Christie Raymond liked to tell people she was a permanent substitute

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Christie Raymond
Caso
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ESTUDIO DE CASO
Christie Raymond
A Christie Raymond le gustaba decir a la gente que
era una sustituta permanente. “ Y eso, pensó, es la
peor de las contradicciones de mi vida.”
Christie llevaba dos semanas en su primer empleo
como maestra de música de la escuela primaria de
Roosevelt, en Littleton. Desde entonces competir
por trabajo en esa área era difícil, se consideraba
afortunada por haber ascendido a este puesto a
mediados de marzo, ya que el reemplazo de la
maestra regular, quien estaba en maternidad, era
hasta finales del año escolar. Christie se propuso
plenamente desempeñar lo suficientemente bien su
trabajo para asegurarse una posición permanente en
la próxima vacante.
Pero esto significaba resolver un dilema básico, que se estaba convirtiendo en
un obstáculo insuperable. Christie era el producto de un programa de instrucción
para maestros que usaban el método de investigación y enseñanza por discusión de
manera exclusiva, con ese método educaban a los estudiantes. El legado de esta
educación, para Christie, era importante, todos esos eventos en el salón —en
particular, problemas— eran su responsabilidad. Para Misbehavior, no significaba
que los chicos estuvieran mal.
“Quizás signifique que soy una mala maestra”, Christie reflexionó con tristeza
cuando abrió la puerta del salón de música y se echó al hombro su saco. El salón
estaba en un nuevo sector de la escuela y era confortable y pequeño. Los salones
para música, arte, lectura terapéutica, asesoramiento y otras clases especiales eran
más pequeños que los destinados para la clase normal. El salón de Christie no
estaba diseñado propiamente para música; era simplemente un espacio angosto con
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un armario y repisas, y de un lado y del otro una ventana. El pizarrón estaba
empotrado a la pared. Un pequeño periódico mural que hablaba de deportes,
cantantes y flores de primavera rompía con la monotonía de la pared.
Christie empujó con su rodilla un pupitre de plástico que le estorbaba para
abrir el armario, donde colgó su saco y guardó sus cosas personales. La señora
Blatner, su antecesora había colocado las 30 sillas alrededor del salón, así que los
estudiantes sentados formaban un óvalo. Ella había dispuesto este orden para todos
los grados, menos el primero y segundo, en éstos los estudiantes se sentaban en fila,
frente al pizarrón. Christie había decidido no hacer ningún cambio, al menos al
principio del día, de manera que no se notara ningún cambio cuando ella llegara.
Christie se miró en un pequeño espejo al lado de la puerta de su armario —
parecido más a los armarios de un gimnasio— y luego caminó entre los pupitres
para llegar a su escritorio, que estaba justo en una esquina atrás del óvalo. Dejó ahí
su plan de clases para el día y su programa semanal; aún no había memorizado las
clases que vería en cada horario. Exhaló profundamente. Los viernes tenía dos
grupos de quinto grado seguidos por dos de sexto y uno de cuarto, cada una de las
clases duraba media hora, y todas eran antes de la comida. En las tardes era
necesario cambiar el mobiliario, y las dos clases de primer grado por las de
segundo.
Luego que abrió su carpeta de lecciones, Christie leyó una nota que recogió de
la oficina. Era de uno de los estudiantes de segundo grado. “Maestra Christie,
iremos hoy al museo de historia natural y no creo que regresemos hasta la 1:00 p.m.
Disfrute el desayuno”.
Lo primero que pensó Christie era que tenía una hora para el desayuno, su
segunda idea fue sentirse culpable.
Christie se apresuró a entrar al salón y conocer a sus alumnos. Ella saludó con
una sonrisa a la maestra con el deseo de que la conociera mejor su nueva colega.
