La lectura, ¿afición o hábito? (Primer capítulo)

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Luis Arizaleta (FIRA)
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PRÓLOGO
¿En qué momento se convierte uno en lector? ¿Qué suceso
surge en nuestro aprendizaje que propicia la aparición de la
lectura como práctica espontánea? ¿Qué experiencia significativa nos convierte en usuarios de la cultura impresa o escrita?
A los pocos años de la muerte del dictador, ya en los años de
la transición, la escolarización obligatoria alcanzó al cien por
cien de la población española, pero hasta el momento eso no ha
supuesto que los ciudadanos sean lectores espontáneos al acabar su período de formación académica, obligatoria u optativa.
Más bien podemos afirmar lo contrario: la mayoría de los estudiantes dejan de ser lectores al terminar su período de formación e ingresar en el mundo laboral; dicho de otra manera, fueron lectores por obligación mientras vivieron en el mundo
escolar o académico, pues sus maestros y profesores les obligaron a leer determinados libros y en muchas ocasiones, también,
les mandaron hacer algún trabajo sobre aquellas lecturas. En
todo caso, sea por esta razón o por otras, la realidad es que la
mayoría de los adultos viven ajenos al fenómeno de la cultura
escrita y, sin embargo, inmersos en el mundo de la imagen. Los
libros, una vez clausurada la vida de estudiante, desaparecen del
mundo cotidiano para convertirse, en el mejor de los casos, en
objetos de culto o signos de prestigio, pero lo raro es que formen parte de lo frecuente, de lo general, de —permítanme de9
Luis Arizaleta
cirlo— lo normal. Leer es una práctica que practican muy pocos adultos en este país, aunque la mayoría de ellos hable de lo
importante y de lo bueno que es leer, y de que la escuela debe
desarrollar el hábito de la lectura. Me consta que casi todos los
escolares y estudiantes de secundaria han escuchado muchas
veces en boca de sus maestros, profesores y, también, de sus padres lo importante que es leer. Quizá con demasiada frecuencia
se lo han escuchado a personas que, a pesar de decirlo, no lo
practican pues, en el fondo, no son lectores y lo que les ocurre
es que, aunque piensan honestamente que leer es bueno y que
la escuela debería desarrollar el hábito de la lectura, ellos tampoco lo han adquirido porque, aunque también escucharon que
era bueno leer cuando fueron estudiantes, nadie les descubrió
la manera de conseguir ese hábito del que todo el mundo hablaba y sigue hablando. Quizá las cosas serían distintas si todos
los implicados en el asunto hablásemos del gusto por la lectura, de la afición a leer.
Pues bien, Luis Arizaleta, autor del presente volumen, lleva
años (en concreto en este volumen solo se habla de los diez últimos), trabajando desde esta convicción y de alguna manera
este libro pretende ser una crónica de esos diez años de trabajo, una reflexión sobre los fundamentos de esas convicciones
que han posibilitado dicho trabajo y también, por qué no, un
recuerdo y un homenaje a todos los que han hecho posible lo
que aquí se cuenta. Valgan estas palabras mías como homenaje a él por haber escrito este libro y haber permitido que yo sea
su editor, en el ánimo de contribuir a esa idea suya de la afición a la lectura, que atraviesa todas las páginas de este libro.
Antonio VENTURA
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LEER: ¿AFICIÓN O HÁBITO?
En algún lugar del norte peninsular transcurre uno de esos días
del mes de enero que llevan dentro la promesa de la primavera.
