para Adolfo Suárez.
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Únicamente el publicado en el diario Ya el 25 de febrero, que había sido filtrado por el equipo de asesores externos del presidente,
daba la victoria a UCD. Quienes trabajaban con Suárez en La
Moncloa veían con temor el probable triunfo del PSOE, y las
alarmas se dispararon en el entorno del presidente. «Adolfo, tienes
que hacer algo. Los sondeos avanzan un resultado incierto y solo
tú puedes enderezar la situación», le advirtió uno de sus colaboradores.
Bastó con una intervención de Suárez en Televisión Española,
durante el cierre de campaña, para darle la vuelta a los sondeos.
Aquella noche, el presidente no solo recurrió a su poder de seducción ante la cámara, sino que también cedió a los consejos de sus
asesores y, aunque al principio se resistió, aceptó introducir en su
mensaje una dura advertencia a los electores sobre la contradicción
que había entre la imagen moderada que daban los jóvenes dirigentes socialistas y el contenido radical de su programa electoral.
La fórmula dio resultado y la noche del 1 de marzo de 1979, UCD
y Suárez volvieron a repetir su triunfo del 15 de junio de 1977:
ciento sesenta y ocho diputados frente a los ciento veintiuno del
PSOE, los mismos que el diario Ya había vaticinado. Aunque no
consiguió alcanzar la mayoría absoluta que le liberara de los permanentes pactos con las minorías, especialmente con CiU y PNV,
el resultado se consideró un éxito, y como tal se celebró.
La reacción de los mercados a la victoria de UCD fue fulminante. La Bolsa rozó una subida del 5 por ciento. En el fondo subyacía una sensación de alivio de una parte de las clases medias y en
los más altos niveles del poder económico, por el recelo que aún
suscitaba el sesgo izquierdista del programa del Partido Socialista
Obrero Español. Pensaban que la suma de los ciento sesenta y
ocho escaños de UCD más los diez de Coalición Democrática,
fuerza política de la derecha conservadora liderada por Manuel
Fraga, superaría en dos escaños una mayoría absoluta que podía
alejar ese temor y consolidar un pacto o una coalición de derechas.
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Diecisiete meses después, ya no quedaba nada de aquel optimismo. Cuando la periodista de ABC Josefina Martínez del Álamo
había dado por perdida toda esperanza de que le concedieran la
entrevista que había solicitado a Adolfo Suárez, recibió una llamada del gabinete de la presidencia del Gobierno. «Josefina —le dijeron—, si te unes al grupo de periodistas que va a acompañar al
presidente a Lima, te prometemos que te concederá la entrevista».
La promesa se cumplió el 29 de julio de 1980, dos días después
de que Suárez llegara a Perú para asistir a la toma de posesión del
nuevo presidente, Andrés Belaúnde Terry. La citaron a la una de la
madrugada, a escondidas de los demás periodistas, en un discreto
salón del hotel Bolívar, y en cuanto Adolfo Suárez comenzó a hablar, Josefina descubrió a un hombre psicológicamente desfondado
y hundido. Más que una entrevista política, aquello fue un largo
soliloquio, una confesión a tumba abierta en la que ella era casi un
convidado de piedra, un muro de las lamentaciones que escuchaba
un torrente de palabras interrumpido por largos silencios en los
que Adolfo Suárez parecía quedar ausente. «Soy un hombre absolutamente desprestigiado», le dijo, y continuó con una amarga
confesión: «He sufrido una enorme erosión». «Lo malo —añadió— es la incomprensión. ¿Usted sabe las cosas que se han dicho
de mí? Personalmente me preocupa poco lo que digan… pero me
preocupa por mis hijos. Por si un día llegan a creer que su padre
era todo lo que se escribe en la prensa (…). Ha habido momentos
terribles (…). A mí me han estado insultando de una forma tremenda (…). Y yo he seguido saludando con el mismo gesto, con
la misma atención, hasta con el mismo afecto, a la persona que me
insultaba».
Por un momento, volvió la vista atrás en la historia de nuestro
país cuando la periodista le preguntó por el desencanto de la ciudadanía, que esperaba del sistema democrático la solución milagrosa a los problemas del país: «¡El desencanto! Yo no creo que el
pueblo español haya estado encantado jamás. La historia no le ha
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dado motivos casi nunca (…), pero le hemos hecho creer que la
democracia iba a resolver todos los grandes males que pueden
existir en España… Y no era cierto. La democracia es solo un sistema de convivencia. El menos malo de los que existen».
Continuó con un reproche a los periodistas que hacían información política. «Hay excepciones, desde luego. Pero, por desgracia, esa es la tónica general». «Algunos periodistas —añadió— me
preguntan sobre un tema político para tratar de convencerme de
sus posturas. Entonces les digo: ¿ustedes qué quieren: saber mi opinión o convencerme de la suya…? Porque si vienen a hacerme
una entrevista, les interesará conocer mi criterio, supongo.Y tendrán que escucharlo libre de prejuicios. Después, ustedes lo estudian, se informan y, si no les gusta, lo critican… Después, todo lo
que ustedes quieran (…). Tengo mucho miedo de cómo escriben
después las cosas que he dicho». Se mostraba convencido de la imposibilidad de estar rectificando permanentemente porque nadie
admitía la posibilidad de estar equivocado: «Nadie lo admite nunca. Consideran que es una ofensa personal. Y aumenta todavía el
grado de irritación contra mí. He llegado a la conclusión de que
es mejor callar.Y es lo que suelo hacer».Y ese silencio estaba horadando su capacidad de aguante.
