DEPREDADOR

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DEPREDADOR
David Freedman
1
Chad Thompkins respiró el frescor del aire marino. «Oh, sí, para esto me hice abogado:
para conquistar esta clase de libertad», pensó. Inspiró de nuevo y dejó salir el aire, lenta,
prolongadamente. Tenía treinta y un años y acababa de adquirir un nuevo yate con una
cabina de doce metros y medio de eslora. Navegaba, junto con su esposa, su amigo
Dave Pelligro y su nueva novia, hacia isla Clarita, frente a la costa de Los Ángeles, en
un soleado día de junio. El viaje desde Newport Beach duraba una hora y hacía cuarenta
y cinco minutos que habían salido. El mar estaba en calma, solo algunas pequeñas olas
se alzaban de cuando en cuando. No tardarían en llegar. Ya habían dejado atrás isla
Catalina, y Chad divisaba a lo lejos su punto de destino. El plan era ponerse aún más
morenos y, después, almorzar a bordo, aunque él ya hacía rato que notaba el estómago
vacío.
—Gabby, ¿me pasas un emparedado?
Desde su asiento de plástico moldeado, su mujer le dirigió una mirada en la que se leía
«No soy tu criada», pero acto seguido le lanzó un emparedado de pavo con mayonesa
envuelto en plástico transparente.
—A vuestro servicio, majestad…
Chad soltó una risita.
—Gracias, Gab.
—Bonito, ¿verdad? —comentó Dave Pelligro a su acompañante, Theresa Landers.
Theresa, con un ceñido top azul celeste, pantalón corto blanco y demasiado maquillada
para la ocasión, contemplaba el mar.
—Precioso —dijo, y dirigiéndose a su anfitrión añadió—: Gracias por invitarnos, Chad.
—Me alegro de que hayáis venido, chicos. Estoy seguro de que si estuviéramos solo
Gabby y yo, esto sería un aburrimiento.
Theresa sacudió la cabeza. Chad no le caía bien. Era un tipo presuntuoso que lucía un
polo de color rojo y unas gafas de sol que no necesitaba para nada. Pero tenía un barco,
y eso de salir a almorzar al mar, frente a isla Clarita, era nuevo para ella. Tenía ganas de
llegar.
Con excepción de una pequeña zona turística dotada de restaurantes, muelles y un bar
junto a la playa, la mayor parte del territorio de isla Clarita seguía sin explotar, cubierto
de árboles y de densos arbustos. La costa occidental, sembrada de recortadas rocas
negras, era prácticamente salvaje. En esa parte de la isla, inhabitada y alejada del
bullicio de la costa oriental, solo se oía el ruido del viento y el romper de las olas.
Una gaviota apareció, planeando sobre una corriente de aire, por detrás de los árboles. A
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unos sesenta metros de altura, el ave sobrevolaba el oscuro océano en busca de peces.
No vio ninguno.
Sin embargo, allí había algo. Solo que la gaviota no había sabido verlo. Permanecí
inmóvil, justo por debajo de la superficie, observándola.
De pronto, la gaviota distinguió algo y bajó en picado, pero cuando estaba a unos pocos
metros del agua se desvió. Lo que había tomado por un pez era una cinta de kelp, un
sargazo, un fragmento de alga marrón y verdosa. Llevado por la inercia, el pequeño ser
alado surcó el agua. Sin darse cuenta, pasó por encima de un par de ojos negros. Luego,
otro par. Luego, un ciento. Nada se movió. Aquellos ojos se limitaban a seguir,
inmóviles, el vuelo del ave. La observaban.
Chad cerró el paso del combustible y la embarcación se balanceó hasta detenerse. Se
hallaban a unos cientos de metros de los muelles de isla Clarita, donde el gigantesco
ferry de la isla acababa de desembarcar a la última hornada de turistas, en su mayoría
familias con críos impertinentes. A la derecha del puerto, Chad vio una playa, algo
mayor que una nave de hipermercado, repleta de adoradores del sol en baja forma. El
espectáculo le quitó el apetito.
—Me imagino que no querréis que nos detengamos aquí…
Gabby, Dave y Theresa sacudieron la cabeza al unísono.
—Exactamente lo que yo pensaba —dijo Chad. El abogado odiaba las multitudes.
Arrancó el motor y zarpó en busca de la soledad de la siempre desierta costa occidental
de Clarita.
Ahora eran más. Otras cien habían subido del fondo para unirse a las que observaban a
la gaviota. No se movían. Simplemente miraban al ave que se deslizaba por encima de
la línea del agua.
De pronto los ojos se movieron: dos docenas de gaviotas habían salido de detrás de los
árboles y sobrevolaban el mar en busca de peces.
Desde arriba, las gaviotas solo veían un mar desierto.
Entonces, una de aquellas criaturas se movió. A tres metros de profundidad, una raya
agitó sus amplias aletas de manera semejante a las aves y nadó hacia la superficie. Una
segunda la imitó, después una tercera. Luego, un ciento.
Subieron rápidamente, todas al mismo tiempo; salieron disparadas del océano y sus
cuerpos aletearon frenéticamente en el aire.
Había tantas, que resultaba muy difícil distinguirlas con claridad. Eran mayores que las
gaviotas, negras como el azabache por su parte superior y de un blanco reluciente por
debajo. En el aire, sus aletas se movían mucho más rápido que en el agua,
pero era un aleteo falto de coordinación. Se alzaban hasta diferentes alturas, nunca más
de tres metros, y a continuación se desplomaban nuevamente en el mar. Y volvían a
intentarlo. Y otra vez, y otra, y otra.
