De mi aldea universal:

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De mi aldea universal:
Para Vivian y Cuba.
“Los recuerdos son como libros. Sólo importan
los que permanecen”.
Fernando Marías
E
scribir para uno mismo puede ser un proceso revelador porque en algún momento
descubres que por muy pequeña que sea
tu aldea, por muy personal que sea tu historia,
hará eco en otras historias y en otros lugares del
mundo. Uno no escribe una obra pensando que
será “un gran éxito”, al menos yo no. Escribo
porque un día encontré que algunas cosas dolían
menos si las leía en vez de recordarlas. Escribo
porque hay cosas que no entiendo y creo que al
respirarlas en el teatro tendrán una respuesta
colectiva. Escribo porque las palabras no dichas,
no lloradas, no besadas, se vuelven fango dentro
de uno y acaban por invadir el cuerpo.
Como no podía regresar en ese momento,
empecé a escribir esta historia. Escribir también es una forma de poner al sol las heridas
que están dentro y envenenan la sangre. Intenté
escribir su nombre sin sentir odio: Mauricio
León Rosas. Llevábamos ocho años sin vernos
ni hablarnos, la última vez que nos vimos me
pedía un espacio en mi casa para quedarse a
vivir, mis hermanas me advirtieron que si lo
aceptaba, tenia que ser con todo y su amante,
razón por la que ellas no lo aceptaron. Cuando
mi padre vino a pedirme posada le expliqué
Conchi León
que no podía quedarse; mi madre nunca me
hubiera perdonado esa traición ¡Y mi madre es
cosa aparte! Él se enojó y me mentó la madre. ¡Y
mi madre es cosa aparte! entonces yo le devolví
la mentada más por reflejo que por otra cosa,
él remató con un: pues me largo y yo con un:
pues muérete. Más por tener la última palabra
que por desear en serio su muerte. Pero el universo no entiende de bromas: en ese momento
yo estaba representando a la muerte Catrina y
mi padre se moría por una falla en el corazón.
El viejo siempre tuvo fallas en el corazón; digamos que tuvo un corazón muy amplio para dar
cabida a todas sus amantes.1
Las palabras son mis más grandes aliadas, porque para escribir sólo necesito papel, pluma, un
poco de soledad y hacer tregua con la autocensura.
Si me preguntaran ¿cómo se forma un escritor?
Diría que aprendiendo a escuchar; las palabras
de un campesino, de una anciana, de un niño,
de una viuda, de un ciego… las palabras aún no
dichas, pero marcadas en el cuerpo de las personas, son el material más generoso que podemos encontrar. Pero no sólo las personas cuentan
De mi obra Cachorro de león.
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historias, también los lugares, los árboles, ¡el mar!
Todos ellos tienen una historia en la punta de la
lengua para el que sabe escuchar. Para escribir
es importante leer a los otros, ya que ello pondrá en superficie la letra de uno mismo. Me gusta
oír a la gente, me sorprende como en una frase
pueden definir la política de un país, el dolor de
un pueblo, la crueldad del amor o el odio entre
hermanos.
Me gusta leer a Saramago, Rascón Banda,
Agota Kristof, Ermilo Abreu Gómez y a Susana
Tamaro. La poesía que acompaña sus letras acusan mis lágrimas y me llevan a lugares de infancia
extraviados en la memoria. A veces creo que los
leo por masoquismo, pero sé que también los leo
por amor; porque siempre al final ellos tienen las
palabras que concilian y hacen la herida menos
dolorosa. Dije al principio que las palabras enferman, pero también es importante decir: Las
palabras curan.
TARA. Tomé el corazón de mi madre, le
di el mejor beso que encontré y lo maté.
En una metáfora, claro. En la práctica
tuve que convencer al doctor que la
desconectara. Es difícil explicar el procedimiento. Sólo sé que después de
eso mi madre ya no sufriría. ¿Alguien
ha detenido un corazón? ¿Alguien ha
acompañado a un moribundo? ¿A alguien
se le ha muerto alguien en la vida?
Qué tonterías digo, ni modo que
se les muera alguien en la muerte.
De la muerte se habla poco y mal.
O la negamos o no pensamos en ella.
