La autoridad de las escrituras en una era de relativismo

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LA AUTORIDAD DE LAS ESCRITURAS EN UNA ERA DE RELATIVISMO
Las perspectivas del Antiguo Testamento
Introducción
Ofrezco este ensayo no como un intento de rescribir una doctrina de las Escrituras mediante una
nueva definición de su autoridad, sino más bien como testimonio personal de cómo veo funcionar
esa autoridad en dos áreas con las que estoy relacionado profesionalmente. La expresión «la
autoridad de las Escrituras» suele usarse en un sentido preceptivo, es decir, interpretando que las
Escrituras nos dicen qué debemos creer y cuáles son las cosas que debemos o no hacer. Tienen
autoridad sobre nuestra mente y nuestros actos, porque provienen de Aquel que es Señor de ambas
cosas.
Recientemente, un punto de vista un tanto distinto sobre la autoridad, aunque sin duda alguna
complementario, estimuló mi pensamiento al leer un estudio programático de Oliver O'Donovan
sobre ética evangélica, titulado Resurrection and Moral Order (La resurrección y el orden moral). Él
definía la autoridad como aquello que constituye un fundamento suficiente sobre el que basar una
acción:
«La autoridad es el correlativo objetivo de la libertad. Es aquello que hallamos en el mundo y que
dota de sentido a nuestros actos. Una autoridad, podríamos decir, es algo que, en virtud de su
naturaleza, constituye un fundamento inmediato y suficiente sobre el que basar nuestras acciones.
Si alguien escucha música, se une a un club o lee un libro de filosofía, su acto no requiere una
explicación. La belleza, la comunión y la verdad son un fundamento suficiente, por sí mismos, para
esa acción. Hacen que ese acto realizado en relación con ellas sea inteligible de forma inmediata»i
O'Donovan sostiene que el propio orden creado, que procede de la mano de Dios, nos ofrece ese
marco de autoridad dentro del cual somos libres de actuar de muchas maneras distintas, porque la
autoridad es precondición de la libertad. La autoridad de las Escrituras, por consiguiente, descansa,
al menos en parte, en su testimonio revelador de ese orden creado y del Dios que está tras él.
Por consiguiente, me sentí movido a preguntarme de qué maneras la Biblia «autoriza» mis propios
actos en este mundo de Dios. Da la casualidad de que soy profesor de Escrituras Hebreas con un
énfasis especial sobre la ética, en una universidad especializada en formación intercultural. Estos
dos énfasis (valorar y evaluar posturas éticas e intentar comprender y criticar culturas divergentes)
suscitan algunas preguntas sobre la autoridad y, como espero demostrar, descubren una autoridad
correcta en el Antiguo Testamento.
En una Era de Relativismo Moral
Todo curso de estudio sobre la ética debe dedicar un tiempo considerable al análisis y crítica de las
variedades de relativismo moral que nos rodean hoy día. Desde el punto de vista de la cultura pop,
que asevera que «Si me siento bien y no perjudico a nadie, ¿quién puede decir que está mal?», hasta
las formas más sofisticadas como el subjetivismo, el existencialismo, el situacionismo y el
consecuencialismo utilitario, el dogma común sostiene que no existe una autoridad trascendente
basándonos en la cual podamos determinar, a priori, la justicia y la injusticia, el bien y el mal
absolutos. La moral es relativa. Todo depende de... (Añadamos un sinnúmero de cosas). Frente a
este clima de relativismo moral, el cristiano afirma la autoridad de las Escrituras. Pero la mera
afirmación, por sí misma, no le hará llegar muy lejos, dado que la cuestión de qué significa en
realidad la autoridad de las Escrituras (sobre todo del Antiguo Testamento), dentro del contexto de
la toma de decisiones éticas y prácticas, ha perseguido a la iglesia desde sus orígenes.
Tres Tradiciones Hermenéuticas
1
Richard N. Longenecker sugiere, en un breve artículo que induce a la reflexión, que durante toda la
historia de la iglesia han emergido tres respuestas principales nacidas del cristianismo primitivo.
Éstas son las respuestas a la pregunta de cómo deberían usar el canon hebreo los cristianosii.
Marción, en el siglo II, se limitaba a repudiar las Escrituras hebreas y todo lo judío como algo
carente de toda relevancia o autoridad para los cristianos, dado que supuestamente procedía de otra
fuente que no era la revelación de Dios en Jesucristo. Aunque oficialmente la iglesia rechazó esta
doctrina, el espectro de Marción ha acechado a la hermenéutica a lo largo de los siglos, apareciendo
en las tendencias al antinomianismo del sector radical de la Reforma, el existencialismo ahistórico
de Bultmann y los que pensaban como él, y (por motivos teológicos muy distintos) en el
dispensacionalismo moderno. Y éstos sólo son los movimientos teológicos. Muchas iglesias son
marcionistas en la práctica, olvidando de forma abismal las Escrituras que empleaba el propio
Jesús, y rechazando leerlas durante el tiempo dedicado a la alabanza, aun cuando en diversos libros
de himnos aparecen textos bíblicos que los acompañan.
La escuela alejandrina de finales del siglo II y principios del III enfatizó la unidad de las Escrituras
y el cristianismo del Antiguo Testamento. Esto condujo a los alejandrinos a desarrollar una exégesis
altamente alegórica y espiritual del Antiguo Testamento, por una parte, y a distinguir entre las
dimensiones ceremonial y moral de la ley, por otra. La primera tendencia dominó la teología
medieval, mientras la segunda procedió a refinarse aún más y sigue sobreviviendo hoy día. Calvino
y la tradición reformada deben mucho a esta escuela, no por su tratamiento alegórico de la Biblia
hebrea, que Calvino rechazaba plenamente a favor de una cuidadosa exégesis histórico-gramatical,
sino por su compromiso con la unidad y continuidad de los Testamentos; de este modo, el Antiguo
Testamento se entiende como una Escritura incuestionablemente cristiana, que debe interpretarse y
obedecerse a la luz de Cristo. Esta influencia se puede ver en el énfasis puritano sobre el «tercer uso
(moral)» de la ley en la vida cristiana. La unidad se lleva a su extremo ético en la escuela
teonomista, que afirma que la autoridad moral del Antiguo Testamento es aplicable con tanta fuerza
como lo era la ley en Israel, dado que es la ley de Dios para todas las épocas y para toda la
humanidad.
La escuela de Antioquía de los siglos IV y V se oponía a la exégesis alegórica alejandrina, y
enfatizaba el desarrollo histórico dentro de las Escrituras, así como la importancia del cumplimiento
redentor del Antiguo Testamento en el Nuevo. Esto condujo a una postura menos estática y más
dinámica sobre la autoridad bíblica. Ahora podían dejarse a un lado las perspectivas
veterotestamentarias a la luz de las «cosas nuevas», la encarnación y el reino de Dios en Cristo.
