Hector Di Gloria - Feng-shui

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Héctor Di Gloria
Feng-shui
De Todos tenemos algo para proteger de la tormenta, Editor Héctor Di
Gloria, Buenos Aires 2011.
Me divorcié. El 24 de agosto firmamos los papeles y el 25 a la mañana
ya lo había decidido: me tenía que comprar un auto. No sabía manejar
ni tenía registro, pero no me importó. Mis amigas, que ya tenían
experiencia en divorcios, me habían hecho todas las advertencias del
caso, como si fueran consejeras recuperadas ayudando a una adicta: al
principio vas a querer hacer cualquier pavada, en parte para llenar el
vacío que te queda, y en parte para demostrar que podés tomar
decisiones sin un hombre al lado. Yo sabía que tenía que escucharlas,
por eso había postergado la idea de mudar a Iroyi, mi instructor de
feng-shui, a la piecita del fondo de casa. Lo quería tener cerca para
que hiciera una redistribución total del espacio sin omitir una
armonización del jardín. Pero con el auto era distinto. Esa era una
necesidad real y objetiva que no tenía ninguna relación con mi estado
civil. Miles de veces le había dicho a Esteban (mi ex) que quería un
auto chiquito y barato para movilizarme sin depender de un remís. La
idea se me había ocurrido mucho antes de la separación, así que estaba
claro que no respondía al "síndrome de la cama de dos plazas", como
lo llamaban mis amigas.
Lo que sí tenía claro era que mi auto no podía ser ni chiquito ni barato.
Eso era sólo una estrategia para encarar el tema con Esteban. Apenas
aflojara un poco lo iba a convencer de que un auto de cinco puertas no
necesariamente es grande, y de que nada es demasiado caro cuando lo
que está en juego es la seguridad y el confort de la mujer amada. Al
ver las cosas en perspectiva, parece que tan amada no era, porque cuando le pedí que nos separáramos aceptó sin dudar. Al día siguiente
vino con el abogado. Pensar que yo nada más quería asustarlo un
poco, porque lo veía distante y necesitaba que se comprometiera más
con la relación.
Pero el auto lo iba a tener igual, para que reventara al ver que me
movilizaba sin remís; porque el fin último era ese: movilizarme.
Hice la cuenta para saber cuánto podía gastar. Sumando los ahorros, lo
que podía sacar por la venta de los trajes que Esteban no se había
llevado,
más
la
mensualidad
que
habíamos
pactado
extrajudicialmente, y que se iba a mantener durante cuatro o cinco
meses, hasta que todo se acomodara, pero que yo podía pedir en
efectivo, por adelantado, amparada en la necesidad de evitar
encuentros mensuales innecesarios, sumando todo eso tenía para
gastar unos cuarenta mil. Me sorprendió el número porque no
imaginaba que iba a juntar tanto, y porque si lo estiraba un poco tal
vez me alcanzaba también para la redistribución total del espacio a
cargo de Iroyi.
Antes de entrar en la concesionaria me puse a mirar la vidriera con
disimulo. Quería tener un panorama previo de lo que se usaba y tomar
una decisión. Apenas pusiera un pie adentro el vendedor se iba a
abalanzar sobre mí para recitarme cuestiones técnicas que superaban
mi conocimiento sobre autos, limitado al color de la pintura y la
comodidad de los asientos. Yo no soy ingenua. Esa gente está
preparada para convencerte de cualquier cosa y hacerte comprar lo
que ellos quieren. No estaba dispuesta a dejarme influenciar, y mucho
menos por un hombre, por más vendedor especializado que fuera.
Entré con una idea formada. El auto que yo quería estaba disponible
en blanco y en amarillo. Son dos colores que me van muy bien con el
tono de piel, me suman luz a la cara. De esos no salía, pero para
definirlo necesitaba entrar y probármelos. Tampoco descartaba
preguntarle al vendedor, para que no se sintiera menospreciado. No
era una debilidad sino una estrategia: hacerle creer que me estaba
ayudando.
Por desgracia no pude llegar a plantearle el dilema. Mi elección se
desintegró en un instante por motivos que no pude entender del todo.
Lamborguini, precio dólar, me dijo y sonrió. Supuso que yo tenía que
imaginarme el resto. Como no tenía un "plan b", a la fuerza tuve que
aguantar que me recitara cuestiones técnicas. De todo el rosario sólo
pude captar algunas palabras sueltas: algo como para usted, nacional,
dos puertas, se estaciona solo, y una última frase que sentí como una
alusión personal, casi premonitoria: traición delantera. Ninguna de las
opciones me convencía del todo, pero estaba decidida a salir de ahí al
volante, aunque no sabía ni ponerlo en marcha. Igual eso era lo de
menos porque siempre fui de aprender rápido. Esteban me lo decía
todo el tiempo, y por qué no se lo iba a creer. Habrá tenido miles de
defectos, pero sinceridad nunca le faltó.
Después de aventurarme en terrenos desconocidos, como el Bosque de
la financiación y el Pantano de la cuota fija no indexada, pudimos
encontrar un auto bastante noble, adecuado para mi relación de
ingresos y egresos, que era excelente para ser la primera aproximación
a los rodados y que estaría en condiciones de revender al año, cuando
mi adaptación al medio me pidiera ir por más.