Christie habló con los estudiante de cómo debían alinearse. Ella estaba desesperada
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tratando de aprenderse los nombres, pero sería un proceso lento, pues atendería a
200 estudiantes diariamente. La señora Blatner había ordenado los asientos
alrededor del salón y Christie no había hecho ningún cambio. Ella habría preferido
ubicarlos por nombres, pero eso la hizo sentirse aturdida, así que pidió a los
estudiantes sus nombres después de dos semanas de trabajo. Se le había ocurrido
que los estudiantes escogieran su lugar; desde su primer encuentro en cada clase no
revisó de manera específica, o no atendió, la organización de los asientos. Media
hora era poco tiempo para cada grupo, por eso odiaba desperdiciarlo en eso. Se
aseguró de que ellos ocuparan el lugar que se les asignó, sin embargo, estaba
confundida de todas manera. Estaba indecisa en asignar asientos. Un aspecto de la
filosofía integrada en su programa para maestros, era el deseo de respetar la
individualidad de los estudiantes, y permitirles que se sentaran donde ellos
quisieran. Su enseñanza sería tan dedicada que dominaría la atención de todos no
importando dónde se sentaran.
A pesar del conflicto, Christie estaba agradecida a esta clase en particular que
tenía los miércoles por media hora, ya que todos participaban.
Ordenó la última de las filas y cerró la puerta del aula. “Buenos días”, dijo a su
alrededor. Se dirigió hacia el centro del salón, daba vueltas para examinar a los
niños del colegio, luego caminó entre los estantes y los pupitres. “Disculpen”, dijo.
“Me ayudarían a repartir estos libros?” Ella les preguntó a los dos estudiantes
sentados en su dirección. Los dos, un chico llamado Josef y una chica cuyo nombre
Christie no podía recordar, se levantaron rápidamente y empezaron a distribuir los
libros al azar.
Christie volvió a “el centro del salón” y habló fuertemente para poner orden y
hacer que guardaran silencio. “Vamos a aprender nuevas canciones esta mañana y
también cantaremos algunas favoritas ya conocidas. Cuando tengan el libro, ábranlo
en la página dos”.
Durante los pocos minutos que tardaron los dos estudiantes en distribuir los
textos al resto de los chicos, Christie recuperó un xilófono de entre los instrumentos
de los estantes y lo puso en el suelo en el centro del círculo. Ella deseó que el salón
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fuera lo suficientemente grande para poder guardar el piano de manera permanente;
estaba afuera en el vestíbulo a lo largo de la pared, y ella lo había visitado sólo una
vez. Ella tocaba la nueva canción con golpes suaves, Hey diddle de Dum, en el
xilófono aunque pensó que el grupo no estaba listo.
La música ayudó para atraer la atención de los chicos, y Christie habló con
calma. “Está bien, escuchen la melodía de las primeras dos líneas y entonces
cantaremos juntos”. Cuando ella habló, levantó su mirada del xilófono para verlos,
y de pronto tocó una nota mala; la disonancia era obvia. Ella sonrió abiertamente y
agregó: “Si escuchan que hago un sonido que parece equivocado, levanten su
mano”.
La música se escuchaba agradablemente y entonces cantó, y ellos repitieron la
canción varias veces hasta que Christie sintió que podían tararearla en los
vestíbulos. Christie estaba complacida por una característica de los estudiantes de
Roosevelt: les encantaba cantar. Ella recordó su propia experiencia en la escuela.
En aquel entonces, cantar en la clase de música era terrible por las burlas y
amenazas que sus maestros empleaban para conseguir que los estudiantes
participaran. “Supongo que eso empieza en la escuela secundaria”, pensó. Ella
amaba cantar con los chicos, y le encantaba sonreír y dirigir con sus ojos lo que
cantaran y volver a sonreír.