Tanto Alejandría como Antioquía creían en la continuidad entre los Testamentos, pero mientras que
Alejandría percibía la igualdad y hacía que el Antiguo Testamento dijese cosas cristianas, Antioquía
detectaba un progreso escritural y permitía que el Nuevo Testamento superase la autoridad del
Antiguo cuando fuera necesario. La antipatía que sentían en Antioquía hacia las alegorías
reapareció en el osado rechazo de la teología escolástica medieval que hizo Lutero. Éste se decantó
también más que Calvino por la postura de Antioquía, al permitir que el vino nuevo del evangelio
no se vertiera en los odres viejos del Antiguo Testamento en los puntos que daban pie al conflicto.
Mientras que Calvino buscaba coherencia y armonía, Lutero se contentaba con una forma muy libre
de entender el Antiguo Testamento, forma que en ocasiones estaba lastrada por una incoherencia
ética. Esta postura nació de la actitud de gloriarse de forma dinámica y efervescente en la primacía
del evangelio como algo opuesto a la ley. Si se me pidiera algún ejemplo moderno del espíritu de
Antioquía, creo que señalaría a los herederos de la Reforma radical, tales como aquellos menonitas
que se comprometen con la obra social, participando en ella activamente. Éstos enfatizan un
discipulado radical, y tienen una orientación mesiánica y fuertemente neotestamentaria tanto en su
teología como en su ética, mientras enfatizan la importancia que tiene la singularidad del pueblo de
Dios, que es un valor poderosamente inculcado en las Escrituras hebreas.
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De estas tres corrientes representativas, la marcionista es la única a la que debemos seguir
resistiéndonos. El olvido popular del Antiguo Testamento es deplorable, pero al menos puede
corregirse mediante una predicación y una enseñanza entusiastas. En cierto sentido, el
dispensacionalismo es más inmune desde el punto de vista dogmático, dado que su estructura
completa exige la degradación del Antiguo Testamento, aunque es correcto decir que los eruditos
bíblicos y éticos comprometidos, en las escuelas dispensacionalistas, como Norman Geisler,
contribuyen de forma efectiva a la reflexión ética cristiana y emplean las Escrituras hebreas con este
finiii.
Mi postura consiste en una combinación de lo mejor de la corriente alejandrina y de Antioquía. De
la primera, y siguiendo la tradición reformada, defendería fuertemente la unidad y continuidad entre
los Testamentos. La autoridad del Antiguo Testamento se deriva del hecho de que forma parte
integral del canon de las Escrituras cristianas. Al mismo tiempo, me gustaría subrayar, de la
segunda corriente, la certidumbre de que Jesús es el Mesías, y la importancia que tienen el
desarrollo y cumplimiento históricos para nuestra comprensión y aplicación de sus Escrituras. Los
dos énfasis están relacionados en mi pensamiento al considerar el lugar vital que ocupa el pueblo de
Dios. Éste es el Israel de los dos Testamentos, centrado, cumplido y encarnado en la persona de
Jesús el Mesías, y enviado al mundo antes y después de la encarnación como el modelo de
comunidad elegido por Dios, su sacerdocio santo, en medio de las naciones, con la responsabilidad
de tener un estilo de vida y un mensaje distintivos.
La Autoridad en Relación con la Historia
Este énfasis sobre el papel de Israel nos lleva a la importancia de la historia en nuestra evaluación
del lugar que ocupa la autoridad ética. Las Escrituras nos conceden el fundamento autorizado para
actuar con libertad, no porque nos digan qué es lo que pensaban los israelitas o los primeros
cristianos, ni cómo articulaban sus propias percepciones morales, sino porque registran lo que Dios
ha hecho en la historia. Así es como las Escrituras hebreas, de forma característica, respaldan la
autoridad de las leyes particulares: «Así es como debéis actuar, porque esto es lo que ha hecho
Yahvé». Los Diez Mandamientos empiezan de esta manera, con un indicativo histórico que hace
referencia a la liberación de Egipto. La frase de motivación, tan distintiva de la ley israelita, cita
regularmente el precedente o modelo histórico para cada faceta específica de la ley.
La idea en este caso no es que existen ciertas vagas lecciones morales que podemos aprender del
pasado (una verdad que, probablemente, todas las culturas humanas respaldarían en términos
generales). Más bien, la idea central es que se trazan determinadas distinciones morales concretas
entre tipos de conducta que se ordenan y otros que se prohíben, basándose en la autoridad de
acontecimientos históricos particulares, que se atribuyen a la acción de Yahvé. Si un significado de
la autoridad radica en que ofrece un fundamento suficiente sobre el que actuar, entonces tenemos
razón al referirnos a la autoridad de la historia, siempre que se interprete (como, por supuesto, se
hace en las Escrituras) dentro de un marco teológico que discierna los actos de Dios. Así, la ley no
se contenta con permanecer en el nivel de los ideales morales como «Santos seréis, porque yo
Jehová vuestro Dios soy santo». En lugar de ello, ordena de forma concreta: «Amarás al extranjero
(con todos los derechos y privilegios derivados de esta orden) porque yo Jehová tu Dios amo al
extranjero, y lo he demostrado mediante el hecho histórico de liberaros de Egipto» (cfr. Lv. 19:3334; Dt. 10:19 y ss.). La obra de Dios crea la condición en la que es correcto comportarse de esta
manera, y por tanto hacerlo en relación con los extranjeros. En otras palabras, la autoridad moral de
la historia bíblica no radica sólo en que sucedió (porque, como indica O'Donovan, todos los
acontecimientos históricos son únicos y carecen de una autoridad moral intrínseca y coercitiva).
Más bien, la autoridad moral de la historia bíblica radica en que Dios decidió actuar de tal manera
que dotó de significado y de propósito a toda la historia (que llegó a su clímax en la resurrección), y
reveló el significado y las implicaciones que tiene su obra para nuestra guía moral.
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La importancia del fundamento histórico concreto de la fe y la ética bíblicas se ha contrastado a
menudo con los paradigmas religiosos abstractos, cíclicos o panteístas. Por este motivo, cada vez se
ha vuelto más importante a la hora de enfrentarse al desafío del pensamiento propio de la Nueva
Era. Hace poco tiempo me encontraba impartiendo una serie de seminarios sobre la teología de la
tierra en el Antiguo Testamento. Alguien comentó que, aparentemente, muchas de las afirmaciones
y las imágenes escriturales relativas a la tierra eran similares al modo en que la filosofía Nueva Era
habla sobre ella. En las Escrituras hebreas abundan los ejemplos de la personificación de la tierra.
