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LA CIENCIA MORAL
Autor: Tomás Trigo
Facultad de Teología. Universidad de Navarra
ÍNDICE
1. La ética filosófica o filosofía moral.
2. La ética teológica o teología moral.
2.1. El sujeto moral cristiano.
2.2. Naturaleza de teología moral.
2.3. Fuentes de la teología moral.
2.4. Teología moral: razón y fe.
3. Ciencia moral y ciencias positivas.
4. Ciencia moral y derecho
Bibliografía
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La ciencia moral es un saber sobre la bondad o maldad de los actos
humanos, no solo teórico o especulativo, sino práctico, ya que tiene
una finalidad directiva, que consiste en ayudar a la persona a realizar
una conducta buena.
Este saber puede ser fruto o bien de un estudio filosófico-práctico: se
trata entonces de la ética filosófica o filosofía moral, o bien teológico:
en este caso hablamos de teología moral o ética teológica.
1. La ética filosófica o filosofía moral
La ética, como estudio científico-sistemático sobre la conducta
humana, presupone como punto de partida propio y específico, la
experiencia moral. La reflexión sobre esta experiencia da lugar al
hábito intelectual de la ciencia moral. La reflexión científico-
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sistemática correspondiente constituye la ética filosófica o filosofía
moral. A continuación desarrollamos estos momentos.
La vida moral puede nacer y desarrollarse porque gracias a la razón
práctica, de modo natural, la persona conoce el bien y el mal, y no
solo los conoce sino que se siente llamada a amar el primero y a
evitar el segundo: el bien conocido no es algo que está ahí, sin más,
ante lo que se puede permanecer indiferente, sino que interpela y
exige una respuesta personal. Esta función de la razón práctica es
conocida con el nombre de sindéresis o razón natural.
La sindéresis es el origen del deber moral, que no es otra cosa que el
bien en cuanto mandado o preceptuado por la razón porque es un
bien. Lo que mueve al deber es el bien, que es lo primero en la
intelección. No se puede decir, en cambio, que lo que mueve al bien
es el deber. En consecuencia, todo el bien en su conjunto (alcanzar la
perfección) es un deber para el hombre. No tendría sentido, por
tanto, dividir la vida moral en dos niveles, el de lo debido (como un
primer nivel obligatorio para todos) y el de lo perfecto (un nivel
superior para los que “libremente” quieran aspirar a la perfección
moral).
Ante el bien que le interpela como algo que debe hacer, la persona
adquiere la conciencia de su libertad, porque experimenta que
depende de ella hacerlo o no. A la vez, percibe que su libertad no es
absoluta, porque el bien la reclama de modo absoluto, sin
condiciones. Su respuesta es libre, pero su respuesta libre es la
respuesta a una llamada absoluta, es un deber.
La respuesta positiva al deber es también el reconocimiento de que la
persona no es un absoluto, y de que hay un absoluto que es quien la
interpela absolutamente. Se puede decir, por eso, que el supuesto de
la respuesta al bien que nos interpela es la humildad: el
reconocimiento de la verdad de nuestro ser y de la verdad del ser
absoluto. La respuesta positiva al deber es el comienzo de la apertura
a Dios.
Es importante poner de relieve que el deber moral no parte de la
razón teórica, sino de la razón práctica. La razón teórica concibe los
objetos como objetos de saber; la razón práctica, en cambio, como
objetos de realización, es decir, como bienes. Este comienzo de la
vida moral vacía de contenido la objeción conocida como “falacia
naturalista”, según la cual la moral no tiene fundamento porque no se
puede pasar del ser al deber ser. En efecto, el deber no se puede
deducir del ser. Pero, como hemos visto, el comienzo de la vida moral
es la sindéresis, hábito de la razón práctica, y no el intelecto, hábito
de la razón especulativa o teórica.
En el primer momento, el de la experiencia moral, cuando la persona
conoce un bien y experimenta que su razón práctica realiza un juicio
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práctico que manda o preceptúa realizar ese bien, el objeto de la
razón práctica es el bien debido.