Sus quejas no solo iban contra un amplio sector de la prensa y
contra lo que él llamaba «la cloaca de Madrid», en la que «políticos
y periodistas acaban todos cociéndose».También iban directamente contra algunos compañeros de partido y de Gobierno que mostraban comportamientos desleales: «¿Cómo es posible que tengan
ustedes —preguntó a la periodista— el más mínimo respeto a una
persona que les cuenta lo que ha ocurrido, lo que se ha tratado en
un Consejo de Ministros o en una reunión de naturaleza totalmente reservada? ¡Para mí, ese señor se habría acabado! Porque no
me ofrecería ninguna imagen de seriedad, ni de responsabilidad ni
de nada. Pero ustedes colocan a esa persona en la punta de lanza de
la popularidad… quizás para pagarle el precio de una informa-
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ción… Eso es deleznable… Y se está dando mucho en la política
española».
En un intento de defenderse, afirmó: «Admitirá que luché, sobre todo, por lograr esa convivencia; que intenté conciliar los intereses y los principios… y, en caso de duda, me incliné siempre
por los principios». Y concluyó: «La transición española dará un
ejemplo al mundo».
Aquella entrevista no se llegó a publicar. Los colaboradores de
Suárez decidieron que la opinión pública no debía descubrir el nivel de abatimiento y de pérdida de confianza en sí mismo que volcó en ella el presidente del Gobierno. Era evidente que sus palabras podían tener consecuencias políticas e institucionales
imprevisibles, todas ellas nocivas para la supervivencia política de
Adolfo Suárez y para la estabilidad del Gobierno. Expusieron sus
razones al director del periódico y le rogaron que no la publicara,
petición a la que Guillermo Luca de Tena accedió.Y hubo que esperar veintisiete años —al 23 de septiembre de 2007— para que
la entrevista viera la luz, cuando su valor para la lucha política había desaparecido.
¿Qué había ocurrido para que en solo diecisiete meses Adolfo
Suárez pasara de la euforia del triunfo electoral al abatimiento?
¿Qué quedaba de aquella perseverancia a prueba de reveses, que le
había permitido pasar en diecinueve años de ser un desconocido
secretario particular del gobernador civil de Ávila a ocupar la presidencia del Gobierno de su país en un momento clave de su historia? ¿Tan implacable había sido la campaña, que había conseguido doblegar a un hombre cuyo mayor capital político a lo largo de
toda su vida había sido una inmensa confianza y seguridad en sí
mismo?
A aquella campaña se le llamó de «acoso y derribo», en referencia a la faena campera que describe la acción de los jinetes a
galope provistos de una garrocha, persiguiendo a los becerros que
corren asustados para probar su bravura y casta. Cuando los tie-
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nen cerca, introducen con habilidad la garrocha entre las patas del
animal y provocan su caída. Si el becerro se levanta con rapidez,
se recupera y vuelve a correr de forma reiterada, esa reacción es
interpretada como prueba de bravura y se le destina a la cría para
ser toro de lidia. Si se acobarda y no se revuelve con brío, se le
envía al matadero. Alguien encontró con acierto en esta expresión
el símil de lo que se hizo con Adolfo Suárez tras ganar las elecciones del 1 de marzo de 1979. Desde dentro y desde fuera de su
partido se le pusieron zancadillas, se le colocaron palos entre las
piernas para hacerle caer con tal frecuencia y en ocasiones con tal
dureza que hubo un momento en el que cayó rendido, no se pudo levantar y tiró la toalla. No fue enviado al matadero, pero sí al
ostracismo.
¿Por qué le surgieron tantos y tan implacables adversarios y
enemigos? ¿Quiénes quisieron sacar del poder al primer presidente del Gobierno elegido democráticamente después de cuarenta y
un años? ¿Por qué pasó de ser la solución tras la muerte de Franco
a convertirse en una amenaza para algunos? ¿Cuáles fueron los
motivos por los que se movieron los hilos para hacerle dimitir?
¿Cuáles fueron los errores que Adolfo Suárez cometió en ese tiempo? ¿Qué le ocurrió al hombre que, solo diecisiete meses antes,
había sido capaz, con una sola intervención televisiva, de darle la
vuelta a un probable fracaso electoral? Este es el relato de su trayectoria personal y política, y de la primera conspiración de la democracia, escrito con los testimonios de sus amigos íntimos y de
sus colaboradores más cercanos a lo largo de su vida y, muy especialmente, en los cincuenta y cinco meses que fue presidente del
Gobierno.
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