La placidez de la tarde invita a pasear. Mira el reloj de pared, deja
sobre la mesa el librito que le tiene enfrascado y sale al sol que
templa el espíritu en el meridiano del largo invierno. Cruza a
buen paso el pueblo camino de las fuentes, mientras las imágenes
que en su pensamiento ha forjado la lectura, suspensa a cambio
de un rato de puro aire frío, echan a volar hacia el dominio que
les es propio: los cerros de la educación literaria. Aunque bien pensado, quizá solo simulan hacerlo. Llegando al cruce donde se escucha el rumor zascandil del agua corriendo por la acequia y el
caminante ha de elegir entre una u otra de las rutas en liza, ve
acercarse a una mujer y un hombre en animada conversación: sus
voces se desplazan por el aire como en un primer plano sonoro que
destacase sobre el opaco silencio anunciador del atardecer. Sus frases se solapan unas sobre otras; parecen inmersos en un apasionado debate en torno a unas lecturas compartidas —un cómic y
una novela, por más señas—. Solo al acercarse, se aperciben de
su presencia; le observan y aprecia brillo en sus miradas. El saludo mutuo acaba de ser pronunciado cuando se percata, justo en
ese momento, de que la conoce, sí, la ha visto en... en un instituto, pero ¿en cuál? Su memoria enfoca mejor: una reunión, un seminario de Literatura, ella defiende la animación a la lectura
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como la creación de situaciones propicias para la comunicación interpersonal mediada por textos, él concuerda, varios de los presentes guardan espeso silencio... Fin del flashback. ¡Qué casualidad paseando por aquí! Vuelve la cabeza y les ve alejándose ya.
Lástima, le hubiera gustado decirle que es un placer encontrarse
con una persona como ella, dispuesta a enseñar y aprender jugando con el lenguaje, disfrutándolo. Aligera la marcha. Decide
atajar a media ladera y solo se da cuenta de los trabajos de desbroce y selvicultura en plena ejecución, cuando ya se ve obligado a
sortear vericuetos de ramajes y troncos tumbados. Frena su andar
para no equivocar el paso inseguro. Nuevas voces van a su encuentro, ahora procedentes del lindero del bosque. Levanta la vista del suelo; varias personas, caminando en fila india, comienzan
a ascender la cuesta. Ellos siguen el trazado del camino y él, unos
metros por encima, lo ha abandonado para adentrarse en una espesura a ratos impracticable. No le ven, no pueden verle, y se expresan sin mayor recato. Oye a quien camina en último lugar reclamarse, solemnemente, custodio de la que llama literatura
legitimada; a quien le antecede, reivindicarse ajeno a la existencia de una gran diversidad de gustos lectores; y a quien abre camino identificarse refractario a toda la literatura contemporánea
publicada en colecciones para niños y jóvenes: «Me estomaga,
toda me estomaga». Al poco, desaparecen de su ángulo visual.
Piensa: ¡cuánta gente por este, de habitual, solitario paseo! Cuando los intuye a distancia suficiente como para que no le avisten,
reinicia la marcha; cavilando aún sobre lo que oyó, no fija la vista, se traba y a duras penas consigue mantener el equilibrio. Logra al fin salir de aquel atolladero de arbustos bajos y ramas recién cortadas, hasta recuperar el sendero ancho. Al poco de
incorporarse a lo más expedito del camino, observa trochas a de12
La lectura, ¿afición o hábito?
recha e izquierda: unas bajan al río, las otras suben hacia el otero. La intensa limpieza vegetal ha abierto venas de tierra en la
masa compacta de maleza. Sigue con la mirada una de las sendas
que remontan, y sobre el roquedo distingue un grupito detenido en
apretado círculo en torno a un señor que señala al horizonte con
el brazo extendido. Excursionistas contemplando el río, se dice.
Pero cuál no será su sorpresa cuando el viento sur trae a sus oídos
los argumentos del prócer sobre la obligación que tienen padres y
maestros de insistir, enfatiza, insistir en que hijos y alumnos lean.
Luego, el silencio, y después murmullos de confesión: alguien entre los allí reunidos reconoce no ser practicante de aquello que se
predica. Tratando de prestar atención a sus propios pasos de lector plural y entretenido, amigo de compartir su experiencia con
amigos, se pregunta si fantasea o realmente escucha, cuando ve
avecinarse un caminante solitario que, notoriamente, habla solo.