El problema no era cuando estaban cantando, sino cuando ellos mismos se
aplaudían cuando cantaban Hey, diddle de Dum y se regresaban a la página 60 para
el próximo número. El alboroto era inevitable y empezaban las risas. Christie tenía
que levantar su voz para ser escuchada como antes. “Eso era grandioso —los chicos
cantaban maravilloso”. El alboroto era demasiado y ella continuó. “¡Eso suena
fabuloso!” Un muchacho se sentó frente al pizarrón con el permiso de Christie y
marcaba un “1” en el pizarrón, rodeándolo con un adorno. “Gracias, Jamal”. dijo
Christie. “Tú puedes estar apuntando hoy. Por favor, date la vuelta ahora y
apúntanos la página 60”. Jamal se inclinó para recuperar el libro que se había
resbalado al suelo; varios estudiantes también habían dejado caer sus libros al
suelo, y pocos no se molestaron en recogerlos. “Si yo pudiera mantenerlos sólo
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cantando continuamente durante 30 minutos”. Christie pensó: “Ellos sólo se
comportan bien cuando sus bocas están ocupadas cantando”.
Este pensamiento la motivó a traer el tocadiscos y tocar la grabación de El
Águila, era su canción favorita y les permitiría cantar en lugar de detenerse para
castigarlos por su charla. Ella caminó poniendo un dedo en sus labios y levantó la
otra mano como “señal de paz”, era el signo universal en esta escuela para callarlos.
Algunos estudiantes respondían cuando se les enseñaba, serenos imitaban el gesto,
pero otros lo ignoraban. Todo el tiempo Christie usaba este gesto que, pensaba, era
un tanto ridículo. Recordó su primer día en el trabajo, cuando los estudiantes habían
estado levantando sus manos a la derecha y a la izquierda, y había pensado que
querían hablar. Ella les habló, agitaron sus cabezas, bajaron sus brazos, y la miraron
con indulgencia y desdén. Había sido el tercer grupo antes de un grupo amable de
cuarto grado que le aportaba ideas a ella.
El sonido del preludio de El Águila calmaba al grupo —Christie había puesto
el volumen alto—, con la primera estrofa empezaron la clase, cantando fuerte y en
armonía. Esto era en realidad encantador y la canción también lo era debido a que
la señora Blatner se las había enseñado al empezar el año.
Cuando ellos cantaron, Christie echó un vistazo a la lista de reglas de la clase,
escrita por la señora Blatner y colocada a un lado del periódico mural:
1.
Participe atentamente.
2.
Levante la mano para hablar.
3.
Siga las instrucciones cuidadosamente.
4.
Toque los instrumentos sólo cuando se le indique.
5.
Muestre respeto.
6.
Mantenga un mismo ritmo con sus manos, pies e instrumentos.
Bajo esta lista, se describían premios y castigos en los que estaban de acuerdo
todos los maestros que atendieron a los chicos en los cursos anteriores:
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PROCEDIMIENTO
1.
Advertencia
2.
Suspensión
3.
Dirección
PREMIOS
1.
Premio al auxiliador especial
2.
5 puntos / día
3.
100 puntos—fiesta de escuela
Una de las constantes incertidumbres que ocupaba la mente de Christie era
cómo dirigir y cantar, no estaba segura de si debería reforzar estas reglas de manera
severa. Su decisión de dividir tan pronto al segundo grupo, por ejemplo, la
preocupó. Ella había escogido calmar a la clase usando música en lugar de insistir
en callarlos, recordándoles las Reglas 1, 2, y 3. “Quizá había decidido un disparate
al intentar suspender a los platicadores”, pensó. Sabía que en sus clases debería
tratarlos cada vez mas duramente, pero se volvería severa y no se sentirá natural.
Christie no quería la reputación de una persona manipulable, pues ella realmente
creía que enseñaría bastante bien —si sus lecciones eran imaginativas y atractivas,
y si ella los respetaba, estarían motivados para cooperar y aprender.
La clase llegó al tercer verso, aunque la mitad del grupo se confundía por no
encontrar el espacio correcto. Seguir las repeticiones y D. S. al coda dirigidas por
las partituras, era un desafío complicado por el hecho de que la grabación a veces se
saltaba a espacios incorrectos. Cuando todos entonaban la canción siguiéndola a
ella, se dio cuenta de que alguien tamborileaba detrás de ella. Se volvió y vio a
Robert tocando un ritmo de acompañamiento en su pupitre. Muchos estudiantes
inmediatamente lo vieron y entonces miraron a Christie, ella tuvo una reacción
como de continuar cantando. Christie caminó hacia él, pero no lo reprendió. Más
bien, ella sonrió e inclino la cabeza y emparejó su ritmo con la conducción de sus
manos cuando ella se acercó al extremo del óvalo.