Ésta se regocija, se lamenta, y puede hasta vomitar; podemos dirigirnos a ella y nos responde, sufre
pero también puede renovarse y disfrutar de un descanso sabático. Pero, en estos casos, ¿estamos
realmente tratando con un espíritu personal del planeta, llamado «Gaia»? Nada podía estar más
lejos del pensamiento hebreo. El motivo por el que se podía hablar de la tierra en términos
personales no era que, en sí misma, fuera una persona, ni debido a alguna visión mágica o
mitológica que se le aplicara, sino porque el mundo era el escenario en el que se desenvolvía la
relación personal entre Yahvé e Israel, mediante unos acontecimientos históricos concretos que
tenían lugar en él.
Incluso los festivales israelitas que estaban más vinculados a la tierra y a su feracidad estaban
dotados de una referencia o justificación histórica. Es decir, que se celebraba el ciclo natural
recurrente, como debía ser. Sin embargo, este ciclo se atribuía al Dios que, de un modo más
importante que la cosecha que acababa de conceder, en determinado momento del pasado había
actuado en justicia y redención para concederles la tierra en la que el pueblo podía disfrutar de unas
cosechas propias (Dt. 26). De forma parecida, todos los requisitos morales que podríamos
considerar, en términos generales, ecologistas (relativos al uso de la tierra, las cosechas, el interés
por los animales, los árboles y los recursos mundiales), se basaban en la autoridad de la obra de
Yahvé en la historia, no en algunas propiedades divinas e inherentes al propio mundo. De hecho, al
enraizarse en la historia antes que en la tierra, demostraron ser mucho más duraderos, desde el
punto de vista moral, tanto para resistirse a los cultos de la fertilidad que tienden a dominar al
hombre cuando la religión de la tierra se divorcia de la respuesta al Dios de justicia en la historia,
como para sobrevivir a la pérdida de una porción concreta de césped (como lo define
Brueggeman)iv.
De modo que la insistencia escritural en que el propio Dios ha actuado en la historia, constituyendo
por tanto criterios morales para los actos humanos en ella, es un rasgo esencial de la ética bíblica.
Esto la opone al exacerbado individualismo del existencialismo, en el que todo individuo debe
reinventar la ruleta moral cada vez que tiene que tomar una decisión, y el también exagerado
colectivismo de la superconsciencia propio de la Nueva Era, que en la práctica disuelve la moral
personal como suele pasar, en última instancia, con todos los panteísmos.
La Autoridad en Relación con la Creación
Al mismo tiempo que enfatizamos la centralidad de la aseveración escritural relativa a la autoridad
moral de la obra divina en la historia, hemos de prestar la suficiente atención a la imagen que da de
Dios como creador, con todas sus implicaciones para nuestra forma de ver el mundo. El énfasis
sobre la mera historia, sin las salvaguardas de la fe creacional bíblica, podría sumergirnos en ese
tipo de relativismo histórico que pone todas las cosas, incluyendo la moral, a merced del proceso
histórico. Éste es un peligro del que O'Donovan también nos advierte, insistiendo en que la única
protección adecuada contra él es la afirmación bíblica sobre un orden dado en la creación. Aunque
perturbado por la caída, sigue siendo el orden en el que vivimos. Al final será restaurado a su
perfección y gloria originales, por medio de la obra redentora de Dios, que ya se ha alcanzado en la
resurrección de Cristo y que se completará cuando Él regrese:
«Lo que más distingue el concepto de la creación es que está completo. La creación es la totalidad
dada del orden que conforma la presuposición de la existencia histórica. El «orden creado» es aquel
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que no es negociable con el curso de la historia, que no pueden derrocar ni los terrores del azar ni la
ingenuidad del arte. Define el alcance de nuestra libertad y los límites de nuestros temores. La
afirmación del salmo cantado el día de reposo, que celebra la naturaleza completa de la creación,
nos ofrece un fundamento para nuestra actividad humana y nuestra esperanza: «el mundo ha sido
afirmado, y no será conmovido». Dentro de un mundo así, en el que «el Señor reina», somos libres
de actuar y podemos estar confiados de que Dios actuará. Dado que existe un orden creado, y dado
que es inconmovible, nos atrevemos a estar seguros de que Él lo vindicará en la historia. «Juzgará a
los pueblos en justicia... Porque vino a juzgar la tierra. Juzgará al mundo con justicia, y a los
pueblos con su verdad» (Sal. 96:10, 13)»v.
La importancia de conservar el afianzamiento firme en la base creacional debe detectarse, antes que
nada, en su anclaje en el propio evangelio. En los últimos años se han escrito y se han dicho
muchísimas cosas sobre la necesidad de ver cómo se enraíza el evangelio en diversos contextos
históricos y culturales. De hecho, no podemos comprender el evangelio ni responder a él si lo
sacamos del contexto en el que lo percibimos. No podemos eludir algún tipo de contexto. Pero si
bien la cultura y el contexto conformarán sin duda nuestra comprensión, recepción, respuesta y
formulación del evangelio, por sí mismos no determinan su contenido fundamental. Esto es así al
menos por dos motivos:
Primero, porque el evangelio es, en esencia, buenas noticias sobre algo que ha sucedido. No se trata
de una ideología y ni siquiera de una teología, sino simplemente del anuncio de un acontecimiento:
a saber, el nacimiento, vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. La cultura y contexto de la
persona o grupo a quien se haga este anuncio conformará su percepción del mismo y su respuesta a
él, pero no podrá alterar la realidad factual de éste. Descubriremos, en contextos siempre
cambiantes, qué significan esas buenas noticias para pueblos concretos, pero no redescubriremos
qué sucedió, que es, de entrada, lo que hace que esas noticias sean buenas.
En segundo lugar, porque el evangelio es de hecho la restauración, redención y reconciliación de la
creación por parte de Dios y para Dios. Y la creación es algo dado. Es decir, que existe una
realidad, un orden para la vida humana en la tierra bajo Dios, algo que nosotros no inventamos. En
nuestra historia humana alteramos ese orden mediante nuestro pecado y rebelión. Pero sigue
estando «ahí», y no podemos eludirlo ni cambiarlo como tampoco podemos evitar nuestra
condición de seres creados. Y es precisamente esa realidad dada lo que constituye el objeto de la
restauración divina (porque antes se ha echado a perder), y de su reconciliación (porque está rota,
dividida y alienada). Por consiguiente, también en el evangelio existe una dimensión de ser algo
dado, derivado de esa misma naturaleza presente en la creación. Nuestra evangelización y nuestra
obra social deben, juntos, ser relevantes cultural y contextualmente en cualquier entorno histórico,
pero no son dependientes de la cultura, el contexto o la historia. No inventamos la creación, pero
somos llamados a vivir responsablemente dentro de ella. Tampoco inventamos el evangelio ni lo
descubrimos, pero somos llamados a vivir en obediencia a él... Si el evangelio no tuviera una
dimensión universal, si no fuera algo dado, no podríamos reconocerlo cuando impactase en un
contexto particularvi.