Estaba lista para firmar y salir a enrostrarle mi triunfo al mundo, pero
se me activó ese no sé qué que tenemos todas las mujeres y que nos
hace sentir cuando alguien nos mira. Hacía años que no me pasaba.
Será que es cierto que las mujeres independientes atraen más, pensé.
Levanté la cabeza y giré el cuello en un único movimiento, me corrí el
pelo de la cara y lo vi.
Era Esteban. Y no me estaba mirando a mí. Era Esteban mirando el
auto que yo había elegido antes de entrar. Esteban mirando a
lamborguini precio dólar. No solo lo miraba, sino que se disponía a
firmar los papeles encima del techo del auto, con la lapicera que le
regalé yo cuando cumplimos las Bodas de Lana.
Hice fuerza con la mente para atraer su mirada: esas cosas pasan
después de compartir más de diez años de matrimonio. No firmó;
dudó; bajó la mirada al piso. ¡Era mi victoria! Pero giró la cabeza y la
metió por la ventanilla, con los brazos apoyados en el marco. No
estaba solo. A través del parabrisas pude ver a una mujer rubia sentada
al volante. No era más joven que yo, tampoco era más linda, y no
sabía nada sobre la comodidad de los asientos, por más que frotara el
culo, seguramente de quirófano, contra el cuero lustrado. Para ser
sincera, no me molestó ver a Esteban con esa turrita. Tampoco me
afectó el "¿te gusta mi amor?", ni el "sí, papi; me encanta". Al fin y al
cabo había esperado a que saliera el divorcio para buscarse un juguete
que lo entretuviera. En ese sentido a Esteban no se le podía reprochar
nada: era un caballero con todas las letras. Lo que sí me dolió, como
una puñalada en el vientre, como una astilla que se clava bajo la uña,
como esas cachetadas bien dadas que te dejan la cara roja y el alma
hirviendo, fue ver a Iroyi sentado en el asiento del acompañante. Y sus
palabras, que no escuché, pero que pude entender leyéndole los labios.
—Amarillo. Es el mejor color para un auto. Armoniza perfecto con el
Elemento Tierra.
Fue como si me arrancaran de las manos al hijo que nunca tuve.
Humillada, traicionada, denigrada, basureada, usada, insultada. Todo,
todo.
Ojo, que la actitud de Iroyi era irreprochable. El era un profesional y
no tenía por qué elegir entre uno de nosotros sólo porque nos
habíamos separado. Pero lo de Esteban... esas bajezas no se hacen. Un
poco de dignidad. Iroyi había entrado a nuestras vidas gracias a mí y
no era justo que Esteban quisiera utilizarlo para beneficio propio. Un
verdadero hombre hubiera dado un paso al costado en lugar de
contaminar la conexión tan fuerte que teníamos Iroyi y yo. Conexión
desde lo espiritual, desde lo energético: nos entendíamos a un nivel
kármico.
Pero yo no me iba a quedar sin hacer nada. Apenas recuperé el aliento
fui corriendo hacia Iroyi, mientras Esteban y su amiga salían del local
abrazados, mirando los papeles del auto recién firmados, sin haber
notado nunca mi presencia. Iroyi se sorprendió al verme, y si no lo
conociera como lo conozco diría que se asustó. Pero el miedo nunca
tuvo lugar en ninguno de sus Chakras. Lo primero que hice fue pedirle
consejo por lo del auto, pero él me salió con que me veía pálida, que
por qué respiraba tan agitada, que si quería llamar a un médico y no sé
cuantas pavadas más. Estaba claro que trataba de cambiar de tema y
hablaba de cualquier cosa para no responder a mi consulta. Pensé que
Esteban le había llenado la cabeza para que no me ayudara a encontrar
mi centro, pero lo descarté porque la integridad de Iroyi no era terreno
fértil para sobornos. Insistí y se ofreció a pasar por casa al día
siguiente para hablar más tranquilos. Pero todo el tiempo miraba hacia
la vereda, como si estuviera nervioso por algo (idea ridícula si las
hay). Me di cuenta de que tal vez no quería decir algo comprometedor
delante del vendedor. Lo llevé a un costado, porque mi asunto era
impostergable, y le pedí que hablara con franqueza. Le apreté tan
fuerte el brazo que finalmente lo hice hablar.
Arrancó confuso, algo raro en él. Me dijo que hablaba más como
amigo que como instructor, que nos conocíamos hacía mucho, que no
era momento, que había etapas en las que era mejor reacomodarse, no
tomar decisiones apresuradas y reflexionar más en busca de un
equilibrio. Después pasó a lo importante. Me dijo que hay tiempo,
meses, semanas para todo; días para todo. En fin, que no le parecía el
mejor día.
Fue mucho menos claro que en charlas anteriores, pero creí haber
captado el mensaje, y se lo creí, mareada. Era miércoles, así que le
prometí al vendedor que volvería al día siguiente cuando un entorno
positivamente balanceado favoreciera el desarrollo y la vitalidad de
mis proyectos.
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