Pilar Ibáñez Para evitar males mayores, el hombre accedió a los deseos del cocodrilo. Caminaron por las calles y terminaron entrando a un restaurante. Mientras el hombre comía, el cocodrilo seguía quejándose, “sigo sin ver nada y no me gusta el olor de esta comida, no aguanto más, vámonos de aquí ahora mismo”. El hombre terminó precipitadamente el café y la copa y se dirigieron a una boîte que estaba cerca. En la boîte, donde las parejas bailaban, charlaban y bebían animadamente, el cocodrilo seguía con su mal humor. “Esto no hay quien lo aguante, está lleno de humo, hay mucho ruido y encima van a pisarme en cualquier momento”. El hombre intentaba concentrarse en el whisky que estaba tomando, pero no había manera, el cocodrilo seguía amenazando con morder los tobillos del que se le pusiese por delante. Cuanto menos caso le hacía el hombre más se enfadaba el cocodrilo. Hasta que por fin, harto de aguantarle, el hombre se encaró con él y con voz profunda le dijo: “O te callas y me dejas tranquilo, o dejo de beber y desapareces”. Todos nos reímos. Después de la historia del cocodrilo, Ángel contó otra sobre un preso que había enseñado a una hormiga a tocar el violín y unos cuantos chistes verdes de la época en la que estudiaba en el Instituto. Estaba contento. Aquella noche del tres de enero de 2008, en casa de Almudena y Luis, Ángel habló más de lo que acostumbraba, o al menos más de lo que yo estaba acostumbrada a oírle. Recuerdo que mientras le escuchaba me felicitaba a mí misma por tener la suerte de conocerle, de estar con él y grababa en mi memoria su mirada inteligente y comprensiva, sus manos afiladas con los dedos manchados de nicotina, la barba blanca que ocultaba la boca, el tono de su voz y aquella chaqueta negra jaspeada que llevaba esa noche y que le sentaba tan bien. Entre copa y copa, yo envidiaba su manera precisa, sencilla y delicada de contar e intentaba aprender ese modo tan suyo de estar en el mundo, comprometido y sin hacer ruido. Me quedé con ganas de preguntarle muchas cosas, sobre poesía, sobre la guerra y la posguerra, Azucena Rodríguez Un cocodrilo en París Un hombre estaba sentado, tomando una copa, en una terraza de un café de París. Junto a él, un cocodrilo le decía, de muy malos modos, que se aburría, que desde el suelo no podía ver nada de lo que pasaba por la calle y le exigía que se marchasen inmediatamente de allí. Con infinita 78 sobre los amigos que había conocido, sobre el mundo en el que vivió y en el que vivimos… pero por suerte Ángel era poeta y ahí están sus versos, dispuestos a responder a casi todas mis preguntas. Esos a los que ahora acudo para recordarle, para aprender a vivir, para sentirle vivo. paciencia, el hombre le pidió que esperase, quería terminar de beber su copa tranquilo. Pero el Cuando Ángel murió no entré a verle, no quería que una imagen sin vida sustituyera a la de cocodrilo no cejó, “O nos marchamos ahora mismo, o le pego un mordisco en una pierna al ca- aquella última noche del tres de enero, en la que reía, fumaba, contaba y bebía como si no fuese marero”. a marcharse nunca. 79