Cuando la canción terminó, Christie los felicitó por su desarrollo en la clase.
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“Saben, esto es mejor que lo que tengo casa. Consigo estar de pie aquí en medio y
escucharlos cantar alrededor de mí. ¡Es como el mejor sistema estereofónico en el
mundo!” Se volteó a ver a Robert. “¡Y tú te escuchaste grandioso! Golpeabas con
un buen ritmo, Robert”. Vio la cara de sorpresa de Robert y entonces empezó a
bailar, y Christie lo felicitó individualmente. Ella adivinó que quería llamar su
atención y estaba complacida de darle esa oportunidad.
Christie regreso a la clase. “¿Piensan que deberíamos tocar un tambor?” Ella
se sonrió con Robert y con varios de sus compañeros de clase, y exclamaron
“¡Seguro!” “¡Sí!” “Grandioso”. Christie permitió que el ruido se intensificara
cuando ella movió a los estudiantes que estaban sentados delante del armario, para
alcanzar a un pequeño tamborcito. Ella se lo dio a Robert con gratitud ya que su
improvisación había sustituido los instrumentos de percusión. Ella se había puesto
nerviosa al repartir las campanillas, tambores, y panderetas.
Robert empezó inmediatamente a tocar su instrumento, pero Christie lo detuvo
de manera gentil. “Sólo cuando cantemos,” dijo suavemente. Entonces ella se
agachó para recoger su libro que había puesto en el suelo cuando alcanzó el tambor.
“Los demás, escuchen, por favor”. Torpemente sostuvo el libro bajo su brazo y usó
ambas manos para indicarles que guardaran silencio con la señal de Roosevelt de
“Sshhh... necesito hablar... estoy esperando...”. Christie pasó de un ambiente cálido
de conversación a otro de trabajo, con una mano en el aire y la otra en sus labios,
intentando usar la proximidad física de su cuerpo para lograr atención. Ella odiaba
este ritual largo para llamar la atención. “Yo me siento como una maldita pelota de
ping pong que rebota alrededor de este salón”, pensó cuando cruzó varias veces el
salón pequeño. Finalmente, el grupo guardó silencio para escucharla. Ella impuso
silencio a Robert con una mala mirada, cuando pasó a revisar, y resumió la lección.
“Observen el resultado final, revisemos la organización de esta canción antes que la
cantemos otra vez. ¿Quién puede decir a la clase cómo seguir las repeticiones y
señales en esta canción?” Levantaron varias manos, y unos estudiantes ansiosos se
apoyaron en sus sillas. Alejarse de sus sillas era un fenómeno común en todas sus
clases. “¿Sí, Martha?” La chica elegida explicó el orden de versos de manera
entorpecida y repetitiva, tan suave y vacilante que era difícil para Christie que los
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otros niños escucharan. Christie intentó no impacientarse cuando esperaba que
Martha terminara, pero una vez mas, Martha estaba a mitad de su explicación,
Christie señaló. “Bien, correcto”. Sostuvo su libro abierto y caminó alrededor del
salón, apuntando las repeticiones y las notas para que los estudiantes pudieran ver.
Ella reiteró y clarificó lo que Martha había intentado explicar. “¿Esta bien? ¿Todos
están en el programa?” Con su mirada indicó el cambió de varias notas, inclinando
la cabeza y señalando la grabación de nuevo.
El acompañamiento de Robert con el tambor había sido realmente más
ordinario que su golpeteo improvisado en el asiento. Él pegó fuerte cuatro veces
más, con ritmo complejamente apropiado que había logrado con las yemas de sus
dedos. Pero a Christie le había gustado ver la mirada en su cara cuando ella había
reconocido su contribución constructiva, y cuando cantó, reconoció su esfuerzo.
Otorgó a la clase otros cinco puntos por su posible rendimiento y se dirigió a su
escritorio.
