Tlberto, cierra la maleta y bájala para el coche, que yo

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lberto, cierra la maleta y bájala para el coche, que yo voy a
cerrar la casa y ya bajo; no olvides meter también las bolsas que están
en el bajo, que no se olvide nada, y apaga la caldera de la calefacción.
—De acuerdo, pero, ¿no te pasarás un poco llevando la maleta
grande? Total solo son seis días los que vamos estar en A Coruña y
en casa del hijo también hay lavadora.
A Alberto le faltaban cinco días para cumplir los 65 años, y con
ellos la jubilación. El cumpleaños, como todos los años, se lo iban a
celebrar, en principio, entre Laura, su esposa, y los dos hijos en el domicilio, ya que coincidía con la fiesta patronal del pueblo, haciéndole
algún regalito y obviamente una comida extraordinaria, celebrándose así la fiesta y el cumpleaños a la que, además de la familia, siempre se invitaba a otros familiares y algunos amigos, más por la fiesta
patronal que por lo demás; pero este año era distinto porque era su
jubilación y no había la fiesta acostumbrada por una desavenencia
entre los miembros de la comisión, cosa de la que Alberto y Laura se
habían enterado unos quince días antes; al decírselo a los hijos, estos
le pidieron que si no había fiesta del pueblo, era mejor celebrar el
cumpleaños en A Coruña, que era donde vivían ellos, pues ya se habían emancipado y trabajaban los dos en esa ciudad. Alberto le dijo
que no tenía inconveniente, que preparasen lo que fuese y él y Laura
irían el día anterior al cumpleaños y regresarían el día siguiente, pero
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los hijos le dijeron que no, que tenían que quedarse allí unos días, ya
que eran las fiestas de aquella ciudad y le iban a preparar una bonita
sorpresa, puesto que la jubilación solo se celebra una vez en la vida
y querían hacerle un buen regalo. Por lo mucho que había trabajado
en su vida, se merecía algo extraordinario, y aunque él le decía que
con que le regalasen un detalle cualquiera y estuviesen ellos presentes ya era una gran fiesta, los hijos le presionaron reiteradamente
hasta que les prometió que aceptaría todo lo que le regalasen, incluida la sorpresa, no pudiendo él saber nada hasta llegado el momento. De lo único que se pudo enterar Alberto es de que Laura
hablaba casi todos los días con los hijos por teléfono y en secreto, por
lo que se imaginó que algo trascendente iba a pasar, pero como él,
no era necesariamente amante de las sorpresas pero tampoco estaba
en contra, dejó a la mujer y a los hijos que hicieran lo que quisieran,
confiando en los tres y aceptándolo todo.
En cuanto bajó Laura, se dispusieron a salir de viaje hacia la ciudad herculina; apenas salieron de casa y entraron en la autovía en
dirección a Vigo, para luego tomar la autovía de Santiago, pues Alberto y Laura vivían en un pequeño pueblo cerquita de Ourense,
Laura le dijo:
—Bueno Alberto, ¿no has pensado en la sorpresa que te espera?
—Pues no —dijo él—, ya sabes que confío en vosotros y no suelo
jugar a las adivinanzas, aunque sí sospecho que el regalo va a ser un
ordenador portátil; si es así os habrá costado una pasta.
—¿Y por qué crees que puede ser eso?
Alberto le explicó que un día habló con Lucía, la hija, diciéndole que
tenía que llevar a arreglar el portátil que le había regalado Pablo, el
hijo, hacía ya un par de años, porque tenía una franja vertical en la
pantalla y era muy molesta para ver fotos, escribir o cualquier otro
trabajo. Lucía le dijo que no lo llevase a arreglar, que eso era muy
caro y podía volver a salirle, aunque no le dio ninguna solución, además —continuó diciéndole a Laura—, un día le comentó a ella misma
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que ese ordenador era muy antiguo y no valía para conectarse al wifi,
cosa que ahora tenían próximo a su casa, puesto que vivían al lado
de la autovía donde habían puesto un área de descanso y en la cafetería acababan de ponerlo gratis. Y por si fuera poco, en otra ocasión,
hablando con Laura de internet, esta le dijo que a lo mejor algún día
podía ir al área a conectarse, por lo que ya casi contaba con él seguro,
pero Laura no se lo negó ni se lo confirmó, solo le dijo que ella no
sabía nada, que eso era cosa de los hijos.