Algunos creen que sólo mencionarla
es atraerla. Otros la toman de manera
despreocupada, pensando que todo
saldrá bien. Todo es palabrería hasta
que la muerte toca a tu puerta…2
Si me preguntaran ¿Cómo empezaste a escribir? Diría que escuchando: ante el exceso de palabras que colecciono, las palabras de los otros me
rebozan y tengo que sacarlas a través de la pluma.
No siempre fue así; de niña, quise ser locutora…
CONCHI. ¡Mamá, quiero ser locutora!
CENOBIA: No. Porque los locutores van a la
guerra.
CONCHI. Mamá, quiero ser doctora.
CENOBIA: ¿Tú? ¡No, no puedes, te da miedo
la sangre!
CONCHI. ¿Me da miedo?
De mi obra Todavía… siempre.
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CENOBIA: ¡Muchísimo!
CONCHI. ¡Mamá, quiero ser cantante!
CENOBIA: Nadie te va a contratar, lo haces
muy mal. Te voy a llevar a estudiar ballet.
CONCHI. ¿De grande voy a ser bailarina?
CENOBIA: No, pero con eso dejarás de ser una
pelotita. De nada te sirve ser bonita si estás
gorda.
CONCHI. ¿Soy bonita?
CENOBIA. No eso dije.
CONCHI. Eso dijiste.
CENOBIA. Confórmate con estar viva, estar
bonita es lo de menos. ¿Y ahora qué lloras?
¿Triste? ¿De qué? ¡Yo jamás estoy triste, desde
que dios amanece hasta que dios anochece
estoy con la sonrisa en los labios!3
Mi madre hablaba de la muerte como si fuera
una sábana que hay que descolgar de la soga de
lavado o un zapato que quedó perdido bajo el
ropero. Ella hablaba de la muerte como si fuera
algo común, me dijo que tenía cinco hermanos
muertos y que sus fantasmas rondaban por la
casa, que por eso ella no lloraba ni le gustaban
los abrazos o las palabras amorosas. Mi madre
hablaba de la muerte sin darse cuenta que yo era
muy pequeña y saber de ella me llenaba de miedo.
Desde los cuatro años busco los fantasmas de mi
madre. (Años después supe que el teatro es el lugar
donde despiertan los fantasmas; ahí me he topado
de frente con los fantasmas que buscaba, incluso
he podido compartirlos con el público).
Ante la inminencia de la muerte si me dedicaba a la locución, guardé el deseo de unirme al
mundo a través de un micrófono y un medio de
comunicación tan antiguo como la radio. Elegí
estudiar teatro. La primera obra que escribí habla
de un pasaje personal compartido con mi madre,
una historia de mi primer encuentro con una
hechicera y sus rituales para sacar los “malos
vientos” de mi cuerpo. Años después me encontré una mestiza con unos lentes Ray Ban, su historia era algo parecida a la de mi madre: violencia
física extrema por parte de su esposo.
CONCHI. Seguramente en el hospital me cambiaron y mis papás están con la hija fea de
ustedes.
CENOBIA. ¡Eso crees! Tú naciste en casa, sólo
Vicente tu hermano nació en el hospital; me
abrieron del tuch (ombligo) hasta allá abajo
para sacarlo, yo lo hubiera tenido aquí como
a ti y tus hermanas, pero tu papá ya me había
De Memorias de dos hijos caracol, de Antonio Zúñiga y
mía.
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estropeado y yo no despertaba, cuando desperté me enseñaron a un niño huero. ¿Cómo
se llama usted? Cenobia Mora. ¿Qué hace aquí?
No sé. ¿Y ese niño? No sé. Yo tengo cuatro hijas,
puras niñas. Pues vamos a regalar a este niño.
Regálenlo. Yo ya me voy. Agarré al niño y me
lo traje a la casa. En cambio, tú llegaste boca
abajo; aquí en casa naciste, cómo dicen que
nacen los hombres. Tú papá se levantó para
verte, te dio vuelta, miró entre tus piernas y
dijo: ¡Es chancleta! Gritó tu padre y yo me puse
a llorar. ¡Regálemela, dijo la comadrona! No, mi
hija no es perro para que yo la regale, le dije.4
Esta mestiza me mandó con una hechicera;
ella me habló de cómo curar los “malos vientos”
que hay en las personas, en las casas. Me dijo
de dónde se sacan los “malos vientos” y como se
guardan. Es curioso porque mi mamá me contó
que una de mis hermanas había muerto de “mal
viento”, pero yo creí que era un invento. Cuando
llegué con aquella hechicera y me enseñó de
dónde se obtienen los malos vientos, me acordé
de mi madre…
CONCHI. ¿Cómo se murió mi hermanita?
