señora en la mesa y una puta en la cama». Llevo el pelo azabache peinado en un moño alto que me permite lucir mi esbelto cuello, lo que me da un toque de fragilidad e indefensión que, de forma atávica, atrae a los hombres. Mi traje sastre blanco de Prada está compuesto de una chaqueta en pico, sin camisa, que deja entrever generosamente el canal de mis senos; la falda, mínima, no alcanza la mitad de los muslos; los zapatos Gucci, de tacón vertiginoso, son asimismo blancos con unas pequeñas cadenas doradas. Como complementos, sólo un collar de perlas blancas, unos pendientes a juego y un portafolio negro de Louis Vouitton. En pocos instantes me encuentro a su lado. —¡Niña mía! —exclama con un tono de franca alegría abandonando el libro y las gafas de lectura sobre la mesa. —Hola, Alberto. Siempre leyendo y aprendiendo cosas nuevas, ¿no? — pregunto señalando el libro con los ojos. —Como decía Séneca: Otium sine literis mors est et hominis vivi sepultura, que en román paladino viene a ser: «El ocio sin los estudios es muerte y sepultura de hombre vivo» —sentencia algo petulante. Con las piernas cruzadas por detrás y juntando mis manos a los tobillos, en un remedo del cartel de La Secretaria, me inclino hacia él. Acerco mis labios a los suyos y, pocos segundos después, comienzo a acariciar suavemente su nuca mientras recibo tímidamente su lengua en mi boca. Cuando me separo, nos observamos inmóviles durante unos instantes, tras los que Roberto prosigue como si no se hubiera detenido momentáneamente la conversación. —Siéntate, por favor —me pide palmeando el cojín. Así lo hago, situándome frente a él. Su aspecto es magnífico, como el de un maduro patricio romano. El rostro, aunque surcado por unas arrugas anticuadas, fruto de una vida activa y aventurera, sigue firme, y sus ojos, color avellana con chispas amarillas, irradian un fulgor especial cuando me mira. Ya sé que no siempre es así. En muchas ocasiones, más de un adversario en los negocios ha vislumbrado otro brillo acerado que revela una voluntad indómita. Su nariz recta y un tanto gruesa ayuda a forjar la imagen de persona franca, y sus cejas, recortadas y canosas en parte, confirman dicha impresión. Los labios aún tienen un tono carmesí, casi femenino; la inexistencia del denostado «código de barras» sobre ellos le dan un aire más juvenil de lo que corresponde a sus años. No se puede levantar como le gustaría hacer por educación. En un viaje a Indonesia, durante las peripecias de la complicada pugna para la compra de un grupo hotelero, los sicarios de un capo local nos habían intentado eliminar, echándonos fuera de la carretera, hacia un barranco tropicalmente selvático. Yo sólo sufrí unas leves contusiones, rozaduras y abrasiones. Alberto se llevó la peor parte; en el impacto se lesionó de gravedad la columna vertebral. A raíz de aquello, perdió la movilidad de las piernas y, lo que es peor para mí, la erectabilidad, con lo que aquel viaje por