Hacía casi dos horas que salieron de su casa y estaban entrando
en A Coruña cuando sonó el móvil, contestando Laura; era Lucía,
que le decía a su madre que al llegar al piso de Pablo fuese haciendo
la cena, que su hermano y ella llegarían poco después, en cuanto ella
saliese de trabajar.
Llegados a casa del hijo, Laura se puso a hacer una tortilla de patatas, que a los hijos les gustaba mucho, con unas lonchas de jamón
que Alberto había cortado momentos antes de salir de Ourense.
Como los hijos debían estar a punto de llegar, Alberto se dispuso a
poner la mesa en el salón, puesto que la cocina era pequeña para
comer los cuatro, momento en que sonó el timbre y fue a abrir, tras
ver en la pantalla del video-portero que efectivamente eran los hijos.
Después de unos saludos cariñosos —aunque los hijos vivían independientes y separados de los padres, la relación entre los cuatro
era perfecta, los contactos telefónicos eran dos o tres por semana y
las visitas rara vez tardaban más de un mes— se dispusieron a comer
la tortilla y el jamón, adulando a la cocinera, a la que por cierto le sale
muy bien la tortilla, además de las otras comidas. Terminada la cena,
Laura se levantó y empezó a recoger la mesa, pero al momento se levantó también Pablo y dijo:
—Alto, alto. Mamá, siéntate, que no se mueva nadie que empieza
la función. Papá, ponte las gafas.
Alberto necesitaba gafas para ver de cerca; y como siempre estaba
de buen humor y era amante de las bromas, al tiempo que se las
ponía, le dijo:
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—Pero bueno, ¿y para esto tanto secreto y tanta sorpresa? Vaya
mierda de regalo, que no puedo verlo sin gafas. ¿Tan pequeño es?
—Tú lee y calla —le dijo Pablo mientras le entregaba unos folios—.
Alberto se puso a leer y pasados unos segundos le contestó:
—Esto es un billete de avión, ¿no?
—Efectivamente —dijo Pablo de nuevo—, para Tenerife.
—Bueno, pero ¿para quién?
—Para todos —volvió a puntualizar Pablo—.
Alberto, muy sorprendido, le preguntó de nuevo:
—¿Y para cuándo es?
—Para mañana.
—¿Qué?
—A las siete de la mañana —afirmó Lucía—.
Alberto no salía de su asombro.
—Ahora entiendo el motivo por el que teníamos que venir tantos
días antes del cumpleaños —dijo—, lo tenéis todo estudiado y bien
estudiado, ahora empiezo a entender algo; desde luego no contaba
con esto, o por lo menos con un viaje a un sitio tan lejano.
La suerte estaba echada, la sorpresa había salido a la luz, o al
menos eso creía Alberto, y por fin ya sabía lo que era. Algo que ni en
sueños hubiese imaginado: nada menos que ir a jubilarse a Tenerife.
Después de la emoción del inesperado viaje y una vez relajado, Pablo
le explicó a su padre, con todo tipo de detalles, los pormenores del
viaje, estando todo perfectamente programado. Solo quedaba esperar
que hiciese buen tiempo para disfrutar de unas cortas pero bonitas
vacaciones.
A la mañana siguiente se levantaron tempranito y cogieron cada
uno su equipaje. Pablo, como casi siempre, llevaba su maleta y el ordenador portátil al hombro, puesto que por la responsabilidad de su
trabajo, tenía que estar permanentemente enlazado con la empresa
donde trabajaba, incluso en estas vacaciones, que más que vacaciones, para él eran un permiso, y por tanto tenía que estar pendiente
de la empresa, y bajaron a la calle donde les esperaba un taxi, que les
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condujo al aeropuerto. Una vez facturadas las maletas y llegado el
momento, se dispusieron a embarcar. Esta operación Pablo la había
hecho más veces que algún piloto de Iberia; Lucía, aunque mucho
menos, había volado varias veces, Alberto también lo hizo tres veces,
pero Laura jamás había visto un avión por dentro y había oído que
el problema estaba al despegar, que imponía un poco. Llegó el momento en que el avión se puso a circular hacia la pista de despegue.