Sólo después, la persona, como consecuencia de una reflexión
espontánea (a la que se puede prestar mayor o menor atención)
sobre su inclinación al bien o huida del mal y los correspondientes
juicios prácticos, enuncia “preceptos” y “normas morales” en forma
de deber: “se debe hacer el bien y evitar el mal”, “no se debe hacer a
nadie lo que no quiero que los demás me hagan a mí”, etc. El
producto de esta reflexión es el saber moral habitual o hábito de la
ciencia moral (cfr. M. Rhonheimer, 2000, 310-311).
La ética filosófica o filosofía moral no es otra cosa que una reflexión
científica y sistemática que presupone la experiencia moral y la toma
como punto de partida. En consecuencia, debe tener en cuenta las
condiciones específicas del ejercicio directo de la razón práctica en la
vida moral (cfr. Rodríguez Luño, 2001, 51).
Concretamente, no puede soslayar que el hábito del saber moral de
la persona parte de unos presupuestos naturales específicos: los
primeros principios prácticos. Además, debe contar con que en la
formación de ese hábito no solo interviene el uso de la razón, sino
también otros factores como la experiencia y el contexto ético e
histórico en el que la persona crece: la educación en la familia, en la
Iglesia, en la escuela, etc.; factores que pueden favorecer o dificultar
el conocimiento de los principios y normas morales (cfr. Rodríguez
Luño, 2001, 52).
Si no quiere incurrir en el error del racionalismo ético, la moral
filosófica debe tratar de comprender y fundamentar los contenidos de
la experiencia moral. Ahora bien, como esta puede ser fuente de
errores, debido a los diversos condicionamientos de la persona, la
moral -si quiere evitar el positivismo ético- tiene que afrontar la
misión de “esclarecer, purificar, precisar y desarrollar los criterios de
juicio y las motivaciones presentes en la moral vivida” (Rodríguez
Luño, 2001, 53)
2. La ética teológica o teología moral
2.1. El sujeto moral cristiano
La ética teológica o teología moral es la ciencia que trata de
comprender, a partir de la Revelación, la vida moral del cristiano. El
sujeto de esta vida moral es una “nueva criatura” (Gá 6,5), es el
hombre divinizado por la gracia, hijo de Dios en Cristo, templo del
Espíritu Santo, capacitado para una nueva conducta moral por las
virtudes sobrenaturales y los dones.
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En consecuencia, la vida moral a la que el cristiano está llamado es
muy superior al modelo ético humano más elevado. Esa vida moral
consiste en la progresiva identificación con Cristo por la fe, la
esperanza y el amor.
Sin la fe y la gracia, que son los principios de la vida sobrenatural de
los hijos de Dios, es imposible desarrollar perfectamente la vida
cristiana. De ahí que esta deba considerarse original y específica,
radicalmente diferente de cualquier ética sólo humana. Sin embargo
es, al mismo tiempo, la vocación universal, pues Cristo ha derramado
su Sangre por todos los hombres para la remisión de sus pecados y
su salvación eterna (cfr. Mt 26,28).
La conducta moral del cristiano, como es lógico, asume todas las
exigencias de la moral humana: el orden de la redención implica el
orden de la creación; la gracia supone la naturaleza, lo sobrenatural
se asienta sobre lo natural, lo perfecciona y lo eleva. Por ser Cristo
perfecto Dios y perfecto hombre, el cristiano está llamado a ser a la
vez muy humano y muy divino.
2.2. Naturaleza de teología moral
A partir del conocimiento del sujeto moral cristiano, podemos ahora
definir la ciencia teológico-moral. Entre las innumerables definiciones
que se han propuesto, una de las más acertadas es la que ofrece S.
Pinckaers: “La teología moral es la parte de la teología que estudia
los actos humanos para ordenarlos a la visión amorosa de Dios, como
bienaventuranza verdadera y plena, y al fin último del hombre, por
medio de la gracia, de las virtudes y de los dones, y esto a la luz de
la Revelación y de la razón” (Pinckaers, 2007, 32).