Lo que es cierto del evangelio lo es también de la ética que forma parte integral de éste. Y lo que es
cierto en términos neotestamentarios también lo era en el Antiguo Testamento. Los niveles y
dimensiones semánticos en el episodio del éxodo, por ejemplo, podrían apreciarse de diversas
maneras a lo largo de la historia de Israel, pero nada podía afectar a la historicidad básica del
acontecimiento en sí mismo. De forma similar, sea cual fuere la cultura o la coyuntura histórica,
hemos de vivir en el mundo creado por Dios, siendo sus criaturas humanas. Ese mundo dispone de
una forma básica que nosotros no inventamos, y por consiguiente de una forma correspondiente
para la respuesta moral que se nos exige si hemos de vivir dentro de él con ese tipo de libertad que,
por orden divina, éste autoriza. Por tanto la moral, en términos bíblicos, está precondicionada por la
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forma dada de la creación, que subyace en la relatividad de respuestas culturales a ella presentes en
la historia.
Por consiguiente, el meollo de nuestra queja contra aquellos que afirman que la moral es, por si,
algo relativo histórica y culturalmente, es que absolutizan lo que es relativo (el proceso histórico) y
relativizan lo que es absoluto (el orden de la creación):
«El pensamiento clásico cristiano procedía de un orden universal de significado y valor, un orden
dado en la creación y cumplido en el reino de Dios, un orden, por tanto, que forma el marco para
todo acto e historia, acto al que debe conformarse en la elaboración de la historia. La historicidad
niega que exista semejante orden universal. El pensamiento cristiano asevera que lo que éticos
clásicos consideraban un orden transhistórico en sí mismo, es un fenómeno histórico. Los actos no
pueden conformarse a los valores transhistóricos, que son inexistentes, sino que deben responder a
las dinámicas inmanentes de esa historia a la que contribuyen»vii.
Por tanto, la autoridad bíblica para nuestra ética dentro de un mundo de relativismo moral, se
fundamenta en su doble afirmación de la creación y la historia: la creación como orden fundamental
que conforma nuestra existencia histórica, y que está destinada a ser restaurada en la nueva creación
del reino de Dios; y la historia como el escenario en el que observamos las obras de ese Dios al que
somos llamados a imitar al «andar en sus caminos».
En una Era de Relativismo Cultural
Vivimos en un mundo multicultural. Esto siempre ha sido así, por supuesto, pero ahora forma una
parte más importante de la inseguridad moderna que antes. Nuestras ciudades son polícromas y
multiculturales. La televisión, los libros de gran formato y los viajes de vacaciones a lugares cada
vez más exóticos nos ponen en contacto con culturas de las que antes no teníamos noticia. El efecto
que esto ha tenido sobre la mente popular ha sido una mayor consciencia de la pluralidad de
culturas humanas, y un cuestionamiento de las asunciones sobre la superioridad de una sobre otra.
Es cierto que la cultura occidental sigue estando decidida a inundar al mundo, pero es probable que
el motivo sea antes el egoísmo más claramente comercial que la pretenciosa superioridad cultural
que caracterizó a las eras anteriores. Entonces, la explotación colonial acompañaba a la asunción de
un deber para extender la «civilización». La explotación continúa, pero nuestras conciencias se
alivian gracias a una sensación de que al menos hoy día respetamos más a otras culturas.
Los Relativizadores Relativizados
Como mínimo, nos hemos vuelto más críticos con aquellos a los que consideramos sospechosos de
no respetar otras culturas o, lo que es peor, de aniquilarlas, ya sea mediante la destrucción de su
hábitat (como vemos en la preocupación contemporánea por las selvas lluviosas y sus habitantes) o
mediante la conversión religiosa. Así, la serie televisiva de 1990 titulada «Missionaries»
(Misioneros), partía de la base totalmente cuestionable, ya en su primer programa, de que los
misioneros, desde los tiempos de Pablo, se han caracterizado por una arrogancia que les hace mirar
a otras culturas que no sean la occidental como algo pecaminoso e inferior, y por tanto digno de ser
atacado y reemplazado.
Ahora bien, si tomamos la expansión misionera como un juicio que sienta jurisprudencia, estaremos
de acuerdo en que, en muchos casos, los misioneros han emitido juicios sobre otras culturas que
estaban basados no tanto en valores cristianos esenciales y evangélicos como en sus propias
asunciones culturales. Pero, ¿cometían un error al emitir algún tipo de juicio? Es posible que esos
juicios fueran incorrectos y estuvieran lastrados por las asunciones no examinadas de la
superioridad occidental, pero, ¿es ilegítimo criticar cualquier aspecto de una cultura partiendo de un
determinado fundamento? La idea preconcebida de las series como «Missionaries» parece ser que sí
lo es. Ninguna cultura tiene el derecho de criticar a otra, y hacerlo bajo el disfraz de la religión es
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tan arrogante como destructivo. Sin embargo, aun antes de considerar si la Biblia nos otorga la
autoridad para examinar de forma crítica otras culturas, es importante destacar que la postura de
quienes producen una serie como «Missionaries» no es culturalmente neutra. Los críticos de
quienes critican a otras culturas son, ellos mismos, hijos de una cultura particular, con asunciones
ocultas y pendientes de análisis. Éstas son las asunciones del humanismo secular posterior a la
Ilustración, que, habiendo relegado a la religión al campo de lo subjetivo, de aquello que está fuera
del reino de la realidad factual, afirma el dogma del relativismo religioso, y descarta a priori, como
una actitud arrogante y autojustificativa, toda pretensión de que exista una verdad absoluta. Que los
devotos de estas tremendas ideas critiquen a aquellos que criticaron a otras culturas sobre el
fundamento de sus asunciones sobre cuál era el vestido cultural más apropiado para el cristianismo,
viene a ser como un ciego que critica a otro ciego.