Llegado a la misma, el avión se detuvo un instante. Tanto Alberto
como los hijos, con el rabillo del ojo iban pendientes de Laura, a ver
cómo reaccionaba. De inmediato, el avión se puso en marcha, se oyó
muy bien cómo aceleraban los motores y alcanzaba gran velocidad
y de repente, arriba; el avión ya estaba en el aire y mientras subía y
subía, todos seguían pendientes de Laura, pero esta ni se inmutaba.
Incluso se la veía con cara alegre y cuando el avión estaba muy alto,
Laura reaccionó; sonriente y tranquila dijo: no pasa nada, se va muy
bien aquí. Claro que no pasa nada —le dijo Alberto—, verás qué
pronto llegamos.
El viaje realmente fue corto, pero desde Galicia a Tenerife hay muchos kilómetros y a Alberto, que iba al lado de la ventanilla, mirando
constantemente por esta, pues le gustaba mucho ver la tierra y después el mar, así como las nubes desde tanta altura, le dio tiempo a
pensar en todo, especialmente en la fiesta de su jubilación; ¿por qué
su esposa le diría que a lo mejor pronto podría conectarse a internet,
sabiendo ella —o al menos debía saberlo—, que no le iban a regalar
el ordenador, sino un viaje? De todas formas, no le dio importancia,
puesto que el viaje era una buena idea, ya que toda la familia había
viajado mucho, pero solo por la península, incluido el norte de Portugal. Las Canarias, tanto unos como otros, solo las conocían de nombre, excepto Alberto, que había estado una semana en Las Palmas
muchos años atrás. El ordenador, bien mirado, ya se lo compraría él
mismo en otra ocasión. Y así, entretenido pensando en su futuro,
como cuando era joven y preparaba alguna oposición, o pensando a
qué iba a dedicarse, o viendo cómo sus hijos y otros pasajeros dor-
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mían plácidamente, llegaron a Tenerife. Avisó a su esposa de que ya
estaban llegando. El avión ya había bajado algo, ofreciéndole una
vista aérea de la isla maravillosa.
Ya en el aeropuerto y mientras esperaban la llegada de las maletas,
Pablo fue a recoger las llaves del coche que había alquilado por internet, en el que se dirigieron al hotel que habían reservado, en la urbanización San Blas, donde Alberto quedó anonadado al ver al lado de
la puerta de entrada una hache grande y debajo de esta, nada menos
que cinco estrellas: nunca había estado en un hotel de tanta categoría.
—Oye Pablo —le dijo su padre—, ¿estás seguro de que éste es
nuestro hotel?
—Pues claro que sí —dijo Pablo—, ¿por qué no había de serlo?
—Es que no se me acaban las sorpresas: primero el viaje, después
el coche de alquiler, ahora nada menos que un hotel de cinco estrellas, ¿cuál será la próxima?
—Alguna habrá —indicó Pablo—, además, ¿cómo, si no, íbamos
a recorrer la isla? Aquí hay mucho que ver; hoy descansaremos, pero
mañana tendremos que movernos para verla toda .
El hotel era precioso; más que un hotel era un complejo hotelero,
en forma de herradura. Se entraba por la parte central, donde estaba
la recepción; al cruzar esta parte, pasabas a lo que sería el hueco entre
los brazos de la herradura, viéndose a derecha e izquierda los edificios, que parecían chalets adosados, pero ese hueco que quedaba en
medio, no estaba vacío, sino que había a ambos lados unos pasillos
en rampa y otros en escaleras, pues el terreno iba bajando hacia el
mar, que se veía al fondo; además de estos pasillos, había una serie
de piscinas, unas de agua dulce y otras salada, así como palmeras y
algunos plataneros . Pero aún hay más: en los comedores —cuatro
en total—, había buffet al desayuno, buffet a la comida y buffet a la
cena, y en el bar de las piscinas, la cafetería interior, y en la discoteca
—con actuaciones diarias—, había barra libre. Como dijo Alberto,
aquí el que no se embriaga es porque no quiere. Pero, ¿cuánto costaría
todo aquello? La respuesta solo la tenía Pablo. Y no la dijo a nadie.