La teología moral se ocupa de los actos humanos en sus dimensiones
internas y externas, para ordenarlos a la visión amorosa de Dios, que
es el destino al que todo hombre está llamado (cfr. 1 Co 13,12; 1 Jn
3,2), su fin último, la meta a la que debe orientar toda su vida, y en
la que encontrará la felicidad que colmará todos sus deseos. Por
tanto, el acto humano, el fin último y la felicidad, tratados a la luz de
la Revelación, son tema esenciales de la ciencia teológico-moral.
La teología moral estudia también los medios para alcanzar el fin.
Teniendo en cuenta la altura del fin y la perfección de la felicidad a la
que está llamado, el hombre no cuenta con las fuerzas suficientes
para alcanzarlos. Sólo Dios lo puede conducir a esa meta, por pura
gracia. De ahí la importancia para la teología moral del estudio de la
gracia, las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo.
La teología moral puede considerarse como una parte de la teología,
pero sin olvidar que la teología es una única ciencia, pues su objeto
es uno. La moral cristiana forma parte de la Doctrina de la Salvación
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y no se puede separar de la entera Revelación divina. El dogma y la
moral son indisociables, como lo son la fe y la vida: forman parte de
una sola ciencia teológica, que es a la vez especulativa y práctica. Por
tanto, el estudio de la moral no puede olvidar en ningún momento las
verdades de la fe, si no quiere perder la perspectiva de la Revelación
y falsear el método propio de la ciencia teológica (crf. García de Haro,
1992, 28ss).
La división de la teología en dogmática y moral es una distinción
fundamentalmente didáctica y pastoral, realizada sobre todo a partir
del siglo XVII. Por desgracia, tal división se convirtió a veces en una
exagerada separación de la que surgieron no pocos inconvenientes,
como el descuido de la fundamentación propia de la moral cristiana y
el oscurecimiento de su especificidad.
Por otra parte, en cuanto guía hacia la santidad, la teología moral es
inseparable de la teología espiritual, aunque también en este caso su
división se consideró, en ocasiones, como si correspondiese a una
parcelación de la vida cristiana en dos niveles según el grado de
perfección.
Por estas y otras razones el Concilio Vaticano II pidió un “especial
cuidado en perfeccionar la Teología moral, cuya exposición científica,
nutrida con mayor intensidad de la doctrina de la Sagrada Escritura,
deberá mostrar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y
su obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo”
(Optatam totius, 16).
2.3. Fuentes de la teología moral
La Revelación es la fuente principal y directa de la moral cristiana. En
la Sagrada Escritura se encuentran las principales verdades de la
moral cristiana, expuestas no al modo de un tratado de moral, sino
según el estilo propio de los libros sagrados: en forma de enseñanzas
más o menos amplias, dichos concisos, exhortaciones, ejemplos,
comparaciones, etc.
El centro y culmen de la moral cristiana es la vida y enseñanzas de
nuestro Señor Jesucristo. En Él tenemos el modelo perfecto al que el
cristiano debe imitar y con quien debe identificarse: “Seguir a Cristo
es el fundamento esencial y original de la moral cristiana” (Veritatis
splendor, 19).
La Sagrada Escritura, por una parte, nos enseña la verdad sobre el
hombre, su conducta y su destino eterno; por otra, nos ofrece
indicaciones generales sobre el seguimiento de Cristo; y, por último,
nos proporciona enseñanzas precisas sobre el modo de vivir las
virtudes sobrenaturales y humanas, y normas objetivas de moralidad
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válidas para todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana (cfr.
Veritatis splendor, 53).
El contenido moral de la Sagrada Escritura exige ser interpretado
siempre en su unidad con la Tradición y bajo la guía del Magisterio. El
recurso exclusivo a la Escritura es un defecto metodológico que
tiende a falsear la doctrina de Cristo en materia moral. Por eso, es de
capital importancia atenerse al principio de “mirar el contexto y
unidad de toda la Escritura para recabar con exactitud el sentido de
los textos sagrados, teniendo en cuenta también la Tradición viva de
toda la Iglesia y la analogía de la fe” (Dei Verbum, 12).