Tal y como ha clarificado de una forma muy útil Reinhold Niebuhr, existe una variedad de formas
en que se puede expresar la relación entre el evangelio cristiano y la cultura humana, tanto en la
teoría como en la prácticaviii. Los evangélicos comprometidos con la autoridad de las Escrituras
afirmarán que, sea cual fuere el matiz que revista a esta relación, el orden básico es que es el
evangelio el que juzga a la cultura. Toda cultura es un producto humano, y por consiguiente
manifiesta tanto la dignidad de la imagen de Dios como la depravación de la condición humana
caída. Así que, si bien no podemos adoptar la postura de emitir juicios sobre otras culturas humanas
desde nuestro propio punto de vista horizontal (al menos podemos agradecer a los relativizadores
por desafiar y socavar todas las formas de superioridad cultural o racista), la revelación de Dios en
las Escrituras y en Cristo nos concede un punto de vista más elevado (que, por supuesto, no es
creación nuestra y cuyo mérito no podemos atribuirnos) desde el que podemos emitir una crítica
semejante.
Sin embargo, alguien dirá ahora que la propia Biblia es contextual desde el punto de vista cultural.
Las Escrituras que aceptamos como autoridad no proceden de una sino de varias culturas, que
cubren un amplio espacio de tiempo, todas ellas muy remotas de la nuestra propia. ¿Cómo puede
ser que las respuestas religiosas de un contexto cultural tan distante tengan para nosotros una
autoridad suficiente como para juzgar las culturas modernas? Para algunos eruditos, como D. E.
Nineham, el abismo cultural es demasiado grande como para que incluso el mismo Jesús tuviera ese
tipo de autoridad moral que tradicionalmente se le atribuye.
Nuestra respuesta debe comenzar con aquellos dos puntos que subrayamos en la primera sección.
Las Escrituras afirman que Dios ha actuado en la historia. La fe de Israel, por consiguiente, no fue
sólo un feedback cultural sino una respuesta a unos acontecimientos objetivos del que fue testigo y
en los que participó. Las Escrituras que crecieron dentro de su contexto cultural, por tanto, no
estaban meramente (aunque ineluctablemente) conformadas por esa cultura (en su lenguaje,
trasfondo, imágenes, etc.), sino que pervivían en un diálogo constante y, a menudo en conflicto, con
ella, conformándola y modelándola en términos de los valores del propio Yahvé. Y el Dios que
actuaba así dentro del desarrollo histórico de esa cultura no era otro que el creador de la humanidad
y del mundo. De aquí que la dirección en que optó por actuar o refinar la cultura histórica de su
pueblo estuviese en línea con la estructura del orden creado imbricada en su voluntad para toda vida
humana en este planeta.
Israel como Paradigma para Evaluar otras Culturas
Es en este punto cuando se vuelve más aparente la relevancia de Israel como sociedad histórica real.
Dios, en su sabiduría, eligió actuar por medio de una comunidad humana, que desde sus comienzos
en la elección de Abraham, tenía que ser un pueblo distintivo, comprometido con su propia manera
de vivir en medio de un mundo que iba por su cuenta:
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«Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová,
haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de
ti» (Gn. 18:19).
El propósito divino de bendecir a la humanidad como un todo es el fin (objetivo o telos) tanto de la
elección de Abraham como de la exigencia moral sobre sus descendientes (¡y esto fue dicho incluso
antes de que fuese concebido Isaac!). De forma parecida, en el momento de la constitución de Israel
como el pueblo de Dios mediante pacto, en el Sinaí, su identidad y misión de ser un sacerdocio en
medio de las naciones de toda la tierra están vinculadas al requisito moral de ser una comunidad
santa (distintiva) por medio de la obediencia a la ley federal. Por tanto, Dios quiso convertir a un
pueblo en el centro de su revelación histórica y su actividad salvadora. Y ese pueblo debía ser,
intencionada y conscientemente, una luz para las naciones.
En otros lugares he empleado el término «paradigma» para describir esta característica del Israel
bíblicoix. Creo que resume lo que Dios pretendía al crear a Israel, dotándolo de leyes e instituciones
que dieran forma a su cultura, y constituye un concepto fructífero para ayudarnos a aplicar las
Escrituras hebreas a nuestra propia circunstancia. Cuando usé por primera vez ese término, tenía en
mente su uso gramatical. Los verbos o sustantivos paradigmáticos pueden usarse para mostrar cómo
funcionan otras palabras en diversas estructuras sintácticas dentro de un idioma. Entonces, el
paradigma funciona para capacitar a quien aprende el idioma a alcanzar una corrección gramatical
en el uso de todos los otros vocablos que desee utilizar. Las palabras y contextos tendrán una
variedad infinita, pero la forma de los paradigmas puede apreciarse en cada nueva frase.
Recientemente vi el uso de los paradigmas en un contexto muy diferente, pero que consideré útil
para desarrollar un paso más la idea que quiero dejar clara. Vern Poythress, en su estudio de
Science and Hermeneuticsx (La ciencia y la hermenéutica), emplea la obra seminal de Thomas
Kuhn, The Structure of Scientific Revolutionsxi. (La estructura de las revoluciones científicas), en la
que éste rechazaba la visión clásica del progreso científico, visión que suele asociarse al método
científico de Bacon. Kuhn argüía que la ciencia no avanzaba solamente mediante un método
inductivo de paso a paso:
«La investigación sobre los problemas científicos siempre tenía lugar frente al trasfondo de unas
asunciones y convicciones que eran resultado de una ciencia previamente existente. Dentro de la
ciencia madura, este trasfondo adoptó la forma de «paradigmas», un grupúsculo de creencias,
teorías, valores, estándares para la investigación y resultados ejemplares que ofrecían una estructura
para el progreso científico, dentro de un campo determinado»xii.
Poythress pasa luego a distinguir entre los dos sentidos en que Kuhn emplea el término
«paradigma». Por una parte, puede denotar «toda esa constelación de credos, valores, técnicas y
demás compartida por los miembros de una comunidad específica». Por otra, designa «soluciones a
dilemas complejos», es decir, resultados fácticos de la experimentación, que ofrecen modelos para
ulteriores investigaciones, sugiriendo maneras de dilucidar un gran número de problemas
irresueltos. Poythress prefiere distinguir los dos sentidos usando una «matriz disciplinaria» para el
primero y « ejemplar» para el segundo. Me parece que ambos sentidos del término «paradigma»
puede emplearse de un modo fructífero para comprender cómo el Antiguo Testamento funciona con
autoridad para nosotros, sobre todo en el ámbito de la evaluación de las culturas humanas.