Viéndolas, el corazón de las gaviotas empezó a latir más deprisa de lo habitual. Eran
aves y tenían cerebro de ave, pero al ver aquello se sintieron instintivamente inquietas.
Esas extrañas criaturas marinas estaban intentando volar como ellas.
—¿Dónde demonios está?
Chad había sobrepasado la punta oeste de Clarita y seguía sin avistar el promontorio
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rocoso que recordaba.
Dave sonrió a su amiga.
—Llegaremos pronto —la tranquilizó.
Theresa asintió y contempló la costa, bordeada de árboles.
—No tengo ninguna prisa —dijo.
Pero Dave sí tenía prisa; o por lo menos la tenía su estómago. Gabby había preparado
especialmente para él unos emparedados de salami, jamón y queso, y Dave se moría de
ganas de hincarles el diente. Aguzó la vista tras los cristales de sus gafas de sol de
noventa dólares intentando localizar el cabo occidental de la isla.
—Creo que ya lo veo —anunció.
Estaba algo más allá de unas rocas negras, muy cerca de donde revoloteaba la bandada
de gaviotas.
Pero entonces Dave vio algo más: algo que saltaba del océano y caía nuevamente en él.
Un animal aislado. Forzó la vista. ¿Qué diablos podía ser aquello? ¿Un pez volador?
Fue a proa y se quitó las gafas. Pero solo vio pájaros. Decidió no comentar nada a los
demás.
Mientras se aproximaban al lugar, también Gabby se fijó en las gaviotas.
—Apártate de esos pájaros, Chad. No queremos que lo ensucien todo con sus
cagarrutas.
—Sí. Ojalá tuviera una escopeta. —Lo decía muy en serio:
aquellos malditos pájaros estaban precisamente en el punto exacto donde él pretendía
echar el ancla. Pero a medida que el rugido del motor se acercaba, las gaviotas se
dispersaron y Chad no perdió el tiempo pensando en la razón de su huida—. Dave,
pásame el ancla.
—Dios mío, estoy llenísimo. —Acababan de almorzar, y Dave estaba orgulloso de lo
mucho que había comido. De pie, al lado de Chad, miró a Gabby y a Theresa, ambas en
biquini y tendidas en las tumbonas que había en la popa del barco—. Me parece que yo
también voy a tomar un poco el sol.
—Adelante —dijo Chad—. Me reuniré con vosotros enseguida.
En realidad, aún no estaba de humor para tumbarse al sol. Mientras Dave se reunía con
las mujeres, Chad se inclinó sobre la borda y contempló el mar. Era estupendo sentirse
lejos del despacho. Inspiró aire profundamente y observó el romper de las pequeñas
olas. No fue consciente de que el viento arreciaba.
La criatura alada se hallaba a metro y medio por debajo del barco, su cabeza cornuda
apuntaba hacia arriba. Tenía los ojos abiertos, pero no veía a Chad, y tampoco veía la
embarcación: era ciega. Un gen mutante había provocado ese defecto, como ocurría
ocasionalmente entre los humanos.
La criatura estaba sola, hacía rato que todos sus congéneres se habían ido a muchos
cientos de metros de distancia. Ella no había saltado del mar porque no había sido capaz
de hacerlo. La agitación provocada por el batir de aletas de las demás la había
desorientado, no sabía dónde estaba el «arriba» y el «abajo». Pero de repente tuvo un
indicio. Podía sentir el viento.
Empezó a ascender. Al principio, despacio. Luego, mucho más deprisa.
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«Espero que el viento amaine», pensó Chad al ver cómo el mar se rizaba y le levantaba
el cuello de su polo. De pronto contrajo los párpados y forzó la vista. ¿Qué era aquello?
Había algo en el mar, a unos tres metros. Inclinó el cuerpo sobre la borda para verlo
mejor.
Al principio le parecieron un par de botellas de cerveza. «Basura», pensó. Pero luego
vio que las botellas ascendían, y a buena velocidad Un momento, no eran en absoluto
botellas. ¡Dios santo! ¡Eran ojos!
Se echó atrás frenéticamente.
Gabby lo vio y se incorporó en su tumbona.
—¿Sucede algo, cariño?
Dave se levantó.
—¿Te encuentras bien, Chad?
Chad retrocedió lo más deprisa que pudo cuando, de pronto, una gruesa raya alada salió
disparada del mar, recibió el viento en sus aletas y, perdido el control, planeó
directamente hacia él.
Chad trató de alejarse, pero tropezó y cayó tendido en la cubierta.
Aquella cosa se le venía encima.
Intentó levantarse del suelo, pero no podía moverse.
Iba a aterrizar encima de él…
Y lo hizo. El brazo de Chad quedó atrapado contra la cubierta.
—¡Dios! —Chad retiró el brazo y enseguida comprobó que no había sufrido ningún
daño. Jadeando aún, fijó su atención en el animal.
Todos lo estaban observando.
© 2006, David Freedman LLC
Publicado por acuerdo con Hyperion, Nueva York, Estados
Unidos.
© 2007, Random House Mondadori, S.A.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2007, Francisco Javier Calzada, por la traducción
Random House Mondadori
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