CENOBIA. De mal viento. Estaba escondiendo
un juguete, escarbó la tierra y salió el viento
que estaba enterrado. Ella era bonita, blanca,
con rizos, obediente, bailaba el yeahbump. ¡Esa
sí era mi hija; iba a ser doctora y me iba a curar
mis dolores. Naciste a las cinco de la mañana,
todavía estaba oscuro…5
Entonces escribí una obra muy sencilla, mal
escrita por mi novel formación como dramaturga.
Por eso me sorprendió –me sigue sorprendiendo–
que la obra siga en escena diez años después, que
me haya echo viajar por España, Perú y los Estados Unidos. Algo tenía esa obra, algo que yo no fui
capaz de ver y los otros sí. Esa es la maravilla del
teatro: los creadores podemos tener una mirada
limitada, pero el otro, el que recibe nuestra obra,
es capaz de abrir los ojos y envolverla de asombro.
La particularidad de esta obra radica en que
habla de mi entorno local, con el idiolecto de las
mujeres de mi tierra, sus ritos, sus mitos, sus canciones y su incansable lucha para vencer el día a día.
Me gusta mirar otros lugares del mundo, las
distintas formas de hacer teatro y la espectacularidad de los actores de otras latitudes, pero
me hace verdaderamente feliz mirar mi pueblo
–aunque algunos digan que es como mirarse
eternamente el ombligo–, porque ahí caminé
Ibid.
Ibídem.
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en redondo hasta encontrar mi propia historia
en el fragmento que estalló en el rostro de una
mujer golpeada. Al principio fui señalada como
“paisajista”, “regional”, “socióloga”, pero a fuerza
de insistir, de estar, de experimentar nuevos
caminos y andar otras historias, he logrado superar muchos de esos estereotipos. Ahora tengo la
fortuna de colaborar con importantes creadores
como Claudio Valdés Kuri o Antonio Zúñiga, comparto con ellos el deseo de acompañar historias
personales como la muerte, la infancia, la identidad, la vejez, la vida.
TARA. Cuando te vas haciendo viejo el reloj
comienza una cuenta al revés: los dientes se
caen y vienen las papillas. Lo malo es que de
viejo los dientes ya no vuelven a salir y las papillas ya no saben a nada. Con cuánto amor se
puede aplastar una calabacita para convertirla
en papilla de bebé. Cuánta paciencia y jueguitos inventamos: viene el avioncito, vuela, vuela
y ¡jam! ¡Qué rico! ¡Aplausos! Pero cuando eres
viejo sería ridículo que tus hijos tengan que
convertir la cuchara en avioncito y perseguirte
por el comedor para que te comas el aeroplano
relleno de zanahoria y además te aplaudan
cada bocado. Te vuelves distraído como adolescente, sólo que eso no le causa gracia a nadie,
les agota la paciencia. Gran cosa la paciencia.
¿Quién no ha perdido la paciencia mientras un
viejo cuenta sus monedas en la caja del súper?6
De mi obra Todavía… siempre.
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Después de hacer teatro entendí que no es
que mi madre hable con ligereza de la muerte;
sino que la muerte es así: ligera y omnipotente,
ahora esta allá pero en cualquier momento puede
estar aquí. Estuvo rondando hace un año cuando
mi padre sufrió su tercer infarto y yo estaba en
la Ciudad de México haciendo teatro. Tenía que
decidir entre continuar mi temporada o regresar
a despedirme de mi padre alcohólico y violento.