“Ahora vamos a jugar un juego para revisar algunos de los símbolos musicales
que nosotros hemos discutido este año”. Christie había inventado este juego para
revisar y determinar cuánta música podían leer en 10 años. Ella explicó las reglas y
tarareó en voz baja. Los estudiantes estaban dividido en dos equipos, y cada equipo
tom turnos para identificar cada símbolo musical. Christie les informó que si los
identificaban correctamente harían marcas en el juego que dibujó en el pizarrón.
El juego fue lo bastante bueno pies la clase que no se volvió destructiva cada
vez que ellos no cantaban. Christie podía tolerar un nivel bastante alto de ruido e
incluso el saltar de sillas, que ella tomó como entusiasmo en lugar de mala
conducta, no la molestó. Sin embargo, su paciencia estaba llegando a sus limites,
cuando un equipo no argumentó de manera firme sobre la identificación de la mitad
restante de la canción y el otro equipo sí la reconoció. Después, el estudiante que
había contestado la pregunta correctamente hizo la primera marca en el dibujo del
pizarrón y se sentó, otro se levantó de su asiento y borró la marca, y la movió a una
posición bloqueando al otro, el equipo “O” que iba ganando, por supuesto, hizo una
objeción.
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Christie colocó satisfecha sus hojas de símbolos en su escritorio cuando el
juego —uno de tres— se prolongó y echó un vistazo al reloj de la pared para ver
que sólo quedaban treinta segundos de la media hora. Sin preámbulos, dijo:
“continúen la música de la grabadora que está en mi escritorio y síganme”, tan
pronto como lo había señalado, se llenó el salón. La clase de Christie era manejada
de manera estratégica y estaba evolucionando rápidamente con el constante cantar.
Ella intentó que cantaran hasta que vieran a sus maestros en el vestíbulo.
El resto de la mañana fue bastante fácil, todo marchó bien, en cada clase de los
grados superiores, que siguen básicamente el mismo plan de la lección. Christie les
permitió cantar unas canciones más; ella creyó firmemente que la música sería
disfrutada, y le encantó que los estudiantes tuvieran canciones favoritas.
Pensó en su última clase antes de la comida, sin embargo, era particularmente
problemático el sexto grupo al que ella constantemente trataba de controlar. Las
travesuras de otras clases generalmente eran limitadas a la charla amable y las
infracciones manejables, como el tamborileo de Robert, pero esta clase tenía una
tendencia a la maldad. Christie comprendía a menudo, por ejemplo, las sonrisas de
los niños, ella enfrentó a los niños del otro lado del círculo. Atrás de ella estaban
remedándola o estaban burlándose de ella. Y ésta se volteo rápidamente, pero
normalmente ellos eran demasiado rápidos para que los atraparan.
La rudeza de hoy fue proporcionada por Roy, que se rió en forma áspera,
cuando Christie levantó su brazo para alcanzar otro expediente académico del
estante. Una chica a su izquierda exclamó indignadamente: “Él tapó su nariz
cuando usted levantó el brazo”. Christie no sabía si estaba más ofendida por la
acusación de la chica o la rudeza del chico, pero ella decidió la suspensión de Roy
por el resto del periodo. Christie estaba empezando a comprender que podía
suspender a Roy y a otros peores ofensores y luego darles una oportunidad para
ganar mando sobre ellos. Pero ella se preocupó porque, una vez en el vestíbulo,
ellos continuarían su desorden en público, y pensó que el director creería en su
ineficacia si ella tuviera que depender de él para la disciplina de manera normal,
cuando la desobediencia de la clase aumentara más allá de su tolerancia. Ella echó
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un vistazo al reloj y en cinco minutos más supo que terminaría. Y los inició en el
canto.
Cuando la Señora Peabody, esta maestra de clase regular, llegó a
acompañarlos, Christie y sus alumnos ya habían terminado sus canciones y
entonces acomodaron sus asientos en filas. Esto se llevo a cabo con ruido y
empujones que sorprendieron a la señora Peabody, quien pudo ver claramente a
través de la ventana del salón de música. Ella abrió la puerta y entró de prisa a
través del bullicio de estudiantes sin esperar la invitación de Christie.