Al llegar a su altura, masculla adjetivos desdeñosos hacia lo que
denomina «juegos lectores» y clava una mirada penetrante y dolorida en nuestro paseante que da un respingo, tropieza y a punto
está de caer. Menos mal que es conocedor de la veredilla que habrá de llevarle a su casa y a su personal destino como lector y educador. De no ser así, nadie podría garantizarle camino seguro entre tal universo de tropiezos y trampas, de valores contradictorios,
pareceres y procederes absoluta, radicalmente divergentes ante la
educación literaria.
De vuelta al casco urbano, acercándose a la antigua casa de la
maestra que hace ahora las veces de centro cívico, le sorprende
la presencia de un puestecillo como de campaña dominical informativa, donde unas chicas entregan folletos. Un par de altavoces difunden con nitidez un discurso grabado que no le resulta desconocido,
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de esos que vienen a reforzar determinados planteamientos sobre la
didáctica literaria, los de carácter menos comunicativo. La voz enlatada repite un lugar común: apela a los hábitos lectores, a su carencia y a la necesidad de instaurarlos: «Es preciso que los niños adquieran el hábito de la lectura... Hay que fomentar el hábito de leer
desde la infancia». Una reiteración discursiva tal que llega a llamar
la atención de nuestro hombre hacia el escaso uso de otra palabra,
afición, ligada al agrado y a la satisfacción de leer. Fortuna para él
que alcanza a escuchar los pensamientos de su propia voz interior
y se pregunta: «¿Será casual tanto hablar de hábito y tan poco de
afición? Pero, no existiendo hechos humanos de tal naturaleza, ¿habrá que pensar en una causa? ¿Será, acaso, que la afición se encuentra demasiado vinculada a la idea de libertad y poco a la de
prescripción?». Mira el reloj de la torre de la iglesia y se dirige hacia
casa donde ya le deben estar esperando sus hijos. Atrás quedan rumores, imaginaciones y dudas. Por delante, un ratito para disfrutar
juntos con palabras compartidas.
Quienes formamos el equipo de trabajo de FIRA —acrónimo de Fomento de Iniciativas Recreativas y Artísticas—, sociedad dedicada al diseño y la gestión de programas educativos y
de proyectos culturales, radicada en Pamplona, contestamos
afirmativamente tales preguntas: cierto, la afición no resulta un
término del todo fiable para quienes buscan una seguridad que
sí parece aportarles el concepto de hábito. No es casual que un
estupendo libro como J´aime les livres avant 6 ans, se publique
en nuestro país traducido por Cómo habituar al niño a leer 1.
Afirmamos, además, que el empleo del concepto «hábito» de
1
Delahie, Patricia: Cómo habituar al niño a leer. Trad. de Juana Bignozzi, Barcelona,
Ediciones Medici, 1998.
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manera indiscriminada para referirse a la predisposición, la
práctica, el apego, el interés, la familiaridad, o la compulsión
lectora, esconde una desconfianza hacia metodologías y actitudes educativas de índole comunicativa y no memorística
para la didáctica de la educación literaria: sostenemos que para
hacer lectores existe un camino que pasa por cultivar la afición.
La palabra «hábito» remite a los conceptos de repetición
y costumbre; «afición» conjuga con inclinación y con disfrutar. Las aficiones forman parte de lo electivo y su ejercicio
está más vinculado a las circunstancias personales que lo están los hábitos. El hábito se ejercita con rutinaria frecuencia y
se interrumpe excepcionalmente: a diario, durante toda una
vida laboral, aunque no guste ni siempre ni mucho, acostumbramos a poner el despertador. La inclinación favorable
—a pasear, a la tertulia, a ficcionar...— puede ejercerse cotidianamente o no, practicarse con mayor intensidad una temporada, y con menor dedicación en determinada época de la
vida. El caso de las mujeres cinéfilas que dan a luz y ejercen
como madres, es ilustrativo de esto. Sus salidas al cine remiten, pasando temporalmente a un segundo plano. Si, además
trabaja fuera de casa, pasarán a un tercer plano o más allá según ejerza su compañero, si lo hay, el papel paterno. Pero no
por ello dejarán de ser aficionadas al cine, y el ejercicio de su
afición, suspendido, momentáneamente diferido, volverá antes o después.
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