En el primer sentido del vocablo tal y como lo emplea Kuhn, la emergencia de Israel introdujo un
nuevo paradigma de creencias y valores en el mundo antiguo de Oriente Próximo. Con esto no
quiero sugerir que, de alguna manera, las creencias y valores israelitas fueran exóticos, carentes de
todo vínculo religioso o cultural con su propio entorno. Hay una gran cantidad de estudios
comparativos que han demostrado el grado de la interacción entre Israel y su mundo
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contemporáneo, como era de esperar. No obstante, es igualmente evidente que en determinadas
áreas clave Israel era distinto, consciente y deliberadamente. El requisito de que fuesen una «nación
santa» enfatizaba su singularidad. Entre las características de esta nueva y revolucionaria visión del
mundo podríamos incluir:
–
El monoteísmo israelita, que emergió primero, quizás, como «mono-yavismo», pero que
ciertamente se desarrolló en un compromiso firme no solamente con la exclusividad de
Yahvé, sino también con su sola deidad;
–
Las características de Yahvé como el Dios antes descrito, es decir, alguien que es Señor de
la creación y que también actúa en la historia
–
Los valores expresados por medio de los actos de Yahvé en la historia, explicitados
mediante el éxodo y luego consolidados en la propia ley de Israel (el interés por los
vulnerables y oprimidos, el compromiso con la justicia, el rechazo de la idolatría y sus lacras
sociales asociadas);
–
Una concepción federal de la estructura social con notables efectos en la esfera política,
sobre todo en el modo en que Israel tradujo su creencia de que Yahvé era su rey (una
creencia bastante frecuente entre las naciones antiguas, como ha demostrado Millard
Lind)xiii como el rechazo práctico de la monarquía humana durante varios siglos, y como
límite teórico a su poder cuando acabó apareciendo;
–
La creencia en la propiedad divina de la tierra, lo cual produjo un acicate para la justicia
económica e invirtió el patrón dominante en la posesión de tierras;
–
La creencia en Yahvé como creador y sustentador del orden natural, que desacralizaba áreas
enteras de la vida, como la sexualidad, la fertilidad (de la tierra, los rebaños y las mujeres) e
incluso la muerte.
Éstos son tan sólo unos pocos rasgos del paradigma. Ésta era la matriz general de las creencias,
valores y asunciones que conformaron al Israel histórico.
En el segundo sentido en que Kuhn usa la palabra, el propio Israel era un paradigma, es decir, un
modelo concreto, un ejemplo práctico y experimental de las creencias y valores que encarnaba.
Ahora nadie querría negar lo que las propias Escrituras hebreas dejaban muy claro: que Israel no
lograba ser todo aquello que se creía llamado a ser, en términos de su propio pacto, leyes e
instituciones sociales. Sin embargo, es un sencillo hecho histórico que durante la transición entre la
Edad de Bronce y la del Hierro, en Canaán, emergió una sociedad dotada de unas formas
radicalmente distintas de vida social, económica y política, vinculadas de modo integral con una
forma muy distintiva de credo religioso. Se llamó a sí misma «Israel» y «el pueblo de Yahvé», y
durante siglos consiguieron demostrar, por ejemplo, que una teocracia podía funcionar sin disponer
de un rey humano; que se podía poseer la tierra sin comprarla, venderla o poseerla comercialmente;
que podía mantenerse una amplia igualdad de familias con mecanismos inherentes para prevenir o
aliviar la pobreza, las deudas y la esclavitud; que las necesidades espirituales del pueblo podían
satisfacerse sin una elite altamente consumidora, terrateniente y cúlticaxiv.
A medida que progresaba la historia, este experimento histórico pasó por una serie de
transformaciones. Tal y como indica tan claramente John Goldingay, el pueblo de Dios desde
Abraham hasta el regreso del exilio pasó por diversas metamorfosis importantes, pero a pesar de
ello en cada era se dieron constantes, los ideales fundamentales subyacentes de lo que debía ser
Israel, de lo que se hacía o no se hacía en esa naciónxv. En otras palabras, el propio Israel era
9
llamado a un constante autoexamen frente al paradigma de su propia «constitución». Ellos,
moradores en aquella tierra, ya no eran peregrinos en el desierto, pero aún tenían que manifestar el
paradigma del Sinaí en su nuevo contexto. Y el papel de los profetas era el de indicar con precisión
en qué momentos no conseguían hacerlo. Ciertamente, podríamos decir que la principal función
canónica de la crítica negativa de la palabra profética (tanto las narrativas proféticas históricas
como los libros de los profetas) es la de poner de relieve precisamente cuál era el paradigma
israelita, es decir, el Israel que Dios pretendía que fuese. Al exponer los errores, uno subraya los
ideales.
Otra característica del segundo uso que hace Kuhn del término «paradigma», tal y como lo describe
Poythress, me intriga más. El «ejemplar concreto» que ofrece una investigación específica y sus
resultados, funciona como un modelo de «resolución de dilemas» para abordar otros o ulteriores
problemas. Es decir, que los científicos que trabajan dentro de determinada «matriz disciplinaria»
(el paradigma en su primer sentido) asumen que un modelo que resuelva con éxito un problema
(paradigma en el segundo sentido) es probable que produzca resultados si se lo aplica a otros
problemas dentro del mismo campo general. De hecho, el ejemplar funciona como una autoridad en
ese campo, siempre que encaje demostrablemente con los hechos y confirme la más amplia matriz
de percepción de la naturaleza de la realidad. La teoría de la gravitación de Newton cumplió ese
propósito, manteniendo esa autoridad dentro del campo general de la Física hasta que Einstein
demostró que ya no podía entenderse como una verdadera representación de la naturaleza del
universo.
Ahora bien, la analogía con la ciencia se vuelve inadecuada en este punto, porque el paradigma
ofrecido en la Biblia no es el resultado de la investigación y el experimento humanos, sino de la
revelación divina y la acción redentora histórica. Su verdad no es provisional, sino definitiva. Por
una parte, la matriz general del credo que hallamos en las Escrituras, en lo tocante al propio Dios, el
mundo creado y la humanidad en relación con ambos, es la propia revelación divina del modo en
que son realmente las cosas. Los puntos de vista culturales, por consiguiente, que incorporan falsas
visiones de Dios (algunos ejemplos son la idolatría, el politeísmo y el panteísmo), o de la creación
(tales como las que la deifican, o la rechazan como algo ilusorio, o la destruyen por codicia), o de la
humanidad (discriminaciones opresivas, como las de raza o casta, el reduccionismo, la deificación
de uno mismo) quedan expuestas como falsedades (es decir, que no se corresponden con la
realidad) cuando se prueban frente al paradigma de la visión del mundo que ofrece la Biblia. Por
otra parte, el paradigma concreto y específico de Israel como ejemplo también puede funcionar
positiva o negativamente en nuestra evaluación de otras sociedades y culturas humanas. Esto es así
basándonos en la asunción de que las leyes e instituciones que Dios dio a Israel reflejaban con
precisión, dentro de ese contexto particular, histórico y geográfico, su deseo y designio para la vida
humana en el mundo.