“¡Chicos y chicas!”, les habló fuerte, aunque todavía tomó varios segundos
para que fuera escuchada en la clase, encima del fragor que los niños habían creado.
Ella repitió varias veces, pasando por todos los pasillos del salón y por la fila
desalineada de adelante hacia atrás. “Roy, tranquilícese. Betsy, es suficiente. Jared,
todavía lo escucho”, llamó a un chico al otro extremo. “Chicos y chicas, así no es
cómo nosotros nos comportamos en la fila. Así no es cómo se comportan los
alumnos de sexto de Roosevelt. ¡Clarence, detente ahora!” La señora Peabody se
mantuvo firme ante estas constantes reclamaciones sin incluso mirar a Christie, que
también los exhortaba al silencio, de manera dócil. Cuando la clase estaba casi
callada, la señora Peabody dio un paso o dos atrás y examinó el grupo. Christie no
había escuchado, pero al parecer la señora Peabody detectó una mirada o un
cuchicheo de alguna parte. “¡Macon, por ahí!” La señora Peabody movió
bruscamente su dedo pulgar encima de su hombro e indicó que él debía dejar la fila
y debía sentarse en una silla al otro lado del salón. “¡Sí, usted, cámbiese!” A
Christie le parecía ahora que el grupo estaba callado, pero la señora Peabody
manoteó y llamó a otros tres estudiantes y los sentó al otro lado del salón. Ahora
estaban los 22 estudiantes callados y su fila estaba derecha “Bien, el resto de
ustedes puede alinearse afuera, directamente en las puertas del patio de recreo”.
Christie sabía que a este grupo le faltaba su clase para el receso. “Quiero hablar con
ustedes cuatro”. La señora Peabody explicó, no era necesariamente su
responsabilidad. Cuando la puerta se había balanceado para cerrarse detrás de los
estudiantes que marchaban en silencio, la señora Peabody regresó a ver a Gang y a
los otros. Christie se sentó en un pupitre de un estudiante como espectadora de su
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propia clase.
“Ahora, a ustedes se les ha olvidado cómo nos comportamos en la fila, no
puedo imaginar por qué se les ha olvidado esto desde marzo y ustedes han estado
en esta escuela por siete años, pero su conducta aquí es inaceptable”. Christie se
maravilló de cómo los reprendió duramente. La señora Peabody remarcó esa
palabra. “¿Macon, sabe usted cómo comportarse en la fila?” Macon movió la
cabeza hurañamente sin mirar a nadie. “Díganos cómo se comporta en la fila”.
Al frente, nadie hablaba, sin embargo él lo hizo con dificultad y monotonía.
Christie observó en la cara de Macon que parecía obligado. Él estaba con una
actitud tan humillante como quería la señora Peabody. Pero ella se dio cuenta
sutilmente de su rebeldía. Común en los 11 años de edad. Christie pensó que no
aprendería a controlarlo de esta manera. Él apenas supo cómo actuar de manera
retraída y atemorizante bajo la insistente mirada de autoridad. Christie pudo
imaginar su valentía hasta que después él llegó al patio de recreo. Ella también
imaginó su hostilidad. Christie quiso localizar a los estudiantes que de igual manera
no discutían, como Macon.
La Señora Peabody no se contuvo. “Eso es correcto, Macon”, ella respondió.
“Los demás tienen algún desacuerdo con lo que Macon dijo?” De tranquilidad, por
supuesto, era su contestación de ella. “Todos saben cómo comportarse en la fila?”
Los cuatro agitaron sus cabezas. “Bien, alineémonos de la manera que saben”. Los
cuatro estudiantes parecían andar de puntillas cuando se dirigieron hacia la puerta y
se pusieron de pie en la fila. Macon se mantenía erguido. “Bien, usted puede pasar
al patio de recreo”.