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Los dos días siguientes, se dedicaron a recorrer la isla, empezando, cómo no, por el Teide. Además, según salieron del hotel ya
lo veían de frente, aunque estaba bastante más lejos y más alto de lo
que parecía, pero el viaje era entretenido, pues había mucha vista
pintoresca, entre ellas la del Pino Gordo, con una altura de 45,12 metros y una circunferencia de 9,36 metros, según figura en un cartel
que hay a su lado. Ya en lo alto, donde la carretera no subía más, dejaron el coche y cogieron el teleférico, llegando hasta lo más alto que
se podía subir; el día estaba claro y la vista desde allí era maravillosa.
Después de bajar se fueron a comer y por la tarde, así como al día siguiente, continuaron viendo otros lugares de la isla, obviamente no
tan relevantes como el Teide, pero no por ello menos interesantes,
tales como la zona de los balcones, que son una maravilla, los Gigantes, fincas llenas de plataneros cargados de plátanos, Icod de los
Vinos, el drago milenario, y varios pueblos más muy bonitos, y sobre
todo la visita al Loro Parque, algo inolvidable, con las actuaciones de
los delfines, las focas, o las horcas, así como pasear por unas pasarelas
a la altura de los árboles en el interior de una jaula gigante, donde
sacaron varias fotos a muy pocos centímetros de loros y otros pajarillos de vivos colores a los que, lógicamente, estaba prohibido tocar,
pero daba gusto estar tan cerca de ellos.
El tercer día en la isla, lo pasaron de descanso en el hotel, disfrutando de las piscinas y otras instalaciones.
Y llegó el cuarto y último día de vacaciones en la isla; día en el
que Alberto cumplía los 65 años y por tanto, se jubilaba, pasaba a la
tercera edad, pero estaba contento, aunque no esperaba ningún regalo, puesto que ya llevaba varios días disfrutándolo, porque él seguía lleno de salud, no se consideraba viejo, veía a otros de su edad
y los encontraba mayores que él, con más arrugas, eran muchos, y
muchas, los que le decían que no aparentaba esa edad. Su familia estaba celebrando por todo lo alto su pase a la tercera edad; lástima
que las vacaciones no empezasen ese mismo día, pero por lo que
fuese, su familia lo había querido así, seguramente porque a los hijos
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les venía bien en esa fecha, ya que cogían un puente al coincidir el 12
de octubre en martes. Su esposa ya le había dicho que como era su
cumpleaños, tenía que invitar él a la comida, que llevase dinero para
ir a un restaurante bueno, uno que habían seleccionado ya los hijos
por internet.
—Laura, parece que están tardando hoy los hijos, ya deberían
estar aquí para marchar –dijo Alberto cuando estaba con su esposa
en la habitación.
—Ellos nos esperan en recepción, me lo dijeron cuando veníamos
de desayunar, —contestó Laura—. Alberto estaba notando algo raro
en su esposa y los hijos, por lo que le dijo a Laura:
—Vamos a ver, no entiendo nada; habéis hablado de salir algo
pronto porque teníamos que ver esta mañana un par de sitios; los
hijos que siempre vienen por aquí, hoy se van por recepción del hotel,
tú no tienes prisa en salir, las sorpresas ya terminaron; no entiendo
nada.
—No te preocupes –le dijo Laura—, está todo controlado, ya nos
vamos; además hoy es tu día y no puedes enfadarte.
Alberto sabía que ese era su día, que era el último de vacaciones,
puesto que al siguiente tenían que regresar; estaba al tanto de todo,
pero lo que no sabía es lo que le esperaba ese día, no sabía que estaba
muy lejos de ser un día más, no sabía que ese era, y tenía que ser, el
día grande.
Al llegar a recepción les avisaron de que sus hijos habían ido al
garaje a recoger el coche y les esperaban en la puerta del hotel. Subieron Alberto y Laura al coche y arrancaron en dirección a La Candelaria, donde visitaron la iglesia y la Virgen de La Candelaria, así
como la gran explanada de la iglesia, una calle comercial también
muy bonita y les llamó la atención un trozo de playa separado del
mar por una especie de pared de piedras, entre las que se filtraba el
agua, convirtiendo este rincón en una piscina con agua directa del
mar, pero sin nada de olas. Después se fueron a La Laguna, visitando
el casco histórico, todo peatonal y muy cuidado, donde permanecieron
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