En otros lugares he intentado analizar las diversas respuestas que hallamos en el Israel del Antiguo
Testamento frente a los distintos aspectos de la cultura en que estaba inmersoxvi. Aceptaron y
absorbieron algunos rasgos, toleraron otros aunque con cierto grado de crítica y factores
limitadores, y otros los rechazaron por completo y los prohibieron. Si examinamos los aspectos de
la cultura contemporánea a los cuales se oponía Israel, entran en una serie de categorías bastante
claras. Éstas incluyen: la idolatría y las prácticas sociales relacionadas con ella; las prácticas
moralmente pervertidas, incluyendo la perversión sexual y el bestialismo; prácticas que destruían a
la persona, tales como el sacrificio de niños y la prostitución religiosa; todo el ámbito de lo oculto,
la adivinación, la magia, los médium y demás (estas cosas figuran principalmente en la crítica de
Canaán); y los sistemas políticos o económicos que oprimen u olvidan a los pobres (el meollo de la
crítica contra culturas imperialistas como Egipto, Tiro y Babilonia). El rechazo israelita de tales
cosas ofrece un paradigma para nuestra evaluación de los elementos comparables a éstos en las
culturas que hallamos en nuestros tiempos.
10
Otra forma de dotar de contenido al paradigma sería el de contemplar el sistema penal de Israel y
los valores que éste encarna, en comparación con los sistemas legales que lo rodeaban en aquella
época y que nosotros conocemos. Los puntos de interés incluirían: la valoración de la vida humana
por encima de la propiedad en la escala de los crímenes y en las formas del castigo; la ausencia del
encarcelamiento como pena criminal; la casi total ausencia de formas de mutilación física como
castigo, que eran muy frecuentes en otros códigos legales; los límites estrictos del castigo corporal;
el especial interés legislativo por la protección de los débiles y los vulnerables, incluyendo los
derechos legales para los esclavos, que carecen por completo de paralelo. Dado que en algunos
casos estos aspectos del sistema legal israelita son claramente distintos de las convenciones legales
de la cultura que les rodeaba, podemos discernir una postura ética distintiva y conscientemente
articuladaxvii.
Afirmar que Israel funciona como un paradigma (ejemplo concreto) para nuestra tarea de crítica
cultural en nuestra propia época no significa decir que de alguna manera Israel era una «cultura
normativa». Ya hemos comentado que incluso la cultura israelita cambió y se desarrolló durante los
siglos registrados en la Biblia hebrea. Toda cultura, siendo humana e histórica, es fluida. Lo que nos
dice es que dentro de los parámetros de la antigua macrocultura del Oriente Próximo, Dios hizo
nacer una sociedad por medio de la cual reveló un nuevo paradigma para comprenderle a Él, el
mundo y a la humanidad, y modeló de forma palpable un marco de leyes, instituciones,
convenciones y costumbres, que demostraron experimentalmente la verdad de esa revelación. Así,
el Antiguo Testamento nos ofrece tanto la matriz de creencias y pensamiento que se corresponde
con la realidad (es decir, gobierna la forma de nuestra visión del mundo) y nos muestra un ejemplo
histórico de lo que esto significaba en la práctica para una comunidad humana, tanto a través de sus
progresos como de sus fracasos, que les motivaban a la vergüenza y la autocrítica.
La idea científica del paradigma como resolución de problemas resulta estimulante también en este
sentido. La ley de la gravedad de Newton no resolvió, por sí misma, todos los rompecabezas de la
Física, pero estableció el patrón mediante el cual los científicos abordaron los restantes problemas,
incluso aquellos a los que no tuvo que enfrentarse el paradigma original. Del mismo modo, el Israel
histórico articuló una respuesta exhaustiva y colectiva frente a una amplia gama de cuestiones
económicas y sociopolíticas de su época. No podemos culpar a Israel por no resolver todos los
problemas de la raza humana. Ése no es el propósito de un paradigma. La idea central de un sistema
para resolver problemas radica en su especificidad. Nos dice: «Así es como funciona éste en
concreto»xviii. La misión hermenéutica y ética, como la científica, consiste en abordar los problemas
a los que nos enfrentamos dentro del marco de asunciones y resultados reales y experimentales que
nos proporciona el paradigma de Israel, con la garantía de que, a diferencia de la física newtoniana,
tanto el paradigma conceptual más amplio como el paradigma histórico concreto tal y como aparece
registrado en las Escrituras llega a nosotros con el status de revelación divina, no de teoría
provisional humana.
Conclusión
Entonces, ¿cómo influye todo esto en mi concepto de la autoridad de las Escrituras, en especial del
Antiguo Testamento? He argumentado que el Antiguo Testamento, por su testimonio revelador del
orden creacional, y del Dios que ha actuado dentro de la historia, ofrece una autoridad para
comprometerse con valores morales definibles y permanentes en una era de relativismo moral.
Además, gracias a su provisión de un paradigma (tanto conceptual como práctico) en Israel, el
Antiguo Testamento nos da la autoridad para evaluar y criticar las culturas contemporáneas, sin
sucumbir ni a la tentación de la arrogancia cultural ni a la parálisis del relativismo cultural.
Tras haber justificado, espero, mi trabajo de enseñar ética bíblica en un contexto intercultural, quizá
se me perdone una breve y final defensa de mi postura a la hora de concluir este ensayo. Frank
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Anthony Spina, en una revisión por lo demás positiva de mi libro, Viviendo como pueblo de Dios,
concluye suscitando la pregunta de si mi enfoque paradigmático a la aplicación de la enseñanza
ética veterotestamentaria se aparta de la visión tradicional de la autoridad de las Escrituras. «Para
muchos evangélicos, la autoridad significa una respuesta específica, final e irrefutable a un
problema particular (ético o teológico). Wright parece abogar por un sistema con un final algo más
abierto...»