Cuando los estudiantes salieron, la señora Peabody, una mujer joven, quien
había estado enseñando tan sólo hacía unos pocos años, regresó con Christie, ésta
todavía estaba sentaba en un pupitre cerca de la puerta. La señora Peabody sonrió
graciosamente. “Dios, sé que ellos son difíciles”, dijo ella con una calidez sincera.
“Los tengo todo el día y sé que son indisciplinados”.
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“Bueno, aprendí algo al mirarte”, Christie contestó, esperando que no
pareciera disculpa. De hecho, no estaba segura de que hubiera aprendido algo, pero
ella lo mantendría en mente para analizarlo más tarde. “Gracias.”
La señora Peabody mostró una sonrisa, con una calidez tan ingenua como
serena y se marchó. Christie se sentó en el salón vacío e intentó tener un poco de
energía para el largo almuerzo.
La tarde fue relativamente placentera, Christie había reflejado una vez más que
los chicos saben lo que están haciendo cuando se quejan, cooperan, o cuando los
niños pequeños agradecen al final del día. Una clase de segundo grado fue un poco
molesta, pero nada comparado a las clases de los alumnos más grandes, los
primeros grados de las dos horas finales de Christie eran un placer en particular,
casi un consuelo para suavizar la discordancia de la mañana. Cuando la maestra
terminó su última clase, Christie se sintió satisfecha, motivada; recobró su sentido
de logro y mando y quiso recorrer la fila entera de niños dando a todos un abrazo.
Pero sólo se conformó con decir en voz baja a un niño pequeño especialmente
listo: “Usted cantó grandioso hoy”, él hizo una expresión luminosa de orgullo.
En esta clase de niños de seis años todos salen juntos. Christie tomó su bolso
del armario, sacó la llave del salón y con ella cerró la puerta, y se dirigió al
vestíbulo. Saludó cálidamente al director que pasó por su camino seguido por dos
chicos. Ella llegó al gimnasio cinco minutos antes de que sonara la campanilla
final. Sus viernes terminaban cuando abordaba el autobús.
Christie esperó en el salón lúgubre con estudiantes que sudaban de manera
abundante. A ella le gustaba que el gimnasio estuviera alfombrado de gris, de un
pintado industrial con un corte desalineado, porque amortigua el ruido. La otra
maestra asignada para los viernes que tomaba el autobús llegó de manera rápida, y
ambas mujeres caminaron entre los estudiantes. “Siéntense, vean de frente” La
colega de Christie exclamó: “¡Dejen de hablar! ¡De frente! ¡Tranquilos! ¡Usted
puede hacer tarea! ¡Sólo miren sus propias cosas! ¡Tranquilos! ¡No hablen!”A esta
maestra, Christie la había conocido primera vez el viernes pasado pero no se habían
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presentado; hacían constantes advertencias a los niños. Por acuerdo implícito, ella
dirigió un extremo del gimnasio y Christie el otro. Pasaron por las filas de los niños
sentados y los formaron rápidamente, haciendo hileras numerosas para el autobús
con anunciados grandes pegados a la pared. Christie estaba callada y simplemente
alineaba las filas, permitiendo que la otra maestra hablara, porque ella pensaba en
ese momento que la mujer se estaba enojando. Christie tuvo cuidado de no tropezar
con las loncheras, mochilas, chamarras, y cuadernos abiertos que empezaron a tirar
de las fílas los estudiantes cruzados de piernas. En 10 minutos había por lo menos
200 niños en el gimnasio.
Al alinear las filas, Christie vio a dos estudiantes que estaban de pie en el otro
lado del gimnasio, mientras, su compañera prefecta castigaba a un pequeño. El
jovencito, aislado con vergüenza, miraba sus pies para evitar la mirada de 400 ojos.
Christie había hecho filas al extremo del salón y miró fijamente afuera sobre la
muchedumbre. Estaba consciente del más ligero de los cuchicheos entre los niños,
pero esas pocas conversaciones parecían tener un propósito. Uno dentro de la fila
estaba claramente consultando sobre la tarea. Tres chicos en la parte de atrás tenían
una carpeta de tres arillos llenas de tarjetas de béisbol, que los tres estaban mirando.
