EL PERDÓN DE PECADOS CURA NUESTRO ESPÍRITU ANGUSTIADO P. Steven Scherrer, MM, ThD www.DailyBiblicalSermons.com Homilía del viernes, 1ª semana del año, 18 de enero de 2013 Heb. 4, 1-5. 11, Sal. 77, Marcos 2, 1-12 “Al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados” (Marcos 2, 5). Aquí Jesús perdona los pecados de un paralítico que fue bajado por una abertura en el techo y puesto delante de él; y para probar que de veras tenía el poder para perdonar pecados y que los pecados es este paralítico fueron perdonados verdaderamente, Jesús lo curó de su parálisis, diciendo: “Para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa” (Marcos 2, 10-11). Los escribas tenían razón en decir: “¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?” (Marcos 2, 7). Sólo Dios puede perdonar pecados. En el Antiguo Testamento él dio a su pueblo un sistema de sacrificios para el perdón de los pecados, en que un animal es sacrificado en lugar del (en vez del) pecador, y Dios perdona el pecado del que ofrece este sacrificio. Pero estos sacrificios en realidad fueron sólo tipos del único sacrificio capaz de merecer el perdón de pecados, es decir, el sacrificio del único Hijo Dios en la cruz, donde murió en nuestro lugar (en vez de nosotros), absorbiendo en sí mismo toda la ira justa de Dios contra todos los pecados del mundo, así haciendo propiciación y expiación, reparación y satisfacción por ellos. En verdad, “él es la propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 2, 2). Él es “a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre” (Rom. 3, 25). “Si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (Heb. 9, 13-14). Así, pues, Cristo “con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Heb. 10, 14). De veras, sólo Dios puede perdonar pecados, y lo hace por medio del sacrifico de su Hijo en la cruz, donde él sufrió el castigo justo por todos los pecados del mundo, para que sean perdonados en toda justicia, como es debido a un Dios todo justo; y lo hizo en toda misericordia, sufriendo él mismo nuestro castigo, como es debido a un Dios todo misericordioso. Así la muerte de Cristo nos libra ambos de este castigo y de nuestros pecados, cuando ponemos nuestra fe en él y confesamos nuestros pecados. Así, pues, en Cristo “tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados” (Ef. 1, 7). Por eso Jesús pudo perdonar los pecados de este paralítico, porque él es quien se ofrece en sacrificio para expiarlos. Sólo Cristo tiene este poder, y sus apóstoles y los sucesores de ellos administran este poder por medio del sacramento de reconciliación (Juan 20, 22-23), porque Cristo les dio el poder de perdonar pecados en su nombre cuando dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos” (Juan 20, 22-23). El perdón de pecados hace una gran diferencia en nuestra vida. Transforma nuestra depresión, causada por la culpabilidad por haber pecado, en júbilo de espíritu y nos ilumina por dentro con la luz de Cristo. Este perdón cura a los quebrantados de corazón y la angustia de nuestro espíritu por nuestros pecados y errores. Necesitamos desesperadamente este perdón, esta cura, porque “el ánimo del hombre soportará su enfermedad; mas ¿quién soportará al ánimo angustiado?” (Prov. 18, 14). Es la misión de la Iglesia proclamar esta salvación por medio de la fe en Jesucristo hasta los confines de a tierra en todas las lenguas del mundo. 2