A mi padre siempre le gustó darle golpes bajos a
mi mamá… bueno… golpes bajos, golpes certeros en la cara, en el vientre, ganchos al hígado,
knock outs, patadas… un recuerdo que tengo
clarísimo de mi padre: Noquea a mi mamá de
un golpe, la toma por sus largos cabellos negros
y la arrastra: exactamente como los cavernícolas: yo tenía cinco años y pensaba: esto es
como los picapiedra, bueno, la arrastra hasta
ponerla debajo de su camioneta; la panza de
mi mamá, estirada al máximo por sus ocho
meses de embarazo, roza el chasis de la camioneta, el viejo arranca, mis hermanas gritan, mi
hermana Esperanza se abalanza sobre él, lo
golpea en la cabeza, alguien me levanta en
brazos, a lo lejos las sirenas de la policía y la
ambulancia en un dueto histérico. Silencio. Mis
hermanas se cansan de llorar y se quedan dormidas. A mí no me deja dormir el silencio. La
noche es oscura: nadie me dice donde están mis
padres, ni mi hermana Esperanza. La noche sin
Esperanza puede ser devastadora, sobre todo si
tienes cinco años y extrañas a tu mamá.7
Decidí quedarme a terminar mi temporada,
confiar en que la vida, la muerte o el dios del teatro iban a mantener vivo a mi padre hasta mi
regreso a Mérida. En mi tiempo de espera escribí
un monólogo biográfico, Cachorro de león y en él
rencontré la fortuna de seguir viva, y mientras me
sea otorgada esa felicidad, no dejaré de escribir,
de escuchar, de compartir. Quizá por la muerte de
mis hermanos es que desde muy pequeña decidí
no tener hijos.
CONCHI. Mamá, yo quería heredar tus rizos.
CENOBIA. No me heredaste nada, ninguna de
ustedes. Dame tu mano, ve: dos dedos de ancho
tiene la herida donde me sacaron a tu hermano.
¿Por qué haces caras? A mi se me hace que tu
no vas a tener hijos, eres muy cobarde.8
No veo mis obras como hijos, mis estrenos
como partos, pero sí veo mi teatro como la única
De mi obra Cachorro de león.
De Memorias de dos hijos caracol, de Antonio Zúñiga y
mía.
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extensión de mi vida, es lo que quedará de mí
cuando la muerte al fin me dé su abrazo y nos
vayamos cantando nuestra canción. Quizá al traspasar el umbral me encuentre con mis hermanos,
con mi padre…
Hoy sé que las palabras tienen alas, que pueden elevar su vuelo más allá de quien las escribe,
por eso sé que mientras más personal sea un
discurso, más humano se vuelve. Por eso repito
las palabras del profeta: Si quieres ser universal, habla de tu aldea. Pero mi aldea no es sólo
mi geografía, mi aldea es también mi corazón
–por cierto, muy arañado y herido, pero también
gozoso y bien vivido–, que un día habrá de detenerse y dejará mis palabras como única huella de
vida, y espero que ellas me acompañen hasta el
momento de mi muerte. Podré prescindir de todo,
menos de las palabras: tan inasibles, tan amantes;
tan mujeres.
TARA. No sabes cuántas veces me fui a llorar
junto al árbol que está a la vuelta de mi casa, para
que mis hijos no me vieran, esos cinco pares de
ojos que me miraban sin entender lo que había
pasado. ¡Uy, si ese árbol hablara! Siempre lo
miro, se ha hecho viejo, como yo. Supongo que
tendrá que desaparecer un día, como yo, como
mi marido, como tú, como todos.9
Ahora mismo escribo estas letras desde mi casa
en Mérida Yucatán, la vieja casa donde mi madre
me dio a luz, donde mi padre llegaba borracho a
golpearla y donde los fantasmas rondan. He iniciado un proceso de reconstrucción en esta casa,
he tenido que botar paredes y destruir cuartos
que estaban cubiertos de moho, me ha costado
mucho derribar los recuerdos, he hablado con los
fantasmas para pedirles que no se asusten, que
pueden quedarse pues han habitado mi vida siempre. Cuando llegué, las plantas estaban secas, ha
sido hermoso observar cómo con nuestra llegada,
las plantas reverdecieron y todo el terreno se ha
llenado de vida. Dije al principio que los lugares
también cuentan historias, pues bien, esta casa ha
comenzado a dictarme la historia de mi madre; un
viaje doloroso a mis propias entrañas y a las entrañas de mis hermanas y mi abuela.
“Contar es cerrar, aunque quién podría evitarlo, es también abrir”. Fernando Marías.
Sé que un ciclo se cierra ahora que duermo
entre las paredes que me vieron nacer, pues si la
muerte, la vida o el dios del teatro lo permiten,
aquí moriré. m
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