Christie los veía hablando y no le dio importancia. Ella pensó que estos niños
estaban mostrando una notable paciencia mientras esperaban para ir a casa,
especialmente porque era viernes.
“¡Max! Póngase de pie!” La satisfacción de Christie con este mar de
cooperación era interrumpida por la voz afilada de la otra maestra, que mandó a un
niño de seis años sentarse adelante de la fila, exactamente en frente de Christie.
Esta no había visto a su compañera acercarse a su lado, pero al momento que miró a
su izquierda, vio a la mujer a cinco pasos de ella. Diez o más estudiantes se
levantaron haciendo señas entre la multitud sentada en el otro lado del cuarto.
“¡Maxwell, ¿no puede estar callado? ¡Póngase de pie! Venga aquí!”
Christie sabía que el chico sentado ahí cerca era de primer grado. Él miraba
temerosamente a su alrededor para ver si la otra maestra estaba realmente
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vigilándolo, y se puso de pie lentamente. Aunque Christie había estado cerca de
Max, ella no había escuchado un sonido cercano. Se sentía apenada por su
confusión ya que la otra maestra tuvo la necesidad de disciplinar a un niño de la
derecha, en sus narices.
“Maxwell, venga aquí”, la maestra Mean le ordenó. El menor obedeció. “Trae
tus cosas.” Maestra, conduzca al chico a una de las dos puertas. Christie escuchó las
instrucciones de la otra persona . “Llevar a Maxwell...” La voz de la mujer aumentó
y Christie no pudo hablar. “... Él no puede mantener su boca cerrada.”
Christie reasumió su control, aumentando en ese momento su vigilancia e
incluso recordaba gentilmente a los conversadores aparentemente inofensivos a los
que no se les permitió hablar. Más adelante, dos autobuses cargados de niños
habían estado llamando a la otra maestra que caminó a través de las dos filas que
faltaban. “¿A qué hora llega el autobús de la ciudad?”
“A las cuatro con cinco minutos”, contestaron varios estudiantes.
La mujer miraba el reloj de la pared. “Bien, las filas que faltan pueden hablar
en voz baja”. Ella regresó a la puerta para esperar a la patrulla de seguridad que
escoltaría al autobús, y Christie sonrió a los niños del grupo del final el día, ella se
levantó a la puerta y hablo en voz baja tanto como pudo: “Que tengan un buen fin
de semana... Los veo el lunes...hasta pronto”.
Ella no caminó directamente hacia su salón, señal de que tomaría una cinta que
planeaba usar el lunes, y recogió sus cosas. Christie se cansaba los viernes, y
cuando ella cerró con llave la puerta y se dirigió hacia su automóvil, supo que los
eventos del día la preocuparían todo el fin de semana. Ella tenía que encontrar el
equilibrio entre la aparente autoridad severa de la otra maestra, que encantaba con
su naturaleza buena, pero desencadenaba una marea de ondulante estrépito. Christie
sabía que una clase con 200 niños era diferente a una de veinticinco y que la menor
discusión en semejante escena podía salirse de control de manera rápida. Sabía que
la semejanza de su propia enseñanza con las estrategias de organización en el aula
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estaban limitadas. Pero
todavía no podía realizar
algunas conexiones,
particularmente considerando su día variado y agotador. Ella siguió viendo las
expresiones en las caras de Maxwell y Macon.
“¿Es el precio de la paz por la dignidad de mis estudiantes?” Christie todavía
creyó en lo profundo de su corazón que la razón por la que tuvo problemas de
conducta era debido a que su enseñanza no fue la correcta, que no había cautivado a
sus estudiantes de forma consistente para que desearan aprender y hacer música de
manera natural. Ella quería tratarlos como individuos, valiosos seres humanos, no le
gustaba la organización de la escuela, que podía ser humillante y rebajante. Pero la
necesidad de controlar estaba chocando cada vez más con su compromiso creativo
y le quitaba energía para manejar. “¿Qué fue lo que omitió el programa de
preparación para maestros”, se preguntó, “Era el inicio de un curso común”.
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