Sobre el fundamento de la Escritura y la Tradición, y bajo la
asistencia del Espíritu Santo, la autoridad del Magisterio no se
extiende solo a las verdades dogmáticas y morales contenidas en la
revelación cristiana, sino también a la moral natural. Como ha
afirmado el Concilio Vaticano II, “la Iglesia católica es la maestra de
la verdad y su misión es exponer y enseñar auténticamente la
Verdad, que es Cristo, y al mismo tiempo declarar y confirmar con su
autoridad los principios del orden moral que fluyen de la misma
naturaleza humana” (Dignitatis humanae, 14).
“Es, en efecto, incontrovertible —como tantas veces han declarado
nuestros predecesores— que Jesucristo, al comunicar a Pedro y a los
Apóstoles su autoridad divina y al enviarlos a enseñar a todas las
gentes sus mandamientos (cfr. Mt. 28, 18-19), los constituía en
custodios y en intérpretes auténticos de toda la ley moral, es decir no
sólo de la ley evangélica sino también de la natural, expresión
asimismo de la voluntad de Dios, cuyo cumplimiento fiel es
igualmente necesario para salvarse (cfr. Mt. 7,21)» (Humanae vitae,
4). En razón de esta asistencia divina, constituyen para el creyente
una guía segura.
Sin fidelidad al Magisterio no se puede hacer una verdadera teología,
ni ésta ser una válida guía para la vida cristiana. La teología moral
no puede edificarse ni progresar “sin una convencida adhesión al
Magisterio, que es la única guía auténtica del Pueblo de Dios”
(Familiaris consortio, 32).
¿Significa esto que la teología debe limitarse a exponer las verdades
enseñadas por el Magisterio? En absoluto. Su misión es, por el
contrario, esclarecer y explicar su contenido. La Teología –afirma
Santo Tomás- “debe enseñar cómo es, es decir, cómo podemos
entender aquello que afirma la fe; de otra manera, si se limitase a
repetir lo que dicen las autoridades, certificaría que tal cosa es
verdad, pero no daría ciencia ni inteligencia, y la mente de los que
escuchan saldría vacía” (Quodlibet, IV, c. 9, a. 3 resp.). En concreto,
“las certezas que nos ofrece el Magisterio no pueden eximirnos de la
reflexión personal, teológica y filosófica, con el fin de mostrar a los
hombre de nuestro tiempo el carácter razonable, la inteligibilidad y la
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profunda humanidad de las exigencias éticas” del cristianismo (Del
Portillo, 1988, 23).
2.4. Teología moral: razón y fe
La razón, lejos de ser entorpecida por la fe, resulta perfeccionada. La
teología moral no anula a la ética filosófica, sino que la presupone, la
introduce dentro de sí y la lleva a su plenitud (Rodríguez Luño, 48).
Gracias a la Revelación, las verdades de la ética filosófica que la
razón alcanza adquieren en el ámbito de la ciencia teológica todo su
sentido y profundidad, al mismo tiempo que se superan sus límites.
“La verdad ofrecida en la revelación de Dios sobrepasa ciertamente
las capacidades del conocimiento del hombre, pero no se opone a la
razón humana. Más bien la penetra, la eleva y llama a la
responsabilidad de cada uno (cfr. 1 Pt 3,15) para ahondar en ella”
(Donum veritatis, 1).
La teología moral es “racional”, porque responde plenamente a las
exigencias de la razón humana; y es “sobrenatural”, porque, fundada
en la Revelación divina, conoce el fin sobrenatural del hombre y los
medios sobrenaturales para alcanzarlo. Es más, si puede responder
plenamente a las aspiraciones esenciales de la persona hacia el bien y
la felicidad, es gracias a la Revelación. La teología moral, afirma Juan
Pablo II, es la “ciencia que acoge e interpela la divina Revelación y
responde a la vez a las exigencias de la razón humana. La teología
moral es una reflexión que concierne a la ‘moralidad’, o sea, al bien y
el mal de los actos humanos y de la persona que los realiza, y en este
sentido está abierta a todos los hombres; pero es también teología,
en cuanto reconoce el principio y el fin del comportamiento moral en
Aquel que ‘sólo Él es bueno’ y que, dándose al hombre en Cristo, le
ofrece las bienaventuranzas de la vida divina” (Veritatis splendor,
29).