Pues bien, eso es cierto, aunque ciertamente no entra en conflicto con una plena aceptación de la
autoridad de las Escrituras. Mi idea es más bien que no creo que se pueda reducir la autoridad de las
Escrituras del modo que según Spina querrían hacerlo muchos evangélicos, cuando se trata de las
complejas cuestiones morales con las que debemos enfrentarnos en el mundo moderno. ¿Acaso la
Biblia ofrece una «respuesta específica, final e irrefutable» a preguntas que no aborda? Si
tuviéramos acceso a esas respuestas, ¿cómo podrían los cristianos, incluyendo aquellos plenamente
comprometidos con la autoridad de las Escrituras, discrepar sobre la interpretación moral de la
evidencia bíblica sobre muchos tópicos? Me parece que el motivo es que la autoridad de la Biblia es
tal que permite la divergencia sobre la opinión moral en algunos temas, pero dentro siempre de los
límites de un paradigma definido. Así, por ejemplo, la crítica moral de la política económica de un
gobierno podría ofrecer respuestas diversas a las actuales propuestas de ley sobre mecanismos del
bienestar destinados a aliviar o erradicar la pobreza, p.ej., mediante disposiciones fiscales, sistemas
de préstamo o beneficios directos. Puede que la Biblia no respalde directamente una u otra opción
política, pero ciertamente apoya la intención de hacer algo para ayudar a los pobres y,
preferiblemente, para restaurarlos a la plena participación en la comunidad. Por otra parte, la Biblia
descarta ciertas políticas económicas, no porque haya un texto específico, final e irrefutable en la
Biblia que las prohíba, sino porque su intención o sus efectos probables contradicen el paradigma
global que nos presentan las Escrituras. Usar las leyes hebreas, y la vida completa de Israel dado
que se basaba en ellas, como nuestro paradigma ético dista mucho de tener un «final abierto», como
si dejáramos que el relativismo moral se colase por la puerta de atrás con un cheque en blanco. Más
bien, emplear este paradigma supone, en realidad, una tremenda exigencia, y aguza el uso que
hacemos de una amplia gama de pasajes escriturales. Y es que el paradigma es de por sí muy agudo
y específico en su propio contexto. Ahí es donde radica su poder (para evitar que la ética del
Antiguo Testamento se convierta en poco más que un cúmulo de difusas generalizaciones) y su
siempre presente desafío, que nos enfrenta a la misión de escudriñar todos nuestros valores
culturales, y los propios como individuos, confrontándolos con la autoridad del paradigma dado por
Dios sobre cómo debería vivir el ser humano en este mundo.
Christopher J. H. Wright
Artículo traducido por Daniel Menezo
©Inter-Varsity Press 1991. Reservados todos los derechos.
El presente artículo fue publicado por primera vez en el libro
The Gospel in the Modern World, compilado por Martyn Eden y David F. Wells
y editado por InterVarsity Press (Leicester, Reino Unido) en 1991.
Su traducción y publicación en castellano se realiza con el consentimiento de Inter-Varsity Press.
Artículo publicado en el nº 24 de la revista Alétheia. Para suscripciones a la revista:
http://www.aeesp.net/html/publicaciones/publicaciones_altheia_suscribete.php
i
Oliver O'Donovan, Resurrection and Moral Order: An Outline for Evangelical Ethics (IVP, 1986),
pág. 122.
ii
Richard N. Longenecker, «Three Ways of Understanding Relation between the Testaments:
Historically and Today», en G. F. Hawthorne y O. Betz (eds.), Tradition and Interpretation in the
New Testament (Eerdmans and Mohr, 1987), págs. 22-32.
12
iii
Algunos artículos útiles y representativos sobre el uso ético del Antiguo Testamento en las
tradiciones teonómicas y dispensacionales son los de Greg L. Bahnsen, «Christ and the role of civil
government: The theonomic perspective», Transformation 5.2 y 5.3 (1988), y Norman L. Geisler,
«Dispensationalism and ethics», Transformation 6.1 (1989).
iv
Walter Brueggemann, The Land: Place as Gift, Promise, and Challenge in Biblical Faith (SPCK,
1978). Este artículo es un estimulante repaso sobre la tradición relativa a la tierra en las Escrituras,
enfatizando la dimensión histórica y redentora, y mostrando sin embargo cómo se puede aplicar este
tema hoy y de forma fructífera.
v
O. O'Donovan, Resurrection and Moral Order, págs. 60-61.
vi
Chris Wright, «Response to the Theological Overviews» (de las exposiciones en el Social
Concernt Track de la Segunda Conferencia de Lausanne en Manila), Transformation 7.1 (1990),
pág. 17.
vii
O. O'Donovan, op. cit., pág. 67.
viii
H. R. Niehbur, Christ and Culture (Harper and Row, 1951).
ix
Christopher J. H. Wright, Viviendo como pueblo de Dios: La relevancia ética del Antiguo
Testamento, Publicaciones Andamio, Barcelona, 1996.
x
Vern S. Poythress, Science and Hermeneutics: Implications of Scientific Method for Biblical
Interpretation (Apollos, 1988).
xi
Thomas S. Kuhn, The Structure of Scientific Revolutions (University of Chicago Press, 2ª ed.
1970).
xii
Vern Poythress, op. cit., pág. 43.
xiii
Millard C. Lind, «The Concept of Political Power in Ancient Israel», The Annual of the Swedish
Theological Institute 7 (1968-69), págs. 4-24.
xiv
No tenemos por qué estar de acuerdo con el positivismo sociológico y la motivación ideológica
de Norman Gottwald para aceptar el énfasis de su detallado análisis sobre la relación plenamente
funcional entre las estructuras social, económica y política de la antigua Israel y los ideales, por un
lado, y la forma total de sus creencias religiosas por otro. En The Tribes of Yahweh (SCM, 1980),
ha demostrado con evidencias masivas lo distintivos que eran los israelitas respecto a la cultura que
les rodeaba, tanto en sus valores como en su práctica. Cfr. también Christopher J. H. Wright, «The
Ethical Relevance of Israel as a Society», Transformation 1.4 (1984), págs. 11-21.
xv
John Goldingay, Theological Diversity and the Authority of the Old Testament (Eerdmans,
1987). Pienso sobre todo en el capítulo 3, «A Contextualizing Study of «the People of God» in the
Old Testament».
xvi
En Viviendo como pueblo de Dios, cap. 8, «Sociedad y Cultura».
xvii
Cfr. Wright, ibíd., cap. 7, «Ley y sistema legal», y también G. Wenham, «Law and the legal
system in the Old Testament», cap. 2 en B. N. Kaye y G. J. Wenham (eds.), Law, Morality and the
Bible (IVP, 1978), págs. 24-52.
xviii
John Goldingay vuelve a ser muy útil al enfatizar la importancia de la concreta particularidad de
las leyes e instituciones veterotestamentarias. Ellas nos evitan contentarnos con generalidades
abstractas. Ver Approaches to Old Testament Interpretation (IVP, 1981; 2ª ed. Apollos, 1990), pág.
55. Así, o bien las afirmaciones bíblicas nos indican cómo vivir, o (cuando no lo hacen) tales
aseveraciones son el modelo para y la medida de nuestros intentos de afirmar cómo debemos vivir.
Esto quiere decir que no ignoramos la especificidad de los mandamientos bíblicos (y los aplicamos
a nuestra época como si fueran universales atemporales.) Tampoco nos sentimos paralizados por su
especificidad (siendo por tanto incapaces de aplicarlos en algún sentido a nuestros tiempos). Nos
regocijamos en su especificidad porque nos muestra cómo se expresaba en su contexto la voluntad
de Dios, y los adoptamos como nuestra paradigma para nuestra propia construcción ética.
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