La ética filosófica busca su objetivo –orientar la vida moral del
hombre hacia su fin último- bajo la luz de la razón, y su autoridad se
funda en la evidencia racional. En cambio, la teología moral, que
dirige la conducta del cristiano, hijo de Dios, hacia la visión directa de
Dios Uno y Trino, lo hace no solo a la luz de la razón sino sobre todo
a la luz sobrenatural de la fe. Gracias a la fe, la teología moral cuenta
con verdades fundamentales sobre la divinización del hombre, sobre
su situación de caído y redimido, etc., que son inaccesibles a la
razón. Su autoridad se apoya, sobre todo, en la veracidad de Dios.
Al mismo tiempo, la teología moral posee un conocimiento más
perfecto y seguro que la ética sobre verdades morales que la razón
ha descubierto o podría descubrir. En efecto, después de la caída
original, las heridas de la naturaleza y las producidas por los pecados
personales, hacen más difícil conocer la verdad moral natural, y es
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imposible cumplirlas íntegramente sin la gracia. Esa es la causa de
que Dios haya querido incluir en su revelación las principales
verdades naturales necesarias para la salvación (Dei Filius, cap. 2).
A su vez, la teología moral necesita de la razón. “En efecto, en la
Nueva Alianza la vida humana está mucho menos reglamentada por
prescripciones que en la Antigua. La vida en el Espíritu lleva a los
creyentes a una libertad y responsabilidad que van más allá de la Ley
misma. El Evangelio y los escritos apostólicos proponen tanto
principios generales de conducta cristiana como enseñanzas y
preceptos concretos. Para aplicarlos a las circunstancias particulares
de la vida individual y social, el cristiano debe ser capaz de emplear a
fondo su conciencia y la fuerza de su razonamiento. Con otras
palabras, esto significa que la teología moral debe acudir a una visión
filosófica correcta tanto de la naturaleza humana y de la sociedad
como de los principios generales de una decisión ética” (Fides et
ratio, 68).
Si la moral cristiana viene a perfeccionar y a dar su cumplimiento a la
moral humana, la teología no puede dejar de lado el conocimiento de
esa realidad a la que viene a dar cumplimiento. Ahora bien, las
exigencias morales racionales del nivel natural no pueden ser
deducidas o inferidas de un orden sobrenatural de la gracia y de la
caridad. Del mismo modo que en Cristo la persona divina ha asumido
la naturaleza humana, tales exigencias son asumidas, lo que sólo es
posible si poseen una inteligibilidad propia e independiente de los
contenidos esenciales de la ley nueva. Existe, por tanto, un discurso
específicamente filosófico sin el cual la teología moral no podría
cumplir su función. Concretamente, sin tal discurso no se podría
llegar a identificar las acciones intrínsecamente malas, ni a explicar
por qué precisamente la ley nueva es realmente el cumplimiento y la
perfección de la moral (cfr. Rhonheimer, 1995, 147-168.
3. Ciencia moral y ciencias positivas
Existen interesantes relaciones de la ética con las ciencias positivas,
especialmente con la psicología y la sociología. Todas ellas pueden
proporcionar datos importantes para la ética: dan a conocer de
manera científica factores de orden psicológico, social, histórico, etc.
que están implicados en la conducta humana, y cuyo conocimiento
puede hacer más preciso el juicio moral.
Sin embargo, mientras la ética es una reflexión filosófica sobre los
actos humanos desde la perspectiva del sujeto que actúa, para
ordenarlos al verdadero bien de la vida humana vista en su conjunto,
es decir, al bien perfecto o fin último (cfr. Rodríguez Luño, 2001, 2526), las ciencias positivas contemplan los mismos actos desde el
exterior, y según el método de observación que es propio de cada
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una. Estas ciencias no son suficientes para conocer a la persona como
persona, ni para dar respuesta a sus interrogantes fundamentales, ni
para discernir los bienes que la perfeccionan como tal. En
consecuencia, sería un error que la ética filosófica o la teología moral
buscasen en ellas los criterios de discernimiento moral.
Concretamente, “la utilización por parte de la Teología de elementos
o instrumentos conceptuales provenientes de la filosofía o de otras
disciplinas exige un discernimiento de esos elementos o instrumentos
conceptuales, y no al contrario” (Donum veritatis, 10). Cuando las
ciencias positivas se constituyen en fuentes de la moral se comete un
grave error metodológico en la ciencia moral, y las mismas ciencias
positivas pierden su credibilidad porque abandonan su específico
campo de investigación.
4. Ciencia moral y derecho
En muchos ámbitos actuales del pensamiento se suele considerar que
la moral y el derecho son dos órdenes totalmente independientes: la
moral –se afirma- afecta exclusivamente al campo de la conducta
privada, en el que el sujeto es plenamente autónomo; el derecho, en
cambio, se refiere al orden social y su fuente directa no es el propio
sujeto, sino una autoridad que puede imponerlo incluso por la fuerza.
Este planteamiento, imposible de mantener racionalmente, ha
conducido a graves problemas políticos, sociales y jurídicos. El
derecho y la moral, si bien son ciencias diferentes, no son disociables.
Son ciencias diferentes porque la moral se refiere a la dimensión del
hombre como persona, mientras el derecho se ocupa del orden social,
del conjunto de estructuras que ordenan y organizan a las personas
en la comunidad. La especificidad del derecho está íntimamente
relacionada con las características propias de esas estructuras: la
positividad (entran en vigor solo en el momento en que quedan
asumidas en la comunidad como orden propio) y la historicidad (la
necesaria adecuación a la situación real de la comunidad) (cfr. Del
Portillo, 1974, 495). Esto es aplicable también al derecho canónico,
que consiste en “una estructura ordenadora del Pueblo de Dios, en
cuanto éste es una comunidad, con dimensión terrena e histórica, de
creyentes con una organización social y una vida comunitaria. Es
función del Derecho Canónico estructurar y ordenar, según principios
de justicia, las relaciones entre los miembros de la Iglesia (relaciones
entre hombres)” (Del Portillo, 1974, 495).
A pesar de estas diferencias, el orden moral y el orden jurídico no se
pueden disociar porque la comunidad –cuyo orden justo es el
derecho- es la expresión de una dimensión esencial de la persona, la
inclinación natural a la vida en sociedad (socialidad). Y si la
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comunidad tiene su fundamento en la dimensión personal de la
socialidad, es preciso afirmar que el derecho se funda en la moral.
Esto no quiere decir que el derecho deba ser un desarrollo completo
de las normas morales. Concretamente, si bien la ley humana debe
promover positivamente la conducta ética, solo puede exigirla en
cuanto a sus actos externos; no puede imperar todos los actos de
virtud que exige el bien común, sino los que son accesibles a la
mayoría; ni prohibir expresamente todos los vicios, sino aquellos que
dañan más directamente al orden social. Por tanto, el derecho no
agota el campo de la moral.
En la Iglesia estas características de la ley humana se dan con ciertas
peculiaridades, porque su fin es sobrenatural: la salvación de las
almas. Por eso el derecho canónico no solo mira al fuero externo,
sino también al interno, es decir, puede mandar actos interiores,
dentro del poder concedido por Cristo a la Iglesia.
Por otra parte, precisamente por ser la socialidad una dimensión
esencial de la persona, y por ser Dios el origen de todo poder, el
cumplimiento de las leyes humanas justas afecta a la esfera moral de
la persona: ese cumplimiento es la respuesta a la llamada que Dios
hace a la persona para que se realice como persona en la comunidad
(cfr. Del Portillo, 1974, 497).
Ahora bien, las leyes humanas son justas y legítimas en la medida en
que derivan de la Sabiduría de Dios, es decir, de la ley eterna, y en
esa medida tienen fuerza de obligar. La opinión de que los
legisladores humanos no necesitan fundarse en un orden que les
precede –afirma Sto. Tomás- es “máximamente nociva para el
género humano, porque quitado el gobierno de la providencia, no
permanece en los hombres ningún temor ni reverencia a Dios ni a la
verdad, de lo que se sigue la desidia en cultivar las virtudes, y se
intuye a cuánto puede llegar la concupiscencia del mal. Nada hay que
tanto induzca al bien y retraiga del mal como el amor y el temor de
Dios” (Sto. Tomás, In Job Lect., Prol.).
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